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PROYECCIONES DEL FACUNDO Y DEL MARTÍN FIERRO. NOTAS PARA UNA DISCUSIÓN SOBRE ALGUNOS MITOS IDENTITARIOS

Martín Pérez Calarco
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

núm. Esp.08, 2020

revista.gramma@usal.edu.ar



Resumen: Martín Fierro

A la busca de un pasado épico colectivo en el que quedara capturada la experiencia del proceso fundacional de la Nación, nuestros primeros nacionalistas elaboraron, durante la década de 1910, la operación cultural mediante la cual el Facundo y el Martín Fierro se constituyeron en nuestros textos canónicos por excelencia. Quedaba allí inaugurada la línea crítica que aborda estas obras desde la perspectiva del mito, prolongada a lo largo del siglo xx por las voces de Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Astrada, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Arturo Jauretche, entre otros.

En este trabajo observamos, desde una noción de mito basada en las sociedades contemporáneas, la paulatina consolidación de un conjunto de núcleos de sentido de comportamiento mítico, que el Facundo y el Martín Fierro instalan no solo en la literatura, sino en el proceso integral de la cultura argentina. Abordamos, en consecuencia, una serie de objetos estético-políticos contemporáneos que apelan a dichos núcleos míticos para formular verdaderas operaciones de sentido, que proponen nuevos significados colectivos desde las coordenadas del presente inmediato, trascendiendo los límites de lo literario y expandiendo su presencia activa hacia los dominios globales de los imaginarios políticos y sociales.

Palabras clave: Mito, Proyecciones, Cultura Argentina, Facundo, Martín Fierro.

Abstract: In search of a collective epic past in which the experience of the constituent process of the Nation would be captured, our first nationalists elaborated, during the decade of 1910, the cultural operation through which Facundo and Martín Fierro were constituted as our canonical texts par excellence. There remained the critical line that addresses these works from the perspective of the myth, prolonged throughout the twentieth century by the voices of Ezequiel Martinez Estrada, Carlos Astrada, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Arturo Jauretche, among others. From a notion of myth based on contemporary societies, this article observes the gradual consolidation of a set of nuclei of sense of mythical behavior that Facundo and Martín Fierro installed not only in literature but in the integral process of the Argentinian culture. We approach a series of contemporary aesthetic-political objects that appeal to these mythical nuclei to formulate true operations of meaning, which propose new collective signification from the immediate present, transcending the limits of the literary and expanding their active presence towards the global domains of political and social imaginaries.

Keywords: Myth, Projections, Argentinean Culture, Facundo, Martín Fierro.

La Revisitada Escena del Centenario

A la busca de un pasado épico y colectivo en el que quedara capturada la experiencia del proceso constitutivo de la Nación, los más destacados entre nuestros primeros intelectuales nacionalistas elaboraron, durante la década de 1910, la operación cultural mediante la cual el Facundo y el Martín Fierro se constituyeron en nuestros textos canónicos por excelencia. En ese magma, dos nombres se destacan por el alcance de sus propuestas distintas y complementarias, efectivas y problemáticas: nos referimos a Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas.

Como sabemos, Lugones remonta la historia hasta el principio mismo de Occidente para tejer, a través de los más de veinticinco siglos que lo separan de Homero, una genealogía heroica del gaucho, en la que sostener su relato de canonización mítica. Martín Fierro, ese «campeón del derecho que le han arrebatado», condensa «la vida heroica de la raza» (1991, p. 116). Simultáneamente, con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires como marco, Ricardo Rojas emprende la escritura de su Historia de la Literatura argentina, que comienza a publicar en 1917, en la que desarrolla aampliamente su conocida y contundente posición sobre el poema de Hernández. No solo desprecia allí el orden cronológico para otorgar categoría fundacional a “Los gauchescos” por sobre “Los coloniales”, también afirma que el Martín Fierro es a la Nación argentina algo «muy análogo» (1957, p. 55) a lo que la Chanson de Roland y el Cantar del Mío Cid son a Francia y a España, respectivamente.

La eficacia y los alcances de esta operatoria están lo suficientemente revisados por nuestra crítica y nuestra historia cultural como para que podamos reconocer sin demasiados riesgos que esta canonización del Martín Fierro se autoseñala como centro del proceso de recorte y de selección que cada nación resuelve a su manera, al que Eric Hobsbawn (2002) denominó «invención de la tradición» y al que Raymond Williams (2000) caracteriza mediante el concepto de «tradición selectiva». En la Argentina, ese proceso tuvo un momento determinante en torno al primer Centenario de la Revolución de Mayo, cuando, a los ojos de buena parte de nuestros letrados y dirigentes, parecía una urgencia «la necesidad de argentinizar a las masas ante la amenaza de la disgregación social» (Svampa, 2010, pp. 126-167). Es en ese preciso contexto que el poema de Hernández queda privilegiadamente colocado en un sitio que desborda por mucho los límites de lo estrictamente literario, un sitio en el que la historia, la política y la literatura miden sus fuerzas en la tarea de definir lo nacional.

Pero la exacerbación del Martín Fierro no fue en estos autores un gesto excluyente, sino el rostro más intensamente nacional(ista) de una fundación un tanto más ambigua, un tanto menos lineal. En esos mismos años, Rojas y Lugones colocan también el Facundo (y la figura de Sarmiento) entre los elementos que definen lo nacional.

El 23 de mayo de 1911, en el Acto público de apertura oficial de cursos y de colación de grados de la Universidad Nacional de La Plata, Ricardo Rojas pronunció su discurso de «Conmemoración de Sarmiento», en el centenario de su nacimiento. Al tomar la palabra, Rojas se describe «profundamente estremecido ante la sombra del héroe» (1911, p. 19) y propone, aunque inmediatamente la reconoce impracticable en una «universidad científica» que se distingue de la «teológica» (p. 35), la «ceremonia fantástica» (p. 32) de entregar cada año, durante el «ritual universitario» de las colaciones, el diploma de «doctor montonero» (p. 35) a Domingo Faustino Sarmiento. Ese mismo año, Lugones publicará su Historia de Sarmiento, comisionada por el Consejo Nacional de Educación, donde el sanjuanino adquiere el estatuto de «primer escritor argentino verdaderamente digno de ese nombre» y «padre de nuestra literatura» (1911, p. 146). Lugones sostendrá aquí algo que resonará como tachadura dos años después, en sus conferencias del teatro Odeón (el destacado es nuestro): «Facundo y Recuerdos de Provincia son nuestra Ilíada y nuestra Odisea. Martín Fierro nuestro Romancero […]. Sarmiento y Hernández, con su Martín Fierro, son los únicos autores que hayan empleado elementos exclusivamente argentinos, y de aquí su indestructible originalidad» (p. 146).

La escena mayor en la que se inscriben estas acciones resulta lo suficientemente compleja como para que las veamos replicadas, a otra escala, en encendidos debates parlamentarios. En junio de 1910, tras el estallido de una bomba anarquista en el Teatro Colón, Manuel Carlés, quien todavía no había fundado la Liga Patriótica Argentina, impulsaba desde su banca de diputado la «Ley de Defensa Nacional»:

No nos debe sorprender el estallido de bombas, ya que parece que el progreso contemporáneo trajera como consecuencia de la civilización esa obra de barbarie […] si hay extranjeros que abusando de la condescendencia social ultrajan el hogar de la patria, hay caballeros patriotas capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie, para salvar la civilización (De Titto, 2010, pp. 47-49).

Sus palabras marcan el pulso del momento. La década que comienza será la de la definición de las líneas matrices de la identidad nacional, y el binomio sarmientino no jugará un papel menor en ese proceso, en el que el significado de «barbarie» se irá desplazando paulatinamente, como se desplazaba ahora desde el extinguido gaucho hacia el inmigrante indócil. Un lustro después, las «bibliotecas del Centenario» tendrán en colecciones como «La Biblioteca Argentina», dirigida por Ricardo Rojas, y «La Cultura Argentina», dirigida por José Ingenieros, dos piezas estratégicas en el proceso que aspira a estabilizar un sistema de significaciones y de definiciones relativas a la identidad nacional[1]. En ese marco, mientras sobre la fervorosa voz de Carlés se va gestando un lector típicamente argentino, las intervenciones de Leopoldo Lugones y de Ricardo Rojas inauguraban un sistema de lectura que se acerca al Facundo y al Martín Fierro desde la perspectiva del mito. Treinta años después de publicado El payador, cuando las multitudes adquieran el primer rostro del peronismo, la perspectiva mítica no solo seguirá vigente, sino que se habrá intensificado.

Rumbo al Corte del Siglo

La eficacia de aquella ecuación criollista —la fórmula es de Oscar Terán (1993)— se puede observar a través de todo el siglo xx. Si antes del Centenario, una primera revista Martín Fierro subrayaba, desde la tendencia anarquista de su director, el rasgo de insubordinación del gaucho (Salas, 1995), la proclama lugoniana separaría ese símbolo de toda posible connotación orientada hacia «ideologías internacionalistas y disolventes» (Svampa, 2010, pp. 143-144). En adelante, la sintomática elección de ese título para proyectos editoriales apenas posteriores guarda la intencionalidad preclara de arrebatarle al autor del Lunario sentimental su prerrogativa de «poeta nacional». La revista Martín Fierro, que, entre 1924 y 1927, acabará por convertirse en la publicación privilegiada de nuestras formaciones de vanguardia, replicará microscópica y jocosamente, en el campo de la literatura, el malestar vigente en el tejido social porteño. En sus páginas, la insistencia criollista tiene menos la forma de unas tenues reivindicaciones nacionalistas que la de las sostenidas y enfáticas sátiras contra la lengua escrita de los «gringos».

Esas primeras décadas del siglo serán las del proceso de asimilación cultural mediante el cual el inmigrante se fue apropiando de la imagen mítica del gaucho. En El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (1988), Adolfo Prieto desentraña parte de ese proceso al indagar en el fenómeno del moreirismo. Según explica el autor, el personaje de Moreira había sido a principios de siglo «proveedor de una imagen estereotípica que vino a hacerse imprescindible en los desfiles de carnaval» y «la cifra, el paradigma de lo que la vertiente del criollismo popular significó como fenómeno de difusión literaria y como fenómeno de plasmación de un sujeto surgido de fuentes literarias» (1988, pp.13-14). En consonancia, Cattaruza y Eujanian, en su minuciosa reconstrucción del itinerario del Martín Fierro, desde la afirmación de su éxito popular hasta la canonización estatal, establecen la segunda mitad de la década de 1930 como el momento en el que se da la incorporación definitiva del Martín Fierro al sistema educativo y el inicio de la canonización oficial del poema (2002, pp. 115-120). A fines de los treinta, se incorpora a los calendarios bonaerense y porteño, en homenajes a Hernández, el Día de la Tradición; será un decreto del gobierno peronista el que extienda esta celebración a «todo el territorio nacional» en 1948 (p. 115).

Probablemente, debamos buscar en esa dinámica de celebraciones y, sobre todo, en las implicancias imaginario-culturales que arrastraban, algunas de las claves para interrogar las intervenciones de Ezequiel Martínez Estrada y de Carlos Astrada, que asumen como un imperativo de urgencia la necesidad de repensar «lo argentino» en el momento preciso en que el peronismo se consolida en la Argentina como política de masas.

En agosto de 1947, Ezequiel Martínez Estrada pronunció, en la librería Viau de la ciudad de Buenos Aires, dos conferencias, que serían editadas poco después con el título Los invariantes históricos en el Facundo. El ensayista recapitulaba, en esos textos, los elementos de orden político, social y cultural que Sarmiento había logrado captar en su libro capital como característicos de esa república en ciernes que fue la Argentina entre la colonia y el gobierno de Rosas. La idea misma de “invariantes históricos” indicaba, un siglo después de la aparición de Facundo, la permanencia de dichos elementos en una Nación formalmente institucionalizada, pero entrampada en un pasado que minaba su inscripción en la modernidad con las marcas primigenias de la barbarie, ratificada por Martínez Estrada como mito de origen: «[Facundo] [e]s un mito, en efecto; un mito negativo, de las fuerzas bárbaras. Pero esto mismo lo hace temible a cien años de distancia, pues todo mito es el afloramiento a los umbrales de la razón de las fuerzas irracionales más arcaicas […]» (2001, p. 188). El libro de Sarmiento contendrá la cifra de lo nacional, en tanto hallamos en él «la primera tentativa de fijar los rasgos caracterológicos de la psicología social del habitante de nuestras campañas» (p. 190) en las figuras del rastreador, el baquiano, el gaucho malo, el cantor, el capataz de carretas, el juez de paz y el comandante de campaña, seres emergentes de la «relación entre el paisaje y el hombre» que «no desaparecen por evolución y menos por violencia» (p. 183).

Apenas un año después, en 1948, Carlos Astrada realizará una operación semejante sobre el Martín Fierro, cuando edite El mito gaucho. Su ensayo filosófico, cuyo intenso diálogo con las propuestas que Rojas difundía enérgicamente veinte años antes aparece tácito y velado, indaga el Martín Fierro como condensación plena e integral de la Argentina, en todas sus posibilidades históricas: «El poema de Hernández, por encarnar ejemplarmente al gaucho —plasma pampeano primigenio— ha cifrado en el mito de nuestro héroe las posibilidades argentinas y el rumbo de nuestro destino social e histórico» (1964, p. 85).

Tanto por sus objetos de reflexión como por las tensiones subyacentes que los enfrentan en el plano ideológico, donde replican en parte la disidencia inherente a los textos de Sarmiento y de Hernández, Los invariantes históricos en el Facundo y El mito gaucho configuran una escena habitual de la incesante discusión acerca no solo de nuestros textos canónicos, sino también de los modelos de nación que signan nuestra historia política. En esa discusión diferida, Facundo y Martín Fierro parecieran detentar el lugar de textos fundacionales excluyentes, en los que está condensada tanto la historia como la identidad nacionales; esa misma condición vuelve inevitable que la referencia a uno implique definirlo respecto del otro. Astrada procede por borramiento, intenta desentenderse minuciosamente del Facundo, pero no olvida confrontar el Martín Fierro con «la falsa antinomia de “Civilización” y “Barbarie”» (1964, p. 150), el gran error con el que Sarmiento pretende abolir lo autóctono. Cuando revise el texto para su edición ampliada de 1964, la «seudo antinomia carente de toda base seria» migrará, para su rechazo, hacia la primera página de la nueva «Introducción» (1964, p. 1). Sin embargo, a contramano de lo que parece pretender el autor, su tesis central se funda en la idea de que el carácter del hombre argentino es la resultante de la relación entre este y la pampa. En el mismo sentido, Astrada reafirmará, a partir de fuentes textuales extranjeras, sobre todo alemanas, buena parte de las observaciones de Sarmiento acerca de los vínculos entre el gaucho, el moro y el beduino, aunque obliterando toda mención al respecto en el Facundo. A la inversa, Martínez Estrada leerá ambos textos en continuidad («[e]s lo que volveremos a encontrar con la misma pureza en el Martín Fierro, treinta años después» [2001, p. 183]) como momentos de la línea trazada por sus «invariantes históricos».

El bagaje teórico que subyace en los trabajos de Astrada y de Martínez Estrada (George Gusdorf, Ernst Cassirer, Karl Kerényi y Carl Jung, para el primero; James Frazer, Lucien Lévy-Bruhl, Bronislaw Malinowski, para el segundo) fue mayormente elaborado a partir del estudio de comunidades descubiertas por occidente en los siglos xix y xx, esencialmente intocadas por el avance de la modernidad (comunidades aborígenes aisladas que fueron halladas en los márgenes del avance colonial), y a partir de textos de probada antigüedad. Sobre esa base, nuestros autores proceden, de modo ecléctico y selectivo, a la reconsideración del espíritu universalista de los enunciados teóricos desde las inflexiones particulares de las construcciones míticas en una cultura determinada, en este caso, la que acabaría por convertirse en la cultura argentina al consolidarse la Nación argentina. Si bien el tipo social acerca del cual reflexionan los ensayistas se condice poco con el que va cobrando un protagonismo inusitado en las plazas políticas argentinas en pleno auge del peronismo (el gaucho solitario podría bien ser considerado como el opuesto del habitante urbano de origen eminentemente inmigrante), para mediados de siglo, este nuevo sujeto colectivo se reconoce ampliamente en ese imaginario cultural donde el mito gaucho condensa lo nacional.

En claro paralelismo con su perspectiva crítica, las referencias de Martínez Estrada al contexto inmediato se materializan en reflexiones sobre el nazismo y los regímenes totalitarios que habían conducido a la Segunda Guerra Mundial. Resulta difícil no ver sus argumentos como veladas alusiones a la escena política local, donde «Rosas sigue siendo el dominador espectral de nuestra vida nacional, el organizador y el legislador oculto» (2001, p. 89). En la interpretación del radiógrafo de la pampa, no hay diferencias estructurales con el período de la hegemonía de Rosas, quien «no era una persona humana, sino una función pública» (p.189). Contrariamente, Astrada documenta su momento de esperanza con todas las letras:

En un día de octubre de la época contemporánea —bajo una plúmbea dictadura castrense—, día luminoso y templado, en que el ánimo de los argentinos se sentía eufórico y con fe renaciente en los destinos nacionales, aparecieron en escena, dando animación inusitada a la plaza pública, los hijos de Martín Fierro. Venían desde el fondo de la pampa, decididos a reclamar y a tomar lo suyo, la herencia de justicia y libertad legada por sus mayores (1964, p. 118)[2].

Estos pasajes ponen explícitamente en superficie la eficacia de las operaciones simbólicas mediante las cuales los mitos nacionales han sido elaborados durante la primera mitad del siglo xx. El corte producido por la extinción del gaucho, el proceso inmigratorio y la formación de la Argentina moderna fue suplido por la consolidación de un imaginario cultural en el que el universo plasmado por el Facundo y el Martín Fierro mantuvo su poder de significación en un escenario político-social transformado por completo.

Lo dicho hasta aquí compone la antesala de un período de intensificación en las operatorias de sentido sobre estos textos, un período de paulatina radicalización política y de sucesivos golpes de estado, durante el cual Facundo y Martín Fierro formarán parte de los bienes simbólicos en juego en la permanentemente renovada pugna por la legitimidad para definir el futuro político, social y cultural de la Argentina.

Peronismo y Después

La singular batalla entre peronismo y antiperonismo que se libra en los espacios públicos de las ciudades tiene su correlato en el espacio simbólico de la producción intelectual. En 1953, Borges publicará su propio «payador» bajo el título El «Martín Fierro», firmado junto a Margarita Guerrero. Borges se había inscripto en la discusión sobre el poema nacional ya en 1931, con el ensayo «La poesía gauchesca», donde su contrapropuesta era la de leer lo que Lugones llamara «un poema épico» como novela propia de su siglo: «La legislación de la épica —metros heroicos, intervención de los dioses, destacada situación política de los héroes— no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son» (Borges, 1994, p. 197). Tras el suicidio de Lugones a principios del 38, Borges modificará parcialmente su lectura del Martín Fierro. Si bien acusa al promotor de «la hora de la espada» de revivir la vieja y dañina superstición de los libros nacionales, postula que la literatura argentina «existe y que comprende, por lo menos, un libro, que es el Martín Fierro» (1971, p. 60). Sin abjurar de sus tesis sobre la novela, llega incluso a otorgar a la palabra epopeya alguna utilidad en ese debate, ya que le permite definir «la clase de agrado que la lectura del Martín Fierro nos da», un agrado más cercano al de la Odisea que al de una estrofa de Verlaine (p. 61), y, en ese sentido, es «razonable afirmar que el Martín Fierro es épico» (p. 61). Borges no solo da un giro al argumento de la epicidad del poema, sino que hace también suyo el procedimiento que le recrimina a Lugones (y al que se volcará más explícitamente durante las décadas de 1960 y 1970), leer la historia argentina a través del Martín Fierro.

El correlato ficcional de este planteo ensayístico será el cuento «El fin», publicado en La Nación en octubre de ese mismo año y recogido en Ficciones, en 1956. «El fin» retoma el segundo poema de Hernández a partir de donde este lo dejó. Fierro vuelve a la pulpería para restituir su identidad, enmarcada en la ética del coraje. En diálogo con el moreno (hermano del otro moreno), resalta los consejos que dio a sus hijos, consejos a los que él no se sujeta y que implican que las verdades que corresponden al «viejo» o no están cifradas en las moralidades o no valen como praxis vital. Así llega el momento culminante del duelo, en el que «el hermano del moreno» mata a Martín Fierro, para no ser nadie o, «mejor»: «…ahora era el otro, no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre» (Borges, 1994, p. 521). Borges hace matar al héroe nacional, al viejo que pronunció para todos el consejo fundamental de la cultura argentina por medio del cual queda definida la Nación contra «los de ajuera». Lo ha hecho matar en un acto de justicia, pero de la justicia consuetudinaria previa a la del Estado. Ahora, en el lugar del héroe nacional, ha quedado un moreno, un negro de cuyos nueve hermanos todavía quedan ocho, un sujeto al que el propio Martín Fierro desprecia. En este gesto, Borges condensa un nuevo uso político del texto de Hernández. Ha abolido la esperanza cifrada antes en Cruz y en Martín Fierro, queda en su lugar otro que es nadie, ha apelado, una vez más, a uno de los mitos más fuertes que produjo nuestra literatura para dar por muerta una manera de estar en el mundo. La línea final del cuento dice que ha «matado a un hombre», cabría preguntarnos qué pasa con el símbolo.

Poco después de los bombardeos a la Plaza de Mayo y poco antes del golpe de septiembre de 1955, Borges reseña El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, en el número 235 de Sur. La novela de Bioy, publicada en 1954, es la actualización del tema borgeano de los cuchilleros, pero atravesado por una historia de amor. El joven Emilio Gauna se debate entre el amor de Laura y la necesidad de probar su valentía midiéndose con el Doctor Valerga, que hacia el final se revela para el lector como valiente, pero también como «siniestro» y «abominable». La trama tiene su tinte mítico-fantástico en la atmósfera de carnaval y en la repetición de algunos hechos sustanciales. En la reseña, Borges se detiene en la manera en la que Bioy «salva el mito». Vuelve al mito judío de los treinta y seis hombres puros y anónimos que justifican el mundo ante dios en cada generación y plantea, nuevamente, que, para los argentinos, ese «hombre secreto» es el gaucho:

…la figura en la que el argentino encuentra su símbolo es la del hombre solo y valiente, que en un lance de la llanura o del arrabal se juega la vida con el cuchillo. Sarmiento, Hernández, Ascasubi, Del Campo, Gutiérrez y Carriego han forjado ese mito del peleador (Borges, 1999, 284).

Esta única historia que, según Borges, podemos imaginar los argentinos tiene en la «amarga y lúcida versión» ideada por Bioy una que «corresponde con trágica plenitud a estos años que corren» (Borges, 1999, p. 286)[3].

Como bien sabemos, otros selectos fragmentos de la literatura argentina del siglo xix entrarán en serie con el peronismo como esquema de fondo de esa parodia extrema, publicada en la revista montevideana Marcha dos semanas después del golpe que derrocó a Perón, titulada por Borges y Bioy como «La fiesta del monstruo»[4]. En su desmesura hilarante, puede rastrearse no solo la serie literaria explícita que se remonta a «La refalosa» (Ascasubi, 1872) y «El matadero» (Echeverría, 2007), sino también la conexión concreta y velada con la concepción de «barbarie» que Borges venía formulando desde 1937. Como Sarmiento respecto de Rosas (Sarmiento, 2000, p. 26), Borges y Bioy llamarán «monstruo» a Perón y escenificarán, en la lengua imposible del narrador, el viejo argumento que Borges dedicara a Rosas en el prólogo a Recuerdos de provincia de 1944: el mayor mal de aquella época no habría sido la crueldad, sino «la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras» (1996, p. 121). La caída del peronismo significa, para Borges, la provisoria declinación de la barbarie, del caudillo, de la montonera, del castigo ejemplar en la fiesta sangrienta, y nos lo dice remontando la historia argentina a través de la historia de la literatura argentina. Una y otra vez, las formulaciones de Sarmiento y de Hernández desde el siglo xix, a través de Borges, para proveer un fundamento mítico, un sustrato instalado en el centro de la cultura argentina, que constituye tanto una lectura política de la literatura como una concepción literaria de la historia. Borges es, también, un escritor de coyuntura.

En algún momento de 1955, Leopoldo Marechal planteará su interpretación del libro nacional en una conferencia pronunciada por Radio del Estado, titulada «Simbolismos del Martín Fierro» (1998, p. 157)[5]. Marechal retomará la premisa nacionalista del primer centenario sobre el linaje de las grandes epopeyas para subrayar que «los profesores de literatura ya no vacilarán en la especificación del “género” a que pertenece la obra gaucha» (Marechal, 1998, p.157). En consonancia, hace referencia a una serie de «nuevas lecturas», realizadas a la luz de una «conciencia histórica», que lo condujeron a considerar el poema no en tanto «obra de arte», sino en aquellos «valores que hacen que una obra se constituya en el paradigma de una raza o de un pueblo en la manifestación de sus potencias íntimas, en la imagen de su destino histórico» (p. 157). Sin referirse a ningún autor en particular, Marechal recorre críticamente el itinerario del Martín Fierro en la cultura argentina hasta 1955, para contrastarlo con la verdad profunda que él encuentra en el poema a partir de esas «nuevas lecturas», entre las que oímos de fondo la voz de Carlos Astrada, que sigue dialogando intensamente con Ricardo Rojas.

Marechal elabora la tesis del Martín Fierro como cifra de un «mensaje lanzado a lo futuro». El poema sería un urgente «grito de alerta» dirigido a la «conciencia nacional» entrampada en la «enajenación de lo nacional» (p. 160) por la clase dirigente y por la clase intelectual. El sentido simbólico del Martín Fierro se despliega en paralelo al literal: el héroe de la epopeya será el gaucho, un «desertor de la usina del progreso» (p. 163) a la busca de realizar su destino histórico. En esta propuesta, «la cautiva» se homologa a la «nación entera». El rescate es el comienzo del rescate de la patria; y el regreso a la frontera implica, entonces, un plan de acción; los relatos biográficos de sus hijos y el de Cruz le confirman la necesidad de actuar; y el Viejo Vizcacha es la imagen precisa del «ser nacional» que, al desertar de su propio estilo, se adapta al estilo invasor. Con esta base, los consejos de Fierro constituyen «la ética del ser nacional» (p. 170), y la secreta «promesa que se hicieron» encubre «una consigna vinculada, naturalmente, a la misión que se proponían cumplir» (p. 171): el rescate del ser nacional y su restitución en el escenario de la historia, «como único protagonista de su destino». El cierre de la conferencia arroja un detalle, Fierro habría dejado las indicaciones de una metodología para la acción:



  1. Mas Dios ha de permitir
    que esto llegue a mejorar;
    pero se ha de recordar,
    para hacer bien el trabajo,
    que el fuego, pa’ calentar,
    debe ir siempre por abajo (Marechal, 1998, pp. 170-171).

La lectura simbólica de Marechal parece erigirse en contraste con la no menos simbólica que Borges desarrollara en esa profusión de textos que va de «Nuestro pobre individualismo» (1946) a El «Martín Fierro» (1953). La lectura de Marechal es estructuralmente inversa a la de Borges. Contra la celebración del carácter individual y la afirmación de que Fierro y Cruz corresponden a una construcción literaria divorciada del sujeto histórico real que fue el gaucho, Marechal hará énfasis en la dimensión colectiva del símbolo y encuadrará al gaucho genérico en el íntegro proceso histórico nacional. Visiblemente, la actitud antitética respecto del poema no es otra cosa que una traslación del verdadero conflicto de fondo, sus respectivas valoraciones ideológicas del peronismo.

Golpe a Golpe

Suspender la revisión de estas escenas en 1955 sería desatender a la recurrencia de estas operaciones sobre el Facundo y el Martín Fierro que dominó los litigios acerca de lo nacional en los años inmediatamente posteriores. La disputa eminentemente ensayística pareciera replegarse ante la emergencia de una densa producción estético-política, mayormente literaria, pero también cinematográfica, que regresa a nuestros textos insignes al calor de las coordenadas inmediatamente contextuales.

El paulatino proceso de radicalización política que va de la llamada «resistencia peronista» hasta la vuelta de Perón, con su intensificación a partir de la Revolución cubana, opera como un marco propicio y aun demandante para que los diversos aparatos ideológicos pongan en la arena de la cultura sus elaboraciones simbólicas sobre lo nacional. Sobre ese fondo, las operaciones de sentido que revisan los mitos identitarios que nos interesan abarcan todo el arco ideológico. Si en la primera mitad de los sesenta, Ernesto Che Guevara elige el nombre de Martín Fierro como nombre de guerra para su simbólica función de Comandante Primero del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), liderado en realidad por Jorge Ricardo Masetti; en los años siguientes, las principales agrupaciones políticas radicalizadas evocarán los ya legendarios «Religión o muerte» y «Federación o muerte» (Sarmiento, 2000, pp. 43, 159) en el actualizado «Perón o muerte» de los comunicados y pintadas.

Casi como una condensación de ese fenómeno, la gradual variación política de Rodolfo Walsh se volverá ostensible en las sucesivas ediciones de Operación masacre [1957, 1962, 1969, 1972], que revisa antes de ser acribillado y desaparecido. En ese lapso, el Facundo de Walsh pasa de pedir la aniquilación y desaparición de la barbarie (Walsh, 2009, pp. 221-222) a convalidar el «fusilamiento/asesinato» de Pedro Eugenio Aramburu, ejecutado por la agrupación Montoneros, a la que finalmente se integra.

En el mismo sentido, la trama invisible del estado de ebullición en el que se encuentra la sociedad argentina a fines de los sesenta conecta sintomáticamente con el Facundo y el Martín Fierro en la obra de algunos de los primeros nombres que se destacan en el proceso cultural del momento. En 1968, Jauretche aspira a desactivar el binomio sarmientino atribuyéndole una responsabilidad inequívoca en la historia del país: «Civilización y barbarie», primera «zoncera» y «madre de todas», funcionaría como una «abstracción antihistórica» que opera contra lo nacional desde el origen mismo de la patria (Jauretche, 1973, pp. 5-18). En esos mismos años, Borges da un giro inesperado en sus posicionamientos en torno al Martín Fierro y al Facundo. La primera línea de su «Prólogo» de 1968 al Martín Fierro lo muestra sin rodeos: «Después del Facundo de Sarmiento o con el Facundo, el Martín Fierro es la obra capital de la literatura argentina» (1996, p. 90). La relevancia de ambas figuras basta para percibir el valor sintomático de estos regresos al Facundo y el Martín Fierro, en los que un juicio pareciera establecerse como reverso del otro, en un debate que trasciende, una vez más, la disputa literaria; se trata de lecturas que entrañan usos coyunturales de los textos al instalarlos en la serie histórica.

También es de 1968 la película con la que Leopoldo Torre Nilsson inaugura su trilogía épico-patria: Martín Fierro. La transposición cinematográfica apela a la literalidad del poema y la actualidad se imprime en la obra de Torre Nilsson como censura, pero también en el modo en que la Revolución argentina la asimiló a su política gubernamental. Permite observarlo la «misión oficial» que se trasladó a Río de Janeiro para su presentación en el Festival Internacional de Cine, donde ganó el premio a la mejor película, y los contingentes de estudiantes llevados al cine por las propias instituciones del sistema educativo.

Estas operatorias de sentido recurren a un mecanismo semejante y se acercan a nuestros textos canónicos como a estructuras cuyo significado original se funde con nuevos significados coyunturales, al calor del contexto y según la carga ideológica de quien realiza estos renovados usos estético-histórico-políticos (ya explícitos, ya velados, ya fragmentarios), cuya difusión e impacto suelen ser masivos o bien encuadrarse dentro del circuito discursivo de minorías específicas con notorio protagonismo en el cuerpo social. La idea de mito que subyace en los casos que observamos se apoya menos en la idea de mito como una narración tradicional sobre un determinado panteón divino, que en la idea de lo mítico como fuerza actuante en sucesivos imaginarios sociales, capaz de resurgir con renovados sentidos en función de los momentos históricos en los que opera.

Todos Estos Años de Gente

A comienzos de los ochenta, la saturación de los imaginarios nacionalistas decanta en la insensata aventura militar de Malvinas y, tras la derrota, cambia inmediatamente de rostro para correr a refugiarse en el amparo constitucional. El fracaso de la utopía revolucionaria y del terrorismo de estado como modelos de Nación alcanza para explicar que las apelaciones al Facundo y al Martín Fierro sufran un marcado repliegue y que surja, en torno a la vuelta de la democracia, una perspectiva crítica acerca de las definiciones habituales de lo nacional. Para ese momento, nuestros mitos identitarios relativos a las obras en cuestión ya habían sido incorporados a las significaciones imaginarias de los carnavalescos inmigrantes de la década de 1910 (Prieto, 1988), los refinados vanguardistas de los años 1920 (Borges, 2008), los golpistas infames de la década de 1930 (Cataruzza y Eujanian, 2002), el peronismo primigenio de 1940 (Astrada, 1964), el antiperonismo intransigente de mitad de siglo (Martínez Estrada, 1956), la autoproclamada Revolución argentina de los sesenta (Martínez Gramuglia, 2006), la militancia radicalizada de los setenta y aun la dictadura genocida luego de la cual emergimos definitivamente a la democracia.

La revisión de las significaciones de lo nacional vinculadas a las elaboraciones míticas del siglo xix recrudece en la cultura argentina al promediar los noventa, rumbo al estallido de 2001. El rock, el cine y la televisión regresarán a nuestros héroes populares sarmientinos y hernandianos a través de renovadas y actualizadas representaciones de la marginalidad. En cambio, la literatura demorará en retomar estas reelaboraciones; asimismo, oscilará entre recuperaciones atravesadas por viejos imaginarios ligados al nuevo ciclo democrático (que desde 2003 recupera la llamada tradición «nacional & popular») y la elaboración de textos que opondrán a las figuraciones cristalizadas el contundente valor crítico de la irreverencia.

Uno de los fenómenos de mayor recurrencia será la revisión de las formulaciones míticas que nos interesan desde una perspectiva que indaga en los significados que estas incorporaron en sus extensos itinerarios en el proceso de la cultura argentina. Repasaremos una mínima selección de casos actuales que permiten arriesgar algunas hipótesis sobre la función y significación de estos mitos identitarios en la escena contemporánea.

Un cuento de fines de los setenta y un film estrenado al calor del segundo Centenario de Mayo conectan a través del Facundo dos momentos históricos distantes, pero idénticamente productivos en su revisión crítica de los núcleos míticos captados por Sarmiento. En algún momento de su cautiverio, entre marzo de 1976 y septiembre de 1977, Antonio Di Benedetto escribió el cuento «Aballay», que formaría parte de Absurdos, editado en España en 1978, cuando el autor ya estaba exiliado. Cuarenta y dos años después, el 19 de noviembre de 2010, Fernando Spiner estrenó, en la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, su tercer largometraje, Aballay, el hombre sin miedo, basado en aquel cuento. En la primera página de la «Introducción» al Facundo, Sarmiento establece la dimensión mítica de su héroe:

Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!». ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas, en sistema, efecto y fin (2000, p. 25).

En su cuento «Aballay», Di Benedetto había dejado expresa una referencia que nos remitía directamente hacia aquella frase: «Se nombra a Facundo, por una acción reciente. (‘¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años…?’)» (2006, p. 316). Spiner hará caso omiso de la mención explícita de Quiroga, pero los rasgos que Sarmiento le atribuye al modo en que la barbarie se manifiesta en aquel («solo instinto, iniciación, tendencia») serán fundamentales para la caracterización de un personaje que no existe en el cuento y que, en la película, articula la resignificación del binomio «civilización y barbarie»: «el muerto». Vale señalar que en el XXV Festival de Cine de Mar del Plata el premio del público fue para Aballay o —lo que es lo mismo— que, en un arco de poco menos de cuarenta años, el texto de Sarmiento asoma por el revés de la trama en un cuento escrito bajo el presidio de la dictadura y en una de las películas que más a conciencia se propuso revisar la vitalidad del conflicto fundacional en plena celebración del Bicentenario.

En el último medio siglo, el Martín Fierro ha sido pródigo en la formulación de un sistema de asociaciones que va de Juan Domingo Perón al Che Guevara y de Diego Armando Maradona al músico Andrés Calamaro. Tales asociaciones, por supuesto más difundidas que los experimentos literarios de Rodrigo Fresán (1991), Sergio Chejfec (2009-2015), Pablo Katchadjian (2007), Oscar Fariña (2011), Martín Kohan (2015) o Michel Nieva (2013), no están menos ligadas que estas últimas a la necesidad de repensar las marcas identitarias que asumimos durante el último siglo.

En 1991, en ese provocador volumen que es Historia argentina, Rodrigo Fresán asumiría la responsabilidad de redefinir la simbología nacional para su generación. El título del libro anunciaba un esperable recorrido por los hitos de la memoria patria, pero no advertía que todo estaría metódicamente y microscópicamente parodiado; se iba a tratar de la historia magnánima de los hombres insignificantes. Entre revisiones del mito de Evita y ajustes de cuentas con Borges, con la guerra de Malvinas aún irradiando relatos antiheroicos y la aventura revolucionaria de Montoneros reducida a un sistemas de traiciones y oportunismo, Fresán narra la historia de Chivas y Gonçalves bajo el título «Padres de la patria». Se trata de dos gauchos en los que confluye lo más estable de las significaciones míticas arraigadas en esta figura, con ostensibles anacronismos que los sitúan fuera del tiempo histórico. Chivas y Gonçalves van montados en sus caballos, hace años que Gonçalves lleva clavada una lanza en el hombro izquierdo, herida que recibió de un indio patagón cuando ambos intentaron convertir en su cautiva a la princesa Anahí. La princesa maldice a Gonçalves y este comienza a padecer repentinos trances en los que se filtran girones de una lengua futura, en la que estará cifrada la historia argentina reciente («A las 20:25 ha pasado a la inmortalidad», «La suerte de nuestra selección depende, una vez más, del genio salvador de Diego Armando Ma-ra-do-na» [1992, p. 39]). Fresán no enfatiza la condición de gauchos de estos personajes, de hecho, será en otro de los cuentos, «La vocación literaria», donde el autor dirá explícitamente: «Comencé retomando el galope desesperado de dos gauchos perseguidos por una maldición india» (1992, p. 210). El interés de este procedimiento recae en que Chivas y Gonçalves son hombres del Viejo Mundo que al llegar al nuevo continente se disgregan para convertirse en gauchos errantes. La resolución que elige Fresán será la huida: Chivas y Gonçalves deciden abordar un barco de regreso a su lejana tierra para hacerse ricos exhibiendo a Gonçalves como fenómeno; el barco se hunde en la séptima jornada.

Más reciente es «Deshacerse en la historia», de Sergio Chejfec, texto que, según entendemos, el autor publicó en su blog (otrora abierto y hoy de acceso restringido) en 2009, que apareció luego en el número 118 de revista Hispamérica en 2011, y que finalmente fue recogido en el volumen Modo linterna (2013). El punto de partida de este texto de difícil o imposible clasificación es una representación teatral del Martín Fierro; sobre esta base, el narrador se propone el detallado y minucioso relato de las disposiciones escénicas, pero también de los procesos mentales de los personajes, de los espectadores (entre los que por momentos se cuenta) y de una entidad intermedia, entre personaje y autor, que es una figuración de Fierro. Chejfec retoma cada uno de los grandes momentos argumentales en los que se descompone la trama construida por Hernández. Los acontecimientos representados son reconocidos y eficientemente interpretados por los espectadores, bajo mediación del singular narrador. Fierro toca la guitarra, pero no canta; las acciones son representadas, pero no dichas. Chejfec elabora un texto que remite explícitamente al Martín Fierro y que tematiza una representación teatral del poema desde una actitud experimental; sobre esta base, opta por un procedimiento narrativo que sustituye las habituales elaboraciones lingüísticas e idiomáticas de la tradición gauchesca. El centro de gravedad de la propuesta es la supresión de la lengua gauchesca; en su lugar, un narrador imposible va señalando algunos sentidos de lectura[6]. Los casos más imprecisamente significativos llegan en los últimos tramos del texto:

Octava escena. […]. Fierro cambia de mano la guitarra. Ahora tocará con la izquierda. La gente se pregunta por el significado de esta última acción. La respuesta es que para el protagonista es también una manera de irse, aunque le produce cansancio plegarse a un nuevo simulacro (2013, p. 185).

Aparece entonces la idea explícita de «simulacro», que aquí pareciera estar a caballo entre la conciencia de la representación y la asunción de una falsedad connatural que el final del texto resignifica, cuando Fierro siente nostalgia tanto por los hechos del pasado como por la vida que no vivió, y el narrador sentencia: «Por lo tanto, no sabe a qué parte de su pasado adherir» (p. 186). Chejfec recoge así, en el cierre, una reflexión sobre la literatura que había instalado en el apartado inicial, titulado «Motivo»:

En una oportunidad, hablando con otro escritor, Saer, hubo un desacuerdo. Saer sostenía que la literatura es capaz de modificar la experiencia; Fierro pensaba lo contrario. Le pedía a Saer un ejemplo; le dio varios, aunque todos pertenecían a la literatura: personajes que buscan parecerse a modelos leídos en otros libros […]. Fierro piensa que la literatura perfecciona en un plano ambiguo: nos hace más tortuosos y enseña a ser más evasivo. En este sentido, en efecto induce un cambio en la experiencia, aunque no en el sentido positivo que habitualmente se le asigna, y mucho menos inequívoco (p. 169).

A la luz de esta extensa cita, la sentencia que dice que «[n]o sabe a qué parte de su pasado adherir» adquiere un ambiguo valor explicativo. De algún modo, la experiencia literaria se superpone a la experiencia teatral, y la lectura ocupa el lugar de la expectación. Transcurrido el texto, es decir, la representación, Fierro acusa recibo de la transformación que lo aqueja; la repetición indefinida y amplificada de esa experiencia se enarbola como proyección de los modos en que, según Chejfec, Fierro ha de deshacerse en la historia.

Por último, en ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013), de Michel Nieva, el cuento que da título al volumen, y que nos instala intertextualmente en un marco de ciencia ficción, plasma una distopía futurista, pero cercana, cuyo centro narrativo es la paulatina insurrección de Don Chuma y su ejército de gauchoides. Desde el comienzo, la solvencia paródica del relato central pone en continuidad el enclave cyberpunk y las figuraciones de lo nacional a través de una tipología de androides característicos: «[…] la medida comercialmente más exitosa había sido la de producirlos, según cada país o región, caracterizados como personajes folclóricos autóctonos. En Argentina, con gran éxito, se habían lanzado cinco modelos: tangueroide, borgesoide, peonoide, gauchoide y kirchneroide» (Nieva, 2013, p. 8).

Logrado este tono, Nieva compilará, selectivamente y por vía alusiva, dos de las más célebres y dispares relecturas de la gauchesca. Osvaldo Lamborghini enmarca la lectura desde el epígrafe general del libro («¡El país argentinoide!») y vuelve emerger en la sintética versión de «El niño proletario», en la que el gauchoide Don Chuma ocupa el lugar de víctima. Borges quedará insinuado en una sintaxis particular que momentáneamente reflexiona sobre la materia del sueño de los gauchoides. En el mismo volumen, Nieva nos propone el relato «Sarmiento Zombi», por el que circulan el Martín Fierro, el Facundo y Recuerdos de provincia. Estas referencias literarias trazan de manera clara y precisa, y por supuesto también previsible, el magma de trabajo sobre el cual elaborará sus tramas delirantes. El principio compositivo de las sucesivas variaciones del cuento «¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?», no obstante, lejos está de obturar las significaciones sociales con las que lidió la imagen mítica del gaucho hasta la inauguración de esta serie sostenida en la irreverencia. En un eco del escepticismo con que Aira incorporara en Moreira (1975) inconexas alusiones a la militancia radicalizada, Nieva conecta a sus gauchoides con el proceso revolucionario de los setenta[7]. De una manera lo suficientemente ostensible como para que comprendamos que por detrás de las risas algo roza lo real, el autor no se limita a inventar la sigla «ERG», y su desagregación completa, sino que elabora en su ficción enunciados periodísticos que retoman un lenguaje político históricamente situable:

Múltiples atentados de gauchoides guerrilleros

Fuera del área de los delitos comunes, la actividad guerrillera de los androides también se incrementó durante los últimos días. Identificándose como integrantes del ERG (Ejército Rebelde de Gauchoides), anoche un grupo de cinco personas copó el destacamento policial de Guaymallén, suburbio de la capital mendocina (Nieva, 2013, p. 45).

La incursión de los gauchoides en la guerrilla capta de manera paródica el uso que los aparatos simbólicos de las formaciones militantes radicalizadas hicieron de la imagen mítica del gaucho. Esta reverberación desdibujada no deja de poner el foco de su ironía allí donde el estallido cómico empalma su crítica; el grito de sublevación de los gauchoides («preferiría no hacerlo») se va gestando al ritmo del Síndrome de Bartleby, en la saturación de las órdenes que preferiría no hacer, pero que, sin embargo, realiza. Queda captada ahí la ambigüedad estructural de una figura del gaucho surgida de la literatura, pero previa a la titánica canonización de Lugones: el gaucho es el héroe anónimo de la independencia y de la organización nacional, pero también es la mano de obra despreciada y extinta.

Trazado sintéticamente, este último itinerario de lectura atiende a algunas de las más interesantes revisiones actuales de las significaciones míticas que hemos remontado hasta el Facundo y el Martín Fierro. La evidente oscilación y coexistencia de actitudes divergentes como lo son la de Spiner, Fresán, Chejfec y Nieva ratifican, al ponerlo en cuestión, el valor de representatividad que el motivo mítico-literario del gaucho (y sus variaciones más específicas) detenta en las definiciones vigentes de lo nacional, es decir, en las significaciones imaginarias más cabalmente colectivas. La reflexión abierta y desprejuiciada del film de Spiner, donde el gauchesco convive con el western y donde, sobre el mito del gaucho, se imprimen los relatos de venganza y de parricidio; la actitud de distanciamiento de Chejfec; la irreverencia de Fresán y de Nieva, ponen bajo otra luz cada imagen cristalizada y la devuelven cuestionada por las coordenadas del presente, pero activa en nuestro proceso cultural. Estas posiciones oscilantes dialogan bien con la provocativa intervención de César Aira, en la que, excepcionalmente, reflexiona sobre la identidad nacional a partir del Martín Fierro.

Hace unos años, poco después de que Pablo Katchadjian pusiera a circular El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, la estrafalaria imaginación de César Aira (2010) propuso un experimento que consistiría en que generaciones y generaciones de escolares lean solo El Martín Fierro ordenado alfabéticamente para dar origen a una nueva nacionalidad, si no mejor, al menos más arriesgada. Como es de esperar, la humorística chicana se sostiene en cierta seriedad de fondo. Es decir, fue el propio Aira quien inauguró con su Moreira, fechado en 1972, impreso en 1975 y publicado en 1982 (Strafacce, 2006, pp. 244-245 y 306) esa serie literaria que redirecciona la «irreverencia» proclamada por Borges hacia la propia tradición nacional y la dispone como tratamiento dilecto para el gaucho[8].

La hipótesis de Aira funciona como síntoma. Lo que pareciera decirnos esta serie literaria es que, a lo largo del último siglo, todo ha mutado. La formación política de la Argentina, su territorio, su Constitución, su íntegra población, la posibilidad de ser solemnes, todo marco de fe y toda identificación con valores procedentes de una estructura política, estética y social de la que van quedando pocos rasgos activos, entre ellos, la roca dura de estos símbolos que van condensando nuestras representaciones colectivas a medida que incorporan nuevos significados y vuelven más denso su contenido. Hacia 1960, Lévi-Strauss se preguntaba si lo propio de los mitos no es acaso evocar un pasado abolido y aplicarlo como una trama, sobre la dimensión del presente para descifrar en ella un sentido en el que coincidan la cara histórica y la cara estructural que la realidad opone al hombre (1995, p. 21). Creo que el permanente orbitar en torno a nuestros mitos de origen parece indicar una sucesión de respuestas a este interrogante.

Referencias Bibliográficas

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Notas

* Martín Pérez Calarco (CONICET-CELEHIS-UNMdP) es Profesor y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata, donde es docente en el Área de Literatura y Cultura Argentinas. Integra el grupo de Investigación Literatura, Política y Cambio. Para su formación de posgrado, aplicó como Becario Doctoral (2010-2015) y Postdoctoral (2015-2017) de CONICET. En su Tesis de doctorado ha investigado los usos y actualizaciones del Facundo y del Martín Fierro en literatura, cine y rock, entre 1955 y 2010. Ha estudiado y escrito sobre las proyecciones contemporáneas de la literatura gauchesca, la obra de Jorge Luis Borges y de Rodolfo Walsh, los Diarios y Memorias, de Adolfo Bioy Casares, y las obras narrativas de Fabián Casas y de Martín Rejtman.
[1] En su trabajo «Sarmiento en el siglo xx», Beatriz Sarlo observa que «las bibliotecas del Centenario habían hecho de Martín Fierro y Facundo los pilares del canon de la nacionalidad» (2012, p. 371). Sobre la cuestión específica de estas colecciones, remitimos a Hermida, C. (2013) y Muñoz, M. A. (1998).
[2] Con la inspiración que procura la revisada memoria del espanto, Martínez Estrada regresará a la escena mítica y fundacional del peronismo cuando publique ¿Qué es esto? Catilinaria, y lo hará a la luz del Facundo: «El 17 de octubre, Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento social que nadie habría reconocido. Parecía una invasión de gente de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos, y, sin embargo, eran parte del pueblo argentino, del pueblo del Himno […], eran nuestros hermanos harapientos, nuestros hermanos miserables. Lo que se llama con una palabra técnica, el Lumpenproletariät. Era asimismo la Mazorca, pues salió de los frigoríficos como la otra salió de los saladeros. Eran las mismas huestes de Rosas, ahora enroladas en la bandera de Perón, que a su vez era el sucesor de aquel tirano. Especie y representantes legales, ejercían sin poncho en la ciudad, en el seno mismo de la ciudad sin poncho, pero con facón, el oficio de desjarretadores, degolladores y saladores del tasajo de antaño […]. Y aquellos siniestros demonios de la llanura, que Sarmiento describió en el Facundo, no habían perecido [….]. El 17 de octubre, salieron a pedir cuenta de su cautiverio, a exigir un lugar al sol, y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura […]. Sentimos escalofríos viéndolos desfilar en una verdadera horda silenciosa, con carteles que amenazaban con tomarse una revancha terrible» (1956, pp. 27- 28).
[3] En el párrafo final de la reseña, Borges define tres aspectos de la novela de Bioy: «Mucho se ha escrito, y se escribirá, sobre esta novela admirable; sobre la descuidada felicidad de su estilo oral, sobre su trama onírica, sobre el hábil manejo del carnaval para facilitar lo fantástico. Yo he preferido destacar su valor como símbolo» (Borges, 1999, p. 286). Este planteo pareciera dialogar con la sintética fórmula mito, lenguaje y estructura, que formulará Carlos Fuentes (1969) en torno a la renovación narrativa latinoamericana más de una década después.
[4] Según el diario de Bioy, «“La fiesta del monstruo” fue escrito a fines de 1947» (Bioy Casares, 2006, p. 33). Esto da lugar a la lectura de Ismael Viñas, bajo el seudónimo V. Sanroman, en su comentario crítico publicado en el número 7-8 de Contorno, de julio de 1956, en la que la continuidad entre este cuento y «L’illusion comique» le permite señalar que la versión del peronismo que plantea Borges «parece haberse constituido en el primer momento y se ha mantenido incólume a través de diez años» (Viñas, 2007, p. 172).
[5] Luego de aquella transmisión, el derrocamiento y la proscripción del peronismo harían permanecer inédito aquel texto por más de quince años. En el segundo aniversario de la muerte del escritor (y primer centenario del poema nacional), el diario La opinión lo publicaría por primera vez, bajo el titular «Un texto desconocido de Leopoldo Marechal», como «Martín Fierro o el arte de ser argentinos y americanos», en el suplemento cultural del 25 de junio de 1972.
[6] Si bien cabría un desarrollo mayor que aquí no es posible, no queremos dejar de señalar que, en agosto de 2015, el Centro de Experimentación del Teatro Colón montó la obra Teatro Martín Fierro, una propuesta multidisciplinaria, basada en el relato «Deshacerse en la historia», en la que Sergio Chejfec fue responsable del libreto; Pablo Ortiz, de la música; Agustina Muñoz, de la dirección actoral; y Eduardo Stupía, de la dimensión plática y visual de la puesta.
[7] Valga como ejemplo del procedimiento airiano la siguiente cita: «El vampiro que, al no verse en el espejo, cree que sigue oculto dentro de su mamá, muerto, no dista mucho de las razones que le permitirían “engancharse” en la lucha revolucionaria, en cualquier estado en que se encuentre» (Aira, 1975, p. 52).
[8] Situamos en el origen de esta serie la novela Moreira (1975), de César Aira, y el poema «Moreira» (1987), de Néstor Perlongher, textos que ofician el cruce del motivo literario del gaucho (y sus satélites) con ciertas manifestaciones contraculturales propias del cambio de paradigma estético-cultural de los sesenta (Beat Generation, rock, movimientos hippies, Gay Liberation Front).
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