Artículos
DEMARCACIONES POLÍTICAS Y SOCIOCULTURALES DE NUESTRO TERRITORIO EN DOS NOVELAS DE EDUARDA MANSILLA: LUCÍA MIRANDA Y PABLO O LA VIDA EN LAS PAMPAS
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
núm. Esp.09, 2020
Recepción: 31 Marzo 2018
Aprobación: 24 Mayo 2018
Resumen: Me dedicaré en particular a dos novelas de Eduarda Mansilla, las que podrían atestiguar su tardía adhesión al Romanticismo, en tanto en una de ellas la escritura se aproxima formalmente a la novela histórica, una de las especies literarias más cultivadas por los adscriptos a dicho movimiento, me refiero a Lucía (1860), y la otra, Pablo o la vida en las pampas (1868-1869), abunda en análisis políticos y sociológicos, en los cuales confluyen sus observaciones directas y privilegiadas sobre el país y sus lecturas de los modelos europeos de la estética referida.
Palabras clave: Novelas, Romanticismo, Modelos Europeos, Observaciones Directas.
Abstract: I devote me in particular to two novels of Eduarda Mansilla, who could attest to their late accession to romanticism, insofar as one of them writing formally approaching the historical novel, one of the most cultivated by the ascribed literary species this movement, I am referring to Lucía Miranda (1860) and the other, Pablo o la Vida en las Pampas (1868-1869), abounds in political and sociological analysis confluence of privileged and direct observations of the country and its European models of the aforementioned aesthetic readings.
Keywords: Novels, Romanticism, European Models, Direct Observations.
1. 1.
En 1934 Victoria Ocampo le envía una carta a Virginia Woolf desde Madrid. Le recuerda las escenas del reciente encuentro en la casa de Tavistock Square (la puerta de entrada verde oscuro con su número de identificación en el centro, el living room con la chimenea encendida —en franco contraste con el frío y la niebla de las calles de Londres—, los paneles en las paredes y los cuadros pintados por Vanesa, hermana de Virginia), al tiempo que trata de reactualizar alguna de las ideas que habían intercambiado con la consagrada escritora inglesa, que ya había publicado entonces sus novelas más significativas y el celebrado ensayo A room of one’s own (1929), con hipótesis relativas a la escritura de las mujeres. Escribió Victoria sobre este punto:
En todo caso, estoy tan convencida como usted que una mujer no logra escribir realmente como una mujer sino a partir del momento en que esa preocupación la abandona, a partir del momento en que sus obras, dejando de ser una respuesta disfrazada a ataques disfrazados o no, tienden solo a traducir su pensamiento, sus sentimientos, su visión (1981, p. 315).
El vínculo establecido entre ambas escritoras parecería haber invertido sus respectivos condicionamientos de clase, reemplazados por categorías propias de sus diferentes tradiciones culturales. Victoria se asume como pobre, detrás de ella solo reconoce el vacío y la nada de un país periférico y patriarcal; Virginia es rica y sus textos son sostenidos por tradiciones literarias seculares a las que se asimilan, además, las nuevas corrientes del feminismo anglosajón y francés.
En realidad, Victoria Ocampo no tenía una percepción ajustada sobre el pasado de su país de origen y la obra de algunas escritoras argentinas, que hubieran colisionado contra sus propias certezas en tanto podían considerarse valiosos antecedentes literarios y de las problemáticas de género, las que, salvo excepcionales reconocimientos, por lo común, asociados con la inmediatez de sus publicaciones, se encontraban en un cono de sombras respecto del canon vigente a comienzos del siglo xx y aun con posterioridad a esta fecha.
Tal el caso de la escritora Eduarda Mansilla, que anticipó los planteos de Victoria y nunca dio prioridad al elegir sus temas o adherir a determinadas posiciones estéticas y doctrinarias, a su condición de ser mujer como factor determinante, y desestimó los mullidos límites del gineceo para manejarse con libertad en el amplio mundo de la escritura desde una percepción distópica, favorecida por un amplio bagaje de lecturas, por numerosos viajes y por el cosmopolitismo derivado de ellos, por el dominio de varios idiomas y por una temprana convivencia con los representantes del poder político y económico de la Argentina.
Otro tanto podríamos decir respecto de Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Rosa Guerra y, en etapas previas, de muchas escritoras que publicaron en la prensa local y firmaron generalmente con seudónimos (tal el caso de «una joven argentina aficionada a las Musas», incluida en Barcia, 1982), junto a las que participaron en revistas femeninas desde el año 1830, fecha de aparición de La Aljaba, dirigida por Petrona Rosende de Sierra, y luego de Caseros; en La Camelia (1852); en La Educación ( 1852); en Album de Señoritas (1854); en La Flor del Aire (1864); en La siempre viva (1864); en La Ondina del Plata (1875-1879); en La Alborada del Plata (1877-1878), que, en su segunda época y con modificaciones en su título inicial, sustituido por Alborada literaria del Plata, perduró hasta el año 1880; en El pensamiento (1895); y en Búcaro Americano (1896-1906), para acotar el catálogo solo a la prensa periódica del siglo xix.
Me dedicaré, en particular, a dos novelas de Eduarda Mansilla, las que podrían atestiguar su tardía adhesión al Romanticismo, en tanto, en una de ellas, se aproxima formalmente a la novela histórica, una de las especies literarias más cultivadas por los adscriptos a dicho movimiento; me refiero a Lucía (1860), titulada a partir de su segunda edición con el nombre completo de la protagonista, Lucía Miranda, basada en la narración histórico-mítica incluida en La Argentina o La argentina manuscrita (1612), del mestizo Ruy Díaz de Guzmán, implicado ideológicamente con la mitad española de su sangre y el punto de vista de los hombres blancos[1].
La segunda novela, Pablo o la vida en las pampas (1868-1869), fue escrita inicialmente en francés y después traducida al castellano por Lucio V. Mansilla, su hermano, que la publicó en formato de folletín en el diario La Tribuna (desde el número 6033 hasta el número 6059), y es rica en análisis políticos y sociológicos, en los cuales, confluyen su observación directa y privilegiada del país y sus lecturas de los representantes de la primera generación romántica, en especial, de Esteban Echeverría y de Domingo F. Sarmiento.
1. 2. A propósito de Lucía Miranda
Ruy Díaz exaltó, en su texto, las vicisitudes y los éxitos de los españoles en América durante el período comprendido entre los años 1512 y 1540, y sus destinatarios fueron, en primera instancia, los lectores de la península ibérica, a quienes trató de persuadir sobre el carácter épico de una gesta narrada conforme a los recursos del género. Su dedicatoria a Don Alonso Pérez Guzmán, El Bueno, Duque de Medina Sidonia, heredero de la casa donde habían servido sus antepasados, ratifica esta intención y lo coloca en una cultivada relación de súbdito frente a la Corona, que fue compartida por otros autores de una familia de textos y documentos formada por cartas, cartas relatorias, relaciones y crónicas, a veces de carácter protocolar.
En el Libro i de La argentina manuscrita, capítulo vii, titulado «De la muerte del Capitán D. Nuño de Lara y su gente y lo demás sucedido», episodio fechado en 1532 y narrado casi ochenta años después, Ruy Díaz de Guzmán trastoca el fluir del acontecer histórico e incluye, sin marcas que revelen un cambio de registro, un relato ficcional que, con el correr del tiempo, habría de transformarse en nuestro primer «mito blanco» de la Conquista. En su desarrollo, narra los padecimientos sufridos por el matrimonio de los españoles Sebastián Hurtado y Lucía Miranda, la que, por su belleza y por su ingenuidad en el trato afable con los indios, provocó los amores desordenados de dos caciques timbúes, Mangoré y Siripo, hermanos entre sí.
Durante el asalto al fuerte Sancti Spiritu realizado por sus tribus, enmascarado tras la formalidad de una visita de cortesía para llevarles víveres a sus pobladores —con el conocimiento previo del faltante de un significativo número de soldados que habían incursionado en la selva para buscar «bastimentos»— se libra una lucha despareja y sangrienta, cuya finalidad última es apoderarse de Lucía, la codiciada mujer blanca. Mangoré es muerto durante el combate, y entonces Siripo se lleva a Lucía como cautiva y esclava, aunque después le ofrece que se convierta en su mujer y señora.
Este episodio fue reescrito por muchos autores de diferentes épocas con pequeñas modificaciones y matices diversos; la crítica María Rosa Lojo enfatiza sobre la influencia que ejerció sobre Eduarda Mansilla la versión incluida en Historia del Paraguay, Río de La Plata y Tucumán, del padre José Guevara, publicada en 1836 por Pedro de Angelis junto al texto base de La Argentina Manuscrita, como parte de su célebre Colección de Obras y Documentos (ver Mansilla, 2007a). Indicios del empleo de esta fuente podrían reconocerse, por ejemplo, en el uso de los nombres de los caciques que sustituyeron a los empleados por Ruy Díaz de Guzmán, «Marangoré» por «Mangoré» y «Siripó» por «Siripo», que la escritora habría tomado de los empleados por el padre Guevara.
Varias hipótesis podrían ser formuladas a partir de la escritura de esta novela, en primer término:
La preocupación de la escritora por los acontecimientos protonacionales de la Argentina y su conocimiento de las historias local y europea
Eduarda se instala en el tiempo del acontecer histórico sin excluir las problemáticas derivadas de la condición femenina; así como Elena fue el motivo aparente que desencadenó la lucha entre griegos y troyanos, Lucía Miranda resulta el detonante de un solapado conflicto entre timbúes y blancos.
El «no saber» de Lucía, el amoroso tratamiento con el prójimo, incentivado por su condición de cristiana, y el atractivo de sus rasgos físicos, la descolocan respecto de los efectos que puede provocar en los hombres de cualquier etnia, y constituyen el motivo de las pasiones desordenadas de Marangoré, en primer término, y de Siripó, después, que podrían pensarse como reacciones más cercanas al instinto y a la naturaleza que a las mediaciones de los afectos y la cultura. Pero la inocencia de Lucía no es equiparable a la lucidez de la escritora, que se atreve a representar escenas donde transgrede los tabúes femeninos de su época. En el capítulo xx del texto, donde narra el despertar de Lucía después de la noche de su rapto, podemos constatarlo:
Cuando Lucía vuelve de su desmayo, el día está ya muy adelantado; un sol ardiente inunda los campos con su luz rojiza. El primer momento, créese presa de una terrible pesadilla, agolpándose a su memoria las horribles imágenes que había visto en su fantástica carrera. Pasa las manos por su abrasada frente, vuelve los ojos en derredor, hállase en una choza estrecha y miserable, y al fijar la extraviada mirada en su desnudo cuerpo, cubierto apenas por lijeras y estrujadas ropas, la horrible realidad, se le presenta en toda su más palpable verdad. Amargas lágrimas brotan de sus ojos, hondos suspiros arroja su pecho, siente un terror extraño, indefinible; hállase sola, abandonada, y el nombre de Sebastián se escapa de sus labios, confundido con repetidos sollozos (Mansilla, 2007a, p. 353).
La violación sugerida por la desnudez del cuerpo y por las ropas estrujadas de Lucía, aunque contravenga la verdad histórica, dado que, en la expedición de Gavoto, no vinieron mujeres, y la destrucción del Fuerte es anacrónica respecto de la fechación fijada por Ruy Díaz, además de nivelar, en el plano simbólico, la violación de las indias por parte de los españoles, inaugura una serie acumulativa de cautivas blancas recuperadas por nuestra literatura y por otras expresiones artísticas. Valga como ejemplo el personaje de «La Lunareja», cuya historia es incluida por Hilario Ascasubi en Santos Vega o Los mellizos de la Flor, basada en el rapto de los hijos de Silverio Bengolea durante el malón de Río Cuarto. Se trataba de dos varones y una mujer, Francisca, que logró regresar al mundo de los blancos después de dar a luz a sus dos hijos en las tolderías y transformarse en lenguaraz de un tratado que se firmó con el Marqués de Sobremonte, cuando este se desempeñaba como gobernador de la provincia de Córdoba del Tucumán.
Sus acciones personales no solo la facultaron para reinsertarse entre los suyos, sino que la habilitaron, además, para reclamar sus honorarios como mediadora y lenguaraz del pacto celebrado. También pueden incluirse en esta serie los óleos de Ángel Della Valle, Mauricio Rugendas y Juan Manuel Blanes[2].
Otro elemento de interés para la lectura de Lucía Miranda es el conocimiento de la historia europea, previa al viaje de Gavoto, por parte de la autora, que le permite recrear los avatares y las desdichas del capitán Nuño de Lara.
La narración de su vida y su participación en los episodios bélicos posteriores a la muerte del rey Fernando el Católico y los conflictos que concluyeron con la convalidación sucesoria de Carlos V o I, así como su participación en los enfrentamientos armados que se libraron entre España e Italia, simultáneos con su desdichado amor por la hermosa Nina Barberini, le permiten a la escritora exhibir sus destrezas en las descripciones de la naturaleza europea y en la representación de escenarios fastuosos como el palacio Barberini de Nápoles, donde las Nereidas y los Tritones de la cultura clásica conviven con los epígrafes de Víctor Hugo, de Lamartine, de Dante o de Garcilaso, incorporados a la escritura de Eduarda Mansilla al modo de Esteban Echeverría.
Pero la escritora muestra, también, sus aciertos en el discernimiento y en la percepción de las pasiones humanas, su pericia al plantear los juegos sofisticados del amor y las reglas universales de seducción propias de su mundanidad, que le permiten trascender los modelos y las trayectorias lineales de los viajes desde la periferia hacia el centro.
Esta circunstancia nos permite reflexionar sobre algunos ítems de la novela:
El lado de allá y lado de acá, que se expresan correlativamente a través de la primera y de la segunda parte del desarrollo argumental de Lucía Miranda, definen un contexto de emergencia donde la escritora se manifiesta como una ciudadana del mundo, hábil para representar geografías heterogéneas y proliferar en precisiones topográficas y culturales.
El amor y la religión: tal como en la escritura de La Argentina Manuscrita, subyace, en toda la novela, un pensamiento cristiano, que constituye el fundamento de la construcción del mito fundacional de Lucía Miranda, donde las muertes de los esposos en calidad de mártires, que pueden leerse en relación especular con las figuras de San Sebastián y de Santa Lucía[3], es funcional a la convalidación de la sacralidad de los vínculos matrimoniales, más fuertes que la contingencia y las vicisitudes que ambos debieron afrontar frente a la irrupción de lo «otro».
La escritora describe dos zonas de la tierra americana con límites precisos: el ámbito reglado y racional del fuerte, en primer término, y la selva que lo circunda, con la exuberancia propia de la naturaleza local, representada en el plano simbólico como «el paraíso de Mahoma» por su capacidad propiciatoria de los desbordes sensuales de naturales y de conquistadores.
A su vez, en Pablo o la vida en las pampas, la topografía del suelo se distribuye entre el ámbito rural, cuyas unidades productivas y sociales fueron las estancias y las estructuras de ellas derivadas, las pulperías y los fogones, y la ciudad de Buenos Aires, donde la civilización alcanza sus mayores refinamientos y se concentra el poder de decisión sobre el resto del país...
Entre ambos espacios, que nos retrotraen a la dicotomía formulada por Domingo F. Sarmiento en Facundo (1845) y el uso de las categorías civilización y barbarie, la autora ubica los pequeños pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires, tal la Villa de Rojas, cercana a la estancia de Juan Correa, más conocida como la estancia de «El Federal» con su casco denominado «La Blanqueda».
1.3. Pablo o la Vida en las Pampas
Han pasado dos escasos años desde la caída de Rosas, el «Taita» al que hacen referencia los vecinos al rememorar, con nostalgia, otras épocas, cuando no se libraban encuentros armados entre los indios y los guardias nacionales, generando obstáculos decisivos para el amor entre Dolores y Pablo.
La joven muere víctima de un malón, y la intervención circunstancial y errónea de la negra Mamá Rosa, su niñera y aya, que trata de evitar que se la lleven como cautiva; a su vez, el desafortunado joven es enganchado por las fuerzas nacionales a pesar de su papeleta que lo acredita como único sostén de madre viuda, que no solo ha perdido a su marido, sino también a sus tres hijos mayores, que han combatido en la facción unitaria.
Mediante el uso de la tercera persona correspondiente a un narrador omnisciente, la escritora asume su función de mediadora y de traductora del paisaje local en los aspectos relacionados con la flora, con la fauna y con los habitantes de la campaña, y realiza también algunas instantáneas o sinécdoques de la ciudad de Buenos Aires desde una perspectiva que contempla a los desinformados lectores europeos, en primera instancia, pero sin restricciones para otros posibles receptores locales y extranjeros. Asume la descripción y la explicación de un topos, que sus lecturas de autores argentinos y europeos, fundamentalmente franceses, le permiten sistematizar, y les asigna a sus componentes una significación que trasciende los condicionamientos y las fidelidades a su familia de origen.
Valgan como ejemplos de su libertad de criterio y la desenvoltura con que se desmarca de los pensamientos cumbre de su época, su ironía al referirse a la crueldad de los indios, que harían corregir a Juan Jacobo sus afirmaciones sobre «el buen salvaje», o sus devoluciones a los juicios de los extranjeros sobre nuestro país:
Tiempo es que los europeos aprendan a juzgarnos de otro modo. Es verdad, hay guerras en nuestro país, pero en Europa también las hay, y allí como aquí, se ven siempre en pugna las dos corrientes que agitan los mundos… (Mansilla, 2007b, p. 220).
1.4. Significación y Usos Específicos de Algunas Categorías Teóricas en Pablo o la Vida en las Pampas
La Llanura:
Desde el primer capítulo de la novela, titulado «La Papeleta», no es difícil reconocer la presencia de nexos de intertextualidad con el primer canto de La Cautiva, de Esteban Echeverría.
En su línea inicial, la narradora hace referencia a «una llanura vasta y abierta que se extiende en todas direcciones» (Mansilla, 2007b, p. 97), imagen acrecentada con posteriores y sucesivas predicaciones y acumulación de propiedades del objeto representado mediante el uso de adjetivos y comparaciones, que constituyen un verdadero motivo literario del desierto, que antecedió, a su vez, a la descripción del propio Echeverría[4].
El silencio absoluto, la soledad, la ausencia de puntos de referencia donde fijar la vista que se pierde en la inmensidad, el océano de tierra y el mar inmóvil donde los fachinales se agitan como olas, nos inducen a pensar que Eduarda Mansilla escribe en el contexto de una tradición literaria argentina. Esta afirmación también podría aplicarse a sus prolijos catálogos sobre la fauna local, exótica para los lectores extranjeros. Pero a estas fuentes literarias, la escritora agrega su conocimiento directo del paisaje que representa, utilizando el lenguaje de manejo habitual para las familias de los hacendados posteriores a la Revolución de Mayo, cuando la tierra comenzaba a adquirir un valor económico del que careció durante el virreinato, y empezaban a desaparecer los arrimados y el derecho a carnear, especialmente, animales orejanos.
El medio es planteado en una relación de determinismo con sus habitantes, fundamentalmente, el gaucho y el indio, pero también los hacendados y los patrones que vivieron en sus estancias y no los que habitaron en las ciudades, disfrutando de las rentas obtenidas por el trabajo agropecuario de sus estancias.
Su independencia ideológica y las críticas al rosismo expuestas en su novela no obliteran la sombra omnipresente de Juan Manuel de Rosas, su tío, que parecería infundir color local y legitimidad a sus reflexiones sobre la querencia (reservada a los bueyes colorados de Pablo y a otros animales que saben regresar por sí solos al pago), pero nunca atribuida a los gauchos que carecen del cobijo o la preferencia por un espacio particular en razón de su nomadismo consecuente con sus características de «desposeídos de la tierra», incentivado por la aplicación de la Ley de Levas, motivo de desigualdad jurídica entre los habitantes de la campaña y de las ciudades. Cabe destacar que este planteo polémico fue argumentado por la escritora mucho tiempo antes de la escritura y de la publicación de Martín Fierro (1872) y de La vuelta de Martín Fierro (1879), que se encargó de popularizarlo ante la opinión pública.
Más allá de la historia de amor que le permite enhebrar argumentalmente los episodios de la novela, la escritora se maneja con comodidad cuando asume las preocupaciones comunes al mundo masculino de su época y logra escapar del cliché de la literatura femenina en sus aspectos más restrictivos y convencionales. En este sentido, son destacables sus explicaciones sobre el fogón, definido «como el foyer del campesino francés» (Mansilla, 2007b, p. 110), así como sus descripciones de los ranchos y de los cascos de las estancias del período rosista y las figuras del gaucho malo, el payador y los primeros estancieros.
El Federal, arquetipo del estanciero del sesenta:
La autora alude con frecuencia a la estancia propiedad de «El Federal», designación que nos remite, una vez más, a la figura de su tío, recientemente derrotado en Caseros por otro estanciero que le reclamó las rentas de la aduana porteña para el resto de las provincias. «El Federal» es dueño de 4000 cabezas de ganado, a las que trata con extremo cuidado y sin interés por convertirlas en dinero. En el capítulo iii, que lleva por título «Dolores», nombre de su única hija, la narradora describe el interior del casco de la estancia:
Aquel gran cuarto, sombrío, de alto techo, amueblado apenas con algunas sillas arrimadas a la pared y alumbrado por la luz indecisa y vacilante de dos velas tiene algo de fúnebre. Una de las velas está colocada sobre una mesa de pino pintada de color en la que hay un poco de loza y algunos cubiertos de cabo negro. En un rincón se ve un baúl de madera negra también, y la otra vela está sobre el bastidor. La falta de alfombra descubriendo un suelo de ladrillos le da un aspecto más desmantelado aún. El techo triangular, cubierto de paja, está sostenido por dos enormes vigas blanqueadas con cal, como las paredes (Mansilla, 2007b, pp. 121-122).
La riqueza de «El Federal» no condice con las comodidades de las que hace uso, y Dolores, su hija, no tiene conciencia de su propia fortuna; inclusive llega a sentir el menosprecio de sus primas, que viven en la Villa de Rojas, porque las familias «gauchonas» no son bien consideradas ni siquiera en los centros urbanos más pequeños.
Es un interés deliberado de la escritora, que ha sabido exaltar la exuberancia del palacio Barberini de Nápoles y de otras construcciones españolas de igual índole en la novela Lucía Miranda, muestra a los europeos nuestras construcciones menos sofisticadas, pero más aptas, potencialmente, para generar las riquezas de un país agroexportador.
El casco de la estancia de «El Federal» tiene puntos de contacto con los establecimientos de campo que habitó Rosas en la provincia de Buenos Aires, y solo presenta diferencias estéticas y organizativas con «Los Talas», la estancia de los hermanos Echeverría, conforme la descripción de Juan María Gutiérrez. Todas tienen en común aspectos jurídicos que la escritora no deja pasar; en tiempos del gobierno de Rosas, se expropiaron las estancias y las tierras de los unitarios, y, a la inversa, en tiempos de gobiernos unitarios, se confiscaron los bienes y las estancias de los rosistas, tal el caso de su tío, que tardíamente recobró parte de sus propiedades, adquiridas previamente a su acceso al gobierno.
Dolores
La escritora construye la imagen de Dolores dotándola de los rasgos característicos de la belleza criolla, tal como después sería representada por Eugenio Cambaceres (recordemos, en este sentido, el personaje de Donata) y por Eduardo Gutiérrez en su novela folletín Santos Vega, cuando se refiere, respectivamente, a María y a Petrona como las «prendas» del payador. Inscripta en un circuito de la literatura donde es influida por la pluma de los primeros románticos locales y extranjeros, ejerce su propio ascendiente sobre otros escritores que la sucedieron en el ámbito local, consolidando un arquetipo femenino de gran centralidad en nuestra cultura:
Era viva y gentil en sus movimientos, y desde los pliegues flotantes de su vestido oscuro sin adornos, un tanto corto, hasta el nudo de su esclavina de muselina blanca que cubría un seno magníficamente desarrollado, demasiado desarrollado quizá, todo era hermoso y picante en su persona. Pero por un concurso de circunstancias muy explicables, Dolores reunía en sí el tipo peculiar de las dos razas de que provenía: el español y el indígena, pues su padre habíase casado con una mujer cuyos abuelos descendían de esos pampas oriundos de la tierra […]. De ahí un cierto contraste entre su cuerpo blanco, regordete, redondeado y su bella cabeza melancólica, serena, casi clásica, si la expresión me es permitida. Sus cabellos que eran negros con reflejos azulados, gruesos y en extremo abundantes, caían sobre sus espaldas en dos gruesas trenzas pesadas y macizas tocando casi el suelo. Su cara era perfectamente ovalada… (Mansilla, 2007b, p. 128).
Me sorprende la libertad expresiva de Eduarda Mansilla al recrear escenas cargadas de erotismo, tanto en la primera como en la segunda de sus novelas a las que he hecho referencia, sin límites interiores o concesiones al pudor propio de su horizonte de lecturas y del contexto histórico donde le tocó escribir. Su condición de mujer no la induce a velar con elipsis u omisiones algunas situaciones de sexo explícito, tal como sucede durante el furtivo y único encuentro entre Dolores y Pablo, donde el peligro y la futura muerte de ambos parecerían colocarlos fuera de las leyes humanas y las divinas en una apuesta transgresora por Eros.
También encontramos, en el amor materno, otra de las claves que articulan los conflictos personales y los políticos; en este sentido, destaco el crecimiento y el desarrollo del personaje de Micaela, que abandona su pasividad resignada para salir en la búsqueda de su único hijo, guiándose más por su corazón que por su perspicacia para manejarse en la ciudad de Buenos Aires, donde deambula por la Plaza Once, la calle Rivadavia y la Casa de Gobierno, atrapada por las redes del periodismo, que poco se preocupa por su angustia, hasta que obtiene un permiso, papeleta o salvoconducto hacia la locura, dado que no le sirve para impedir que El Duro fusile a su hijo, acusado de desertor.
Estas mujeres fuertes abrevan en la energía de una narradora que las saca de las previsiones y las costumbres del género femenino para colocarlas en un mundo de igualdad simbólica, donde ella también disputa un espacio.
Una última apreciación, orientada a vincular el texto con la música
Eduarda, ejecutante y compositora de repertorio pianístico (otra faceta de su interesante personalidad), introduce, subliminalmente, alusiones ocasionales, pero significativas. La voz de «El Federal» tiene registro de bajo; la de Pablo, de barítono, y tanto él como Dolores abordan con la guitarra un repertorio folklórico de música de la llanura, con los ritmos y con las entonaciones propias de los tristes y las vidalitas.
Los méritos de su producción literaria y de su figura de escritora reclaman, sin duda, su postergada inclusión en la literatura canónica del siglo xix.
Referencias Bibliográficas
Azara, F. de (1941). Viajes por la América Meridional. Buenos Aires: Espasa Calpe.
Barcia, P. L. (ed.). (1982). La Lira argentina. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
Cattáneo, G. y Gervasoni, C. (1941). Buenos Aires y Córdoba en 1729. Buschiazzo, M. J., est. prel. y notas. Buenos Aires: Compañía de editoriales y publicaciones asociadas.
Gillespie, A. (1818/1921). Gleanings and remarks collected during many months of residence at Buenos Ayres and within the upper country [Buenos Aires y el interior] (Aldao, C., trad.). Buenos Aires: La Cultura Argentina.
Haigh, S. (1920). Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú (Aldao, C., trad.). Buenos Aires: La Cultura Argentina.
Head, B. (1920). Las Pampas y los Andes (Aldao, C., trad. y notas). Buenos Aires: La Cultura Argentina.
Mansilla, E. (2007a). Lucía Miranda. Edición crítica de Lojo, M. R. y equipo. Madrid: Iberoamericana.
Mansilla, E. (2007b). Pablo o la vida en las pampas. Buenos Aires: Biblioteca Nacional. Colección Los Raros.
Minellono, M. (2008). Echeverría: perspectivas estéticas, políticas y económicas en la obra de un intelectual del siglo xix. En El Campo y sus representaciones literarias. Estrategias político- ideológicas en la apropiación y selección de sus significantes. Buenos Aires: Biblos.
Ocampo, V. (1981). Testimonios. Primera serie/1920-1934. Buenos Aires: Ediciones Fundación Sur.
Torre Revello, J. (1938). Viajeros, relaciones, cartas y memorias. En Historia de la Nación Argentina (Parte ii, vol. iv). Buenos Aires: Academia de la Historia.
Notas