Artículos

LÍMITES CONCEPTUALES Y ESTÉTICOS DE LA VISIBILIDAD DE UN ARTISTA: EL CASO DE AMELIA BIAGIONI

Cristina Piña
Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

núm. Esp.09, 2020

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 31 Marzo 2018

Aprobación: 24 Mayo 2018



Resumen: El presente trabajo se propone dar cuenta de la importancia que, para la comprensión y la visibilización de la poesía de Amelia Biagioni, tiene el pensamiento de Gilles Deleuze. Ello obedece a que los conceptos que este pensador elabora en sus textos de filosofía del arte permiten dar nombre al conjunto tanto de procedimientos que caracterizan la obra de la poeta argentina como a su trayectoria nómada y rizomática en cuanto no recala en ningún grupo y talla su propia lengua en la lengua materna, como lengua menor, en el sentido de avanzar hacia la agramaticalidad, la destrucción de la sintaxis y la transformación del poema en un ser de sensación.

Palabras clave: Visibilización, Perceptos, Afectos, Sensaciones, Lengua Menor.

Abstract: The goal of this work is to explain the importance that Deleuze’s theory of art has for making visible Amelia Biagioni’s poetry. This happens because the concepts Deleuze developed in his writings on philosophy of art allow us to give name to the different writing devises typical of the Argentine poet’s work. Also to explain her nomadic and rizomatic path, in the sense she doesn’t belong to any literary group and carve her own language in her mother tongue as a minor language, in the sense it becomes each time more a-grammatical, breaks syntaxes and transform the poem into a “being of sensation”.

Keywords: Making Visible, Percepts, Affects, Sensations, Minor Language.

I

Como lo demuestra la historia literaria, las diversas épocas no han estado, en muchos casos, a la altura de los autores que en ellas escribieron, dejándolos perdidos en la invisibilidad y en la falta de legitimación.

Si reparamos en nuestra literatura, más allá de la tardía recepción de Borges, son buenos ejemplos Héctor Viel Temperley y Amelia Biagioni, quienes escribieron toda su obra poética con muy escaso reconocimiento crítico.

Sin entrar en generalizaciones acerca de los motivos que, en cada caso, determinaron su tardía recepción, me interesa especialmente el caso de Amelia Biagioni, ya que, para la invisibilización y la postergación de su poesía —a partir de su segundo libro, cada vez más extraterritorial en el paisaje de la poesía argentina—, uno de los factores determinantes fue la carencia de instrumentos teóricos adecuados para abordarla.

Porque, dentro de un ámbito universitario y crítico que, en el enfoque de la evolución literaria, avanzó poco más allá del formalismo ruso para quedar capturado en el rígido esquema de la «estructura del campo intelectual» postulado por Pierre Bourdieu (1983) —con su delimitación de lugares fijos para comprender el estado de un determinado momento literario—, pocas posibilidades de comprensión tenía una poeta esencialmente dinámica y autónoma como Biagioni. Porque no pertenecía a ningún grupo ni estética fijos y fue cambiando su estilo y su ubicación en el panorama poético a partir de una constante experimentación con la palabra y del encuentro con variadas experiencias estético-científicas del presente y del pasado, del arte argentino e internacional, de la literatura, la música o la pintura.

Si hasta ahora he evitado los conceptos de Deleuze, fundamentales para dar cuenta de una producción, una trayectoria y una voz de estas características, fue para transmitir la dificultad de leerla con el enfoque histórico-teórico en boga vigente en el momento.

Porque, mientras consideremos el panorama de nuestra literatura como un mercado de puestos fijos —palabras de Bourdieu (1983, p. 21)—, solo podremos distinguir en él a aquellos escritores que tienen vocación sedentaria y gregaria —pues forman grupos con propuestas estéticas comunes y más o menos cristalizadas, o la crítica los lee así—, y que están instalados en una subjetividad más o menos estable en el sentido de no estar problematizada en su escritura.

En cambio, cuando visualizamos al supuesto «panorama» como una superficie que va ampliándose y transformándose continuamente, según una dinámica nómada y rizomática, la extraterritorialidad donde está cautiva la obra ilegible deja de ser un espacio carcelario para convertirse en un trayecto donde se despliega su singularidad.

Este enfoque, asimismo, nos permite dar cuenta de los sucesivos «encuentros» de la voz poética con escritores de los que se «contagia» y de quienes volverá a apartarse a lo largo de su trayectoria. También, gracias a él, podemos dejar de lado la idea de la inclusión obligatoria y perdurable de los escritores en grupos, noción que, más allá de resultar esclarecedora para Biagioni, permite explicar la trayectoria de autores como Borges y Girondo, que emigran de los sucesivos grupos a los que pertenecieron.

Pero, además de este primer acceso a la obra de Biagioni vinculado con el enfoque histórico-evolutivo, los conceptos de Deleuze dan cuenta, con singular precisión, de las diversas transformaciones por las que pasa aquella en cuanto al sujeto, al estilo y a la delimitación del espacio y el tiempo.

Para comenzar, me detendré en los títulos de sus seis libros sucesivos, que se manifiestan como un signo profundamente revelador de la dinámica de territorialización/desterritorialización que domina su producción poética, además de iluminar su concepción del espacio. Para ello, recordaré algunos conceptos de la filosofía del arte de Deleuze, sea individualmente o junto con Guattari[1].

Para el filósofo, por la estrecha vinculación existente entre hombre y animal —el cual sería el hombre desterritorializado—, el arte no es privativo del ser humano, sino que se trata de algo que comparte con el animal. Así, el acto artístico aparece básicamente como «territorialización», es decir, trazado de un plano de composición frente al caos y sobre el cual se construye la «Casa», formada por «lienzos de pared», según los llama de acuerdo con una imaginería básicamente pictórico-arquitectónica, que delimitan el espacio de lo familiar o natal. Pero, a partir de tal construcción, es necesaria la desterritorialización por medio de líneas de fuga que, siguiendo las fuerzas del «Universo» como lo llama, vuelvan a ponerse en contacto con el «plano de composición» para así seguir ampliando el territorio en una dinámica rizomática. Lo que en él se crea son perceptos, afectos y bloques de sensaciones, que implican la desubjetivación de percepciones, afecciones y sensaciones y, por un lado, la ruptura con una concepción del sujeto que lo entiende como molaridad —es decir, estructura fija y jerárquicamente organizada— a fin de que el escritor entre en un devenir menor —en el sentido de devenir niño, animal, mujer sin cristalizar en ninguna figuración— como, por el otro, una minoración del lenguaje, ya que por «estilo» Deleuze entiende poner en vibración el lenguaje, llevarlo a la agramaticalidad al arrancarlo de sus reglas y convenciones para que exprese afectos y perceptos. Porque, como decía Proust, el escritor escribe en una lengua extranjera, en tanto debe tallarse una lengua propia dentro de la lengua mayoritaria. En este sentido, habla Deleuze de una «minoración» del lenguaje.

Pasando ahora a los títulos de los libros de Amelia Biagioni, el primero, Sonata de soledad (1954), si bien no da cuenta de un territorio específico como arraigo y espacio de despliegue de la palabra poética, sino que se refiere a una forma musical, cuando leemos los poemas, advertimos que el territorio que la poeta traza con sus palabras es su auténtica «Casa», en palabras de Deleuze (1993 pp. 186-189): el paisaje de su provincia natal, Santa Fe, con sus animales, pájaros, flores, árboles y amplias extensiones de campo. Pero, igualmente importante, la forma musical elegida, la sonata, como nos enseña la teoría musical, es una forma fija en tres partes —que, en este caso, incorpora, tras el Allegro y el Adagio tradicionales, un Rondó—, lo cual le da una estructura especialmente cerrada. Veamos, si no, lo que señala Deleuze acerca de aquella: «Si se considera la sonata, hallamos en ella una forma enmarcadora particularmente rígida, basada en un bitematismo, y cuyo primer movimiento presenta los lienzos de pared […]» (1993, p. 192). Sin embargo, como lo dice a continuación, se trata más bien de una «forma-encrucijada» porque los grandes autores van a abrirla por medio del tema con variaciones y de otros recursos, de manera tal que los «lienzos de pared» que delimitan la «Casa» se separan, y así se produce una línea de desterritorialización o fuga para retomar el «plano de composición», siguiendo así la dinámica rizomática del arte.

Y precisamente eso ocurre con la estructuración de la sonata en Biagioni, ya que las partes que inserta antes, durante y después del desarrollo de los tres movimientos canónicos constituyen desterritorializaciones o fugas de ella.

Es decir que, aunque el plano que la poeta traza contra el caos en su obra de arte toma la forma de un territorio/«Casa» delimitado, el hecho de que lo nombre y lo estructure según la forma sonata, por un lado, traza una línea de segmentación dura y, por el otro, una línea de fuga en tanto se abre a partir de la inclusión de otras secciones.

Cuando pasamos a su segundo libro, La llave (1957), el título, al margen de abandonar la forma musical, nombra un elemento que convoca concretamente lo espacial, pero más para clausurarlo o abrirlo a otro que para detenerse en él. Es decir que ahora se alude indirectamente a la presencia de dos espacios y al pasaje del uno al otro o al bloqueo de dicho tránsito. Y, en efecto, nos encontramos, como lo señalan los subtítulos de las secciones en que se divide el libro, con un sujeto poético desarraigado de su territorio anterior —la provincia natal— que, trasladado a la ciudad, se ve confinado a un territorio, la «Habitación 114», que no logra ser una «Casa», sino un mero cuarto de hotel con sus connotaciones de encierro y de transitoriedad. De allí, la nostalgia por la «Casa» perdida que aparece diseminada en todo el libro.

A ese carácter no acogedor del territorio, se suma la imposibilidad de fugarse hacia otro, como se ve con claridad en el poema que cierra el libro, «Bosquejo del último canto», donde la única salida de la habitación cerrada que la voz poética puede anticipar es la muerte y el hundimiento en el silencio final, que, sin embargo, es «Verbo delicioso», como lo vemos en las siguientes estrofas, entresacadas de él:



  1. Un insaciable frío
    será mi largo amante. En este lecho
    ya comienza a ser mío.
    Ensayadme las manos sobre el pecho.
    […]
    Te abro con un suspiro,
    cerradura del cielo misterioso.
    Ah, Silencio, te miro
    y me hundo en tu Verbo delicioso (2009, pp. 224 y 226).

Llegamos así a su tercer libro, El humo (1967), donde algo de la profunda transformación que significa dentro de su poesía está connotado en el título. El sujeto comienza su devenir incesante en alfombra, llovizna, humo, mariposa y se deshace como instancia molar para ser puro «agujero», según se dice en esta estrofa de «Me distraje un instante»:



  1. Fija, vaciada, ausente,
    un agujero soy
    por donde pasa el mundo,
    veloz, sin detenerse,
    agitando sombreros,
    se escurre en mi vacío,
    cómo huye (2009, p. 292).

Y, de la misma manera, el lenguaje comienza a vibrar en un estilo profundamente transgresor y personal, donde, en pos de la sensación, se rompen la sintaxis y la gramática convencionales, como se ve en un fragmento de la segunda parte del poema «El humo»:



  1. Y ardiendo en otro tiempo
    acuden
    las lenguas bífidas rosadas
    carmesíes,
    las sibilas convulsas
    las mil
    ardiendo guay
    consumen,
    las lenguas miserere
    las euménides púrpuras
    consuman,
    ardiendo amén,
    las lenguas encarnadas
    las perversas y santas inocentes
    prosiguen
    ardiendo azules escarlatas
    metidas hasta el gris
    hasta la sangre verídicas,
    ardiendo… (2009, p. 266)

Sí, así como ocurren esos fenómenos, el territorio se desmaterializa en ese humo que surge de la ciudad y donde hasta el plano de composición parece esfumarse. Tal desmaterialización/desterritorialización extrema quedaría asimismo confirmada en dos metáforas que aparecen en el último poema del libro. Me refiero al «pecho del vacío», por un lado, y a la «palabra asombrosa / […] la que suena y suena y suena/ y no fue ni será pronunciada» (2009, p. 293), por el otro.

Y a partir de esa desterritorialización extrema, el espacio se dinamiza con un ritmo creciente, según aparece señalado en los títulos de los tres libros posteriores, llamados, respectivamente, Las cacerías, Estaciones de Van Gogh y Región de fugas, y los cuales me parece importante tomar en conjunto para poder señalar las relaciones de movimiento y de variación que se establecen entre ellos y los anteriores.

Si, en Las cacerías, el espacio desaparece a favor de la dinámica de la cacería y, en Estaciones de Van Gogh, aparece en forma de lugares transitorios y hechos para ser atravesados en la dinámica del andar, en Región de fugas, se lo nombra como el ámbito donde se cumple la dinámica de la fuga, en el sentido de huida, desterritorialización y conexión rizomática. Asimismo, y en relación con su primer libro —Sonata de soledad—, cabe señalar la profunda significación que tiene el cambio de forma musical elegida, ya que, como sabemos, la «fuga» es también un procedimiento musical. En efecto, frente a la rigidez enmarcadora de la sonata que antes destacaba Deleuze, la fuga —a la que ciertos musicólogos incluso se niegan a considerar una forma prefiriendo llamarla textura o procedimiento por la gran variedad de configuraciones que ha tomado a lo largo de la historia— es un procedimiento de singular dinamismo, que, lejos de «enmarcar», pone en libertad la multiplicidad de voces que en ella se conjugan y entrecruzan. Es decir que la doble acepción de la palabra «fuga» —huída y textura musical— funciona como índice de la apertura y del dinamismo extremos adquiridos por la poesía de Biagioni. Pero, asimismo, el título del libro constituye una apretada síntesis de lo que para la poeta fue la poesía: el trazado de un territorio para inmediatamente ampliarlo y ponerlo en movimiento por medio de líneas de fuga y de desterritorialización.

Y si tal síntesis se da en el título de su último libro, en Las cacerías, encontramos una figuración singularmente ajustada de la puesta en movimiento del espacio que venimos analizando, cuando, en el poema «Bosque», la voz poética dice: «[…] el universo es un oscuro claro andante bosque / donde todo movimiento es cacería» (2009, p. 361).

Atendiendo a lo señalado, me parece que resulta evidente la línea de progresiva y extrema desterritorialización trazada por los títulos de sus libros, que, por cierto, se apoya en la textura misma de un estilo cada vez más vibrante y transgresor, y en la constante transformación del sujeto lírico, por nomadismo y por devenir minoritario, en una multiplicidad rizomática, como veremos a continuación.

II

En primer término, veamos el estallido del sujeto como entidad molar que se da en la poesía de Biagioni, pero no solo para hacer un recorrido de sus diversos momentos de transformación, sus devenires y su nomadismo, sino para demostrar cómo, si carecemos de elementos teóricos —en este caso, deleuzianos, y, en menor medida, kristevianos—, nos resulta difícil captar esa dinámica.

En efecto, tanto como la teoría del lenguaje y del sujeto poético de Julia Kristeva (1969 y 1974) significó un camino privilegiado para entender los procesos de estallido y de destrucción por los que pasa el sujeto lírico en poetas como Alejandra Pizarnik y Oliverio Girondo, ante la obra de Biagioni, no resulta tan fructífera en función de la importancia que tiene en ella la negatividad, vinculada con la concepción psicoanalítica del deseo.

En efecto, por sus bases psicoanalíticas de raigambre tanto freudiana como lacaniana, la teoría de Kristeva concede un lugar central a la pulsión de muerte y a la negatividad. Así, la práctica poética se entiende como transgresión de lo simbólico y acceso a lo semiótico, vuelta del sujeto a la instancia previa a su constitución, que lo expone a la pulsión de muerte, sumiéndolo en el goce y poniéndolo en un riesgo extremo.

Tal concepción, que nos lleva del sujeto hablante al sujeto cerológico, implica una experiencia de dolor y de pérdida, manifiesta en la tonalidad trágica que, casi sin excepciones, adquiere el poema que, a fuerza de trabajar con lo semiótico, consigue atravesar y deshacer al sujeto hablante.

Pero ante la poesía de Amelia Biagioni, si bien la teoría de Kristeva nos puede allanar el camino para comprender el proceso que atraviesa la subjetividad lírica en su tercer libro, El humo, que a los efectos de la transformación del sujeto poético es capital, no puede dar cuenta de la afirmación, contra todo dualismo y cualquier forma de negatividad, de la multiplicidad gozosa y nómada del sujeto lírico que, a partir de Las cacerías, se despliega en sus libros sucesivos.

Para comprender este proceso —que ante todo nos llevará a consideraciones de tipo contextual, en el sentido del nomadismo de la poeta en cuanto a sus afiliaciones estéticas—, partamos de señalar que Biagioni comenzó su obra en la estela del romanticismo personalista a través de una ubicación equidistante del sencillismo de su comprovinciano José Pedroni y del neorromanticismo de la generación del cuarenta, que daba por sentado un sujeto concebido como origen del poema y lugar donde se cumplen las experiencias sentimentales y religioso-espirituales, luego trasladadas a la escritura poética, para después revertir radicalmente dicha relación y entender al sujeto como producto de la praxis poética. Tal reversión implicó, simultáneamente, abandonar cualquier inscripción estética que no implicara la libertad de una experimentación incesante con el lenguaje para alcanzar un estilo Biagioni —en el sentido de tallar una lengua propia y extranjera en su lengua materna, como quería Proust—. Ese estilo se caracteriza por su progresiva agramaticalidad y su vibración afectivo-perceptiva logradas no solo por negación de la lógica lingüística, sino también por la acumulación vertiginosa de palabras musicalmente asociadas y por el trabajo gráfico sobre la página. En este sentido, el estilo Biagioni se encuentra en las antípodas del tipo de escritura practicado hasta su segundo libro, donde la voz propia está sofocada por el uso de las formas fijas, la métrica y la rima tradicionales que actúan —al igual que la forma sonata antes considerada— como marco rígido para su voz.

Esta opción experimental la convirtió en una especie de nómada de todas las estéticas, las concepciones del espacio, el tiempo y el sujeto, lo que lleva a que su poesía se apropie, con singular libertad, desde los recursos anafóricos y la creación de nuevas palabras de Girondo a las interrogaciones borgianas, desde la voz de la rana homérica a la voz de Dios, desde el desgarramiento de Hölderlin y Van Gogh a la afirmación vital de Hemingway, entre muchas otras voces con las que se conecta a lo largo de su trayectoria.

Para llegar a ese simultáneo anonadamiento del sujeto como unidad y homogeneidad, y del lenguaje como algo propio y personal por medio del recurso de adueñarse de la palabra ajena y asumir enunciativamente multiplicidad de identidades, Biagioni pasa, de manera fulgurante, del personalismo de sus dos primeros libros a la impersonalidad mallarmeana por el vaciamiento del yo que se registra en su tercer libro, El humo, para comprender el cual resulta adecuada la teoría kristeviana. Porque aquí nos encontramos con la emergencia de un genotexto pulsional que nos lleva a la instancia del sujeto cerológico, como se ve de manera privilegiada en su figuración como «agujero» que cité antes.

Sin embargo, aunque el libro termina con ese vaciamiento extremo del sujeto, antes se ha iniciado la dinámica de los devenires y de la multiplicidad enunciativa, en tanto la voz poética pierde su homogeneidad para devenir llovizna, mariposa, paloma y humo de la ciudad. En este sentido, El humo aparece como una auténtica bisagra entre dos concepciones del sujeto, del lenguaje y de la escritura. Como del sujeto y del lenguaje ya hablé, detengámonos en la concepción de la escritura que se plantea en el libro, la cual, si, por un lado, coincide con la teoría kristeviana por su negatividad, por el otro, se constituye en apertura hacia la forma peculiar que adoptará la dinámica del devenir en Las cacerías. En efecto, como se ve privilegiadamente en el poema «Oh tenebrosa fulgurante», del que citaré solo tres estrofas, aquí la escritura se ha convertido en ritual de devoración del sujeto en su carácter de instancia cerrada y de origen o causa de la práctica artística, para convertirlo en efecto de ella. Así, ese yo, a la vez destruido y materializado en sus restos, se convierte en lugar de paso y manifestación de lo real —en «profecía y viento», según las metáforas elegidas por la poeta—, voz innominada a partir de la cual se producen significaciones móviles:



  1. Oh tenebrosa fulgurante, impía
    que reinas entre cábala y quimera,
    oh dura poesía
    que hiciste mi imprevista calavera.
    […]
    Por qué bajaste oscura. Mis despojos
    creas, desencadenas mi esqueleto.
    Devoraste mis párpados, mis ojos,
    mi corazón secreto.
    […]
    Por qué. Pero me ofrezco, y apaciento
    mis huesos, y mi cara se acostumbra
    a ser tan solo profecía y viento.
    Come, cuerva. Y relumbra (2009, pp. 65-66).

Cabe señalar, asimismo, que, tras una práctica casi exclusiva del verso libre, en este poema, como indicación clara de la transformación que se opera en la concepción de la poesía, la realiza partiendo de un poema con metro tradicional (endecasílabos y heptasílabos) y rima.

Sin embargo, cuando llegamos al cuarto libro, Las cacerías, ese lugar vacante es asumido por multiplicidad de figuraciones subjetivas que, del Supremo Cazador que pronuncia el primer poema, van pasando por los diversos enunciadores que podemos identificar en los sucesivos textos: hormiga, rana, tigre, león, San Pablo, San Simeón el estilita, lunauta, fugitiva, señalada y partiquina, entre otros.

Además de esa transformación fundamental, se rompe la propia unidad de la voz que enuncia el poema, dando lugar nuevamente a la irrupción de lo múltiple. Así, en un mismo texto, las voces se desdoblan y se establece entre ellas un diálogo que constituye la sustancia del poema.

Por su parte, la metáfora que encarna la transformación del sujeto en efecto y no en causa del poema y en espacio de significaciones móviles adquiere, en este libro, una figuración más radical en la sección 3 del poema «Decir»:



  1. Cuando recibo una palabra inesperada
    la retengo y vigilo sus diferentes porvenires
    hasta que alguno de ellos
    de pronto se recuerda se incorpora
    y no hay palabra ya
    sino un gran viento que me empuña (2009, p. 347).

Sin embargo, desde Las cacerías en adelante, las divisiones y las multiplicaciones del yo no se plantean como alienación y negatividad, sino como afirmaciones vitales y eufóricas de una univocidad en la multiplicidad que, como en una disposición nómada y anárquica de las diferentes especies y figuras sobre la superficie de la realidad, no entraña jerarquías ni binarismos atributivos. Así, se celebra por igual a la hormiga y al santo, a la víctima y al victimario, a la risa y a la plegaria, y las palabras ajenas van articulándose para formar ese estilo Biagioni, entendido, por un lado, como agenciamiento colectivo de enunciación —es decir que lo dicho surge de diversidad de voces—, y, por el otro, como minoración y puesta en vibración del lenguaje, a fin de que transmita afectos y perceptos, como se puede ver en el poema «El todo», entre tantos otros:



  1. Porque un corpúsculo
    tiene en pasión y acción
    el volumen del cielo
    y porque el tiempo avanza retrocediendo
    y porque solo hay pan hambriento vertiginoso
    y porque solo ves con límites
    puedes decir simplificando:



  1. El todo es un instante o ascenso
    con un amor o víctima primera
    de otro
    consumido
    por la víctima
    de otro
    devorado
    por la víctima
    de otro y siempre así
    feliz y atroz
    y siempre diferente,
    hasta un amor o víctima final
    que es la primera
    dentro de otro universo (2009, p. 401).

Tal proceso se hará todavía más rico y complejo en Estaciones de Van Gogh, donde la subjetividad se disemina hasta llegar a un punto de multiplicación radical, en tanto entraña una simultánea pluralización del supuesto sujeto biografiado —el pintor holandés— y, por momentos, una identificación/articulación con el sujeto de la enunciación, a la par que las palabras de uno y de otro —la correspondencia de Vincent, los poemas de Biagioni— se enhebran y dialogan. En ese sentido, el lugar antes ocupado por el «yo» y vaciado en El humo, ahora aloja una multiplicidad que tiene otras características que la de Las cacerías, pero igual potencia afirmativa.

Por fin, llegamos al punto extremo del trabajo de minoración del lenguaje que convierte al poema en un ser de sensación. A partir de una acumulación inédita de sustantivos o adjetivos, Biagioni logra, por un lado, darle una cualidad casi pictórica al poema —factor que se percibe tanto al ver los diseños que van trazando las palabras sobre el blanco de la página, como al captar el valor de pincelada que tiene cada vocablo en la acumulación señalada—, y, por el otro, hacerlo vibrar de manera singular, como se ve en esta segunda parte del primer poema de «Arles»:

  1. 2

    Con toques fusas gritos y cadencias
    que se combaten y se abrazan
    con acordes contrapuntos y armónicos
    agónicos violantes o felices
    pinta el concierto salvaje alado hermoso doloroso
    la blanca verde púrpura negra música
    solo amarilla de la humana vida
    que suena en todo espacio padecido
    en todo rastro o reino
    del pensamiento el ansia el acto.
    Pinta la música encarnada
    la música vidente
    la música de la verdad (2009, p. 463).

Llegamos así a su último poemario, Región de fugas, donde además de continuarse el diálogo intertextual —con Hölderlin, con Tennessee Williams—, de construirse nuevas figuraciones subjetivas —el oro, la «niña de mil años»—, se tematiza la pluralización subjetiva a través de la palabra «muchedumbre», que vuelve, una y otra vez, para nombrar al sujeto, como en este ejemplo:



  1. y al ver mi dibujada muchedumbre
    me asalta
    me unifica me cunde… (2009, p. 43)

Tal muchedumbre, que además está en un incesante movimiento nómada, llega a un punto de singular contraposición con la Nada mallarmeana, pues la impersonalidad y la negatividad del poeta francés se convierten en afirmación de la multiplicidad, más allá de todo dualismo o negación de la vida.

Por todo lo dicho, Biagioni aparece como una poeta de la afirmación total sin negatividad, ya que, rompiendo cualquier oposición binaria, concita los opuestos para afirmarlos en un gesto, por momentos, de aceptación, pero, en muchos otros, directamente de celebración, que acoge, a la vez, en una conjunción no sintética, opuestos como Dios y el cuerpo, San Pablo y la rana, lo múltiple y lo uno, el movimiento y la quietud, el nomadismo y la contemplación, la devoración y la comunión.

En tal sentido, su poesía, donde nada está negado, parece dar incluso un paso más allá respecto de los grandes afirmadores de la vida —Deleuze, Nietzsche— en tanto incluye, en su universo poético, también la trascendencia, que para ella no es incompatible con la reivindicación del cuerpo, la animalidad, el gesto de matar, el sufrimiento y la muerte, ni tampoco aplasta a la inmanencia.

III

Sabemos que ni Biagioni leyó a Deleuze, ni Deleuze, a Biagioni, a pesar de lo cual los conceptos del filósofo francés aparecen como claves de lectura casi pensadas a propósito para hacer que una obra tan peculiar se despliegue y exhiba su singularidad frente al lector.

Si se da tal coincidencia, creo que obedece a que ambos creadores —recordemos que para Deleuze tanto el filósofo como el artista lo son— enfrentan las situaciones de su trayecto creador con actitud similar. Ambos optan por el movimiento, la multiplicidad y el devenir frente a la quietud, la unidad y la afirmación del ser; ambos rechazan la negatividad y tienen una voluntad afirmativa y vital; ambos deshacen la molaridad del sujeto entendiendo la tarea de escribir como devenir no ya filósofo ni poeta, sino «otra cosa» en una constante dinámica de fuga y de desterritorialización.

Por último, ambos demuestran una libertad soberana a la hora de construir sus respectivas creaciones. En Deleuze, lo vemos en los materiales con los que construye su pensamiento, que provienen tanto de filósofos —Bergson, Nietzsche, Leibniz, Spinoza— y de artistas —de Proust a Beckett, del lied alemán a Boulez, de Klee a Bacon— como de científicos —de Von Uexkull a Geoffoy Saint Hilaire o Simondon.

En Biagioni, no solo porque, en su trayectoria nómada, hizo rizoma con escritores que van desde Pedroni hasta Mallarmé, Girondo y la poesía mística española y con científicos y pintores que nos llevan de la física contemporánea a la pincelada de Van Gogh, sino porque construyó un estilo a la vez inconfundible y en metamorfosis incesante, donde las convenciones caen, y la vibración de afectos y de perceptos convierte a sus poemas en auténticos seres de sensación.

Referencias Bibliográficas

Biagioni, A. (2009). Poesía completa. Edición de Melchiorre, V. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.

Bourdieu, P. (1983). Campo del poder y campo intelectual. Buenos Aires: Folios Ediciones.

Deleuze, G. ([1964] 1972). Proust y los signos. Barcelona: Anagrama.

Deleuze, G. ([1979] 2003). Un manifiesto menos. En Bene, C. y Deleuze, G. Superposiciones (pp. 75-102). Buenos Aires: Ediciones Artes del Sur.

Deleuze, G. (1981) (4.a ed.). Francis Bacon. Logique de la sensation (2 vols.). París: La Vue le Texte/Éditions de la Différence.

Deleuze, G. ([1990] 1996a). Conversaciones (2.a ed.). Valencia: Pre-textos.

Deleuze, G. ([1993] 1996b). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama, 1996.

Deleuze, G. (1995, sep. 1). L’ immanence, une vie… Philosophie, (47), s. p.

Deleuze, G. y Guattari, F. ([1980] 1988). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Pre-textos.

Deleuze, G. y Guattari, F. ([1975] 1990) (2.ª reimp.). Kafka. Por una literatura menor. México: Era.

Deleuze, G. y Guattari, F. ([1991] 1993). ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Anagrama.

Kristeva, J. (1969). Semeiotiké. Recherches pour une sémanalyse. París: Éditions du Seuil/Coll. Pointz.

Kristeva, J. (1974). La revolution du langage poétique. París: Éditions du Seuil.

Notas

* Magíster en Pensamiento Contemporáneo. Profesora titular (jubilada) en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Correo electrónico: cpinaorama@gmail.com
[1] No indico dónde se encuentra cada uno de los conceptos de Deleuze y de Guattari porque se van repitiendo en sucesivos libros de manera más o menos idéntica. En la bibliografía, figuran los textos fundamentales de donde los he tomado (Deleuze, 1964/1972; 1979/2003; 1981; 1990/1996a; 1993/1996b; 1995; Deleuze y Guattari, 1980/1988; 1975/1990; 1991/1993).
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