Aportes. La nueva agenda de los derechos humanos en América Latina y el Caribe
La “Suiza de América”. Bases y traducciones discursivas en la implementación de los llamados “nuevos derechos” en Uruguay *
La “Suiza de América”. Bases y traducciones discursivas en la implementación de los llamados “nuevos derechos” en Uruguay *
Crítica y Emancipación, vol. VIII, núm. 15, 2016
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
Resumen: Este trabajo analiza el cambio cultural que deviene de la reciente aprobación en la última década de un conjunto de derechos, denominados como derechos de tercera generación, orientados a garantizar la ciudadanía plena de grupos tradicionalmente excluidos de ciertas dimensiones ciudadanas en Uruguay. Este cambio de paradigma en el que se inserta temporal y políticamente la discusión uruguaya de agenda de nuevos derechos despierta —como suele suceder en todo cambio paradigmático— un conjunto de interrogantes acerca de las connotaciones y consecuencias devenidas de estos procesos, relativas a cuándo, de qué maneras, con respecto a qué dimensiones y sobre qué fundamentos se construye ciudadanía, y más específicamente cuáles son las dimensiones discursivas que subyacen a estos procesos de formulación política.
Palabras clave: Cambio cultural, derechos de tercera generación, ciudadanía plena, grupos tradicionalmente excluidos, cambio de paradigma.
Abstract: This paper analyzes the cultural change that comes from the recent approval in the last decade of a set of rights, known as third generation rights, aimed at ensuring full citizenship for certain citizens traditionally excluded groups dimensions in Uruguay. This paradigm shift that is inserted in the Uruguayan political agenda discussion of new rights, as often happens with a paradigmatic change, bring a set of questions about the implications and consequences of these processes concerning: when, in what ways, about what dimensions and on what grounds citizenship is built, and more specifically what the discursive dimensions underlying these processes are formulating policies.
Keywords: Cultural change, third generation rights, full citizenship, traditionally excluded groups, paradigmatic change.
Introducción
Fundado por hombres, el Estado moderno y el dominio público de la ciudadanía presentó como valores y normas universales aquellas que habían derivado de la experiencia específicamente masculina heterosexual. Este ciudadano “homogéneo” presente en la base de la ciudadanía moderna alude a una neutralidad que no es tal en la medida de que se corresponde con un ideal no solo heteronormativo sino también étnico-racial. En este sentido, Ciriza señala que el individuo portador de derechos, tal como lo señala Marx (Marx y Engels, 1986; citado en Ciriza, 2002) lo es en cuanto es desmarcado de las singularidades de su origen social. Este ciudadano se construye sobre la base de una operación de despojamiento de los rasgos singulares y las determinaciones que ligan al sujeto a su clase y de las características que lo singularizan —como varón o mujer, blanco o afrodescendiente, parte de una cultura determinada, portador de una orientación sexual específica, etc. Es así que la operación de sustitución del cuerpo real por el cuerpo abstracto del ciudadano ha sido posible únicamente bajo una operación de sustitución del cuerpo real de los sujetos por un cuerpo despojado de las identidades de clase, raza y sexo (Ciriza, 2002: 295).
En el contexto de la posmodernidad, debido a la creciente capacidad de demanda de los recientes movimientos sociales emancipatorios y de gobiernos de izquierda y centroizquierda, quienes se han movilizado en torno a la identidad grupal y no tanto en función exclusivamente de los intereses económicos o de clase (Young, 1994: 3) los términos que definen la ciudadanía han tendido a modificarse, buscando romper con esta idea de “ciudadanía neutra”.1 En este sentido, se ha dado lugar a la llamada “nueva agenda de derechos” o derechos de tercera generación, los cuales buscan romper el esquema neutro de ciudadanía y contemplar las múltiples diferencias —y asimetrías— que hacen a las relaciones entre los individuos y de los individuos con el Estado, en función de su adscripción de clase, étnica-cultural, de género, opción sexual, etaria, entre otras.
Para hablar de esta tercera generación es necesario recordar la evolución histórica de los derechos humanos. Los derechos civiles y políticos de primera generación son aquellos que inciden sobre la expresión de libertad de los individuos, proceden de la tradición constitucionalista liberal, y están recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y los Pactos Internacionales de 1966, a saber, el de los Derechos Civiles y Políticos, y el de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Entre estos se encuentran el derecho a la dignidad de la persona y a su autonomía y libertad frente al Estado, su integridad física, las garantías procesales nacen de la Ilustración y el contractualismo social (Bustamante, 2007: 4-5). Por su parte, los derechos de segunda generación nacen de una tradición de pensamiento humanista y socialista; son de naturaleza económica y social, y afectan a la igualdad de los individuos. Entre estos podemos citar la obligación del Estado de garantizar el acceso a la educación, el trabajo, la salud, la protección social, etc., creando las condiciones sociales que posibiliten un ejercicio real de las libertades en una sociedad donde no todos los hombres nacen iguales. La universalización del sufragio y el reformismo social permitieron que las constituciones liberales del siglo XIX pudieran encajar estos derechos (Ibídem).
Finalmente, los llamados derechos de tercera generación se harán presentes desde la segunda mitad del siglo XX, y parten de la acción de colectivos que reclaman derechos que los protejan de la discriminación por grupos de edad, minorías étnicas o religiosas, inmigrantes, género, orientación sexual, entre otras.
En las dos últimas décadas estos derechos han ido cobrando un papel cada vez más relevante, y han contribuido en gran medida a definir algunas de las prioridades actuales de los Estados —fundamentalmente occidentales— inusitadas anteriormente, tales como el respeto y la conservación de la diversidad cultural, la protección del medio ambiente, la conservación del patrimonio cultural del humanidad, desarrollo con sustentabilidad, etc. Estas son algunas de las expresiones de un nuevo contexto en el que surgen “nuevas necesidades” y “nuevos derechos” que garanticen el acceso universal a nuevos parámetros que definan la ciudadanía y civilidad, la libertad y la convivencia en la diversidad (Bustamante, 2007: 6; Borelli, 2008: 73).
Si rastreamos la emergencia de esta nueva agenda en Uruguay, podemos ubicar su génesis en los años ochenta, donde nacen nuevos colectivos —que a pesar de que estuvieron por varias décadas fuera de los partidos políticos— significaron el germen de una nueva forma de hacer política y una oportunidad de ampliar la agenda de la izquierda (De Giorgi, 2014: 28; Sempol, 2013).
Si bien Uruguay en el contexto latinoamericano se presenta como un país pionero en la consagración de derechos, siendo comúnmente identificado entre los más liberales de América del Sur, no fue hasta el cambio en el sistema político, dado por la rotación de los partidos políticos en el poder, que llevó al partido de izquierda y centroizquierda a gobernar que dicha agenda se efectivizó.
La llamada “era progresista”, como denominaron algunos cientistas políticos al momento histórico en que la izquierda uruguaya accedería y se mantendría en el gobierno (Garcé y Yaffé, 2004) implicó la construcción de una agenda política innovadora, que incluiría la atención hacia “viejas demandas” tradicionales de la izquierda política relacionadas al eje capital-trabajo, tales como la atención de la pobreza, la desigualdad y la equidad social (Villegas y Zeballos, 2015). No obstante, a estas “viejas” demandas se adhirieron algunas “nuevas” relacionadas con la obtención de un conjunto de derechos por parte de grupos subalternizados por otras desigualdades por fuera del eje capital-trabajo, tales como las desigualdades de género, étnico-raciales y de diversidad sexual.
Esta “nueva agenda”, nacida en los ’80, adquirirá en este contexto especial relevancia debido a la conjunción de tres procesos, que se mencionan a continuación y que se desarrollan con mayor profundidad posteriormente.
Más allá del significado e implicancias prácticas de la implementación por parte del Estado uruguayo de este conjunto de derechos, políticas y programas, parece factible afirmar que el sistema político y la sociedad en su conjunto asisten a un cambio de paradigma en los valores y prácticas aceptados y legitimados socialmente. En este sentido y contribuyendo a reeditar el imaginario batllista que a inicios del siglo XX impuso legislación “de avanzada” —como la ley de 8 horas o el divorcio por la sola voluntad de la mujer— se está procesando en varios frentes una “batalla cultural” que pone en el centro de la arena política y social y determina cuáles son los modelos deseables de integración social y jurídica de lo diverso (Sempol, 2013: 8).
Aquí se propone una reflexión crítica acerca de tales procesos. Sin desconocer el avance objetivo que supone la integración y el reconocimiento de grupos tradicionalmente excluidos y subalternizados, se propondrá interrogarnos acerca de las implicancias que estos cambios tienen con las relaciones de clase social. De esta manera, se sostendrá que este cambio cultural no supone necesariamente la eliminación del sujeto subalterno, sino su resignificación en un nuevo esquema de valores, prácticas y conductas socialmente aceptado y valorado.
En lo que sigue, se presentan algunas de las discusiones fundamentales en torno a las concepciones de ciudadanía y representación. Asimismo, se problematizan las bases discursivas que sustentan gran parte de las “nuevas demandas”, las cuales se estructuran en gran parte en términos de reconocimiento y en materia redistributiva, y la compleja relación entre ambos ejes.
2. Cambios en el modelo de ciudadanía
2.1 Discusiones en torno al concepto e implicancias de la ciudadanía: ¿Qué ciudadano/a? ¿Qué democracia?
La discusión en torno a la ciudadanía en el período de posguerra, ha estado en gran medida influenciada por la teoría de Marshall, teoría que tiende a ser denominada como ciudadanía “pasiva” o “privada”, debido al énfasis en los derechos puramente pasivos y en la ausencia de toda obligación de participar en la vida pública (Kymilicka y Norman, 1994: 3-4). Tal concepción ha estado fuertemente cuestionada, esencialmente en base a dos puntos nodales. En primer lugar, referido a la necesidad de complementar (o sustituir) la aceptación pasiva de los derechos de ciudadanía con el ejercicio activo de las responsabilidades. En segundo lugar, se señala la necesidad de revisar la definición de ciudadanía generalmente aceptada con el fin de incorporar el creciente pluralismo social y cultural de las sociedades modernas (Ibídem: 5).
Las feministas fueron pioneras en advertir los peligros de esta “ciudadanía homogénea”, criticando la noción de ciudadano como agente despojado de relaciones sociales. En esta línea, Borelli (2008: 72), señala que la mayoría de las mujeres no gozan de una ciudadanía plena, ya que a pesar de tener derechos formalmente garantizados, en lo cotidiano están impedidas de ejercer muchos de ellos —y por ende de gozar de una ciudadanía plena— debido a variables restrictivas tales como el trabajo no remunerado, el escaso tiempo libre y las tareas del mundo reproductivo o del cuidado. Carole Pateman, por su parte, destaca que en los regímenes democráticos de bienestar, la clave para la ciudadanía ha sido siempre la independencia y que ésta ha sido tradicionalmente interpretada bajo parámetros masculinos como independencia económica. De tal manera, la ciudadanía se ha construido como una categoría patriarcal, bajo la cual se define quién es “el ciudadano”, su deber ser y el terreno en el cual actúa; todas estas definidas a imagen del varón y por ende devaluando las tareas y cualidades de “las mujeres”. En razón de lo expuesto, Pateman señala que las feministas deben aspirar a la elaboración de una concepción sexualmente diferenciada de la individualidad y de la ciudadanía que incluya a “las mujeres” (Pateman en Mouffe, 1993: 9-10).2 Pateman subraya que el contrato social presupone un contrato sexual, basado en un orden social patriarcal donde la esfera privada reservada a las mujeres y la esfera pública, netamente masculina, aparecen como contrapuestas, aunque realmente necesitan una de la otra. Esta compleja interrelación fue señalada por primera vez por Mary Wollstonecraft en 1792 y ha sido denominada por Pateman como “el dilema Wollstonecraft”.
De la crítica en torno al “ciudadano homogéneo” y la noción de “igual trato ante la ley” se han originado nuevas concepciones de la idea de representación, tales como el concepto de ciudadanía diferenciada (Young, 1994: 3). Desde esta perspectiva, se ha sostenido que el Estado, en la medida que ha sido fundado por hombres (blancos, de clases medias y altas), presenta como valores y normas universales aquellas que habían derivado de esta experiencia. En otras palabras, las normas ciudadanas se asemejan al ideal heteronormativo y étnico-racial. Dada esta realidad, y la creciente presencia de grupos de carácter emancipatorio que reclaman sus derechos en diversas arenas, Young propone un principio básico para todo sistema de gobierno republicano y democrático, el cual consiste en proporcionar mecanismos para la representación y reconocimiento efectivos de las distintas voces y perspectivas de aquellos de sus grupos constituyentes que se encuentren en situación de desventaja u opresión; este modelo ha sido denominado como “modelo arcoíris” (Young, 1994: 8)3. La autora señalará que los grupos oprimidos serán tales cuando los beneficios derivados de su trabajo van a otras personas sin que éstas les recompensen recíprocamente por ello (léase explotación); están excluidos de la participación en las principales actividades sociales (léase marginación); viven y trabajan bajo la autoridad de otras personas; están en tanto grupo estereotipados y sufren marginación u otros tipos de violencia (Young, 1994: 8). Cabe señalar que este proceso conlleva importantes tensiones ya que dichos grupos deben, por un lado, continuar negando que existan diferencias esenciales entre “ellos” y los “otros”, y al mismo tiempo demandar que se reconozca su posición desigual y por ende se apliquen medidas tendientes a corregirla. El “modelo arcoíris” de Young ha sido criticado desde corrientes (autodenominadas) radicales, por considerar que contiene elementos de carácter esencialista. En este sentido, Mouffe considerará que en la medida que Young postula la existencia de algún tipo de esencia que corresponde a los grupos como tales, el problema de la ciudadanía radica en que la categoría “individuo” aparece como la forma universal de la individualidad (aunque esté basada en el modelo masculino) y como tal la política todavía es concebida como un proceso de enfrentamiento entre intereses e identidades ya constituidos. Mouffe sostendrá, por el contrario, que el objetivo de una ciudadanía democrática radical se sostiene solo bajo la premisa de transformar “las posiciones de sujeto existentes”, lo cual supone que el modelo “arcoíris” que plantea Young solo puede ser aceptado como la primera etapa hacia la implantación de una política democrática radical. Desde esta perspectiva, un individuo aislado puede ser el portador de esta multiplicidad en sí mismo, es decir ser dominante en una relación y al mismo tiempo estar subordinado en otra, en tanto su “identidad” es múltiple, contradictoria, y siempre contingente y precaria (Mouffe, 1993: 7).
Según describe Vargas (2002: 3), durante la década de los ’80, el feminismo buscó revelar el carácter político de la subordinación de las mujeres en el mundo privado, y sus consecuencias en la visibilidad y participación en el mundo público. Es así que se generaron nuevas categorías de análisis, y se visibilizó lo que hasta ese momento no tenía nombre, fenómenos tales como violencia doméstica, asedio sexual, violación en el matrimonio, feminización de la pobreza, etc. fueron algunos de los nuevos significantes que el feminismo politizó y colocó en el centro de los debates democráticos (Fraser, 1991; Vargas, 2002). Scott, por su parte, señala que es en este período en el cual el concepto de género se vuelve central, esencialmente por dos factores. En primer lugar, la “búsqueda de legitimidad” académica por las “estudiosas feministas”, en el sentido de que sustituyó a la palabra “mujeres” por el concepto de género, aportándole “neutralidad”. Y a su vez, por la utilidad del concepto como categoría para develar la complejidad de la constitución discursiva de la sociedad a partir de la diferencia (Scott, 1986: 6).
A los debates surgidos desde el cuerpo feminista a las nociones clásicas de ciudadanía y modelos de integración y convivencia, continuaron las críticas desde otros grupos subalternos; grupos étnico-raciales, culturales y defensores de la diversidad, y al interior de los propios grupos poniendo sobre la mesa la manera en la que las diferencias en el campo de la identidad interaccionan con las diferencias de clase.
Así, al “Black Power” de los años sesenta y setenta, y su gran movilización política, social y académica —especialmente en EE.UU.— que enfatizaba el orgullo racial y la creación de instituciones culturales y políticas para defender y promover los intereses colectivos de los ciudadanos negros y asegurar su autonomía, se adicionaron críticas al interior de los propios movimientos subalternos. Es así que se dará una disrupción fundamental; la crítica que le hicieron las mujeres negras a los supuestos racistas y etnocéntricos de las feministas blancas, lo cual tuvo como resultado o bien análisis de índole más microsocial —que prestaran mayor atención a la complejidad de las desigualdades— o bien teorizaciones que incluyeran la triple opresión de género-raza-clase. Según el feminismo, las feministas blancas habían ignorado la historia, la cultura y las condiciones de vida de las mujeres negras en tanto sus reivindicaciones representaban demandas de género asociadas a la realidad de una mujer blanca y de clase media. Sus modelos analíticos habían enfocado exclusivamente la desigualdad de las mujeres y los efectos del sexismo y por lo tanto eran de escasa utilidad para aquellas mujeres sometidas a discriminaciones raciales, de clase y sexistas (Stolcke, 2004: 92).
Posteriormente, a partir de mediados de los años ’90, la teoría queer, en sus distintas vertientes, implicará una ruptura en el sistema binarista sexo-género. Aquí citaremos a Judith Butler, en cuyo pensamiento no se distingue el sexo como naturaleza y el género como constructo social, sino que contrariamente lo que se presenta es la idea de que los propios cuerpos son construidos culturalmente. La autora señala que no es posible separar al “género” de las construcciones sociales, históricas y políticas en las que este se halla inmerso, y en las que a su vez se produce y se mantiene (1999). Así, se rechaza la distinción entre sexo/género, la cual sugiere una discontinuidad radical entre los cuerpos sexuados y los géneros construidos culturalmente. Es decir, que según esta autora son los actos de género los que crean el género, siendo éste una construcción que invisibiliza su génesis por medio de la repetición de discursos y prácticas. Al respecto Butler señalará que el género es un acto porque “al igual que en otros dramas sociales rituales, la acción de género exige una actuación reiterada, la cual radica en volver a efectuar y a experimentar una serie de significados ya determinados socialmente, y ésta es la forma mundana y ritualizada de su legitimación” (Butler, 2007: 273).
Más allá de la perspectiva teórica de análisis, está claro que ninguna operación es casual, de allí que el modo en que se delimita qué es lo que del cuerpo real puede registrarse en el cuerpo político es objeto de intensas luchas políticas y sociales. Estas luchas han adquirido en los últimos años relevancia creciente en América Latina, aunque con variables grados en lo que se refiere a la constitución de derechos.
2.2 ¿Representación de qué...? Redistribución-reconocimiento: ¿una falsa dicotomía?
Tal como es mencionado por Fraser (1991), actualmente las reivindicaciones de justicia social se dividen, cada vez más, en dos tipos. El primero, más conocido y revitalizado en el marco del pensamiento de libre mercado, está constituido por las reivindicaciones redistributivas, que pretenden una distribución más justa de los recursos y de la riqueza. Por otra parte, el segundo tipo de demanda, con especial relevancia en el contexto actual, se refiere a la política de reconocimiento de la diferencia, respecto a la norma hegemónica. Esta última incluye un amplio espectro que va desde reivindicaciones del reconocimiento de las diferencias de género, hasta demandas provenientes de las minorías étnicas-raciales y de diferencias sexuales. Con frecuencia, ambos tipos de reivindicaciones de justicia aparecen disociados, tanto práctica como intelectualmente.
Fraser señala el hecho de que dentro de los movimientos sociales, como el feminismo, las tendencias activistas que consideran la redistribución como el medio de reparación de la dominación masculina están cada vez más disociadas de las tendencias que buscan el reconocimiento de la diferencia de género. Similar situación sucede en la esfera intelectual, donde quienes entienden el género como una relación social mantienen considerable distancia de aquellos que lo interpretan como una identidad o un código cultural. Esta situación ejemplifica un fenómeno más general: “el distanciamiento generalizado de la política cultural respecto de la política social y el de la política de la diferencia respecto de la política de la igualdad”. De aquí devienen las siguientes disyuntivas planeadas por la autora: “¿Redistribución o reconocimiento? ¿Política de clase o política de identidad? ¿Multiculturalismo o socialdemocracia?” (Fraser, 1991: 84).
La respuesta de Fraser será que estas preguntas remiten de hecho a una falsa antítesis y que, en la actualidad, la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento, es decir una concepción bidimensional de la justicia y una orientación política programática que pueda integrar lo mejor de la política de redistribución con lo mejor de la política del reconocimiento (Fraser, 1991: 93). En otras palabras, el racismo está enraizado en la estructura económica al igual que el género, la orientación sexual u otras. No es casual la pobreza en ciertos sectores étnicos o la mayor prevalencia de la pobreza en las mujeres en la región que en los varones (Anderson, 2004), como tampoco lo es el hecho de que los lugares de poder sean ocupados fundamentalmente por varones blancos de sectores socioeconómicamente favorecidos, debido a que las dimensiones distributiva y de reconocimiento interactúan y se condicionan mutuamente.
En lo que sigue, se explora la manera en la que las nociones de identidad y clase interaccionan en la sociedad uruguaya en el marco de la normativa sobre “nuevos derechos humanos” y su relación con la construcción de imaginarios sociales y nuevos modelos de convivencia.
3. “Como el Uruguay no hay”
3.1. Sistema político y estructura social
Para entender la relevancia y significación de estos cambios, es necesario comprender algunas de las características sociales, políticas y económicas de larga data en Uruguay, que hacen a la cultura política y social de los uruguayos y sus instituciones. El cambio en materia de derechos y la disputa actual en cuanto a los modelos deseables de integración, convivencia y civilidad.
Uruguay es considerado, en la literatura sobre regímenes políticos en América Latina, como una de las democracias más estables y antiguas del continente. La democracia uruguaya data de 1904, y desde 1916 hasta el presente detenta la extensión universal del sufragio. Conoció dos interrupciones signadas por gobiernos militares (1933-1938 y 1973-1984), lo cual en el marco de la inestabilidad política de América Latina convierten al país en una excepción. Los períodos democráticos del Uruguay indican tres momentos, que se corresponden aproximadamente a las tres “olas de democracia” de (Huntington, 1991): el momento fundacional de principios de siglo hasta la dictadura de Terra (primera ola), la democracia ya consolidada de la década de 1940 hasta inicios de 1970 (segunda ola), y el último y más reciente que inicia con el fin de la dictadura militar en 1984 (tercera ola) (Moreira, 2007: 4).
En los pioneros trabajos de Mainwaring (Mainwaring and Scully, 1995; citado en Moreira, 2007) y en los más recientes (BID, 2006), Uruguay aparece como el sistema de partidos más institucionalizado de América Latina. La estabilidad de la competencia partidaria, el arraigo de los mismos entre la sociedad, la legitimidad de las instituciones políticas y del proceso electoral, y el peso de las organizaciones partidarias son las variables que hacen a esta clasificación. Asimismo, el Uruguay es el único país de América Latina donde gran parte de la dinámica partidaria se explica por partidos que nacieron en el siglo XIX. Los llamados partidos “tradicionales” o “fundacionales” —Partido Colorado (PC) y Partidos Nacional (PN)— se forman durante el mismo origen del Uruguay como nación independiente (Moreira, 2007: 4-5). Estos han obtenido cerca del 90% de los votos hasta los años ’70, siendo el restante 10% compartido por varios partidos (González, 1988: 76). Siendo lo religioso poco conflictivo en Uruguay, el mayor clivaje asociado de alguna manera a la oposición entre los partidos lo constituye la dicotomía campo-ciudad, siendo el Partido Colorado y más específicamente los sectores batllistas4 asociados a la ciudad, y los sectores nacionalistas, especialmente herreristas relacionados al campo.
Una de las características de este país, tal como habitualmente es presentado por la literatura nacional, es su capacidad de consolidar una de las pocas culturas democráticas del continente, la cual se caracteriza por un alto grado de involucramiento en la política, la adhesión a los partidos y sus convicciones democráticas. En conjunto, estos factores han tenido por resultado la sobrevivencia y penetración de los partidos políticos y el fracaso de las diversas fórmulas corporativas y populistas que experimentaron sus vecinos del Cono Sur en la segunda ola democrática, y el formato de transición escogido para salir de la dictadura (Moreira, 2007: 6).
Por último, pero no menor, cabe realizar algunas puntualizaciones respecto a la distribución del Gasto Público Social (GPS) a lo largo del siglo XX. Se destaca aquí que el nivel de gasto con respecto al producto pasó de 12 a 38,1% entre 1903 y 2000 (Azar y Fleitas, 2011).
La prioridad fiscal, definida como la participación del GPS en el gasto público total, creció dinámicamente hasta los años treinta: pasó de 21 a 47%, aproximadamente, nivel que se mantuvo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. En la década de posguerra se volvió a asistir a un importante crecimiento, que ubicó el indicador por encima de 60% hacia fines de los años cincuenta, y cuyo valor no será superado sino hasta principios de los años noventa, como se muestra en la Tabla I a continuación. (Azar et al., 2010: 7).
Como se puede apreciar en el cuadro anterior, desde mediados de siglo más de 40% del total del gasto del Gobierno Central se destinó a fines sociales, básicamente educación, salud y transferencias para sostener el sistema de seguridad social. Se verificó, en cambio, un retroceso durante los años posteriores a la crisis de 1929 e inicios de la Segunda Guerra Mundial y en la etapa de estancamiento y crisis económica de fines de los sesenta, que fue seguida de la instalación del proceso dictatorial en 1973.
Hasta la década del cincuenta, salud y educación por un lado y seguridad social por otro, tenían participaciones similares. Desde entonces, la ponderación de seguridad social fue cubriendo porciones crecientes de ese total, hasta constituir alrededor del 70% (Azar y Fleitas, 2011: 5-6). En otras palabras, en este período los cambios en la trayectoria del GPS se explicarán esencialmente por efecto de la seguridad social, concretamente de la cobertura de los seguros de retiro. A continuación se profundiza en cada una de estas áreas: educación, salud y seguridad social.
Durante las dos primeras décadas del siglo XX, el gasto en educación y salud se expandió hasta representar casi 30% del total. Los años posteriores a la crisis de 1929, el período de la Segunda Guerra Mundial y su inmediata posguerra implicaron un retroceso en esa ponderación. Ulteriormente, aunque con fluctuaciones, desde la década del sesenta se mantuvo en torno al 29%, incluso tras procesos como el estancamiento y crisis económica de fines de los sesenta. Como consecuencia, la participación de estas dos partidas de gasto social en términos del producto apenas creció en el período: representaba 2% hacia 1910, alcanzó 4% en los años veinte y mantuvo ese nivel hasta los años sesenta (Azar y Fleitas, 2011: 9). Esta tendencia puede ser apreciada en el siguiente gráfico (II).
Una mirada comparada a la evolución seguida por los otros países aquí considerados desde mediados del siglo XX da cuenta del modesto dinamismo que caracterizó al Uruguay, el cual se encuentra entre las economías con menor inversión en educación y salud en ambas etapas. La siguiente tabla (III) presenta el gasto en educación y salud para países de América Latina, España y Nueva Zelanda, para el período 1950-1970.
En síntesis, se podría señalar que el Gasto Público en Uruguay —y más específicamente el Gasto Público Social— adquieren niveles inusitados en la región desde inicios del siglo XX. No obstante, tras un inicio favorable la evolución de largo plazo ha tendido a decaer: los recursos capturados por el sector público no crecieron significativamente y, en ese marco, el gasto en educación y salud no se amplió. De esta manera, por cada punto que creció su riqueza a lo largo del siglo, Uruguay habría sido el país que menos incrementó su gasto en educación y salud. Así, lejos de protagonizar un proceso de convergencia con los países actualmente denominados “desarrollados”, Uruguay fue relegando posiciones durante el período, incluso respecto a los países que realizan un mayor esfuerzo fiscal de la región (Azar y Fleitas, 2011: 11; Azar et al., 2010: 1).
3.2. Estructura demográfica
El Uruguay fue autodenominado en la década del cincuenta como la “Suiza de América”, no sólo por su sólido sistema financiero sino también por su estabilidad política y la amplitud de su democracia, así como la temprana adopción de “valores y normas modernas” dada su conformación de país de inmigración europea (española fundamentalmente, e italiana). A fines del siglo XIX y hasta las primeras décadas del siglo XX, el país tenía una estructura demográfica joven y era destino de fuertes contingentes migratorios. Pasada la segunda mitad del siglo XX, Uruguay ya presentaba una estructura demográfica envejecida y se transformaba en un país de emigrantes. Entre ambos escenarios, este país experimentó dos grandes procesos demográficos, la primera y la segunda transición demográfica (Cabella y Pellegrino, 2010: 1-2).
En lo que refiere a la primera transición demográfica, Uruguay se anticipó al menos treinta años al resto de los países latinoamericanos, los que en su gran mayoría iniciaron este proceso en el transcurso de las décadas de 1950 y 1960 y una minoría en la década de 1930. Únicamente Argentina, más específicamente la provincia de Buenos Aires, tuvo una cronología similar a la uruguaya (Pellegrino et al., 2008). Estos factores estuvieron asociados a otros fenómenos sociales y culturales que incorporaron a la sociedad uruguaya mentalidades y comportamientos “modernos”, reflejados a su vez en el cambio de la familia, la relación entre los sexos y las actitudes frente a la reproducción (Calvo, 1995; Muerte a Pellegrino et al., 2008). En un contexto histórico en que los recursos tecnológicos de la medicina eran aún muy precarios, una mejoría tan significativa (nueve años) en la expectativa de vida solo podía reflejar los grandes esfuerzos del Estado uruguayo por mejorar las condiciones de higiene de la población. Es así que Montevideo fue la primera capital del continente sudamericano que contó con una red de alcantarillado, al mismo tiempo el Estado propició el financiamiento de grandes obras de infraestructura urbana como el tendido de redes cloacales y agua potable. Asimismo, cuando hubo disponibilidad de inmunizaciones (por ejemplo contra la viruela), el Estado organizó la vacunación colectiva de la población (Cabella y Pellegrino, 2010: 5).
El gráfico expuesto a continuación muestra la evolución de la tasa de natalidad, mortalidad y crecimiento natural, desde 1887 hasta el año 2004.
La migración ha sido un rasgo constitutivo de la población uruguaya a lo largo de su historia. Históricamente definido como un espacio de frontera entre dos grandes países, desde inicios del siglo XX recibió importantes contingentes inmigratorios europeos —quienes se radicaron fundamentalmente en Montevideo—, al mismo tiempo que también registraba una presencia importante de brasileños al norte del río Negro y de argentinos en el Sur y el litoral del río Uruguay (Peregrino et al., 2008; Calvo, 1995). Asimismo, en las primeras décadas del siglo, además de italianos y españoles, también se intensificaron los ingresos de personas de Medio Oriente y de Europa Oriental (Peregrino et al., 2008; Cabella y Pellegrino, 2010).
Hacia 1930, los ingresos de inmigrantes europeos se detuvieron ya que la crisis económica de 1929 tuvo —entre sus muchas consecuencias— un estancamiento de los movimientos migratorios en todas partes (Peregrino et al., 2008). Posteriormente a la Segunda Guerra Mundial, se dio un nuevo impulso inmigratorio donde nuevos contingentes de emigrantes europeos se dirigieron a América, incluyendo Uruguay. A partir de 1960 tuvo lugar uno de los fenómenos más importantes en los movimientos poblacionales: la reversión de la emigración europea luego de más de un siglo. Al respecto, cabe señalar que sus causas trascienden la crisis que se inicia en el contexto nacional y son contemporáneas a cambios fundamentales en la orientación de los movimientos internacionales (Cabella y Pellegrino, 2010).
En cuanto a la emigración de la población uruguaya, desde el siglo XIX y primera décadas del XX los testimonios describen la tendencia a emigrar hacia los países vecinos, especialmente Argentina (Barrán y Nahúm, 1967), lo cual se corresponde con la información registrada en los censos argentinos (Peregrino et al., 2008). Es así que las salidas de uruguayos a los países fronterizos compensarían los ingresos desde otros continentes y también desde los mismos vecinos. Sin embargo, Uruguay podía considerarse un país de inmigración, con saldos positivos a lo largo de la primera mitad del siglo XX hasta inicios de la década de 1960 (Cabella y Pellegrino, 2010).
Finalmente, en lo relativo a la migración interna, la ausencia de censos entre 1908 y 1963 no permite estimar de manera adecuada la evolución de la distribución de la población en el territorio. Sin embargo, los escasos datos disponibles señalan que durante ese período se produjo una importante migración rural-urbana hacia la región metropolitana de Montevideo (Pellegrino et al., 2008).
3.3. La crisis de un modelo
Es a partir de 1947 cuando se aprobaron nuevas restricciones al cambio de moneda extranjera que impidieron que el país participara de lleno en el auge mundial de la posguerra, que se inauguraba el progresivo aislamiento del país, apartado de la influencia beneficiosa de los flujos del comercio internacional. La inflación, fenómeno de larga data en el país, se asienta con fuerza a partir de este período (Nahúm, 1996).
Asimismo, durante las primeras décadas del siglo XX se fue conformando un sistema político clientelista, que daría forma a un Estado que se presentaría ante los ciudadanos como proveedor de bienes y servicios, y que progresivamente ampliará sus funciones sociales y su intervención en la economía y que ensanchará el empleo público de un modo constante. Los sectores sociales medios, cada vez más numerosos, encontrarían en este Estado gran parte de las bases para su ascenso social, especialmente a través de la educación pública y del empleo en el gobierno. Este sistema no pudo continuar expandiéndose debido al cambio en los parámetros internacionales, que modificaron el valor de las materias primas exportadas. Finalmente, luego del fin de la Guerra de Corea la caída de los indicadores económicos comienza a vislumbrarse y la economía uruguaya comienza a decaer. Se inicia así un período de aumento de los conflictos sociales. En este contexto, el Estado absorberá mano de obra de manera creciente, lo cual suscitará importantes críticas de los sectores empresariales, fundamentalmente ruralistas. El crecimiento de los roles estatales condujo a un crecimiento del aparato estatal y con ello del gasto público. Con la crisis del ’29, la relación gasto público/PBI comenzó a crecer, incrementándose en un 71% en la década del ’30. En el período 1945-1955, dicha relación volvió a aumentar en un 50%, debido a un significativo aumento del gasto concentrado entre 1947 y 1950 (Sapelli, 1992). Importa destacar que la expansión del gasto público se vinculó fundamentalmente con un rápido aumento del número de empleados públicos y de jubilaciones y pensiones (Davies, 1987). Es así que en la década de 1960, el Estado ocupará el 25% de la fuerza laboral y el 30% de la población dependía de pensiones y jubilaciones. En dicho proceso, la política clientelista y de distribución de rentas cumplió un papel central (Rama, 1991).
Uruguay, después de varias décadas de bonanza, comenzó a padecer los males de un opulento sector público, que proveía una gran parte de los empleos. Su economía se estancó, la inflación avanzó, los capitales dejaron de afluir al país hasta que, finalmente, el malestar social estalló bajo la forma de violentos conflictos políticos, impensables unas décadas atrás. Los diversos sectores sociales, los sindicatos obreros y de empleados públicos, y las gremiales empresariales, lucharon entre sí por la distribución de una riqueza decreciente (Nahúm, 1991 y 1996).
La tercera etapa de la historia del Uruguay en el siglo XX (1959-1985) estuvo caracterizada por la crisis y el estancamiento económico y, en sus años finales (1973-1985), por la caída de las instituciones democráticas y la instalación de una dictadura militar. El estancamiento de la ganadería y el fin del proceso de industrialización se tradujeron en una disminución permanente del ingreso.
Los partidos tradicionales se alternaron en el poder desde la consolidación de la democracia hasta el año 2005: gobiernos blancos de 1959 a 1967 y colorados de 1904 a y de 1967 a 1973, en estos años ambos partidos procesaron importantes niveles de fraccionalización interna. La izquierda se unificó y surgió así el Frente Amplio en 1971. Desde la reapertura democrática gobernaron nuevamente los partidos tradicionales: 1985-1990, Partido Colorado; 1990-1995, Partido Nacional; 1995-2005, Partido Colorado. La crisis socioeconómico que golpeó al país y gran parte de la región en los años 2002-2003 fue la ventana de oportunidad que posibilitó la llegada al gobierno del partido de izquierda y centroizquierda Frente Amplio, que mantiene el gobierno desde el año 2005 a la fecha.
Los 12 años de la dictadura militar estuvieron signados por la represión de todas las fuerzas políticas, particularmente las de izquierda, por el encarcelamiento de todos los dirigentes sindicales y la prohibición de la actividad gremial a obreros y empleados, y por la expulsión de los funcionarios públicos, especialmente los docentes. La crisis financiera y económica de 1982 aceleró la inflación y sobre todo la desocupación, y la resistencia social, lo cual contribuyó a la reorganización del movimiento sindical. Los militares lograron que la Ley de Caducidad5 y el posterior referéndum popular que la consolidó (1989) impidiera su persecución judicial ante las violaciones de los derechos individuales acaecida bajo la dictadura.6
La tercera ola de la democracia en Uruguay se generó a partir de la salida de la dictadura. La transición democrática en Uruguay pareció estar signada por un clima de “restauración”, y los resultados de las elecciones de 1984 así parecían mostrarlo, los partidos que disputaron la elección eran los mismos, y los votantes se comportaron de manera muy similar a la elección de 1971.
Constanza Moreira (2007: 6) señala que a pesar de que la “tercera ola” en Uruguay pareció estar signada por un clima de “restauración”, la democracia se abriría sobre un escenario político con importantes cambios. De esta manera, la autora señala que la reflexión sobre la incapacidad de los partidos políticos de evitar el golpe de Estado trajo, al inicio de la transición democrática, un importante debate acerca de las estructuras políticas, lo que impulsó la reforma constitucional en el año 1996. Esta reforma alteró las bases de la competencia electoral a través de dos mecanismos: 1) la imposición de elecciones internas abiertas para consagrar candidaturas presidenciales únicas en los partidos; y 2) la imposición de la segunda vuelta o balotaje, si ningún partido obtenía la mayoría absoluta de los votos en la primera vuelta. Como consecuencia, se consolidó aún más el “bloque tradicional” (entre el Partido Colorado y el Partido Nacional). Los políticos tradicionales apostaron a la sobrevivencia de sus lealtades de base, mientras la izquierda hacía lo propio a través de la renovación generacional (Moreira, 2007: 6-7). El trabajo de Felipe Monestier (1999) muestra que la capacidad de reproducción generacional de las identidades frenteamplias es muy superior a las blancas y coloradas: mientras un 87% de los nacidos en hogares frentistas simpatizan con el partido de sus padres (en este caso el FA), sólo sucede esto en el 49% de los hogares colorados y de los hogares blancos. Las familias “mezcladas” también evidencian la fuerza de las identificaciones frentistas: un 64% de los hijos de estos hogares se identificaban con el Frente Amplio. En otras palabras, la izquierda y centroizquierda política paulatinamente aumentaron sus bases electorales de manera gradual desde la reapertura democrática, captando las nuevas generaciones y generando adhesiones partidarias más fuertes que se transmiten con mayor fuerza a la interna de las familias.
El Uruguay poscrisis se caracterizó por la fragmentación, contra la cualidad de integración y homogeneidad que prevaleció en la mayor parte del siglo XX, desde inicios de la década del ’90 se registra una tendencia a la segmentación residencial (barrios separados por estrato social), educativa (la enseñanza pública cumple crecientemente una función marginal como proveedora de servicios a quienes no pueden acceder al servicio privado) y social (importantes continentes poblacionales sin acceso a educación formal, trabajo ni vivienda).
Así, hacia fines de los noventa y comienzo del siglo XXI el país asistió a graves procesos de desarticulación y exclusión social. Estos procesos fueron tramitados de peor manera por algunos grupos específicos de la sociedad, fundamentalmente los niños, las mujeres, los afrodescendientes y los grupos LGBT, ya que poseían menores mecanismos de amortiguación, resguardo e inclusión que el resto de la sociedad. Esta circunstancia se explica, en algún punto, por el escaso vínculo que mantenían estos grupos con el mercado formal de empleo —principal factor de integración (Midaglia, 2013; Midaglia y Antía, 2007). En el Anexo se muestran algunos datos económicos relativos a la pobreza e indigencia en el período 2001-2014 (ver Tablas III y IV).
El “Uruguay batllista” se encontró resquebrajado culturalmente, tras el debilitamiento económico, social y político que culminó con la dictadura militar primero, como gran fractura social, y luego con los procesos neoliberalizadores y privatizadores de los años noventa y la crisis socioeconómica de 2002.
En este marco, la fragmentación social rompió cualquier autoconvencimiento de “sociedad integradora” o “sociedad amortiguadora”; término con que Carlos Real De Azúa caracteriza al Uruguay hasta mediados del siglo XX. Según el autor, desde la primera mitad del siglo XX en el Uruguay se diseña un sistema político y social caracterizado por un sistema de equilibrios complejos entre sectores con un alto grado de integración, que amortiguó la hegemonía de cualquiera de ellos (“constelación de poderes”). Es así que señala: “Se concretó un tipo de sistema que hoy se tiende a denominar de «conciliación»; en el que «un Estado y un Gobierno se mostraron capaces de cumplir una tarea vasta y compleja de distribución y redistribución social de los recursos […] mediante un repertorio de instrumentos». Esos instrumentos eran utilizados para que la sociedad conservara un «grado considerable de integración» y «nivel de consenso»” (Real de Azúa, 1988: 181-182).
Solari (1991) describe las características tradicionales del sistema político uruguayo en el mismo sentido, como “capacidad para absorber el cambio sin fracturas considerables”. Esa “vía integrativa” de distintos sectores sociales al sistema político se da a través de diversos mecanismos de incorporación: los partidos políticos, la legislación social, el voto y la existencia de recursos económicos a distribuir debido a un contexto internacional favorable para el país, lo que ensanchó las bases sociales de apoyo del poder público que no tuvo desafíos frontales (Filgueira y Filgueira, 1989). De esta manera, comparada con sus pares regionales, Uruguay se constituyó a inicios del siglo XX como una “sociedad de cercanías”, culturalmente homogénea, con una temprana universalización en la cobertura de derechos sociales básicos, igualitaria en lo económico y movilizada en lo político, tanto en el ejercicio democrático de sus partidos como en la acción sindical de sus asalariados. Esta característica integrativa es la que entrará en crisis en la década del sesenta.
La crisis económica que comienza a mediados de los años ’50, el giro desarrollista de índole liberal que se empieza a gestar en los setenta y la destrucción definitiva del viejo modelo de desarrollo se plasma con la dictadura militar en los setenta. La consolidación del modelo liberal a inicios de los noventa bajo el predominio del Consenso de Washington, y luego la crisis económica de los años 2002 y 2003, modifican radicalmente la geografía urbana, la conformación de la estructura laboral y las formas de integración social (Kaztman et al., 2004: 5; Filgueira y Filgueira, 1989).
Los años posteriores a la crisis evidenciarán un aceleramiento de la economía, con mejora en los indicadores socioeconómicos. En este contexto, se transitan nuevos imaginarios de convivencia y ciudadanía, se da la rotación de los partidos en el poder y un cambio en la matriz de protección social, junto con la entrada en agenda de “nuevos derechos” y “nuevas desigualdades”.
4. Uruguay y la agenda de nuevos derechos
En paralelo a los recorridos mundiales, en las últimas dos décadas la “política de la identidad” ha adquirido cada vez más relevancia en Uruguay. En términos de Fraser (2003) se puede admitir que, a la demanda clásica de distribución en términos de clase, se ha sumado la demanda de reconocimiento de grupos tradicionalmente excluidos de la sociedad y el Estado debido a su raza, etnia u opción sexual (Carneiro, 2014). En este sentido, en Uruguay desde 2005 —con la llegada al gobierno del Frente Amplio— se procesó un cambio sustantivo en lo que refiere a la entrada de ciertos temas en la agenda política. Entre estos pueden mencionarse la autonomía económica y superación de la pobreza y la interseccionalidad de la misma con otros parámetros de subalternidad (género, orientación sexual, etnia-raza); el combate hacia la violencia de género; la salud sexual y reproductiva, entre otros.
A nivel internacional, la “caída del Muro”; la complejidad que actualmente caracteriza a las estructuras económicas capitalistas; el abandono casi rotundo en algunos centros académicos y políticos del marxismo en los ’90; la preocupación por la consolidación de la democracia son algunas de las razones que han tenido como correlato un significativo aumento de la preocupación social, académica y política por estos “nuevos” derechos y las “nuevas” desigualdades. Asimismo, debe señalarse que este fenómeno coincide con un “aparente” auge mundial de la democracia, como concepción filosófica y como sistema político, donde ocurre una identificación muy cercana entre la democracia y los derechos humanos. Concomitantemente, a partir de los años ochenta —fundamentalmente a partir de los procesos de democratización en América Latina— la doctrina de los derechos humanos ha ido independizándose del concepto de democracia y asociándose al de democratización en clave de nuevos derechos.
Un mínimo repaso por los principales temas que estuvieron presentes en la agenda pública del Uruguay en los últimos años muestra la relevancia que la temática ha adquirido. Una ley de 2004 aprobó la Lucha contra el Racismo, la Xenofobia y la Discriminación (17.817); un decreto de 2009 estableció el ingreso de homosexuales a las Fuerzas Armadas; la llamada “Ley de Concubinato” (18.246) de 2010 que concedió los mismos derechos a las uniones concubinarias homosexuales y heterosexuales; la aprobación de la ley de 2009 que establece cuotas para la participación de las mujeres en las listas de votación (18.476); la aprobación en 2006 de la ley que declara el 3 de diciembre como el Día Nacional del Candombe, la Cultura Afrouruguaya y la Equidad Racial (18.059); la Ley de Matrimonio Igualitario aprobada en 2013; la despenalización del aborto (Ley N° 18.987); la reserva de un porcentaje de empleos públicos para los afrodescendientes (Ley N° 19.122) y la regulación de la producción del consumo de marihuana son algunos ítems que ayudan a ejemplificar el avance legislativo del país en materia de nueva agenda de derechos (Villegas y Zeballos, 2015: 17).
A pesar de registrarse importantes avances en esta materia, existe una gran heterogeneidad en el tenor y profundidad de las reformas, debido a que las demandas de los grupos involucrados están fuertemente influenciadas por su trayectoria histórica como grupo subalterno. A continuación se mencionan estas trayectorias y su desarrollo en el actual contexto.
4.1. La población afrodescendiente en Uruguay
En Uruguay, y a diferencia de lo sucedido en Cuba, Haití o Brasil, la población afrodescendiente fue menor y su incorporación en las actividades productivas diferentes, lo que habilitó la concreción de un proceso de aculturación más acelerado (Pujadas, 1993), lo cual no excluyó que se dieran evidentes déficits en materia de reconocimiento de derechos. De acuerdo a los primeros datos generados por el país, en 1990 la minoría afrodescendiente representaba cerca del 1% de la población y por tanto poseía escaso peso electoral para canalizar sus reclamos por esta vía. Así, esta cultura subalterna optó por la rendición de cuentas societal para gestionar sus demandas, mediante la creación de la Organización Mundo Afro (Carneiro, 2014).7 Tras las denuncias procesadas por este colectivo, a partir de la década del noventa, el país comenzó a revisar la problemática. Éstas iniciativas se tradujeron en informes y documentos presentados ante organismos internacionales, así como también en foros y conferencias nacionales.
Específicamente, en 1996 la Encuesta Nacional de Hogares incorporó el ítem raza, en 2008 lo hizo la Encuesta Nacional de Hogares Ampliada y en 2011 lo hizo en el Censo Nacional. Las encuestas mencionadas, como también el censo, permitieron obtener información sobre ascendencia racial de la población uruguaya y la situación de las minorías. La política de reconocimiento hacia los afrouruguayos incorporó, como será visto a continuación, los aportes a la cultura. Al respecto, el Estado uruguayo presentó una petición a las Naciones Unidas a favor de declarar el candombe como parte del patrimonio intangible de la humanidad, sumándose al Día Nacional del Candombe, la colectividad afrouruguaya y la equidad racial que se celebra cada 3 de diciembre, lo que supuso un reconocimiento a la identidad e historia del colectivo. La Ley N° 19.122 (Afrodescendientes: normas para favorecer su participación en las áreas educativa y laboral) reconoce, en primer lugar, que la población afrodescendiente que habita en Uruguay ha sido históricamente víctima del racismo, la discriminación y la estigmatización desde el tiempo de la trata y tráfico esclavista, acciones declaradas en la actualidad como crímenes contra la humanidad según lo establecido por el Derecho Internacional. La normativa presenta en un primer momento una declaración que asume a la trata esclavista del siglo XIX como crimen de lesa humanidad, en concordancia con lo establecido por los organismos internacionales de derechos humanos. A partir de allí, se estipulan una serie de propuestas afirmativas que tendrán un plazo de 15 años y que serán evaluadas cada 5 años (Carneiro, 2014; Villegas y Zeballos, 2015).
Uruguay se imaginó tradicionalmente como una sociedad “blanca”, describiéndose a sí misma como una excepción entre las excolonias europeas en América Latina, debido a la homogeneidad racial de su población. El imaginario histórico del Uruguay ha consistido por tanto en un país étnica y culturalmente homogéneo, sin “indios” y muy escasos “negros”: un país “blanco” hijo de la inmigración europea. Tal condición constituía para muchos un rasgo de distinción envidiable de nuestro país frente al resto de América Latina, que se manifiesta por ejemplo en los libros de enseñanza primaria donde se señalaba con orgullo la carencia en el país del “problema indígena”.
Uruguay, por lo tanto, en su imaginario social se pensaba mucho más cercano a los pequeños países de Europa que a sus vecinos del sur, “más pobres, menos educados y menos blancos”. Sin embargo, este relato no parece ser tan cierto, ya que si bien la población de origen europeo y sus descendientes son un importante número de la población uruguaya, los afrodescendientes constituyen el 9.1% de la población total del país (INE, 2006). A su vez, estudios recientes en el campo de la antropología física indican que la población indígena nativa fue más trascendente en la conformación de la población nacional que lo admitido por las corrientes principales de la historiografía uruguaya.
El imaginario social del Uruguay se ha modificado en las últimas décadas. En este sentido, Porzecanski marca a los años ’60 como la culminación de una versión de la identidad uruguaya construida a principios de siglo, bajo el proyecto modernizador del batllismo y su afán uniformizador. Según este autor, el final de la dictadura inicia en la sociedad uruguaya un período de reflexión respecto del pasado, donde se mueven algunos significados y se comienza a reflexionar acerca de la nueva versión de la identidad nacional. Es en este contexto cultural que la reconsideración de una imagen de la sociedad uruguaya racialmente homogénea e integrada casi exclusivamente por inmigrantes europeos se desplaza paulatinamente hacia la construcción de una identidad más mestiza, más cercana al estereotipo de la “latinoamericanidad” (Porzecanski, 2005).
La fractura de este imaginario se corresponde con otras fracturas en la sociedad uruguaya relativas a la progresiva caída de sus ingresos a partir de mediados de los años cincuenta y el deterioro de sus instituciones democráticas desde fines de los sesenta. Este nuevo escenario trae consigo la transformación no solo de los modelos de ciudadanía, sino que además supone el cuestionamiento de ciertos componentes que hacen a la “Suiza de América” y la reedición de otros. En otras palabras, el Uruguay actual reedita hoy sus “sueños de avanzada” en un nuevo escenario de crecimiento económico, con importantes fracturas sociales, que sin embargo redefinen los lugares subalternizados en la sociedad.
4.2. La agenda de género en Uruguay
En lo que atañe a las políticas de género, América Latina ha asistido a grandes cambios en lo que respecta a la orientación de su matriz de protección social. Desde finales de la década del ’80 se da inicio en la región a una nueva “gobernanza neoliberal” en América Latina, que progresivamente minará el rol del Estado en la vida social y económica. En el plano social, el Estado neoliberal asumió la carátula de “Estado cuidador” con la implementación de políticas sociales focalizadas y de transferencias monetarias de combate a pobreza, adoptando como principales sujetos viabilizadores a las “mujeres madres” (Coba y Herrera, 2013). Los feminismos, en este contexto, buscaron en algunos casos ir contra la hegemonía de este Estado patriarcal y paternalista, defendiendo la igualdad entre los géneros. No obstante, el feminismo de la década de 1990 ha sido criticado por ser un feminismo con predominancia liberal, que mientras avanza en ciertos derechos por la igualdad de género para las mujeres y la no discriminación para las diversidades sexuales, no cuestiona sino que se adapta a la gobernanza neoliberal, postergando su intersección con las demandas redistributivas (Duarte, 2012; citado en Martínez y Voorend, 2008).
La crítica a los proyectos económicos basados en el predominio del mercado y el surgimiento de proyectos estatales con un discurso antineoliberal a partir de los primeros años del presente milenio, presentan un nuevo contexto político para la reconfiguración de los feminismos. Así, la llegada de partidos con orientación “progresista” en gran parte de los gobiernos latinoamericanos supuso un cambio en la orientación política de gran parte de la región.8 Al inicio, este cambio representó una clara señal en el impulso a la construcción de matrices sociales que mejoren la situación de “las mujeres”. No obstante, el panorama sociopolítico no es tan simple en la medida de que las demandas de los movimientos de mujeres buscan trascender la inclusión y la redistribución hacia transformaciones más sustantivas en el propio Estado (Martínez y Voorend, 2008).
En este escenario regional, en Uruguay a partir del año 2005 la coalición de izquierda (EPFA) asume dos períodos de gobierno consecutivos (2005-2015) en los cuales implementa un conjunto de reformas sectoriales, muchas de ellas en el área social, que impactan favorablemente en el patrón redistributivo (Midaglia et al., 2013) y en paralelo, se tramitan un conjunto de iniciativas referidas a la agenda de género.
En materia de institucionalidad estos cambios se traducen en la creación del “Plan Nacional de Igualdad de Oportunidades y Derechos”, la creación de INMUJERES y el Departamento de Mujeres Afrodescendientes, entre los más destacados.
Asimismo, podemos mencionar un conjunto de medidas implementadas en virtud de la equidad de género en la última década entre las que se destacan las políticas de salud sexual y reproductiva, las políticas de combate a la pobreza y obtención de empleo para mujeres vulnerables socioeconómicamente, las políticas destinadas a atenuar la división sexual del trabajo, políticas de discriminación positiva para la representación política (sistema de cuotas), entre otras. Tres quizás son los hitos más significativos en materia de agenda de género en los últimos años: la aprobación de la Ley de interrupción voluntaria del embarazo, la llamada Ley de licencias parentales y la Ley de cuotas a nivel de representación de las mujeres en el Parlamento.
En primer lugar, particularmente el aborto ha sido una de las reivindicaciones de más larga data en la agenda de género en Uruguay. En segundo lugar, las demandas en el plano de los cuidados y la equidad en el mercado de trabajo han adquirido especial relevancia en los últimos años por múltiples razones, entre ellas el ingreso masivo de las mujeres en el mercado de trabajo; la constitución, fortalecimiento y creciente relevancia social y política del movimiento feminista; la extensión de las jornadas laborales, etc. han revitalizado el debate acerca de las bases constitutivas del bienestar social, en el cual la modificación de los regímenes de licencias ha ocupado un lugar central. Uruguay fue excepcional en la transición demográfica, adelantándose en promedio 50 años con respecto a sus pares latinoamericanos, los que en su gran mayoría iniciaron este proceso en el curso de las décadas de 1950 y 1960 y una minoría en la década de 1930 (Pellegrino et al., 2008). Al antiguo régimen demográfico con una alta natalidad y también alta mortalidad —sobre todo infantil— le sucede un descenso de los dos índices, iniciando la transición hacia una demografía moderna. Esta transición temprana fue posible gracias a un conjunto de factores culturales que incorporaron a la sociedad uruguaya comportamientos modernos entre los que se destaca el incentivo a los matrimonios tardíos, como había sucedido en Europa anteriormente, al coitus interruptus, y lo que muchos analistas históricos coinciden en señalar como uno de los principales factores reguladores de los nacimientos: la práctica extendida del aborto en el novecientos (Sapriza, 2011). Según Barrán (1995), la realización de abortos era evidente en el Uruguay a partir de 1890. Esta trayectoria explica que haya sido posible la implementación de la reforma al Código Penal en 1934, que despenalizó el aborto hasta 1938 (Sapriza, 2011). La reinserción —luego de medio siglo— del aborto en la esfera social uruguaya se inicia con la redemocratización y está pautada por el hecho de que la despenalización del aborto estuvo presente en la agenda política, apareciendo en los programas de algunos partidos y en la agenda legislativa, presentándose tres proyectos de ley (1985, 1991 y 1993-1994)9 en torno a los que se generó algún tipo de discusión (Johnson, Rocha y Schenck, 2015). Finalmente, en 2009 la despenalización del aborto es incluida en el programa del partido de gobierno, al tiempo que la fórmula electoral del Frente Amplio declara que no vetaría la ley en caso de que fuera aprobada por el Parlamento (Johnson et al., 2015: 82-84), y el 22 de octubre de 2012 se promulgó la Ley N° 18.987 de Interrupción Voluntaria del Embarazo.10
En relación al segundo de los hitos mencionados, el surgimiento de las licencias parentales como instrumentos complementarios se sitúa en las décadas del ’80 y ’90. Sin embargo, la idea parece haber evolucionado del planteo inicial, y se han ido convirtiendo en parte central de las políticas de corresponsabilidad. Este proceso ha derivado en que muchos países cuenten hoy con licencias parentales. Las licencias parentales pueden estar diseñadas para ser asignadas en forma familiar (y dentro de ella asignarse al padre o a la madre) —como sucede por ejemplo en Bélgica, Canadá, Alemania y Francia— o bien pueden ser asignadas como un derecho individual e intransferible —como es el caso de Dinamarca, Holanda y Suecia. El tipo de arreglo institucional implementado en cada país supondrá un conjunto de creencias valorativas predominantes y un objetivo transformador en la misma sintonía. La Ley Nº 19.161, también conocida como la Ley de licencia parental, marca una ruptura en materia de corresponsabilidad paterna y materna sobre el cuidado de dependientes en Uruguay, debido a que instaura una nueva regulación al subsidio por maternidad que otorga el Banco de Previsión Social y genera un subsidio por paternidad para trabajadores de la actividad privada así como también un subsidio para cuidados del recién nacido con reducción de la jornada laboral, basado en el concepto de licencia parental.
Finalmente, entre la normativa más destacada debe mencionarse también el sistema de cuotas. En América Latina en la época pos-dictadura la reducida presencia de mujeres en cargos electivos y designados en los diversos ámbitos públicos de toma de decisiones se convirtió en un tema central de la agenda de los movimientos feministas y una demanda de las propias mujeres políticas. A lo largo de la década del noventa estas actoras denunciaban la persistente subrepresentación de las mujeres en los ámbitos de poder y exigían la adopción de mecanismos de acción afirmativa, apoyándose en los acuerdos internacionales surgidos de las conferencias mundiales sobre la mujer de las Naciones Unidas (Johnson et al., 2013: 5). Así, siguiendo el ejemplo de Argentina —que en 1991 se transformó en el primer país del mundo en aprobar una ley de cuotas— entre 1996 y 2001 otros diez países de América Latina aprobaron leyes similares. Los resultados de la aplicación de estas medidas de acción afirmativa fueron dispares, según la formulación específica que tenía la medida y las características del sistema electoral en el cual se aplicaba. Por lo tanto, se empezó a buscar una medida alternativa que tuviera un impacto más efectivo, y así se consagró en los acuerdos regionales la paridad como horizonte, siguiendo el ejemplo de Francia, que consagrara constitucionalmente la participación igualitaria de hombres y mujeres como principio de su democracia en el año 2000 (Johnson et al., 2013).
4.3. Agenda LGBT en Uruguay
La población LGBT ha sido históricamente excluida del imaginario social y de la materialidad concreta que involucran los procesos ciudadanos en Uruguay. Si bien su presencia en la agenda pública comienza sobre los años ochenta, la relevancia actual ubica gran parte de las demandas históricas del grupo en el primer plano de la agenda pública y logra permear en la agenda política desde hace menos de una década.
Se suceden una serie de cambios internos que colaboran con la entrada de estos temas en la agenda nacional, Sempol señala entre ellos el corrimiento del FA hacia el centro político, la consolidación del progresismo como forma de transformación gradualista y reformista y su corolario: la centralidad de los derechos humanos, derechos sexuales y reproductivos, identidad, discriminación por opción sexual y etnia en el centro de la agenda. Asimismo, a este conjunto se adiciona la conformación de agrupaciones LGBT de izquierda y el cambio en el marco de oportunidades para el establecimiento de alianzas entre la sociedad civil (Colectivo Ovejas Negras) y el partido de gobierno, que determinaron un aumento de la capacidad de movilización del colectivo LGBT junto con la apertura de una parte del sistema político a la promoción de dicha agenda (Sempol, 2014: 146).
Ravecca acuerda con el planteo de que para el caso de Uruguay, para el avance de estos derechos ha sido esencial la alianza entre la sociedad y el FA. No obstante, caracterizado por una conformación heterogénea, existen grupos más afines que otros, a la interna del partido de gobierno, a la promoción de esta “nueva agenda”. La preocupación planteada por Ravecca radica en que dicha agenda ha sido hegemonizada por los grupos más moderados ideológicamente en el FA y por ende articulándose poco con los grupos más preocupados por las problemáticas devenidas de la estructura capital-trabajo (Partido Comunista, por ejemplo). Esto suscita el problema de que de alguna manera “lo queer” es apropiado por un estrato social determinado —la clase media—, lo cual fomenta la invisibilización de las personas LGBT pertenecientes a los sectores socioeconómicamente más vulnerables (Ravecca, 2010a). Sin embargo, esto no parecería ser cierto en la medida en que partidos como el comunista al mismo tiempo que mantienen en el centro de sus preocupaciones la relación capital-trabajo han incorporado no solo la reivindicación de esta nueva agenda sino que han incluido en sus propias filas a destacados representantes de la sociedad civil en los derechos LGBT y de género.
En esta nueva agenda o tercera agenda de derechos, existen a nivel internacional y local desarrollos dispares, debido a que son agendas con organización y acumulación disímiles debido a que se han desarrollado en momentos históricos diferentes.
Siendo la agenda de género la que ha entrado primeramente en el debate público y político a través de la demanda de políticas contra la violencia de género y los derechos sexuales y reproductivos, a la que siguieron las demandas en materia de división sexual del trabajo, cuidados de población dependiente, entre las más destacadas. En Uruguay, la agenda LGBT por su parte cobró relevancia a partir de fines del primer gobierno del Frente Amplio, cuya reivindicación más presente en la agenda pública fue el matrimonio igualitario. Por su parte, los grupos afrodescendientes procesaron sus demandas con poco “ruido” en el espacio público y político, y estuvieron esencialmente asociadas a la normativa contra la discriminación y leyes de discriminación positiva en el mercado de trabajo. En otras palabras, mientras la comunidad LGBT inició un proceso de visibilización orientado a la sanción de leyes de reconocimiento e inclusión, la comunidad afrodescendiente se movilizó —teniendo ya garantidos los reconocimientos ciudadanos básicos— por el camino de las normativas de la diferencia (generalmente abocadas al mercado laboral). Actualmente, una vez sancionadas las leyes mencionadas, la delegación de la Unión Trans del Uruguay solicitó al Parlamento impulsar un proyecto de Ley para que el Estado les reserve una cuota de sus puestos de trabajo, apelando al “desigual tratamiento” en el tratamiento que debieran recibir en virtud de su condición “diferente” y por ende sujeta a procesos de discriminación y estigmatización (Villegas y Zeballos, 2015: 29).
5. La “Suiza de América” en el nuevo contexto globalizador
Una vez mencionadas las trayectorias y características actuales de los grupos involucrados en aquello que podríamos dar en llamar “nuevas demandas sociales” o “nuevos derechos”, interesa aquí particularmente hacer foco en los procesos discursivos involucrados en dos agendas en particular: la agenda de género y la agenda LGBT en el último decenio en Uruguay.
El análisis, en términos de relaciones discursivas, en la implementación de políticas y leyes con enfoque de género, presenta radical importancia en el actual contexto debido tanto a la trascendencia actual de esta agenda como a la consolidación de una larga trayectoria que se inicia desde el proceso de redemocratización a mediados de los años ’80 y se consolida con importantes cambios en la matriz de protección social en los últimos años. En segundo lugar, referido al proceso que involucra a la población LGBT, la razón de esta focalización es sencilla: por una parte, es un movimiento que adquiere especial relevancia en el Uruguay actual, dada la juventud relativa del movimiento organizado como tal, en relación a otros grupos subalternizados y su relevancia creciente en la agenda política actual. Al mismo tiempo, el movimiento adquiere especial relevancia en el contexto político del mundo occidental. En otros términos, el respeto y garantía de acceso a derechos por parte de la comunidad LGBT actualmente es signo de modernidad, democracia y libertad. Siendo un signo tan poderoso, que incluso ha sido usado como baluarte por países como EE.UU. o Israel para oponer su posición “civilizada”, “moderna” y “democrática” frente al “atraso” y “violencia” de países como Palestina o Irak. En otras palabras, la “homonormatividad”11 de la que nos alerta Jasbir Puar (2007), plantea cómo en el marco del Estado-nación se utiliza la agenda LGBT para “lavar la imagen” de países que perpetúan políticas externas terroristas —como Israel o EE.UU.— a través del llamado “pinkwashing”. La incorporación de algunos valores sociales considerados modernos, como es el caso del “respeto por la diversidad” tiene límites: ¿Cuáles son los límites legítimos de “lo diverso”?; ¿Qué es diversidad?; ¿Quién es diversidad?; ¿Quiénes son los interlocutores válidos para definir los parámetros de lo diverso y las relaciones causales que estos discursos llevan implícitos? ¿Cómo impactan tales procesos en Latinoamérica y particularmente en un país como Uruguay?
En lo que respecta a dichas agendas, se propone analizar en conjunto el discurso sobre el grupo con ciertas referencias ineludibles, especialmente en el caso de aquellos procesos que han llamado mucho la atención a nivel regional e internacional, como es el caso del matrimonio igualitario o la discusión sobre el aborto. En lo que sigue, se profundiza en las implicancias políticas actuales de esta agenda, y su relevancia en la construcción del “nuevo Uruguay” y el “nuevo uruguayo”, como parte de un proceso complejo, que refleja muy bien la actual batalla cultural y simbólica que le da marco, y en la cual inciden trayectorias locales y procesos internacionales.
6. “Construyendo equidad”: construcción de discurso e interlocutores válidos en la agenda de género en Uruguay
Como fue señalado, en Uruguay desde 2005 —con la llegada al gobierno del Frente Amplio— se procesó un cambio sustantivo en lo que refiere a la entrada de ciertos temas en la agenda política. Entre estos pueden mencionarse la autonomía económica y superación de la pobreza y la interseccionalidad de la misma con otros parámetros de subalternidad (género, orientación sexual, etnia-raza); el combate hacia la violencia de género; la salud sexual y reproductiva, entre otros. Estos temas lograron en el último decenio, gracias a la lucha de las organizaciones de mujeres que desde la iniciativa “externa” incidieron fuertemente en los actores políticos, y gracias a la oportunidad brindada por algunos actores internos al sistema, entrar en agenda y traducirse en normativas. En otras palabras, estas demandas lograron constituirse como necesidades en la agenda pública y política (García Prince, 2008; Fraser, 1991) y por ende ser pasibles de intervención estatal.
Sin embargo, el proceso mediante el cual tales demandas se convierten efectivamente en sujeto de intervención política está lejos de ser lineal. De hecho, la existencia de la demanda y la capacidad de presión del grupo que la promueve no determina per se que la misma vaya a efectivizarse. La “respuesta” al “problema” no se presenta de manera directa e inmediata, sino que muchas veces opera a través de complejos procesos de carácter acumulativo y gradual.
¿Quiénes construyen un “problema social” y su posible “solución”? ¿Cuáles son los “filtros” impuestos desde la estatalidad a las demandas gestadas de manera externa? Sobre estas interrogantes se propone indagar en el proceso de formulación de políticas públicas con enfoque de género durante el gobierno de la coalición de izquierda y centroizquierda en Uruguay, tomando como caso ilustrativo la Ley de interrupción voluntaria del embarazo (18.987). Se argumenta que dicha demanda logró convertirse en política a través de dos procesos complementarios. El primero de ellos supone la salida del “problema” de la esfera privada, como condición necesaria —pero no suficiente— para adquirir su estatus político. Seguidamente, dichos problemas no se traducen en políticas, sin antes redefinirse. En este complejo proceso, en el cual se modifican los aspectos más controversiales de la demanda externa a través de múltiples “filtros”, intervienen todas las elites involucradas en este núcleo de política: academia, actores partidarios, sectores afectados, elites de la sociedad civil, etc. En este espacio de contienda, donde los distintos grupos compiten por establecer como hegemónica sus interpretaciones sobre lo que es socialmente legítimo, se constituye la política. Como resultado, ciertas interpretaciones prevalecen por sobre otras, las cuales pueden coincidir o no con las interpretaciones de los grupos socialmente afectados e inicialmente movilizados por dicha causa. En el caso del aborto, este desplazamiento se traduce en mecanismos discursivos que van desde “libertad de las mujeres sobre su cuerpo” y “el aborto como derecho” a “salud sexual y reproductiva”, entre otros.
6.1. Epistemología y discurso
En respuesta a las deficiencias explicativas observadas en los procesos de formulación de políticas, se ha desarrollado —desde fines de los ’80— en el área de la sociología y la ciencia política un importante cuerpo de investigaciones que pondrán énfasis en el papel causal de la cultura, las ideas y el discurso en la formación y la transformación de la política social (Béland y Cox, 2011: 7; Padamsee, 2009: 418). Aunque este “giro cultural” vino más tarde a los estudios de política que a otras áreas sustantivas de las ciencias sociales (Steensland, 2008 en Padamsee, 2009), actualmente existe un importante acumulado teórico que ayuda a comprender la importancia de los significados culturales e ideacionales en estructura de la política social. Así, desde esta línea teórica, se sostiene que podemos separar analíticamente la cultura y sus elementos de significado y organizarlos según su relevancia para un determinado contexto histórico y una arena de la política, y luego investigar la forma en que estos principios influyen en las identidades y comportamientos de los actores políticos (élites, expertos, grupos de interés) y en su patrón de prácticas sociales (Padamsee, 2009: 418). Los estudios feministas han sido a menudo líderes en este esfuerzo, dando cuenta en primer lugar de un conjunto de factores ideacionales de género —sustentados en supuestos culturales, categorías, ideologías y discursos— condicionan las estructuras de la política social y el Estado y sus instituciones (Padamsee, 2009; Jenson, 2009). En este sentido Orloff y Palier (2009), sostienen la importancia del rol de las ideas feministas a la hora de reflexionar sobre la construcción de bienestar y la manera en que la corriente predominante incorpora estas ideas transformando el propio mainstream pero “traduciendo” al mismo tiempo dichas ideas. Dicho de otra manera, la incorporación de ideas y nuevas creencias causales se da en el marco de relaciones de poder que actúan como “filtros” —descartando ciertos aspectos más controversiales a las relaciones de poder dominantes— e integrando otros.
El proceso de generación y transmisión de ideas involucra poder en cada una de sus etapas, de manera que la incorporación de “nuevas ideas”, es decir la manera en que estas ideas —antes foráneas al sistema de creencias causales dominante— se incorporan al statu quo, involucran mecanismos de “filtro” y traducción. El concepto de discurso, tradicionalmente asociado al posestructuralismo y más específicamente a Michel Foucault (1992), será aquí central a la hora de entender la manera en que se construye bienestar con equidad, o en otras palabras: la manera en que las ideas feministas modifican el “sentido común político” pero también son transformadas, en el marco de los sistemas de poder que sustentan dichos sentidos. Según este autor, un discurso organiza la construcción de sentido y sus límites, delinea lo que es posible pensar, decir y hacer en un determinado contexto. No es simplemente nuestra manera de describir el mundo, los discursos son ejemplificaciones de las operaciones sociales de poder, son relaciones sociales que se constituyen en discursos.
Según describen Johnson, Rocha y Schenck (2015), la inserción del aborto en la agenda política uruguaya es producto de una sucesión de etapas, caracterizada por frenos y contrafrenos, en la que se distinguen cuatro períodos. La etapa inicial (1984-1999), que se inicia con la redemocratización y está pautada por el hecho de que la despenalización del aborto estuvo presente en la agenda política, apareciendo en los programas de algunos partidos y en la agenda legislativa, presentándose tres proyectos de ley en torno a los que se generó algún tipo de discusión en el Parlamento. Posteriormente (2000-2009), el aborto pasa a tener una creciente visualización como problema y riesgo para las mujeres, al mismo tiempo que por primera vez las y los profesionales de la salud empiezan a generar un discurso colectivo sobre la práctica médica, que impacta directamente sobre la opinión pública y la esfera político-partidaria. Asimismo, esta etapa se caracterizará por una creciente aprobación por parte de la población y por un aumento de su presencia en el espacio público, lo cual redundará en que se dará por primera vez media sanción a un proyecto que despenaliza el aborto voluntario, y en la segunda mitad de la década aprueba un proyecto de ley que lo despenaliza, encontrándose luego con barreras que impiden la plena concreción del mismo. Por último, el proceso concluye en el período 2010-2013, donde la demanda por el aborto estará presente en la agenda gubernamental. Entre las razones más destacadas se señalan que el partido de gobierno incluyó la despenalización del aborto en su programa de gobierno de 2009; la declaración de la fórmula electoral de que no vetaría la ley en caso de que fuera aprobada por el Parlamento y, por último, la designación de las autoridades del Ministerio de Salud Pública, quienes expresaron públicamente su apoyo a la iniciativa (Johnson et al., 2015: 82-84). Finalmente, el 22 de octubre de 2012 se promulgó la Ley N° 18.987 de Interrupción Voluntaria del Embarazo, aunque ésta no fue la deseable desde muchos puntos de vista, especialmente para las feministas.
Si bien la aprobación de esta ley se asocia políticamente al FA, el aborto y la izquierda política no siempre han ido de la mano. De hecho, desde 1985 a la fecha se plantearon 5 proyectos de ley. Algunos fueron propuestos por el Frente Amplio y otros por el Partido Colorado (en 1985), por el Partido por el Gobierno del Pueblo (en 1991), e incluso hubo uno que surgió por consenso de muchos partidos y se presentó en 1993. Finalmente, se llegó a la Ley Nº 18.426, la cual fue aprobada y vetada parcialmente por el entonces presidente de la República, Tabaré Vázquez.
6.2. La “traducción” del discurso
Como fue señalado, el proceso que llevó a la sanción de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo involucró desde el nacimiento a su efectiva aprobación dos procesos interrelacionados: el desplazamiento de esta problemática de la esfera privada a la esfera pública y por ende su constitución como “necesidad” (Fraser, 1991); y la transformación de algunos de los significantes contenidos en dicha necesidad. Empecemos por el primero de los mencionados: el desplazamiento de la esfera privada a la esfera pública como condición necesaria (no suficiente) para considerar al tema como digno de ser atendido, esto es considerarlo como una “necesidad”. En este punto podemos citar a Nancy Fraser (1991: 7), quien critica las “teorías básicas” sobre las necesidades debido a que las mismas no interrogan las propias bases que las sustentan. En otras palabras, las necesidades aparecen como dadas, pasando por alto el hecho de que lo que debe estar en cuestión es quién logra establecer definiciones sustantivas y autorizadas sobre dichas necesidades.
Fraser define tres esferas propias de las sociedades del capitalismo tardío: la “económica”, la “política” y la “doméstica”. Si bien dichas esferas son definidas contextualmente en cada sociedad —y de hecho estos límites son en sí mismos objetos de conflicto— en las sociedades capitalistas, dominadas por lo masculino, normalmente se define lo que es “político” contrastándolo con lo que es “económico” (instituciones económicas oficiales del sistema capitalista) y lo que es “doméstico” (especialmente la familia nuclear moderna) o “personal”. Si bien las instituciones domésticas y las instituciones económicas difieren entre sí, la clave está en que ambas esferas “encierran” ciertos temas en territorios discursivos especializados, “protegiéndolos” del cuestionamiento generalizado y de conflictos de interpretación amplios y diseminados. Como resultado, se constituyen como los espacios “autorizados” de las interpretaciones específicas sobre las necesidades, al incrustarlas en ciertas cadenas específicas, pero incuestionadas, de relaciones causales. Cuando estas necesidades logran salir de dichos espacios, Fraser las llama necesidades “escurridizas” o “fugitivas”; debido a que se han “fugado” de los enclaves discursivos construidos en y alrededor de las instituciones doméstica y económica oficial (Ibídem: 16). Asimismo, al salir de dichos espacios, entran en un territorio que la mencionada autora denomina —siguiendo a Hannah Arendt— lo “social”, como lugar donde se confronta el discurso sobre las necesidades fugitivas entre competidores heterogéneos asociados con una amplia gama de diferentes públicos.
En suma, cuando en las sociedades capitalistas avanzadas las “necesidades fugitivas” que han huido de los enclaves doméstico y económico oficial entran en el espacio de lo “social”, son pasibles de convertirse en focos de la intervención estatal orientada a la administración de la crisis (Fraser, 1991: 17-19).
El aborto logra constituirse en Uruguay en una necesidad, en el momento en que el movimiento feminista logra convertir el tema en una necesidad claramente reconocible en el ámbito público. Si bien en el primer período de gobierno pos-dictadura (1985-1990), las feministas uruguayas no tenían una posición única ni consolidada sobre el aborto, su creciente movilización y organización logró calar en los partidos políticos donde ya comienza a vislumbrarse el tema en algunos programas partidarios y posteriormente (2000-2009) logra entrar definitivamente en la agenda, lo que se hace manifiesto a través de su creciente presencia en medios periodísticos y de su tratamiento por diversos colectivos organizados (bancada bicameral femenina, cuerpo médico, Parlamento) (Johnson et al., 2015). Es decir, a diferencia de lo sucedido con anterioridad, donde el tema seguía siendo en gran medida tabú para la sociedad uruguaya, aquí los actores combaten por imponer sus preferencias, pero el tema ya no puede ser esquivado o devuelto al terreno de lo privado. Sin embargo, luego de la constitución de la necesidad en sí misma, existe una segunda etapa de disputa, donde ya no se trata de politizar el tema, debido a que el estatus político está establecido; el punto pasa a ser la interpretación de las necesidades en cuestión y aquí surge una nueva batalla que involucra una nueva serie de actores. En este sentido, la constitución de la interrupción voluntaria del embarazo como “necesidad fugitiva” tuvo por resultado la aparición de interlocutores especializados (agencias estatales, expertos, cientistas sociales, burócratas, el cuerpo médico, etc.) que buscaban la redefinición de esta “necesidad”. No obstante, una vez que el tema entró en el ámbito político, el eje discursivo en el cual se basaba la lucha de las feministas, esto es aborto regulado y con garantías, la libertad de elección de las mujeres o más allá la lucha contra el patriarcado, fue —en parte— sustituido por otras nociones, entre las que se destaca la “justicia social” y “la salud sexual y reproductiva”. En otras palabras, una vez que las feministas lograron colocar el tema en agenda —esto es convertirlo en una necesidad politizada— dicha necesidad entra en un segundo campo de batalla, convirtiéndose en el objetivo de otro tipo de discursos, a través de los cuales es reinterpretada para luego ser pasible de intervención estatal.
Como destacan Johnson, Rocha y Schenck (2015), muchos de los argumentos esgrimidos a nivel parlamentario toman como punto de partida la deseabilidad de que el Estado promueva ciertos modelos de comportamiento a la sociedad (Johnson et al., 2015; Bidegain, 2007). Es así que el discurso predominante sobre el aborto será “el aborto es un mal a combatir” y además “es un mal que afecta especialmente a las mujeres en condiciones socioeconómicamente más vulnerables”, en este sentido las soluciones planteadas se concentran en la regulación de la práctica y en la educación para su prevención. Las siguientes citas ejemplifican algunos de los ejes discursivos de aquellos actores que apoyaron la iniciativa.
Finalmente, existe un punto adicional a señalar en lo que hace a la reinterpretación de las necesidades ya politizadas (Fraser, 1991), esto es la incidencia de las organizaciones internacionales. El concepto de los derechos sexuales y reproductivos aparece en la Conferencia de Viena de 1993, en la Conferencia de El Cairo de 1994 y en la Cumbre de Beijing de 1995. Allí se dice que se pasa del abordaje de “la salud de la mujer como soporte materno-infantil” —es decir, la mujer como recipiente pasivo de la familia— al de la “reproducción como un derecho” y no como una imposición. Es así que los organismos internacionales son también agentes claves en la definición del aborto como necesidad, en este caso a través de dos procesos. En primer lugar, modificando el significante entre la mujer y la reproducción; desde “mujer-madre” a la concepción de la sexualidad asociada a los derechos y a la salud. y en segundo lugar, redefinen las propias bases discursivas acerca del aborto en el marco del discurso feminista, nuevamente incorporando ciertos elementos del discurso y descartando otros. Así, las organizaciones internacionales promotoras de derechos —y especialmente de derechos de la mujer— utilizan y promueven ciertos términos que tienden a generar homogeneidad entre las organizaciones de base local que buscan financiamiento para promover sus demandas. De esta manera, suceden desplazamientos conceptuales que van desde “aborto” a “maternidades y paternidades responsables”, o desde “libertad de las mujeres” hasta “respeto de sus derechos reproductivos”, mediadas por un conjunto de disposiciones estatales normativizadoras que en definitiva vehiculizan la dimensión patriarcal del Estado y estructuran un nuevo discurso. De hecho, desde principios del siglo XX varios países modernizaron sus códigos penales, permitiendo el aborto terapéutico para salvar la vida y el “aborto compasivo o ético” en caso de violación, lo cual claramente no supone un avance en la lucha contra el patriarcado. El correlato material de estas bases a nivel teórico se expresa en dispositivos de control específicos, como la importancia que se le dio al tema como parte de la educación sexual (y la generación de manuales de educación sexual). Esta transformación discursiva fue central a la hora de ampliar el conjunto de actores a favor de la iniciativa, sin los cuales probablemente no hubiese sido factible su aprobación. A su vez, otro de los componentes más interesantes de la ley es la mediación en cada una de las etapas de dispositivos de asesoramiento/control y el rol preponderante que se le da a los especialistas en este marco.
En este proceso, en el lugar y el momento en que se produce una verdad —y en consecuencia, se excluye y silencia otra— se ejerce poder en una determinada dirección (Foucault, 1992). Desde esta perspectiva, la aprobación de normativa no puede ser aislada de sus contenidos discursivos, que en definitiva no solo reflejan sino que son las relaciones de poder que la construyen.
7. “Diversidad”, “integración” y acceso a derechos: ¿quién es el subalterno?
Se sostiene que el Uruguay asiste actualmente a un cambio en la manera de percibir “la diversidad” y específicamente la diversidad sexual. Esto tiene por corolario tres desplazamientos. En primer lugar, se da una reinterpretación del ideal ciudadano donde se entremezclan nociones de clase con diversidad sexual. Este cambio implica el desplazamiento —lento y gradual— de una parte de la población LGBT al ideal normativo. En segundo lugar, hay un cambio en el modelo legítimamente aceptado de convivencia, en el cual se integran como legítimas normas y valores asociados a la “diversidad”. Finalmente, la incorporación de parte de un grupo tradicionalmente excluido supone una “nueva exclusión”; es decir el desplazamiento de las fronteras de “lo integrado”, y por ende la exclusión de un “otro”, que es ahora redefinido bajo estos nuevos parámetros de conducta y comportamiento socialmente aceptados.
Como correlato de estos procesos, Uruguay reedita de esta manera sus sueños de “país de avanzada” y de “Suiza de América”, devolviéndolo a su lugar pionero en materia de legislación social en un contexto económico y social que en mucho se parece a una especie de “nuevo” neobatllismo, encarnado en la nueva figura partidaria del Frente Amplio (FA) (Ravecca, 2010a). Este cambio de paradigma en el que se inserta temporal y políticamente la discusión uruguaya de agenda de nuevos derechos despierta —como suele suceder en todo cambio paradigmático— un conjunto de interrogantes acerca de las connotaciones y consecuencias devenidas de estos procesos.
A continuación se describen uno a uno los corolarios de este cambio cultural y simbólico mediante el cual se da una reinterpretación del ideal ciudadano donde se entremezclan nociones de clase con diversidad sexual.
Este cambio implica tres desplazamientos de suma importancia en los modos de civilidad de la población nacional: i) el desplazamiento —lento y gradual— de una parte de la población LGBT al ideal normativo; ii) en segundo lugar, un cambio en el modelo legítimamente aceptado de convivencia, que tiene implicancias de clase, y finalmente; iii) la incorporación de parte de un grupo tradicionalmente excluido supone la exclusión de un “otro”, que es ahora redefinido bajo estos nuevos parámetros de conducta y comportamiento socialmente aceptados.
En lo que sigue, se desarrollan cada uno de estos cambios y sus implicancias en el contexto actual.
7.1. La agenda de la identidad y las relaciones de clase
“Gayness is not a state or condition. It’s a mode of perception, an attitude, an ethos: in short, it is a practice.” The great value of traditional gay male culture, he further posits, perhaps even more challengingly, “resides in some of its most despised and repudiated features: gay male femininity, diva worship, aestheticism, snobbery, drama, adoration of glamour, caricature of women and obsession with the figure of the mother.”12
A la hora de repensar los avances en las reivindicaciones LGBTQ como “vanguardia” de la agenda de derechos, introducir estos términos a su lectura es poner el foco en la materialidad (desigual) de la vida social en la cual las sexualidades están ubicadas. Y en la incorporación de esta perspectiva de clase surgen varias cuestiones, que aquí interesa problematizar y puntualizar para el desarrollo del tema a tratar.
Un primer punto es que los avances en la agenda de derechos del amplio paraguas de la “diversidad sexual” tiene impactos (y posibilidades de disfrute) bien diferenciados en función de las adscripciones de clase. Sin ser demasiado temerarios podemos cuestionar que el avance en este conjunto de derechos tengan los mismos efectos en términos de inclusión ciudadana para los varones gays universitarios de clase media que para las mujeres o para la población trans, o para los propios varones homosexuales pero afrodescendientes y “pobres”.
Al mismo tiempo, se da una reinterpretación del ideal ciudadano donde se entremezclan nociones de clase con diversidad sexual. Este cambio implica el desplazamiento —lento y gradual— de una parte de la población LGBTQ al ideal normativo. Esto significa concretamente que un aparte este grupo, tradicionalmente excluido, comienza a ser integrado al ideal de ciudadanía, sobre todo por parte de las clases que representan mayormente los ideales dominantes.
En otras palabras, ¿cuándo pensamos en la población LGBTQ pensamos en individuos con raza-etnia, sexo, clase social? ¿Quién es ese sujeto que la sociedad y el Estado uruguayo está dispuesto a integrar? ¿Cuáles son los otros rasgos de su identidad que definen a ese “otro no heteronormativo”?; ¿Es “menor”, es afrodescendiente, es mujer? ¿Es LGBTQ o es “gay”?
No es una novedad que la mera apariencia condiciona la posición ocupada por el actor en la escena social, y a su vez el conjunto de gestos, los modos del cuerpo, el tono de voz y la manera de hablar son símbolos que delimitan al actor en su rol y el lugar en la escena. La “construcción social del cuerpo” tiene un correlato en la percepción social del propio cuerpo (Butler, 1999). A los aspectos puramente físicos se suman los de tipo estético, materializados en cuestiones concretas como el peinado, la ropa, los códigos gestuales, las posturas y las mímicas que el sujeto incorpora para sí. Las propiedades corporales son aprehendidas a través de categorías sociales de percepción (Butler, 1999 y 2007) y —agregaría— suelen estar ligadas a la distribución de características entre las clases sociales. Es en esta hexis corporal donde las desigualdades se hacen carne, y el género, el sexo, la edad y la clase social confluyen conformando un “yo”, claramente definido y delimitado por un “otros”, e identificado con un sistema de gustos y creencias (Bourdieu, 1988). En esta materialización corporal el cuerpo humano es leído como producto social, se halla atravesado en su decodificación por las relaciones de clase en las que se halla inmerso, siendo este el clivaje que vuelve claramente distinguibles a los individuos entre sí.
Como señala Ravecca (2013b) el discurso que encierra la construcción de la imagen “gay” trasciende su componente sexual, adquiriendo nociones de clase, etarias, étnicas (Ravecca y Upadhyay, 2013a) y hasta un cierto dossier de comportamientos y modos de actuar.
La orientación sexual y la identidad de género son en sí mismas causas de discriminación (al igual que sucede con la etniaraza, el género y tantas otras categorías sociales), pero tales desigualdades se hallan a la vez enraizadas en la estructura económica de la sociedad. No es casual, en el Uruguay actual, la abrumadora prevalencia de la pobreza y de todas las situaciones de riesgo y vulneración social en personas afrodescendientes y personas trans. Tampoco lo es el hecho de que los lugares de poder sean ocupados fundamentalmente por varones, blancos, heterosexuales, de sectores socioeconómicamente favorecidos. Las dimensiones distributiva y de reconocimiento interactúan y se condicionan mutuamente. No se es “pobre” porque se es “afro” o mujer o trans, pero la condición de subalternidad en el plano simbólico cultural correlaciona indudablemente con las históricamente postuladas desigualdades capital-trabajo en el plano de la estructura económica de la sociedad.
De esta manera, se crea discurso no solo en torno a la imagen “gay” sino a otras “identidades” en las que se conjugan elementos simbólicos de clase, género y etnia-raza. ¿Qué quiero decir con esto? Por aquella idea de que las palabras producen realidad, “lo gay” crea imaginarios (que se materializan) en imágenes concretas, es estereotipos fácilmente identificables que no solo se definen a sí mismos sino que definen sus contrarios. Las injusticias materiales y simbólicas se pueden dividir analíticamente en un plano teórico, pero en la práctica toda estructura simbólica tiene raíces materiales y toda materialidad tiene su cara visible en el plano simbólico. De esta manera, las marcas simbólicas (“ser gay”, “ser trans”, “ser afro”) retroalimentan a las marcas de clase: se “es” la multiplicidad de identidades que nos cruzan.
En este ejercicio, en la medida que las bases normativas de una sociedad mueven las fronteras de lo excluido, algunos grupos son incorporados. Pero en este proceso, no solo cambian los valores y conductas socialmente aceptados como legítimos, sino que existen también cambios sobre aquellos a incorporar. En otras palabras, se da lugar a un doble proceso en dos sentidos: del ideal normativo (valores y conductas legítimas) y al ideal normativo. En este último sentido, son generadas nuevas normatividades que son funcionales a otras relaciones de dominación. En este sentido, pero aplicado al plano internacional, Jasbir Puar señala como la producción histórica y contemporánea de una normatividad emergente, la homonormatividad, vincula el reconocimiento de los sujetos homosexuales, tanto legal como representativamente, a las agendas políticas nacionales y transnacionales del imperialismo, concretamente el estadounidense.13 Pero va más allá en el análisis, señalado como este ideal normativo homosexual junto con los privilegios de clase, raza y ciudadanía puede reforzar incluso la valorización biopolítica de la vida en la reproducción de las normas heteronormativas (Puar, 2007).
En otras palabras, “el mercado” nos integra y como señala Ravecca (2010b; 2013a) esto puede implicar el peligro de separar la lucha por la diversidad de la lucha por la justicia social, lo que implica la opresión de otros. No perdamos de vista que bien puede un mismo sujeto ser dominante en una relación y subordinado en otra, producto de sus marcas simbólicas múltiples, que se conjugan en esa identidad siempre contingente (Mouffe, 1993). Por ende, el compromiso con la complejidad expulsa cualquier versión romántica de estas “identidades” (Ravecca y Upadhyay, 2013b: 377).
En definitiva, lo que aquí se planea es que al mismo tiempo que ocurren procesos de “inclusión” de colectivos —o al menos parte de los mismos— tradicionalmente excluidos en alguna dimensión (material, simbólica, ciudadana, etc.) se producen cambios en los parámetros de inclusión-exclusión social (valores y pautas socialmente aceptadas) que redefinen a los sujetos subalternos y su condición de subalternidad. Y en estos procesos la clase social juega un rol central.
Retomando a Butler (2007), insistir en precariedad y menos en identidad, tiene como corolario indagar en quién es aquel resignificado, incorporado e incluido en el ideal normativo: ¿por qué lo ha sido?, ¿en orden a qué?, ¿en oposición a qué y a quién…?
7.2. Cambio en las pautas y esquemas de comportamiento socialmente legítimos
Un segundo punto a mencionar refiere a la adopción de valores sociales o esquemas de comportamiento provenientes de otros contextos e internalizados como propios. En este sentido, el mundo —occidental y rico en general— asiste a un escenario de “posmodernidad”, cuestionador de pilares modernos como la racionalización, la ampliación de la racionalidad capitalista o administrativa, los proyectos iluministas, la fe —positivista o más sofisticada— en el progreso científico como garante del desarrollo y el avance de la sociedad, etc.
Lo que aquí interesa señalar es que este contexto general influye en el pensamiento y en las medidas de los decisores y por ende en el imaginario de los uruguayos, se renueva una autocomplacencia de ser una sociedad liberal y “de avanzada” en la cual es incluso posible “experimentar” soluciones novedosas, en clave liberal.
Asimismo, el respeto hacia “la comunidad LGBTQ” es un símbolo de modernidad, no siendo casual que el discurso público identifique comunidades enteras como homofóbicas (negros, inmigrantes, latinos, “pobres”) (Ravecca, 2013a). Es así que el parámetro de aceptación de la diversidad se vuelve norma de comportamiento en determinados sectores sociales, como valor social moderno, el cual funciona a su vez como eje de sanción en aquellos sectores que no han incorporado tales pautas. Es decir, aquellos sectores más alejados de este cambio de paradigma propio de la posmodernidad: varones o mujeres, de clases bajas o medias bajas, con bajos niveles de calificación formal, poco “internacionalizados”, poco (pos)modernizados.
7.3. La redefinición del “otro” no integrado: ¿quién es el subalterno?
Finalmente, la incorporación de parte de un grupo tradicionalmente excluido supone la exclusión de un “otro”, que es ahora redefinido bajo estos nuevos parámetros de conducta y comportamiento socialmente aceptados.
Esta reflexión final inicia haciendo alusión al texto de Gayatri Chakravorty Spivak “Puede hablar el subalterno” (1985), en el que la autora hace referencia al estatus del sujeto subalterno (oprimidos) quien, si bien físicamente puede hablar, no tiene la posibilidad de expresarse y ser escuchado debido a la falta de un lugar de enunciación.
Si bien gran parte de su análisis está centrado en la subalternidad del sujeto poscolonial —especialmente en el caso de la mujer en India— y la dependencia del “intelectual del Primer Mundo” lo que aquí interesa traer de ese análisis es la utilidad analítica —y política— de deconstruir al sujeto subalterno.
Según Spivak, para el “verdadero” grupo subalterno su identidad es la diferencia (1998: 18) en la medida de que carece de conciencia unitaria es necesario deconstruirlo como categoría monolítica. La representación y demarcación del sujeto subalterno es siempre política, y el propósito de representarlo tiene que ver con una postura también ideológica; cuestionar el orden establecido que lo ha excluido.
Pero al igual que el subalterno, “el orden” no es estático ni monolítico, ni el poder que lo cimenta.
¿Quién es el “otro” del sujeto LGBTQ? ¿Cómo dialogan las condiciones de reconocibilidad entre el “gay universitario de clase media” y el “varón, heterosexual pobre con baja educación formal”? ¿Quién es el subalterno? ¿Dónde, cuándo, de qué manera… es subalterno?
Butler (1997) parte de la teorización de Foucault acerca del poder, en donde el poder subordina y a la vez produce al sujeto. Foucault señala que el poder no es algo que se posee, es una estrategia, son dispositivos, la ideología en este contexto es una forma de poder; una estrategia para “crear” o hacer creer cierta realidad (Foucault 2001). En palabras del autor, el poder es definido como: “una relación de fuerzas, o más bien toda relación de fuerzas es una relación de poder […] Toda fuerza ya es relación, es decir, poder: la fuerza no tiene otro objeto ni sujeto que la fuerza” (Foucault, 1992: 144).
Butler retoma a Foucault y su relación con el psicoanálisis y argumenta que el sujeto se produce y produce este poder. Es decir, que en definitiva el sujeto no internaliza poder devenido de “la estructura” sino que el poder se rearticula en el propio sujeto y es renovado en este.
El poder crea discurso, verdad y se constituye mediante aquello que descarta, en el discurso y en la materialidad, por tanto está siempre sujeto a ser transformado por aquello que excluye. Asimismo, Butler retomará las elaboraciones teóricas de Foucault acerca de la genealogía del racismo y como el Estado “deja vivir” y “hace morir” a ciertos cuerpos considerados menores. Esta autora nos dirá que las vidas son “aprendidas” y “reconocidas” como distintas y esta aprensión depende del ideal normativo vigente (Butler, 2007), si este reconocimiento se da de manera relacional, entre dos sujetos, mediante una acción recíproca, entonces la reconocibilidad entre los sujetos define las bases de la normatividad. Así, la política y la percepción son dos modalidades del mismo proceso, por medio del cual el estatus ontológico de un determinado grupo poblacional se verá suspendido.
¿Cuál es el grupo cuya voz es suspendida? ¿A quién ha incorporado el ideal normativo vigente? ¿Qué tanto cimenta la clase social las bases de la reconocibilidad entre los sujetos?
Las vidas están moldeadas, enmarcadas en la polis, y no fuera de ella. De esta manera, en este espacio, las condiciones de precariedad compartidas envuelven amenazas; cada cuerpo se encuentra amenazado por otros que son igualmente precarios y en este ejercicio se producen formas de dominación (Butler, 2010: 51).
En el Uruguay, con los avances en la agenda de diversidad sexual, se ha abonado una especie de neoclasismo, proveniente de ciertos sectores de la clase media y alta universitaria y progresista, abanderada de estas luchas (Casa y Villegas, 2014). En estos sectores medios y altos, la acusación de “ser homofóbico” es sinónimo de atraso e ignorancia. Y no casualmente suele identificarse como homofóbicos a los pobres, los trabajadores manuales, y los “menores” de las clases bajas. Este ejercicio proveniente desde los sectores “progresistas” medios y altos de “clasificación” de grupos sociales entre “tolerantes” y “homofóbicos” no parte de neutralidad u objetividad alguna, sino que presenta gruesas demarcaciones discriminatorias de clase social. Una articulación de asimetrías componen al “no gay” o “anti-gay”; quien vive, viste, se mueve y se comporta de una manera claramente antitética al gay. Esa antítesis sería algo así como el pobre “trabajador”, el “trabajador manual”, “trabajadores/as de los oficios”: alguien conservador, con poca cultura general, muy poca educación formal, poco o nada “internacionalizado” en sus gustos y adopción de valores modernos, “tosco” en los hábitos, “mal hablado” y ocasionalmente “viejo”.
Es decir, como señala Puar (2007) para el caso de EE.UU., el Estado-nación suele producir narrativas sobre su excepcionalidad a través de la guerra contra el terrorismo, suspendiendo temporalmente su comunidad imaginada heteronormativa para consolidar el sentimiento nacional y por ende incluir —solo algunos— de los miembros de los grupos tradicionalmente excluidos. La misma lógica de excepcionalidad puede aplicarse al interior de los Estados. Esto es lo mismo que para los Estados y las regiones, la retórica racista-clasista se aplica también a las personas, al interior de los propios Estados. En este sentido, corremos el peligro de reforzar nuevas condiciones de subalternidad al tiempo que tratamos de eliminar otras.
En el plano político, esto implica poner a consideración estas complejidades a la hora de promover políticas orientadas a garantizar la plena ciudadanía, el goce de derechos y la justicia social, evitando romanticismos. La politización de diversos espacios sociales debe conducir a políticas afirmativas y políticas con orientaciones transformativas sobre las bases materiales y valorativas que sustentan estos procesos.
La importancia de la interseccionalidad radica en la necesidad de activismos contra todas las variables de opresión y no sólo contra una o algunas para evitar que lo que parece a simple vista un cambio cultural integrador, en realidad reproduzca dinámicas opresoras en otros aspectos.
8. Transformaciones en discusión
Como ha señalado Fraser (1991), afirmar que las necesidades se construyen culturalmente y se interpretan discursivamente no implica que todas las interpretaciones tengan el mismo valor. En este sentido, es necesario interrogarnos acerca de, por una parte, cuáles serían los resultados alternativos de interpretaciones rivales; y por otro, de qué manera la interpretación dominante cuestiona las relaciones sociales dadas. En otras palabras, es necesario ver más allá de la construcción de la política y analizar las bases discursivas que la sostienen, y en qué medida acuerdan o cuestionan las relaciones sociales de dominación.
Tradicionalmente, la izquierda política, y en especial en la región a partir del “giro a la izquierda” de América Latina, se ha asociado a dichos gobiernos con un carácter más proclive a la agenda de género. Si bien parece factible afirmar que el proceso de implementación de dicha agenda ha tenido un impulso especialmente relevante en la última década, también parece cierto afirmar que esta tendencia adquiere en este contexto un cariz especial. En este sentido, no solo el signo ideológico no es garantía de implementación de políticas con enfoque de género, étnico racial, etario u otros, sino que aún si entendiéramos que lo es, dicha implementación está permeada por otras relaciones y concepciones asociadas a la izquierda como la justicia social, la intervención del Estado en la sociedad y la ingeniería social como clave en los procesos de cambio. Es decir, la complejidad de estos “nuevos” procesos está indisolublemente ligada a la manera en la que pueden articularse con las “viejas” demandas más ligadas al plano redistributivo en el campo capital-trabajo, que al plano del reconocimiento.
Dada esta tensión, cualquier orientación que busque fortalecer los procesos de integración social y equidad debería contemplar nociones identitarias con nociones referidas al plano redistributivo, sin perder la esencia de ambas. En otras palabras, las demandas en el plano identitario no se justifican por carencias redistributivas, a pesar de que ambos planos interactúen. La interrupción voluntaria del embarazo no debería justificarse (no solamente) por los efectos que la ilegalidad tiene en las mujeres de los sectores más excluidos. La libertad de las mujeres sobre su propio cuerpo como derecho humano es en sí misma la base de su justificación, a pesar de que el plano redistributivo actúe —como suele suceder— diferencialmente. El acceso a mayor cantidad de mujeres en el Parlamento —a través de la Ley de cuotas— o el matrimonio igualitario, interactúan claramente con el plano socioeconómico, y tienen posibilidad de disfrute claramente diferenciales para los individuos. Sin embargo, son derechos en la medida que igualan las condiciones de acceso a la ciudadanía, y por tanto se justifican en sí mismos más allá de su impacto diferencial sobre diferentes sectores sociales.
En el plano político, esto implica poner a consideración estas complejidades a la hora de promover políticas orientadas a garantizar la plena ciudadanía, el goce de derechos y la justicia social, evitando romanticismos. La politización de diversos espacios sociales debe conducir a políticas afirmativas y políticas con orientaciones transformativas sobre las bases materiales y valorativas que sustentan estos procesos. Concretamente, a la hora de diseñar políticas se torna esencial incorporar la noción de intersección de identidades y vulnerabilidades sociales que los y las ciudadanos/as detentan, evitando reproducir dinámicas opresoras en otros aspectos. En el diseño de políticas públicas, la noción de múltiples vulnerabilidades supone contemplar a la hora de diseñar políticas y programas cómo afecta a los distintos grupos sociales. De esta manera, es necesario generar mecanismos políticos a través tanto de acciones de discriminación positiva como de estrategias transversales que contemplen el escenario en su completitud y los impactos concretos en la vida de las personas. Recuperar los discursos y pensar al otro “desde el otro”, mediante la generación de espacios participativos y abiertos.
En cuanto a los movimientos sociales, la consolidación de los mismos como organización y la implementación de gran parte de su agenda implica en parte procesos de homologación con los términos —y bases discursivas— de los organismos internacionales y de los gobiernos locales. De esta manera se pasa de “aborto” a “derechos sexuales” y “maternidades voluntarias y responsables”, o del cuestionamiento de la homonormatividad como sistema al respeto por las “preferencias sexuales”. Esto impacta al interior de los movimientos que persiguen dichas agendas normativizándolos y alejándolos de alguna manera de sus bases originales. Al mismo tiempo la alianza entre los movimientos de tercera generación y los restantes movimientos, gremios, sindicatos, y diversas organizaciones vinculadas a las demandas más centradas en el plano socioeconómico es central a la hora de consolidar procesos de integración social. En Latinoamérica la consolidación de procesos de equidad social dependerá no solo de los procesos transversales en el plano político sino de las alianzas a nivel de la sociedad civil, y el diálogo y trabajo conjunto de todos los movimientos que busquen garantizar la ciudadanía plena a través de la consolidación de derechos humanos. En este sentido, la estrategia política debería integrar ambos planos, redistribución e identidad, pero no como conceptos agregados, no como la suma simple de vulnerabilidades sino como conceptos interrelacionados, condicionados mutuamente y alineados ambos en torno a los mismos procesos de consolidación democrática. Avanzar en democracia también supone prosperar en la deconstrucción de estos complejos procesos que suelen incurrir en la generación de nuevos discursos, que bajo un aparente “avance” en democracia y derechos, incurren en la generación de nuevas invisibilizaciones y nuevas subalternidades.
9. Reflexiones finales
En estas páginas, propongo expresar un conjunto de ideas acerca de un cambio que actualmente vive la sociedad uruguaya en su imaginario de convivencia y que tiene implicancias específicas respecto a las clases sociales. Concretamente sostengo que estos cambios implican por una parte las transformaciones discursivas de las reivindicaciones en acceso a derechos, en el momento de entrada en la agenda pública y política de estos temas y la resignificación de los propios movimientos que las sustentan. En otras palabras, la transformación sucede en dos sentidos, no solo los movimientos transforman las bases culturales del Estado y el sistema político y social, sino que el propio sistema le imprime cambios a los movimientos en el marco de estos procesos.
En Uruguay, a pesar de que esta “nueva agenda” aparece en la escena política desde los años ’80 (Sempol, 2013), adquiere especial relevancia en este nuevo contexto político debido a la conjunción de tres procesos: i) En primer lugar, se destaca la relevancia creciente de esta agenda a nivel mundial, y la catalización de esta en el Uruguay debido al crecimiento de los procesos de internacionalización en el marco de la globalización; ii) En segundo lugar, el partido de gobierno de izquierda y centroizquierda (Frente Amplio-FA) y en especial algunos de sus sectores intrapartidarios, tienen importantes cercanías con los movimientos sociales reivindicativos de estos derechos, que en un primer momento incidieron en la agenda desde la iniciativa externa para luego, a partir del segundo gobierno del FA, pasar a intervenir desde el interior del sistema político, ya que muchos de ellos pasarán a ocupar cargos gubernamentales; y iii) Finalmente, como tercer factor a destacar debe señalarse la relevancia que los derechos humanos han adquirido en este contexto, tanto en el plano internacional como en el plano local. El discurso sobre “derechos humanos” como narrativa política y social, ensanchó paulatinamente sus bases discursivas al mismo tiempo que se plegó cada vez más a los procesos de democracia y democratización. En este sentido, el término a nivel local —y en gran parte de la región— estuvo en principio muy asociado a la reivindicación por justicia contra los crímenes ocurridos durante el proceso dictatorial (1973-1985), y el reclamo de “Verdad y Justicia” por parte de organizaciones militantes por la justicia contra los crímenes ocurridos en el período dictatorial, para luego integrar otras nociones de derechos. De esta manera, si bien dicho término en una primera etapa designaba a los procesos decisorios en el marco de la justicia transicional, luego este concepto fue comprendiendo otros reclamos e integrando lo que hoy en día algunos denominan “nueva agenda de derechos”.
Por otra parte, puede apreciarse el inicio de un proceso gradual de resignificación ciudadana en el cual progresivamente comienzan a ser integrados una parte de los grupos tradicionalmente subalternos, redefiniendo así la reinterpretación de los parámetros socialmente legítimos referidos a la ciudadanía. Este proceso tiene por corolario la definición de un “nuevo subalterno” gestado en el marco de estos cambios culturales y simbólicos.
Si bien el avance mencionado, en materia legislativa y social, supone una ampliación de derechos, este proceso lejos está de ser lineal. La idea básica que motiva este artículo es justamente la ruptura con la romantización de estos procesos de cambio. Es decir, la integración ciudadana del grupo LGBT o el acceso a ciertos derechos que han sido demandas de larga data en el movimiento feminista, no se contradice ni aminora necesariamente la discriminación de todos los integrantes del grupo, ni supone tampoco un proceso de expansión de la ciudadanía. Este cambio en el modelo social de valores y convivencia respecto a “lo diverso” implica un corrimiento de las fronteras de lo normativo: del propio ideal normativo —pautas, valores, conductas; socialmente legítimas— y al ideal normativo del propio grupo antes excluido. En el caso del grupo LGBT, la nueva homonormatividad, por aquella idea de que las palabras producen realidad, crea imaginarios (que se materializan) en imágenes concretas, en estereotipos fácilmente identificables que no solo se definen a sí mismos sino que definen sus contrarios; el subalterno.
Al igual que el flujo de bienes, el flujo de ideas y su materialidad concreta plasmada en normativas e intervenciones políticas destinadas a garantizar el acceso a derechos, está permeada por complejos de poder. Es decir, la manera en que la emergencia de “nuevos” actores, y la concreción de demandas de larga data en materia de acceso a derechos, modifican el “sentido común político”. En este proceso, en el lugar y el momento en que se produce una verdad —y en consecuencia, se excluye y silencia otra— se ejerce poder en una determinada dirección (Foucault, 1992). Desde esta perspectiva, la aprobación de normativa no puede ser aislada de sus contenidos discursivos, que en definitiva no solo reflejan sino que son las relaciones de poder que la construye.
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Anexo
Notas
El neobatllismo o también llamado “segundo batllismo”, estará asociado a la figura de Luis Batlle Berres y su llegada al gobierno, en el cual comenzará un fomento a la industrialización mucho más explícito y comprometido del que se observaba antes de la Gran Depresión de 1929. Es en este periodo que generalmente se entiende que comienza el modelo conocido como Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI). Otra vez, el país de los años ’50 parecía recordar al país de los años ’20. El desarrollo cultural era muy importante y el analfabetismo tendía a desaparecer. Desde el gobierno se insistía en que el Uruguay era la Suiza de América, tanto por la continuidad de su democracia, como por la fuerza de su clase media y hasta por el Ejecutivo Colegiado que lo regía.
A mediados de 2007 se realizó una campaña para plebiscitar una enmienda constitucional que anularía parcialmente la ley, lo que hubiese implicado efectos retroactivos. El 14 de junio de 2009 la Corte Electoral confirmó que se habían alcanzado las firmas para realizar este plebiscito. El mismo tuvo lugar junto a las elecciones nacionales uruguayas, el 25 de octubre de 2009, pero en la votación (simultánea con las elecciones de 2009) el plebiscito no aprobó la reforma. En 2010 el Frente Amplio presentó un proyecto de ley interpretativo de la Constitución que, en los hechos, anulaba los artículos 1º, 3º y 4º de la ley. La Cámara de Diputados aprobó el proyecto con el voto favorable de los 50 diputados oficialistas (Frente Amplio). En 2011 el proyecto fue aprobado con modificaciones por el Senado, por lo que tuvo que volver a la Cámara de Diputados, donde no obtuvo los votos para su aprobación definitiva. Finalmente, el 27 de octubre de 2011 el Parlamento aprobó la Ley N° 18.831 de “restablecimiento para los delitos cometidos en aplicación del terrorismo de Estado hasta el 1º de marzo de 1985”, que catalogó esos delitos como de lesa humanidad. La ley nunca fue anulada ni derogada, pero en el año 2013 la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucionales dos artículos de la ley.
Notas de autor
Researcher at the Institute of Science Politics, Faculty of Social Sciences, University of the Republic, Uruguay. Degree in Political Science with Postgraduate specialization in Gender and Public politics.
Información adicional
Cómo citar este artículo [Norma ISO 690]: VILLEGAS
PLÁ, Belén La “Suiza de América”: bases y traducciones discursivas en la implementación
de los llamados “nuevos derechos” en Uruguay. Crítica y Emancipación, (15): 503-562, primer semestre de 2016.