Producción artística
“Calle 303 e/ Alameda 209 y 210 - Chalet SANCAY”: así aparecía la referencia a la casa de mis abuelos de Villa Gesell en las cartas que le mandaban a mi mamá y a las que a veces respondíamos. Durante mucho tiempo, eso fue para mí un chalet: casa de dos plantas con techo de tejas, con un parque enorme y un cerco de madera pintado de blanco.
Mis abuelos maternos no eran especialmente afectuosos o demostrativos, pero en aquella infancia remota las cartas que recibíamos de mi abuelo y que mi mamá nos leía en voz alta tenían algo especial, el aroma de lo exótico: venían de lejos y contaban sus experiencias en el inhóspito balneario fuera de temporada, un lugar que se nos revelaba de película a través de sus palabras. Y no sólo eso: las cartas incluían una historia que inventaba mi abuelo -una especie de cuento por entregas- protagonizada por mi hermano, mi primo y yo: “La historia de los 3 valientes, que aplaude toda la gente”. Allí, vivíamos grandes aventuras, siempre bajo el riguroso código moral de mi abuelo, quien proyectaba en nosotros conductas que nunca tuvimos. Esa historia por entregas -especie de folletín epistolar- era el plato fuerte de las cartas, recuerdo esperar con ansias la lectura con la continuación de nuestras peripecias. Conservo en la memoria detalles y dibujos, ya que mi abuelo acompañaba su relato con toscas ilustraciones en birome.
Recuerdo también que mi abuelo era muy ingenioso – e incluso gracioso- en esas cartas, o por lo menos mi mamá y mi tía así lo demostraban, sobre todo cuando comentaban entre ellas las cartas recibidas (solían recibir cartas en simultáneo, diferentes, pero ambas incluían una misma copia de “La historia de los 3 valientes”). En una ocasión, la carta llegó con una noticia emocionante: había nevado en Villa Gesell. Para demostrarlo, mi mamá nos leyó un pasaje de “su” carta. Allí mi abuelo contaba la sorpresa del amanecer nevado. Y añadía que había guardado un poco de nieve en el horno para que pudiéramos verla cuando fuéramos en las vacaciones. Mi mamá se reía, y yo era tan chico que ni siquiera entendía el chiste.
“El 31 de agosto de 1974 nevó en Villa Gesell”. La nota con la letra redondeada y prolija de mi abuela sigue pegada hoy en el lavadero del chalet, junto con alguna recomendación doméstica. 31 de agosto de 1974: yo tenía entonces cinco años.