Debates

Estado Penal y crítica marxista. Polémicas y desafíos para el trabajo social

Fernanda Kilduff

Estado Penal y crítica marxista. Polémicas y desafíos para el trabajo social

Escenarios. Revista de Trabajo Social y Ciencias Sociales, núm. 27, 2018

Universidad Nacional de La Plata

Recepción: 18 Julio 2017

Aprobación: 02 Septiembre 2017

Resumen: Este artículo presenta reflexiones sobre el origen de la pena privativa de libertad en el modo de producción capitalista y sus permanencias y modificaciones a la luz del proyecto neoliberal y la hegemonía conservadora en el campo penal en Brasil y Argentina. Finaliza con un debate sobre el Proyecto Ético- político del trabajo social y los desafíos frente a la violación de Derechos Humanos.

Palabras clave: Capitalismo , Sistema penal, Trabajo Social.

Abstract: This article presents reflections on the origin of the deprivation of liberty in the capitalist mode of production and its permanence and modifications in the light of the neoliberal project and the conversational hegemony in the criminal field in Argentina and Brazil. It ends with a debate on social work and the challenges faced with the violation of Human Rights.

Keywords: Capitalism , Penal System , Social Work.

Introducción

En las últimas décadas, la política penal ocupa un destacado lugar en las formas estatales de gestión y control de la desigualdad. Debatir las tendencias del capitalismo contemporáneo y en este sentido, analizar el papel de los estados capitalistas y sus sistemas penales en perspectiva histórica – concebidos como la suma de los ejercicios de poder de las agencias policial, judicial y penitenciaria (Zaffaroni, 2001) – es de vital importancia para problematizar las particularidades de la cuestión social y del trabajo profesional en el ámbito penal observando los desafíos que están puestos al conjunto de profesionales responsables por formular, implementar, gestionar y/o evaluar políticas públicas vinculadas al campo de la Seguridad Pública.

Partimos de las siguientes hipótesis:

1) El crecimiento del aparato penal es parte de la ofensiva capitalista para responder a la radicalización de las manifestaciones de la cuestión social directamente vinculadas al aumento del desempleo estructural y a la pérdida de derechos sociales por parte de la clase trabajadora.

Partimos del presupuesto que la actual fase de desarrollo capitalista iniciada en las últimas tres décadas del siglo pasado está marcada por una crisis sistémica y permanente. El capital responde a su propia crisis de súper producción de mercancías y súper acumulación de capitales con renovados procesos de centralización y concentración de capital sin paralelos en la historia. Así, las agudas expresiones de la cuestión social asumen características dramáticas y particulares en las vidas de las familias trabajadoras que, cuando no administradas por el estado por medio de parcas políticas asistencialistas son encarceladas, torturadas o exterminadas.

2) Ante la creciente violencia sistemática institucional en los espacios de privación de libertad como expresión del aumento del llamado Estado penal, en términos generales, el ejercicio profesional realizado por trabajadores sociales permanece caracterizado por prácticas individualizadas, inmediatistas, fragmentadas y burocráticas, sin conseguir trascender las demandas instituidas de control social y realización de informes criminológicos.

Observamos entonces el siguiente problema: en lo que se refiere al debate y a la realidad penal en la contemporaneidad, como observa Guindani (2015), parte considerable de la sociedad se muestra indiferente frente a las reiteradas violaciones de derechos humanos que sufren las personas aprisionadas y desinteresada en la discusión de nuevas alternativas a la cárcel, a no ser en momentos en que los ánimos se alteran, por ocasión de fugas y motines, muertes violentas y mega-rebeliones.

El debate más profundo queda, por lo tanto, restricto al campo de los cientistas jurídicos y sociales. En el medio académico, principalmente el referido al trabajo social, las investigaciones y discusiones sobre el sistema penal desde una perspectiva crítica, quedan restrictas a pocos profesionales, docentes y estudiantes.

Considero que unos de nuestros esfuerzos profesionales, debe dirigirse a desvendar la lógica del capital y, en esta dirección, analizar la funcionalidad de la privación de libertad para garantizar la reproducción del modo de producción capitalista fundado en la producción colectiva y en la apropiación cada vez más privada de la riqueza socialmente producida.

Si consideramos que el ejercicio profesional se realiza mediado por el conjunto de condiciones objetivas – creadas históricamente por el hombre y que individualmente es difícil modificar – y por la intención/voluntad del sujeto profesional colectivo, fundada sobre determinados valores y visiones de mundo, pueden ser generadas propuestas de trabajo competentes y afinadas con los principios del proyecto ético-político que defendemos, posibilitando superar, en términos de Iamamoto (1992), prácticas fatalistas y mesiánicas arraigadas por el conservadurismo.

Para Netto (1999), el actual proyecto ético-político hegemónico del trabajo social brasileño viene siendo construido desde su renovación crítica iniciada en las décadas de 1960/1970 y, sustentado en la teoría social marxista, observa el reconocimiento da la libertad como valor central. Consecuentemente, está vinculado a un proyecto de sociedad que propone la construcción de un nuevo orden social, sin dominación y explotación de clase. Abraza la defensa intransigente de los derechos humanos y rechaza prácticas autoritarias y pre conceptuosas, valorizando positivamente el pluralismo, tanto en la sociedad cuanto en el ejercicio profesional.

La dimensión política del proyecto es claramente enunciada: se posiciona a favor de la justicia social, en la perspectiva de la universalización del acceso a las políticas sociales y la ampliación/ consolidación de la ciudadanía son puestas explícitamente. En consecuencia, se reclama radicalmente democrático, concibiendo esta democratización como socialización de la participación política y de la riqueza socialmente producida (Teixeira, 2013).

Este proyecto prioriza una nueva relación con los sujetos de los servicios públicos y es su componente estructural, el compromiso con la cualidad de los servicios prestados a la población.

En fin, el proyecto señaliza claramente que el empeño ético-político de las/os trabajadoras/es sociales se potencializa en el momento en que la categoría de forma colectiva se articula con segmentos de otras profesiones que comparten propuestas similares y, especialmente con los movimientos sociales y las luchas de los trabajadores.

Estos principios ético-políticos se constituyen en valores que orientan el proyecto profesional del trabajo social brasileño. En esta perspectiva, no defendemos la existencia formal de tales principios y sí que se concreticen, a partir de proyectos colectivos de intervención, en el cotidiano de la vida de los individuos sociales sin desconocer que la sociabilidad capitalista niega la materialización de las necesidades humanas. La dinámica social capitalista es limitadora de la libertad colectiva, restringe la democracia, y des respeta constante y bárbaramente los derechos humanos. Se configura, de este modo, una tensión permanente, pues se sabe que, bajo el signo de la sociabilidad del capital, no es posible conquistar la plena realización de tales principios.

1) Poder punitivo y estructura social.

Para Ruche & Kirchheimer (2008), cada Modo de Producción crea un sistema de punición que se corresponde y adecúa a las necesidades de producción y reproducción de sus relaciones sociales. De esta manera, ambos autores, observan la importancia de situar el crimen y el control social al interior de la estructura económica y del sistema de poder político y jurídico de cada sociedad.

Al pensar en la historia de la prisión veremos cómo fue transformándose según cada organización social. Durante la Edad Antigua y la Edad Media, ella funcionaba apenas como lugar donde los condenados eran custodiados y esperaban su ejecución, que podía variar desde la muerte a diversas formas de suplicios y torturas corporales, estas últimas, utilizadas para descubrir o “arrancar” la verdad del acusado.

Según Bitencourt (2011) entre los siglos XVI y XVII, la pobreza se abate y se extiende por toda Europa como consecuencia del cercamiento de tierras comunales. Muchos de estos “desheredados” sobrevivían de la mendicidad o del robo que alcanzaba dimensiones desconocidas. Así, por razones de política criminal, la pena de muerte no era una solución posible de aplicarse a todos. A pedido del Clero, a partir de 1550, muchos mendigos, asesinos y ladrones comienzan a ser internados en Londres en las llamadas “casas de trabajo” o “casas de corrección” con el objetivo de disciplinar y “educar con mano dura” a esos trabajadores desempleados y desterrados. Rápidamente, este tipo de instituciones, se expandirán por toda Europa.

La brutal legislación penal de los siglos XVI y XVII, estaba orientada a las necesidades del naciente capitalismo, permitiendo la expulsión violenta de los campesinos de sus tierras para obligarlos a convertirse en proletarios industriales “libres”:

Cuando los niveles cuantitativos de fuerza de trabajo expulsada del campo fueron superiores a las posibilidades efectivas de su empleo, la única posibilidad de resolver la cuestión de orden pública fue la eliminación física para muchos y la política de terror y confinamiento (encierro) para los demás (Pavarini, 2003, p. 32).

Lo anteriormente descripto, es considerado como la antesala o las protoformas de la moderna prisión. Será a principios del siglo XIX, que la privación de libertad pasará a ser legalmente constituida como lugar de ejecución de la pena, es decir, la prisión será dónde los sujetos en conflicto con la ley penal, pagaran sus delitos. Con el surgimiento de la sociedad capitalista, la pena capital pierde valor y lo central será disciplinar los cuerpos con el fin de “crear” hombres adaptados al trabajo asalariado conforme las necesidades de la naciente industria. En este contexto, la cárcel, junto a otras instituciones modernas, tendrá un papel crucial.

El advenimiento de la utilización masiva de la pena privativa de libertad ocurrió en el final del siglo XVIII e inicio del XIX, con la finalidad declarada que la punición pasase a no ser más la venganza pública, los suplicios y castigos crueles, y sí la reeducación e integración de las personas presas. El sufrimiento dentro de los límites legales impuestos por la tan solamente privación de libertad sería una oportunidad de cura y recuperación. La cárcel detuvo, en este sentido, por mucho tiempo, el poder simbólico [y real] de representar el proceso de normalización de la vida social. Esto es, para transformar la conducta de los individuos desviados de la norma legal; las instituciones eran organizadas para intervenir sobre el cuerpo humano, entrenarlo, tornarlo obediente, sumiso, dócil y útil (Guindani, 2015, p.48).

Como han señalado Melossi & Pavarini (2006), a partir del siglo XIX, surgen dos modelos de organización dentro de los presidios que, hasta hoy, se mantienen.

1) Modelo de Filadelfia: organización arquitectónica panóptica (pocos observan a muchos sin ser vistos). Aislamiento absoluto en celdas individuales día y noche con el objetivo de promover la “reflexión” con la propia conciencia y evitar “contagio con otros presos”.

2) Modelo de Aurbun: finalidad de obtener de los presos la máxima explotación posible de su fuerza de trabajo. Idealmente el proyecto estaba vinculado a transformar la penitenciaria en fábrica. Los internos trabajan en asociación pero en absoluto silencio durante el día y separados durante la noche. Estilo de vida militar para disciplinar el cuerpo: distancia entre “superiores” y presos, cabello raspado, uso de uniforme, caminar en fila, no mirarse entre ellos, etc.; para evitar cualquier forma de solidaridad entre trabajadores dentro de la cárcel.

La pena carcelaria ofrece al discurso hegemónico burgués una contribución ideológica relevante: a) Protege a la sociedad del crimen. b) Previene y reduce el crimen. c) Resuelve graves problemas sociales. Estos argumentos fueron criticados por su falsedad y hoy se sabe que, en países capitalistas, el poder punitivo es selectivo (no se aplica a todos por igual) y fundamental para el control de la pobreza, el desempleo y la desigualdad social.

En síntesis: a partir del siglo XIX y hasta la actualidad, la cárcel, en su dimensión de instrumento coercitivo, tiene un objetivo preciso: la reafirmación del orden social burgués. Distinguir nítidamente los propietarios y no propietarios; “educar” al sujeto para no ser proletario socialmente “peligroso”, esto es: no amenazar la propiedad privada.

La marca de nuestra época es la tendencia al aumento del desempleo y formas precarias de contratación de la fuerza de trabajo sin derechos y protección social. En este sentido, en la sociedad contemporánea, se intensifican las formas de explotación de la fuerza de trabajo garantizando más lucros al capital. Esta constatación revela una transformación de la cárcel, con relación a su origen en los siglos XVIII/XIX.

La diferencia entonces, es que, en su génesis, esta institución privativa de libertad, fue esencial para la producción de la clase obrera en cuanto tal, necesaria al trabajo manufacturero y posteriormente industrial. Hoy, esta función está severamente cuestionada por el avance del desempleo estructural y de masa.

El confinamiento no es ni escuela para el empleo, ni método compulsivo para aumentar las filas de fuerza de trabajo productiva cuando fallan los métodos “voluntarios” para llevar a la órbita industrial aquellas categorías reluctantes y rebeldes de “hombres libres”. En las actuales circunstancias, el confinamiento es antes de todo, una alternativa al empleo, una manera de neutralizar una parcela considerable de población que no es necesaria y para la cual no hay empleo al cual integrarse (Bauman, 1999, p.120).

A pesar de esta diferencia ser real, también existe un elemento que marca una importante continuidad histórica de la cárcel en su función social, porque continuamos bajo la forma de organización social capitalista. Este elemento de permanencia se vincula a la siempre y presente preocupación burguesa de controlar, disciplinar y castigar a la clase trabajadora, que se constituye en amenaza – real o potencial – para el régimen de propiedad privada.

En este sentido como se interroga Kilduff (2010): ¿será que en el marco de la sociedad capitalista, podemos afirmar que la política criminal de los estados a su servicio, estuvo siempre política y económicamente orientada a “enseñar” a los no propietarios a aceptar resignadamente esta condición?

En síntesis y como iniciamos este artículo, destacamos la importancia de analizar los métodos punitivos (surgimiento y su transformación histórica) a la luz de la totalidad social. La organización de la punición, es parte del control que acompaña la historia de la humanidad, no obstante, la forma en que ella es puesta en las diferentes sociedades, varía según sus necesidades sociales.

2) Crisis y ofensiva capitalista: hipertrofia del sistema penal, destrucción de derechos y acumulación de capital.

Según la tesis de Wacquant (2007), los estados capitalistas, en la fase neoliberal del capital, al mismo tiempo que cortan gastos en políticas sociales, intensifican las respuestas punitivas y represivas como estrategias de gestión de la pobreza (leyes más duras para aumentar el tiempo de prisión para delitos considerados más graves y punir también con prisión delitos poco graves que antes no implicaban pena de prisión) y la llamada Tolerancia Cero que es dar más libertades y recursos económicos a las policías para detener; esto ha provocado encarcelamiento de masa.

Garland (1999) indica como los medios de comunicación hegemónicos y los partidarios de las políticas tipo “ley y orden” invocan, cuando sucede un crimen individual, el daño causado a la víctima, para crear un clima de pánico generalizado, y lograr el apoyo social para aprobar leyes penales más severas.

Anitua (2008) apunta como, las transformaciones en las legislaciones, en términos de endurecimiento penal, precisan ser comprendidas como expresión de ese “populismo punitivo” que refiere a la actitud de los políticos con la vista puesta en la vieja herramienta punitiva que ofrece a una sociedad asustada, una clara demostración que ellos (los gobernantes) están ocupándose del problema de la Seguridad pública.

El incremento de las funciones penales y policiales del estado estadounidense a partir de 1975 (hasta hoy), implicó en una transferencia de recursos públicos destinados a políticas públicas para el área de seguridad, para garantizar la implementación de políticas básicamente más represivas que involucran tanto al sector penitenciario, como judicial y policial.

Hubo un desvío de recursos considerados 'excedentes' del gasto en habitación, educación y demás derechos sociales, para reforzar el peso estatal en cuestiones tradicionalmente reivindicadas por la derecha, como los gastos militares, policiales y penitenciarios, bajo la bandera de 'ley y orden' o 'seguridad ciudadana' (Anitua, 2008, p. 765).

El gran encarcelamiento es una de las consecuencias más reveladoras de las políticas ultra-represivas aplicadas en las últimas décadas. Zaffaroni (2007) observa que hasta 1972 los índices de aprisionamiento en Estados Unidos, se mantenían estables y la ofensiva conservadora con la llamada “guerra” al crimen, “guerra a las drogas”, revirtió drásticamente esa tendencia. De este modo, mientras que en 1975 existían 380 mil presos; en 1980 eran 500 mil; 1 millón en 1990; 2 millones en 2000 llegando a 2,4 millones sujetos privados de libertad, en 2018.

Políticas criminales más represivas estuvieron legitimadas por una intensa producción teórica y académica de criminólogos conservadores . Esas ideas fueron exportadas o “vendidas” a toda América Latina, como políticas exitosas de combate al crimen.

Estos discursos y teorizaciones fueron abiertamente racistas. James Q. Wilson, se convirtió en el criminólogo de cabecera de la derecha punitiva estadunidense. En 1975, escribió Pensando sobre el delito, que serviría de base de legitimación de estas políticas criminales que, como señalamos, hicieron disparar el número de personas presas en Estados Unidos a partir de 1975/1980.

En otro de sus libros, Delito y naturaleza humana, destacaba la importancia de ver la criminalidad como una opción individual, excluyendo las explicaciones económicas, políticas y sociales. Asociaba las causas del crimen al hedonismo dos seres humanos (guiado por la búsqueda de mayor placer), siendo la represión severa a única alternativa posible. Esa predisposición individual tenía entonces raíces biológicas: la decisión por el delito estaba determinada por factores hereditarios, considerando a la población negra e hispánica más propensa a cometer delitos.

Este racismo se complementaba con trazos moralizadores que además de legitimar el gran encarcelamiento fue de gran utilidad para cortar los gastos en políticas sociales. En este sentido, por ejemplo, observaban que las políticas asistenciales destinadas a “madres solteras” fomentaban el nacimiento de hijos fuera do casamiento y por lo tanto, ellos carecerían de los cuidados necesarios dentro de una “familia decente”. Esa situación, provocaría el adviento de una generación de jóvenes delincuentes, violentos y perversos.

Si el delito está entonces en la naturaleza humana, no habría más remedio que la punición severa, sin motivos para el estado “gastar” con actividades educativas y laborales en los presidios. En esta dirección, Dornelles (2008) observa que en el último cuarto del siglo XX, se realiza una crítica a la ideología de la prevención especial o resocialización y, en contraposición, se enaltece la prevención general, disuasión o intimidación. Las políticas penitenciarias abandonaron la intención de rehabilitación social. Se cuestiona a idea de estado terapéutico, orientado a la recuperación integradora.

Siguiendo el mismo criterio que orienta la precarización, focalización y privatización de las políticas públicas, las políticas penitenciarias sufrieron cortes de programas educativos y laborales. Los argumentos de la derecha punitiva son: por qué personas “honradas” deben financiar delincuentes? Pues quien comete delitos no merece más que odio y desprecio de la sociedad.

La propagación política e ideológica y la intensa producción teórica de la derecha, se expresan de la siguiente manera:

Los pobres, en vez de tener derecho a los cuidados de asistencia, merecen odio y condena. A ellos no se les aplica el derecho a la vida, a la justicia, y mucho menos a la cultura, a la educación (...) No merecen respeto (...) y pueden ser linchados, exterminados o torturados (...) y quién pretenda incluirlos en la categoría de ciudadanos estará formando filas con el caos y el desorden (Malaguti, 2003, p. 36).

A pesar de la violencia de estado contra las clases subalternas no ser un fenómeno nuevo o reciente en Brasil, por el contrario, es estructural a su formación social; la implementación del programa neoliberal, iniciado en la década de 1990, trajo consigo un redimensionamiento del sistema penal, necesario para responder a las crecientes manifestaciones de la cuestión social.

En 1995 – momento que se implementa la contrarreforma del estado en Brasil – el número de presos, era 148.760. Veintitrés años después, en 2018, Brasil dejó de ser el cuarto para tornarse el tercer país del mundo con mayor población penitenciaria, con más de 700 mil personas privadas de libertad (INFOPEN, 2014).

Cabe observar que este aumento del encarcelamiento, no significó reducción de los índices de criminalidad siendo necesario repensar la prisión como instrumento de política pública dada su falencia con relación a los fines formalmente declarados que justifican su existencia y permanencia histórica.

El perfil socio económico de los detenidos muestra que 55% tiene entre 18 y 29 años; 61,6% son negros; 75,08% tienen solamente enseñanza fundamental (INFOPEN, 2014) y el 40% son presos provisorios (esta es una tendencia en toda Latinoamérica); o sea, no tuvieron condena. Estos datos, expresan la lentitud de la Justicia como también la selectividad del sistema penal, pues los criminalizados, son jóvenes mayoritariamente afro-descendientes, provenientes de los sectores más pobres de la sociedad.

Desde fines de la década de 1990, la población privada de libertad de Argentina, ha aumentado en forma ininterrumpida. Entre 1997 y 2014 (en 16 años) la cantidad de personas encarceladas se duplicó. Los datos oficiales (de 2014), muestra que hay 69.060 personas en unidades carcelarias, mientras que en 1997 eran 29.690. De este total, dos tercios (46.040), no tienen condena firme, o sea, el sistema de Justicia criminal continúa aplicando la prisión preventiva de forma extendida (CELS, 2016).

Del mismo modo que en Brasil, las características de la población detenida en Argentina, revela como, la política punitiva del estado, se concentra sobre los sectores más pobres. Según el Sistema Nacional de Información sobre Ejecución de la Pena (SNEEP, 2014), mayoritariamente las personas privadas de libertad tienen entre 18 y 34 años; 34% no completó la enseñanza primaria y 73% no ingresó al nivel medio (CELS, 2016).

A pesar del número de personas de sexo masculino encarceladas ser superior al de mujeres, se verifica en Brasil y Argentina un crecimiento de la población presa femenina, siendo también una tendencia común en toda América Latina. De esta forma, en Argentina, en la década de 1990, la cantidad de mujeres presas comenzó a aumentar de forma regular, sobre todo por causas vinculadas a comercialización y contrabando de pequeñas cantidades de drogas como estrategia de sobrevivencia. Entre 1990 y 2007 hubo un crecimiento de 350%. Mientras que en 1990, 298 mujeres estaban privadas de libertad en 2007 eran 1039 mujeres privadas de libertad llegando en 2014 a 2762, o sea, 4% de la población total presa, es femenina (CELS, 2011).

En Brasil, la población carcelaria femenina aumentó de 5.601 para 37.380 entre 2000 y 2014, o sea, un crecimiento de 567% en 15 años. Mujeres en su mayoría negras (más de 60%), pobres, con baja escolaridad, precarios empleos y con hijas/os a su cargo. En este caso, la selectividad penal de clase social, se alimenta también de desigualdades y opresiones de género y étnico-raciales, con las cuales, las múltiples violencias sufridas antes de ingresar al sistema penal, se perpetúan y se agravan en la privación de libertad, siendo algunas de ellas la pérdida de vínculo con sus hijos porque eran en libertad las únicas cuidadoras, el abandono familiar, pues ellas tienen menos “permiso moral” que los hombres para transgredir la ley.

Del mismo modo que en Argentina, la mayoría de las situaciones es por micro tráfico de drogas, motivo del 68% das prisiones. En total, las mujeres representan 6,4% de la población carcelaria de Brasil, que, como señalamos, superan las 700 mil personas. La tasa de mujeres presas en el país es superior al crecimiento general de la población carcelaria (INFOPEN, 2014).

Pese a estar comprobado ser mito la idea de “reinserción social” a través de la pena de prisión, se observa una tendencia expansiva del sistema penal en ambos países sustentado en un amplio consenso sobre la privación de libertad como camino más “eficiente” para el control del crimen.

El Estado burgués amparado en el derecho penal, legaliza y legitima la eliminación de los considerados “sobrantes” en el capitalismo. De esta manera las políticas criminales validan la selección de quién es criminalizado a través del sistema penal.

Comprendemos de esta manera la expansión del sistema penal como estrategia del capitalismo en su fase actual para control y gestión de la pobreza, profundizada por una situación de desempleo masivo y estructural, que, al mismo tiempo, abre nuevos y lucrativos mercados para el capital.

Ejemplificamos con lo sucedido en Brasil en relación a la privatización de los presidios. Anterior a 2004 ya existían servicios tercerizados en las cárceles. Empresas de limpieza, seguridad y alimentación ya lucraban (y continúan) con el gran encarcelamiento en este país, cobrando (muchas veces con precios sobrefacturados) al estado por estos trabajos, siempre de muy baja calidad. Con el avance del proyecto neoliberal, a partir de la segunda mitad de la década de 2000, existe una experiencia innovadora copiada de los Estados Unidos: el estado transfiere al capital privado su responsabilidad vinculada a la construcción y gestión de un conjunto de prisiones.

Arruda (2016), cuestiona los argumentos utilizados por el estado para promover esta privatización y analiza la inconstitucionalidad de la ley que posibilitó estos grandes negocios a un conjunto de empresas asociadas constituidas por capital internacional. Esta enorme transferencia de fondo público al sector privado se hizo en nombre de la crisis fiscal del estado, en nombre de la carencia de recursos públicos, pero, como argumenta este autor, la privatización es mucho más costosa que si el propio estado administrase directamente los presidios.

Copiando y retrocediendo al modelo de Aurbun del siglo XIX, los presos son explotados y producen en la privación de libertad, distintas mercancías – cuyo argumento central para sustentar estas actividades laborales es la resocialización (presupone la idea del preso estar “fuera de la sociedad”) – que luego son vendidas en el mercado, siendo que, se violan todos los derechos porque no tienen ningún vínculo formal de empleo y no son reconocidos sus derechos laborales, siendo comparado al trabajo esclavo. Es en este sentido, que esta ley que aprueba la privatización es absolutamente inconstitucional.

En el capitalismo, el derecho penal, lejos de proteger los “intereses generales de la sociedad” (mito burgués), protege intereses privados vinculados a la maximización de los lucros, condición necesaria para la permanencia y reproducción de este modo de producción.

La manipulación ideológica orquestada por los medios de comunicación (populismo punitivo) hace que la “alarma social” sea inversamente proporcional al daño causado.

Mientras que pequeños delitos son efectivamente perseguidos y penalizados, los delitos denominados de “cuello blanco” gozan de impunidad. Al mismo tiempo que se criminalizan delitos comunes, los que provocan grandes daños sociales y ecológicos, cometidos por las corporaciones económicas tienen inmunidad legal. Cuando un robo individual alcanza pocas víctimas, la sociedad quiere punir implacablemente, pero nadie reacciona cuando la criminalidad damnifica a las mayorías, como es el caso de la multinacional estadounidense de semillas transgénicas y agro tóxicos Monsanto que provoca cáncer en seres humanos y contamina el agua, la tierra y los alimentos que ingerimos todos los días.

Karam (1997) observa que, a través de distintos aparatos de hegemonía, sobre todo de las empresas de comunicación, se asocia falsamente violencia a criminalidad. Existe una ilusión en la cual violencia es reducida a delitos contra la propiedad y la vida, sin pensar que violencia es todo y cualquier atentado contra las necesidades fundamentales de sobrevivencia digna de los seres humanos.

En Brasil, basta pensar en el hambre y la desnutrición, en la concentración de propiedad, en la falta de saneamiento básico, en la caótica situación de la salud y la educación pública, en las sucesivas políticas económicas que provocan endeudamiento y son generadoras de miseria y desigualdad, en un cuadro revelador de un sistemático descaso de los gobiernos hacia las necesidades elementales de la clase trabajadora, violentamente privada de sus derechos fundamentales.

El exterminio de sectores de la clase trabajadora es operado también a través de la ocupación e intervenciones militares en favelas. Batista (1998) afirma que en Brasil es ridículo proponer la pena de muerte ya que la policía militar la ejecuta intensa y cotidianamente.

Los principios de guerra rigen el funcionamiento del sistema penal. Hasta 1964 existía una legislación sanitaria sobre drogas ilícitas. Fue precisamente en la última dictadura cívico-militar y empresarial, que entró, al igual que en el resto de América Latina, el modelo bélico estadunidense de combate a las drogas.

En una verdadera dictadura contra los pobres, en las ciudades brasileñas, la Policía Militar entra diariamente en las favelas con tanques y tropas que tiran abajo puertas y ventanas, saquean casas e intimidan a sus ocupantes, disparan y asesinan indiscriminadamente (Wacquant, 2007, p.212).

[...] Brasil vive un verdadero genocidio de jóvenes pobres y sobre todo negros. Existe una dramática concentración de muertes violentas entre jóvenes negros indicando que la distribución desigual de riquezas y recursos sociales (educación, salud, saneamiento) entre blancos y negros en Brasil provoca otro tipo de desigualdad: la desigualdad en la distribución de la muerte violenta (Lemgruber, 2004, p.3).

Al analizar la coyuntura brasileña observamos que, en contexto de crisis mundial del capital, el gobierno ilegítimo que se instala en Brasil en 2016, endosado por los medios de comunicación hegemónicos y los grandes grupos económicos del sector productivo y financiero, crea un ambiente favorable y necesario para profundizar la avasalladora política de destrucción de derechos y de las políticas públicas.

Durante los mandatos de Fernando Henrique Cardoso (FHC), los cortes en inversiones sociales, se hicieron principalmente a través de dos mecanismos, que continúan vigentes hasta hoy. En conformidad con lo impuesto por el BM y el FMI, fue promulgada la Ley de Responsabilidad Fiscal (LRF N 101/2000) para reducir los “gastos” de la administración pública. Una de las principales consecuencias de la LRF fue la restricción en contratación de trabajadores (responsabilizados por la crisis), que significó la reducción de concursos públicos y la consecuente falta de fuerza de trabajo para la formulación, gestión e implementación de políticas públicas de salud, educación y demás servicios públicos.

Para Souza (2010), otro de los mecanismos para “equilibrar las cuentas públicas”, es la denominada Desvinculación de Recursos de la Unión (DRU) aprobado en 2000, que permite la desvinculación de 20% de los recursos destinados a las políticas sociales.

El endurecimiento del ajuste fiscal, aún en el Gobierno Dilma, reunió una serie de medidas de contención de gastos, entre las cuales destacamos la Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC 87/2015), que no apenas prorrogó la vigencia de la DRU hasta 2023, como también aumentó el porcentaje de des vínculo de fondo público, de 20% para 30%. Esta PEC fue aprobada en el Congreso Nacional como Enmienda Constitucional n. 93, de 8 de septiembre de 2016, ya en el gobierno ilegítimo de Temer, con efectos retroactivos al año de 2016.

Bajo este gobierno, el ajuste fiscal se intensificó con esmero. Entre las medidas aprobadas, está la Enmienda Constitucional n° 95, de 15 de diciembre de 2016, que instituyó el llamado “Nuevo Régimen Fiscal”, y estableció limitaciones presupuestarias por veinte años, medida que impide el aumento de recursos para inversiones, salud, educación, ciencia y tecnología, infraestructura y también cancela la regla de vinculación presupuestaria de aplicaciones mínimas en las áreas de salud y educación.

Como el techo de gastos previstos con política sociales no puede alcanzar los recursos obligatorios destinados al sistema jubilatorio, el draconiano ajuste fiscal quiere aprobar una nueva contrarreforma de este sistema: reducir su valor y ampliar el tiempo de contribución, como prescriben también los organismos internacionales de crédito (BM y FMI).

Estos mecanismos legales permiten que millones de reales de las políticas sociales sean expropiados por el gran capital y transferidos para el pago de intereses, encargos y amortización de deuda externa. Constatamos de esta manera como, el fondo público, cada vez más, pasa a ser canalizado de forma directa para alimentar el mercado financiero.

En este sentido, como observado por Salvador (2010), no podemos concebir el fondo público como una simple mensuración cuantitativa de recursos públicos. Ellos son recursos estratégicos interconectados con la acumulación y los rumbos de las políticas macroeconómicas. Este entendimiento es contrario al de los economistas burgueses que conducen el debate sobre fondo público como si fuese una cuestión puramente técnica, es decir, desprovisto de contenido político y sin la necesaria explicitación de intereses contradictorios puestos en juego en la disputa por su destino y colocación.

A pesar del concepto liberal de igual de todos antes la ley estar fuertemente enraizado en la sociedad, en una sociedad divida en clases con intereses contradictorios y antagónicos, muchas veces y por una correlación de fuerzas desigual en las luchas, las leyes terminan beneficiando a la clase propietaria del capital, permitiendo, como observamos, transferencia de riqueza socialmente producida al capital.

En el caso de la política criminal, también existe una profunda selectividad que recorre las diferencias desde el acceso, pasando por la aplicación y llegando a la instancia de la ejecución penal, situación que nos permite desmitificar la falsa idea burguesa de igualdad de todos ante la ley.

No solo las normas del derecho penal se forman y se aplican selectivamente, reflejando las relaciones de desigualdad existentes, sino que el derecho penal ejerce una función activa de producción y reproducción, respecto de las relaciones de desigualdad (Baratta, 2004, p.173).

Marx (1985) discute el derecho burgués como derecho desigual, es decir, igualdad formal y desigualdad en lo real. Precisamos denunciar el carácter ideológico del derecho penal, que, además de no ser para todos iguales, ni defender los intereses de todos, tampoco resuelve conflictos y grandes problemas sociales como son, por ejemplo, el aborto y el tráfico de drogas, que, contrariamente, al criminalizarlos, los agrava.

3) Trabajo profesional de las/os trabajadoras/es sociales del campo penal. Polémicas y desafíos del Proyecto ético-político.

Según Iamamoto (2014), el trabajo social, como área de conocimiento perteneciente a las ciencias sociales y con carácter intervencionista, viene sistematizando, a lo largo de su trayectoria académica, un importante acúmulo sobre la “cuestión social”, entendida como la base de fundación socio-histórica de la profesión y, en sus múltiples expresiones, objeto de los procesos de trabajo en los distintos espacios ocupacionales.

En Brasil, la formación profesional se direcciona más allá del enfrentamiento de las demandas instituidas por el mercado de trabajo, y se orienta críticamente, vía proyecto ético-político de la categoría, para mediar los desafíos instituyentes puestos por las contradicciones intrínsecas a las relaciones entre capital y trabajo. Interviniendo, por lo tanto, como observado por Iamamoto (2000), en las mediaciones entre producción y reproducción de las desigualdades y de las resistencias sociales, se requiere una formación profesional altamente calificada.

Para la Ley de Ejecución Penal brasileña, es deber del estado prestar asistencia social a la persona privada de libertad con el objetivo de prevenir el crimen, amparar al preso y prepararlo para el retorno a la sociedad. Incumbe al servicio de asistencia social: conocer los resultados de los diagnósticos o exámenes; relatar al director del establecimiento los problemas enfrentados por el asistido, acompañar el resultado de los permisos de salidas temporarias; promover por los medios disponibles la recreación; orientar al asistido, en la fase final del cumplimiento de su pena, de modo a facilitar su retorno a la libertad; providenciar la obtención de documentos, de los beneficios de la Jubilación y del seguro por accidente en el trabajo; orientar y amparar, cuando necesario a la familia del preso, del internado y de la víctima (INFOPEN, 2014). De modo similar, la Ley de Ejecución Penal argentina, establece para el trabajo social, funciones de “tratamiento, control y asistencia”.

Considero fundamental para el trabajo profesional, el ejercicio de la problematización en relación a la implementación de políticas penitenciarias y de sus fundamentos positivistas. Lejos de cualquier utopía reintegradora, las cárceles son escuelas para el crimen y formas deshumanizadas y barbarizantes de control de la clase trabajadora sobrante a las necesidades del capital.

En este sentido, en Brasil, prácticas de tortura en unidades penitenciarias y el aumento del número de personas privadas de libertad junto al crecimiento de la tasa de superpoblación, trae grave impactos en el proceso de trabajo de trabajadoras/es sociales. La fiscalización del Colegio de profesionales de la ciudad de Rio de Janeiro constata, en términos generales, ausencia de estrategias profesionales de articulación con movimientos sociales y organizaciones de derechos humanos para denunciar prácticas de tortura en locales de privación de libertad, y, en algunos casos, se confirma el uso de instrumentos de trabajo como informes sociales, para, en vez de viabilizar/materializar derechos conforme el Proyecto ético-político, cercenarlos.

Siendo así, es preciso reconocer, que en la esfera de las políticas públicas en general y de las políticas de penales en particular, el ejercicio profesional puede direccionarse en la perspectiva de la defensa de los derechos humanos o reproducir una práctica rutinaria, burocrática, autoritaria, punitiva y fiscalizadora de la pobreza.

De esta forma, se abren, a partir de nuestras opciones teórico-metodológicas e investigativas, ético-políticas y técnico-operativas (dimensiones constitutivas e indisociables de la formación y de la intervención profesional – ABESS/CEDEPSS, 1996) las siguientes alternativas:

El asistente social al actuar en la intermediación entre las demandas de la población y el acceso a los servicios sociales, se coloca en la línea de intersección de las esferas pública y privada, como uno de los agentes a través del cual el estado interviene en el espacio doméstico de conflictos, presente en el cotidiano de las relaciones sociales. El trabajador social, tiene ahí, una doble posibilidad. Por un lado, su actuación, puede representar una ‘invasión a la privacidad’, a través de conductas autoritarias y burocráticas, de otro, al aproximarse a la vida de los individuos, puede, en contrapartida, abrir posibilidades para el acceso de las familias a los recursos y servicios, además de acumular conocimientos sobre las expresiones contemporáneas de la cuestión social por la vía del estudio social (Iamamoto, 2014, p. 428).

Los saberes acumulados y conquistados señalizan cuan primordial se torna la socialización y producción de nuevos conocimientos en el ámbito del trabajo social, como también la formación y debate de los profesionales junto a los diferentes sujetos de las políticas sociales, en la lucha por la defensa de los derechos humanos. En este sentido es fundamental que los trabajadores sociales, no estén apenas en el campo de la implementación, sino también, en el de la formulación, gestión, asesoría y evaluación de políticas públicas.

La posición a favor de estrategias profesionales de articulación intersectorial e interdisciplinar para materializar esa defensa, puede fortalecer, en el campo penal, una política de seguridad democrática, que represente los intereses de la clase trabajadora y tenga como horizonte un proyecto de sociedad radicalmente contrario a la capitalista.

De este modo, señalo algunos de los desafíos para el trabajo social en general y para la intervención profesional en el ámbito penal, en la perspectiva de este horizonte:

Conclusiones

El trabajo social es parte y expresión del movimiento de la sociedad, y como tal, expresa sus contradicciones, dilemas y desafíos en el marco de proyectos societarios radicalmente antagónicos y en disputa, y entre los cuales, como ciudadanos y como profesionales, somos parte y decidimos, (conscientes o no) construir y aportar a alguno de ellos.

En el marco de la actual estrategia imperialista de control de la miseria, “combatir la pobreza”, significa carta blanca a las fuerzas represivas estatales y paraestatales para una persecución cada vez más agresiva a los considerados “criminales” (pequeños delincuentes comunes) o “terroristas” (todas aquellas personas que se organizan y luchan por sus derechos) caracterizados por sectores conservadores como “basura humana” que debe ser eliminada, porque sobran y no son necesarios para la reproducción ampliada del capital.

Para Motta (2005), cada vez más, ser pobre es encarado como crimen. Los sectores más empobrecidos, en vez de tener derecho de acceso a políticas públicas, merecen odio y condena de la sociedad. Así, gran parte de la clase trabajadora desocupada es tratada como “indeseable” y en la lógica de la derecha y de los penalistas conversadores, puede y debe ser exterminada.

La lógica del capital – esencialmente destructiva – trae consecuencias devastadoras para el presente y el futuro de la humanidad. Harvey (2005), al caracterizar el capitalismo contemporáneo, muestra como el capital, en la búsqueda desenfrenada por valorizare, a la tradicional forma de reproducción expandida vía explotación de la fuerza de trabajo, agrega procesos de acumulación por desposesión. En este sentido, abre de forma violenta nuevos mercados, buscando una colocación lucrativa del capital excedente, controlando militarmente y desbastando territorios y países ricos en recursos naturales, contaminando el medio ambiente, llegando a comprometer la propia sobrevivencia de la vida humana en el planeta.

Del mismo modo, avanza sobre los activos públicos estatales, cancelando los derechos de los trabajadores, promoviendo golpes parlamentarios auxiliados por el aparato penal (judicial y penitenciario) para derrocar gobiernos y neutralizar representantes de partidos y movimientos sociales progresistas, contrarios a sus intereses.

El estado capitalista en Brasil es responsable por la militarización de la vida social y por asesinatos de jóvenes (en locales o no de privación de libertad) en su mayoría negros oriundos de las periferias de las grandes ciudades, situación que refuerza la permanencia de un racismo estructural que caracteriza su formación social y permea, hasta hoy, todas sus instituciones.

A partir del debate realizado por la categoría profesional en Brasil, es precisamente en oposición a la lógica del capital y de su ofensiva actual, donde se sitúan los principales desafíos del proyecto ético-político del trabajo social (Netto, 2007).

Los valores y principios radicalmente humanos que iluminaron los caminos recorridos por diferentes generaciones de trabajadoras y trabajadores sociales en las últimas décadas, sufren hoy un fuerte embate. La militarización de la vida social, el desempleo y la precarización del trabajo, el individualismo posesivo y la lógica financiera se imponen y se sobreponen a los derechos humanos.

A su vez, la liquidación de derechos sociales, la mercantilización/asistencialización de las políticas sociales y la sistemática implementación de una política macroeconómica lesiva al conjunto de los trabajadores coloca en jaque este proyecto profesional.

La cruzada antidemocrática del gran capital es una amenaza real al proyecto profesional del trabajo social. Es un tiempo decisivo porque remite al mantenimiento o no de sus bases teóricas, organizativas y ético-políticas que cambió los rasgos del trabajo social brasileño en los últimos cuarenta y cinco años (Braz & Teixeira, 2009).

No obstante, la profundización de este proyecto, en condiciones tan adversas, depende de la voluntad mayoritaria de la categoría profesional y de las respuestas políticas que consiga ofrecer a los desafíos actuales, pero no solamente de ellas: depende también del movimiento del conjunto de trabajadores, tan presionado y golpeado en el tiempo presente.

Para finalizar, como observado por Borón (2009), el imperialismo, continúa oprimiendo pueblos y naciones; sembrando dolor, destrucción y muerte. En el camino de la construcción de una sociedad radicalmente diferente a la actual, entre tantos otros desafíos, precisamos pensar un mundo sin prisiones, pues la privación de la libertad, es, en sí misma, una violación a los derechos humanos y contraria a la plena emancipación de los individuos sociales.

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