Artículos de investigación
Entre la tinta y la pantalla grande: La guagua aérea1
Between the ink and the movie screen: La guagua aérea2
Plurentes. Artes y Letras
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1853-6212
Periodicidad: Anual
núm. 14, e056, 2023
Recepción: 15 Junio 2023
Aprobación: 21 Junio 2023
Publicación: 27 Octubre 2023
Resumen: El trabajo pone en diálogo el ensayo “La guagua aérea” (1983) del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez y la película que, basada en él, con su mismo nombre, produjo el boricua Luis Molina Casanova en 1993. Examina algunas de las variaciones más significativas en la adaptación del texto base (entre otras, desplazamiento cronológico, alteración del foco y el esquema narrativo, selección de personajes, recorte y expansión de escenas) con el propósito de mensurar los sentidos diferenciados que irradian los textos sobre los modos de concebir y configurar la nación y la identidad cultural puertorriqueñas.
Palabras clave: Puerto Rico, literatura, cine, nación, identidad cultural.
Abstract: The work puts into dialogue the essay “La guagua aérea” (1983) by the Puerto Rican Luis Rafael Sánchez and the film which, based on it and with the same name, was produced by the Puerto Rican Luis Molina Casanova in 1993. Some of the most significant variations introduced in the base text (among others, chronological displacement, alteration of the focus and the narrative outline, character selection, cutout and expansion of scenes) are examined with the purpose of measuring the differentiated meanings the texts radiate about the ways of conceiving and configuring the Puerto Rican nation and cultural identity.
Keywords: Puerto Rico, literature, cinema, nation, cultural identity.
Zona de despegue
“Como una nación flotante entre dos puertos de contrabandear esperanzas” define Luis Rafael Sánchez a Puerto Rico en su magistral texto “La guagua aérea” (1994, p. 22)3. Huidizo a las regulaciones genéricas, desde la crítica literaria ha sido leído como ensayo, cuento o crónica; desde la antropología, como un relato de viaje modélico de las culturas viajeras promovidas por las diásporas, tal como lo concibe James Clifford (1999). En efecto, el texto de Sánchez descomprime el significado de la noción de frontera como límite infranqueable para problematizar la condición puertorriqueña suspendida entre la isla y la tierra firme, entre Puerto Rico y los Estados Unidos, convirtiendo un avión de la Pan American World Airways, a través de la metáfora, en una guagua (colectivo) que cruza el Atlántico llevando un elenco de migrantes que ponen en escena mucho más que el repertorio de las múltiples motivaciones y expectativas propulsoras del viaje a Nueva York.
Se trata de un viaje situado en los años 80 que, por cierto, arrastra la profundidad histórica del vínculo de Puerto Rico con el país de norte a partir de la invasión a la isla en 18984, su inmediata conversión en territorio incorporado, la asignación de la ciudadanía estadounidense a sus habitantes en 1917 y, desde 1952, la sanción de la fórmula que rige su estatus neocolonial hasta nuestros días: Estado Libre Asociado a los Estados Unidos. Hablar de migración en este contexto, por lo tanto, implica hablar de desplazamientos sostenidos a lo largo de más de cien años (125 para ser precisa), cuyas formas de efectuación, entre ellas éxodo, exilio, diáspora5, fomentadas por coyunturas políticas, culturales, sociales, económicas y hoy podemos decir también meteorológicas, robustecieron su carácter de mudanzas constitutivas de la historia isleña. Se afianza como modulaciones de una constante que se inicia en los años siguientes a la invasión, se fortalece con el otorgamiento de la ciudadanía estadounidense (que posibilita la ida y el regreso), alcanza un punto climático en los años 50 (el éxodo masivo provocado por el fracaso del modelo desarrollista de Luis Muñoz Marín, primer gobernador electo de la isla, en 1948), continúa en flujos ininterrumpidos en las décadas siguientes, aun contabilizando la migración de retorno, y recibe la inesperada arremetida de la oleada post huracán María que devastó la isla en 2017. Hoy, la balanza revela un vuelco fenomenal; tomando los años siguientes al último censo de 2020, se estima que de los 9.000.000 de puertorriqueños, 6.000.000 residen en los Estados Unidos.
¿Cómo describir esa comunidad grabada a fuego por el desmembramiento? La pronunciada fragmentación del cuerpo insular y con él, la fisura de la memoria histórica y cultural, esa “memoria rota” sobre la que reflexiona Arcadio Díaz Quiñones en su ensayo homónimo (1993)6, encauzan entre otras tensiones, la que se dirime entre la pertenencia jurídica a una nación y la pertenencia afectiva a otra nación carente de soberanía política, entre un aquí y un allá que mutan de significados y se aproximan o distancian según sea el punto de referencia en que se esté o desde donde se lo sopese, entre el español puertorriqueño, el inglés y el espanglish, entre el lugar de origen y el lugar de residencia (transitoria o definitiva), entre procesos de construcción identitaria dinamizados por fuerzas centrípetas o descentralizadoras.
La guagua sancheana
La guagua aérea dramatiza esas y otras tensiones, valiéndose de una retórica donde el grotesco, la ironía y el humor corrosivo se entreveran para activar la reflexión crítica sobre la condición puertorriqueña. En “Cinco problemas posibles al escritor puertorriqueño” (1997), Sánchez hizo explícita tal aspiración:
[A]l humor hay que acudir cuando se quiere atacar la santurronería y la falsedad, cuando se quiere vaciar la compostura opresiva; al humor inclemente, delator e incendiario; al humor comprometido con el ajuste de cuentas y el reajuste de lo desproporcionado. No hay arma más temible que la burla ni un combate más devastador que el que adelanta la chacota de lo necio y lo beato […] El esperpento, la mojiganga ridiculizadora, la tragedia cómica, el sainete político dan oportunidad de poner en circulación una teoría de la risa como toma de conciencia y de lucidez, como ceremonia de justicia colectiva. (p. 165)
La escena inaugural del ensayo irradia los poderes de esa retórica provocadora. El grito de espanto de las azafatas y luego de la tripulación que comanda la nave, “uniformemente gringa” (p. 12) ante el avance de una pareja de jueyes (cangrejos) por el pasillo del avión, escapados del bolso de un pasajero que con ellos trasladaba un pedacito de su tierra natal, pauta el ritmo de una prosa que deambula por el relato y la descripción permeando en su devenir pasajes donde el sujeto enunciador, con impostación grave, celebratoria o impugnativa, despliega su voz analítica y especulativa. Atentas su mirada y escucha a las reacciones y al barullo orquestado por quienes vuelan en clase económica frente a “la pareja fugitiva” (p. 13), a la risa que estalla, asiste a un espectáculo donde la “euforia triunfa, se colectiviza” y “la guagua efervesce” (p. 14). Improvisadamente, los pasajeros que comparten experiencias, comidas, recuerdos, anécdotas “dramáticas y risibles, desgarradas y livianas” (p. 16) habilitan sus cavilaciones sobre los dilemas de la puertorriqueñidad: el sueño americano alcanzado por unos frente a la exclusión y la hostilidad padecida por otros en la metrópoli, los pesares del desarraigo frente la quimera del regreso, las aporías de colonialismo, el inglés frente al español puertorriqueño, los migrantes de primera clase despectivos de sus coterráneos en clase turista, hermanados por el alboroto y la falta de recato, el ir y venir como reaseguro y sello de una identidad cultural amasada y compartida “entre el eliseo desacreditado que ha pasado a ser Nueva York y el edén inhabitable que se ha vuelto Puerto Rico”. (p. 15)7
De la letra a la pantalla
Una década después de la publicación del texto de Sánchez, en 1993, a 35.000 pies de altura, en un vuelo de San Juan a Nueva York (que le valió un récord Guiness),8 se estrena uno de los filmes más taquillero en la historia del cine isleño, “La guagua aérea”, producida por el boricua Luis Molina Casanova con guion y adaptación de Cristina Díaz y Juan Carlos García, basada en la obra del escritor.9
Suscripta al género de la comedia dramática o como versa la leyenda en uno de los afiches promocionales, “Un drama para reír, una comedia para pensar”, se aproxima a la guagua de Sánchez al enlazar en clave antitética dos especies cuyos efectos buscados recogen el importe humorístico y la germinación del pensamiento crítico. Importa ahora calibrar el peso que la película concede a esas especies y pretensiones.
Acaso resida en la expansión de algunos pliegues del texto fuente una de las operaciones en que los guionistas encontraron el medio para densificar la pequeña historia del vuelo, para trasladar las 6 páginas del original a 1 hora y 15 minutos, una operación sin dudas suministrada por la escritura del boricua, donde se conjugan solidaria y eficazmente economía y espesor. Son, por un lado, los momentos donde Sánchez registra el variopinto grupo de viajeros y sus comportamientos aventados por la algarabía, dispuestos al relajo, y por otro, aquellos donde ausculta sus conversaciones, caladas por las expectativas que impulsan el viaje, repara en escenas y pronunciamientos en los que prima el sentido de pertenencia a la tierra que se ha dejado atrás o el aparente desapego manifiesto por los que triunfaron en la tierra prometida; son esos momentos, insisto, en los que abreva la dupla de guionistas para introducir modificaciones, a grandes rasgos, sustentadas en la amplificación. Comparto algunas.
La recolocación de la historia en 1960, la sustitución de la voz ensayística por la de un pasajero, Don Faustino, el que lleva los cangrejos ocultos, que en off abre y cierra el filme, recordando el vuelo nocturno del 20 de diciembre de aquel año, marca el primer desajuste del original, comprometido con el desplazamiento temporal, el foco y el esquema narrativo. La película comienza con imágenes del aeropuerto donde los pasajeros tramitan la salida, forman fila y se empujan abarrotados de equipaje y enseres. El habla coloquial impera, por momentos estridente y con deslices en espanglish, en sintonía con gesticulaciones acentuadas y escenas de espera o despedida saturadas de atributos disparatados, montadas en el exceso, o melancólicas, mediadas por repentinos flashbacks o dilatados racconti. Como preámbulo, la escena inaugural que, desde la óptica de Rodríguez y Almodóvar Ronda, “tiene el tiempo, la acción, el diálogo exacto y necesario, el manejo de cámara y el fondo musical y de voces que hizo de este comienzo uno sobresaliente” (p. 326), condensa la carga esperpéntica que se potenciará durante el viaje, secuenciando la segunda variación. Me refiero al zigzagueo constante entre el presente de lo que sucede en el avión a través de un prisma que vuelve una y otra vez en panorámica o en primer plano sobre miradas, diálogos, pensamientos dichos en voz alta y algunos pasajeros cuya selección obedece a la sustancia afectiva, dramática o cómica que contienen sus historias de vida, aunadas por reponer las causas que propulsaron el viaje: el padre que va en busca del apoyo del hijo migrado ante la premura de un despojo, la prostituta ilusionada en virar el rumbo de su destino, el falso ciego que, tras engañar a sus vecinos y al párroco del pueblo, cruza el Atlántico para recobrar la vista con dinero ajeno. Se trata de pasajes de historias de vida traídos por el flashback que irrumpen por entregas a lo largo del filme en contrapunto con los fragmentos que recuperan las situaciones jocosas y hasta delirantes que acontecen durante el vuelo: sin acatar las reglas y las órdenes, asqueados por el servicio desabrido, los viajeros sacan de las maletas alcohol, viandas con piononos y un caldero de arroz con gandules para ofrecer a sus compañeros; la bebida, los cuerpos librados al disfrute de la música y el canto colectivo animan la fiesta repentina, incontrolable por la tripulación gringa, al compás del cuatro, el güiro y las sonajas.
En ajuste con el texto base, la película se detiene en los puertorriqueños que juzgan con desprecio a sus compatriotas, se avergüenzan de la parranda y la indisciplina generalizada que los estigmatiza, adjudicándoles a ellas la falta de respeto que se han ganado, aunque inyecta una variación radical, cuyas derivas reenvían al principio de mi lectura. La escena de los jueyes con que se abre el ensayo se desplaza y ubica próximo al final de la trama cinematográfica. “La intranquilidad [que en el ensayo] azuza el discurso patriótico y el contrainterrogatorio anexionista” y delimita “una raya, invisible pero sensible, entre el bando de los gringos y el bando de los puertorriqueños” (p. 13), al compás de la zozobra precipitada por el desparramo de cuerpos y el jaleo, se transmuta en la pantalla. Una demorada escena agudiza la controversia y demarca el linde, esta vez, entre los migrados allá (Estados Unidos) y los que desde aquí se montan en la guagua con el peso de la quimera. Silenciado el jolgorio, el contrapunto entre el hombre de negocios exitoso en Nueva York, que habla inglés y no ha dejado de hacer ostensible su irritación por el comportamiento del pasaje, y el portador de los cangrejos descubierto, figura de raigambre patriarcal, resulta iluminador:
Mr. Colón: ¡Le debería dar vergüenza! ¿Qué es lo que usted se cree? ¿Que esto es una guagua pública? Por eso es que estamos como estamos. Por eso es que a los puertorriqueños no nos respetan.
Don Faustino: …yo traigo estos jueyes conmigo porque ellos son la esperanza de algo que nadie aquí entendería y nadie, nadie tiene que meterse en eso ni siquiera el presidente de Estados Unidos, ni Muñoz Marín, gobernador de Puerto Rico, mucho menos usted […] y con su American Dream.10
El rostro y el parlamento crispados de Mr. Colón, en plano oblicuo inferior, patentiza superioridad, sin embargo, su respuesta al desafiante alegato de quien trae en los cangrejos un pedacito del país de origen trueca las posiciones. La mudez, la falta de palabras capaces de rebatir el argumento y una gestualidad que en sesgo denota que ha perdido la contienda difumina el poder esgrimido. Quizás, simbólicamente, la escena insinúe que ha vencido el discurso nacionalista.
Fin del vuelo
Si el devenir textual, literario y fílmico, está regado de señales e imágenes clave que materializan la nación y la identidad cultural puertorriqueñas, los finales inscriben con contundencia distintos modos de inteligirlas y procesarlas. En el ensayo, la respuesta que le da su vecina de asiento al viajero al preguntarle por el lugar de la isla de donde procede es Nueva York, respuesta provocadora que invierte los roles invasor-invadido pues transforma la gran ciudad en un pueblo del pequeño país. “Es la reclamación legítima de un espacio, furiosamente, conquistado” (p. 22), piensa el sujeto en un juicio de alto valor ideológico. La reivindicación de legados culturales, de tradiciones, de la lengua popular puertorriqueña y otros signos de reconocimiento colectivo que se desgranan en el texto verbal lejos de cancelar la idea de nación, la reformulan desprendiéndola de la carga traumática que imponen el aquí y el allá: se perfila una “nación en vaivén” como la describe Jorge Duany (2010), de “raíces portátiles” (p. 170) en palabras de Julio Ramos (1996), de “frontería” en términos de Abril Trigo (1997, p. 80) , una territorialidad que Sánchez celebra entre signos exclamativos en la última oración del ensayo: “¡El espacio de una nación flotante entre dos puertos de contrabandear esperanzas!” (p. 22)
Otro es el imaginario de identidad que decanta en el filme. En este sentido, mucho se ha escrito acerca de la recurrencia a la nostalgia en el cine isleño de los `90. Ya sea tomada como objeto específico de análisis o como pieza familiarizada con otras que apelan al registro evocativo de un tiempo que se añora y, entonces, se intenta presentizar, la película de Luis Molina Casanova no escapa de las valoraciones de conjunto. Así lo apunta Serrano Lebrón (2010), quien sentencia que las producciones persiguieron rescatar desde una perspectiva romántica, acontecimientos cruciales de la historia del país, entre otros la Guerra de Vietnam y la migración a los Estados Unidos. En sintonía, Díaz-Zambrana ratifica el sentido de la nostalgia “como antídoto de transacción de identidad insular” (2018, p. 17) y Álvarez-Curbelo señala la tendencia hacia “el retorno utópico”, inflexión que pone de manifiesto “la ausencia de entrejuegos en propuestas de identidad montadas sobre la noria de nuestra relación colonial con los Estados Unidos y los procesos de falsa conciencia y enmascaramientos desatados por la relación” (1997, p. 83). Por su parte, Géliga Vargas (2011) subraya, en un horizonte retrospectivo de la producción fílmica insular, que desde sus inicios “pretendió responder defensivamente al control colonial y a la presión asimilista estadounidense, utilizando el cine como recurso para la construcción nacional.”11
La tensión entre los de allá y los de acá en el filme afinca en geografías precisas y delata la concepción de una nación asida a lo telúrico, al resguardo de lo propio frente a lo ajeno impuesto, vector dominante en el discurso nacional paternalista de los años sesenta en que se ubica la historia12, reforzado en el soliloquio de cierre donde la voz en off inicial, acompasada por una décima instrumental de acordes melancólicos, retorna e insiste en la esperanza en la tierra prometida de los migrantes13. Transido por el anhelo del retorno, proyecta su pensamiento hacia los que seguirán montándose en la guagua “para resolver la necesidad urgente de volver”, aunque en la pantalla, superpuesta en su imagen detenida, se imprima la última línea del ensayo que, a contrapelo del sentido que emana de la película, equipara el aquí y el allá para imaginar y propender a la construcción simbólica de una nación y una puertorriqueñidad transportables14.
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Notas