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Pensamiento latinoamericano para la integración
Crítica y Emancipación, vol.. VIII, núm. 15, 2016
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

Investigaciones



Resumen: Este ensayo se propone visibilizar el Pensamiento Latinoamericano para la Integración a partir de la presentación de un conjunto de movimientos intelectuales y políticos que han gestado proyectos de construcción de la región. No pretendemos realizar una mirada exhaustiva, sino marcar la agenda de trabajo de un Programa de Investigación en Pensamiento Latinoamericano, en general, y con énfasis en la integración regional, en especial. La mirada prioriza tres problemas que consideramos como constitutivos y constituyentes de este campo de conocimiento: autonomía, desarrollo y defensa de los recursos naturales.

Palabras clave: Pensamiento Latinoamericano, Integración Regional, Autonomía, Desarrollo, Recursos Naturales.

Abstract: This essay aims to make visible the Latin American Thought for Integration from the presentation of a set of intellectual and political movements that have gestated region-building projects. We do not intend to conduct a thorough look. Instead, the goal is to set a working agenda to conduct a research program in Latin American Thought, in general, and with an emphasis on regional integration, particularly. Our approach focuses on three problems that are both constituents and constituencies of this field of knowledge: autonomy, development and protection of natural resources.

Keywords: Latin American Thought, Regional Integration, Autonomy, Development, Natural Resources.

1. Introducción

Sobre el mapa político latinoamericano, la integración regional consiste en una política gravitante para consolidar la democracia y fortalecer una zona de paz y amistad así como para promover la inserción internacional de nuestros países en una economía política globalizada. Si bien sobre los dos primeros objetivos de política existe un consenso generalizado en la mayoría de los países —dando cuenta de ello el dinamismo de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) como foro de concertación política y la puesta en marcha de cláusulas democráticas en casi todos los proyectos de construcción de la región—, respecto del último punto existen diferencias sustantivas entre los países en términos de los proyectos políticos preferidos para encaminar la inserción internacional. Estos proyectos políticos pueden simplificarse en términos de si la estrategia regional es una forma para una inserción competitiva y asimétrica de liberalización comercial o bien si se persiguen objetivos desarrollistas que contribuyan a la industrialización gracias al acceso a un mercado ampliado y la puesta en marcha de políticas de integración productiva —incluyendo su dimensión de promoción de la ciencia y la tecnología— y de integración social. Inclusive, la misma categoría de desarrollo se ha nutrido en los últimos años a partir de las filosofías del Buen Vivir y/o Vivir Bien.

Por este motivo, con un renovado ímpetu a partir del siglo XXI —en especial luego del No al ALCA en noviembre de 2005—, la cartografía latinoamericana presenta variados proyectos de construcción de región con la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la revitalización del Mercado Común del Sur (MERCOSUR). Estos procesos se han caracterizado por su novedad, en tanto las formas preferidas de construcción de región buscaron separarse de la experiencia anterior —de hegemonía del proyecto neoliberal, conocida como regionalismo abierto o lo que denominamos la visión prescriptiva del nuevo regionalismo (Perrotta, 2013)— a partir de un conjunto de ejes centrales: primero, la recuperación del rol del Estado (y de “la política”) como conductor del proceso de integración; segundo, el fomento a la participación ciudadana y de movimientos sociales en canales institucionalizados del acuerdo regional; tercero, la búsqueda de mayores márgenes de autonomía política y la priorización a la resolución de conflictos entre los países en instancias sin la injerencia de los Estados Unidos (donde la conformación de una zona de paz y la defensa de la democracia son valores gravitantes); cuarto, la introducción de agendas de políticas regionales orientadas a estimular procesos de desarrollo con inclusión social —políticas sociales, educación, agricultura familiar, salud, infraestructura, finanzas, integración productiva, ciencia y tecnología, energía, medioambiente, etc.— es decir, lo que se conoce como agendas no comerciales y/o agendas de integración positiva; quinto, la promoción de vínculos cooperativos-solidarios y la reducción de las asimetrías intra-regionales; y sexto, la búsqueda de relacionamiento con países y grupos de países del “Sur Global”.

La novedad de estas experiencias descolocó a los científicos sociales (dentro y fuera de la región) y se comenzaron a ensayar términos nuevos para caracterizarlos: regionalismo post-liberal (Motta Veiga y Ríos, 2007; Sanahuja, 2008), regionalismo post-hegemónico (Riggirozzi y Tussie, 2012), nuevo regionalismo estratégico (Aponte García, 2014; Aponte García y Amézquita Puntiel, 2015), entre otros. Al mismo tiempo, la especificidad introducida por estos procesos y la dificultad para asirlo desde los enfoques disponibles, contribuyó a que se desempolvara y revisitara el corpus de “Pensamiento Latinoamericano”, es decir, aquellas herramientas teóricas y conceptuales propias, surgidas en América Latina, desde los movimientos de la lucha por la independencia, para comprender la unidad. La recuperación y actualización de las ideas e ideales de los primeros procesos unificadores de la región en la época revolucionaria e independentista, donde la unidad fue percibida como la única manera de procurar la independencia política, fue proclamada incluso por los “constructores” de estos acuerdos de integración; siendo Hugo Chávez el caso más emblemático y su proyecto bolivariano de construcción de una gran Patria Grande, Nuestroamericana.

Este ensayo se propone visibilizar el Pensamiento Latinoamericano para la Integración a partir de la presentación de un conjunto (preliminar, tentativo) de movimientos intelectuales y políticos que han gestado proyectos de construcción de región y, algunos de ellos, han sido encaminados. No pretendemos realizar aquí una mirada exhaustiva, sino marcar la agenda de trabajo de un Programa de Investigación en Pensamiento Latinoamericano, en general, y con especial énfasis en la integración regional. Realizamos, pues, un recorte en función de tres problemas que queremos visibilizar como constitutivos y constituyentes de este campo de conocimiento: autonomía, desarrollo y defensa de los recursos naturales.

Hemos intentado realizar una mirada continental, tomando en cuenta y priorizando proyectos que tuvieron un desarrollo importante tanto en términos concretos como en relación a sus aportes al pensamiento. Sin embargo, la variedad de posiciones y la vastedad de nuestras tierras seguramente nos han llevado a omitir ideas, pensadores y proyectos que en determinadas regiones son nodales para el desarrollo de la idea de la unidad y la integración. De antemano entonces, pedimos perdón por ello.

2. El Pensamiento Latinoamericano para la Integración: su definición

Para encaminar el abordaje de cómo los ideales unionistas-integracionistas han sido esbozados por intelectuales y líderes como herramienta política para promover mejoras en las condiciones sociales, económicas y políticas de nuestros países y de nuestros pueblos, partimos de reconocer que el Pensamiento Latinoamericano es “el conjunto de escritos donde tienen especial relevancia los ensayos sobre el propio continente latinoamericano o sobre alguna de sus dimensiones o regiones” (Devés Valdés, 2012: 18). Esta definición le permite a Eduardo Devés Valdés realizar una investigación sobre el pensamiento latinoamericano del siglo XX desde su interpretación a partir de un movimiento que él considera intrínseco, la oscilación modernización/identidad y las múltiples y variadas combinaciones entre éstos. Esto le permite evitar interpretarlo en base a escuelas, problemas y periodizaciones extra-latinoamericanas.

Nosotros partimos del reconocimiento de este pensamiento propio (construido en y para nuestra región), que tiene una mirada continental a partir de intentar responder a problemas específicos del continente latinoamericano. A partir de esta mirada en torno a problemas —donde no confrontamos con la postura de Devés Valdés ya que, como argumentamos, estos asuntos tematizados como problemas son eminentemente intra-latinoamericanos y no impuestos de manera foránea por marcos interpretativos generalmente eurocéntricos y/o anglocéntricos— afirmamos la existencia de un Pensamiento Latinoamericano para la Integración (PLI, de ahora en más). Este PLI se define como el conjunto de ideas sistematizadas sobre los procesos de construcción de región, unionismo e integración y las dimensiones asociadas a éstos en América Latina, cualesquiera fueran los límites difusos que esta arena política representa. Los tres grandes problemas sobre los cuales se estructura este PLI a lo largo del tiempo —desde los procesos de lucha por la independencia a nuestros días— son: la autonomía, el desarrollo y la defensa de los recursos naturales.

Por último, también los sinuosos límites de lo que es o no es América Latina han de incorporarse en este ensayo que recupera el PLI. La unidad continental de lo que hoy se define como América Latina ha tenido, desde los años de la lucha por la independencia, tanto avances como retrocesos. Sin embargo, la idea, el concepto, siempre ha sostenido su vigencia a lo largo y ancho de estas tierras. En ninguna otra parte del globo el ideario unitario ha tenido tal desarrollo y persistencia aún aunque se puedan citar casos, como el europeo, donde el proceso de integración parece hoy haber alcanzado un estadio más avanzado. Sin embargo, incluso allí, la búsqueda de unidad es mucho más reciente y su sentido, construido sobre las cenizas del horror y de la guerra, distinto al pensado en nuestro continente.

Seguramente, cuando cada cual se interroga qué es América Latina, no se tendrá una respuesta unívoca. Al contrario, múltiples opciones pueden ensayarse: la geográfica, como el territorio que se despliega desde el Río Bravo en el norte de México, hasta el extremo sur del continente en Ushuaia; la histórica-lingüística, a partir de aquellas naciones conquistadas y colonizadas por españoles y portugueses, que han seguido un devenir signado por elementos similares y comparten rasgos culturales; o la política, una gran nación latinoamericana que nació unida y fue fragmentada por los intereses imperialistas que se sucedieron en capas —primero el imperio español, luego el inglés y finalmente y hasta nuestros días, el estadounidense. En todas ellas, la imagen que se construirá cada uno/a es la imagen de un mapa inamovible, ahistórico, tal como siempre se considera un mapa.

Sin embargo, es posible pensar qué es América Latina desde otro lugar, desde otra episteme. A partir de considerar a la definición de nuestra Patria Grande como un campo de lucha político-epistémica, en permanente construcción, un campo de disputa entre posiciones políticas que han asociado nuestro territorio como el campo de expansión y acción de la lucha por tres valores fundamentales: la autonomía, el desarrollo y la defensa de los recursos naturales. Tres asuntos que tematizados como problemas públicos han de servir como metas que orientan a los poderes políticos en diferentes configuraciones de actores y correlaciones de fuerza en diversos momentos históricos. Metas a las que se arriba por la vía de la integración regional, la unidad.

3. Autonomía

América Latina se incorpora en la historia desde una posición subordinada, dada su situación colonial, primero, y su posición periférica en relación al capitalismo mundial, luego. Esta posición subordinada ha llevado a construir una reflexión que ha tomado dos caminos: el primero, el del pesimismo, el de pensarnos desde la falta o la ausencia de capacidades para lograr ubicarnos en un lugar central. El segundo, el de buscar una salida a partir de la construcción de un proceso de unidad que permita plantarse frente a las situaciones que nos han colocado en dicho lugar.

Concentrándonos en esta segunda idea, es posible identificar el rol central que ha tenido el concepto de autonomía a lo largo de nuestra historia y, particularmente, en vinculación a la integración regional. Sabiéndonos débiles frente a los poderosos (los diversos imperios que marcan el destino “inexorable” de nuestros países), la unión constituía la garantía de la propia supervivencia y, por tanto, en variadas ocasiones —como en el caso del pensamiento de Manuel Ugarte y la Generación del ’900—, la idea de la Patria Grande es una idea de una unión defensiva. En este marco, la necesidad de lograr autonomía está presente desde las primeras experiencias unitarias de Bolívar hasta la creación de la UNASUR y la CELAC, siendo particularmente claro, en este último caso, que el proceso de construcción de región se posiciona en confrontación con el pensamiento panamericanista que tiene su expresión institucional en la Organización de Estados Americanos (OEA) y la figura de los Estados Unidos.

Para comenzar, es menester delimitar qué se entiende por autonomía1. En principio, se trata de un concepto que nace fuertemen te vinculado a la idea de soberanía, para luego ir separándose de ésta. Hoy, la idea de soberanía se puede definir desde la lógica jurídica como la posibilidad de la existencia misma del Estado y su territorio. La autonomía, en cambio, es la capacidad de un Estado de definir las políticas a seguir en forma independiente siguiendo los intereses propios.

Visibilizamos esta distinción entre soberanía y autonomía ya que, tras los primeros años de lucha frente al imperio español, la lucha por la soberanía fue dejando lentamente las costas de Sudamérica (no así de Centroamérica), para no volver. En sus doscientos años de historia son contadas las ocasiones que un agresor externo llegó a cuestionar la soberanía nacional en los países sudamericanos e, incluso, cuando lo hizo (como el ataque y bloqueo al puerto de La Guaira en Venezuela durante los años 1902-1903), antes que buscar la invasión del territorio el objetivo del agresor (británico, alemán e italiano en este caso) era cobrar sus acreencias. En otras palabras, para Sudamérica la soberanía está dada. Al contrario, en el caso Centroamericano es posible identificar numerosos ejemplos de invasión sobre su territorio. Ahora bien, para ninguno de los dos espacios, la autonomía está dada per se. Es decir, la posibilidad de tomar sin limitaciones sus definiciones políticas es un hecho en permanente contestación. En efecto, en ocasiones la dependencia externa es tan fuerte que ha puesto incluso en cuestión la propia identidad nacional.

Frente a estas agresiones a lo largo de todo el siglo XX se ha levantado la bandera de la unidad como salvaguardia frente a la intromisión extranjera en los asuntos propios, ya sea en el terreno político como en el económico, social e incluso cultural.

3.1. Las luchas por la independencia y la creación de los Estados-Nación

Desde las luchas independentistas, el vocablo “América” o “Americanos” fue empleado para distinguir a aquellos que buscaban la independencia frente al yugo español. En ese sentido, antes que las propias naciones actuales tomaran cuerpo, una identidad anterior se construía frente al opresor. Nacía así, de la mano de Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo de Monteagudo y tantos otros, la Nación Americana.

Será Bernardo de Monteagudo quien a través de su texto Ensayo sobre la necesidad de una Federación General de Estados Hispanoamericanos y su plan de organización, explicite los ejes iniciales sobre los que se debe construir esta nueva entidad que debería nacer en el planeado Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826, comandado por la figura de Simón Bolívar. Para Monteagudo hay tres ejes fundamentales: Paz, Independencia y Garantías recíprocas para el comercio. Paz, entre las naciones hermanas. Independencia, frente al imperio. Garantías recíprocas, como forma de facilitar el comercio interior y regular su desarrollo. De ellas, claramente hará eje en el problema de la Independencia entendida como la posibilidad de constituir en las nuevas naciones una vida autónoma frente al poderío imperial.

La autonomía, entonces, será a partir de allí uno de los fundamentos sustanciales de la unidad pensada en abierta oposición con la potencia hegemónica, la cual irá cambiando a lo largo de los años hasta generar a mediados del siglo XX un quiebre fundamental: la separación entre la América Sajona y la América Latina, ante el avance económico y militar de los Estados Unidos al sur de su frontera.

Vale destacar que en el proyecto americanista de Simón Bolívar, Estados Unidos, recientemente independizado de su dominación británica, aparece como un aliado más, frente a la amenaza de la Santa Alianza (es decir, de la unión de las monarquías europeas, entre ellas Rusia, Prusia y Austria frente al avance Napoleónico), la cual, a partir del congreso de Verona de 1822, incluyo entre sus objetivos el retorno de Fernando VII y la vuelta de los territorios americanos a manos de la Corona española.

En sentido contrario, ajenos al proyecto bolivariano, se encontraban, por un lado, Brasil, por ese entonces ya separado de Portugal, pero aún monárquico en la figura de Pedro I quien aparecía como un enviado de las monarquías europeas a América; y, por el otro, Cuba, aún en manos españolas.

3.2. La Generación del ’900 y la ruptura con el Panamericanismo

La generación del ’900 puede ser definida, en principio, como un movimiento cultural literario que plantea la unidad latinoamericana a partir de la oposición con el materialismo norteamericano. Tal como lo plantea Enrique Rodó en un libro fundante para las juventudes, Ariel, donde se llama a defender el idealismo por sobre el utilitarismo pragmático sajón. Si bien aquí se retoma el espíritu unitario del bolivarismo, se evidencian algunas diferencias sustanciales con respecto a su pensamiento, a saber: primero, se observa una revalorización fuerte del pasado hispánico, al que, si bien no se le niegan crímenes, se los minimiza frente a la obra de otros conquistadores, como los ingleses. Segundo, la religión católica es visualizada como un elemento aglutinador y de fe de los pueblos, oponiéndose fuertemente a las corrientes laicistas y anticlericales. Tercero, el mestizo es definido como aquel sobre cuya imagen se construirá la unidad latinoamericana, recuperando su figura como la unión del mundo indígena con el mundo hispano. No es el criollo, ni el indio, sino el mestizo quien está llamado a dicha tarea. Cuarto, a partir de la acción norteamericana en Cuba de 1898, toda esta generación se (auto)definirá como antiimperialista, pensando el enfrentamiento en términos de razas, dándole a esta dimensión un sentido cultural no-biológico. La raza anglosajona versus la raza hispana; los blancos frente a los morenos. Por último, se rechaza al positivismo como lógica impuesta e importada por las élites europeizantes. Opone el positivismo al idealismo y la transmisión de valores.

Tres hechos marcan el avance del nuevo concepto de antiimperialismo latinoamericano (Barrios, 2007). Primero, la guerra de los Estados Unidos con México de 1846, mediante la cual el país del Norte incorporó a su dominio un importante territorio similar en extensión al México actual que para ese tiempo se encontraba bajo control del gobierno azteca. Así Texas, Nuevo México, Arizona, Colorado, Nevada y California, entre otros actuales estados pasaron de manos mexicanas a estadounidenses. Este hecho planteó el inicio de una nueva mirada sobre los Estados Unidos que pasó de ser un aliado frente al imperialismo europeo a convertirse en una amenaza. El segundo evento fue la invasión de William Walker a Nicaragua en 1856, bajo el apoyo del gobierno estadounidense, con la intención de explorar la generación de un canal bioceánico por el Río San Juan, dando inicio a la reacción latina frente al avance sajón. Tercero, la invasión a Cuba, de 1898, fin de la presencia española en América va a dar vida a la Generación del ‘900. La autonomía política aparece como el eje de la propuesta de estos autores, volcados a la creación de los Estados Unidos del Sur, antítesis del gigante norteamericano. En este sentido, la integración al servicio de la autonomía fue dominante entre los años de la independencia y principios del siglo XX. De hecho, tal como plantea Briceño Ruiz (2012), la defensa de la autonomía de las nacientes repúblicas frente a las potencias europeas y, posteriormente, frente a Estados Unidos2, se manifestó en propuestas de creación de confederaciones o pactos de unión político-militar.

Una primera reacción al expansionismo de los Estados Unidos es la filosofía del pesimismo, que busca en el éxito norteamericano y el fracaso latinoamericano causas de tipo biológicas y psicológicas de sus poblaciones, particularmente de sus poblaciones originarias y mestizas. Para estos, los cuatro problemas fundamentales que incidían en esta decadencia eran el indio, el español, el mestizo y la Iglesia, fenómenos frente a los cuales había que tener una actitud disciplinadora, planteando la matanza y la migración como única solución para el estado de los países. Entre sus divulgadores aparece el político e intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento, quien se erige como uno de los baluartes de esta corriente definida a sí misma como modernista, donde se recogen numerosas consignas del positivismo europeo. En esta misma línea, el ingeniero mexicano Francisco Bulnes dice en su texto El porvenir de las naciones latinoamericanas ante las recientes conquistas de Europa y Norteamérica que “No son Europa y los Estados Unidos, con sus ambiciones, los enemigos de los pueblos latinos de América. No hay más enemigos terribles de nuestro bienestar e independencia que nosotros mismos. Nuestros adversarios ya los he hecho conocer, se llaman: nuestra tradición, nuestra herencia morbosa, nuestra educación contraria al desarrollo del carácter” (Bulnes, 1899: 1).

La segunda reacción es la de la Generación del ’900 a partir de una mirada disímil respecto de la anterior. Su nacimiento está asociado, como mencionamos, al Ariel, como llamado a la juventud hispanoamericana a no perder sus valores en aras del utilitarismo y dejarse arrollar por la raza sajona. Hay aquí un llamado de atención frente a lo que podría ocurrir y una revalorización de lo propio por sobre lo externo, considerando en el primer sentido a la herencia hispánica.

Se reencuentra con el sujeto latinoamericano, el mestizo, tan denostado por la corriente positivista, como la justa combinación de ambos mundos, el indígena y el hispano. Del primero, toma su amor por la tierra, su pertenencia; del segundo, su llaneza, amor propio y hospitalidad. De esta conjunción surge el hombre que otorga a la revolución su perfil épico. Plantea Manuel Ugarte en El porvenir de la América Española (1910), su primer libro donde desarrolla su idea de unidad continental, que “envueltos en su poncho indígena y armados con el cuchillo reluciente, sembrando ya el pavor, ya el entusiasmo, vivificaron los desiertos con una inyección de sangre nueva. Fueron ellos los que engrosaron los primeros escuadrones de la independencia y los que dieron su sangre con Artigas, Ramírez y Quiroga para tener en jaque la tiranía de los puertos” (Ugarte, 1911).

Si bien el Ariel será criticado por su inocencia y nihilismo por Jorge Abelardo Ramos, será este texto y sus planteos los que servirán de base a Ugarte para su gira continental y su propuesta de creación de asociaciones latinoamericanas convirtiéndose así en el nexo entre el proyecto bolivariano y los movimientos nacional-populares, siendo rescatado como un ejemplo por Haya de la Torre, orador de fondo de la reforma universitaria, y embajador en Cuba, México y Nicaragua por el peronismo. Por esto, dentro de la Generación del ’900, rescatamos particularmente la figura de Manuel Ugarte, quien se convirtió en un actor central para la politización de dicha generación y la construcción de una salida política al pensamiento integracionista y autonomista de principios del siglo XX.

Ugarte, tras vivir en París, donde traba amistad con Unamuno, y viajar a Estados Unidos en 1898, concibe rápidamente dos ideas centrales. La primera, da cuenta de que en Europa no importa su proveniencia, todos los hispanoamericanos son englobados como latinos, dando cuenta de sus similitudes; y la segunda, el temor al expansionismo norteamericano. Será así que en 1901 publica uno de sus primeros artículos políticos denominado “El peligro yanqui”, donde plantea por primera vez la constitución de los Estados Unidos del Sur, para contrarrestar el poderío norteamericano, pasando de la reflexión inocua del Rodó a acción política.

De regreso a la Argentina en 1903 se une al Partido Socialista, influenciado por la figura del líder socialista francés Jean Jaurès, a quien había conocido en París, el cual sostenía que el socialismo debía ser aplicado según las características de cada país, negándose sistemáticamente a aceptar consignas universales para el conjunto de los partidos socialistas en el marco de la Segunda Internacional. Dice Jaurès: “La Patria es necesaria para el Socialismo, fuera de ella no es nada ni puede nada y hasta el movimiento internacional del proletariado, so pena de perderse en lo difuso e indefinido, ha de encontrar, en las mismas naciones que sobrepuja, indicaciones y puntos de apoyo”.

Esta mirada prontamente lo irá alejando de los postulados de Juan B. Justo3, quien consideraba a la patria (y al patriotismo) una de las causas de la mala política. Esta distinción entre “cuestión nacional” y “cuestión social” empieza a alejar a Ugarte del socialismo argentino y a emprender su gira americana, a partir de 1911, para conocer el mundo al que se refiere e introducir en sus pueblos su mensaje antiimperialista. Hasta ese momento, sólo conocía Ugarte Argentina y México, situación que venía a reparar en los próximos dos años. Empieza por Cuba, seguirá por República Dominicana, México, Panamá, Costa Rica, Colombia, etc. En este tránsito irá incorporando algunas ideas al concepto de Patria Superior defensiva y cultural. Dará un rol determinante a la economía como forma antes que de desarrollo, de defensa. También ataca al Panamericanismo como espacio de subordinación a los Estados Unidos. Finalmente, concluye su gira en Brasil, incorporando una mirada distinta sobre la necesaria unidad con el mundo lusitano, no basada en el pasado, sino en su presente y en la necesidad de tenerlo de aliado, antes que de contrincante apalabrado por los enemigos de Hispanoamérica.

De esta forma entonces, la Generación del ’900 y Manuel Ugarte, en particular, se convierten en un parteaguas en la idea de la unidad como garante de la autonomía, además de servir como antecedente de la discusión que se avecinaba, entre el mundo de los movimientos nacional-populares y el mundo del socialismo, dos corrientes políticas en continua tensión pero unidas por la idea de la Unidad Latinoamericana como principio de resistencia.

3.3. Los debates en torno a la cuestión nacional

Mientras el pensamiento de Ugarte y sus seguidores se expanden por Latinoamérica, para la década de 1920 el socialismo, como ideología y forma de organización, también comienza a realizar su recorrido ganando cada vez más adeptos impulsados por el éxito de la Revolución Rusa y el desarrollo del movimiento obrero. Sin embargo, dos problemas aparecen en su perspectiva. La ausencia de un proletariado industrial poderoso, capaz de convertirse en la vanguardia de la revolución y, por otro lado, la particular relación del continente con las potencias imperialistas, que colocaban al tema de la construcción nacional como un eje fuerte del debate político contemporáneo.

Es decir que rápidamente quedan planteados dos debates al interior mismo del socialismo y en debate con otras propuestas políticas: por un lado, el sujeto de la revolución, entre el campesino, el indio, por un lado, y el proletariado por el otro. La pregunta a la que se enfrenta el socialismo autóctono es si existe un problema racial en América Latina de sojuzgamiento heredado de la estructura piramidal colonial, o el único quiebre entre las clases pasa por la situación frente al sistema productivo burgués, tal como se da en Europa. Visto desde otra perspectiva, es acaso que el capitalismo latinoamericano reconoce las mismas lógicas que el capitalismo en los estados centrales, o se trata de un sistema diferente, y por tanto su análisis debe ser, basado en los preceptos marxistas vinculados a la filosofía de la historia y la materialidad, adaptados a las reales condiciones de existencia. Por otro lado, la forma de enfrentar al imperialismo. ¿Cuál es la contradicción central sobre la cual se debe trabajar? Es acaso la cuestión nacional, la propia definición como nación y su ruptura con el imperio el eje de la lucha, o es la cuestión social, y por tanto la ruptura entre clases, el eje del conflicto. En este sentido, surge la pregunta sobre qué significa la alianza de clases para frenar al imperialismo, o la necesidad de construcción de un espacio autónomo del proletariado en la marcha hacia la revolución socialista.

Serán justamente estos puntos los que orientarán los debates entre diversos pensadores y políticos en los años ’30 y que quedarán fijados en la relación conflictiva entre el marxismo y América Latina.

Particularmente, la cuestión nacional será el eje del debate entre el político y pensador peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), heredero de la Reforma Universitaria del ’18 y propulsor de movimientos nacionales-populares-latinoamericanistas a lo largo y ancho del continente y el dirigente cubano Julio Antonio Mella, precursor del partido comunista en su país. Posteriormente el también peruano José Carlos Mariátegui, antiguo seguidor de Haya, se sumará al debate desde la perspectiva leninista propuesta por Mella, pero con sus variantes.

3.4. La Escuela “Conosureña” de la Autonomía

En la década del setenta se gestó y consolidó una escuela de pensamiento propia de nuestra región para abordar la autonomía: de la mano de Juan Carlos Puig (Argentina) y Helio Jaguaribe (Brasil), el Cono Sur pudo realizar un aporte sustantivo a las ciencias sociales a partir de relacionar la dependencia y la autonomía de los países periféricos.

Juan Carlos Puig indicó la necesidad de realizar análisis más profundos para comprender “estructuralmente [la política internacional de nuestros países] mediante la selección de variables relevantes y significativas”. Estas variables permitirían, al menos, “delinear las tendencias relevantes profundas y apreciar los errores y aciertos en función del logro de una mayor autonomía para el país”. Entendiendo al sistema internacional como anárquico, Puig encontró los elementos que sustentan la existencia de la autonomía (Puig, 1984).

El primero de esos elementos es la división de funciones, lo que permitió que caracterice a los actores internacionales en tres grupos: los repartidores supremos, son los gobernantes de las superpotencias mundiales y quienes toman decisiones y supervisan su cumplimiento; los repartidores inferiores son los mandatarios de los demás Estados, que ejecutan esas decisiones; el resto de los habitantes del mundo son los recipiendarios, los que obedecen (Puig, 1980). De la combinación de ellos se permitió la determinación de la existencia de la anarquía en el sistema internacional, entendida tanto como la ausencia de una autoridad superior a los Estados-Nación, como así también la existencia de flexibilidad, por la cual aparecen ciertos resquicios para defender los intereses nacionales del país. A partir de esto, Puig modeliza las opciones de política exterior para un país de la periferia a partir de cuatro posibilidades: la Dependencia Para-Colonial, la Dependencia Nacional, la Autonomía Heterodoxa y la Autonomía Secesionista.

La Dependencia Para-Colonial es el modelo en el cual el Estado posee formalmente un gobierno soberano y no es una colonia, pero en realidad los grupos que detentan el poder efectivo en la sociedad nacional no constituyen otra cosa que un apéndice del aparato gubernativo y de la estructura del poder real de otro Estado.

En un modelo de Dependencia Nacional, los grupos que detentan el poder real racionalizan la dependencia y, por tanto, se fijan fines propios que pueden llegar a conformar un proyecto nacional compartido globalmente en sus rasgos esenciales. La existencia de un proyecto nacional marcó la diferencia con el modelo de Dependencia Para-Colonial, ya que se impusieron algunos límites a la influencia, en principio determinante, de la potencia imperial. La diferencia entre estas categorías está en que es útil distinguir entre una situación caracterizada porque el aparato gubernativo formal y los grupos que ostentan el poder real (los repartidores supremos en la órbita nacional) se sienten parte del régimen metropolitano, y otra en que la dependencia se encuentra racionalizada.

La Autonomía Heterodoxa es la opción de política exterior cuando el país periférico acepta la primacía de la metrópoli pero puede tener divergencias en torno a que: a) el modelo de desarrollo interno pueda no coincidir con las expectativas de la metrópoli; b) en que las relaciones internacionales del país periférico no sean alineadas globalmente con la metrópoli; y c) se separa el interés nacional de la potencia dominante y el interés estratégico del bloque. En la Autonomía Heterodoxa no hay confrontación, ni desafío en los temas centrales de la metrópoli: la vocación autonómica de tipo heterodoxo supone que existe una aceptación del liderato de la o las potencias dominantes y que en cuestiones realmente cruciales, los periféricos optarán por responder a las aspiraciones del centro. La existencia de agendas de conflicto entre un estado central y otro periférico no son un problema para este último siempre que su estrategia adecuada para implementar sea la autonomía heterodoxa en donde el punto de vista de un Estado periférico y dependiente es el de conocer con razonable exactitud el punto crucial en que los intereses cotidianos se convierten en vitales (Puig, 1980 y 1984).

Por último, la Autonomía Secesionista es un desafío global. El país periférico corta el cordón umbilical que lo unía a la metrópoli. Esta etapa no es recomendable, para el autor, ya que agota los recursos nacionales y puede derivar en una situación absolutamente contraria a la deseada.

Puig vinculará la noción de autonomía con una herramienta de política exterior: la concreción de acuerdos de integración regional. Para Puig, la integración regional es “un fenómeno social según el cual dos o más grupos humanos [Estados, sociedades, empresas, comunidad internacional] adoptan una regulación permanente de determinadas materias que hasta ese momento pertenecían a su exclusiva competencia (o dominio reservado) […] se trata de conductas que tienen como propósito lograr que los grupos sociales en cuestión renuncien en determinadas materias a la actuación individual para hacerlo en forma conjunta y con sentido de permanencia” (Puig, 1986: 41). No obstante, al analizar las experiencias de los años sesenta, enfatizará que los acuerdos de integración regional no conllevan, per se, a ampliar los márgenes de autonomía, ya que esto depende de si éstos fueron concebidos (o no) a partir de metas autonómicas. En sus palabras: “La integración en sí misma no es autonomizante. En el fondo es instrumental y su sentido del objetivo que se fije. Tal vez porque los objetivos no fueron propiamente autonómicos es que no han avanzado decididamente los procesos de integración de América Latina” (Puig, 1980: 154).

Y de manera más enfática, destaca la importancia de una integración solidaria, a partir de una meta común entre los países latinoamericanos —la búsqueda constante de la autonomía política—: “[…] es posible [la integración por] la vía de los valores compartidos y de las alianzas que se podrían concretar en su defensa conjunta. […] A pesar de las diferencias existentes en materia del potencial, hay valores que la inmensa mayoría de los latinoamericanos —elites y pueblos— compartimos. Uno de ellos es el de la autonomía. Todos nuestros países tratan de ser autónomos. Podrán haber discrepancias respecto de la forma y de la intensidad del impulso autonómico y de las estrategias aplicables pero no se puede poner en duda el objetivo que se persigue, a pesar de las diferencias estructurales y de la diversidad de orientaciones políticas, es el de acentuar la capacidad de decisión nacional” (Puig, 1986: 45).

Por su parte, la propuesta autonomista de Jaguaribe parte de concebir la realidad internacional de manera no solamente dual — centro y periferia— sino estratificada, de acuerdo a los niveles decrecientes de autodeterminación que posee un Estado, tanto interna como externamente. Esta autodeterminación está dada por la capacidad estatal de ejercer primacía regional sobre un área geográfica y la autonomía, garantizada por la posibilidad de aplicar penalidades a nivel local, así como por la capacidad de un Estado de tomar decisiones con peso de manera individual en el plano internacional. De esta manera los Estados oscilan entre los modelos Desarrollados-Norte-Centro y Dependientes-Sur-Periferia.

Su interpretación sobre el entramado internacional en el que se insertan los países latinoamericanos se complementa con la mirada que arroja sobre las condiciones estructurales que favorecen o imposibilitan el desarrollo y crecimiento autónomo de los países de América Latina. Jaguaribe distingue dos factores para esto: la viabilidad nacional y la permisibilidad internacional. La primera tiene que ver con la capacidad nacional mientras el segundo considera el contexto internacional en el cual sucede (Jaguaribe, 1968 y 1985).

La noción de viabilidad nacional permite conceptualizar los recursos históricos de un Estado (socioculturales y tecnológicos) y permiten comprender por qué no todos los países están en condiciones de iniciar un proceso de desarrollo autónomo de manera simultánea. Los Estados tienen un rol activo en tanto son capaces de favorecer políticas públicas tendientes a garantizar una masa crítica basada en la población, la apropiación del territorio, los recursos estratégicos y la capacidad de intercambio internacional. En este aspecto, los patrones ético-educacionales cobran singular importancia como multiplicadores que impactan sobre la eficacia de la utilización de los recursos.

La permisibilidad internacional, en cambio, considera la mayor o menor flexibilidad que un Estado alcanza dentro del sistema internacional en su camino hacia la autonomía. Un ejemplo de ello es la posibilidad de ejercer su soberanía sin que exista una penalidad por parte de una potencia mundial mediante una intervención militar (es importante recordar aquí que Jaguaribe se encuentra teorizando en el marco de las dictaduras militares en la región).

La integración regional, cuando estos factores entran en juego y un Estado logra cierto nivel de autonomía, cumple un papel estratégico en tanto permite que una intervención directa sobre un Estado nacional sea más costosa para el Estado potencia, por lo que se reaseguraría el desarrollo, al tiempo que multiplica los mercados y recursos. Esta integración considera la heterogeneidad y diversidad dentro de Latinoamérica por lo que debe ser gradual favoreciendo el acercamiento entre Estados y ampliándose hacia otros de modo progresivo, a fin de fortalecer los lazos entre estos, respetando las particularidades de cada uno.

4. Desarrollo

Si en el plano político la región tiene un rol en términos identitarios y en la posibilidad de ampliar los marcos de autonomía en el terreno internacional, su presencia también cobra relevancia desde la mirada económica a partir del concepto de Desarrollo (socioeconómico), categoría que se vincula fuertemente con la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en el año 1948 [y que contó con una marcada oposición por parte de los Estados Unidos] y su primer Secretario Ejecutivo, Raúl Prebisch. Para el organismo, es posible generar un desarrollo industrial propio y de características autonómicas a partir de la construcción de un mercado regional unificado y de una estructura asociativa en términos de cadenas de valor (Prebisch, 1963).

Este enfoque reconoce como antecedente fundamental la obra del argentino Alejandro Bunge, quien inspirado en el modelo de desarrollo del Zollverein alemán, inserta en el debate económico argentino de los años ’20 la cuestión latinoamericana en directa oposición con el modelo agro-exportador. Afirma Bunge en Nueva orientación de la política económica argentina (1921): “Los que sostienen doctrinas internacionalistas en nuestro país suelen simpatizar con la producción uniforme y simple y con el libre cambio y resultan colaboradores con la política de los Estados astros. Ellos dividen al mundo en zonas: ésta es apta para el trigo, aquella para el algodón, la de más allá para el hierro, etc. El bienestar consiste para ellos en que las poblaciones respectivas se dediquen a producir muy barato algunos artículos y los cambien con los de las demás zonas. ¿Qué naciones practican esa doctrina? Solamente las más atrasadas” (Bunge, 1921: 462-463).

Frente a esto, su propuesta fue la consolidación de una Unión Aduanera del Sur, con la intención de favorecer el desarrollo de la industria local, que incluiría a Chile, Uruguay, Paraguay y el propio Brasil.

Si bien el planteo no tuvo eco en estos años, será retomado tres décadas más tarde por Raúl Prebisch en el marco de la recientemente creada CEPAL, dando inicio a una Escuela de Pensamiento propia: el Estructuralismo Latinoamericano. A esta Escuela pertenecerán numerosos “jóvenes entusiastas” de entonces, como fueron los casos de Celso Furtado y Aldo Ferrer, solo por mencionar a dos de ellos.

El eje del modelo explicativo de la CEPAL fue la demostración de que la división internacional del trabajo planteada por David Ricardo no era un producto natural, sino resultado de los aconteceres históricos y que, tal como estaba planteada, generaba dos tipos de economías y de países: los del centro y los de la periferia, en donde se englobaba a los países de América Latina.

Entre ambos polos, la mediación se daba principalmente a partir de un comercio asimétrico que vinculaba entonces dos tipos de economías: por un lado, las economías centrales, que se podían definir a partir de dos características. La primera, refería a la homogeneidad en términos de productividad del conjunto de su economía. La segunda, se vinculaba con la diversidad de sus sectores vinculados al comercio internacional, rompiendo la idea de especialización planteada por el propio David Ricardo. Por otro lado, las economías periféricas se definían por su especialización en relación a los productos vinculados al comercio internacional (aquí sí, casualmente aceptando a Ricardo) y su heterogeneidad en términos de productividades entre los distintos sectores de su economía. Esto generaba un desnivel al interior de estos países que develaba algunas situaciones que no sólo explican la asimetría entre ambas economías, sino además su permanencia en el tiempo.

Estas características pueden ser definidas de la siguiente manera: primero, la estructura productiva de la periferia permanece retrasada pues no puede integrar el progreso técnico en forma igual al centro, provocando diferentes productividades incluso con el sector dinámico de la economía periférica. Además, la híper especialización obliga a la importación de productos, con el resultado de un permanente déficit en los intercambios. Segundo, los sectores de baja productividad generan un permanente excedente de mano de obra, que deprime los salarios del sector moderno, afectando la posibilidad de generar un proceso de demanda efectiva interna. Tercero, hay un proceso de deterioro de los términos de intercambio producto del aumento de la productividad de las economías centrales. En otras palabras, el desarrollo de los dos polos se produce de manera desigual, y esa desigualdad se acentúa con el paso del tiempo a partir del desempleo de la fuerza de trabajo, el desequilibrio externo y el deterioro de los términos de intercambio.

Ante esto, el elemento central para el desarrollo es encaminar un proceso de sustitución de importaciones, “forzado” por el Estado a partir del proteccionismo, la atracción de inversiones, el aumento de los salarios para aumentar la demanda efectiva y la inversión estatal en proyectos de largo período de maduración esenciales para el desarrollo de bienes y servicios. Bajo esta premisa, entonces, la idea del desarrollo se encuentra directamente vinculada con la idea de la Unidad Latinoamericana, entendido como el espacio capaz de generar, en su conjunto, el desarrollo de una demanda efectiva tal que sostenga la oferta de productos industriales regionales.

Para ello, la CEPAL —con Prebisch como principal promotor— promovía la conformación de un Mercado Común Latinoamericano —para las economías de América del Sur junto a México— y de un Mercado Común Centro Americano —dado que esta subregión tenía características especiales lo suficientemente homogéneas como para desarrollar un proceso separado. El Mercado Común Latinoamericano permitiría resolver los cuellos de botella y el déficit crónico de las balanzas de pagos (con el consecuente estrangulamiento externo) a partir de dos elementos: la promoción masiva de exportaciones (tanto en bienes tradicionales como no tradicionales) y el pasaje de una industrialización liviana o fácil a un proceso de industrialización pesado o difícil.

Las propuestas sobre cómo configurar el Mercado Común Latinoamericano se plasman en un pequeño documento que recoge una conferencia de Prebisch en México en el año 1959. Resulta interesante destacar el rol que Prebisch colocaba en los grupos empresariales, así como en los Estados —quienes debían de planificar y motorizar el proceso—, un papel destacado en la distribución de los beneficios del mercado ampliado, así como en la planificación de los sectores económicos y la atracción de inversiones. En el documento, se mencionan temas de política económico-comercial aún presentes en las propuestas de integración regional más integral: cómo lograr convencer a los socios regionales más pequeños para que acepten “cerrar” por un tiempo sus fronteras al ingreso de bienes de terceros países. Estrategia que incluyera no solamente plazos diferenciados, sino que, además, permitiera contar con ciertos incentivos para la promoción de la industria “regional”. Y un tercer punto de tensión: cómo se distribuirían las inversiones al interior de la región.

En este marco de ideas y políticas nace en 1960, con la firma del Tratado de Montevideo, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), cuya idea central era construir las bases para un proceso de industrialización de los países latinoamericanos a partir del quiebre de las cadenas de transmisión del antiguo modelo de dominación, es decir, el comercio internacional. Sin embargo, las diferencias internas entre los países produjeron quiebres insalvables que fueron llevando paulatinamente a un debilitamiento de la asociación. El problema inicial: las asimetrías, punto central que se presentaría de aquí al futuro en todo proceso de integración económica existente en la región.

Si bien la idea cepalina, en teoría, daba cuenta de las diferencias entre el centro y la periferia, su propuesta práctica de integración no hizo más que reproducir la misma lógica, ahora al interior del continente. El desvío de comercio, producto de la lógica arancelaria, generó efectivamente un aumento de los flujos comerciales interregionales, pero el sentido de los mismos sólo benefició a las principales economías (Argentina, Brasil y México), las cuales comenzaron a exportar productos industriales a la región, sin por eso favorecer a las más pequeñas, que se encontraron con la necesidad de contar con divisas para importar productos, no ya de los principales países, sino de sus aliados regionales a un precio, incluso, mayor (Devés Valdés, 2003).

Frente a esto, los países andinos generaron en 1969 una primera ruptura de la ALALC a partir de lo que se conoció como Acuerdo de Cartagena o Pacto Andino. En él Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y Chile (con el ingreso posterior de Venezuela y el retiro de Chile por cuestiones políticas a partir del golpe de Pinochet, en 1973), plantearon la necesidad de dar cuenta de las asimetrías y los “distintos tiempos” de la integración, generando para sí un espacio común y un modelo de velocidades asimétricas que pusiera el eje del debate en la posibilidad de un desarrollo armónico.

Dictaduras, crisis de la deuda y escenario global polarizado, pusieron fin a este primer intento integrador, que aceptó su fin con la constitución de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), en 1980, cuya creación buscaba flexibilizar en la práctica las premisas de la ALALC, dando respuesta a un nuevo orden mundial naciente: el de la globalización.

4.1. Las teorías de la dependencia

El período de creación de la CEPAL coincide con el momento en el que la región está encaminando su proceso de institucionalización de la Ciencias Sociales (Latinoamericanas) a partir de la creación de instituciones universitarias, agencias de apoyo a la investigación científica y tecnológica y el surgimiento de redes y organismos regionales que se plantearon el objetivo de formar en el posgrado —desde posturas propias, para abordar problemáticas comunes— a los cuadros intelectuales (y políticos) de cada uno de nuestros países y, además, promover la realización de investigaciones conjuntas en grupos de trabajo verdaderamente regionales. Estos son los dos casos emblemáticos que vieron la luz por entonces: la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en su sede Santiago de Chile y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) con su Secretaría Ejecutiva en Buenos Aires, Argentina.

En el marco de estos circuitos intelectuales, circuitos de producción y movilización del conocimiento, el Estructuralismo Latinoamericano con su énfasis en el desarrollo y las “Teorías de la Dependencia” (sí, teorías en plural), pasarán a la historia como la ciencia social producida desde América Latina para contribuir a resolver los problemas de América Latina.

Las teorías de la dependencia, por su parte, discutían la noción de desarrollo y, como plantea Fernanda Beigel, la preocupación de estos forjadores fue “transformar —y para ello explicar— las condiciones de superexplotación que vivían nuestros países frente a los poderes hegemónicos del sistema capitalista. Entendían que la polarización entre centros y periferias era inmanente a la expansión mundial del capital y consideraban que la concentración de la riqueza que esto implicaba marcaba un camino sin retorno. Por eso se abocaron a imaginar otro sistema social más justo y solidario” (Beigel, 2006: 287).

Estas teorías (en plural) dan cuenta de este campo problemático que contó con aportes variados en diferentes círculos de pensamiento. No obstante ello, la categoría —resignificada, amplificada— aún es pertinente y lo suficientemente comprehensiva para dar cuenta de las complejas relaciones del capitalismo en su fase actual.

4.2. La Escuela Latinoamericana en Ciencia, Tecnología y Desarrollo

Adicionalmente, en el marco del clima de ideas y de época de la CEPAL y de la construcción de circuitos de pensamiento social propios de Latinoamérica, es menester destacar que este movimiento político intelectual también incorpora a actores/autores que pensaron la integración (como herramienta para el desarrollo) desde disciplinas científicas como la química, la física y otras ciencias exactas. Pese a que los que intentan comprender la genealogía de los estudios de la integración regional no reconocen ni su importancia ni mucho menos los vínculos con los economistas políticos, en este ensayo sostenemos que la llamada Escuela Latinoamericana en Ciencia, Tecnología y Desarrollo, conformada por Jorge Sábato, Amílcar Herrera, Oscar Varsavsky, José Leite Lopes, Miguel Wionczek, Francisco Sagasti, Máximo Halty y Marcel Roche, entre otros (Dagnino, Thomas y Davyt, 1996), forma parte también de las referencias del PLI.

Esta Escuela se desarrolló entre las décadas de 1950 y 1970. El propósito de este grupo de investigadores, tecnólogos, ingenieros y otros pensadores fue indagar las posibilidades de establecer una propuesta de desarrollo tecnológico propio —latinoamericano— a partir de la inserción de políticas sectoriales y nacionales como variable fundamental del desarrollo económico y social integral (Martínez Vidal y Marí, 2002).

De esta efervescencia del pensamiento latinoamericano, destacamos los postulados de Oscar Varsavsky, por la fuerza de los mismos y la vigencia de sus propuestas, en particular en el marco de una relación conflictiva que se sucedió en torno de los debates sobre la ciencia, la tecnología, el desarrollo y la dependencia4. Las críticas de Varsavsky a lo que él denominaba el cientificismo —caracterizado como un modo de hacer ciencia desvinculado de la política y, en última instancia, de la sociedad—, establece proposiciones acerca de la ciencia politizada: aquella ciencia vinculada con el compromiso social y dispuesta a revisar metodológicamente los parámetros que forman parte del edificio científico en función del cambio social.

Varsavsky afirma que un cientificista es aquel investigador que se ha adaptado al mercado científico y que renuncia a preocuparse por el significado social de su actividad, desvinculándola de los problemas políticos y aceptando de manera acrítica las normas y valores de los grandes centros internacionales de producción de conocimiento. Así, el cientificismo refuerza nuestra dependencia cultural y económica respecto de los países centrales. En el caso de los países dependientes, el científico es un frustrado perpetuo: para ser aceptado en los “altos círculos” de la ciencia, debe dedicarse a temas más o menos de moda; pero, en tanto las modas se implantan en el Norte, siempre su tarea comienza con desventaja de tiempo. En este contexto, su única esperanza es mantener lazos estrechos con su Alma Mater —léase, el equipo científico con el que hizo su tesis o aprendizaje generalmente en el exterior— y conformarse con trabajos complementarios —o de relleno— de los que allí se producen (Varsavsky, 1994).

Los científicos rebeldes fueron definidos por Varsavsky como aquellos cuya sensibilidad política los lleva a rechazar el sistema social reinante en toda América Latina. Lo consideran irracional, suicida e injusto —afirmaba— de forma y fondo. Varsavsky desconfiaba de las soluciones enmarcadas en el desarrollismo imperante en la región durante los años ’60. Desde su perspectiva los científicos rebeldes o revolucionarios no aceptan el papel que el modelo les asigna de ciegos proveedores de instrumentos para el uso por parte de cualquiera que pueda pagarlos y sospechan de la pureza y neutralidad de la ciencia así como del apoliticismo de los que imponen temas, métodos y criterios de evaluación. Afirmaba Oscar Varsavsky: “A estos científicos rebeldes o revolucionarios se les presenta un dilema clásico: seguir funcionando como engranajes del sistema —dando clases y haciendo investigación ortodoxa— o abandonar su oficio y dedicarse a preparar el cambio de sistema social como cualquier militante político. El compromiso usual ante esta alternativa extrema es dedicar parte del tiempo a cada actividad, con la consiguiente inoperancia en ambas. Este dilema tiene un cuarto cuerpo, mencionado muchas veces pero al nivel de eslogan: usar la ciencia para ayudar al cambio de sistema, tanto en la etapa de lucha por el poder como en la de implantación —y definición concreta previa— del que lo va a sustituir. Sostengo que esto es mucho más que un eslogan, o puede serlo, pero requiere un esfuerzo de adaptación muy grande por parte de los científicos” (1994: 101).

Varsavsky estaba pensando en una ciencia no sólo revolucionaria sino revolucionada (Naidorf y Perrotta, 2015). De este modo su propuesta se orienta a los países de América Latina, en su condición de dependencia, en tanto se debía superar el discurso que apelaba a ocuparse de los “problemas nacionales” y a hacer ciencia aplicada o funcional. Esa prédica —consideraba— era insatisfactoria porque la tendencia natural era a interpretarla como reformismo o desarrollismo: búsqueda de soluciones dentro del sistema. Varsavsky insistía en diferenciar su propuesta del desarrollismo afirmando que “la misión del científico rebelde es estudiar con toda seriedad y usando todas las armas de la ciencia, los problemas del cambio de sistema social, en todas sus etapas y en todos sus aspectos, teóricos y prácticos (Varsavsky, 1994). Esto es, hacer “ciencia politizada”. Así, la ciencia politizada es una opción superadora de la propuesta desarrollista, a la vez que una ciencia revolucionada en estado de proyecto.

De esta manera, la idea de ciencia politizada se vincula con los ideales antiimperialistas, la búsqueda de autonomía —y, podemos agregar, de soberanía tecnológica— en pos de la mejora de las condiciones de vida (desarrollo) de nuestros países y de Latinoamérica toda.

5. Defensa de los recursos naturales

El último elemento sobre el cual se organiza el pensamiento de la integración en nuestro continente es de la defensa de los recursos naturales, concepto que también puede encontrar su vínculo en relación a la matriz colonial sobre la cual se constituye América Latina y que coloca a la misma como espacio nodal para la explotación y extracción de recursos naturales para el desarrollo de la industria a nivel global.

En este sentido, evitar tal expoliación ha estado presente en el marco de entender la unidad desde una lógica defensiva. Sin embargo, será Juan Domingo Perón quien, quizás, en primer lugar logre sistematizar su relación directa con la integración al construir de cara al futuro las razones para la integración.

El planteo de Perón se basa en una idea central: el mundo transita hacia un conflicto en virtud del crecimiento incontrolable de la población. Este hecho, marcado por los fríos números de la demografía, obliga cada día más a los países centrales a explotar sus reservas en materias primas, tanto para la producción de alimentos como de componentes centrales para la industria. Y dichas reservas, para mediados de los años ’50, comenzaban a agotarse. Frente a esta realidad de un mundo superpoblado y superindustrializado, la mirada de los grandes países del mundo comienza a volcarse sobre América Latina (y particularmente en la mirada de Perón, sobre el Cono Sur latinoamericano), para apropiarse de sus riquezas. Frente a esto, la única forma de preservarlas es la unidad, entendiendo la misma como la lógica de coordinación defensiva para la conservación de estas reservas.

El proyecto de Perón —que no logró concretarse— es considerado por Alberto Methol Ferré (2004, 2009) como la primera experiencia de integración efectiva de América Latina, porque combina la parte de la herencia lusitana (Brasil) con el país más gravitante de la herencia hispánica (Argentina). La conformación de un Nuevo ABC (Argentina, Brasil y Chile) en 1951, pretendía construirse sobre el anterior Pacto del ABC del año 1915: este último se titulaba Pacto de No Agresión, Consulta y Arbitraje y fue acordado entre Chile, Argentina y Brasil en pos de contestar la influencia norteamericana en los asuntos sudamericanos de entonces. Es decir, el primer ABC fue una opción propiamente sudamericana de cara al panamericanismo promovido por los Estados Unidos; sin embargo, este Pacto no prosperó (Cisneros y Piñeiro Iñíguez, 2002); el “Nuevo” ABC propuesto por Perón el 22 de septiembre de dicho año se basa en la consecución de un mercado ampliado, acorde a su política de desarrollo nacional: la inserción internacional de la Argentina se comprendía en esta estrategia.

Perón planteaba la necesidad unitaria no en virtud de un pasado común, como era el planteo de Bolívar o Ugarte, por citar sólo dos nombres, donde dicha herencia predisponía a los pueblos a un destino común, ni tampoco meramente en relación a la cuestión del desarrollo, pensada ésta en términos de aumento del comercio o la producción; sino que lo hacía a partir de un análisis conceptual, por un lado, del devenir de la humanidad y, por el otro, del momento coyuntural que él vivía y que llevaría a que el año 2000 nos encontrará, a partir de su famosa frase, o “Unidos o Dominados”.

En relación al desarrollo humano, entendía Perón que de las agregaciones más pequeñas, como la familia, el ser humano había comenzado una tendencia imparable hacia la constitución de comunidades más inclusivas, pasan de la familia a la tribu, de allí a las ciudades y luego al Estado-Nación, que había sido el modelo hegemónico durante el siglo XIX y principios del XX. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, lo que aparecía en el horizonte no eran ya las grandes naciones europeas, sino lo que él define como “Estados Continentales Industriales”, los Estados Unidos y la Unión Soviética, quienes a partir de ese momento regirían los designios del mundo.

Dentro de este contexto, la humanidad se preparaba para enfrentar una lucha total por el control de las materias primas (recursos estratégicos para la producción), por un lado, y el alimento por el otro. Tal como planteaba el propio Perón en su discurso de la Escuela Nacional de Guerra de 1953:

“Analizando nuestros problemas, podríamos decir que el futuro del mundo, el futuro de los pueblos y el futuro de las naciones estará extraordinariamente influido por la magnitud de las reservas que posean: reservas de alimentos y reservas de materias primas. […] Es indudable que nuestro continente, en especial Sudamérica, es la zona del mundo donde todavía, en razón de su falta de población y de su falta de explotación extractiva, está la mayor reserva de materia prima y alimentos del mundo. Esto nos indicaría que el porvenir es nuestro. […] Pero precisamente en estas circunstancias radica nuestro mayor peligro, porque es indudable que la humanidad ha demostrado a lo largo de la historia de todos los tiempos que cuando se ha carecido de alimentos o de elementos indispensables para la vida, como serían las materias primas y otros, se ha dispuesto de ellos quitándolos por las buenas o por las malas, vale decir, con habilidosas combinaciones o por la fuerza.” (Perón, 1953)

De aquí se traduce, entonces, la necesidad de la unidad. Para defender los recursos en materias primas y alimentos, por un lado, dando inicio al nuevo concepto de defensa regional y, por el otro, para la construcción de lo que denomina “Unidad Económica”, definida ésta como la capacidad de proveerse de los recursos estratégicos antes mencionados. En este sentido, la defensa de dichas riquezas solo podrá lograrse en conjunto y es allí, en esta defensa colectiva de los recursos naturales, donde debe basarse la unidad.

Como mencionamos, otro elemento distintivo es que el mapa de la integración latinoamericana contiene, por primera vez, a Brasil desde un proyecto de las naciones hispanas, y será justamente a partir del hecho de no basarse en el pasado, sino en el futuro, en donde esta elección cobrará sentido.

De enunciación sencilla, este concepto que estaba en la base del proyecto peronista regional del Nuevo ABC será retomado en la UNASUR en la constitución del Consejo Sudamericano de Defensa (CSD), desde el cual se organiza esta área tan sensible en torno a la idea de los recursos naturales. Así, el Amazonas, la reserva de agua dulce, la biodiversidad, ingresan en la UNASUR como temas de defensa regional, entendiendo a las mismas como el principal activo del continente, así como también, su custodio, la principal hipótesis de conflicto frente a agresiones externas.

La relación con la naturaleza también cuestiona la propia noción de desarrollo, en especial a partir de dos vertientes de pensamiento que dejamos esbozadas: por un lado, la filosofía del Buen Vivir y del Vivir Bien que surgió, especialmente, en Bolivia y Ecuador en el siglo XXI; por el otro lado, las ideas del Papa Francisco —quien ha sido partícipe de algunos de los movimientos intelectuales y políticos que hemos revisitado en este ensayo— sobre la Casa Común en la Encíclica Laudato Sí.

6. Palabras finales: la construcción de un programa de investigación en PLI

En este ensayo argumentamos la existencia de un Pensamiento Latinoamericano para la Integración, que definimos como el conjunto de ideas sistematizadas sobre los procesos de construcción de región, unionismo e integración y las dimensiones asociadas a éstos en América Latina, cualesquiera fueran los límites difusos que esta arena política representa. Este campo de conocimiento ha sido estructurado —desde los procesos de lucha por la independencia hasta nuestros días— a partir de tres ejes clave: la autonomía, el desarrollo y la defensa de los recursos naturales; que son, a su vez, metas políticas a alcanzar por la vía de la integración.

La existencia de este PLI fue argumentada a partir de una selección de autores/procesos históricos/acuerdos de integración regional, que fueron delimitando mapas disímiles de lo que se llama “América Latina”. Reconocemos que en la presentación realizamos un recorte parcial y que presenta una mirada “suramericana”. No obstante, este trabajo es un borrador en proceso de permanente construcción porque plantea la propuesta de desarrollar un Programa de Investigación que busque visibilizar pensadores olvidados desde una postura que reivindique la producción propia de conocimiento.

La importancia de esta búsqueda se vincula a los profundos cambios acontecidos en el mapa político latinoamericano de principio del siglo XXI, donde la contestación al modelo neoliberal se ensayó en múltiples planos, incluyendo las propuestas de integración regional. Así, la reflexión en torno a la profundización de la integración regional se nutrió de las raíces profundas de la historia latinoamericana comprendida como una identidad política territorial unificada y diversa desde sus orígenes. Hoy estas reflexiones se tornan relevantes en tanto la geopolítica regional coloca el interrogante de si nos encontramos o no ante un nuevo cambio de ciclo político (y de las políticas), con una notable incidencia en la forma de construir proyectos regionales.

Por lo tanto, pensar la integración y la unidad latinoamericana fue, desde los tiempos previos a la independencia hasta nuestros días, un desafío teórico, pero también una definición política al entender dicha mirada como una forma de inserción internacional opuesta a la planteada desde las potencias centrales; como forma de mejorar las condiciones de vida de nuestros pueblos y para evitar que nuestros recursos naturales sean expoliados.

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Notas

1 Antes de explicar con mayor profundidad qué es la autonomía para un Estado, repasemos las definiciones de la Real Academia Española: 1. f. Potestad que dentro de un Estado tienen municipios, provincias, regiones u otras entidades, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios. 2. f. Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie. Si bien hay dos acepciones más, estas nos permiten decir, como primer acercamiento, que para un Estado (y en lo que refiere a la política exterior), la autonomía es la condición de realizar acciones sin tener que depender de un tercer Estado.
2 Los Estados Unidos se erige como la primera nación industrial-continental, marcando su ingreso firme en el siglo XX, construyendo su identidad ya no en su pasado, sino en su idea de futuro, una idea de dominación. Su potencia, su ansia expansionista, su nueva ubicación en el concierto de las naciones, genera de inmediato dos reacciones en el mundo hispanoamericano, que la observa al mismo tiempo admirado y aterrorizado.
3 Juan B. Justo es el principal referente del Partido Socialista Argentino a comienzos del siglo XX. Traductor de El Capital, adscribe fuertemente a la idea de la socialdemocracia europea.
4 Un ejemplo de dicho cruce vital de opiniones entre Jorge Sábato, Gregorio Klimovsky, Thomas Moro Simpson, Oscar Varsavsky, Osvaldo Sunkel, Helio Jaguaribe y otras tantas figuras de la época (González, H.; 2011) se refleja en el prólogo del libro El pensamiento latinoamericano en la problemática ciencia-tecnología-desarrollo-dependencia compilado por Jorge Sábato en 1975 y reeditado en el año 2011, en el que Sábato afirma que Oscar Varsavsky, por razones que se ignora, no autorizó a incluir sus textos en dicha compilación. Tomado de Naidorf y Perrotta (2015).

Notas de autor

* Profesor Adjunto de la asignatura “Pensamiento Latinoamericano para la Integración” de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Investigador del Centro de Estudios en Ciudadanía, Estado y Asuntos Políticos (CEAP/ UBA). Director del Programa “Identidad MERCOSUR”.

Professor of “Latin American Thought for Integration” at the School of Social Sciences, University of Buenos Aires (UBA). Researcher at the Center of Studies on Citizenship, State and Political Affairs (CEAP/UBA). Director of the social program “Identidad MERCOSUR”.

** Investigadora Asistente del CONICET en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IICE/UBA). Coordinadora del Programa “Identidad MERCOSUR”. Coordinadora del SILEU de CLACSO.

Researcher at the National Council of Scientific and Technical Research (CONICET) based at the Research Institute in Educational Sciences (IICE), UBA. Coordinator of “Identidad MERCOSUR”. Coordinator of the SILEU program at CLACSO.

*** Subsecretario de Gestión Académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Investigador del Centro de Estudios en Ciudadanía, Estado y Asuntos Políticos (CEAP/UBA). Coordinador del Programa “Identidad MERCOSUR”.

Undersecretary of Academic Affairs of the School of Social Sciences of the UBA. Researcher at the Center of Studies on Citizenship, State and Political Affairs (CEAP / UBA). Coordinator of “Identidad MERCOSUR”.

Información adicional

Cómo citar este artículo [Norma ISO 690]: Paikin, Damián; Perrotta, Daniela y Porcelli, Emanuel Pensamiento latinoamericano para la integración. Crítica y Emancipación, (15): 49-80, primer semestre de 2016.



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