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PROYECCIONES LITERARIAS DEL IMAGINARIO URBANO DECIMONÓNICO EN LA NARRATIVA ARGENTINA DEL PRESENTE
Carolina Grenoville
Carolina Grenoville
PROYECCIONES LITERARIAS DEL IMAGINARIO URBANO DECIMONÓNICO EN LA NARRATIVA ARGENTINA DEL PRESENTE
Gramma, núm. Esp.09, 2020
Universidad del Salvador
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Resumen: Puede observarse, en la narrativa argentina de las últimas décadas, una suerte de puesta en valor de ese patrimonio urbano invisible e intangible forjado en la narrativa del siglo xix. Las configuraciones de la fisonomía de la ciudad en la literatura del presente reelaboran, de manera recurrente, las utopías decimonónicas: ciudades panópticas y excluyentes, invadidas por marginales, montoneras y malones, escindidas y configuradas en guetos sociales. En la presente comunicación, analizaremos las reconfiguraciones de esta geografía «guetoizada» y las subjetividades que la habitan en tres novelas del siglo xxi: Rabia (2004), de Sergio Bizzio; El desperdicio (2007), de Matilde Sánchez; y Más liviano que el aire (2009), de Federico Jeanmaire, teniendo especialmente en cuenta sus vínculos con los patrones de visibilidad y de enunciación de la literatura decimonónica. Este diálogo con la literatura fundacional pone de relieve, por un lado, la pervivencia de un imaginario político compuesto por ideales de civilidad coloniales, discursos racistas y prácticas absolutistas de ejercicio del poder, que siguen jugando un papel central en la formación de identidades raciales, de género y de clase; por otro, permite apreciar los cambios en las formas de colonización del espacio: de los proyectos de transformación efectiva de los espacios existentes a los proyectos urbanísticos actuales en abierto antagonismo con lo existente.

Palabras clave: Ciudad, Invasión, Poder, Violencia, Literatura Argentina.

Abstract: The Argentine narrative of the last decades recovers the invisible and intangible urban heritage forged in the narrative of the 19th century. The configurations of the physiognomy of the city in the literature of the present recurrently reworked nineteenth-century utopias: panoptical and excluding cities, invaded by marginal, “montoneras” and “malones”, split in social ghettos. In the present communication we will analyze the reconfigurations of this “ghettoized” geography and the subjectivities that inhabit it in three novels of the 21st century: Rabia (2004) of Sergio Bizzio; El desperdicio (2007) of Matilde Sánchez and Más liviano que el aire (2009) of Federico Jeanmaire, especially taking into account their links with the patterns of visibility and enunciation of nineteenth-century literature. This dialogue with the foundational literature highlights, on the one hand, the survival of a political imaginary composed of ideals of colonial civility, racist discourses and absolutist practices of exercising power, which continues to play a central role in the formation of racial identities, of gender, and class. On the other hand, it allows us to appreciate the changes in the forms of colonization of space: from the projects of effective transformation of existing spaces to the current urban projects in open antagonism with the existing.

Keywords: City, Invasion, Power, Violence, Argentine Literature.

Carátula del artículo

Artículos

PROYECCIONES LITERARIAS DEL IMAGINARIO URBANO DECIMONÓNICO EN LA NARRATIVA ARGENTINA DEL PRESENTE

Carolina Grenoville
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
núm. Esp.09, 2020

Recepción: 31 Marzo 2018

Aprobación: 24 Mayo 2018


I. La Ciudad Invadida en la Literatura del Siglo xix

Cementerio, matadero o, simplemente, ciudad-desierto, todo eso fue Buenos Aires para los románticos en la época en que, en palabras de Domingo F. Sarmiento, «la barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires, más allá del nivel de las provincias», de la mano de Juan Manuel de Rosas (1967, pp. 25 y 122). Pero ese sistema de oposiciones irreductibles instituye por la negativa una geografía imaginaria en que los deseo s de la joven generación quedan finalmente plasmados: se trata de la espacialidad de la ciudad futura, que se erigirá como monumento de la conquista y de la subyugación de la naturaleza (tanto el «desierto» como la «barbarie») por la «civilización». La «Explicación» que antecede la novela de José Mármol se proyecta en un futuro relativamente lejano: «Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas generaciones de por medio entre él y aquellos» (1984, p. 47). Junto con el destino hipotético que el narrador prevé para la obra (esto es la eventual recepción de Amalia por las generaciones venideras, que, desde esta «ficción calculada», se constituyen en contemporáneos del narrador), pronostica un nuevo orden social en sintonía con el modelo de ciudad (y, por extensión, de país) que resulta de las interpretaciones que hizo su generación del rosismo. Amalia participa, entonces, del conjuro colectivo pronunciado por el grupo de proscritos que, desde el exilio, bregaron por el derrocamiento de Rosas, entendiendo por conjuro las distintas acepciones que el término admite: alejar un daño o peligro, decir exorcismos, conspirar contra alguien, pero, fundamentalmente, tener potestad para llevar a cabo todo aquello que el término compromete.

La novela de Mármol puede, entonces, pensarse como el segundo capítulo de esa otra historia de la fundación de Buenos Aires, que se inicia con El matadero, de Esteban Echeverría. En el breve relato ficcional que este compone alrededor de 1838 (aunque su publicación recién tendrá lugar en la década de 1870), el croquis de la localidad del matadero, la descripción del unitario y su muerte —que reclama la restitución de la ley y del orden— son todos elementos que contribuyen con la organización de una territorialidad, que ya se concibe como propiedad de un grupo que se autodefine como civilizado cuando todavía faltarían casi quince años para que concluyera el mandato de Juan Manuel de Rosas.

El croquis de la localidad que se describe en El matadero para que el lector pueda percibir el espectáculo «a un golpe de ojo» (Echeverría, 1983, p. 103) permite apropiarse en un nivel simbólico de esa zona de la ciudad de Buenos Aires habitada por la clase proletaria. El croquis, manifestación de una racionalidad urbanística, no es solo el producto de un estado del saber geográfico, sino que, también, forma parte del ritual de fundación de esa pequeña república todavía gobernada por el juez del matadero, signo, a escala reducida, a su vez, de lo que, siguiendo el texto, ocurría en el país. En ese espacio, se proyecta una concepción de ciudad destinada a contener el quebrantamiento de límites y el verdadero desmadre que se narrarán a continuación. Los mapas no son solo la expresión de un tiempo, sino también, como sostiene Karl Schlögel, «construcción, proyecto y proyección en el futuro» (2007, p. 87). La práctica panóptica anticipa aquí un control efectivo sobre los cuerpos que habitan la zona del matadero y proyecta, gracias a este proceso abstractivo y totalizador, un futuro en donde las contradicciones y las luchas heredadas del período colonial han sido superadas o eliminadas. De igual modo, la muerte del unitario anuncia la transformación de los espacios vitales del matadero en un orden inmóvil y contribuye, así, a la demarcación del territorio: a la manera de un mojón, no solo fija una frontera, sino que habilita la sanción de la ley en el lugar que ha sido violentado con la acción de la conquista.

Amalia narra la resistencia, en 1840, de un puñado de jóvenes afines al unitarismo —aunque, en la novela, se señalan expresamente, en más de una oportunidad, las diferencias entre estos y los miembros tradicionales del partido rivadavista— y portadores de los valores, los ideales y los estilos de vida europeos en territorio americano, que persisten en la ocupación de Buenos Aires mientras esperan la nueva entrada de «civilizadores» (esta vez, al mando de Juan Lavalle y bajo la protección francesa), que aseguraría su permanencia. Si nos atenemos pura y exclusivamente a la materia narrada y no ya a la historia de los textos (las instancias de composición, publicación, recepción y circulación de las obras), la novela de Mármol continúa El matadero, en tanto y en cuanto arranca precisamente allí donde nos había dejado Echeverría, concluido El matadero, una vez que ya ha tenido lugar la entrada o primera fundación de la República, una vez que ya se ha representado cartográfica y, literariamente, el territorio a conquistar, una vez que ya se ha realizado una primera inspección de la zona y de sus habitantes. La vivienda de Amalia funcionará, en efecto, a la manera de un fuerte destinado no solo a ofrecer resguardo a los detractores y perseguidos por el régimen rosista, sino también a ser el sitio desde donde se administren, estratégicamente, las relaciones con esos extraños moradores de la ciudad.

El matadero se limita, así, a establecer el campo de batalla y a fijar, en él, las posiciones de uno y de otro bandos. Amalia, en cambio, va más allá: las descripciones de lugares y de personajes y el relato de las acciones se orienta a modelar la forma que adoptará la nación futura. Como advierte De Certeau, «la descripción cuenta incluso con un poder distributivo y con una fuerza performativa (hace lo que dice) cuando se reúne un conjunto de circunstancias. Es, pues, fundadora de espacios» (1996, p. 135). El tipo de caracterización que ofrece Echeverría del unitario, en la que se busca exaltar el referido en desmedro de una transferencia en un afuera del texto, en el romance de Mármol, se extrema y se hace extensivo tanto a los distintos personajes que velan por un mundo civilizado como al espacio en disputa en el texto y fuera de él, y modela, de este modo, una subjetividad colectiva y una espacialidad comunitaria, esto es, lo que Benedict Anderson ha denominado, una «comunidad imaginada» o la imagen de la comunión de los miembros de una nación (1993, p. 4).

El desplazamiento del núcleo significativo de lo sustancial a lo adjetivo desbarata, como concluye David Viñas, «toda posibilidad de concreción, de estar ahí, ahí delante, para escamotearse en lo que está allá, allá lejos, en esa serie de objetos ideales» (2005, p. 111). La inaccesibilidad de ese universo de perfecciones convencionales se apoya, fundamentalmente, en la distancia geográfica y en su carácter etéreo. La alcoba de Amalia aparece caracterizada a partir de objetos fastuosos traídos del extranjero y de otros elementos casi imperceptibles, pero que contribuyen a crear un ambiente distinguido e irreproducible, un estilo, una forma imposibles de imitar: un tapiz de Italia, una cama francesa de caoba, un tapafundas de Cambray y, también, una colgadura de gasa de la India, «tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo de sol» (Mármol, 1984, p. 80). Un movimiento análogo encontramos, un poco más adelante, en la descripción de la ciudad, que solo se interrumpe ante los rastros materiales que deja el usurpador a orillas del Río de la Plata:

La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la naturaleza, no podía secar, con el tiernísimo rayo de sus ojos, la sangre inocente que manchaba la orilla esmaltada de ese río, de cuyas ondas se levantaba, cubierta con su velo de rosas, su bellísima frente de jazmines. Pero argentaba con él las torres y los chapiteles de esa ciudad a quien los poetas han llamado «La Emperatriz del Plata», la «Atenas» o «la Roma del Nuevo Mundo» (Mármol, 1984, p. 156).

Aquí la descripción también se apoya en un conjunto de referencias impalpables —la luz, los rayos de sol, las ondas, el velo de rosas— y lejanas, como Atenas o Roma, que funcionan como términos de comparación. Pero, además, el cuadro de la ciudad se compone desde la mirada de un observador que contempla la costa desde el río[1]. La escena, coherente con todo el sistema de signos que organiza la secuencia descriptiva en la novela, erige la posición del que viene de afuera en el punto de vista ideal desde donde contemplar la realidad rioplatense. En efecto, un punto de vista exterior, desde fuera, y un paradigma europeo constituyeron la posición privilegiada desde donde examinar las vicisitudes locales, como bien sintetiza Echeverría en el Dogma Socialista: «… tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad» (1958, p. 175).

Las mismas cualidades que definen el espacio se proyectan sobre los personajes. En «El ángel y el diablo», se contrapone, sinecdóquicamente, a las facciones enfrentadas a partir de la caracterización de Florencia Dupasquier, la novia del protagonista, y de doña María Josefa Ezcurra, cuñada de don Juan Manuel de Rosas. La escena, sobre la que la crítica ya se ha detenido en varias oportunidades (entre otras, Viñas, 2005, pp. 109-112; Gasparini, 2003, pp. 98-99), contrapone, nuevamente, el carácter «aéreo» y «vaporoso» de la muchacha al aspecto bestial de los personajes que frecuentan la casa de doña María Josefa. Ahora bien, al comienzo de este capítulo, se destaca especialmente un elemento aparentemente accesorio, un detalle menor y sin importancia: los pies de algunos personajes. Al llegar a la casa de doña María Josefa, Florencia bajó del coche saltando los dos escalones del estribo: «Y su gracioso salto dio ocasión por un momento a que asomase, de entre las anchas haldas del vestido, un pequeñito pie preso en un botín color violeta» (1984, p. 161). El diminuto pie de Florencia, protegido por un sofisticado calzado y envuelto en telas, se descubre casi accidentalmente a la vista del paseante. El descuido lleva a una provocación erótica. La descripción de la joven se expande generosamente por varios párrafos y, del pie, nos lleva y culmina con «algo de aéreo, de vaporoso en esta criatura, que esparcía en torno suyo un perfume que solo era perceptible al alma —al alma de los que tienen el sentimiento de la belleza» (1984, pp. 161-162). Sin solución de continuidad, la joven se sumerge literalmente en «una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de gallinas, de cuanto animal ha criado Dios» (1984, p. 162). Salvado este primer escollo, Florencia logra llegar a la sala donde esperaba…

… hallar alguien a quien preguntar por la dueña de casa. Pero la joven no encontró en esa sala sino dos mulatas, y tres negras que, cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto blanca con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un soldado de chiripá punzó, y de una fisonomía en que no podía distinguirse dónde acababa la bestia y comenzaba el hombre (1984, p. 162).

Así como algunas líneas antes se había negado el sentimiento de belleza e incluso, por omisión, la existencia del alma en ciertos individuos, que hasta ese punto permanecen convenientemente innominados, ahora, el desconcierto de Florencia (compartido por el narrador y por su lector modelo), que se refleja en la adversativa («Pero»), niega, sin ambages, que estos personajes no solo sean un interlocutor válido, sino también que sean «alguien», que sean personas. El narrador no se detiene aquí. Las negras y las mulatas están cómodamente sentadas, son figuras pesadas, ancladas a la tierra, mezcladas con el suelo y con lo animal. Sus pies (que presumimos desnudos) ensucian y salpican la alfombra que viste el interior de ese hogar criollo. La exhibición descarada de los pies también lleva a una provocación, pero esta vez social y política. La mezcla se hace insoportable.

No solo se trata de ir a buscar aquellos atributos, cuya virtud y belleza están fuera de toda discusión, a los lugares en que estos son emblemáticos, sino que, además, su sutileza los vuelve evanescentes y escurridizos. Son detalles que pasan inadvertidos para hombres acostumbrados al universo de la faena y, en torno a los cuales, precisamente, se entreteje una política de inclusiones y de exclusiones propias de un espacio público hereditario de la experiencia colonial y, por tanto, de escasa participación política. Amalia viene, entonces, a terciar entre dos formas antagónicas de la fantasía: si, por un lado, el rosismo aparece en la novela como el artífice de una «ficción repugnante de los sucesos de la época», en virtud de la cual esos personajes «osaban creerse, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamádose la sociedad entera en una sola familia» (Mármol 1984, p. 163; el destacado es nuestro), por otro, los unitarios exiliados con los que conferencia Daniel Bello en Montevideo son cuestionados precisamente por llevar una…

… vida de ilusión, de esperanza, de creaciones fantásticas que despotizan las más altas inteligencias, cuando la fiebre de la libertad las irrita, y cuando viven delirando por el triunfo de una causa en cuyas aras han puesto, con toda la fe de su alma, su felicidad, su reposo, y el presente y el porvenir de su vida (1984, pp. 371-372; el destacado es nuestro).

La ficción calculada que pergeña Mármol, en cambio, no constituiría una negación de la «realidad» o su acomodamiento en función de los propios deseos, como se obstinaban a hacer —desde la perspectiva de la novela— los expatriados, sino un movimiento opuesto al de la utopía, que deja, momentáneamente, en suspenso el orden soñado: en lugar de colocar la acción en un futuro lejano, el autor de Amalia desplaza, calculada y ficcionalmente, el plano de enunciación algunas generaciones hacia adelante, disfrazando, de este modo, el presente de pasado. Pero además finge, a la vez que urde, una restauración conservadora proyectándose hacia el futuro con poderosa exclusividad.

La literatura de este período, anticipándose al proyecto político-jurídico que se inicia con la sanción de la Constitución Nacional u ocupando quizá un lugar vacante, perfila una subjetividad social y política en virtud de la superposición de un territorio y de una clase, que contribuirá a configurar una identidad nacional, modelando así la percepción de la realidad y delineando pautas de conducta. Bajo esta perspectiva, los discursos fundacionales se constituyen, toda vez que se contempla la dimensión epistemológica de ellos, como fenómenos discursivos, como formas de conocimiento y como hechos ideológicos. El procedimiento de la inverosimilización (que consiste en resaltar el referido o la imagen en detrimento del referente) lleva, justamente, a reafirmar un discurso público a partir de la exaltación de los atributos particulares de una clase social. La violencia ejercida sobre los protagonistas y sobre la casa de Amalia se presenta, desde esta operación, como una violencia infringida a la nación, cuando todavía esta era tan solo una idea, o la nacionalidad se encaminaba hacia algo bien distinto. El juego es doble: se pide al otro que reconozca como universal un valor o atributo particular (y patrimonio que ostenta la alta burguesía), pero, a la vez, se le niega la posibilidad de apropiarse de él:

A partir del acatamiento a los propios valores, esos escritores aparecen dispuestos a exaltar cualquier detalle elevando circunstancias a categorías inmodificables, metahistóricas y con signo positivo; por el solo hecho de haber pasado a través de ellos, lo empírico, lo contingente, se eleva a sustancia. El mecanismo es tan admirable como fraudulento: —Este peón es formidable— enuncian con mayor o menor claridad. —¿Por qué es formidable?— se les podría preguntar. —Porque tiene el valor equis. —¿Y por qué es formidable el valor equis? —Porque es el que nosotros valoramos— nos dirían. —¿Y por qué lo valoran? —Porque nosotros también lo tenemos— habrían de concluir. O lo que es lo mismo: el pensamiento de la alta burguesía tradicional santifica aquello que se le parece. Mejor aún, a través de ciertos hombres y cosas se santifica a sí mismo (Viñas, 2005, p. 72).

El énfasis que la novela de Mármol pone en la apariencia y en la representación de un papel sirve, por un lado, a los fines de legitimación de la facción unitaria en el marco de la virulenta lucha política por la constitución de un poder hegemónico (¿quiénes son los dirigentes naturales de la culta Buenos Aires?, ¿qué forma debe asumir la República, la de la «campaña» o la de la «ciudad»?). En los decorados y en el atavío personal de los personajes principales, se entrevé un esfuerzo por mantener una idiosincrasia que se contrapone al poder soberano de la sociedad de la época. Son las huellas de un modo de vida singular que se halla amenazado y sobre el que hay que testimoniar. Pero, además, contribuye a forjar formas de sociabilidad basadas en la preocupación por la visibilidad. Ese pequeño bosquejo de la inmoralidad federal y de la virtud y de la nobleza unitarias constituye una fuente común a la que se seguirá acudiendo también en el siglo xx y xxi en busca de principios y de bienes cuya realidad no se discute.

II. El Dispositivo de la Invasión en la Narrativa Contemporánea

El par conceptual desierto/salvaje, núcleo del complejo ideológico de la campaña que encabezó Roca y que se remonta al imaginario de la generación del 37, dio lugar a un proceso de nacionalización fallido: la exclusión del otro, lejos de imprimir una identidad cultural homogénea al incipiente Estado, dejará abierto un conflicto social de cara a la siguiente centuria. En efecto, ya en el siglo xx, como señala Jens Andermann, la frontera deja de ser un divisor entre el desierto y la civilización para pasar a ser un cerco que rodea la ciudad de Buenos Aires (2003, pp. 360-363). Los núcleos ideológicos de la literatura de frontera se constituyen en una clave para explicar la ciudad masificada en la que parecen haber resurgido los antiguos males de la extensión.

La imagen de una Buenos Aires invadida es recurrente en la historia de la literatura argentina: toda vez que los sectores populares adquirieron mayor visibilidad, la antigua dicotomía sarmientina, según la cual lo criollo, lo negro, lo indio constituyen un obstáculo para el progreso y la civilización, resurgió con fuerza renovada. Los bárbaros de la campaña, extranjeros europeos de baja extracción social, migrantes internos o provenientes de países limítrofes que pueblan nuestros textos parecen señalar un mismo temor a la contaminación. El paisaje americano se inmiscuye entre los resquicios del mundo civilizado, amenazando con reducir al mínimo el componente europeo con el que ciertas élites porteñas de distintas épocas han buscado identificar la ciudad. Las tres novelas a las que nos referiremos a continuación recrean parcialmente, en los años 2000, esta arquitectura o dispositivo forjado en el siglo xix, pero para introducir allí lo que Jacques Rancière denomina un disenso, es decir, un conflicto entre distintos regímenes de sensorialidad (2013, p. 61). Mediante la apropiación de una competencia que tradicionalmente les estaba vedada a las clases proletarias, los textos dan cuenta de la internalización de la violencia, pero también de la reversibilidad de las relaciones de dominación. Y en ese uso de la mirada, de la palabra y de la violencia que los protagonistas les arrebatan a sus antiguos propietarios, las novelas redefinen el lugar común.

La Visibilidad del Testigo: Rabia (2004), de Sergio Bizzio

La novela de Bizzio narra la historia de amor entre José María, un obrero de la construcción, y Rosa, una empleada doméstica que trabaja en una mansión emplazada en el emblemático barrio de Recoleta. Se conocen haciendo las compras en un supermercado y, desde ese momento, procurarán pasar juntos la mayor cantidad de tiempo posible. Pero, con cada encuentro, se ponen de manifiesto las tensiones irreconciliables que reavivan una jurisprudencia referencial que elimina al indígena, al negro, al migrante interno de la configuración de la genealogía nacional. La relación entre esta pareja de trabajadores en el enclave por excelencia de las élites porteñas los expone a toda clase de humillaciones por parte de aquellos que se creen más poderosos: el encargado de un edificio, el capataz de María, los patrones de Rosa, los vecinos.

Bizzio reinscribe y actualiza así la antigua frontera que alojaba la barbarie y los discursos racistas con que se configuró este espacio de contacto en las distintas operaciones de deslinde que tienen lugar diariamente en la ciudad, conservadas en las costumbres domésticas. Rabia presenta un régimen de visibilidad que condena a los protagonistas a la sumisión, al ocultamiento y a la mentira o bien a la violencia. El grado cero de la mirada que la novela configura, en un primer momento, participa de una economía de competencias que restringe a las clases bajas a la productividad y a la obediencia. No hay espacio en ese orden para el descanso, el pasatiempo, la aventura amorosa de la clase trabajadora, pero tampoco para un ejercicio de la palabra y de la mirada que se salga de los marcos sensibles fijados por las élites locales.

La felicidad y el entusiasmo de María despiertan la indignación del encargado del edificio aledaño a la casa de los Blinder, quien procurará restablecer el orden de inmediato a través de una mirada vigilante:

En líneas generales, lo que se hacía era «marcar» a los cuerpos extraños, principalmente con la vista, transmitiéndoles la sensación de ser vigilados: una insolencia muy efectiva, avalada y practicada por todo el barrio, incluido un buen número de mascotas. De hecho, el portero dejó muy pronto de observarlos de reojo para empezar a mirarlos abiertamente (2012, p. 16).

Pero María se rehúsa a acatar ese código que lo insta a bajar la vista y a ser servil: «¿Qué mirás, pedazo de boludo?», lo increpa al encargado, y continúa caminando como si nada (2012, p. 16). Ya en la obra, María también se enfrenta al capataz, y será nuevamente la mirada la protagonista de ese enfrentamiento: «José María asintió en silencio con la cabeza, sin quitarle ni un segundo la vista de encima. El capataz, por su parte, le sostuvo la mirada sin soltarle el brazo» (2012, p. 18). Estos actos, en apariencia menores, que se salen del molde preestablecido trastocando las jerarquías, serán los verdaderos disparadores de la trama narrativa. La ruptura con la distribución de lo visible y de lo invisible, de la palabra y del silencio, del trabajo y del ocio desencadena una escalada de reacciones cada vez más agresivas, que culminará con el asesinato del capataz a manos de María.

Luego de perpetrado el crimen, María se refugia en la mansarda de la residencia donde trabaja Rosa. Escondido en el último piso de la casa, María va convirtiéndose en una suerte de fantasma. Y desde esa clandestinidad, la novela registra la silenciosa decadencia de la elegante clase alta porteña. Rabia construye un escenario en el que se logran invertir los roles que fijaba el régimen de visibilidad gestado y conservado en la literatura de frontera. Ese singular punto de vista «desde las alturas», que, en la literatura decimonónica, estaba reservado al conquistador victoriano y a los miembros de la elite dirigente, es ahora ejercido por un proletario. Desde el cuarto piso de la residencia, el protagonista observa y controla los movimientos de sus moradores, domina el cuadro, proyecta, en suma, una estrategia, en virtud de la cual, logrará sostener este nuevo orden de cosas tan paradójico: por un lado, escapa a la fuerza policial que lo busca por asesinato al encerrarse en la buhardilla de la casa; por otro, logra asistir a la intimidad de su mujer y de su hijo a condición de permanecer como un espectador mudo e invisible de la vida cotidiana de sus seres queridos.

Desde hacía mucho tiempo distinguía claramente el sonido de los pasos de los habitantes de la casa; ahora sabía también la dirección, el apuro y hasta lo que llevaba en mente cada uno de ellos. Conocía sus rutinas, sus caprichos, sus respiraciones, reconocía sus modos de abrir o cerrar las puertas, sabía quién acababa de apoyar su copa en la mesa (2012, p.67).

La vista en perspectiva no solo redefine la subjetividad del protagonista por fuera de la antigua relación de dominación, sino que reubica, además, a los otros. La mirada de María descubre ahora precisamente aquello que esta clase tan preocupada por la visibilidad vela por ocultar: problemas económicos, adicciones, violaciones, rivalidades; secretos a media voz que contribuyen a forjar la idea de un régimen en decadencia. Y desde la impunidad que le da la invisibilidad, el protagonista procurará hacer justicia por mano propia, castigando a todos aquellos a los que nunca alcanza la ley.

Las Posibilidades de la Voz: Más liviano que el aire (2009), de Federico Jeanmaire

En Más liviano que el aire, una anciana de noventa y tres años perteneciente a la alta sociedad porteña, Lita, mantiene encerrado en el baño de su casa, durante cuatro días, a Santiago, un adolescente de catorce años que quiso robarle, hasta que decide poner fin a la vida de ambos. Desde el otro lado de la puerta, Lita se propone contarle a este muchacho la historia de su madre bajo la promesa de liberarlo una vez que haya concluido. La asimetría se disfraza, de este modo, de amistad, y el cautiverio se presenta como el único modo de «educar» y de «enderezar» a Santiago, de «salvarlo», en definitiva, de los males que le depara su condición social, de la misma manera que, como afirma Frantz Fanon, «la madre colonial defiende al niño contra sí mismo, contra su yo, contra su fisiología, su biología, su desgracia ontológica» (2001, p. 192).

En el monólogo de la anciana —dado que en la novela nunca se incluye la voz de Santiago y solo es posible reponer lo que él dice por las reacciones de la protagonista—, el relato de su propia vida se trama con los consejos que ella le da al adolescente acerca de lo que «debe» hacer cuando salga del baño y con la biografía del chico que ella reconstruye a su antojo. En este discurso homogéneo, que no admite un contradiscurso —cuando el adolescente la contradice, la anciana apela a su lugar de poder—, la realidad solo puede ser una: los «buenos» son siempre miembros de la clase alta, que actúan movidos por los más elevados propósitos; mientras que las clases bajas son poco más que animales, que, bajo nuevos ropajes, siguen cultivando, al igual que antaño, la pereza y los malos hábitos: «Es muy distinto, mire con lo que me sale. Mi madre era una persona sana, buena, que quería volar. Sus padres son unos vagos y unos inmorales. Aunque le disguste escucharlo, son unos depravados» (Jeanmaire, 2009, p. 142). Amparada en la autoridad que le otorga su pertenencia de clase y el discurso de los noticieros, Lita no solo construye arbitrariamente la historia de su infancia, sino que también se arroga el poder de recrear la historia de vida de Santiago, siempre caracterizada negativamente.

La novela exhibe, de este modo, los mecanismos a partir de los cuales se puede erigir un punto de vista, una perspectiva, que es eminentemente ideológica, en la única verdad. Pero la rígida estructuración del régimen de clases al que apela Lita para contrastar las virtudes de la clase alta argentina con los defectos y pulsiones de las clases bajas se desdibuja en el mismo relato. El hambre, la violencia y el abandono que la anciana atribuye a Santiago se hallan, en realidad, en el origen de su historia personal. En esos exabruptos del chico, que crispan a la anciana y que la novela calla, el texto exhibe las fisuras que desbaratan esa pretendida realidad. El perverso proceso de aprendizaje pergeñado por Lita, entonces, entra en crisis cada vez que el chico se resiste a aceptar la «verdad» de los hechos.

Las ideas de más de un siglo de existencia que mecánicamente repite la anciana en la novela de Jeanmaire configurando (nuevamente) un país de civilizados y de bárbaros sobre el que se apoya la farsa de una infancia épica, se destacan y emancipan de los hechos narrados, dejando, de este modo, al desnudo la estructura y las operaciones sobre las que se fundan los discursos prescriptivos de la autoridad. Sin embargo, el racismo por el racismo mismo, que Lita aprendió de su entorno y corroboró en la televisión, da cuenta de la consolidación, pero también de la agonía de estos presupuestos. El pasado que se inmiscuye en el soliloquio grandilocuente de la protagonista manifiesta la sobrevivencia de ese otro tiempo fosilizado, muerto, y concebido como edad dorada en medio de una sociedad que se ha transformado radicalmente.

La Venganza de la Naturaleza: El desperdicio (2007), de Matilde Sánchez

El desperdicio, de Matilde Sánchez, constituye una lectura a contrapelo del Facundo, de Sarmiento. Así como Sarmiento se propuso, en 1845, hacer la historia de la barbarie y dar a conocer sus resortes (Sarmiento, 1967, p. 96), Matilde Sánchez, en esta novela, compone una «pornografía de la venganza» (2007, p. 85) de esas fuerzas bárbaras reprimidas. En una suerte de actualización de los viejos presupuestos sarmientinos, El desperdicio se presenta como un desarrollo de la conexión entre «eslabones de acontecimientos humanos y evolución de la geografía, una dinámica en redes» (Sánchez, 2007, p. 183). Y al igual que en el Facundo, la dinámica entre el suelo y el carácter se despliega a partir de un relato ejemplar. La vida de Elena Arteche servirá para ilustrar una época que se extiende desde fines de los años setenta al 2001. A partir de la recuperación de toda una mitología localista, la debacle del país de fines del siglo xx asume la forma de una suerte de castigo para el delito de leso americanismo.

La novela se detiene, de manera pormenorizada, en la descripción de la propagación de distintas manifestaciones de la crueldad a lo largo de todo el territorio. A medida que la recesión se profundiza, una serie de crímenes aberrantes se producen, primero, en el interior del país, y la saña con que son llevados a cabo no permite inscribirlos en una narración coherente que los torne descifrables en función de una lógica organizada en torno a medios y fines. «Hace falta un mínimo de humanidad para juzgar a un hombre. Ninguna cuestión moral. Atavismo puro» (2007, p. 145). Los homicidios asumen extrañamente una «forma local», una suerte de forma americana del crimen, como si estuviesen motivados por los «instintos de carniceros», reprimidos desde los tiempos del mismísimo Sarmiento. Se trata de vejámenes perpetrados por «opas habituados a copular con mulas y ovejas en pedregales olvidados del Señor» (2007, p. 145), que revelan la frágil artificiosidad de la vida cotidiana en la ciudad y sus estándares de «normalidad».

El paisaje no permanece ajeno a este rebrote de furia. La naturaleza indómita se rebela contra las miradas utilitarias y hace causa común con los parias bajo la forma de lluvias torrenciales e inundaciones. Con el objeto de «contener las inundaciones», la municipalidad mandará construir un zanjón semejante «a una gran muralla china invertida», como el que, en su momento, en 1876-1877, encargara Alsina para refrenar los malones indígenas. Y al igual que la zanja del entonces ministro de Guerra, esta nueva divisoria también está llamada a contener, más de un siglo después, la ira de las hordas salvajes: «Hace falta un zanjón para desviar la ira» (Sánchez, 2007, p. 194). La acumulación de furia acaba por estallar en el corazón de la ciudad capital y, según la interpretación que ofrece la narradora, el decurso de los episodios violentos no es meramente azaroso, sino que la violencia se propaga de acuerdo con una pauta imitativa desde el interior a las ciudades (2007, pp. 145-147). Pero no son solo estos «opas» los que obran por contagio. Tanto la interpretación de la narradora como la de la protagonista del mal que aqueja a la sociedad argentina de aquellos años siguen muy de cerca las tesis del Facundo. En efecto, resuenan, en este punto, una vez más, las palabras de Sarmiento, para quien el gobierno de Rosas constituye un claro indicio de que la barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires, más allá del nivel de las provincias, también por contagio (1967, p. 25; p. 122). Pareciera que un único ojo está leyendo dos realidades diferentes y las lee de un mismo modo.

El desperdicio recupera, en medio de una crisis económica sin precedentes, un mapa humano que contrapone los hábitos de la comunidad americana con el estilo civilizado de vida de las metrópolis, forjado en esa narrativa tributaria del positivismo que, parafraseando a Ricardo Cicerchia, reinventó, en el siglo xix, una Argentina para el capitalismo (2000, p. 21). Pero si, en el siglo xix, estos tipos humanos eran configurados precisamente por una tecnología política de control que bregaba por la transformación o por el sometimiento de las comunidades autóctonas a los fines de encasillar los cuerpos dentro de los valores domésticos burgueses, en la novela de Sánchez, la convalidación de aquellos modelos culturales (en tono de farsa) trae aparejado un feroz cuestionamiento a estos valores burgueses. Las mismas imágenes robadas, que antaño sirvieron para legitimar las relaciones hegemónicas de poder, se emplean aquí transmutadas en venganza para poner en evidencia la doble moral capitalista y el fracaso del mito civilizatorio.

Material suplementario
Referencias Bibliográficas
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Notas
Notas
* Dra. en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Docente en las materias Teoría Literaria ii (UBA) y Semiología (UBA), y Secretaria académica de la Maestría en Estudios Literarios (UBA). Correo electrónico: cgrenoville@hotmail.com.
[1] Un análisis de este pasaje se encuentra en María Cecilia Graña (1985-1986). Allí, la autora también señala la correspondencia entre el ángulo de visión desde el cual se compone esta vista de la ciudad y el resto de la estructura de la novela (p. 202).
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