Traducciones

Los movimientos de independencia en el continente americano durante la Era de la Revolución

Roberto Breña
El Colegio de México, México

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 71, 2021

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 01 Junio 2021

Aprobación: 02 Julio 2021



Resumen: Este ensayo historiográfico proporciona una visión panorámica sobre la Era de las revoluciones en el continente americano (1775-1825). Los cuatro procesos considerados aquí son la revolución de independencia de las Trece Colonias, la Revolución Haitiana, los movimientos independentistas hispanoamericanos y el proceso político que desembocó en la independencia brasileña. A lo largo del texto, pero sobre todo en el primer apartado, el autor debate con algunas de las interpretaciones que existen actualmente sobre estos cuatro movimientos, establece algunas comparaciones entre ellos y, en el apartado tercero y final, cuestiona la causalidad y la conectividad que cierta historiografía, atlántica y global, plantea a menudo desde hace unos tres lustros (sobre todo desde universidades inglesas y estadunidenses).

Palabras clave: movimientos de independencia, continente americano, historia de América, era de las revoluciones.

Abstract: This historiographic essay gives an overview on the Age of Revolution in the American continent (1775-1825). The four processes here considered are the independence of the Thirteen Colonies, the Haitian Revolution, the independence movements in Spanish America and the political process that ended up in the independence of Brazil. Throughout the text, but mainly in the first section, the author debates with some of the interpretations that exist nowadays on these four movements, establishes some comparisons among them and, in the third and last section, questions the causality and connectivity that certain historiography, atlantic and global, has been positing during approximately the last fifteen years (mainly from universities in England and the United States).

Keywords: independence movements, American continent, history of the "Americas", "Age" of "Revolutions".

I. Nota introductoria y cuestiones metodológicas[1]

Los movimientos de independencia en el continente americano pertenecen al periodo de la historia occidental que los historiadores contemporáneos llaman la “Era de la Revolución”. Esta es una categoría historiográfica que ha recibido periodizaciones diversas. Sin embargo, si nuestro principal interés son los movimientos de independencia en el continente americano, cabe centrarse en el medio siglo que corre entre 1775 y 1825 como la mejor opción cronológica. Por supuesto, los acontecimientos y procesos que se dieron anteriormente deben ser conocidos con cierto detalle para comprender cabalmente los cuatro movimientos que son el objeto de estudio en este ensayo historiográfico y de los que me ocuparé concretamente en el segundo apartado. Éstos son, en orden cronológico: el proceso de independencia de las Trece Colonias (1775-1783); el movimiento emancipador y consiguiente independencia de Haití (1791-1804); las revoluciones hispánicas (que van de 1808 a 1825 en el caso de la América española y que comprenden también la revolución política que tuvo lugar en la España metropolitana entre 1808 y1814, así como entre 1820 y 1823); y, por último, las transformaciones políticas que experimentó Brasil a partir de 1808, hasta que declaró su independencia en 1822.

Como se puede ver, todos los procesos políticos mencionados, de enorme relevancia para la historia de Occidente, tuvieron lugar durante la denominada “Era de la Revolución” o, mejor quizás, “Era de las revoluciones”.[2] Esta etapa de la historia del mundo occidental se ubica a menudo entre 1763 y 1848, pero dependiendo del autor y de su área de especialidad, sus inicios se pueden deslizar hacia atrás (hasta llegar incluso a la Revolución Gloriosa de 1688-89) o un poco hacia adelante (1789 por supuesto). En cuanto a su fecha final o de conclusión, a veces se adelanta, en ocasiones a 1824 o 1825, pero otras veces al ciclo de revoluciones europeas acontecidas en 1830 (fecha que, en el contexto de la América española, coincide con dos hechos trascendentes: la desintegración de la llamada “Gran Colombia” y la muerte de Simón Bolívar).

Los procesos hispanoamericanos de independencia finalizaron, en principio, con la batalla de Ayacucho, que tuvo lugar el 9 de diciembre de 1824. Esta batalla significó la independencia de lo que fue el corazón geográfico del Virreinato del Perú, el último territorio continental del imperio español en América que estaba aún bajo control de la corona española. Sin embargo, unos cuantos acontecimientos históricos que tuvieron lugar posteriormente también podrían ser seleccionados como fechas de cierre de los movimientos de independencia de la América hispana: algunas escaramuzas en la región denominada “Alto Perú” se prolongaron hasta 1825; Bolivia declaró su independencia ese mismo año; varios puertos hispanoamericanos importantes permanecieron bajo control de tropas realistas hasta 1826; Uruguay se volvió un país independiente en 1828; y, finalmente, como quedó dicho, la “Gran Colombia” se desintegró en tres países diferentes (Colombia, Venezuela y Ecuador) en 1830, el mismo año en que falleció “El Libertador”. Estos pocos ejemplos son mencionados solamente para mostrar la posibilidad, siempre abierta, de cambiar la fecha de cierre de los procesos emancipadores-independentistas que tuvieron lugar en la América española durante las primeras tres décadas del siglo XIX, dependiendo del campo de especialización del historiador en turno y de las hipótesis y objetivos de la investigación de que se trate. Por supuesto, lo mismo aplica no solo para la fecha supuestamente conclusiva de cualquier otro proceso histórico, sino también para su atribuida fecha de origen.

Esta apertura cronológica es incluso más evidente, en el caso de los movimientos hispanoamericanos de independencia, cuando los comparamos con otros procesos considerados en este ensayo, pues estos procesos revolucionarios tuvieron lugar en la vastedad geográfica que hoy denominamos “América Latina” (con la enorme excepción brasileña). A comienzos del siglo XIX, el imperio español en América estaba dividido en cuatro virreinatos y tres capitanías generales. Esto significa que los movimientos de independencia en la América española no fueron un proceso único, sino que comprendió al menos siete movimientos revolucionarios distintos, con diferentes antecedentes, ritmos políticos diferenciados, distintas conformaciones sociales, diferentes economías y, por tanto, necesidades distintas. El número de movimientos puede incluso aumentar, pues cabe considerar que al interior de algunos territorios (los virreinatos del Perú y del Río de la Plata, por ejemplo) se dio más de un proceso emancipador o independentista, dependiendo del nivel de análisis del caso considerado y del momento que se privilegie para el análisis.

Solo para dar una idea, Venezuela declaró su independencia en 1811, Paraguay se volvió efectivamente independiente en 1813, las Provincias Unidas del Río de la Plata, en Argentina, declararon su independencia en 1816 —a pesar de que podría decirse que fueron autónomas desde 1807— y Chile hizo lo mismo en 1818. Los insurgentes de Nueva España declararon la independencia en 1813, pero no fue sino hasta 1821 que esta independencia se materializó con Agustín de Iturbide, quien había sido uno de los oficiales realistas más capaces (y rapaces) en la lucha contra los insurgentes novohispanos. Perú declaró su independencia por primera vez en 1821, pero no fue hasta 1824 que pudo cortar lazos con la Metrópoli (este logro, por otra parte, hubiera sido imposible sin la activa participación de tropas de otros territorios hispanoamericanos, sobre todo argentinos y chilenos; de hecho, una amplia mayoría de la élite peruana y del pueblo peruano no deseaban separarse de España). En cuanto al Alto Perú, basta leer el Diario de un comandante de la independencia americana, de José Santos Vargas, para darse cuenta de lo peculiar y absolutamente caótico que fue el proceso independentista en esa parte de la América española (Vargas, 1982). En cuanto a la Capitanía General de Guatemala, también referida en ocasiones como Reino de Guatemala, declaró su independencia en 1821, pero para pasar a formar parte del imperio mexicano, hasta que en 1823 casi toda la Capitanía decidió volverse independiente en sentido absoluto y federarse poco después.[3]

Desde mi punto de vista, el caso brasileño es tan diferente en varios aspectos fundamentales vis-à-vis los movimientos hispanoamericanos, que recibirá un tratamiento específico al final del segundo apartado. En realidad, los protagonistas del proceso brasileño nunca tuvieron la intención de volverse independientes hasta que la situación política en Portugal volvió esa decisión inevitable. Además, este proceso no solo fue mucho menos violento que los movimientos hispanoamericanos, sino que tuvo a la esclavitud como una especie de “hilo conductor” que determinó los acontecimientos de una forma que no puede ser comparada con los casos hispanoamericanos.

En cuanto a los apartados en las que está dividido este ensayo, en el III se discutirán tanto el concepto de “revolución” como la supuesta “conectividad” que con demasiada frecuencia y en ocasiones con algo de ligereza se plantea como un hecho dado cuando se estudian los distintos procesos de independencia que tuvieron lugar en todo el continente americano entre 1775 y 1825. Un estudio que, dicho sea de paso, en su carácter continental es un esfuerzo poco común. Al respecto, cabe apuntar que si bien los propugnadores de una historia americana común tienen una larga estirpe, son muy pocos los estudios que se toman esta “historia compartida” realmente en serio.[4]

Como resultará evidente en lo que sigue, hubo algunos aspectos políticos e ideológicos comunes a todos los territorios hispanoamericanos —en la medida en que fueron parte de un mismo imperio durante casi tres siglos—, pero algunas de las características más distintivas de sus respectivos movimientos de emancipación están vinculadas, más que nada, con motivos geopolíticos, con ciertos individuos que desempeñaron roles extraordinarios en coyunturas específicas y, finalmente, con aspectos sociales que no dependían de los aspectos políticos e ideológicos comunes recién aludidos. La mayoría de los líderes políticos más importantes de los movimientos emancipadores hispanoamericanos habían estudiado en alguna de las numerosas universidades que existían en la región, por lo que compartían un bagaje intelectual similar. Sin embargo, algunos de ellos habían tenido contacto con libros que no eran parte de los programas universitarios o que estaban prohibidos por la Inquisición. Las posibilidades de leer literatura de este tipo variaban mucho dependiendo de diversos aspectos, pero estaban siempre allí para aquellos realmente interesados en hacerlo y que tenían los medios para materializar ese interés.[5] En este punto, la Ilustración y algunas de sus principales nociones fueron consideradas tradicionalmente como causas de los movimientos revolucionarios que se desenvolvieron en la América española de 1810 en adelante. Sin embargo, la historia intelectual prevaleciente en la academia occidental durante las últimas décadas es en general mucho más escéptica acerca de los vínculos que se establecieron por mucho tiempo entre la Ilustración y la Era de la Revolución.[6]

Simplificando esta cuestión, puede decirse que en la actualidad las ideas son consideradas como mucho más “situadas”, complejas y ambiguas que antaño y que la Ilustración es hoy percibida como un movimiento más matizado, más variado y más internacional, no como una coterie casi exclusivamente francesa de intelectuales supuestamente revolucionarios. Si los vínculos entre la Ilustración francesa y la Revolución Francesa han sido muy cuestionados por reconocidos historiadores en los últimos años, se puede llegar a conclusiones similares cuando analizamos con mayor detalle, por ejemplo, la supuesta “influencia” de Rousseau en los movimientos hispanoamericanos de independencia (Chartier, 2000). En mi opinión, la presencia de Rousseau en la América española durante la Era de la Revolución parece haber sido mucho menos directa y bastante menos revolucionaria de lo que se ha planteado hasta la fecha.[7]

A pesar de que tuvo lugar en la parte occidental de una pequeña isla del Caribe, la pluralidad de situaciones y una marcada regionalización fueron características centrales del proceso de emancipación haitiano. La parte del oeste de la isla originalmente llamada “La Española”, corresponde aproximadamente al Haití moderno. Tres procesos bien distintos tuvieron lugar ahí entre 1791 y 1804: uno en el norte, otro en el oeste y otro en el sur. El carácter peculiar de cada región dependía de su ubicación geográfica, de la relación que cada región había establecido con la madre patria a lo largo de casi un siglo, así como de la composición social prevaleciente en cada región, un elemento que fue determinante para los derroteros que siguió la insurrección en contra de los colonos blancos en cada una de estas tres partes de la isla a lo largo de los trece años que duró lo que hoy conocemos como “Revolución Haitiana”. Otro elemento que también desempeñó un papel importante en esta revolución fue el activo involucramiento no solo de Francia obviamente, sino también de los otros dos poderes europeos de la época, Inglaterra y España (si bien esta última en declive desde aproximadamente una centuria antes).

Como mencioné, el proceso que resultó en la independencia brasileña lo trataré al final del segundo apartado. Lo que ocurrió en Brasil entre 1808 y 1822 no fue un movimiento de independencia en sí mismo, porque, como explicaré, la reubicación de la monarquía portuguesa, su gobierno y su corte en Rio de Janeiro a partir de 1808 modificó el conjunto de la situación política brasileña de una manera radical e hizo que la búsqueda de “independencia”, sino fuera una imposibilidad, sí al menos algo bastante improbable (por no deseado ni buscado) para la mayoría de los terratenientes brasileños, el grupo social más poderoso. Con el rey portugués en Brasil, este grupo no vio la necesidad de un movimiento de naturaleza revolucionaria en términos políticos, estuviera o no vinculado con la independencia. Con los cientos de miles de esclavos que vivían y trabajaban en Brasil, tanto los terratenientes, como el rey y las autoridades sabían muy bien que nociones como “revolución” o “independencia” debían ser mantenidas a distancia. De hecho, fueron perdiendo sentido para los dueños de las plantaciones a partir de la llegada del rey a territorio brasileño en 1808. Las estimaciones varían, pero alrededor de 1820 habitaban en Brasil casi dos millones de esclavos; para 1850 esta cifra había ascendido a cerca de tres millones. Para dar una idea de la magnitud de la esclavitud brasileña, bastaría mencionar que, desde comienzos del siglo XVII hasta el final de la esclavitud en Estados Unidos en 1865, se enviaron casi diez veces más esclavos africanos a Brasil que a los Estados Unidos. Históricamente hablando, se podría decir que la esclavitud fue un asunto eminentemente brasileño, ya que el tráfico de esclavos hacia Brasil había empezado con los portugueses desde mediados del siglo XVI y se mantuvo permanentemente activo hasta el XIX. Sobre este tema, cabe apuntar que el estudio de la esclavitud en Brasil ha crecido exponencialmente durante los últimos veinticinco años.[8]

Hay otros aspectos que deben ser mencionados antes de continuar. Primero, hay algunas cuestiones académicas importantes que son relevantes para el abordaje hemisférico como el que aquí pretendo hacer. Dejando de lado el estudio del proceso de independencia en los Estados Unidos, los otros dos, la Revolución Haitiana y los movimientos de independencia hispanoamericanos, fueron, en términos generales, poco estudiados por la academia occidental hasta hace relativamente poco tiempo. En el caso de la Revolución Haitiana, esta situación empezó a cambiar hasta los últimos años de la década de 1980. Entre las contribuciones más importantes desde entonces a la historia de esta revolución, se pueden mencionar las que han hecho Carolyn Fick, David Geggus, Laurent Dubois y Jeremy Popkin, pero muchos otros autores han contribuido a esta floreciente bibliografía, que ya cuenta incluso con diccionarios históricos dedicados exclusivamente a ella y que sigue creciendo by the minute (como se dice expresivamente en inglés).[9]

En el caso de la América española en particular, y de las revoluciones hispánicas en general, la principal figura es el historiador franco-español François-Xavier Guerra[10], pero otros autores europeos o estadunidenses como John Lynch, Brian Hamnett, Jaime Rodríguez, Antonio Annino, José María Portillo y Javier Fernández-Sebastián, así como latinoamericanos de la talla de Tulio Halperin, Carlos Marichal, Hilda Sabato y José Carlos Chiaramonte, han contribuido notablemente a colocar a la región en un destacado lugar durante el periodo que nos ocupa. Lo anterior, sin mencionar a historiadoras e historiadores de América Latina que han trabajado su respectiva historia nacional durante las primeras décadas del siglo XIX. Todos los autores mencionados y muchos más cuyos nombres no refiero aquí, pero que en su mayoría aparecerán mencionados o citados en este ensayo, han contribuido a convertir a las revoluciones hispánicas en uno de los campos de estudio más vibrantes de la llamada “Era de la Revolución”. No obstante, la diferencia bibliográfica entre la independencia de las Trece Colonias y otros procesos revolucionarios que tuvieron lugar en el continente americano durante dicha era es aún considerable. Este hecho impacta claramente en la cantidad de material académico disponible que existe en el presente para estudiar los casos haitiano, brasileño e hispanoamericano. En otras palabras, la bibliografía con la que se cuenta actualmente sobre la Independencia de las Trece Colonias es muy superior, en términos cuantitativos, a la que existe sobre los otros tres procesos aquí considerados. Sin embargo, es importante insistir en que esta situación está cambiando a un paso muy acelerado. Dicho esto, cabe añadir que la brecha no terminará de cerrarse por el puro número de historiadores que en la academia de los Estados Unidos se dedica a estudiar la independencia de la Trece Colonias. Por otra parte, el hecho de que la inmensa mayoría de ellos no lea español, imposibilita una comunicación más fluida entre dicha academia y la historiografía latinoamericana que se ocupa del periodo emancipador hispanoamericano. Además, el hecho de que incluso los historiadores estadunidenses que se ocupan de las revoluciones hispanoamericanas ignoren la bibliografía en español y consideren que solo lo publicado en inglés tiene valor historiográfico tiene toda una serie de consecuencias negativas (en las que no me puedo detener aquí).[11]

Como casi siempre con los cambios drásticos en la orientación académica y con las áreas de estudio que se vuelven de interés con relativa rapidez, su origen puede rastrearse en asuntos políticos y sociales contemporáneos. En el caso de América Latina, fue a principios de los años ochenta del siglo pasado que varios países latinoamericanos comenzaron a entrar o a regresar a las instituciones democráticas, después de periodos más o menos prolongados de gobierno militar. Esto significa que en América Latina el final de la Guerra Fría acentuó una tendencia que ya existía. El resultado final fue que en la segunda década del siglo XXI, y sin ignorar los enormes desafíos en aspectos centrales como el estado de derecho, la pobreza y la desigualdad social, todos los países latinoamericanos, excepto Cuba y probablemente Venezuela y Nicaragua, pueden ser considerados “democracias liberales”. En el caso de Haití, el surgimiento y desarrollo del multiculturalismo, así como una precaución creciente en la academia occidental frente a cualquier tipo de eurocentrismo o incluso “Occidente-centrismo”, impulsaron agendas académicas centradas en tópicos que hasta entonces habían sido soslayados o negados, entre ellos la Revolución Haitiana. Esto no significa que no se hayan escrito libros importantes sobre el tema desde mucho antes de los años noventa, pero, como quedó dicho, la bibliografía sobre la Revolución Haitiana ha crecido exponencialmente desde la década de 1990.[12] Al respecto, debe agregarse que el desarrollo de la historia social y de la historia cultural en la historiografía occidental durante el último medio siglo también desempeñó un rol en la creciente producción académica, en perspectivas analíticas distintas y en la diversidad temática respecto a los movimientos de independencia haitiano, hispanoamericano y brasileño.

Otro aspecto académico que explica la atención que estos movimientos han recibido durante las últimas décadas es la historia atlántica o, más específicamente, el abordaje atlántico de la Era de la Revolución. Las cuatro revoluciones atlánticas par excellence son los tres movimientos de independencia que revisaré en este ensayo; excluyendo a la emancipación/independencia brasileña y añadiendo a la Revolución Francesa. Hoy en día, las revoluciones atlánticas no pueden ser estudiadas sin ocuparse en primer lugar de la independencia de las Trece Colonias, pero tampoco sin lo que ocurrió en Saint-Domingue entre 1791 y 1804 y sin conocer lo acontecido en la América española entre 1810 y 1825.[13] Por tanto, la historia atlántica ha contribuido a modificar los contenidos, el alcance y las implicaciones de la Era de la Revolución.

Si hubo una etapa de la historia durante la que nació lo que con frecuencia se denomina “modernidad política”, esa fue sin duda la Era de las Revoluciones. Por supuesto, había todavía un muy largo camino por recorrer en lo que respecta a dicha modernidad una vez que esa era concluyó —sea en 1824, 1825, 1830 o 1848, según el autor que consultemos. De hecho, la modernidad política es, por definición, un proceso que no tiene punto final; sin embargo, como escribe una historiadora que se ha ocupado de varios aspectos de la historia atlántica durante el siglo XVII en América del Norte, con las revoluciones atlánticas “se colocaron las bases de los sistemas modernos” (Kupperman, 2012, 121).[14]

Si, de manera arbitraria, tomamos el primer volumen del clásico de Robert Palmer, The Age of the Democratic Revolution (A Political History of Europe and America 1760-1800), publicado en 1959, como el punto de arranque de la bibliografía sobre la Era de las revoluciones, estamos hablando de más de seis décadas de trayectoria.[15] La mera cronología del libro de Palmer muestra las enormes limitaciones de la primera historiografía sobre el tema que nos ocupa, pues dejaba de lado tanto a la Revolución Haitiana como a las revoluciones hispánicas (es decir, a la mitad de las grandes revoluciones atlánticas). Quizás el libro más conocido y más leído sobre la Era de las revoluciones sea el de Eric Hobsbawm, The Age of Revolution 1789-1848, publicado originalmente en 1962.[16] Cabe apuntar que el estudio de esta era estuvo monopolizado durante décadas por la historia político-intelectual, aunque el libro de Hobsbawm tiene una impronta económica muy clara, pues le otorga mucha importancia a la Revolución Industrial. En todo caso, desde hace aproximadamente un lustro la historiografía sobre la Era de la revolución ha sido criticada, sobre todo por lo que se considera son sus limitaciones desde la perspectiva de la historia social y, particularmente, de la historia de los grupos subalternos y de su papel en los movimientos, levantamientos y revoluciones que caracterizan esta etapa de la historia de Occidente.[17] Su participación en todas las revoluciones atlánticas es una evidencia y casi una perogrullada si estamos hablando de “revoluciones”, pero, como en todos los demás aspectos, también en éste el ciclo revolucionario hispánico muestra particularidades muy marcadas.[18]

Asimismo, ya existe una bibliografía muy amplia sobre esta época desde la perspectiva económica. Una contribución relativamente reciente sobre la totalidad del continente americano es New Countries (Capitalism, Revolutions, and Nations in the Americas, 1750-1870), editado por John Tutino (Duke Univesity Press, 2016). Debo apuntar que si desde la perspectiva política se tiende a estudiar la era en cuestión como una época de convergencias, analogías y similitudes (con las simplificaciones que, como veremos, esto supone), durante la misma se dieron también divergencias. Tutino refiere tres que él considera las más importantes en la introducción del libro que acabo de mencionar. La primera es la que se dio entre los países que se independizaron y los que decidieron mantenerse leales a sus metrópolis (en América, Canadá, el Caribe británico, las islas de Guadalupe, Martinica, Cuba y Puerto Rico). La segunda divergencia fueron todos los movimientos separatistas que se dieron al interior de los nuevos países que surgieron en las primeras dos décadas del siglo XIX; una divergencia que en el caso de la América española se hace evidente en cuanto comparamos las divisiones administrativas de la monarquía hispánica en 1810 con los países latinoamericanos que existían al final de la Era de las revoluciones. Por último, la tercera divergencia es la que Tutino denomina “la gran divergencia”, es decir, el colapso del “capitalismo del azúcar” en Saint-Domingue y del “capitalismo de la plata” en la Nueva España y, al mismo, tiempo, el surgimiento del capitalismo industrial en los Estados Unidos.[19] Este capitalismo y la revolución industrial británica que lo hizo posible convertirían a los Estados Unidos en una potencia que para fines del siglo XIX había superado a su ex-metrópoli en prácticamente todos los rubros (Tutino, 2016, 9-10).

La historia atlántica ha hecho contribuciones fundamentales en temas como los intercambios comerciales, las migraciones y la esclavitud, entre otros, pero en el campo de la historia política y especialmente de la historia política en tiempos revolucionarios, soy de la opinión que sus contribuciones más significativas están aún por hacerse. Como quedó dicho, esto en parte tiene que ver con la tendencia de la historiografía atlántica a subrayar las continuidades, las coincidencias y las semejanzas. Esta es una advertencia metodológica que ha sido señalada por algunos de los más distinguidos cultivadores de la historia atlántica. Por ejemplo, Bernard Bailyn ha prevenido acerca de la tendencia del enfoque atlántico de “exagerar similitudes y paralelismos de forma poco realista” (Bailyn, 2005, 62). Este es un punto al que los historiadores atlánticos deberían prestar mayor atención, pues, como escribe Lester D. Langley en la introducción de un interesante ejercicio comparativo continental titulado The Americas in the Age of Revolution, 1750-1850: “Un estudio que se olvida de los matices de lo particular y de las complejidades que puede hacer surgir una clara conciencia del lugar…lamentablemente puede carecer de poder explicativo.” (Langley, 1996, 7)

II. Emancipaciones, independencias y transformaciones políticas

Nuestro itinerario histórico comienza con la guerra que cambió el curso de la historia occidental como ninguna otra durante el siglo XVIII: la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Los historiadores tienden a coincidir en que ningún otro conflicto influyó tanto sobre las revoluciones que se dieron en el continente americano entre 1775 y 1825 como este conflicto, conocido en la América del Norte británica como French and Indian War. Inglaterra salió triunfante de ese conflicto bélico y a partir de ese momento resultó claro que Francia no podría frenar el desarrollo militar, naval y comercial de su eterna rival. Al final de la guerra, los franceses solo pudieron preservar algunas posesiones insulares en toda América. La corona francesa perdió un enorme territorio continental de lo que hoy es el este de Canadá y cedió el enorme territorio conocido como Louisiana a España. La monarquía hispánica había ingresado tarde al conflicto del lado francés, pero la captura de Manila y especialmente del puerto de La Habana por parte de los británicos en 1762 fue un terrible golpe para la corona española. De hecho, si se tuviera que escoger un único acontecimiento como detonador de la profunda revisión económica, militar y administrativa del imperio español durante las últimas décadas del siglo XVIII —conocida como “las reformas borbónicas”—, ese hecho sería la pérdida temporal de La Habana, el principal puerto español en el Caribe. Cabe añadir que este mar, relativamente pequeño en términos geográficos, fue en más de un sentido el fulcro del mundo atlántico, debido a su importancia geopolítica, militar y comercial. De hecho, el comercio legal e ilegal en el Caribe era el eje económico del mundo atlántico.

El rey de Inglaterra, Jorge III, así como sus consejeros, pensaron que uno de los medios a través de los cuales la corona británica podía recuperar la enorme cantidad de dinero gastado durante la Guerra de los Siete Años sería gravando a las colonias norteamericanas de diversas maneras. A solo un año de finalizada la guerra, estas intenciones se pusieron en práctica con la Ley del Azúcar de 1764. Una vez comenzados y a pesar de las reacciones negativas de los colonos, los esfuerzos por incrementar los ingresos de la Corona continuaron con la Ley del Timbre (1765), las Leyes Townshend (1767) y la Ley del Té (1773). Las reacciones violentas de los colonos frente a las medidas de este tipo condujeron a la “Masacre” de Boston —de hecho, el número de víctimas civiles fue de cinco personas— y luego a las Leyes Coercitivas de 1774. Estas acciones condujeron a doce de las trece colonias —Georgia no participó— a elegir representantes y enviarlos al Primer Congreso Continental, que se reunió en Filadelfia ese mismo año con miras a decidir las medidas que se tomarían para contrarrestar las intenciones de la metrópoli. La situación continuó deteriorándose y las primeras confrontaciones directas entre el ejército británico y los colonos tuvieron lugar en Lexington y en Concord en abril de 1775. El Segundo Congreso Continental se reunió solo un mes después de estos enfrentamientos y dos de sus principales decisiones fueron crear un Ejército Continental y nombrar a George Washington como su general en jefe. A partir de ese momento, la guerra abierta con la metrópoli era prácticamente inevitable. La Declaración de Independencia tuvo lugar poco más de un año después: concretamente, el 4 de julio de 1776, cuando el Congreso Constituyente que se había reunido en Filadelfia decidió declarar al mundo el nacimiento de los Estados Unidos de América. Estaban por delante para los colonos siete largos años de guerra contra el imperio más poderoso de la época.

Después de sobrellevar condiciones adversas de todo tipo, entre ellas un ejército que carecía no solo de recursos materiales sino también de entrenamiento básico, la estrategia de Washington de evitar grandes confrontaciones con el ejército británico rindió frutos. En 1777, obtuvo una victoria muy importante en Saratoga y cuatro años después, en Yorktown, selló la victoria de los patriotas. En 1783, la corona británica reconoció en el Tratado de París la independencia de los Estados Unidos de América. Jorge III pudo haber continuado la guerra contra los “rebeldes”, sin duda, pero sus consejeros se dieron cuenta de que el costo habría sido enorme, no solo en términos económicos. La victoria de los patriotas, por otra parte, hubiera sido imposible sin el apoyo que recibieron de tres naciones europeas: Francia, España y los Países Bajos —especialmente de la corona francesa, que gastó una considerable cantidad de dinero para vengar su derrota en la Guerra de los Siete Años. Para lograr esta revancha, sin embargo, incurrió en una deuda que fue uno de los factores que más contribuyó al estallido de la Revolución Francesa. De cualquier forma, con la victoria vino la tarea titánica de proveer al nuevo país con las instituciones políticas que posibilitaran la continuidad y el desarrollo de la república más grande del mundo moderno.

Los Artículos de la Confederación, redactados en 1777 por representantes de las Trece Colonias, y que fueron ratificados hasta 1781, mostraron muy pronto sus limitaciones. El principal problema fue la debilidad del gobierno federal. No fueron pocos los políticos del nuevo país que se dieron cuenta que para resolver ésta y otras deficiencias, una nueva Constitución tenía que ser redactada. Este documento, elaborado por el Congreso de Filadelfia en 1787, fue ratificado al año siguiente. Su longevidad, que alcanza hasta nuestros días, es el argumento más revelador respecto de la habilidad política, la finesse institucional y la visión histórica de sus autores —entre ellos, James Madison, Alexander Hamilton, Benjamin Franklin, George Washington, Gouvernor Morris y John Dickinson. Su mayor debilidad desde una perspectiva social fue, sin duda, el hecho de que mantuvo la esclavitud, una institución que evidentemente estaba en las antípodas de los nobles principios de la Declaración de la Independencia. En palabras de un historiador contemporáneo, respecto de la esclavitud, la Constitución de 1787 fue “una amarga burla” (Countryman, 2003, 228).[20] Sin embargo, fue durante el periodo revolucionario que las bases sobre las que reposaba la esclavitud fueron profundamente cuestionadas por ciertos individuos y por algunos grupos religiosos. En este punto a menudo emerge un eterno debate historiográfico, sobre la capacidad o incapacidad de ciertas personas por trascender sus contextos históricos. Según la opinión de uno de los mejores historiadores estadounidenses de este periodo, con frecuencia esta actitud puede ser considerada un ejemplo de ingenuidad historiográfica, pues se espera o desea algo que sucede excepcionalmente en la historia (Bailyn, 1990).

La derrota de los británicos frente a los colonos norteamericanos hizo que algunos pensaran que la supremacía británica estaba debilitándose. Sin embargo, Inglaterra pudo sobrellevar su derrota y su pérdida territorial en América del Norte con una rapidez notable, recuperar su poderío e imponerse como el árbitro no sólo de la diplomacia en Europa, sino también en otras partes del mundo. Este ascenso se vería interrumpido durante aproximadamente dos décadas (1795-1815) por Napoleón Bonaparte. En todo caso, la velocidad y magnitud de esta recuperación, incomprensible sin la revolución industrial que estaba transformando profundamente a Inglaterra desde la década de 1730, da una idea de la ventaja económica y naval que Gran Bretaña había ganado sobre sus rivales.[21] En cuanto a la “capacidad gubernativa” de las instituciones inglesas o, si se prefiere, de las élites inglesas, baste mencionar una estabilidad política muy notable a lo largo de los siglos XVIII y XIX en su totalidad; algo realmente excepcional en el contexto europeo.[22]

La Revolución Francesa puede ser considerada el acontecimiento más disruptivo en la historia moderna de Europa. Durante los diez años que duró, el continente entero sufrió consecuencias directas, entre ellas la explosión política de nuevos principios, valores e ideas que transformaron radicalmente no solo el lenguaje político europeo, sino también el arsenal ideológico en todo el mundo occidental. Lo que siguió, esto es, la llegada de Napoleón Bonaparte al poder y la conformación de su imperio, sería aún más disruptivo en términos militares y sociales para el continente. Después de su caída en 1815, Europa y América estaban completamente transformadas o estaban en ese proceso, si bien por diferentes motivos y con diferentes intensidades. Como parte de la agitación provocada por la Revolución Francesa, Saint-Domingue, con diferencia la más productiva de todas las colonias europeas en el continente americano, fue el escenario de lo que podría ser considerada la única revolución social radical que tuvo lugar en el continente americano durante la Era de la Revolución. Esto no significa que la independencia de los Estados Unidos o los movimientos hispanoamericanos de emancipación no tuvieran aspectos revolucionarios; por supuesto que los tuvieron, pero con connotaciones que palidecen ante el mayor logro de la Revolución Haitiana: la abolición de la esclavitud. En todo caso, esos aspectos fueron mucho más políticos que sociales. En el caso de la Revolución Haitiana, lo que tuvo lugar fue la sacudida más grande que hasta ese momento se había dado en la historia de la civilización occidental: el fin de la esclavitud. Para 1804, todos los dueños de esclavos que habían tenido el control absoluto de la isla en términos políticos, sociales y económicos hasta 1791 habían sido asesinados o forzados a abandonar Saint-Domingue.

Cuando Haití declaró la independencia el primer día de ese 1804, al frente del nuevo gobierno estaba Jean-Jacques Dessalines, un ex-esclavo. La expresión “el mundo de cabeza” (the world turned upside down) ha sido utilizada para referirse a la revolución inglesa de mediados del siglo XVII, la que llevó a la decapitación de Carlos I en 1649, enseguida a la Commonwealth y posteriormente al protectorado de Oliver Cromwell. Sin embargo, podría decirse que esa expresión resulta más apta aún para referirse a lo que ocurrió en Saint-Domingue entre 1791 y 1804. No solo porque fue la primera rebelión de esclavos que tuvo éxito en la historia del mundo occidental, sino también porque su resultado final fue la creación de un país, digamos, “radicalmente libre” o “post-esclavista”.

El movimiento de emancipación de Saint-Domingue es uno de los procesos revolucionarios más complejos que se hayan dado en el curso de la historia moderna.[23] Para comenzar, hasta 1802, no fue un movimiento de independencia sino un conflicto interno entre los blancos, los hombres libres de color y los esclavos negros, con alianzas volátiles vis-à-vis del rey francés, la República Francesa y sus enviados —quienes, por otra parte, no se encontraban siempre en el mismo bando. Para complicar más las cosas, como ya se mencionó, la guerra fue no solo una guerra de esclavos contra los franceses, sino una guerra internacional en la cual España y Gran Bretaña participaron activamente. Finalmente, como quedó dicho, el proceso de emancipación que sacudió la parte occidental de la isla de La Española puede ser dividido en al menos tres regiones claramente identificables: la provincia del norte, la provincia del oeste y la provincia del sur. Fue únicamente el movimiento en la provincia norteña el que fue liderado por esclavos negros, pero ni siquiera allí podemos hablar de una lucha por la independencia antes de 1802. Fue la decisión que tomó Napoleón ese mismo año de restaurar la esclavitud la que finalmente unió a las diferentes facciones en contra de los franceses. Con la ayuda invaluable de los mosquitos y de la fiebre amarilla, el ejército napoleónico fue derrotado y la independencia fue finalmente declarada el 1° de enero de 1804 (justamente en el año en que dicho ejército se transformaba en “imperial”).

La unidad del nuevo país, sin embargo, sería efímera. A partir de 1807, Haití se dividiría en dos regímenes diferentes: el del norte, con un presidente, Henri Christophe, que más adelante se declararía rey, y una república, liderada por un mulato, Alexandre Pétion, en el sur. La unificación no llegaría sino hasta 1820. Si los comienzos políticos fueron complicados, puede decirse exactamente lo mismo de los aspectos económicos que caracterizaron los primeros años e incluso décadas de vida independiente. En este sentido, dos elementos bastan para dar una idea del nivel de adversidad que tuvo que enfrentar la nueva nación: la oposición y falta de reconocimiento diplomático por parte de los Estados Unidos —este reconocimiento tuvo que esperar hasta 1862— y la indemnización que el gobierno francés demandó del gobierno haitiano en 1825 con miras a reconocer su independencia. Este abuso por parte del gobierno francés creó una deuda que afectó directamente el desarrollo de Haití hasta que finalmente pudo pagarla…en 1893.

El proceso de emancipación haitiano comenzó en agosto de 1791 con una revuelta bien coordinada en la llanura del norte de Saint-Domingue. En ese entonces, la colonia francesa estaba habitada por aproximadamente 500,000 esclavos, 32,000 blancos y 28,000 libertos u hombres libres de color. En la primera parte del proceso, fue este último grupo el que luchó por una serie de derechos vis-à-vis la población blanca, pero manteniendo la esclavitud. El gobierno francés en París, todavía una monarquía, decidió enviar tropas para combatir la insurrección. Uno de los líderes de la resistencia destacó muy pronto: un ex-esclavo que había comprado su libertad y que ahora poseía esclavos. Su nombre era Toussaint Bréda, pero a poco de iniciada la insurrección lo cambió por Toussaint Louverture.[24]

En septiembre de 1792, Francia se volvió una república y los comisionados civiles originalmente enviados por el viejo rey —Léger Félicité Sonthonax y Étienne Polverel— eran ahora representantes de un gobierno republicano que, a la sazón, estaba asediado por varios ejércitos europeos. En Saint-Domingue, el ejército español, que controlaba el lado oriental de La Española, apoyó a los rebeldes contra los franceses. En septiembre de 1793 los británicos invadieron la isla y tomaron el control de algunas partes de las provincias occidental y sureña. Sintiéndose amenazado no solo por los rebeldes negros, sino también por el nuevo gobernador enviado desde Francia —Thomas François Galbaud—, por muchos libertos que poseían esclavos, así como por los españoles y los británicos, Sonthonax decidió declarar el fin de la esclavitud en la provincia del norte el 24 de agosto de 1793. Poco después Polverel hizo lo mismo en las otras dos provincias. El 4 de febrero del año siguiente la Asamblea Nacional en París ratificó las decisiones de los comisionados. La reacción de los colonos frente a la nueva situación que se perfilaba con esta disposición fue llamar a los británicos en su apoyo. Esta decisión tendría consecuencias imprevistas y duraderas, pues a raíz de la invasión mencionada los británicos permanecerían en la isla hasta 1798.

Mientras tanto, Louverture se había vuelto un oficial en el ejército español que apoyaba a los rebeldes en su lucha contra Francia. Su habilidad política y militar le dio cada vez mayor reputación y poder. Abandonó a los españoles en 1794 y una vez que la abolición de la esclavitud fue confirmada, se unió al ejército francés liderado por Sonthonax. Sin embargo, su relación pronto comenzó a deteriorarse. Para 1797, Louverture logró que Sonthonax regresara a la metrópoli. Además, demostró ser un buen negociador tanto con los británicos como con los estadunidenses. Para el final de la década tenía el control de casi todo Saint-Domingue; la única excepción era la provincia del sur, que estaba bajo control de André Rigaud, un mulato; un grupo social al que Louverture detestaba. A mediados de 1799, el mejor y el más violento de sus lugartenientes, Jean-Jacques Dessalines, invadió la península sureña. Después de un año de guerra, Louverture pudo finalmente tomar control de todo Saint-Domingue. En enero de 1801 invadió la parte oriental de La Española, derrotó a los españoles y tomó control de toda la isla. De manera asombrosa, en el marco de una década de enorme violencia, guerra civil, conflicto abierto contra las autoridades francesas —tanto monárquicas como republicanas—, guerra internacional, conflictos intestinos, defecciones de todo tipo, tratados internacionales fallidos o incumplidos, Toussaint Louverture había logrado imponerse en prácticamente todo lo que se había propuesto.

El paso siguiente que tomó Louverture no fue militar, sino político: redactar una constitución. Este documento no proclamó la independencia, pues mantenía su subordinación a la República Francesa, y a pesar de que confirmó la abolición de la esclavitud, también contenía varias disposiciones que forzaban a los antiguos esclavos a volver a las plantaciones. La reputación de Toussaint entre sus compatriotas decayó fuertemente con estas disposiciones, pero él no veía otra forma de mantener la economía de Saint-Domingue. Aparentemente, esta decisión política tomada por Louverture fue el paso que más que ningún otro decidió su futuro y, en última instancia, su destino. A poco menos de un año de que la constitución fuera promulgada, un ejército francés de más de 20,000 hombres desembarcó en Saint-Domingue bajo el mando de Charles-Victor Emmanuel Leclerc, cuñado de Napoleón. Algunos de los generales de Louverture se rindieron sin disparar un solo tiro, pero otros ofrecieron una fuerte resistencia; entre ellos, Dessalines. Sin embargo, para la primavera de 1802, el ejército francés controlaba casi todo Saint-Domingue. Al final, Louverture tuvo que rendirse y todos sus generales se pasaron al bando francés; algunos, cabe señalar, ayudaron al ejército de Leclerc a luchar contra las guerrillas que, con todo en contra, habían decidido continuar la guerra.

En junio de 1802, una vez terminada la guerra, los franceses engañaron a Louverture y lo hicieron prisionero. Fue enviado a Francia y encerrado en un fuerte ubicado en el Macizo del Jura. Toussaint Louverture no resistió el frío y los malos cuidados; murió el 7 de abril de 1803. Hasta el final de su vida siguió escribiéndole a Bonaparte en términos amistosos, mostrándose sorprendido por su encarcelamiento y pensando que Saint-Domingue podía ser parte de Francia (presuponiendo, por supuesto, que la abolición de la esclavitud sería mantenida por Napoleón); nunca recibió respuesta.[25] En todo caso, dicha abolición no fue mantenida, pues el Primer Cónsul le había dado la orden secreta a Leclerc de reinstalar la esclavitud en Saint-Domingue tan pronto pudiera hacerlo.

Cuando los esclavos y los antiguos esclavos se enteraron del verdadero motivo detrás de la expedición de Leclerc, la guerra total contra el ejército francés se volvió prácticamente inevitable. Por primera vez desde que la agitación y la violencia se habían desatado en Saint- Domingue más de once años atrás —esto es, en agosto de 1791—, todas las diferentes razas, grupos y facciones se unieron contra el enemigo común. Increíble como pueda parecer considerando la terrible violencia que tuvo lugar durante las primeras etapas de la insurrección, la parte más sangrienta de la Revolución Haitiana estaba apenas por llegar. Durante 1802 y 1803 se cometieron atrocidades indecibles por parte de ambos bandos. Como mencioné, la fiebre amarilla hizo estragos entre los franceses; el propio Leclerc fue una de sus víctimas. Al mismo tiempo, la autoproclamada “armée indigène” luchó ferozmente contra lo que quedaba del ejército napoleónico. Ni siquiera las profundas divisiones entre algunos generales de Dessalines pudieron evitar una derrota francesa y una gran parte del ejército galo abandonó Port-au-Prince en octubre de 1803. La batalla final tomó lugar en Vertières el 18 de noviembre de ese mismo año, después de la cual el General Rochambeau, sucesor de Leclerc, finalmente se rindió.

Lo que definitivamente inclinó la balanza en favor del ejército haitiano fue la reanudación de la guerra entre Francia e Inglaterra. Para la primavera de 1803 el sueño napoleónico de recuperar la ubérrima fuente de la economía francesa en el Caribe se había venido abajo. Napoleón inmediatamente se dio cuenta de que, sin Saint-Domingue y con la reanudación de la guerra contra los británicos, sus restantes territorios continentales en América carecían de verdadero valor. Al final del mes de abril firmó un tratado con el presidente Jefferson mediante el cual el gigantesco territorio de Louisiana, que Napoleón había recuperado para Francia en 1800, fue vendido a los Estados Unidos. De un día para otro y por solo 15 millones de dólares, Estados Unidos había prácticamente duplicado su territorio, pues las tierras adquiridas rebasaban los dos millones de kilómetros cuadrados. Paradójicamente, la compra de Louisiana, que fue una consecuencia del triunfo de los negros antiesclavistas en Saint-Domingue, se volvería un espacio de enormes dimensiones donde la esclavitud se desarrollaría a sus anchas durante cerca de sesenta años.

Después de más de una década de guerra, cerca de 40,000 franceses y tropas aliadas, principalmente polacas, habían perdido la vida en Saint-Domingue. En noviembre de 1802, Dessalines y algunos de sus generales redactaron una proclamación preliminar de independencia, pero fue el documento emitido por el propio Dessalines el primero de enero de 1804 el que se convirtió en la declaración oficial de independencia del nuevo país, Haití.[26] Dieciséis meses después, Dessalines promulgó una constitución escrita que abolió la esclavitud y que declaró que todos los ciudadanos, de todas las razas, tenían iguales derechos; al mismo tiempo, se declaró a sí mismo emperador. Menos de un año y medio después, el héroe más grande de la guerra contra los franceses, la persona que decidió que Saint Domingue tenía que ser independiente y quien es considerado el padre de la nación haitiana fue emboscado y asesinado por conspiradores pagados por algunos de sus propios generales. Esto ocurrió en octubre de 1806. Para ese entonces, la ambición, los excesos y la crueldad de Dessalines lo habían convertido en una figura odiada por buena parte del pueblo al que, como nadie, había contribuido a liberar de la esclavitud.

Como mencioné, de las revoluciones que tuvieron lugar en el continente americano entre 1775 y 1825, puede argumentarse que la Revolución Haitiana fue la más revolucionaria de todas. La razón es simple: ninguna otra terminó con la esclavitud, esa institución milenaria que fuera la antítesis no solo de los derechos naturales, sino también de algunos de los valores centrales de la Ilustración y de algunas de las nociones políticas y sociales de la traída y llevada “modernidad”. El papel crucial de la Revolución Haitiana en la historia de la civilización occidental, sin embargo, ha derivado en idealizaciones de un movimiento que, considerando las instituciones políticas instauradas por los “Padres Fundadores” de Haití, difícilmente puede ser considerado uno de los precursores de la modernidad política en Occidente. En palabras de un experto contemporáneo en dicha revolución: “Toussaint Louverture, Jean Jacques Dessalines y Henry Christophe [presidente del norte de Haití entre 1807 y 1811 y luego rey de 1811 a 1820], los principales líderes que surgieron de la esclavitud, eran descaradamente dictatoriales en sus políticas, como lo muestran cada una de sus constituciones.” (Geggus, 2011, 547). Otros historiadores están cada vez más atentos a los obstáculos que existen cuando se pretende convertir a la Revolución Haitiana en una suerte de símbolo o cúspide de la modernidad política de las revoluciones atlánticas en general. La victoria de los esclavos de Saint- Domingue y la creación de Haití son acontecimientos históricos de incalculable valor y significado para la historia occidental, pero metamorfosearla en un modelo de modernidad política es una pirueta interpretativa que deberíamos evitar si queremos calibrar realmente a la Revolución Haitiana. Cabe plantear algo similar respecto al supuestamente enorme influjo que ejerció sobre todo el mundo occidental durante la Era de la Revolución.[27] Como lo muestra meridianamente el estudio de las independencias hispanoamericanas, para sus líderes políticos lo acontecido en Saint-Domingue sirvió casi siempre como un contra-ejemplo, algo que había que evitar a toda costa. La razón principal es muy simple: una convulsión de esa naturaleza modificaría radicalmente las jerarquías sociales y esto era lo último que querían los criollos, las élites blancas nacidas en el continente.[28]

Entramos así a las emancipaciones hispanoamericanas. A pesar de la vasta historiografía que hasta el día de hoy continúa insistiendo en la animosidad que supuestamente habían creado las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII entre criollos y peninsulares, lo cierto es que las diferentes formas de cercanía entre estos dos grupos proveyeron el consenso social y el cemento que mantuvo unido al imperio español de una forma relativamente estable durante casi tres siglos. Sin duda, las fricciones entre criollos y peninsulares existieron desde el siglo XVI, pero la historiografía reciente ha mostrado que estas fricciones fueron exageradas por las historiografías nacionalistas latinoamericanas. En palabras de Mark A. Burkholder: “A pesar de repetidos alegatos en contra, el número de criollos de la élite genuinamente hostiles hacia los peninsulares rara vez fue considerable antes de 1808-1810.” (Burkholder, 2013, 14-15)[29]

Es cierto que, desde 1765, levantamientos de diferente tipo e intensidad comenzaron a tener lugar en numerosas partes del imperio español en América.[30] El más importante de estas insurrecciones, después de la que tuvo lugar en Quito en 1765, fue la que lideró Túpac Amaru en el Virreinato del Perú en 1780-1781. Sin embargo, si consideramos la extensión geográfica de los territorios españoles en América y la escasa presencia de tropas realistas en el subcontinente durante la mayor parte del periodo colonial —la presencia de tropas españolas en el Virreinato de Nueva España, por ejemplo, no se hizo evidente sino hasta la expulsión de los jesuitas en 1767—, es difícil no concluir que la corona española y su inseparable aliada, la Iglesia católica, fueron tremendamente efectivas en cuanto a la cooptación y al nivel de control que lograron ejercer sobre la inmensa mayoría de la población hispanoamericana durante casi tres siglos.

Este control comenzó a desmoronarse en 1808. La razón detrás de este cambio fue una invasión que tuvo lugar en suelo europeo: la irrupción al territorio español por parte de tropas francesas en el otoño de 1807. Este ingreso, que supuestamente solo representaba el cruce del ejército napoleónico en su camino hacia Lisboa y que estaba contemplado en el Tratado de Fontainebleau previamente firmado entre Napoleón y la corona española, muy pronto se volvió una invasión en toda regla de España. La consecuencia última fue la coronación de Joseph, hermano mayor de Napoleón Bonaparte, como “José I, rey de España y de las Indias”. Al cabo de unos meses, la corona había pasado de Carlos IV a Fernando VII, luego de nuevo a Carlos IV, después a Napoleón y finalmente a su hermano Joseph. Mientras que éste se sentaba en el trono del imperio más grande de la época, Fernando VII, rey legítimo de España, fue recluido por Napoleón en el castillo de Valençay, donde al mismo tiempo sería prisionero y huésped del emperador francés hasta 1814.

Mientras tanto, comenzaron a difundirse en América las noticias de que su nuevo rey era el hermano de Napoleón. Durante todo el proceso emancipador, en una región tan vasta y tan variada como la América española, pocas cosas fueron unánimes, pero esta fue una de ellas: españoles y americanos de todas las procedencias sociales y económicas rechazaron abiertamente al nuevo monarca, al que vieron como otro hijo bastardo de la sacrílega Revolución Francesa. La mesa estaba puesta para lo que fue un prolongado proceso emancipador e independentista, dependiendo del periodo y del territorio al que nos estemos refiriendo. En cualquier caso, para el final de este proceso, 1824-25, el imperio español continental en América empezó a convertirse en una figura del pasado, la cual sería reemplazada por un conjunto de nuevos países soberanos. Sin embargo, el reconocimiento diplomático de estos países variaría mucho de un país a otro y, en todo caso, tomaría muchísimo tiempo. En una primera etapa, esta negación dependió, más que de cualquier otro factor, de la obsesión de Fernando VII por mantener su imperio en América y de la presión que ejerció en ese sentido sobre algunos de los más importantes gobiernos europeos de la época.

Como quedó dicho, la crisis hispánica y la caída del imperio español en América fueron detonadas por un acontecimiento europeo: la invasión napoleónica de la península ibérica, más concretamente, por la reacción del pueblo madrileño en mayo de 1808 y, más concretamente aún, por la difusión de las noticias de que Fernando, ahora ex-monarca, estaba recluido en Francia y de que el nuevo rey de España y de las Indias era el hermano mayor de Napoleón. Ahora bien, la cuasi permanente situación de guerra en el Viejo Continente, en el continente americano y en el Caribe a causa de los acomodos imperiales entre Inglaterra, Francia y España había creado un contexto que constituyó un “caldo de cultivo” en el que los acontecimientos mencionados pudieron convertirse en detonantes con relativa facilidad. A esta situación internacional deberían agregarse las consecuencias sociales en algunas partes de la América española de ciertas medidas que había adoptado la corona española y de las tensiones que provocaron en ciertos territorios entre criollos y peninsulares. Ambas cuestiones estaban vinculadas de modos no siempre evidentes a las reformas borbónicas; sin embargo, es importante insistir en que ni aquellas ni estas habían creado una situación revolucionaria o incluso prerrevolucionaria en los territorios americanos. Ni siquiera la consolidación de vales reales, que golpeó sobre todo al Virreinato de la Nueva España a partir de 1804, que a menudo es citada como una “causa” de la independencia de México. En cualquier caso, medidas como ésta resultan inexplicables si se olvida la subordinación política y económica crecientes de la monarquía hispana, concretamente del valido Manuel Godoy, ante el encumbramiento y creciente poderío de Napoleón Bonaparte.

En cualquier caso, una vez que las cartas comenzaron a caer no hubo forma de detenerlas; esto se debió, entre otras razones, al hecho de que entre 1808 y 1814 las tropas españolas se encontraban luchando contra el mejor ejército de su tiempo: el napoleónico. Desde la declaración de independencia de la Capitanía general de Venezuela a mediados de 1811 hasta la desintegración de lo que los historiadores llaman “Gran Colombia” en 1830, la guerra, la violencia y la inestabilidad política caracterizaron a casi todos los territorios hispanoamericanos. En términos ideológicos y constitucionales, ciertas regiones —tales como Venezuela y Nueva Granada— recibieron el influjo de algunos documentos, sobre todo constitucionales, del proceso independentista de las Trece Colonias. Sin embargo, este influjo fue mucho menor en otros territorios. En el caso del Virreinato de la Nueva España y a pesar de la contigüidad geográfica con las Trece Colonias, es claro que durante los primeros años del proceso de independencia los líderes políticos del virreinato novohispano sabían muy poco sobre las instituciones políticas de los Estados Unidos. Si podemos hablar de influencia viniendo desde del norte en el caso de ese virreinato, el más importante en varios sentidos del imperio español en América, tendríamos que esperar hasta el congreso constituyente mexicano de 1823.

Se puede sostener que en todos los territorios de la América española se combinó el pensamiento político y constitucional español con otros elementos, principalmente franceses. Sin embargo, debe señalarse que, para los españoles peninsulares y americanos, el enemigo era Napoleón; por ello, los autores y las ideas de origen frances debían camuflarse de una forma u otra forma. Al respecto, hace ya algún tiempo que los expertos en historia política e intelectual del mundo hispánico durante este periodo han abandonado la falsa dicotomía “Suárez o Rousseau”, que prevaleció durante mucho tiempo en la historiografía.[31] La razón principal es doble: en primer lugar, dicho dilema nunca existió en las mentes de la vasta mayoría de los líderes políticos e intelectuales públicos que intentaron analizar o explicar lo que estaba ocurriendo en la América española durante las primeras dos décadas del siglo XIX, y, en segundo término, la historia intelectual de las últimas décadas ha mostrado que tales dicotomías no tienen sentido, pues no solo no resultan iluminadoras, sino que más bien al contrario. Las ideas no son paquetes nítidos que se colocan en receptáculos (sea una persona, un grupo de políticos o una sociedad entera) y su transmisión siempre implica alteraciones y distorsiones de todo tipo, dictadas principalmente por las necesidades políticas del momento y por los dilemas prácticos que tienen que ser resueltos, de una forma u otra, en las diversas y atropelladas coyunturas históricas que caracterizan toda época revolucionaria.

El primer dilema político en el caso de las revoluciones hispánicas tuvo que ver con la ausencia del rey legítimo, Fernando VII. Su soberanía debía ser mantenida en depósito hasta que él pudiera recuperar su trono. Sin embargo, muchas posibilidades aparecían en el horizonte: una sola persona, una suerte de consejo privado, una junta, una reunión de representantes de ayuntamientos, de ciertas ciudades o de muchos territorios, etc. Sin embargo, ¿de dónde emanaría la autoridad con la que los potenciales “diputados” representarían a los habitantes de los ayuntamientos, las ciudades o territorios aludidos? Ésta y muchas otras cuestiones tuvieron que ser resueltas lo más pronto posible si los patriotas españoles deseaban evitar la literal desaparición del gobierno español mientras el rey se encontraba “prisionero” en Francia. Lo mismo puede decirse de los españoles americanos una vez que decidieron no aceptar el tipo de representación que la metrópoli trató de imponerles —primero una serie de juntas que proclamaron ascendencia sobre los territorios americanos, luego una Regencia y, finalmente, las Cortes de Cádiz.[32]

En cierto sentido, la representación era el quid de las revoluciones en el mundo hispánico, pero lo mismo puede decirse de otras revoluciones atlánticas. En referencia a los movimientos de independencia en las Trece Colonias, Gordon S. Wood escribe: “De todas las concepciones de la teoría política subyacentes a los desarrollos cruciales de la era revolucionaria estadounidense, ninguna fue más importante que la representación.” (Wood, 2008, 1). El hecho de que la expresión “no taxation without representation” se haya convertido en el lema del proceso de emancipación de las Trece Colonias me parece revelador a este respecto. Volviendo a las revoluciones hispánicas, hubo una cuestión que fue una de las protagonistas y al mismo tiempo una de las entidades más elusivas de la modernidad política durante la Era de la Revolución: la nación, así como el corolario que de ella desprendió el pensamiento de dicha era: la soberanía nacional. La nación fue fundamental en el caso de la Revolución Francesa, pero no había desempeñado un papel destacado en la independencia de las Trece Colonias. La visión sobre la nación que se impuso en Cádiz y que se plasmó en la constitución gaditana incluía a los indígenas en el cuerpo nacional al considerarlos ciudadanos. Esto era un paso inédito en la historia de Occidente desde el punto de vista de la relación metrópoli-colonias en lo que se refiere a la representación, aunque los representantes de Saint-Domingue en la Convención Nacional francesa es un precedente importante. Además, en lo relativo a la participación electoral, se puede afirmar que la constitución gaditana era la más abierta que se había redactado hasta entonces en Occidente.[33]

La aparente solución dada a la triple problemática nación-representación-ciudadanía en el caso del mundo hispánico por parte de los liberales españoles para mantener la unidad entre la España peninsular y la americana, fue el artículo primero de la Constitución de Cádiz: “La Nación Española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.” Por su parte, el artículo tercero estipulaba que la soberanía residía esencialmente en la Nación (con mayúscula en el original). En cuanto a la ciudadanía, era el artículo decimoctavo el que establecía que eran ciudadanos todos aquello españoles “que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios”. En otras palabras, los indígenas quedaban incluidos en la ciudadanía; no así, los negros y las castas, pues su origen último era africano.[34]

Fue en el puerto de Cádiz donde cerca de doscientos delegados de la Península y alrededor de sesenta de los territorios americanos se congregaron de 1810 a 1812 (y posteriormente hasta 1814) para redactar la primera constitución de la historia moderna de España y de la América española (aunque hay un par de precedentes hispanoamericanos en términos cronológicos). Este extenso documento de 384 artículos fue el resultado, más que de cualquier otra cosa, del esfuerzo, habilidad y visión política de un reducido grupo de hombres que se identificaban a sí mismos como “liberales”. Esta fue la primera ocasión en la historia en que un grupo de políticos se llamaban a sí mismos de esa forma y que así eran referidos por sus rivales políticos. De aquí, el término “liberal” se expandiría hacia otras partes de Europa y luego al resto del mundo.

Por supuesto, esta primera instancia del liberalismo español tuvo límites y ambigüedades —como cualquier otro liberalismo histórico—, pero la transformación política, social y cultural que implicó la Constitución de Cádiz para España y para su imperio americano vis-à-vis la historia española de los tres siglos anteriores fue de proporciones gigantescas.[35] En palabras de un estudioso inglés: “Aboliendo muchas de las instituciones del antiguo régimen —la censura de la prensa, la Inquisición, los privilegios de nobleza, las cargas feudales, los fueros, el tributo indígena, el trabajo forzado— estos constitucionalistas lanzaron un grito de ultraliberalismo que reverberó a lo largo de la América española por más de una década.” (Graham, 2013, 69). Debo agregar, sin embargo, que el artículo 12 de la Constitución de Cádiz rechazó explícitamente el ejercicio de cualquier otra religión que no fuera la católica; además, los fueros del clero y de los militares fueron mantenidos. Más importante para los españoles americanos es el hecho de que la Constitución no respondió a varias de sus peticiones más importantes en lo relativo a los niveles de autonomía política y comercial que exigían de tiempo atrás. Estas denegaciones por parte de los diputados peninsulares en las Cortes de Cádiz, que en aspectos fundamentales no abandonaron una visión económicamente colonialista sobre América (misma que, más allá de las declaraciones legales, era la que había imperado secularmente en la práctica), son esenciales para explicar la oposición que encontró el documento en varios territorios americanos y para comprender por qué un número considerable de españoles americanos no vieron la Constitución de 1812 como una solución a la crisis política que convulsionó al conjunto del mundo hispánico de 1808 en adelante.

Sin embargo, el esfuerzo de los liberales peninsulares y americanos, así como la transformación radical que este esfuerzo implicó en muchos aspectos, partiendo de la soberanía nacional e incluyendo los derechos individuales y disposiciones institucionales sin precedentes —división de poderes, sistema electoral, representación política moderna, etc.—, no rendiría frutos: en 1814, Fernando VII retornó al trono de España, disolvió las Cortes de Cádiz y reinstaló el absolutismo. La soberanía nacional, las libertades individuales, la división de poderes, las elecciones y el gobierno liberal que la Constitución de Cádiz pretendía garantizar fueron derribados de un día para otro. Es cierto que los liberales y el liberalismo volverían al poder en España entre 1820 y 1823. Sin embargo, una vez más, esta vez con apoyo del ejército francés y de la Santa Alianza, Fernando VII regresaría al trono español de la mano del absolutismo en 1823. Este absolutismo solo llegaría a su fin en España con su muerte, acaecida en 1833.

¿Qué pasaba con los movimientos emancipadores en la América española? La Constitución de Cádiz, que fue promulgada en marzo de 1812, fue aplicada en algunos territorios —entre ellos, los dos virreinatos más importantes: Nueva España y Perú—, pero otros la rechazaron. En todos los casos, sin embargo, la influencia de los acontecimientos políticos metropolitanos y de las ideas peninsulares sobre los movimientos emancipadores americanos es innegable.[36] Para 1812, estos procesos habían recorrido un largo camino en territorios como Venezuela y Nueva Granada; en otros, estaban muy cerca de declarar la independencia —por ejemplo, en Paraguay— o habían avanzado mucho en el sentido de manejarse autónomamente en términos políticos —el mejor ejemplo es el puerto de Buenos Aires. Como se mencionó, cada territorio en la América española vivió ritmos políticos particulares una vez que comenzó la llamada “crisis hispánica”. Las reacciones dependían de variables de muy distinta naturaleza, comenzando por la distancia de cada territorio respecto de la metrópoli. Otros factores importantes fueron las características étnicas de cada sociedad —no es extraño que las dos con poblaciones indígenas más numerosas, i.e., Nueva España y Perú, fueran las más reticentes a aceptar cualquier cambio político o social profundo—, la relación entre la capital de cada territorio y sus ciudades vecinas (Montevideo respecto de Buenos Aires, por ejemplo), la relación de ciertos territorios con la ciudad capital (la región que ahora es Paraguay vis-à-vis Buenos Aires o Lima, por ejemplo) y el tipo de economía predominante en cada territorio o al interior de cada uno, así como la índole de los vínculos económicos con la metrópoli.

En el caso de América Central, Jordana Dym, una autora que ha dedicado muchos años a analizar la transición de esta región del periodo colonial a la era independentista, concluye que esta zona del imperio español en América experimentó lo que ella denomina “una independencia de paradojas”: con una población indígena muy importante, no hubo revuelta indígena; la región no estuvo a favor de la independencia, pero tampoco era realista; participó con entusiasmo en los dos experimentos de monarquía constitucional que provenían de la metrópoli (1812-1814 y 1820-1821), pero luego estableció una república federal con el mismo entusiasmo (Dym, 2006, 18). Finalmente, con escasa interferencia externa durante el periodo independiente y con la ventaja de no haber sufrido una agitación social considerable o conflictos internos comparables a los de otras regiones, el Reino de Guatemala declaró su independencia en 1821, para integrarse de manera casi inmediata al imperio mexicano y para, finalmente, declarar su absoluta independencia en 1823. Al año siguiente fue creada la Federación de Centro América, una entidad política que tuvo una vida bastante corta (1824-1839) y que atravesó por la misma inestabilidad política que caracterizó al resto de la América española durante aquellos años, para finalmente desintegrarse en cinco países: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. La única excepción a la ya mencionada inestabilidad durante las primeras décadas del siglo XIX fue Paraguay. Esto se debió principalmente a la decisión de su padre fundador y dictador, Gaspar Rodríguez de Francia, de aislar al país del resto del mundo.

Para resumir los últimos dos párrafos, los movimientos de independencia hispanoamericanos fueron una serie de procesos políticos bastante peculiares y claramente distintos respecto a las otras revoluciones atlánticas. A pesar de lo anterior, también es cierto que, como es lógico esperar, había muchas características comunes entre los territorios hispanoamericanos (historia, lenguaje, religión, instituciones políticas, economía colonizada, etc.). De aquí que no pueda sorprendernos que ciertos resultados fueran muy similares; la inestabilidad política y el atraso económico, por ejemplo.

Como con cualquier otro proceso revolucionario, el otro elemento que no puede ser ignorado cuando intentamos explicar lo ocurrido en la América española durante la Era de la Revolución fue el papel que desempeñaron ciertos individuos en determinados momentos. El primer nombre que viene a la mente es por supuesto Simón Bolívar, pero José de San Martín, Miguel Hidalgo, Bernardo O’Higgins, Bernardo de Monteagudo, Antonio José de Sucre, José Artigas, José María Morelos, Mariano Moreno o Gaspar Rodríguez de Francia también jugaron papeles claves en ciertas coyunturas y por momentos determinaron el curso de los acontecimientos con sus acciones, sus decisiones y sus victorias, políticas o militares. Sin embargo, prácticamente ninguno de ellos (Rodríguez de Francia es la excepción que no confirma la regla) pudo dar a alguno de los nuevos países la estabilidad política que era indispensable para permitir algo que se pudiera considerar el “despegue” político y económico de sus respectivas naciones.

En este punto, el contraste con los Founding Fathers de los Estados Unidos es notable. Como es sabido, los primeros cinco presidentes de los Estados Unidos fueron Padres Fundadores de primera línea: Washington, Adams, Jefferson, Madison y Monroe. Este hecho, por sí mismo, dice mucho acerca de la continuidad y estabilidad que estos hombres, junto con muchos otros, pudieron crear entre el periodo revolucionario y las primeras décadas de vida independiente. Lo que ocurrió en la América española fue radicalmente diferente.[37] Sin embargo, no debe olvidarse que, para el momento en que las Trece Colonias comenzaron su guerra contra Inglaterra, ya habían tenido una experiencia de alrededor de siglo y medio con instituciones representativas. Este no fue el caso con el imperio español en América. Es cierto que existían ciertas instituciones representativas —aunque no en el sentido moderno—, pero eran muy distintas a las que habían funcionado durante siglo y medio en la América británica. Esta falta de experiencia política se volvería crucial una vez que las naciones de la América española comenzaron sus trayectorias como repúblicas, un sistema de gobierno que presupone una serie de valores, actitudes y prácticas que los hispanoamericanos tuvieron que improvisar.

Es también muy importante hacer notar que el liderazgo de los Founding Fathers fue una hazaña de habilidad política, sin duda, pero como ha planteado Gordon Wood, el mundo de igualdad política y de progreso económico que ellos contribuyeron a crear dio nacimiento a una sociedad democrática en la cual individuos socialmente destacados y extraordinarios en varios sentidos como ellos no tendrían mucho espacio para desarrollarse o, más bien, para incidir realmente sobre la política y sobre la sociedad del país surgido en 1783. De hecho, para el momento en que Alexis de Tocqueville llega a los Estados Unidos, en 1831, hombres como ellos se habían desvanecido de la escena pública (Wood, 2006). El presidente en esa época era nada menos que Andrew Jackson, quien lo sería hasta 1837 y que en la historia estadunidense pasa por ser el presidente que se identificaba y se vanagloriaba de identificarse con el common man.

Otro elemento que no puede ser ignorado es que las prolongadas guerras entre los españoles americanos y las tropas realistas crearon una casta militar que, una vez que finalizaron las guerras, no se quedaría quieta, ni satisfecha. De hecho, esta casta decidió jugar un papel público que tendría consecuencias nefastas para el desarrollo político de la región. Como ejemplo cabe mencionar que el primer presidente civil de Perú asumió el poder en 1872, esto es, medio siglo después de que el país logró la independencia. Una vez más, el contraste con los Estados Unidos no podría ser mayor. En palabras de Felipe Fernández-Armesto, autor de una de las contadas historias hemisféricas publicadas durante los últimos lustros: “Las guerras de independencia fueron, en síntesis, la creación de los Estados Unidos y la ruina de gran parte del resto del continente americano.” (Fernández-Armesto, 2003, 126)[38]

Hay un factor más que no puede ser ignorado cuando se intentan explicar las enormes dificultades que acosaron a los países de la América española después de la independencia y que contribuyen a explicar por qué los líderes independentistas no vieron cumplidos la mayoría de sus anhelos y de los objetivos que se plantearon durante la segunda y tercera décadas del siglo XIX: la situación económica internacional y, más específicamente, las condiciones comerciales bajo las cuales nacieron las naciones hispanoamericanas. Tal como escribe Fernández-Armesto: “Las economías de las colonias españolas fueron arruinadas por las guerras, que causaron largos y totales paros del comercio exterior, mientras que los estados del norte [de las Trece Colonias], disfrutando los beneficios de la protección de los navíos franceses y españoles, de hecho ganaron nuevos socios comerciales y multiplicaron sus embarques durante el transcurso de la guerra.” (Fernández-Armesto, 2003, 122-123).

Además, para el momento en que tuvieron lugar las independencias en la América española, los banqueros británicos eran los únicos capaces de otorgar a los nuevos países la liquidez que requerían para que sus economías se desarrollaran. Las tasas de interés y las condiciones de pago que estos banqueros impusieron a los nuevos gobiernos fueron tan onerosas que pronto fueron incapaces de pagarlas. Las consecuencias de largo plazo de la decisión de los banqueros británicos de, a partir de ese momento, no prestar dinero a los gobiernos del subcontinente caen dentro de la historia contrafactual, pero difícilmente puede considerarse una exageración decir que fue una de las principales razones para explicar la falta de estabilidad política de los nuevos gobiernos. Hasta cierto punto, durante las primeras décadas post-independientes el comercio de las naciones americanas dejó de ser una opción de desarrollo. Esto explica en parte por qué la tierra se consolidó como la principal fuente de riqueza, poder y prestigio social. En otras palabras, los años que pudieron haber significado el inicio del desarrollo económico de los países de la región fue, en varios aspectos, el peor de los tiempos posibles para varios de ellos.[39]

Los aspectos que he mencionado en los últimos párrafos tienen que ver con algunos de los resultados de los procesos revolucionarios que se dieron en la América española entre 1810 y 1825. Ya he señalado la variedad que caracteriza a estos movimientos y algunas de las diferencias entre ellos, pero es importante agregar que, con la excepción del Virreinato del Río de la Plata —donde la corona española nunca pudo enviar tropas durante todo el periodo revolucionario—, en el resto de la América española el resultado fue indeciso por muchos años. De hecho, alrededor de 1815, con el desembarco de más de 10,000 hombres en Tierra Firme después de la retirada de Napoleón de suelo español, parecía que el rey español podría recuperar la mayoría de sus territorios continentales en América. Sin embargo, desde 1816 en adelante, la marea viró de nuevo en la parte norte de la América meridional en favor de los patriotas. El principal responsable de este viraje fue Simón Bolívar. Apenas tres años después fundó Colombia —o “Gran Colombia” como la llaman los historiadores para distinguirla de la Colombia actual—, el más importante pero no el más ambicioso de sus proyectos políticos. A este respecto, el lugar de honor lo tiene la creación de una entidad diplomática panamericana simbolizada en un primer momento por el Congreso de Panamá de 1826; otro proyecto bolivariano que terminó en un rotundo fracaso.

Bolívar es mucho más conocido y a veces exclusivamente conocido como una figura militar y como un político. Sin embargo, también fue un hombre que poseía una gran perspicacia intelectual. De hecho, en mi opinión, fue el analista más agudo respecto a todo lo que estaba en juego en los movimientos hispanoamericanos de independencia y respecto a lo que significaba su obtención en condiciones como las de aquel momento histórico. Los cientos de documentos, oficiales y privados, que escribió o dictó durante su vida trataron los aspectos políticos y sociales más importantes detrás de un conflicto que era una guerra anti-metropolitana al mismo tiempo que una guerra civil y que terminó de maneras que él no solo desaprobaba profundamente, sino que en varios aspectos fueron la confirmación de sus peores pesadillas, como lo revelan algunas de sus misivas de los últimos años.

El breve documento conocido como la “Carta de Jamaica”, escrita en 1815, es sin duda el más famoso de sus textos, pero lo dicho anteriormente sobre su perspicacia para analizar los dilemas políticos y las dificultades sociales que plagaban los procesos de independencia de la América española es evidente en muchos otros documentos de “El Libertador.” Por lo demás, Bolívar había leído a los clásicos y conocía bien la historia antigua; también había leído a Maquiavelo y a numerosos autores de la Ilustración. En cualquier caso, su valor e importancia como pensador no dependen del conocimiento de tal o cual autor, sino que salen a luz cuando revisamos su modo de plantear muchas de las tensiones y ambigüedades políticas, sociales y culturales que caracterizaron lo acontecido en la América española durante la Era de la Revolución.[40]

En el norte del subcontinente, esto es, en el Virreinato de Nueva España, que era con diferencia el más poblado y rico de todos los territorios hispanoamericanos, las cosas se dieron de una manera muy diferente.[41] De hecho, como ha notado Richard Graham, el comienzo del movimiento emancipador en Nueva España “fue más similar a la rebelión de 1780 de Túpac Amaru en Perú que a cualquier otra de las luchas por la independencia en la América española” (Graham, 2013, 94). La insurrección la comenzó el cura Miguel Hidalgo la madrugada del 16 de septiembre de 1810 y terminó siendo un movimiento popular sin parangón con lo que había ocurrido solo unos pocos meses antes en América del Sur: primero en Caracas, en abril, luego en Buenos Aires, en mayo, luego en Santa Fe de Bogotá, en julio, y solo un par de días después del comienzo del movimiento de Hidalgo, en Santiago de Chile. En todas estas ciudades, los movimientos fueron liderados por las élites criollas. Ese, sin embargo, no fue el caso en la Nueva España. No porque Hidalgo y los otros líderes más importantes de la insurrección —Allende, Aldama, Abasolo y Jiménez— no fueran criollos, pues de hecho todos ellos lo eran. La razón fue que el levantamiento se salió rápidamente del control de dichas élites y, en cuestión de días, Hidalgo estaba al frente de un “ejército” de miles y miles de indígenas, mestizos, campesinos y trabajadores de todos los estratos sociales. Durante cuatro meses, Hidalgo “revolucionó” al virreinato, pero más desde una perspectiva social que política. De hecho, sus objetivos políticos no estaban muy claros y los historiadores mexicanos aún discuten si estaba luchando por cierta autonomía o por la independencia absoluta. Lo que estaba meridianamente claro era su intención de mantener intacta a la religión católica, de luchar contra las autoridades peninsulares del virreinato, de oponerse a la posibilidad de que éste cayera en manos de los (sacrílegos) franceses y, por último, de terminar con una serie de cargas, impuestos y tributos que, desde su punto de vista, estaban desangrando a los novohispanos para el solo beneficio de la corona española.

Hidalgo fue finalmente derrotado en enero de 1811, capturado en marzo y ejecutado en julio de ese mismo año. Sin solución de continuidad, otro cura, José María Morelos, mantuvo la lucha en contra de la metrópoli. A diferencia de Hidalgo, Morelos no solo tuvo clara conciencia desde un principio de la importancia de la legitimidad política del movimiento insurgente, sino que actuó en consecuencia. Además, a partir del último cuarto de 1812 se decantó por la independencia absoluta.[42] Después de varios sonados éxitos militares y de dotar al movimiento insurgente novohispano de un documento constitucional, el Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, también conocido como Constitución de Apatzingán, Morelos sufrió derrotas importantes desde las postrimerías de 1813. Finalmente, fue capturado en noviembre de 1815 y ejecutado al mes siguiente.

Desde ese momento, el Virreinato entró en una relativa calma en comparación con lo ocurrido entre 1810 y 1814. Sin embargo, los insurgentes nunca fueron totalmente derrotados y lograron seguir perturbando y preocupando a las autoridades españolas en algunas partes del territorio novohispano. El final del proceso emancipador en la Nueva España no llegaría sino hasta 1821 y de forma un tanto paradójica: Agustín de Iturbide, un teniente realista que había luchado con mucho éxito contra los insurgentes durante varios años, se enteró de los cambios políticos que estaban tomando lugar en España —i.e., el retorno de los liberales al poder. Por éste y otros motivos decidió que la Nueva España debía dejar de depender de las vicisitudes políticas de la metrópoli, con mayor razón si los liberales estaban otra vez al frente de la monarquía hispánica, pues desde mediados de 1820 las Cortes de Madrid estaban diseñando medidas y tomando decisiones que afectaban intereses de la Iglesia, del ejército y de los terratenientes del Virreinato; en suma, iban en contra del tipo de sociedad que Iturbide tenía en mente y que le interesaba preservar.

Después de reuniones, secretas y públicas, con numerosos líderes políticos, con algunos miembros de la jerarquía católica, y con Vicente Guerrero, el líder insurgente más importante que seguía luchando contra los realistas, Iturbide logró materializar la independencia de Nueva España en septiembre de 1821 de una forma poco violenta (sobre todo si se compara con lo sucedido en América del Sur); así nació México. La posición social de Iturbide, su carrera militar, su visión política eminentemente conservadora y su despreocupación respecto a la situación social de la vasta mayoría de los habitantes de Nueva España, colocan la consumación del proceso emancipador de Nueva España en claro contraste con el movimiento que Hidalgo había comenzado once años antes y que Morelos había continuado. También fue un proceso peculiar cuando se le compara con algunos de los movimientos que tuvieron lugar en América del Sur, no solo porque en ninguno de ellos los sacerdotes jugaron el rol de liderazgo que tuvieron Hidalgo y Morelos en Nueva España —este aspecto ayuda a explicar su enorme magnetismo con las clases populares, así como la connotación de guerra religiosa que tuvo el movimiento emancipador o independentista novohispano desde el principio—, sino también porque, como quedó apuntado, en algunos de esos territorios la independencia tuvo que obtenerse de manera violenta hasta el final. En cualquier caso, para finales de 1821, el único territorio en el continente americano donde la corona española aún poseía cierto grado de control era una parte del Virreinato del Perú. Es cierto que las tropas españolas lograron recuperar el control de Lima luego de la declaración de independencia de José de San Martín en 1821. Sin embargo, tres años después, en diciembre de 1824, bajo el mando de Sucre, las tropas de Bolívar derrotaron al ejército español en la famosa batalla de Ayacucho. El nuevo país se llamó oficialmente “República del Perú”. Las posesiones continentales españolas en América no existían más, con la excepción de algunos fuertes en ciertas ciudades portuarias, los cuales no podían ser tomados por los ejércitos patriotas, pues ni uno de los nuevos países poseía lo que pudiera denominarse propiamente una “armada”. En cualquier caso, en el curso de un par de años, todos estos fuertes cayeron en manos hispanoamericanas.

Paso ahora al caso brasileño. Como una especie de reacción a la interpretación prevaleciente durante casi dos siglos, de algunos años a la fecha ha existido una tendencia en la historiografía latinoamericana a estudiar el proceso emancipador brasileño como parte de los movimientos revolucionarios de la América hispana (o, más bien, ibérica) o de las revoluciones hispánicas. Es cierto que en territorios como la región fronteriza entre Brasil y el Virreinato del Río de la Plata no hay forma de estudiar su historia durante el periodo independentista sin considerar al imperio portugués como un actor central y también es cierto que el estudio de la emancipación brasileña sin referencias a la América española tiene importantes desventajas y lagunas considerables.[43] A pesar de ello, desde mi punto de vista la inclusión del caso brasileño dentro del estudio de los movimientos de independencia hispanoamericanos se mantiene como una cuestión abierta.

La razón principal es que, a pesar de ciertas similitudes, también existe un número importante de diferencias significativas. En palabras de Jeremy Adelman: “Cuando Brasil se separó de Portugal, el proceso fue recibido con menos resistencia; el corte entre revolución y contrarrevolución fue mucho menos sangriento —incluso difícil de ubicar.” (Adelman, 2006, 36) De hecho, como claramente demuestra la sección que Mark A. Burkholder y Lyman L. Johnson dedican a las secuelas de la independencia en su libro sobre la América ibérica colonial, persistieron significativos contrastes entre la América española y Brasil después de la independencia, tanto en términos políticos como sociales y económicos (Burkholder y Johnson, 2001, 343-353). Estos contrastes provienen de un punto de partida que fue dramáticamente diferente: “Brasil, habiendo sido capital del imperio portugués entre 1808 y 1821 y habiendo obtenido la independencia bajo el liderazgo del príncipe regente en 1822, evitó la mayoría de las dislocaciones económicas y sociales que probaron ser tan costosas para sus vecinos.” (Burkholder y Johnson, 2001, 343-353). Un tratamiento por separado o diferenciado del caso brasileño tiene entonces varios y poderosos argumentos a su favor; esta es la opción por la que me decidí en este ensayo.

Antes de hacer referencia a la crisis española e iberoamericana que provocó la invasión napoleónica de 1808 en todo el mundo hispánico es importante mencionar que los contrastes entre el imperio portugués y el imperio español en América vienen del periodo colonial. Un experto en este campo, Bartolomé Bennassar, identifica cuatro diferencias principales: 1) Brasil evidenció un muy lento proceso de poblamiento; 2) demográficamente hablando, la población indígena era relativamente escasa y desde el siglo XVII en adelante la población negra se volvió con diferencia la más considerable; 3) la evolución económica de Brasil siguió una serie de ciclos claramente diferenciados (madera, azúcar, oro y café) y, finalmente, 4) la estructura política era más frágil y menos efectiva en términos de control político que la de sus contrapartes hispanoamericanas. (Bennassar, 1996, 269-271). Si a este último punto agregamos la omnipresencia y el papel crucial que la esclavitud desempeñó en la sociedad y en la economía brasileñas a lo largo del siglo XVIII, tenemos un escenario que para principios de la centuria siguiente es muy distinto del que existía en el mundo hispanoamericano.

Hay un solo hecho histórico que, por sí solo, podría justificar un tratamiento por separado del proceso emancipador brasileño: en noviembre de 1807, justo antes de que las tropas napoleónicas arribasen a Lisboa para tomar posesión de la ciudad, el príncipe regente João, de la Casa de Braganza, toda la familia real y la corte en su práctica totalidad pudieron escapar hacia Brasil por vía marítima protegidas por la armada británica; convirtiendo así a Río de Janeiro en la capital del imperio portugués. El príncipe regente se convertiría en João VI, rey de Portugal en 1816, mientras se encontraba aún en Brasil, y se quedaría allí hasta 1822. Esto significa que, en el caso del imperio portugués, durante catorce años cruciales, la Era de la Revolución fue vista principalmente desde América, no desde la metrópoli europea. Durante este periodo, que fue esencial para el mundo hispánico y atlántico desde una perspectiva revolucionaria, la corona portuguesa pudo mantener un gobierno legítimo en Brasil gracias a la presencia del rey en su territorio (compárese esta situación con el cautiverio de Fernando VII en suelo francés).

Lo anterior también significó que el imperio portugués en América permaneció unido a lo largo de todo el proceso de las independencias hispanoamericanas. Durante esos años no hubo intención por parte de los brasileños de volverse independientes. De hecho, la palabra “independencia” debió haber resultado extraña para muchos de ellos considerando que su rey estaba en suelo americano durante esos años. Es más, cuando João se convierte en rey en 1816, su título fue rey de Portugal, Brasil y el Algarve; esto es, justo en medio de las guerras de independencia en la América española, la ex-colonia brasileña adquirió un estatus político que los brasileños nunca habían soñado. En 1822, la situación revolucionaria en Portugal, que se había visto contagiado por la revolución liberal española, forzó a João VI a regresar a la metrópoli. Este fue el acontecimiento que precipitó la independencia brasileña. El hijo mayor del rey, Pedro, decidió quedarse en Brasil y muy pronto se dio cuenta que considerando la situación política en Portugal —con los liberales tratando de reinstalar el poder metropolitano sobre Brasil—, la independencia era la mejor opción. Pedro declaró la independencia en septiembre de 1822; tres meses más tarde, se convirtió en Pedro I, Emperador de Brasil. Como ha señalado Stefan Rinke, el origen de la nueva monarquía brasileña puede interpretarse como una reacción a la revolución liberal portuguesa (Rinke, 2011, 319).

Cuando llegó la independencia, no fue porque los brasileños la anhelasen o buscasen, a pesar de que ciertos grupos temían que la partida del rey João creara una inestabilidad política con consecuencias imprevisibles. No fue así. Si la independencia se dio en 1822 fue debido a la situación política en Portugal, al retorno de la corte a Lisboa y, sobre todo, a las decisiones que se estaban tomando en la metrópoli respecto a Brasil. Cuando Pedro se dio cuenta de que las élites brasileñas nunca volverían a la situación previa (de sujeción colonial), optó por la independencia. En palabras de Leslie Bethell, un reconocido historiador inglés: “Una vez tomada la decisión, la independencia brasileña se estableció en forma relativamente rápida y pacífica, en contraste con Hispanoamérica, donde las luchas por la independencia fueron en su mayor parte prolongadísimas y violentas.” (Bethell, 1991, 202)

La situación descrita y el hecho de que la mente maestra detrás del proceso de independencia fuera el hábil político conservador José Bonifacio de Andrada e Silva, explican las siguientes palabras del mismo autor: “El paso de colonia a imperio se caracterizó por un grado extraordinario de continuidad política, económica y social...Se había efectuado una revolución conservadora.” (Bethell, 1991, 202). Bethell concluye que de las repetidas derrotas que sufrieron tanto el liberalismo como el republicanismo en Brasil entre 1789 y 1824, dicho paso se puede definir como una “contrarrevolución” (Bethell, 1991, 202). En relación con este punto y como podría esperarse, el cambio que la historiografía brasileña ha sufrido en las últimas décadas, sobre todo desde la historia social y cultural, ha tenido como una de sus consecuencias el reforzamiento de la así llamada “tesis continuista” (Schwartz, 2011, 98-131). Para algunos autores, como Jeremy Adelman, lo mismo se puede decir sobre la historiografía latinoamericana contemporánea que se ocupa de las independencias de la región.[44]

Cuando observamos las condiciones sociales en Brasil, el principal aspecto a considerar es, evidentemente, la esclavitud, la cual no solo fue mantenida después de la independencia, sino que continuó existiendo hasta 1888. El número de esclavos en Brasil al comenzar el siglo XIX puede variar mucho según la fuente, pero no eran menos de un millón y medio. La esclavitud no solo persistió después de que Brasil obtuvo su independencia en 1822, sino que continuó incrementándose permanentemente hasta 1850, cuando alcanzó una cifra cercana a los tres millones de esclavos. Aunque cabe apuntar que Pedro I ordenó la abolición de la trata de esclavos en 1831. Por sí misma, la continuación de la esclavitud significó la persistencia de la sociedad corporativa tradicional de los tiempos coloniales. Otro aspecto que contribuyó a su persistencia fue un aspecto ya mencionado: el proceso brasileño fue mucho menos violento —con muy pocas excepciones— que sus equivalentes en la América española. Una de las consecuencias más importantes de este aspecto de la independencia brasileña fue que los militares no jugaron el rol político que tuvieron durante décadas —si no es que siglos— en la América española, una vez terminadas las independencias. La relativa estabilidad política del imperio brasileño tiene aquí una de sus principales explicaciones. Los otros dos aspectos que contribuyeron a las continuidades que pueden identificarse entre el Brasil colonial y el independiente tienen que ver con las bajas tasas de alfabetismo y con la falta de lo que podría considerarse una “opinión pública” brasileña —no había una sola imprenta en Brasil antes de 1808 y ni una sola universidad. Es cierto que la imprenta llegó con el rey en 1808 y, por supuesto, esto cambió la situación radicalmente en términos de los documentos publicados, diseminados, comentados y discutidos; sin embargo, el contraste en ambos aspectos con la América española es, una vez más, muy notable.[45]

La presencia física, primero de la corte y luego de João VI en Brasil, así como el hecho de que el rey se entendió bien con la inmensa mayoría de los criollos brasileños propietarios creó una situación que contrasta con la inestabilidad que caracterizó a casi todos los territorios de la América española de 1810 en adelante. En Brasil, las viejas estructuras coloniales fueron mantenidas en su lugar después de la independencia y el desarrollo económico fue garantizado por una fuerza esclava que, como mencioné, siguió creciendo hasta prácticamente la segunda mitad del siglo XIX. Este factor es esencial para explicar la relativa estabilidad social que caracteriza a Brasil cuando se le compara con el conflicto social que definió a las sociedades de la América española durante las primeras décadas de vida independiente. Sin embargo, hubo un par de movimientos sediciosos de corte republicano en Brasil mucho antes de la independencia; más específicamente, uno en Minas Gerais en 1789 y otro en Salvador de Bahía en 1798. El más importante de los que tuvieron lugar una vez que la monarquía se instaló en Rio de Janeiro ocurrió en Pernambuco en 1817. Sin embargo, fracasó sin haber puesto a la monarquía en serios problemas.

De hecho, el liberalismo y el republicanismo fueron derrotados una y otra vez en Brasil entre 1821 y 1823; una vez más en 1824, cuando Pedro I emitió su propia constitución —no la que un congreso constituyente había elaborado. Una de las lecciones que pueden desprenderse de las repetidas victorias de los conservadores durante este periodo de la historia brasileña, y como Pedro I mismo aprendería muy pronto, fue que en Brasil era imposible oponerse a los grandes terratenientes criollos que constituían la clase propietaria. Cuando abdicó en 1831, Pedro I dejó a su hijo Pedro, de cinco años, como regente. Se puede decir que desde ese momento en adelante, la historia de Brasil fue completamente brasileña, en el sentido de que Pedro I había sido un rey portugués que durante su reinado tuvo a portugueses como sus principales oficiales militares, consejeros y burócratas. En cualquier caso, cabe señalar que el principal tutor de Pedro II fue el ya mencionado De Andrada e Silva. Pedro II se convirtió formalmente en emperador de Brasil en 1840, disfrutando de un larguísimo reinado, hasta 1889, el año en que Brasil se convirtió en república.

El hecho de que un territorio inmenso como Brasil no viviera convulsiones mayores durante la Era de la Revolución es un hecho que dice mucho sobre la legitimidad de la monarquía brasileña y del control que los propietarios brasileños pudieron ejercer, en general, durante la transición de los tiempos coloniales a los independientes. Este control, cotidianamente bárbaro y brutal cuando era desafiado, fue esencial no solo para mantener a la economía brasileña funcionando, sino, al mismo tiempo, asegurar la continuidad de la sociedad colonial y la estabilidad de la política brasileña. Una vez más, el contraste con lo sucedido en la América española es muy marcado. En cualquier caso, los elementos considerados en los últimos párrafos ayudan a explicar por qué Brasil alcanzó la segunda mitad del siglo XIX con un prestigio del que los países de la América española no solo carecían, sino que estaban lejos de obtener. En el caso de México, por ejemplo, fue justamente antes de promediar la centuria que este país perdió más de la mitad de su territorio a causa de una invasión estadunidense que, una vez iniciada, se vio claramente beneficiada por el desbarajuste político que arrastraba el país desde la independencia y por la falta de cohesión nacional. Sin ignorar la ya mencionada omnipresencia de la esclavitud, el célebre historiador argentino Tulio Halperin afirma que para ese momento histórico, Brasil era “el ejemplo político más exitoso” en Iberoamérica (Halperin Donghi, 1985, 134).

III. Independencias y revoluciones en el continente americano durante la Era de la Revolución: los límites de la causalidad y de la conectividad

La complejidad de la historia política de la Era de la Revolución en el continente americano ha sido solo vislumbrada en las páginas precedentes. Los orígenes, motivos, desarrollos, desenlaces y consecuencias de la independencia de las Trece Colonias, la revolución de Saint-Domingue, los procesos emancipadores e independentistas en los territorios que constituyeron el imperio español en América y, finalmente, la transición brasileña de colonia a imperio, fueron contrastantes en tantos aspectos que es difícil encontrar criterios generales para explicarlos en conjunto, a pesar de las similitudes que se desprenden de las prolongadas rivalidades comerciales y militares de los imperios europeos, de la filiación ilustrada de ciertas ideas y de varios principios políticos generales que compartieron.[46] Dependiendo del campo de estudio y de la perspectiva que cada historiador adopte, la palabra “revolución” puede resultar cuestionable cuando se aplica a todos ellos de forma indiscriminada. Algo que, por lo demás, no debería sorprendernos; como escribió Crane Brinton hace casi ochenta años en la primera oración de su clásico libro The Anatomy of Revolution: “Revolución es una de las palabras más fluctuantes” (Brinton, 1965, 3)

Posteriormente, pero aún muy lejos del presente, Hannah Arendt analizó el significado de la palabra “revolución” en el primer capítulo de su libro On Revolution. Arendt hizo su análisis basándose solamente en dos procesos: el de las Trece Colonias y la Revolución Francesa. Tan iluminador como es su libro en muchos aspectos, es la misma Arendt la que nos vuelve cautos respecto de una definición de “revolución” que satisfaga plenamente incluso los dos casos por ella estudiados. Por ejemplo, lo que ella llama “la cuestión social” fue un aspecto central de la Revolución Francesa, pero, en sus propias palabras, “difícilmente desempeñó algún rol en el curso de la revolución norteamericana”. (Arendt, 1963, 17). Siguiendo la línea de Arendt, las revoluciones hispanoamericanas no compartieron con sus predecesoras varios elementos, entre ellos, el sentido de que algo completamente nuevo estaba comenzando y el sentimiento de algunos actores de inaugurar una nueva era para la humanidad. En parte por razones puramente cronológicas, todos estos elementos no podían estar presentes en los movimientos independentistas hispanoamericanos; no al menos con las connotaciones que estos elementos tuvieron en las revoluciones norteamericana y francesa. Respecto a los tres movimientos estudiados por Lester D. Langley en su libro The Americas in the Age of Revolution —la independencia de las Trece Colonias, la Revolución Haitiana y las revoluciones hispanoamericanas—, su conclusión es inequívoca: “Ninguna de las tres revoluciones que he revisado responde suficientemente a ninguna de las teorías imperantes sobre la revolución identificadas en el ámbito de la historia o en las ciencias sociales de manera que expliquen por qué ocurrieron o por qué siguieron un curso particular.” (Langley, 1996, 285).

Si cualquier esfuerzo por definir rígidamente el concepto de “revolución” está condenado al fracaso, no es un ejercicio ocioso intentar identificar algunos aspectos de las disrupciones políticas, militares y sociales que tuvieron lugar en el continente americano durante la Era de la Revolución que pueden ayudarnos a explicar en qué sentido o medida pueden ser considerados “revolucionarios”. Todos estos movimientos tuvieron como su más importante consecuencia la adquisición de la independencia política. Los Estados Unidos, Haití y ocho países en Iberoamérica vieron la luz entre 1783 y 1824. Esta independencia fue revolucionaria en sí misma, sin duda, pero su carácter fue eminentemente político. Como señaló Arendt respecto de la revolución norteamericana y como tantos historiadores latinoamericanistas han señalado sobre la independencia política de Paraguay, Argentina, Chile, Colombia, Perú, México, Centro América y Brasil (si consideramos 1824 como fecha de cierre), esta revolución política no tuvo un equivalente social. En el caso de Estados Unidos, la persistencia de la esclavitud fue el más flagrante ejemplo del marcado moderantismo social, por llamarlo así, que, con distintas connotaciones, caracterizó a la Era de la Revolución en el continente americano. Sobre Brasil cabría plantear exactamente lo mismo. En el caso de la América española y a pesar de la importante contribución de los esclavos en varios procesos emancipadores a la victoria de los patriotas, la independencia llevó a la abolición de la esclavitud en el corto plazo en solamente dos países, Chile (1823) y México (1829), que contaban con el porcentaje más bajo de esclavos.[47] En el resto de la América española, la esclavitud fue abolida hasta mediados del siglo. En Estados Unidos llegaría hasta la séptima década del siglo XIX y, como es sabido, le costaría al país una de las guerras más sangrientas de la centuria (1861-1865). Como quedó dicho cuando traté el caso de Brasil, la esclavitud fue abolida en ese país hasta 1888.

La revolución política que transformó al continente americano durante la Era de las revoluciones giró sobre una serie de principios que compartieron casi todos los movimientos revolucionarios: soberanía nacional, derechos y libertades individuales, división de poderes, elecciones y constitucionalismo, por nombrar los más importantes. Sin embargo, no es la recurrente y ahistórica noción de que muchos grupos sociales fueron excluidos de estos principios lo que viene a la mente —si el periodo 1775-1825 es el eje cronológico de este ensayo, no hubiera podido ser de otra forma—, sino la idea mucho más interesante y digna de estudio de que estos principios tuvieron diferentes connotaciones y énfasis dependiendo de las necesidades políticas y de la configuración de cada sociedad. Esto es inevitable cuando consideramos la historia de cada región, las diversas situaciones sociopolíticas, las distintas condiciones económicas y los siempre cambiantes contextos de debate, que pueden variar con una notable rapidez incluso dentro de un mismo proceso revolucionario.

Algunas ideas políticas pueden parecer muy longevas y en apariencia algunos términos políticos pueden no variar mucho a través de las décadas, pero hoy en día los historiadores intelectuales son mucho más cuidadosos con estas supuestas “continuidades”, con la pretendida influencia de un autor sobre otro o de una revolución sobre otra. Establecer conexiones entre revoluciones es mucho más desafiante intelectualmente de lo que sugieren algunos autores que se inscriben dentro de la historia atlántica o, más aún, dentro de la historia global, tan de moda en la actualidad. Una vez que nos adentramos en un proceso revolucionario concreto es muy importante dar un peso apropiado a las circunstancias específicas que llevaron a esa situación revolucionaria y ser cautos cuando se establecen líneas de causalidad entre revoluciones o entre autores y libros, por un lado, y prácticas políticas por otro, como algunos cultivadores de la historia atlántica y de la historia global son proclives a establecer.[48] No solamente porque, en general, las circunstancias inmediatas y los contextos sociopolíticos son decisivos en términos heurísticos, sino también porque las pretendidas influencias doctrinales e ideológicas responden con relativa frecuencia a una forma de abordar la historia que tiende a simplificar autores, libros e ideas, así como las peculiaridades del proceso revolucionario bajo estudio; con frecuencia en aras de encontrar paralelismos, similitudes, continuidades o secuencias.

La revolución de las Trece Colonias ha sido vista generalmente como un ejemplo que fue seguido e incluso imitado por los revolucionarios franceses. Esto es verdad en cierta medida, pero cada caso deber ser analizado, contrastado y matizado. Por otra parte, es claro que la Revolución Haitiana es inconcebible sin la Revolución Francesa, pero, como este ensayo ha planteado, la primera no fue un movimiento de independencia sino hasta muy tarde y, además, la influencia del proceso revolucionario francés sobre ella es bastante ambigua por momentos e incluso en ciertos aspectos políticos fue contradictoria con algunos de los principios de la revolución de 1789. Sobre las conexiones entre la Revolución Haitiana y los movimientos hispanoamericanos de independencia y por razones evidentes desde una perspectiva social, que ya fueron referidas, casi todos los líderes de estos movimientos, criollos en su mayoría, consideraron a la insurrección haitiana como algo que debía ser evitado a toda costa. En este punto, la revolución social que tuvo lugar en Saint-Domingue parece haber desempeñado un papel similar al que tuvo la rebelión de Túpac Amaru de 1780-1781 para las élites criollas peruanas: reforzó su conservadurismo. Respecto a este asunto, también debe agregarse que los historiadores de los movimientos independentistas hispanoamericanos tienden a estar de acuerdo en que si hubo un grupo social que no solo no obtuvo ventajas palpables de la independencia, sino que salió desfavorecido de estos procesos, fue la población indígena. Algo similar se puede decir acerca de las poblaciones autóctonas norteamericanas: “Quien haya sido que ganó la revolución norteamericana, los historiadores concuerdan con que las naciones nativas norteamericanas fueron las principales perdedoras.” (Bernstein, 2009, 23)

Para algunos historiadores, el debate acerca de los procesos independentistas en la América española cae tarde o temprano en el interminable debate sobre las revoluciones que “fracasaron”. Jeremy Adelman lo plantea de esta manera: “Ha habido, con seguridad, una fuerte percepción entre muchos de que la independencia fue un momento fallido en el cual las naciones intentaron pero no lograron cohesionarse, y más recientemente, en el que las libertades políticas nunca tuvieron los efectos sociales igualadores que muchos historiadores, especialmente los más radicales, inscriben dentro del significado del término ‘revolución’.” (Adelman, 2011, 175-176). Desde la mirada del siglo XXI, esta línea de razonamiento puede resultar ahistórica, pero eso, en mi opinión, no disminuye su valor historiográfico si el tema es tratado con rigor. En todo caso y como es bien sabido, algunos de los países más desiguales del mundo están en América Latina. Aún más llamativo resulta el hecho de que países con economías tan grandes como Brasil o México tengan niveles de desigualdad muy elevados. De hecho, son dos de los países emergentes más desiguales del mundo.

Que la Era de la Revolución en el continente americano fue revolucionaria en muchos aspectos es casi una perogrullada. Pero cuando las continuidades parecen haber sido tantas y tan intensas en algunos aspectos, no es sorprendente que los historiadores aún discutan sobre la naturaleza o magnitud de ese carácter revolucionario que se le adjudica con frecuencia a dicha era en su conjunto. Aquí, como en todo tema histórico, hay que irse con tiento respecto a las generalizaciones, tratar de hilar fino y evitar caer en discusiones puramente terminológicas o nominalistas. El debate, sin embargo, puede ser fructífero, no solo considerando los niveles de desigualdad social que imperan hoy en América Latina, sino también del hecho de que las revoluciones del siglo XX en la región (la mexicana y, sobre todo, la cubana) le dieron al término “revolución” una connotación muy fuerte, muy intensa, radical. A este respecto, con frecuencia se olvida una evidencia: las revoluciones hispanoamericanas tuvieron lugar durante el primer cuarto del siglo XIX y, por tanto, no cabe esperar de ellas lo que, en cierto sentido, no “podían” ser.

Lo expresado en el párrafo anterior no ignora que en aspectos tan importantes como la legitimidad política, las elecciones, la opinión pública y la cultura política, la independencia significó una transformación radical. La cual fue palpable en ciertas instituciones, actitudes y conductas que eran prácticamente desconocidas en las sociedades de Antiguo Régimen. Al respecto, no es necesario agregar que muchas prácticas políticas, sociales y económicas tomaron mucho tiempo para pasar de las constituciones y la legislación secundaria al “mundo real” de las sociedades latinoamericanas. Por otro lado, más allá de consecuencias sociales inmediatas que se pueden considerar magras desde el mirador actual, en algunos aspectos las revoluciones de independencia trastornaron irreversiblemente las jerarquías sociales.

Transferencias y entrelazamientos de diferente tipo tuvieron lugar en el continente americano durante la Era de la Revolución, de eso no cabe duda; sin embargo, la extensión geográfica, las insuficiencias técnicas, las limitaciones en el transporte y las barreras lingüísticas debieran volvernos más cautos cuando intentamos dar a esas transferencias y a esos entrelazamientos una intensidad que difícilmente podía ser de la magnitud que algunos autores sugieren. La historiografía occidental de las últimas décadas ha mostrado que en el pasado los niveles de comunicación hemisférica eran más elevados de lo que solíamos pensar. El resultado ha sido una “Era de la Revolución” que gana en dimensión atlántica y global, sin duda, pero que, al mismo tiempo, tiende a diluir las singularidades de cada proceso estudiado y establece interconexiones de una magnitud que, en mi opinión, no debería ser aceptada acríticamente. Se olvida a menudo que los obstáculos, las limitaciones y las barreras eran considerables; infranqueables de hecho, para la inmensa mayoría de los habitantes del continente americano a fines del siglo XVIII y principios del XIX.

Es sabido que sin cierto nivel de generalización la labor historiográfica es prácticamente imposible. Sin embargo, también puede argumentarse que las revoluciones y las situaciones políticas excepcionales que ellas generan son renuentes, por decirlo así, al tipo de generalizaciones y conexiones que son parte metodológica fundamental de ciertos abordajes historiográficos que tienen mucha resonancia hoy en día, sobre todo a partir de universidades estadounidenses e inglesas.[50] Algunas de las propuestas y nociones más importantes de la historia intelectual de las últimas décadas nos dan elementos para ser escépticos respecto a varios de los presupuestos, secuenciales y homogeneizadores (en última instancia), así como de las causalidades que estos abordajes a menudo plantean. Abrir la lente historiográfica tiene muchas ventajas, sin duda, pero creo que una apertura cada vez mayor de la misma no debería ser un axioma, sino una hipótesis de trabajo, cuyas ventajas se demuestran (o no) de acuerdo a luz que arroje (o no) sobre el objeto de estudio.[51]

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Notas

[1] Este ensayo historiográfico fue publicado originalmente en inglés con el título “Independence Movements in the Americas during the Age of Revolution”, Forum for Interamerican Research (Universidad de Bielefeld), n. 11, 2018, pp. 47-79 (http://interamerica.de/current-issue/brena/). La traducción original fue hecha por Valentín Magi para la cátedra Historia Argentina I, de la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Rosario, cuya titular es Marcela Ternavasio. Agradezco a Valentín y a Marcela su esfuerzo y su interés, respectivamente. Esta traducción fue revisada por mí; aproveché para hacer múltiples modificaciones y añadidos, tanto de forma como de contenido, así como diversas actualizaciones bibliográficas. Esta versión, por tanto, es muy distinta de la publicada en inglés. En breve, este ensayo aparecerá como primer capítulo de mi libro Liberalismo e independencia en la Era de las revoluciones (México y el mundo hispánico), una antología que será publicada por El Colegio de México en este 2021.
[2] Uno de los primeros en usar la expresión fue John Adams, el revolucionario norteamericano, pensador político y luego presidente de los Estados Unidos, quien en una carta escrita en 1815 se refería a los acontecimientos políticos y sociales que tuvieron lugar en varias partes de Europa y América entre 1775 y 1815 como una época a la podía denominarse “the age of revolutions”. Esto lo aprendí de uno de los contadísimos ejercicios comparativos que se han escrito sobre las ideas políticas de la independencia de las Trece Colonias y las de los procesos independentistas hispanoamericanos: Simon, J. (2017), The Ideology of Creole Revolution (Imperialism and Independence in American and Latin American Political Thought, Nueva York, CUP (la expresión en p. 4).
[3] Sobre los vaivenes políticos y territoriales centroamericanos durante este periodo y toda la primera mitad del siglo XIX, véase Dym, J. (2013), “Declarar la independencia: la evolución de la independencia centroamericana, 1821-1864”, en Las declaraciones de independencia (Los textos fundamentales de las independencias americanas), Alfredo Ávila, Jordana Dym y Érika Pani (coords.), México, El Colegio de México. Sobre la primera independencia guatemalteca o centroamericana y su fugaz vinculación al imperio mexicano, véase Avendaño, X. (2001), “El gobierno provisional en el reino de Guatemala, 1821-1823”, en La independencia de México y el proceso autonomista novohispano 1808-1824, Virginia Guedea (coord.), México, UNAM.
[4] Sobre esta cuestión, véase Crespo, H., Kozel, A. y Betancourt, A. (2018) (coords.), ¿Tienen las américas una historia común? (Herbert E. Bolton, las fronteras y la “Gran América”), México, UAEM/CICSER.
[5] Sobre este tema, véase la introducción de Torres Puga, G. (2010), Opinión pública y censura en Nueva España (Indicios de un silencio imposible, 1767-1794), México, El Colegio de México.
[6] A este respecto hay una excepción muy notable: la interpretación que Jonathan Israel ha hecho sobre la Ilustración en los cuatro volúmenes que ha dedicado al tema; especialmente en los dos últimos: Israel (2012), Democratic Enlightenment (Philosophy, Revolution, and Human Rights, 1750-1790), Nueva York, OUP, e Israel (2019), The Enlightenment that Failed (Ideas, Revolution, and Democratic Defeat, 1748-1830), Nueva York, OUP. Hice una crítica de esta interpretación en el artículo: Breña (2018), “El debate actual sobre la Ilustración y la América española (Discutiendo a Jonathan Israel)”, publicado originalmente en Revista de Occidente, n. 445, y que, en una versión ampliada, constituye el capítulo 8 de Las revoluciones hispánicas y la historiografía contemporánea (Historia de las ideas, liberalismo e Ilustración en el mundo hispánico durante la Era de las revoluciones), Bruselas-Berlín, P.I.E. Peter Lang, 2021. Pocos estudiosos han reparado en que esta interpretación de Israel significa el retroceso a una relación causal más que dudosa y que, aparentemente, había sido ya superada.
[7] Sobre este tema, escribí el artículo: Breña (2020), “Las ambigüedades del pensamiento político rousseauniano y el debate sobre su ‘influencia’ en varios protagonistas de las independencias hispanoamericanas”, en Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, n. 26. Una versión ligeramente distinta, constituye el capítulo 9 del libro Breña (2021), Las revoluciones hispánicas y la historiografía contemporánea, Bruselas-Berlín, P.I.E. Peter Lang. Sobre la moderación de la Ilustración hispanoamericana, véase Breña y Torres Puga (2019), “Enlightenment and Counter-Enlightenment in Spanish America (Debating historiographic categories)”, International Journal for History, Culture and Modernity, vol. 7.
[8] Para un buen resumen, véase Reis, J. J. y Klein, H. S. (2011), “Slavery in Brazil”, en José Moya (ed.), The Oxford Handbook of Latin American History, Londres, OUP, pp. 181-211.
[9] Los dos diccionarios aludidos son: Roc, F. (2006), Dictionnaire de la Révolution Haïtienne, 1789-1804, Montreal, Éditions Gildives y Moise, C. (2014), Dictionnaire historique de la Révolution Haïtienne, 1789-1804, Montreal, CIDIHCA/Éditions Image.
[10] Los dos libros centrales para calibrar la relevancia y trascendencia de la obra de Guerra son: en primer lugar, Guerra (1992), Modernidad e independencias (Ensayos sobre las revoluciones hispánicas), Madrid, MAPFRE, y, en segundo término, Guerra (2012), Figuras de la modernidad (América española, siglos XIX-XX), Annick Lempérière y Georges Lomné (comps.), Bogotá, Taurus/Universidad Externado de Colombia.
[11] Sobre esta cuestión, que me parece muy importante, escribí: Breña (2021), “Revoluciones hispánicas and Atlantic History: A Spanish-Language Historiographical Interpretation and Bibliography”, en Age of Revolutions, mayo de 2021: https://ageofrevolutions.com/2021/05/10/revoluciones-hispanicas-and-atlantic-history-a-spanish-language-historiographical-interpretation-and-bibliography/
[12] Por mencionar un solo ejemplo, el célebre estudio seminal James, C. L. R. [1938], The Black Jacobins (Toussaint Louverture and the San Domingo Revolution).
[13] Véase, por ejemplo, Klooster, W. (2009), Revolutions in the Atlantic World (A Comparative Perspective), New York, New York University Press. La única historia documental que conozco sobre las revoluciones atlánticas está en inglés: Blaubarb, R. (2018), The Revolutionary Atlantic (Republican Visions, 1760-1830), New York, OUP. Los capítulos 7 y 8 de este libro están dedicados a la Revolución Haitiana y los dos últimos, 9 y 10, a las independencias hispanoamericanas.
[14] Ésta y todas las demás traducciones en este ensayo son mías. La bibliografía sobre la Era de las revoluciones es enorme. En los párrafos que siguen menciono algunos de los títulos más importantes, pero no pretendo ser exhaustivo ni mucho menos.
[15] The Age of the Democratic Revolution, 1760-1800, Princeton, Princeton University Press, 1959 (tomo I) y 1964 (tomo II). Cabe apuntar que el artículo al que con frecuencia se considera el “origen de la historia atlántica” es una ponencia que Palmer presentó junto con Jacques Godechot en el X Congreso Internacional de Ciencias Históricas que tuvo lugar en Roma en 1955. El título de la ponencia era “Le problème de l’Atlantique du XVIIIème au XXème siècle”. El texto, muy extenso para una ponencia, sigue siendo una lectura provechosa desde una perspectiva historiográfica; se puede leer en Relazioni del X Congresso Internazionale di Scienze Storiche, Florencia, Sansoni, 1955, tomo V, pp. 175-239.
[16] La última edición en español: Hobsbawn, E. (2001), La era de la revolución, 1789-1848, Barcelona, Editorial Crítica.
[17] Al respecto, véase McDonnell, M. A. (2016), “Rethinking the Age of Revolution”, Atlantic Studies, N. 3, pp. 301-314. Este “repensamiento” no solo se ha planteado desde las perspectivas mencionadas, sino también desde la propia historia política. Véase, por ejemplo, Bell, D. A. y Mintzker, Y. (2018), Rethinking the Age of Revolutions (France and the Birth of the Modern World), New York, OUP.
[18] La mejor visión de conjunto que conozco sobre la participación de los grupos o clases populares en los procesos emancipadores hispanoamericanos es la de di Meglio, G. (2013), “La participación popular en las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1816. Un ensayo sobre sus rasgos y causas”, Almanack, n. 5, pp. 97-122. Di Meglio no solo revisa gran parte de lo que se había escrito sobre el tema hasta la fecha en la que fue publicado su artículo, sino que advierte, con gran tino, sobre las diversas simplificaciones metodológicas en las que cae o puede caer la historiografía que estudia dicha participación; entre ellas, las relativas a las categorizaciones, las causalidades, las escalas, las causas y las confluencias.
[19] Sobre el papel fundamental de la plata novohispana durante todo el periodo aquí considerado, véase Tutino (2011), Making a New World (Founding Capitalism in the Bajío and Spanish North America), Durham, Duke University Press. Debo decir que ni en el caso del Bajío ni en el de Haití, creo que el término “capitalismo” sea el más adecuado. Sobre temas muy similares, hay dos trabajos previos de gran importancia, ambos de Carlos Marichal: Marichal (1999), La bancarrota del Virreinato. Nueva España y las finanzas del imperio español, 1780-1810, México, El Colegio de México/FCE, y Marichal (2007), Bankruptcy of Empire (Mexican Silver and the Wars Between Spain, Britain and France, 1760-1810), Cambridge, CUP.
[20] A bitter mockery se puede leer en el original.
[21] A pesar de haberse concentrado en Inglaterra durante varias décadas y luego, paulatinamente, en algunas regiones de Europa continental y de los Estados Unidos, esta revolución industrial es indispensable para calibrar adecuadamente la Era de la Revolución. No es ninguna casualidad que, como quedó dicho en su conocido libro (Hobsbawm, E. (2001), The Age of Revolution 1789-1848, Barcelona, Editorial Crítica), Eric Hobsbawm conceda un peso y una importancia casi equivalente a la Revolución Francesa y a la Revolución Industrial.
[22] Creo que el hecho de que la llamada “Masacre de Peterloo” (en la que 11 trabajadores u hombres del pueblo que se manifestaban pacíficamente fueron asesinados por las fuerzas del orden), que tuvo lugar en Manchester en agosto de 1819, ocupe un lugar tan destacado en la historiografía político-social inglesa, da una idea, si bien por lo que se podría denominar “vía negativa”, del nivel de estabilidad que las élites mencionadas fueron capaces de instaurar en la Gran Bretaña durante la época que nos ocupa.
[23] Una relación bastante completa, interesante y bien escrita de este proceso es la que hace Laurent Dubois en su libro Dubois, L. (2005), Les vengeurs du Nouveau Monde (Histoire de la Révolution haïtienne), Rennes, Éditions Les Perséides, que se ha convertido en una referencia casi ineludible. Desafortunadamente, este libro no ha sido traducido al castellano, aunque existe una versión en inglés Dubois, L. (2004), Avengers of the New World, Cambridge, Mass., Harvard University Press.
[24] A punto de entregar este manuscrito, llegó a mis manos la que quizás se convierta en la biografía “definitiva” sobre Louverture durante algún tiempo. Consigno la referencia para los lectores interesados: Hazareesingh, S. (2020) Black Spartacus (The Epic Life of Toussaint Louverture), New York, Farrar, Strauss and Giroux.
[25] Sobre este tema, véase Girard, P. R. (2014), The Memoir of General Toussaint Louverture, Londres, OUP, 2014.
[26] Véase Geggus, D. (2013), “La Declaración de Independencia de Haití”, en Alfredo Ávila, Jordana Dym y Érika Pani (coords.), Las Declaraciones de Independencia (Los textos fundamentales de las independencias americanas), México, El Colegio de México, pp. 121-131 y pp. 505-509. Sobre el tema, véase también Gaffield, J. (2016), The Haitian Declaration of Independence (Creation, Context, and Legacy), Charlottesville, University of Virginia Press.
[27] Pese a las elucubraciones de autoras como Buck-Morss, S. (2013), Hegel, Haití y la historia universal, México, FCE, que tanta atención recibieron y siguen recibiendo por parte de cierta historiografía. Mucho más persuasivos me parecen los planteamientos de Covo, M. (2013),en “La Révolution Haïtienne entre Révolution française et Atlantic History” en L’Atlantique Révolutionnaire (Une perspective ibéro-américaine), Federica Morelli et al. (eds.), París, Éditions Les Perséides.
[28] Los vínculos entre la Revolución Haitiana y lo acontecido en términos sociales en algunos territorios de la América española son difíciles de establecer, incluso en regiones relativamente cercanas a Saint-Domingue y donde había una considerable presencia de esclavos. Como escribe Marixa Lasso sobre una región del Virreinato de Nueva Granada: “Es difícil evaluar la influencia que tuvieron las revoluciones francesa y haitiana sobre los pardos y esclavos locales en la región de Cartagena… A pesar de los temores españoles, el ejemplo haitiano no resultó en una gran revuelta de esclavos.” Lasso, M. (2007), Myths of Harmony (Race and Republicanism in the Age of Revolution, Colombia 1795-1831), Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, p. 33.
[29] Incluso durante el bienio mencionado, estudios de la última década han mostrado que ciertos episodios, como el golpe de estado en la Nueva España contra el virrey Iturrigaray en septiembre de 1808, no respondieron realmente a la manida y maniquea contraposición peninsulares vs. criollos, como la historiografía ha planteado tradicionalmente. Véase Valle Pavón, G. (2012), Finanzas piadosas y redes de negocios (Los mercaderes de la ciudad de México ante la crisis de Nueva España, 1804-1808), México, Instituto Mora, p. 213.
[30] Curiosamente, el año coincide con los primeros conflictos sociales serios en las Trece Colonias.
[31] Suárez es el célebre filósofo neo-escolástico español Francisco Suárez (1548-1617).
[32] Sobre el tema en Hispanoamérica durante el siglo XIX, véase Guerra, F. X. (1992) “Les avatars de la représentation en Amérique Hispanique au XIXe siècle”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos; este artículo fue publicado originalmente en versión impresa en 1992, pero desde hace tiempo está disponible en versión electrónica: https://journals.openedition.org/nuevomundo/624. Sobre el tema, referido concretamente a las cortes gaditanas, escribí Breña (2015), “Consideraciones sobre la representación en las Cortes de Cádiz”, en México en Cádiz, 200 años después (Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo), México, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
[33] Considerando lo anterior, llama la atención que Tulio Halperin, en uno de los mejores libros que se han escrito sobre todo este periodo, entendido en su sentido más amplio (me refiero a Halperin Donghi (1985), Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850. Madrid, Alianza Editorial), afirme que los diputados gaditanos optaron por “el sufragio restringido”, que se negaron a incluir a los indígenas en el cómputo para elegir representantes para las Cortes y que con sus medidas de liberalización política abrieron “un campo nuevo y decisivo” de conflicto entre la metrópoli y las antiguas colonias. Creo que estas afirmaciones ignoran o minimizan lo que las Cortes representaron vis-à-vis el Antiguo Régimen, no solamente en la metrópoli, sino también en los territorios ultramarinos. Además, reflejan una actitud presentista (en cuanto a lo que el documento constitucional representaba en su momento, más allá de no haber logrado sus objetivos) y parcial (pues parece hablar exclusivamente desde la óptica de las necesidades, los deseos y las expectativas de los hispanoamericanos). El libro en cuestión es el volumen 3 de la Colección “Historia de América Latina”; los entrecomillados, en las pp. 151 y 153.
[34] Sobre estos temas, hace poco apareció un libro, muy ambicioso en términos cronológicos, de una reputada historiadora italiana. No he podido leerlo, pero lo consigno aquí porque puede resultar de interés para algunos lectores: Morelli, F. (2020), Free People of Color in the Spanish Atlantic (Race and Citizenship, 1780-1850). Abingdon, Routledge.
[35] El mejor estudio monográfico que conozco sobre la constitución gaditana es Fernández Sarasola (2011), La Constitución de Cádiz (Origen, contenido y proyección internacional), Madrid, CEPC. Sobre su influencia en la América española, véase Mirow, M. C. (2015), Latin America Constitutions (The Constitution of Cádiz and its Legacy in Spanish America), Londres, CUP. Cabe advertir que a veces Mirow exagera el alcance e influencia de la constitución gaditana, sobre todo cuando la lleva mucho más allá de la primera mitad del siglo XIX, hasta nuestros días incluso. Para una propuesta muy sugerente sobre su trascendencia histórica desde la perspectiva de la historia político-intelectual, véase Paquette, G. (2014), “Cádiz y las fábulas de la historiografía occidental”, en Cádiz a debate: actualidad, contexto y legado, Roberto Breña (ed.), México, El Colegio de México.
[36] Esta fue una de las hipótesis centrales de mi libro: Breña, (2006), El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824 (Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico), México, El Colegio de México. En inglés, brindé una visión actualizada y mucho más sucinta sobre esta compleja cuestión en Breña (2016), “The Cádiz Liberal Revolution and Spanish American independence”, en New Countries (Capitalism, Revolutions, and Nations in the Americas, 1750-1870), John Tutino (ed.), Durham, Duke University Press.
[37] Desarrollo esta cuestión en mi libro Breña (2014), El imperio de las circunstancias (Las independencias hispanoamericanas y la revolución liberal española), Madrid, Marcial Pons.
[38] Estas palabras pueden resultar exageradas para algunos lectores, pero creo que contienen mucho de verdad.
[39] Sobre este tema, véase el capítulo Démelas, M. D. y Saint-Geours, Y. (1987), “Les vainqueurs d’un monde dévasté” de Marie-Danielle Démelas e Yves Saint-Geours, en La vie quotidienne en Amérique du Sud au temps de Bolívar (1809-1830), París, Hachette, pp. 165-196. Sobre las adversidades enfrentadas por los países de la América española durante las primeras décadas de vida independiente, véanse los primeros seis capítulos del libro Bushnell, D. y Macaulay, N. (1989), El nacimiento de los países latinoamericanos, Madrid, Nerea, pp. 11-148.
[40] Sobre Bolívar como pensador político, véase el capítulo tercero de mi libro, ya mencionado, Breña (2014), El imperio de las circunstancias. Una versión revisada de este mismo texto se convirtió en el capítulo 5 del libro Breña (2021), Liberalismo e independencia en la Era de las revoluciones (México y el mundo hispánico), México, El Colegio de México.
[41] Sobre el caso de este virreinato, ofrezco una visión panorámica durante este periodo en el artículo Breña (2015), “The Emancipation Process in New Spain and the Cádiz Constitution (New Historiographical Paths Regarding the Revoluciones Hispánicas)”, en The Rise of Constitutional Government in the Iberian Atlantic World, Scott Eastman y Natalia Sobrevilla (eds.), Tuscaloosa, The University of Alabama Press, pp. 42-62. Proporciono una visión compendiada sobre el proceso emancipador novohispano, en Breña (2020),“From Emancipation to Independence: New Spain/Mexico 1808-1821”, en el volumen electrónico Oxford Handbook of Mexican History, 2020, cuyo editor es William Beezley: https://www.oxfordhandbooks.com/view/10.1093/oxfordhb/9780190699192.001.0001/oxfordhb-9780190699192-e-9
[42] Ahora bien, existen testimonios de Morelos de 1813 en los que todavía se manifiesta una cierta ambigüedad al respecto. Como quedó dicho, esta misma ambigüedad está presente en diversos escritos de Hidalgo, hasta prácticamente el final de su vida. El historiador que ha planteado de manera más persuasiva que ambos líderes insurgentes tenían claro desde un principio que buscaban la independencia absoluta es Carlos Herrejón, particularmente en sus biografías sobre cada uno de ellos: Herrejón (2011), Hidalgo (Maestro, párroco e insurgente), México, Fomento Cultural Banamex-Editorial Clío, y Herrejón (2015), Morelos, México, Colmich. No puedo extenderme aquí en por qué está interpretación, a pesar de ser sugerente y tener diversos testimonios en su favor, está lejos de zanjar la cuestión en favor del “independentismo absoluto” de Hidalgo y Morelos, por denominarlo así. En ambos casos existen también no pocos testimonios que van en sentido contrario. Desarrollo mis contra-argumentos en las reseñas que escribí para cada uno de estos libros: Breña (2014), “Hidalgo de cuerpo entero”, Nexos, n. 436, abril 2014 (https://www.nexos.com.mx/?p=19987) y Breña (2019), “Morelos: la gran biografía”, Nexos, n. 504, diciembre 2019 (https://www.nexos.com.mx/?p=46007).
[43] Como ha mostrado João-Paulo Pimenta en su libro Pimienta (2007), Brasil y las independencias de América española, Castellón de la Plana, Publicacions de la Universitat Jaume I. Diez años después, Pimenta publicó otro libro sobre el tema, derivado de su tesis doctoral. Se trata del libro más completo que yo conozco sobre la relación entre Brasil y los procesos emancipadores hispanoamericanos: Pimienta (2017), La independencia de Brasil y la experiencia hispanoamericana (1808-1822), Santiago, DIBAM/CIDBA. Cabe apuntar que Pimenta no estaría de acuerdo conmigo en tratar a Brasil como un caso aparte.
[44] Sobre este tema, véase Adelman, J. (2011), “Independence in Latin America”, en José Moya (ed.), The Oxford Handbook of Latin American History, Londres, OUP.
[45] Para dar una idea: en el Virreinato de Nueva España, por sí solo, existían al menos siete imprentas al comenzar el siglo XIX (sin contar las imprentillas móviles).
[46] Sobre las rivalidades mencionadas y sus consecuencias para la Nueva España, véase el libro, ya citado, Marichal (2007), Bankruptcy of Empire (Mexican Silver and the Wars Between Spain, Britain and France, 1760-1810), Cambridge, CUP. A punto de entregar este manuscrito me entero de la publicación de Simal, J. L. (2020), La era de las grandes revoluciones en Europa y América (1763-1848), Madrid, Editorial Síntesis. Dejo solo consignada la referencia para los lectores interesados, pues apenas he podido revisar el índice en una página electrónica.
[47] Sobre el papel que jugaron los esclavos en América del Sur durante las luchas independentistas, véase Blanchard, P. (2008), Under the Flags of Freedom (Slave Soldiers and the Wars of Independence in Spanish South America), University of Pittsburgh Press.
[48] Hice una crítica de algunos aspectos metodológicos de la historia atlántica en Breña (2021), “Las revoluciones hispánicas y el enfoque atlántico”, capítulo 3 de Las revoluciones hispánicas y la historiografía contemporánea, Bruselas-Berlín, P.I.E. Peter Lang. Mi escepticismo frente a ciertos aspectos de la historia global, tal como se practica hoy en día, lo resumí en la reseña del libro Breña (2023), "¿Para qué sirve la historia?", del célebre historiador francés Serge Gruzinski. Historia Mexicana, n. 287, 2023 (versión electrónica disponible en https://historiamexicana.colmex.mx/index.php/RHM). Consigno dos referencias sobre la historia global y América Latina que me parecen útiles. La primera es Hausberger, B. y Pani, E. (2018) “Historia global. Presentación”, en Historia Mexicana, vol. LXVIII, n. 1, un texto muy crítico de dicha historia, sobre todo desde la perspectiva latinoamericana. La segunda, menos crítica y por momentos obnubilada por las supuestas bondades de la historia global, es Brown, M. D. (2015), “The Global History of Latin America”, Journal of Global History, vol. 10, n. 3.
[49] Sobre el término “revolución” durante el periodo emancipador novohispano, véase la voz Ávila, A. y Moreno, R. (2010), “Revolución”, en Diccionario de la independencia de México, Alfredo Ávila, Virginia Guedea y Ana Carolina Ibarra (coords.), México, UNAM, pp. 295-301. Desde una perspectiva iberoamericana, véase Zermeño, G. (2014), “Revolución en Iberoamérica, 1770-1870 (Análisis y síntesis de un concepto)”, Diccionario político y social del mundo iberoamericano (Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870), Iberconceptos II, Javier Fernández Sebastián (dir.), Madrid, Universidad del País Vasco/CEPC, pp. 15-47 (tomo 9). Hace poco, Fabio Wasserman coordinó un esfuerzo colegiado por analizar el concepto de revolución en Iberoamérica y en algunas partes del Atlántico norte desde la óptica de la historia conceptual y con una perspectiva cronológica muy amplia: Wasserman, F. (2019), El mundo en movimiento (El concepto de revolución en Iberoamérica y el Atlántico norte, siglos XVII-XX), Buenos Aires, Miño y Dávila Editores.
[50] El hecho de que el inglés sea el esperanto académico del siglo xxi tiene muchas ventajas, sin duda, pero también tiene muchas desventajas desde la perspectiva de un conocimiento que se pretende “objetivo” (y, en esa medida, lo menos parcial posible). Los sesgos, por denominarlos de algún modo, que se derivan de que sea un puñado de universidades anglosajonas las que cuentan, del trabajo eminentemente individual, del uso de referencias y fuentes en un solo idioma y de discusiones historiográficas que se dan casi exclusivamente en ese mismo idioma, me parecen evidentes. Creo que en el caso de la historia “global” estas desventajas son aún más evidentes y, en cierto sentido, más graves. Entre otros motivos, porque se pretende incorporar a todo el planeta como objeto de estudio, pero a partir de una única lengua. Cuesta trabajo pensar que con dichas bases se puede hacer historia verdaderamente global. Para serlo, esta empresa historiográfica tendría que ser políglota y colegiada, además de contar con la participación de investigadores formados en instituciones académicas diversas.
[51] Los lectores interesados en otros aspectos teóricos y metodológicos de las independencias hispanoamericanas, y de la Revolución Hispánica en general, concretamente en relación con la historia atlántica, pueden acudir a mi artículo Breña (2019), “Debatiendo la ‘Era de las revoluciones’: las independencias hispanoamericanas en el contexto de las Revoluciones atlánticas”, publicado originalmente en versión electrónica en las Memorias de las XIII Jornadas de Arte, Historia y Cultura Colonial, Bogotá-Medellín, Museo Colonial/Museo Santa Clara/FA/FFA, 2019: http://www.museocolonial.gov.co/noticias/noticias/Documents/Memorias%20XIII%20Jornadas_2019.pdfb. En una versión revisada, ampliada y actualizada, este artículo se convirtió en el segundo capítulo de mi libro Breña (2021), Liberalismo e independencia en la Era de las revoluciones (México y el mundo hispánico), México, El Colegio de México.
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