Dossier temático

De salvaje a domesticada. Presencia y transformación del agua urbana en Rosario, Argentina.

From being wild to being domesticated Presence and transformation of urban water in Rosario, Argentina

Gustavo Osvaldo Fernetti (*)
Municipalidad de Rosario, Santa Fe, Argentina

A&P continuidad

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN: 2362-6089

ISSN-e: 2362-6097

Periodicidad: Semestral

vol. 7, núm. 12, 2020

aypcontinuidad@fapyd.unr.edu.ar

Recepción: 28 Febrero 2020

Aprobación: 11 Junio 2020



DOI: https://doi.org/10.35305/23626097v7i12.244

CÓMO CITAR:: Fernetti, G. O. (2020). De salvaje a domesticada. Presencia y transformación del agua urbana en Rosario, Argentina. A&P Continuidad, 7(12), 64-75. https://doi.org/10.35305/23626097v7i12.244

Resumen: Rosario (Santa Fe, Argentina) tuvo y tiene, dentro de su planta urbana, espacios de agua que históricamente la caracterizaron. Como muchas otras ciudades, su vínculo con el agua ha sido un desafío histórico durante su trayectoria urbana que se relacionó a grupos, dispositivos y artefactos articulados a esos espacios hídricos.

El agua en estado natural y ligada a la tierra, el agua salvaje, es un objeto cuya presencia desde lo urbano mereció particular atención. Dentro de la dialéctica argentina civilización o barbarie y en el caso particular de las aguas salvajes mediante su domesticación, la hipótesis del trabajo consiste en que dicha domesticación se desarrolló como una ideología urbanística articulada –como praxis– a aquel pensamiento político cuyo resultado excede la transformación de los espacios hídricos, afectando a toda la ciudad. El objetivo del trabajo es interpretar esa dicotomía agua salvaje/domesticada a través de las discusiones conceptuales sobre la injusticia espacial, entendida como un conjunto de asimetrías sociales resultantes de la ciudad capitalista.

Palabras clave: Rosario, urbanismo, ideología, (in)justicia espacial.

Abstract: Rosario (Santa Fe, Argentina) has always had water spaces within its urban layout which have historically characterized the city. Just as in the cases of many other cities, Rosario’s relationship with water has implied a historical challenge throughout an urban process dealing with groups of individuals, devices and artefacts conceived for specific water spaces.

Water in its natural state along with its ties with land, i.e., wild water, is an object whose presence -from the urban point of view- deserves particular attention. Within the Argentine dialectic “civilization or barbarism” framework and taking into account the particular case of wild water subjected to domestication, the hypothesis of the work is that domestication was developed as an urbanistic ideology. As a praxis issue, it was grounded on the political thought which led to outcomes that went beyond the transformation of water spaces and exerted their influence on the entire city shaping.

The aim of this work is to interpret this wild/domesticated water dichotomy through conceptual discussions about spatial injustice, i.e., a set of social asymmetries that results from the capitalist city.

Keywords: Rosario, urbanism, ideology, spatial (in)justice.

Introducción

Rosario (Santa Fe, Argentina) tuvo y tiene, dentro de su planta urbana, espacios de agua que históricamente caracterizaron la ciudad. Como muchas otras ciudades, el agua ha sido un desafío histórico durante su trayectoria urbana, que se relacionó a los grupos, dispositivos y artefactos articulados a esos espacios hídricos.

El agua en estado natural y ligada a la tierra, el agua salvaje, es un objeto cuya presencia, desde lo urbano, mereció particular atención. Distinguiremos aquí el término salvaje del concepto de agua pública, esto es, las aguas con acceso generalizado. Las crecientes impredecibles de los ríos o arroyos, la flora y la fauna acuáticas sin control humano, incluso las poblaciones que medran en esos espacios han requerido, en las ciudades, algún tipo de intervención que les transforme en hechos urbanos. Estas intervenciones, en forma de obras hídricas, actúan sobre las aguas salvajes y su entorno, integrándolas al paisaje urbano, volviéndolas predecibles y aprovechables, o sea, domesticadas.

Podría decirse que lo doméstico es la (nueva) aptitud del objeto natural para convivir, mediante la antropización del objeto, que ahora es otro y el mismo. Como los animales son adaptados a la vida en la vivienda humana como mascotas, el agua salvaje puede ser apta para convivir, de manera de cambiar su curso y su régimen de sequías y desbordes.

Mediante el estudio en perspectiva histórica de tres casos estructurales de aguas salvajes dentro de la ciudad de Rosario (las lagunas, el Bajo y los arroyos) se analizó la influencia de un discurso político de gran arraigo en Argentina: el clivaje según el par civilización/barbarie. Con ese objetivo se trató de interpretar esa dicotomía a través de las discusiones conceptuales sobre la injusticia espacial, entendida como un conjunto de asimetrías sociales resultantes de la ciudad capitalista.

Dentro de la dialéctica civilización/barbarie y en el caso particular de las aguas salvajes, mediante su domesticación, la hipótesis del trabajo consiste en que dicha domesticación se desarrolló como una ideología urbanística articulada –como praxis– a aquel pensamiento político. Esto dio por resultado injusticias socioespaciales que exceden la transformación de determinados espacios hídricos, afectando a toda la ciudad.

Barbarie, civilización, salvajismo y domesticación

Durante la etapa colonial argentina, el agua era una materia prima que habilitaba las fundaciones de ciudades y pueblos, ya que permitía su supervivencia física y el transporte. Las inundaciones, los pueblos ribereños, las pestes y el hambre eran un problema cuya solución oscilaba entre lo administrativo, lo religioso y lo bélico.

Luego de 1830, con el gobierno de Rosas, salvaje se instala como sinónimo de locura política; loco, salvaje y unitario se vuelven caracterizaciones del enemigo, el cual puede ser eliminado por su condición casi no-humana (Feinmann, 1996). En la década de 1875-1885 y sobre todo a partir de la formación del estado nacional, el término salvaje se vinculó al indio sobreviviente a las campañas de exterminio, cuya domesticación consistió en habilitarlo para la domus, la casa, reducido como sirviente y con ropas de ciudadano.

En ese contexto de fines del siglo XIX, el problema fue la naturaleza que permanecía dentro de la ciudad, como la laguna o el arroyo. Su domesticación resultó necesaria para la construcción de ciudad, que era considerada la máxima expresión de la civilización, pero que aún poseía límites difusos.

Como se sabe, la dicotomía civilización/barbarie ha sido ampliamente debatida como fundamento ideológico latinoamericano y argentino (Feinmann, 1996; Fernández Retamar, 1993; Lobo, 2002; Neyret, 2003, por citar solo algunos autores). Desarticuladas las poblaciones indígenas (el salvaje por antonomasia), la barbarie (el gaucho, la pampa, el desierto, la naturaleza) debía ser asimilada y transformada por mecanismos institucionales o bien por la fuerza. Como correlato, la naturaleza, lo salvaje, debía ser conocido, problematizado, dominado y aprovechado por una única clase dirigente, ya no dividida en caudillismos. Según Feinmann:

Comprobamos, en definitiva, que la lógica de los hechos es la lógica de las clases. El campo histórico es rígidamente estructurado sobre la base de diversas fuerzas que lo constituyen. Estas fuerzas son las clases, o mejor aún, las clases dominantes. De este modo, cada acontecimiento histórico expresará una de las tendencias posibles de esas clases, y las posibilidades históricas por las que podía optar nuestro país quedarán reducidas a las posibilidades de sus clases dominantes (Feinmann, 1996, p. 268).

Fueron justamente las clases dominantes las que impusieron la dicotomía barbarie/civilización, pero también un panorama de dominación mediante estrategias que no siempre implicaban la destrucción, sino la asimilación, la convivencia regulada y la apropiación (Lobo, 2003). Esto también derivó en la enunciación de derechos y obligaciones mediante una normativa, que regulaba la convivencia social y la inercia del estado conseguido. Sin embargo, la ciudad es el espacio del conflicto entre el poder planificador y beneficiario y los que no poseen ni poder ni beneficios, en la ciudad “el espacio es político” (Lefebvre, 1976, p. 43).

Por su parte, el agua salvaje existe independientemente de los procesos sociourbanos, condiciona la ciudad, le da una particularidad, puede separar la ciudad o limitarla, segregar grupos, impedir su desarrollo, incluso ser un factor para no hacer la ciudad, y al domesticarse se politiza porque como salvaje, el agua no queda sujeta a la construcción de la ciudad y eso es intolerable en la ciudad capitalista:

A lo largo de la historia la relación cauce-ciudad ha tenido episodios de convivencia armoniosa; sin embargo, el paso de la ciudad a la metrópolis, a partir de la revolución industrial, rompió cualquier posibilidad de conciliación entre los cursos de agua y la trama urbana (López y Rotger, 2013, p. 3).

Con posterioridad a la batalla de Pavón (1854), Rosario se hallaba dentro de ese estado del pensamiento político y social. Si bien a fines del siglo XVIII, el agua del Paraná era un objeto imprescindible para la supervivencia cotidiana, la introducción del capitalismo y la transformación de Rosario en ciudad implicó la producción de espacios urbanos articulados entre sí, pero a la vez segregados. Los dones naturales de la época colonial (el agua, la tierra, la flora, la fauna) se transformaban en mercancía y los límites difusos de la propiedad privada se ajustaban al centímetro.

Pero en 1854 la planta urbana carecía todavía de orden formal completo, la cuadrícula no abarcaba más de 7 por 7 cuadras, y la playa inundable era el eje ordenador de la planta urbana en el primitivo waterfront rosarino, a la cual se sujetaban los ranchos y construcciones ribereñas (Dócola, 2017). En ese momento la pampa –lo salvaje por excelencia y donde reside la barbarie para Sarmiento– estaba apenas a 8 cuadras del centro (Fig. 1).

1- La ciudad
(centro) según la Ordenanza de 1873. 2- Suburbios. 3- Extramuros. 4- Laguna de
Netto Barreiro. 5- Laguna de Sánchez. 6- El Bajo. 7- Vaciadero. 8- El Mangrullo
y el Acceso Sur. 9- Barrio Saladillo. 10. El Baño de Mandinga. 11- Barrio
Empalme Graneros.
Figura 1
1- La ciudad (centro) según la Ordenanza de 1873. 2- Suburbios. 3- Extramuros. 4- Laguna de Netto Barreiro. 5- Laguna de Sánchez. 6- El Bajo. 7- Vaciadero. 8- El Mangrullo y el Acceso Sur. 9- Barrio Saladillo. 10. El Baño de Mandinga. 11- Barrio Empalme Graneros.

Las lagunas

La laguna como espacio natural preexistente a la urbe se constituyó como un problema en el siglo XIX, desde dos aspectos simultáneos: como obstáculo a la expansión urbana (calles y edificación para la demanda demográfica) y como relicto de una época pasada, vinculada a la naturaleza, su flora y su fauna. Esos dos problemas se resolvieron de acuerdo a diferentes proyectos, algunos de los cuales no se ejecutaron por problemas financieros o tecnológicos del momento. Pero en los discursos (políticos y de la prensa) se solicitaba urgencia para la solución, que se debía probablemente al incremento poblacional y al de los negocios rosarinos, incluyendo la especulación inmobiliaria.

Arriba izquierda:
el bajo inundable en 1902. Arriba derecha: la Lagunita, Bv. 27 de Febrero y Av.
Belgrano, 1996. Archivo Ministerio de Obras Públicas, Rosario. Abajo: la
Lagunita en 1999. Foto: gentileza Arq. Walter Salcedo.
Figura 2
Arriba izquierda: el bajo inundable en 1902. Arriba derecha: la Lagunita, Bv. 27 de Febrero y Av. Belgrano, 1996. Archivo Ministerio de Obras Públicas, Rosario. Abajo: la Lagunita en 1999. Foto: gentileza Arq. Walter Salcedo.

En el siglo XVII, la laguna de Netto Barreiro (hoy Rioja y Buenos Aires) impedía el paso por el Camino Real. Netto, un extranjero, mediante un pequeño puente derivaba a los transeúntes hacia su comercio, hecho del que se quejaban los rosarinos criollos. Fue sobre todo un problema de convivencia vecinal y la laguna acabó cegándose con el tiempo con los loteos del área central (Álvarez, 1998).

A partir de 1860, había otros problemas más complejos que involucraban la expansión de Rosario, ya como ciudad. En el proyecto de ordenanza sobre anchura de calles bajadas y caminos de Aarón Castellanos (Dócola, 2017) se proponía convertir en un paseo la laguna de Sánchez o de los patos, agua salvaje considerada insalubre y peligrosa, tanto como elemento natural como en su rol irregular de vaciadero de basuras conteniendo “miasmas”; “aguas putrefactas” y “gérmenes de todo tipo de enfermedades” (Álvarez, 1998, p. 383-384).

Si para el primer caso existen escasos documentos; para el segundo, la normativa municipal dio respuesta a un doble problema público: la salud y la expansión. Las sucesivas ordenanzas siguieron el plan del bien público otorgando terrenos para el Normal 1, hasta que en 1898 quedó conformada la planta seca del centro.

En la última década del siglo XIX, la expansión ferroviaria necesitaba grandes espacios de maniobra, inmediatos a los Talleres Centrales (1888-90). Al norte, se hallaba una laguna con el llamado Baño de Mandinga, un paraje cegado luego de que el FCCA adquiriera los predios en 1911 y su población fuera expulsada y descalificada por la prensa (Fernetti y Volpe, 2018).

Otras lagunas y bañados menores de la planta urbana (Fig. 1) se fueron cegando, a comienzos del siglo XX, por los propietarios de la tierra o por las obras públicas, de modo que Rosario, ya drenada en el centro, quedó con una periferia inundable. Se formó un primer espacio público sanitario en la laguna de Sánchez –la plaza Sarmiento– y una escuela de maestras, reforzando la centralización de la salud y la educación, sin preocuparse demasiado por el destino de las poblaciones aledañas a las lagunas.

 El bajo al sur.
Izquierda: Villa Fausta en 1997. Foto Archivo Diario La Capital. Gentileza
Marcela Yuvone, para el Programa Espacios, Sociedades, Territorios. Derecha: El
Mangrullo hoy. Foto del autor.
Figura 3
El bajo al sur. Izquierda: Villa Fausta en 1997. Foto Archivo Diario La Capital. Gentileza Marcela Yuvone, para el Programa Espacios, Sociedades, Territorios. Derecha: El Mangrullo hoy. Foto del autor.

El bajo salvaje, aguas al sur

La ribera anegable presentaba un problema muy diferente. Si las lagunas detenían el proceso de crecimiento de Rosario, el escaso dominio del río obligaba a contemplar cómo las crecidas –como la creciente grande de 1876– destruía periódicamente la ribera aprovechable y las instalaciones allí dispuestas para el comercio de ultramar. La ribera debía ser integrada a la ciudad, urbanizada, para permitir su dominio (Galimberti, 2015).

La Ordenanza de Alineación de 1873 proponía un ordenamiento profundo y estructurado de la ciudad entera, incluyendo el Bajo de los Sauces, área salvaje del centro. En la ordenanza se delimitaban Bajo, ciudad, dos anillos, suburbios y extramuros, y dos aldeas satélite: San Francisquito y Ludueña (Fig. 1). Sin embargo, la ordenanza no previó el impacto de la inmigración y sobre todo que los suburbios se poblarían con creciente rapidez. En el siglo XX se ocuparon los extramuros y se asimilaron las aldeas, junto a un hinterland de pueblos fundados a fines del siglo XIX (Alberdi, Sorrento, Fisherton). Cabe destacar que la ordenanza imponía un orden a cualquier situación futura, colocando el rótulo de irregular a las construcciones que no lo respetaran. En el espíritu de la ordenanza nadie podía escapar a la formalización del plano y la gradación espacial: la ordenanza definía también dónde vivía cada quien (Dócola, 2017; Galimberti, 2015).

El Bajo, como sitio de proyecto (el futuro puerto impuesto en 1905) se sometía a la ordenanza pero solo dentro del área central portuaria. Al sur, el Bajo continuaba como playa anegadiza desde el encuentro del área central con el primer anillo y más allá de avenida Pellegrini (Galimberti, 2013).

Una conveniente cava en la barranca alta fue utilizada como basural urbano, y al agua salvaje de la playa se le añadieron grupos de quemeros, gitanos y trabajadores portuarios, que hicieron de La Basurita o vaciadero municipal, un espacio particular de segregación: agua, basura e indeseables sociales (Fernetti y Volpe, 2018).

Asimismo, la ordenanza configuró el sur: junto al río domesticado en el centro mediante el puerto, en la década de 1920, hacia el sur continuaban el agua salvaje, la Lagunita y los basurales (Fig. 2). En el extremo sur rosarino, el barrio El Mangrullo se desarrolló en el agua salvaje del Saladillo, con una población marginada desde principios del siglo XX (Galimberti, 2013; Roldán y Godoy, 2020; Roldán y Arelovich, 2020).

Ahora bien, otros proyectos reforzaron ese proceso de segregación espacial del sur, iniciado en 1873. Además del basural y el matadero municipal, se ubicaron algunas instituciones con la finalidad de resolver los problemas sociales: en efecto, el Asilo de Mendigos (1888), el Hospital Rosario (1898) y el Buen Pastor (1896) se dispusieron al sur, a pocas cuadras del río todavía salvaje.

El Acceso Sur de 1977, una conexión regional, dividió la continuidad del viejo Barrio Saladillo en dos partes marcadas: mientras el barrio al oeste, barrio Roque Sáenz Peña, mantuvo una impronta de casas bajas y hasta lujosas, sobre el bajo, al Mangrullo (Fig. 3) se lo segregó aún más, incluso por la fuerza:

Durante la construcción del Acceso Sur (1979-1981), los pobladores del Bajo Saladillos, linderos al Frigorífico Swift, fueron trasladados por la fuerza en camiones, junto a sus casas desarmadas, al conocido popularmente Barrio Las Flores (Pagnoni, 2017, p. 192).

A fin del siglo XX, la ribera anegable dejó de serlo por causas económicas: el puerto absorbió la franja costera hasta la orilla norte del Saladillo y volvió inaccesible el agua. Sin embargo, la población generada en la barranca y los basurales del siglo XIX aún continúa en el lugar.

La Lagunita. Bv.
27 de Febrero y Av. Belgrano, 1996.
Figura 4
La Lagunita. Bv. 27 de Febrero y Av. Belgrano, 1996.
Fuente: Foto Archivo Diario La Capital. Gentileza Marcela Yuvone, para el Programa Espacios, Sociedades, Territorios.

 Inundación de 1967
en Arroyito. Arriba izquierda, desborde en Av. Alberdi y Portugal. Arriba
derecha: El entubamiento de 1949 del Ludueña, insuficiente. Abajo: barrio Empalme
Graneros. Colección M.P. Lapadula, Museo Itinerante del Barrio de la Refinería.
Figura 5
Inundación de 1967 en Arroyito. Arriba izquierda, desborde en Av. Alberdi y Portugal. Arriba derecha: El entubamiento de 1949 del Ludueña, insuficiente. Abajo: barrio Empalme Graneros. Colección M.P. Lapadula, Museo Itinerante del Barrio de la Refinería.

Los arroyos

Indefinidos los límites rosarinos y con una ciudad casi nuclear, los arroyos Ludueña y el mencionado Saladillo fueron un problema menor durante el siglo XIX. Las periódicas inundaciones respondían a ciclos naturales de lluvias y sequías que afectaban el hinterland rosarino, pero no alteraban la urbe. Consolidados los límites urbanos y con la anexión de los pueblos de Fisherton, Alberdi y Sorrento entre 1890 y 1919, este nuevo status administrativo reconfiguró la presencia del agua salvaje.

Mientras que el Saladillo, al sur, era el límite urbano, de cauce profundo y barrancas altas, al norte el Ludueña era una cañada de orillas bajas que formaba parte de la trama urbana, con varios barrios en su recorrido y amplia cuenca de desborde.

Estas diferencias incidían de distinto modo en la planta urbana. Si bien el barrio Saladillo resultaba afectado, varias obras de infraestructura sorteaban el obstáculo de las aguas salvajes. El barrio había nacido como pueblo veraniego en 1889, como emprendimiento privado, similar al de Alberdi en el norte, pero la llegada del frigorífico Swift y la radicación de contingentes provocaron el éxodo de la burguesía rosarina. De este modo, Saladillo se convirtió en un barrio proletario a partir de la década de 1920 (Roldán, 2005).

En el norte, el Ludueña constituía el límite rosarino en 1876. En 1920 ya era un obstáculo a salvar mediante un puente precario. Consolidada la zona norte con los barrios de Arroyito, Nueva Abisinia, Empalme Graneros, Sorrento y Alberdi, las inundaciones comenzaron a ser un problema. Los desbordes alcanzaban la planta urbana poblada y en 1949 se dio solución a este problema mediante un entubamiento. La solución pareció adecuada y segura, al punto de construir en 1964 un hospital infantil en la desembocadura del Ludueña. El Saladillo, más caudaloso y con extensas tierras fiscales baldías a lo largo del curso, no recibió un tratamiento similar.

Las aguas salvajes retornaron a uno y otro arroyo. En su desembocadura en el Paraná, el Saladillo inundaba la Lagunita y el Mangrullo (Fig. 4) pero no afectaba en la misma medida la parte alta del barrio ni al Frigorífico Swift.

El agua causaba mayores estragos en el norte, al desbordarse el Ludueña por encima del entubamiento (Fig. 5). Por ello el arroyo tuvo varios intentos de desagüe integral (el sistema de conductos emisarios) y la solución definitiva fue un sistema de aliviadores municipales con una presa retardadora provincial finalizada en 1994. Esta última domesticación, a gran escala, significó eliminar el problema del agua salvaje en los barrios afectados. Pero generó también un beneficio para la especulación inmobiliaria en zonas ahora secas y, por lo tanto, valiosas.

La domesticación produjo un desequilibrio donde lo salvaje se dividió: la aguas sin domesticar quedaron o bien en poder de urbanizadores privados, o bien como predios de menor valor por la calidad del terreno o de propietario ausente o fiscal. Se reservó y redistribuyó la tierra seca –ahora disponible– a loteos en barrios cerrados de alto costo (Bragos y Pontoni, 2003), urbanizaciones municipales y provinciales de baja calidad, junto a nuevos asentamientos emergentes en un nuevo clivaje, redistribuyendo los espacios dentro de la planta urbana rosarina y generando nuevos barrios.

A fines del siglo XX la acción municipal fue coherente con esos clivajes mediante obras públicas de gran escala, como el Parque Sur y el Bosque de los Constituyentes. Al norte, este último queda delimitado por alambrados, aislado de las numerosas viviendas precarias del contexto. Más al oeste se construyeron barrios cerrados de lujo, con lagunas artificiales a pocos metros del agua del Ludueña, que ya no se desborda.

Al sur, desdibujando el trazado del Parque Sur, las obras públicas se detuvieron frente al barrio La Paloma, una urbanización en el barrio Saladillo que, junto al Mangrullo inundable, presenta severas carencias de suministro de agua potable. Lejos de resolver las injusticias, las obras de domesticación hídrica mantuvieron injusticias existentes y crearon nuevas, con beneficiarios y perjudicados, radicaciones y desalojos, nuevos asentamientos de lujo y precarios, incluso más extensos y problemáticos.

La Tribuna,
12/5/1947. Hemeroteca Biblioteca Argentina.
Figura 6
La Tribuna, 12/5/1947. Hemeroteca Biblioteca Argentina.
Fuente: Gentileza Lic. Soccorso Volpe.

Salvaje o domesticada: el discurso de la prensa rosarina

En los casos arriba planteados la prensa rosarina intervino activamente en la denuncia de las aguas salvajes, proponiendo la urgente solución de un problema que se veía como atraso frente al progreso y que se acopló al pensamiento higienista.

Acorde a las ideas sarmientinas, el periodismo rosarino del siglo XX presentaba la barbarie (lo criollo, lo negro o el indio) como aun existentes junto a la ciudad europea. Asimismo, lo natural/salvaje era concebido como un problema para el adelanto del Rosario, sin preocuparse demasiado por las poblaciones bárbaras vinculadas al agua, parte invisible de ese atraso.

Los recursos periodísticos habituales eran las crónicas sarcásticas o la alarmante noticia policial. En ambos, se trataba de generar la empatía del lector urbano respecto al problema (el barreal, la laguna, el Bajo, el basural, el escondrijo) así como también la burla con respecto a las personas retratadas, los otros: quemeros, linyeras, lateros, delincuentes. La combinación de ambos enfoques pasa por los apodos (Doña Inmunda o Copetín para dos quemeros) y por la ironía, como “la curiosidad prehistórica del barrio” para el Baño de Mandinga o “los tesoros de la cloaca” para el vertedero municipal (Por el Barrio de las Latas,1910, p. 23; Mining Basura Company, 1910, p. 33-34). Junto a otros artículos, son presentados como una aventura por la naturaleza, con la denuncia simulada de ironía: “¿Necesitan hacer un paseo para estirar las piernas en una de estas hermosas tardes otoñales? Voy a señalarles un rumbo, aunque los higienistas pongan el grito en el cielo: vayan al barrio de las latas y de los microbios” (Por el Barrio de las Latas, 1910, p. 23).

La idea periodística era una desnaturalización de lo natural: no era justo (para la ciudad) que la naturaleza –y sus protagonistas– permanecieran en la planta urbana: debían ser desalojados y la naturaleza salvaje anulada como objeto independiente de la urbe.

La injusticia era que eso ocurriera en Rosario, no la sufrida por personas y grupos. Sobre todo, el segundo anillo, los extramuros, eran un campo inmobiliario importante con negocios de compraventa, loteos a bajo precio, expansiones ferroviarias y luego del cierre de los límites de la urbe, tierra cada vez más escasa y especulativa, con un manejo restringido a propietarios, inmobiliarias y el ferrocarril, formando un mercado oligopólico, política y parentalmente vinculado (Lanciotti, Baremboim, Abraham, Brizuela, Brizuela G., García, Kofman, Sweeny, Tumini y Villagi, 2015).

A mediados del siglo XX, el periodismo ya no insistió en este formato. Los basurales, el arroyo y las crecientes eran un problema urbano de décadas y las barrancas eran vistas sin ironía, como depositarias salvajes de la delincuencia y la informalidad. Pidiendo acciones concretas al municipio se utilizan términos dramáticos: “un baldón (vergüenza) para la ciudad” donde se hace necesaria “la demolición de las barrancas” (Motivos urbanos, 1947, p. 4); comparados con el centro, “el bajo y su población son un balcón a la miseria” (El balcón de la miseria, 1957, p. 12), lo que obliga a soluciones urgentes sobre el Bajo (Crean los bajos de Villa Manuelita un problema de vastas proporciones, 1947, p. 11). A veces estos discursos muestran lo lejos que llegó la relación entre lo salvaje y lo domesticado, al punto de comparar a los niños del basural de Jesús Pérez con “peludos” (Fig. 6) por su práctica cotidiana de excavar en los desperdicios (Escarbando como peludos …,1947, p. 12).

Al poblarse la ciudad de los extramuros, los barrios, el agua salvaje del arroyo se convirtió en un problema vecinal. En Empalme Graneros, la comunidad barrial se vio permanentemente afectada por las inundaciones. Los damnificados eran “los vecinos” unidos por el problema del agua salvaje: “Cada obra que se realice se debe a la unidad del pueblo de Empalme Graneros”, decía por entonces un cartel de chapa al lado de la vía, firmado por la ONG Nunca Más Inundaciones - NU.MA.IN (Cuando el barrio tuvo su Nunca Más, 2006, abril 23).

Esta declamada unidad barrial fue rápidamente negada. Se pedía a los qom-toba (“los indios”) que regresaran a sus lugares de procedencia, porque su radicación en el barrio impedía la ejecución de las obras públicas de control de inundaciones y hasta hubo amenazas de desalojo por la fuerza, de parte del intendente (Corbetta, 2017, p. 169-71).

Sin embargo, el periodismo de fines del siglo XX ya no era irónico como en 1910 ni autoritario como en la década de 1940. Denunciaba las quejas de los vecinos en tanto suponía una realidad perjudicial y compartida, sin excluir la clave política que indicaba la transformación necesaria, ya que “la suerte del río es la suerte de su gente” (Del Frade, 1991, p. 10). Se intentaba unir discursivamente la dicotomía en una sola, para señalar injusticias sociales, sobre todo las asimetrías, que le ocurrían “a la gente”. Pero en ocasiones se mostraban las causas profundas de esas desigualdades: “un modelo de desarrollo económico urbanístico” con una “clara segmentación social” (Del Frade, 1991, p. 69).

En gran medida por el periodismo burgués, los conceptos civilización/barbarie y salvaje/domesticado habían permeado el discurso del sentido común de la clase media, naturalizando la división nosotros-otros (Neyret, 2003). Si la ciudad es lo civilizado y la pampa el barro, en la ciudad lo salvaje ahora son las aguas, con los tobas (los indios) y los villeros asociados a ella. En el campo no controlado de la naturaleza por domesticar, aparece una “convergencia de intereses entre actores contrapuestos, o en su defecto de convergencia de intereses divergentes” (Corbetta, 2017, p. 174).

O sea, lo que es inconveniente para los vecinos (la inundación, la basura) ocurre en el mismo espacio de la tierra conveniente para los migrantes (pampa como lo vacante, lo no urbanizado, el baldío, el barreal). En ese espacio convergente, lo salvaje es motivo de enfermedades, atraso y falta de higiene (Achilli, 2003, p.13) exclusivos de los extraños, los villeros, los indios, los trasladados, los que pueblan el agua que debe ser sujetada para bien de todos, algo que la prensa burguesa de todo un siglo se encargó de representar, divulgar e instalar.

Arriba izquierda:
el agua salvaje en las islas, frente a la ciudad. Abajo izquierda: el Acuario
como representación monumentalizada y didáctica del agua salvaje.
Figura 7
Arriba izquierda: el agua salvaje en las islas, frente a la ciudad. Abajo izquierda: el Acuario como representación monumentalizada y didáctica del agua salvaje.
Fuente: Fotos: Gabriela González. Programa Espacios, Sociedades, Territorios, Centro de Estudios Interdisciplinarios, UNR.

Arriba derecha: la
desembocadura del Saladillo (el Mangrullo). Foto del autor. Abajo derecha:
fotomontaje del Proyecto de Reconversión Socioambiental y Urbana en la
Desembocadura del Arroyo saladillo. Fuente: Secretaría de Planeamiento.
Municipalidad de Rosario.
Figura 8
Arriba derecha: la desembocadura del Saladillo (el Mangrullo). Foto del autor. Abajo derecha: fotomontaje del Proyecto de Reconversión Socioambiental y Urbana en la Desembocadura del Arroyo saladillo. Fuente: Secretaría de Planeamiento. Municipalidad de Rosario.

Discusión

Si la dicotomía política civilización/barbarie, instalada en el discurso cotidiano, implicaba originalmente una oposición entre ciudad y campo, la dicotomía salvaje/ domesticada se dirimió dentro de la ciudad.

A partir de mediados de siglo XIX, la urbe estaba en permanente expansión y para las clases dirigentes que construían ciudad, lo salvaje dentro de ella era intolerable. Mientras que en lo político se establecía, con las clases dirigentes, una relación opuesta al gaucho, al caudillo, al no-civilizado o sea a los otros. El atraso de lo salvaje significaba una relación paralela y antagónica natural/cultural con lo sin lugar en la urbe, una regresión al inicio del proceso salvajismo/barbarie/civilización que definía el progreso humano (Lobo, 2003, p. 37).

Con esa ideología, lo salvaje fue inconciliable con la ciudad capitalista (López y Rotger, 2013, p. 43) a menos que se aplicara un proceso de domesticación, como finalmente sucedió.

Puede sostenerse entonces que la relación naturaleza/cultura, o sea entre salvajismo y domesticación del agua se definió (y define) como del campo urbanístico, esto es, estructurante de la ciudad y consecuencia del proceso civilizatorio, donde la escala de la ciudad capitalista es el baremo de lo domesticado.

Como un devenir del concepto político, la relación aguas salvajes y domesticadas fue una praxis urbana en las ciudades argentinas y dentro del tema agua como elemento natural, fue una aplicación, a nivel urbanístico, del concepto impreso en la portada del Facundo: una reducción a servidumbre de las aguas, un proyecto de control para el aprovechamiento del recurso.

Al operar sobre las preexistencias, el proceso de domesticación del agua desarticula hidroterritorios, redistribuye asimétricamente tanto los beneficios de la domesticación como su perjuicio, generando nuevas desigualdades, reconfigurando o exacerbando las existentes. Así, al beneficio de la mercantilización para las clases medias o burguesas se le contrapone el acorralamiento de los marginados en torno a las aguas aún salvajes, paradójicamente rodeados de los beneficios civilizatorios de la salud o los recursos para la subsistencia, cada vez más inaccesibles.

Si el área seca de tejido urbano fue ocupada primero por las clases altas y medias rosarinas (fuente del funcionariado planificador), después el espacio salvaje remanente terminó siendo repositorio de las clases menos favorecidas en el reparto de lo domesticado, identificando espacio con pobladores. De un modo homólogo al orillero, el latero o el quemero como prototipos suburbanos del siglo XIX, las tierras inundables y sin urbanizar albergan a los villeros, los ocupas, los tobas, los intrusos, al punto de configurar una tierra de nadie: nadie las posee legalmente y sus pobladores también son nadie (Fernetti y Volpe, 2018).

Las resiliencias aparecieron a mediados del siglo XX. Primero con los vecinos quejándose de la situación y organizándose al considerarse postergados a áreas inundables fuera de la civilización, una vez agotadas las tierras mercantilizadas disponibles. Luego, a final del siglo XX se evidencian crecientes reclamos de grupos marginados (villeros, qom, pescadores) incluyendo reapropiaciones, institucionalizaciones y movilizaciones cotidianas tanto materiales como simbólicas, sobre un territorio que nunca es suyo, en una ciudad de propietarios.

De allí que el acto urbano de domesticar no se reduce al agua. Es un proceso de aplicación puntual, pero de resultado extenso, se trata de configurar la ciudad. El agua salvaje permanece como límite o reserva y domesticar el agua es diseñar toda la ciudad, porque los procesos de domesticación sobre el espacio hídrico reconfiguran el espacio social completo, incluso llegando al discurso cotidiano: ser salvaje es vivir en el barro.

Ahora bien, ¿quiénes domestican? Este proceso llevó a una ciudad capitalista pero no se extinguió en el agua urbanizada, sino que continuó bajo formas nuevas. Así como la tierra seca, obtenida mediante obras públicas municipales benefició a los vecinos de clases medias y generó espacios públicos y viviendas de alto precio, también expulsó a las poblaciones marginadas a espacios cada vez más escasos y peligrosos.

En Argentina, el estado municipal es el gran domesticador, ya que eso implica poder actuar sobre su territorio mediante la normativa y la obra pública: ese poder es la construcción del espacio social urbano. Pero dado que la ciudad capitalista es residencia de conflictos, ante un antagonismo de intereses, el estado municipal implementará, para unos, soluciones estructurales –domesticar– y para otros superficiales: la caridad o el paliativo. Al decir de Harvey (2008, p. 27), puesta la administración pública ante un conflicto entre negocios particulares o bienestar general, se impondrá el primero, una regla de oro de la ciudad capitalista. Es el estado municipal quien domestica, asumiendolo como un beneficio funcional para todos, pero ese proceso termina en profundas inequidades socioespaciales. La función termina siendo disfuncional, asimétrica.

¿Civilizar o domesticar? El proceso aplicado sobre las aguas naturales urbanas permite pensar que son parte de un proceso de política/praxis de la planificación estatal, como motor de la construcción de la ciudad.

Sin embargo, la ideología civilizatoria admitía la naturaleza, pero solamente en forma de modelo (el parque francés o inglés, el lago artificial, la fauna decorativa, el jardín con falsas ruinas), artificializaciones decorativas y estandarizadas, o sea representaciones de lo natural (Fig. 7). Esas construcciones implicaban funciones específicas, generalmente de jerarquización, ocio y una declamada salubridad pública (Roldán y Godoy, 2017).

De este modo, el pintoresco laguito del Parque de la Independencia de 1902 tiene una superficie mayor que la laguna de Sánchez. Pero como naturaleza, estaba admitida: no puede verse como una contradicción (cegar una laguna insalubre y excavar otra) sino como un signo objetivado de lo natural, dentro de un pulmón verde (el parque salubre y europeo) con árboles cuidadosamente seleccionados, como sus promotores y usuarios:

Al iniciarse el siglo pasado, los promotores y principales usuarios del parque (de la Independencia) vivían en sus inmediaciones, sobre uno de los bulevares de ronda que configuraba el vértice noroeste de su extensión. Ellos deseaban ambientar su vida urbana con las bellezas y la tranquilidad naturales. Para llenar ese anhelo, el parque aparecía como el dispositivo más adecuado: la interface urbana de integración del campo a la ciudad (Roldán y Godoy, 2017, p.156).

El espacio público-parque como escenario de las élites, es homólogo al agua decorativa de los barrios cerrados, al río para el deporte y el ocio, al aire puro de la ribera, al balcón al río que encarece la vivienda, al agua como un remedo estético de algo antiguo, desaparecido, escaso, salubre y por ello atractivo y valioso (Roldán, 2017; Roldán y Godoy, 2018), características visibles hoy como mercantilizaciones del paisaje.

Paralelamente, la asimetría lograda con la domesticación supuso la pérdida de unos derechos colectivos que –supuestamente– traía la civilización, impresos en normativa y propalados como justos en los diarios. Pero a diferencia de la domesticación, solo resultan enunciaciones:

Cambiarían la realidad si entraran en la práctica social: derecho al trabajo, a la instrucción, a la educación, a la salud, al alojamiento, al ocio, a la vida. Entre estos derechos en formación figura el derecho a la ciudad (no a la ciudad antigua, sino a la vida urbana, a la centralidad renovada, a los lugares de encuentros y cambios, a los ritmos de vida y empleos del tiempo que permiten el uso pleno y entero de estos momentos y lugares, etc. (Lefebvre, 1978, p. 167).

El resultado de la domesticación es una ciudad desigual, cuya planificación actual contiene y profundiza las desigualdades sociales, bajo un rótulo funcionalista de borrosa lectura, ya que el agua sigue siendo salvaje en algunos espacios y domesticada en otros. Queda por saber si la actual ideología del bien común en el urbanismo es un resabio sarmientino o la consecuencia de su aplicación.

Mientras tanto, puede afirmarse que Rosario, históricamente y como ciudad argentina, no se vio exenta de ese proceso ideológico y conflictivo que civilizaba la pampa al urbanizar y que domesticaba la naturaleza interior al proyectar la ciudad, como procesos extensos, simultáneos y concurrentes.

El agua es solo uno de esos campos. Ideológicamente analizada, quizás contradice la imagen de una Rosario vieja, aislada, que imita a lo europeo y a Buenos Aires. El agua salvaje ya domesticada muestra que Rosario se desarrolló inserta en un trayecto ideológico argentino, complejo, profundo y difundido socialmente, cuyas asimetrías surgen todavía hoy. •

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Notas de autor

(*) Gustavo Osvaldo Fernetti. Arquitecto (1989, UNR) y Licenciado en Antropología (2019, UNR). Investigador del Centro de Estudios en Arqueología Histórica. Investigador invitado del Programa Espacios, Sociedades del Centro de Estudios Interdisciplinarios (UNR). Miembro de número de la Junta de Historia de Rosario. Actualmente trabaja en el Programa de Preservación y Rehabilitación del Patrimonio, Municipalidad de Rosario. Ha publicado artículos de arqueología urbana. Especialista en Restauración. Especialista en Museología. Asesor en el Museo Ferroviario y de la Ciudad de Funes “Juan Murray”.

ORCID:0000-0003-3999-6434

arqfernetti@hotmail.com

Información adicional

CÓMO CITAR:: Fernetti, G. O. (2020). De salvaje a domesticada. Presencia y transformación del agua urbana en Rosario, Argentina. A&P Continuidad, 7(12), 64-75. https://doi.org/10.35305/23626097v7i12.244

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