Dossier: Oligarquía, República y Democracia: debates sobre la vida política
Centralización estatal y desmovilización política. Dinámicas provinciales y nacionales entre 1880 y 1890
Centralización estatal y desmovilización política. Dinámicas provinciales y nacionales entre 1880 y 1890
Investigaciones y Ensayos, vol. 65, 2017
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina
Recepción: 22 Septiembre 2017
Aprobación: 10 Octubre 2017
Resumen: Este trabajo examina algunas características del régimen político entre 1880 y 1890. Parte de constataciones sobre la experiencia del juarismo en Córdoba (1877-1890) y pondera en qué medida en las innovaciones que este sector impulsó en la provincia es posible encontrar algunas claves para comprender las transformaciones de las dinámicas provinciales y los cambios en las modalidades de funcionamiento de la política nacional en esos años.
Palabras clave: régimen político - Partido Autonomista Nacional - estados provinciales – centralización.
Abstract: This paper analyses some features of the Argentine political regime be- tween 1880 and 1890. Based on my previous findings about the experience of Juarismo in Cordoba (1877-1890), I suggest a few clues to understand the transformation of provincial and national politics during that time.
Keywords: Political Regime - National Autonomist Party - Provincial States - Centralization.
En un artículo clásico sobre el sistema político argentino, Antonio Agui- lar y Gabriel Negretto mencionaban que “The liberal regimes of Argentina and Mexico achieved political stability in the 1880s through the formula of centralized government and sharing power by consensus” [3]. En ese punto, los autores sintetizaban y retomaban consideraciones historiográficas extendidas que han tomado al ochenta como punto de llegada, como momento en el cual finalmente se logró establecer en la práctica el consenso constitucional sancionado a mediados de siglo (y retardado por “treinta años de discordia”, en la expresión de Tulio Halperin Donghi) [4]. El propósito de estas notas es revisar esas consideraciones en dos direcciones sugeridas por algunos estudios, entre ellos, los que he realizado para la provincia Córdoba. En primer lugar, repensar en qué medida la política de los ochenta fue menos el resultado de la puesta en práctica de la constitución, y más un desenlace momentáneo en disputas entre maneras distintas de imaginar y llevar a la práctica un sistema republicano y federal [5]. En segundo lugar, revisar la idea de que la estabilidad de los años ochenta fue consecuencia de un consenso entre las dirigencias en el reparto del poder (o incluso respecto del ejercicio del poder). Tanto esta hipótesis, como la idea de consolidación del control de la sucesión en 1880 propuesta por Natalio Botana, [6] soslayan el impacto de algunas formas nuevas de procesar las disputas que emergieron a fines de los años setenta y que creo dan pistas más concretas respecto de qué cambió en esos años.
A pesar de la creciente ampliación de una escena nacional, la vida política seguía teniendo entonces una base fundamental en las provincias. Y una provincia central para el Partido Autonomista Nacional (PAN) en sus comienzos fue Córdoba. Su importancia en la esfera nacional no radicó solamente en su alto caudal electoral y en la participación de sus elencos en los más altos cargos de gobierno (presidencia y ministerios nacionales). Se debió además a su posición geográfica y política estratégica que le permitió funcionar como centro de articulación de parte importante de los apoyos de varias provincias a Roca y Juárez Celman. Y estuvo vinculada, además, a su más larga tradición de “capital del interior”, en la que había residido y en cuyas aulas se había formado parte importante de la clase política nacional. Más allá de la relevancia del caso provincial, creo que la experiencia de Córdoba brinda algunas claves para precisar los alcances de la centralización estatal y pensar los fundamentos de esa nueva y temporaria estabilidad del ochenta.
En mis trabajos anteriores he examinado la llegada al poder provincial del autonomismo, liderado entre otros por Juárez Celman, en 1877. Entonces el partido desplazó al nacionalismo que gobernaba Córdoba desde fines de los años sesenta, e instaló nuevas formas de gestionar el poder y de organizar el estado provincial. Durante este periodo, y en su posterior proyección a la esfera nacional, el partido ensayó una forma particular de entender y construir un orden político, cuyos fundamentos no derivaban de un consenso, sino de la derrota de formas alternativas de pensar y hacer la política, y de administrar el poder. El autonomismo aspiró a terminar con la dispersión de la autoridad del sistema político provincial, centralizar el mando y fortalecer las prerrogativas de los poderes públicos con el objetivo de clausurar la etapa de alta movilización de las primeras décadas de vida constitucional. Paradójicamente, procuró alcanzar dichos objetivos de desmovilización (o en el lenguaje de la época, de “pacificación”) a través de una política de confrontación. Abandonó las estrategias habituales de fusiones y acuerdos entre fuerzas políticas, y dio aliento por el contrario a la formación de agrupaciones más organizadas y permanentes y a una dinámica de oposición entre ellas [7]. Para el autonomismo los acuerdos y “fusiones”, que habían sido habituales en la política provincial, resultaban no sólo artificiales sino contraproducentes. Artificiales, porque consideraba que el antagonismo constituía una premisa de la vida republicana y se apartaba así de discursos que partían de la idea de un consenso generalizado de la ciudadanía -fundado en el carácter indivisible de la voluntad popular- como constitutivo de la comunidad política. En su opinión, los desacuerdos no sólo eran inevitables, sino que resultaban una ventaja en la medida en que alentaban la negociación en los órganos legislativos para encontrar las mejores formas de alcanzar determinados objetivos. En ese ámbito, los partidos opositores debían ejercer su necesario papel de control para evitar un ejercicio arbitrario del poder por parte de los ejecutivos, de modo que instituciones como el Congreso y las Legislaturas llenaran sus funciones constitucionales.
Y contraproducentes porque, a su juicio, las habituales estrategias de listas mixtas y fusiones, ideadas para terminar con la incertidumbre de las elecciones e incorporar a las oposiciones a los gobiernos para amortiguar la competencia, tenían por resultado por el contrario aumentar la inestabilidad. Esto resultaba así, porque llevaban a que toda la dinámica partidaria alternara entre presiones de las oposiciones para lograr acuerdos en la antesala de las elecciones, y enfrentamientos de distinto tenor cuando esas alianzas fracasaban. Pero incluso cuando se lograban los consensos, ese reparto del poder provocaba la organización de “gobiernos mixtos”, con un gobernador representando una fuerza y el vicegobernador o el ministro de gobierno a otra. Esta situación trasladaba los conflictos partidarios al seno del Ejecutivo y esterilizaba su capacidad de acción.
Por esas dos razones, el autonomismo eliminó ese tipo de acuerdos, esperando que la interacción entre agrupaciones se redujera a la competencia en los comicios, [8] y a las negociaciones y disputas en la Legislatura. Al mismo tiempo, para que ese esquema de funcionamiento fuera posible, buscó organizar y fortalecer los tres poderes del estado, definiendo y reglando sus áreas de competencia y trasladando facultades que hasta entonces estaban en manos de ciudadanos (como las tareas militares y de policía) a empleados estatales. En sintonía con esas medidas, con la reforma de la constitución en 1883 buscó reorganizar el funcionamiento del sistema político provincial para que toda su dinámica se fundara en las instituciones de gobierno. Como sintetizaba Filemón Posse en el proyecto de reforma,
los progresos del país desde entonces (la Constitución de 1870) son inmensos y es de presumir que la Provincia siga una marcha más regular, sin que sea preciso desconfiar tanto de los hombres que ejercen el poder. Esto permite calcar las instituciones en los verdaderos principios, limitando la Constitución a lo que es de su resorte, y dejando a los Poderes públicos la libertad de acción que deben tener para promover el progreso del país [9].
Esa desconfianza de los constituyentes de 1870 frente a los peligros del despotismo, que los había llevado a distribuir un conjunto de facultades y prerrogativas entre la ciudadanía y los poderes públicos, había provocado en opinión del autonomismo un freno a la capacidad transformadora del estado. Por estos motivos, encaró algunas reformas administrativas y legales para expandir y hacer más eficaz el accionar de los tres poderes. Asimismo, reforzó el poder estatal frente a la sociedad civil y a instituciones intermedias como la Iglesia, ordenando y reglamentando diferentes dimensiones de la vida pública. Con ese objetivo encaró un extenso esfuerzo codificador y de organización de dependencias estatales destinadas a la administración y normalización de la sociedad para poder gobernar así de manera más efectiva. En síntesis, la experiencia juarista implicó cambios en dos aspectos centrales de la política de Córdoba: terminó con una dinámica de rotación en el poder de las dirigencias, agudizando la marginación de las oposiciones tras el ochenta, y alteró las formas en que se desenvolvía la relación entre gobernantes y gobernados [10].
En general, los cambios en la política nacional de esos años han sido atribuidos a la consolidación de la fórmula operativa del régimen (la representación invertida) y a dos leyes centralizadoras (la de federalización de Buenos Aires, y la de prohibición de batallones provinciales) [11]. Sin embargo, creo es necesario recalibrar esas conclusiones en lo tocante a las relaciones entre quienes se disputaban el poder y entre gobernantes y gobernados, a la luz de la experiencia de Córdoba que acabo de reseñar y de recientes investigaciones sobre otros espacios que reseño en los próximos apartados.
La administración del poder: dinámicas de la clase política
Para abordar la dinámica política de los años ochenta (frecuentemente considerada una suerte de intervalo de estabilidad entre las rebeliones de 1880 y 1890, esto es, como un momento de funcionamiento “clásico” del orden de dominación del PAN), creo que es necesario volver a preguntarnos qué es lo que cambió concretamente tras la victoria del estado nacional sobre Buenos Aires y el ascenso de Roca a la presidencia. En El orden conservador, Botana explicó la estabilidad política de entonces en base a la consolidación del sistema de control de la sucesión. Dicho brevemente, lo que cambió en 1880 fue el régimen político (las reglas de acceso al poder), [12] cuya clave estaba dada por la inversión del sistema representativo, los “gobiernos electores”, cuyos orígenes se remontaban sin embargo a la primera mitad del siglo [13]. Pero si las raíces de esos “gobiernos electores” eran tan antiguas, no se comprende bien qué cambió con la llegada de Roca. Más allá de la discusión respecto de cuándo comenzó la práctica de control de la sucesión por parte de los gobernantes, lo cierto es que para los años setenta estaba bastante aceitada (en algunas coyunturas y escenarios, no en todos ni en todo momento). Aceptando la hipótesis de Botana de la centralidad de la representación invertida para la estabilidad del ochenta, tendríamos que concluir que se trató de una diferencia de grado, pero no de tipo, en el régimen político que precedió a esa coyuntura.
Sin embargo, a la luz de investigaciones recientes hay algunos aspectos problemáticos en esa interpretación. En primer lugar, es difícil acordar con esa capacidad de control electoral por parte del gobierno. La propia idea de “gobiernos electores”, categoría que Botana tomó de los contemporáneos, ha sido revisada y matizada por los trabajos de las últimas décadas al menos en dos direcciones: por una parte, se ha mostrado la complejidad de las relaciones entre los espacios nacionales, provinciales y locales, y precisado el manejo que las dirigencias tenían de cada uno de esos niveles [14]. Asimismo, como parte de las prácticas de fusión y acuerdo propias de la época, esos “gobiernos” muchas veces contenían actores con distintos intereses partidarios (por ejemplo, durante la conciliación de Avellaneda, quien gobernó con un gabinete integrado por nacionalistas y autonomistas, desde el cual cada uno de los ministros pudo favorecer a través de las agencias nacionales a aliados diversos en las provincias) [15]. Pero también, se ha puesto en cuestión el poder de la figura que se encontraba a la cabeza de esa escala descendiente de gobiernos electores -el presidente-, y se ha llamado la atención respecto de los conflictos y transacciones que tuvieron lugar dentro del PAN [16].
Esos puntos han llevado a revisar y precisar algunos de los atributos del funcionamiento político en los ochenta que había señalado Botana, pero también a ratificar otros. A pesar de las diferencias de enfoque e interpretación entre ese autor y quienes han revisado, criticado o adoptado sus principales hipótesis, ha prevalecido la idea de que en los años ochenta se produjo una oligarquización de la política. Sin embargo, ese proceso es entendido y definido de manera distinta en la reciente literatura. Botana había vinculado esa caracterización al “control del poder político [por parte] de una clase social que se confundía con el patriciado y la aristocracia gobernante” [17]. Esta interpretación ha sido recuperada recientemente por Eduardo Míguez con la idea de la vigencia en 1880 “de un sistema notabiliar, de una danza y contradanza de figuras claves y sus clientelas”, esto es, a un sistema de poder en manos de “un círculo social restringido” [18]. Mientras que, por su parte, Paula Alonso no asoció este proceso a la acaparamiento del poder por “gobiernos de familia” o “grupos sociales” específicos, pero sí consideró que para las oposiciones provinciales cada vez resultó más complicado tras 1880 disputar el poder a los oficialismos en virtud del control que estos tenían de la sucesión (aquello que Alonso contestó de las hipótesis de Botana para la esfera nacional, pero que considera que es válido a grandes rasgos para el nivel provincial) [19]. A su vez, la interpretación de Alonso está en sintonía con la idea de “exclusivismo político” de Ezequiel Gallo, aunque no en sus causas, que Gallo hallaba en que el oficialismo “cerró casi todos los caminos a la oposición, incluida aquella que había surgido de sus propias filas”, de la mano del fraude o herramientas constitucionales como la intervención federal [20]. Más allá entonces de que se vincule con razones políticas, institucionales o sociales, prevalece la idea -expresada originalmente por los contemporáneos- de una restricción en el acceso al poder entre 1880 y 1890 en relación al periodo anterior. Creo que en este punto la experiencia de Córdoba resulta interesante para pensar dos factores que pueden haber contribuido a trastocar las relaciones entre el oficialismo y las oposiciones extrapartidarias, y llevado a un cambio de ritmo de la política y a esa restricción [21]. Es decir, dos elementos que a mi juicio dan más indicios respecto de lo que efectivamente cambió en 1880. Primero, la ausencia durante los años ochenta de los “grandes acuerdos” electorales nacionales que caracterizaron dos turbulentas etapas antes y después. Y segundo, algunas reformas legales y administrativas que contribuyeron a trastocar las dinámicas habituales de intervención política.
En relación con el primer punto, no me refiero a que los años ochenta no se dieran acuerdos políticos, sino a la ausencia de esos extendidos acuerdos interpartidarios (es decir, por fuera del PAN) que se organizaron en Buenos Aires o en la esfera nacional y se buscaron proyectar a las provincias, como la conciliación de 1877 y el acuerdo de 1891. La presidencia de Avellaneda había mostrado las consecuencias de gobernar con un gabinete dividido. El presidente había intentado el camino de las listas mixtas para reintegrar al mi- trismo al sistema político tras la revolución de 1874 y sacarlo de su estrategia de abstención-revolución. Pero muy rápidamente esa política llevó a lo que él consideró un estado anárquico que hacía todo gobierno imposible. El gabinete dividido había permitido que los candidatos presidenciales favorecieran a sus aliados en el interior y amplificado los conflictos relativos a la sucesión presidencial de 1880 en la esfera nacional y en las provincias.
Esto cambió con la derrota de la revolución de 1880 en Buenos Aires y de los levantamientos en otras provincias que la precedieron. Roca, que era en principio proclive a los acuerdos, no se vio presionado en razón de que la oposición había quedado muy golpeada [22]. Y posteriormente Juárez Celman, mucho menos proclive a esos acuerdos, ensayó a nivel nacional la política de gobierno de partido que había llevado a cabo a nivel provincial [23]. Puede pensarse entonces que la política de abstención de la oposición en los tempranos ochenta no resultaba lo suficientemente crítica para llevar a un gran acuerdo nacional como lo había sido la de 1874-77. Y que, con la desaparición del horizonte de esos acuerdos, las oposiciones perdieron temporariamente incentivos para su habitual estrategia “presionar y negociar” y se sumieron en una profunda desorientación [24]. Esa desorientación se vio agravada porque los espacios en que estaban habituadas a realizar esas presiones también fueron alterados por algunas innovaciones del PAN (o de las dirigencias provinciales que lo componían). En ese sentido, el segundo factor a tener en cuenta, son las innovaciones constitucionales y legales de las provincias y de la nación que afectaron a la prensa, las elecciones, las movilizaciones callejeras e incluso a los alzamientos armados (que también resultaban, aunque en otro grado, un instrumento de presión de las oposiciones, muchas veces llevados a cabo con el mero objeto de forzar la intervención federal y obtener el apoyo gubernamental). En síntesis, creo que es preciso analizar en qué se tradujo, en la práctica, ese programa de paz y administración del ochenta, y a ello dedico el próximo apartado [25].
Nuevas coordenadas para la vida política: gobernantes y GOBERNADOS
Varios estudios sobre la etapa previa a 1880 han sugerido que entonces circularon y contaron con apoyos extendidos formas no sistemáticas ni coherentes, pero distintas, de entender el gobierno limitado, que para resumir sintetizaré como basadas en la movilización cívica o en el funcionamiento institucional [26]. Quienes se orientaron por la primera entendieron que el sistema republicano, a diferencia de otros modos de organización de las comunidades políticas, presuponía un ejercicio permanente de los derechos soberanos pues justamente allí descansaba el goce de la libertad. Por ello, abogaron por la encarnación de ese poder en instituciones del nuevo sistema político: los jurados populares para administración de justicia, las milicias cívicas como forma de organización militar más acorde con una república que un ejército permanente; el control y administración del acto electoral por parte de los ciudadanos y no de empleados del gobierno, etc. En cambio, para los segundos, tales características hacían imposible asegurar la obediencia, y una vez delegada la soberanía y constituida la autoridad, correspondía a la arquitectura institucional del estado, y no al accionar del pueblo, asegurar un ejercicio controlado del poder [27].
Estas diferencias se evidenciaron en varios debates sobre la traducción de los principios constitucionales en leyes reglamentarias específicas. Pero también en enfrentamientos públicos más generales entre las dirigencias provinciales que entonces estaban modificando a nivel local sus aparatos institucionales (y sus prácticas políticas formales e informales) tras la profunda reconfiguración de los espacios locales que supuso la derrota de los alzamientos federales de fines de los años sesenta, la muerte de Urquiza, y la readaptación de los líderes de esas filas que lo sobrevivieron. Esas dirigencias en transformación estaban avanzando simultáneamente en la tarea de organizar ese espacio político que comenzaba a conocerse como Partido Nacional y luego Partido Autonomista Nacional. De modo que sus valores, consideraciones y estilos políticos afectaron decididamente la dinámica política e institucional de esos años. En sus espacios provinciales, y luego en la esfera nacional, esos dirigentes impulsaron innovaciones legales y administrativas que favorecieron una centralización del poder y una alteración de los ritmos de la política, y que en mi opinión contribuyeron a una desmovilización pública.
Por una parte, la regulación de uno de los principales espacios de intervención pública, la prensa. Desde las primeras leyes relativas a la libertad de imprenta (durante la primera mitad del siglo) se había buscado regular las responsabilidades y penas ligadas a los llamados “abusos” realizados en ese medio (tanto las injurias y calumnias a particulares como los llamados delitos contra el orden). Entre mediados de los años setenta y fines de los ochenta Catamarca, Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe dictaron leyes de imprenta. Tras el ochenta, también se buscó sancionar una ley para el territorio federalizado en 1881 y en 1886, iniciativa apuntalada por una tarea de propaganda desde la prensa juarista. Lo que me interesa señalar es que en esos debates e innovaciones no sólo estaban en juego los límites de la prédica política en la prensa, sino también quién debía asegurar el cumplimiento de ellos: los tribunales ordinarios o jurados populares, esto es, los poderes públicos o los ciudadanos.
En ese mismo periodo, otros espacios tradicionales de acción política estaban siendo modificados. A fines de los años setenta algunas provincias como Tucumán y Córdoba encararon un proceso de profesionalización de la fuerza pública, retirando ese ámbito de la esfera de milicias ciudadanas y formando cuerpos de gendarmes dependientes del poder ejecutivo. Con esta medida se buscaba terminar con la dispersión del poder militar y eliminar los recursos materiales que hacían posible los alzamientos armados. En la esfera nacional se dieron pasos en la misma dirección con la ley de supresión de batallones provinciales, la eliminación de las oficinas de enganche en las provincias y algunos intentos (que enfrentaron fuertes obstáculos) de profesionalización de las fuerzas militares [28]. Simultáneamente, la legislación electoral nacional y provincial buscó desarticular la conexión entre armas y elecciones, y limitó la presencia de guardias nacionales en los comicios por dos vías: por una parte, con la eliminación del requisito de enrolamiento para votar; por otra, con la explícita prohibición que comenzaron a incorporar las normativas locales de que los milicianos pudieran acercarse a las mesas, organizarse colectivamente o sufragar [29].
Estos cambios en la prensa, las elecciones y la esfera militar se vincularon con la voluntad de “institucionalizar” la lucha política, llevando los conflictos de esos habituales espacios de intervención hacia la legislatura. En ese sentido, las reformas constitucionales de las provincias entre finales de los setenta y los ochenta muestran algunos indicios de que la idea de “orden” del PAN no dependía estrictamente de una hiper-concentración de la autoridad en los ejecutivos. Aunque en muchas cuestiones apuntó con éxito diverso a esa centralización, en otras ocasiones, para lograr ese mismo objetivo de “orden”, optó por fortalecer al Congreso y las legislaturas provinciales como arenas para que la conflictividad política fuera canalizada institucionalmente [30]. También buscó avanzar en la organización del poder judicial para la administración de justicia, y para ello delimitó con mayor precisión sus áreas de incumbencia, aumentó los recursos destinados a esa área y encaró una vasta tarea de codificación. En este sentido, a nivel de algunas provincias al menos, el proceso de centralización remitió menos a una concentración de atribuciones estatales hasta entonces dispersas en órganos descentralizados, y más a una “estatización” de funciones antes desarrolladas por la ciudadanía y por actores intermedios. Ese fortalecimiento de los poderes del estado frente a la sociedad civil e instituciones intermedias fue claro en las reformas y regulaciones que se dieron en lo relativo a educación, salud pública, registro civil, etc [31]. Estas transformaciones, con sus dinámicas y particularidades, sucedieron a veces al mismo tiempo a nivel provincial y nacional, aunque resta por conocer en profundidad cómo se articularon esos procesos, y evaluar en qué medida esas simultáneas centralizaciones en distintas escalas alteraron el régimen federal e implicaron cambios en el funcionamiento institucional y político.
Reflexiones finales
A pesar de las revisiones más recientes sobre los años ochenta, la imagen sintetizada por Botana de esa década como momento de plasmación de la república posible de Alberdi sigue predominando en el discurso historiográfi- co (y fuera de él, en otras disciplinas como la sociología o la ciencia política que enraízan en ese momento los orígenes de la Argentina contemporánea; e incluso más allá en imaginarios públicos y políticos más vastos sobre esa etapa). En el ya citado estudio de Aguilar y Negretto, se resumían los rasgos de esa república posible en tres elementos: un tipo centralizado de federalismo, un ejecutivo poderoso con vastos poderes de emergencia y restricciones a la participación popular de la mano de voto calificado [32]. En función de las comprobaciones de los recientes estudios sobre la época, sólo el primero de esos elementos parece válido, e incluso en ese caso con importantes matices [33]. Con lo cual, en su conjunto, resultan de poca ayuda para pensar las formas de la política propias de esa etapa. De la mano de revisiones como las que Paula Alonso ha hecho sobre el funcionamiento del PAN, y con él, del sistema político de los ochenta, es preciso volver a pensar cuáles fueron (si las tuvo) sus particularidades; expandir el foco de análisis más allá del PAN y revisar algunas innovaciones políticas e institucionales de las provincias, tradicionalmente espacio de experimentación de cambios luego ensayados a nivel nacional. No solamente con el objetivo de conocer mejor esa etapa, sino porque en general tanto los estudios sobre las décadas previas como sobre las posteriores contrastan sus dinámicas contra aquello que, supuestamente, caracterizó a la del ochenta (que ha recibido, relativamente, menos atención que otros periodos y cuyos atributos han tendido, por el uso como contraejemplo, a naturalizarse). Como han sugerido Jardines secretos y las evidencias empíricas de los recientes estudios provinciales, debe revisarse la idea de que el funcionamiento aceitado del “régimen” o el dominio del PAN fue muy sólido en los ochenta, pero jaqueado en los noventa, pues supone una condición de modelo coherente y compacto que no tuvo. Mirado desde la perspectiva de quienes hemos trabajado los años previos, lo que parece suceder tras 1880 no es la organización del régimen político sobre la base de la inversión del sistema representativo, o la plasmación de un modelo (alberdiano, república posible, etc.), sino nuevas formas de experimentación en los modos de administrar el poder y practicar la política. Es necesario recuperar ese carácter experimental del accionar político de la década y volver a ponderar las disputas y transformaciones que se dieron en esos años en las dinámicas provinciales y de la nación, así como en la relación entre las dos esferas. Para ello, un camino posible es avanzar en la indagación de nuevos valores y prácticas que se impusieron con el ciclo de reformas en la legislación y las constituciones provinciales en el preciso momento en que sus dirigencias estaban organizándose en un partido nacional (y, en muchos casos, impugnando otras formas prevalecientes hasta el momento de funcionamiento político). Asimismo, no resulta posible pensar los ritmos de la movilización o desmovilización política sin atender al pulso de la sociedad civil. Es necesario por ello examinar cómo las transformaciones en las vinculaciones entre la sociedad civil, las instituciones intermedias y las agencias y poderes estatales en consolidación (en las provincias y la nación) afectaron la relación entre gobernantes y gobernados. Así fuera indirectamente, por ejemplo, trastocando espacios de congregación y socialización que alimentaron en las décadas previas lo que Hilda Sabato ha llamado para el caso porteño una “cultura de la movilización” (que, con diferencias de escala, tuvo alguna vigencia en otras ciudades) [34].
Todo esto constituye un vasto campo que no aspiro a abordar en mis investigaciones, que estarán por el contrario restringidas a seguir algunas de estas “pistas”. Puntualmente, a examinar, desde la praxis legislativa en el Congreso Nacional, las transformaciones del autonomismo de Córdoba desde sus inestables inicios en la política provincial en 1877 hasta su consagración a nivel nacional una década más tarde. En general, la historiografía ha tomado el estilo político de Juárez Celman como expresión arquetípica y extrema del programa de “Paz y Administración” del PAN. Sin embargo, la experiencia del juarismo en Córdoba no constituyó un caso aislado. Es necesario por ello revisar en qué medida sus innovaciones participaban de discusiones y transformaciones que estaban teniendo lugar en varias provincias y que posteriormente permitieron, a su vez, la llegada de Juárez Celman a la presidencia, así como la configuración de formas específicas de pensar el sistema representativo y el régimen federal desarrolladas en esta etapa y retomadas en parte posteriormente por el “modernismo”.
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Notas