Resumen: En este artículo discuto la noción de “teoría” y presento algunas consideraciones sobre las dos versiones del vocablo en nuestras comunidades académicas. Tras ofrecer un marco epistemológico mínimo, examino un ejemplo de un problema teórico contable genuino (la noción de “depreciación”). A partir de este ejemplo distingo entre problemas teóricos y metateóricos. Para terminar mi artículo, sugiero diversas formas de hacer pensamiento contable, examino los problemas de la epistemología postmoderna y el relativismo y formulo algunas sugerencias para un trabajo promisorio en el área de la epistemología contable, a la que pertenece la actividad de hacer teoría contable.
Palabras clave:Enunciativismo, Realismo Científico, Problemas Teóricos, Problemas Metateóricos, Depreciación, Epistemología Contable.
Abstract: In this paper I examine the notion of “theory” and make some considerations about two senses of the word in our academic communities. After giving a minimal epistemological framework, I examine an example of a genuine theoretical problem in the field of Accounting (i.e. the notion of “depreciation”). By means of this example, I make a distinction between theoretical and metatheoretical problems. In the last part of my paper, I discuss a few ways of doing Accounting Thought, examine the problems with postmodern epistemology and relativism and give some suggestion for a promising work in the area of Accounting Epistemology, to which the activity of doing Accounting Theory belongs.
Keywords: Enunciativism, Scientific Realism, Theoretical Problems, Metatheoretical Problems, Depreciation, Accounting Epistemology.
¿Qué significa hacer “pensamiento contable”? Elementos para la comprensión de algunos problemas teóricos involucrados en tal actividad
Recepción: 30 Julio 2009
Aprobación: 25 Agosto 2009
Entre los académicos de la comunidad contable nacional, hay una preocupación creciente por el cultivo y el desarrollo del pensamiento contable. Aunque no se dispone de una definición muy precisa de lo que esta última expresión significa, los escritos sobre el tema indican la existencia de por lo menos dos vertientes. La primera de ellas está relacionada con la construcción, el análisis y la aplicación empírica de teorías contables, capaces de explicar satisfactoriamente los hechos de que se ocupa la contabilidad. La segunda indica cierta afición por los problemas estrictamente metateóricos, entre los que se incluyen dificultades tan diversas como las que enfrentan teorías contables particulares, o las relativas al estatus epistemológico de la contabilidad. Puesto que considero que no es posible discutir de manera provechosa los problemas de ninguna de estas dos vertientes si no contamos con definiciones claras de “teoría”, “ciencia”, “hecho”, “metateoría” y otras nociones relacionadas, deseo ofrecer un marco referencial mínimo que nos permita resolver esta limitación. Por tal motivo, iniciaré este trabajo con una breve explicación de lo que es una teoría y de la forma como se relacionan la teoría y los hechos en esa construcción social que se denomina ciencia. Adicionalmente, voy a aclarar el sentido de algunos elementos mínimos de filosofía de la ciencia. Finalmente, ilustraré tres maneras de hacer pensamiento contable, ofreceré algunas razones para preferir los enfoques teóricos y metateóricos y extraeré algunas conclusiones provisionales para orientar futuros debates al respecto.
La palabra “teoría” tiene ancestros distinguidos en la antigüedad clásica. Se la puede encontrar en los escritos sobre filosofía primera de Aristóteles y, como él mismo lo advierte, está relacionada con cuestiones relacionadas con la divinidad y el conocimiento de lo universal. De hecho, desde el punto de vista etimológico “theoria” y “theologia” comparten la misma raíz. En su uso actual, el término “teoría” está dotado de cierta flexibilidad semántica en tanto se aplica a objetos muy variados. Hay teorías simples y teorías muy complejas, y no falta quien utilice el vocablo como sinónimo de conjetura o hipótesis. Sin embargo, para los propósitos de este escrito, es importante averiguar la legitimidad de usar siempre el término acompañado de adjetivos como “científica” pues hay muchas teorías que no encajan bajo esta última categoría. Como el área de interés en este trabajo corresponde precisamente a una disciplina que para algunos posee el estatuto de ciencia, conviene que nos concentremos en el examen de lo que es una teoría científica.
En mi opinión, sólo hay dos enfoques sobre la naturaleza de las teorías científicas que vale la pena considerar. Se trata de la concepción enunciativista de las teorías y de su contraparte, la concepción estructuralista. De acuerdo con la primera, las teorías son básicamente sistemas o conjuntos de enunciados, entre los que se destacan los axiomas con respecto a los cuales puede o no haber democracia. Los partidarios de la democracia axiomática de las teorías consideran que todos los axiomas que componen una teoría tienen el mismo valor o se encuentran en el mismo nivel. Pero hay quienes piensan que los enunciados axiomáticos que hacen parte de una teoría se distinguen por su nivel y por el rol que asumen en la teoría. Así, por ejemplo, algunos enunciados axiomáticos, cumplen un rol y tienen un nivel muy distinto del de los enunciados observacionales de bajo nivel.1 Por otra parte, de acuerdo con la concepción estructuralista, las teorías están compuestas por redes teóricas, términos t-teóricos y las relaciones entre ellos.2 Para poder apreciar la diferencia entre estas dos concepciones es importante tener en cuenta que para los estructuralistas lo que importa es, precisamente, la noción de estructura, mientras que los enunciativistas se interesan por las relaciones lógicas entre los enunciados y por las inferencias que se pueden hacer a partir de ellas.
En la literatura reciente, la concepción enunciativista de las teorías ha estado asociada a la filosofía neo-positivista y a otras alternativas influyentes como el falsacionismo de Popper. Por su parte, las corrientes estructuralistas se han asociado a la filosofía de Kuhn y a la de algunos de sus continuadores, como por ejemplo Moulines o Stegmüller. Aparte de la diferencia entre el rol que se le atribuye a la lógica o a las relaciones entre los términos teóricos y al uso intensivo que se hace de la teoría intuitiva de conjuntos en la concepción estructuralista, hay un aspecto esencial que distingue a estos dos enfoques rivales. Se trata de lo que se denomina técnicamente los compromisos epistemológicos con nociones como la de “verdad” o con posturas metafísicas como el realismo o el anti-realismo. En pocas palabras, la concepción enunciativista de las teorías es compatible con la definición correspondentista de la verdad y con una metafísica realista, mientras que la concepción estructuralista de las teorías se asocia, generalmente, con una concepción coherentista de la verdad y con una metafísica anti-realista. Como no tengo el tiempo necesario para explicar en detalle lo que estas concepciones encierran, me limitaré a anunciar que, desde mi punto de vista, prefiero la concepción enunciativista de las teorías en la medida en que se la puede asociar a una noción de verdad correspondentista, a una metafísica realista, y a la búsqueda paulatina de la verdad objetiva, como meta de la ciencia, y que encuentro totalmente inaceptables y filosóficamente erradas las demás alternativas.
Ahora bien, asumiendo que la mejor concepción sobre las teorías es la enunciativista, podríamos definir una teoría como un conjunto de enunciados que procura darnos información relevante3 sobre un sector de la realidad. La información que nos da la teoría está comprendida en sus enunciados, los cuales pueden ser verdaderos o falsos. El sistema está compuesto por unos enunciados de alto nivel entre los que se encuentran en orden decreciente de complejidad axiomas, leyes, enunciados legaliformes, hipótesis, conjeturas, enunciados predictivos, hasta llegar a los enunciados observacionales de bajo nivel. Es de anotar que entre estos enunciados se encuentran tanto enunciados analíticos (como los axiomas y, para algunos, las leyes) como enunciados empíricos. Además, estos enunciados poseen relaciones lógicas y pueden participar en operaciones deductivas de las que se obtienen otros enunciados. La teoría tiene la misión de describir, explicar y darnos herramientas para controlar el sector de la realidad al cual se refiere. Pero, es claro, que puede fallar de manera estrepitosa en toda la campaña aunque, eventualmente, consiga acertar en algunas de las misiones que emprende y, si asumimos una postura realista, también es claro que, como nos lo dice el “principio del empirismo”, el único árbitro autorizado para definir si la teoría acierta o fracasa en su cometido es la experiencia o, como también suele decirse, los hechos.4
Los partidarios de la concepción enunciativista de las teorías y de los enfoques realistas esperan que haya una correspondencia o ajuste mínimo entre la teoría y los hechos a los que ella se refiere. En efecto, la falta de ajuste en la dirección teoría-hechos nos proporciona razones suficientes para modificar o abandonar una teoría. Naturalmente, uno puede sospechar que si la teoría marcha en una dirección y los hechos en otra hay un problema con la teoría. En un caso tal, se supone que la teoría está mal concebida, que es inadecuada o que es francamente errónea. Cuando esto ocurre podemos afirmar que hay un problema teórico genuino. Es de suponer que en la teoría contable hay tanto problemas teóricos genuinos, como otros problemas cuya solución debe buscarse con medios distintos al análisis teórico. Para ofrecer un ejemplo de un problema que se puede considerar genuino en la teoría contable, voy a referirme brevemente a uno de los más conocidos y más ampliamente discutidos: el problema de la depreciación.5
Como es bien sabido, los activos se clasifican en depreciables y no depreciables según un criterio dual: la posibilidad de que se desgasten con el uso y su susceptibilidad a perder valor, al menos desde el punto de vista contable. La literatura estándar sobre este tema cita como ejemplos de los primeros: los edificios, maquinaria, muebles y enseres siempre y cuando estén sujetos a uso (por ejemplo, para cumplir los fines de la organización o empresa). Como ejemplos de la segunda categoría se acostumbra mencionar los terrenos, porque se supone que los terrenos no sufren desgaste por el uso al que son sometidos, ni por el transcurso del tiempo. Los problemas que afectan el concepto de “depreciación” comienzan a surgir tan pronto se hace la primera aproximación para su definición funcional, pues la cláusula “al menos desde el punto de vista contable” indica claramente que un activo puede perder valor desde esta perspectiva, pero conservarlo o incluso aumentarlo si se lo enfoca desde otro punto de vista. Ahora bien, esta primera tensión entre la teoría y los hechos indica claramente que hay una dificultad con el concepto de “depreciación”, dificultad que se retransmite a la definición y a la teoría que los abarca.
Como seguramente mis lectores constituyen un auditorio ilustrado sobre el tema, no considero necesario abundar en ejemplos. Sin embargo, con el propósito de organizar la discusión, es preciso consignar aquí, al menos, un par de casos que muestran cómo puede ir la teoría en una dirección distinta a la de los hechos. Entre los años 80 y 90, cuando vivíamos en una economía inflacionaria y las políticas macroeconómicas eran abiertamente proteccionistas, bienes depreciables como los automóviles incrementaban su valor significativamente, pese a que transcurriera el tiempo y acumularan un desgaste considerable. Y no afirmo simplemente que aumentasen su valor de mercado en la misma proporción de la inflación (lo que podría explicarse mediante una estrategia distinta) sino que incrementaban su valor real.6 De manera correlativa, es generalmente aceptado que en muchas ciudades de Colombia un vehículo de cinco años de edad aún tiene un precio de mercado relativamente significativo, aunque según el método de depreciación en línea recta tal valor debe haber llegado a cero (contablemente hablando, claro está). Estos casos, ampliamente difundidos en las aulas de clase, se explican acudiendo a diversos expedientes, el más común de los cuales nos sugiere aceptar de manera reposada la tensión existente entre la teoría y los hechos.
Tomemos ahora el caso de los terrenos. Cuando considero las razones (formales y empíricas) por las que se incluyen estos activos en la categoría de los no-depreciables, no puedo menos que asombrarme. Es obvio que su inclusión en tal categoría viola las leyes de la lógica y va en contravía de los hechos. Los contraejemplos son tan obvios que estoy seguro que ya los han escuchado antes. Comencemos con los terrenos sujetos a explotación agrícola. Como lo puede atestiguar cualquier agricultor, los terrenos agrícolas se agotan y pueden perder drásticamente su valor comercial si no se someten a prácticas como la de rotación de cultivos, refertilización y otras similares.7 Adicionalmente, fenómenos como inundaciones, aludes de tierra, erupciones volcánicas, desprendimientos de lahares y otros con los que hemos convivido de manera muy cercana pueden afectar el valor de mercado y, estoy seguro, tarde o temprano, el valor contable de dichos activos. Pero si aún no están muy convencidos, piensen en lo inadecuado de la expresión “no pierden valor por el transcurso del tiempo” que tendríamos que interpretar de manera harto conservadora y poner entre límites muy estrechos para que funcione de manera aceptable. Si interpretamos la expresión en su pleno sentido literal veremos que se torna en falsa pues, sin lugar a dudas, los grandes cambios geológicos que afectan el paisaje, el relieve o la orografía pueden tornar un terreno fértil y valioso en un desierto desprovisto de todo valor.8 Concedamos, no obstante, que estos no son buenos contraejemplos porque nos interesan los terrenos urbanos sobre los que se construyen edificios o sobre los que se realizan las actividades propias de una empresa productora de riqueza.
Este parece ser un caso más difícil de objetar, pues los hechos de la economía y el comportamiento del mercado parecen dar razón a la teoría. Los terrenos urbanos suelen ganar valor con el paso del tiempo (fenómeno conocido como valorización). Obviamente, la valorización implica, como caso límite, la no-depreciación. Así las cosas, tanto la clasificación de este activo como el significado con el que se desenvuelve el concepto de “depreciación” parecen adecuadas. Pero no resulta muy complicado hallar algunos contraejemplos también aquí. Los fenómenos y transformaciones sociales que tienen lugar en el vecindario de un terreno pueden afectar drásticamente su valor de mercado y, si se prolongan el tiempo suficiente, terminar afectando el valor contable. Piénsese en los procesos de deterioro paulatino que han tenido lugar en las zonas céntricas de muchas ciudades del mundo (tanto en Colombia como en otros países) y los que podrían ocurrir aún en sitios que se perciben como socialmente estables (por ejemplo las zonas industriales). Uno también podría imaginar los efectos de una guerra o de una revolución social, pero para citar un caso cercano a nosotros, consideremos los terrenos de la antigua fábrica de Cementos Caldas. Mientras en el resto del mundo, una vez agotadas las minas de caliza, las industrias cementeras desmantelan las fábricas y abandonan las instalaciones y los terrenos en que están enclavadas (me pregunto si depreciarán los terrenos para poder actuar de tal modo), nuestros hábiles empresarios consiguieron que algunas universidades de la ciudad de Manizales aceptaran en donación estos activos. Tras varios años de discusiones y arrepentimientos, las universidades no saben qué hacer con esta “generosa” donación. No hay ningún uso que le puedan dar, ni se encuentra comprador interesado en adquirir un bien que sólo tiene valor desde el punto de vista contable.
Seguramente, muchos de ustedes se sientan tentados a responder a este análisis, subrayando la afirmación que acabo de hacer. Dirán: el concepto de “depreciación” encierra la idea de que un bien no-depreciable pueda tener un mayor o menor valor de mercado siempre y cuando conserve el valor contable, pues esta es la esencia misma del asunto. Reconozco que esta es una buena respuesta pero no lo suficiente aguda para descalificar mis contraejemplos. Defender la fortaleza teórica de la noción de “depreciación” es equivalente a decir que la teoría contable puede ir en una dirección contraria a los hechos (al menos, los económicos o los del mercado) o a decir que la definición de “depreciación” admite excepciones notorias y que no tiene la pretensión de ser universal. Pero si este es el caso, tenemos que mover la discusión a un terreno distinto, a saber, el terreno de la metateoría o de la epistemología.9 Mientras damos ese paso, permítanme recordarles que se espera de una buena teoría la capacidad de describir y explicar adecuadamente los hechos, y que para lograr este cometido, una buena teoría no puede ir en contravía de los hechos, como parece sucederle a la que respalda el concepto de “depreciación”.
Antes de dar el paso que acabo de anunciar, sin embargo, quisiera señalar otras dificultades que enfrenta el concepto de “depreciación”. La literatura estipula que un activo inicia su proceso de desgaste y la consecuente pérdida de valor contable sólo cuando se lo comienza a usar para los fines del negocio y no cuando se lo adquiere, se lo está construyendo (en el caso de edificaciones) o se lo está instalando (en el caso de maquinaria). Aunque intuitivamente esto parece correcto, un análisis no muy profundo revela cuan inadecuado resulta en el mundo de los hechos sociales. Por ejemplo, si una empresa adquiere cierta maquinaria, la instala pero difiere su uso en el proceso productivo, uno podría suponer que al no sufrir desgaste ni deterioro, dicha maquinaria no pierde valor y, por lo tanto, no se debe depreciar. Pero, dejando de lado el hecho conocido de muchos artefactos electrónicos y mecánicos que se deterioran seriamente por el hecho de no estar en uso, no es difícil producir contraejemplos a este principio. El más obvio de ellos es el de la obsolescencia. No resulta sensato comprar un computador y dejarlo mucho tiempo instalado pero sin uso, y lo propio es cierto para el caso de muchas máquinas con alto componente tecnológico. Por otra parte, la necesidad de separar la edificación de los terrenos, la edificación de las redes de distribución de servicios públicos, o los terrenos de las mejoras que los protegen o los engalanan, para efectos de depreciación y por razones puramente teóricas, da lugar a nuevas tensiones entre el concepto de “depreciación” y los hechos, a las que no me referiré aquí en detalle, pero que todos ustedes conocen de sobra.
En la sección anterior he discutido un ejemplo de lo que es un problema teórico. Para el caso del concepto de “depreciación” resulta difícil negar que la teoría va por un lado, y los hechos por otro. Los teóricos de la contabilidad parecen sentirse cómodos con esta situación y encuentran muy natural que la definición requiera de tantas salvedades. En efecto, muchos autores suelen reforzar este análisis recordándonos que el concepto de “depreciación” puede tener un alcance exclusivamente legal y contable cuando se refiere a la vida “útil” de algunos activos. Así, se nos informa que la vida útil de un activo fijo depreciable va desde el momento en que una empresa lo empieza a explotar económicamente hasta el momento en que se cumple su depreciación total. Y poco importa que tales activos fijos sigan siendo usados de manera efectiva, porque la ley (o las normas) ya les ha definido previamente su ciclo de vida. Como bien se sabe, la legislación colombiana establece que, para efectos tributarios, los edificios se deprecian a veinte años, los muebles y enseres a diez años (al igual que la maquinaria y los equipos) y los vehículos a cinco. Ahora bien, si suponemos que la contabilidad debe representar la realidad económica de la organización, es evidente que cualquier representación bajo los términos del concepto de “depreciación” es defectuosa, pues la realidad económica nos muestra el caso de muchas empresas cuyos activos tienen un valor contable de cero, pero aún están en uso, para no mencionar aquellos cuyo valor comercial es claramente opuesto al valor contable. Una posible explicación para este problema es que métodos de depreciación como el de línea recta son insensibles a las características del entorno y, en consecuencia, son incapaces de representar adecuadamente la realidad económica. Pero esta explicación simplemente perpetúa el error y conserva las dificultades del concepto analizado. Por otra parte, si para un adecuado proceso de toma de decisiones se requiere información contable objetiva y verdadera, es evidente que el concepto de “depreciación” como está definido en la literatura corriente no puede proporcionar una representación adecuada de la realidad económica de las empresas.10
Las ideas expresadas en los párrafos anteriores constituyen un ejemplo de lo que es una discusión teórica y es por eso que comencé a exponerlas en el apartado sobre problemas teóricos genuinos. En el proceso de hacer ciencia es aconsejable solucionar los problemas teóricos sometiendo a revisión las teorías, modificando los conceptos o las definiciones, ajustando las teorías de modo que sean respetuosas del principio fundamental del empirismo o abandonándolas cuando no es posible resolver las violaciones a dicho principio. Corresponde a los teóricos de la contabilidad tomar una decisión sobre la teoría que respalda la noción de “depreciación” y el trabajo en esta área implica una forma de hacer “pensamiento contable”, pues enmendar una teoría o construir una nueva, si resulta necesario, definitivamente contribuye al crecimiento de una disciplina. Hay, sin embargo, una gran cantidad de problemas implícitos en nuestra discusión anterior que no son propia mente teóricos, sino metateóricos.11 En lo que resta de este apartado expondré sucintamente la naturaleza de los problemas metateóricos y explicaré las razones por las que conviene tratar estos problemas por separado.
En realidad, los contraejemplos al concepto de “depreciación” conducen rápidamente al terreno de la metateoría. Cuando se responde a los contraejemplos aduciendo que se trata de excepciones aceptadas y conocidas, o que la práctica contable las ha autorizado y legitimado, o que están previstas desde las definiciones mismas en la teoría, se nos está solicitando que hagamos una lectura especial de las características de la teoría contable. Por ejemplo, se nos está insinuando que los conceptos involucrados en la teoría de la depreciación no son realmente universales, que en esta teoría no intervienen leyes estrictas sino generalizaciones empíricas de no muy alto nivel, o se nos está pidiendo que renunciemos a las exigencias que suelen hacerse a una teoría científica desde el punto de vista de sus capacidades explicativas, representacionales y predictivas. De hecho, parte de mis objeciones descansan, precisamente, en argumentos que provienen de este mismo sector. Yo parto de la presunción de que estamos lidiando con una teoría empírica genuina, que aspira a describir y representar los hechos contables y económicos de manera correcta (o aproximadamente correcta) y que, por tanto, debe satisfacer las características canónicas de una buena teoría.
Pero el lenguaje que acabo de usar y los problemas que acabo de señalar pertenecen al campo de la metateoría. En este caso concreto nos hacemos preguntas (de índole meta-teórica) sobre las características que debe satisfacer una teoría (si bien bastante particular) de naturaleza contable. Porque aspectos como las condiciones que debe satisfacer una buena teoría empírica, la naturaleza de sus definiciones y conceptos, el alcance de sus explicaciones y predicciones y la manera como se relacionan todas estas funciones con los hechos, no se pueden examinar desde la teoría misma sino que tienen que ser abordados desde una teoría de nivel superior, es decir, una teoría de teorías. Por otra parte, los problemas metateóricos sólo se pueden plantear y resolver adecuadamente cuando estamos provistos de un marco de referencia pertinente y adecuado, cuando somos enteramente conscientes de los compromisos epistemológicos que nos imponen las metateorías, pero sobre todo, cuando hemos adoptado (de manera ilustrada) una epistemología en particular.12
Dicho de otra manera, alguien que no comparta la concepción enunciativista de las teorías, ni la concepción correspondentista de la verdad, ni el realismo científico, abordará los problemas que rodean el concepto de “depreciación” de una manera completamente diferente. Incluso, puede ocurrir que no encuentre problemático lo que perturba a la mayor parte de las personas (que dicho sea de paso, siguen sus intuiciones filosóficas más inmediatas y el punto de vista realista que se presenta de manera natural) y a los realistas científicos declarados, como yo, que encuentran inaceptable una discrepancia tan notoria entre la teoría y los hechos.
Por razones como estas, y para que la discusión pueda progresar, es que resulta importante examinar los problemas teóricos y los metateóricos por separado. Ya anuncié que corresponde a los teóricos de la contabilidad resolver los problemas teóricos que afectan el concepto de “depreciación”. La tarea de discutir y resolver los problemas metateóricos, la de definir lo que es una buena teoría y la de decidir si la teoría que explica el fenómeno de la depreciación es adecuada, corresponde a los epistemólogos. Ahora bien, más temprano que tarde, esta tarea conducirá al principal problema de la epistemología contable, a saber, el del estatuto epistemológico de la contabilidad (que es subsidiario del problema de la naturaleza de la explicación y la predicción en las ciencias sociales). Porque supongan ustedes que se insiste en la tesis de que el concepto de “depreciación” y las definiciones que recibe en la literatura entrañan la existencia de excepciones. En este caso, habría que aceptar que no estamos tratando con propiedades universales de la realidad que puedan ser objeto de generalizaciones legaliformes o de explicación mediante leyes, sino únicamente con generalizaciones empíricas (de muy bajo nivel) plenas de excepciones.
Pero cuando hay que matizar tanto una generalización, entonces, o tenemos que renunciar a la capacidad de explicar y representar los hechos de manera fidedigna por su medio, o tenemos que adoptar una posición epistemológica que niegue la existencia de leyes genuinas para el campo de las ciencias sociales.13 Personalmente, encuentro cualquiera de las dos alternativas harto desagradable, en tanto ambas conducen a una concepción muy deflacionaria de la ciencia. En efecto, adoptar la primera implica renunciar a dos de las actividades mínimas que solemos demandar de una ciencia. ¿Para qué sirve una generalización –y a fortori un concepto que no puede explicar ni predecir adecuadamente los hechos que subsume? Correlativamente, adoptar la segunda pone en serios aprietos la idea misma de la existencia de ciencias sociales, porque si no hay leyes científicas genuinas en este campo, ¿cómo se pueden construir y desarrollar las teorías científicas correspondientes? Las reflexiones sobre este tipo de problemas constituyen otra manera de hacer pensamiento contable.
Aunque no deseo discutir el problema de la independencia de la contabilidad con respecto a la economía, asumo que la existencia de relaciones entre ambas es no controversial. Aceptada esta premisa, deseo mencionar otra forma alternativa de hacer pensamiento contable. De hecho, se trata de una de las consecuencias de la economía política. Es bien conocido, desde los escritos clásicos de Marx, que la economía tiene profundas implicaciones sobre la marcha de la sociedad y que las decisiones de política macroeconómica afectan notablemente el destino de los pueblos. Sabemos, por ejemplo, que hay muchas maneras de acumular capital, que en los regímenes capitalistas se protege la propiedad privada, la iniciativa empresarial y los derechos de los propietarios de los medios de producción, en detrimento de los intereses de quienes sólo poseen su fuerza de trabajo. Ahora bien, desde los tiempos del renacimiento, cuando los contables estaban al servicio de los comerciantes, una de las principales misiones de la contabilidad consistía en el registro sistemático y fidedigno de las cuentas. Pero este registro beneficia de manera discriminada a los comerciantes y a sus clientes, a los acreedores y a los deudores. En las sociedades capitalistas, como la nuestra, es perfectamente lícito preguntarnos si la contabilidad está al servicio del capital, o si es posible que cumpla también una función social que beneficie a un sector más amplio de la sociedad.
Me parece que preguntas como éstas se pueden considerar parte de la “contabilidad política”, una categoría que podemos modelar a imagen y semejanza de la economía política. Por otra parte, nuestra dependencia de sistemas y normas contables norteamericanos y, mucho más recientemente, de las normas internacionales de contabilidad, plantea otros retos. El principal de ellos es el de explorar la posibilidad de construir una contabilidad nacional, relativamente independiente de los sistemas que sirven los intereses de los países desarrollados, sus bancos, compañías financieras y empresas. He observado en los distintos eventos académicos de los contables colombianos, durante al menos los últimos veinte años, la presencia constante de este tema, la búsqueda deliberada de una contabilidad verdaderamente nacional y con vocación social. Las discusiones sobre este tópico constituyen otra manera de hacer pensamiento contable.
Espero haber dejado claro en las secciones precedentes que hay una diferencia entre los problemas teóricos y los metateóricos, y que es necesario tomar en cuenta esa diferencia para conseguir una formulación correcta de unos y otros, y poder avanzar en su solución. Para el caso de los problemas teóricos, se requiere un compromiso decidido de parte de los contables a fin de revisar las teorías disponibles a partir de su relación con la experiencia y desde el marco de una epistemología particular que no sólo defina los componentes que integran una teoría, sino que también explicite los compromisos epistemológicos que asume el teórico y, de paso, nos diga qué hacer con los defectos de las teorías. Esto último significa que el teórico debe tomar decisiones metodológicas y epistemológicas frente a aspectos como las tensiones que enfrenta una teoría en su relación con los hechos, lo cual puede desembocar en la decisión de abandonar totalmente una teoría, o en la de reformularla drásticamente. Cualquiera sea la decisión final, deberá estar mediada por el respeto mínimo a lo que he denominado aquí el “principio del empirismo” y por el consecuente abandono de la fácil posición que se ha asumido tradicionalmente frente a las limitaciones de ciertas teorías contables y que se puede resumir en la posición de circunscribirse a reportar los problemas ya mencionados como ejemplos de dificultades insoslayables o consustanciales a la teoría misma. En otras palabras, es preciso renunciar a esa actitud de resignación en la que se admiten los problemas de las teorías y se deja constancia de que están ahí presentes, pero no se aborda la dificultad y, por lo tanto, no se hace ningún esfuerzo apreciable para resolverla.
Los problemas epistemológicos asociados con la teoría contable, por su parte, requieren un enfoque distinto. En la medida en que algunos ya han sido identificados claramente y en tanto ya conocemos propuestas concretas de solución resultan más promisorios. Si tienen dudas al respecto, los invito a recordar la reciente explosión de publicaciones en las que se trata o se discute sobre este tema y, en especial, sobre lo que considero el principal problema de la epistemología contable: la discusión sobre el estatus de ciencia de la contabilidad. En escritos anteriores he advertido sobre los escollos a que se enfrenta esta discusión, a la vez que he recomendado algunas estrategias que reputo como pertinentes para asegurar una dosis aceptable de progreso.14 Aún encuentro adecuadas mis advertencias y sigo convencido de que la mejor manera de resolver el problema de si la contabilidad es una ciencia consiste en apoyarnos en filosofías de la ciencia consolidadas para revisar desde allí la actividad teórica y práctica de la contabilidad. Infortunadamente, mis recomendaciones no han tenido mayor efecto entre los estudiosos colombianos y actualmente la discusión parece estar estancada y enfrentar nuevos riesgos, tal vez más peligrosos. En el apartado siguiente explicaré cuáles son los riesgos a los que me refiero.
Los riesgos que enfrenta la epistemología contable no son muy distintos a los que enfrenta la epistemología de las ciencias sociales en general. De una parte, existe el peligro de abordar los problemas de la epistemología contable desde una filosofía de la ciencia determinada que no ha sido suficientemente comprendida por quienes se valen de ella para hacer epistemología contable y cuyos conceptos centrales se trasladan de manera descuidada y errónea a este campo. He escuchado diversas intervenciones en eventos académicos recientes que revelan la falta de preparación filosófica y científica de sus autores y no es raro encontrar en trabajos publicados en importantes revistas del país síntomas de la misma enfermedad. Pero, quizá, el riesgo mayor se encuentra en la popularización y diseminación de los denominados “enfoques postmodernos” sobre cuyas asechanzas advertí públicamente en el pasado “Encuentro nacional de educación contable” realizado en la Universidad de Manizales en 2006.
El principal defecto de la llamada “filosofía postmoderna” radica en su declarada vocación anticientífica y antirracionalista. Los postmodernos sostienen que la ciencia posterior a la época de Galileo ha fracasado estrepitosamente en sus objetivos y que, en consecuencia, hay una crisis galopante de los métodos de la razón. De entrada sorprende, por su carácter bizarro, la grave sentencia del fracaso de la ciencia, pues las evidencias frente a nuestros ojos hablan de algo completamente distinto. Como si esto fuera poco, los postmodernos emplean una jerga innecesariamente complicada y confusa, y muestran una falta total de respeto por el principio del empirismo, al tiempo que se separan voluntariamente de una concepción de verdad funcional en su afán por abrazar el relativismo. Admito que hay formas inteligentes y provocadoras de defender filosofías como ésta, pero el precio que hay que pagar es demasiado alto y, ni que decir tiene, los resultados –para la epistemología– son más desastrosos que el colapso de la razón clásica que los postmodernos pregonan. Para puntualizar, conviene que nos concentremos en los riesgos del verbalismo y el relativismo. Encuentro al primero de ellos muy grave para los intereses de la buena filosofía y de una epistemología seria. El verbalismo es el defecto que permite a ciertas personas hablar sobre cualquier tópico recurriendo a lenguajes abiertamente ininteligibles y dirigirse a los auditorios de una forma totalmente irresponsable mediante un discurso que, aunque puede resultar sonoro y para muchos encantador, no dice prácticamente nada. El balance no podría ser peor, pues sus autores parecen no darse cuenta de que no han hecho otra cosa que pronunciar tautologías, verdades irrelevantes, trivialidades o falsedades patentes, y la situación empeora con cada nueva intervención y cada nuevo artículo. Por su parte, el relativismo es, definitivamente, una mala opción epistémica a no ser que estemos dispuestos a extender sus reglas de cortesía a cada uno de los miembros individuales de un auditorio universal, en cuyo caso hemos de concluir que no es posible determinar qué es la verdad y que, finalmente, habremos de abrazar el camino del escepticismo irracional.15
Lamentablemente, los postmodernos criollos no están tan bien equipados en el uso de las herramientas y los conceptos filosóficos que les permitirían comprender los riesgos que asumen con su posición y las dificultades que entrañan los compromisos epistemológicos que estarían obligados a asumir. Esta es una situación dolorosa y dañina para el futuro de la epistemología contable en nuestro país, y mientras no le pongamos remedio, auguro un futuro triste para esta forma de hacer pensamiento contable. Por otro lado, existe un serio problema al que propongo denominar “la transferencia automática de lenguaje epistemológico al campo de la contabilidad.” Como ustedes bien lo saben y sin que para ello importe el estatus científico que atribuyamos a la contabilidad, algunas de sus teorías son profundas y complejas, mientras que la mayor parte de ellas parecen ser coherentes. Lo que se observa en los escritos recientes de algunos contables colombianos indica claramente que han transferido, alegre e irresponsablemente, términos de la epistemología al lenguaje de la teoría contable y han terminado por producir un remedo de teoría, plagado de inconsistencias, banalidades y oscuridades.
Semejante labor se ha hecho sin el más mínimo esfuerzo por cerciorarse: de si la transferencia es pertinente o no, de si se ha conseguido captar los problemas que subyacen a la terminología, o de si hay una inteligencia correcta de lo que está en discusión. Por supuesto, los resultados no podrían ser peores. De nuevo nos enfrentamos a discursos insustanciales donde prima el verbalismo y el más absoluto irrespeto por los conceptos. Naturalmente, no pretendo afirmar que esta situación sea la norma. También hay notables y afortunadas excepciones entre nuestros pensadores. A riesgo de pecar por falta de modestia quisiera mencionar aquí a autores de nuestro propio claustro como el reconocido académico Edgar Gracia o investigadores en formación como Jhon Henry Cortés y a influyentes pensadores como Harold Álvarez Álvarez, Rafael Franco Ruíz o Danilo Ariza Buenaventura, en el ámbito nacional. Su trabajo es un claro testimonio de que es posible hacer bien las cosas, de que es posible escribir con rigor y seriedad. Para potenciar sus esfuerzos y superar los riesgos de lo que he denominado “la transferencia del lenguaje epistemológico a la teoría contable”, al igual que los peligros de los discursos postmodernos, necesitamos una dosis importante de crítica y un compromiso más serio con la apropiación de los elementos fundamentales de la filosofía de la ciencia, de modo que podamos darles un uso adecuado en la construcción de una buena epistemología contable.
* La expresión “pensamiento contable” se puede entender como el resultado de un proceso de revisión de las teorías contables generalmente aceptadas, desde diversos marcos de referencia, con preponderancia del enfoque crítico, o como el resultado de un esfuerzo por producir teorías originales.
* Se puede hacer “pensamiento contable” proponiendo teorías, revisando teorías existentes y formulando ajustes a ellas, o resolviendo los problemas epistemológicos de estas teorías. También es posible hacer “pensamiento contable” a través de la “contabilidad política”. De entre estas formas de hacer “pensamiento contable” las dos primeras requieren una preparación diferente y un enfoque distinto, pero son las más promisorias.
* Hay un entusiasmo notable en el país por hacer epistemología contable. Si se aprovecha de manera adecuada, puede representar una oportunidad para avanzar en la consolidación de una epistemología contable original y propia.
* Los estudios de epistemología contable en Colombia enfrentan los peligros del verbalismo y la falta de rigor y preparación filosófica, heredados de los discursos postmodernos.
* Es posible vencer estos obstáculos con una mejor preparación en filosofía de la ciencia y con una mayor aplicación del sentido crítico. Desde este punto de vista, necesitamos más discusión y menos discursos.