Artículos
Derecho fundamental a la prueba y estándares de suficiencia probatoria
The fundamental right to proof and standards for evidence sufficiency
Ius Comitiãlis
Universidad Autónoma del Estado de México, México
ISSN: 2594-1356
Periodicidad: Semanal
vol. 2, núm. 3, 2019
Recepción: 05 Marzo 2019
Aprobación: 10 Abril 2019
Resumen: Luego de presentar a los derechos a la prueba y a su valoración racional como elementos del derecho fundamental a la defensa, el artículo busca contribuir a dilucidar qué factores deberían ser tomados en cuenta para decidir racionalmente qué tan severo o demandante debe ser el estándar de prueba en materia penal. Con tal propósito, se presentan y comparan dos propuestas o modelos para la fijación del nivel óptimo de suficiencia probatoria en contextos jurídicos, propuestos recientemente por Kaplow, Laudan y Saunders. Al final se advierte lo complejo de la cuestión, así como la necesidad de considerar las sutilezas del contexto en el que se pretenden aplicar estas propuestas.
Palabras clave: Derecho a la defensa, Derecho a la prueba, Valoración de la prueba, Estándares de prueba, Epistemología jurídica.
Abstract: After locating both the right to proof and the right to a rational assessment of the evidence within the scope of the fudamental right to defense, the author seeks to contribute to the elucidation of the factors that should be rationally taken into account in order to decide how demanding we want the criminal standard of proof to be. Having set this goal, two recent proposals to that effect are introduced, compared and reviewed: Kaplow’s model, and Laudan and Saunders’ model. The article concludes by pointing to the highly complex nature of the task and warning that context should be taken seriously into account when applying these proposals.
Keywords: Right to defense, Right to proof, Evidence assessment, Standards of proof, Legal epistemology.
INTRODUCCIÓN
Que la totalidad de las pruebas válidamente aportadas y practicadas sean tomadas seriamente en cuenta por el juzgador a la hora de motivar su decisión sobre los hechos[1] y que al valorarlas individual y conjuntamente aquel despliegue un tipo de razonamiento lo suficientemente semejante (al menos en sus trazos estructurales más básicos) al que es característico de las mejores prácticas en el terreno de la indagación empírica (como, aunque no sólo, la que llevan a cabo las ciencias naturales y/o sociales), constituyen los dos elementos principales de lo que Ferrer ha dado en llamar el “derecho a la valoración racional de la prueba”, que a su vez es parte del “derecho a la prueba” (2007, pp. 52-59).
“Si como han hecho diversas Constituciones, así como la jurisprudencia y la dogmática constitucional más consolidada” (Ferrer, 2007, p. 53), derivamos ese derecho a la prueba, del derecho fundamental a la defensa (o incluso, del derecho fundamental al debido proceso), entones ese mismo estatus (el de ser un derecho fundamental) es adquirido (o, de algún modo, heredado), tanto por el derecho a la prueba, como por el propio derecho a la valoración racional de aquella.[2]
Ahora bien, el esquema o patrón general de razonamiento que, de acuerdo con el referido derecho fundamental a la valoración racional de la prueba, “se propone que debería ser emulado por el juzgador al valorar los elementos de juicio de los que dispone, corresponde al de la denominada metodología de la corroboración de hipótesis” (Ferrer, 2007, pp. 126-138). El empleo de esta metodología nos permite comparar racionalmente las hipótesis en juego (normalmente al menos dos en contextos jurídicos) a los efectos de determinar cuál cuenta con mayor apoyo inductivo.
No obstante, en ocasiones, al derecho no le es suficiente que una de las hipótesis haya resultado ser simplemente la mejor en términos de su grado de corroboración, sino que exige algo más para que pueda ser declarada probada válidamente. Ese requisito adicional pretende ser capturado por frases como “más allá de toda duda razonable” u otras semejantes como “convicción íntima”, a las que se considera que expresan un estándar de prueba (es decir, un nivel de suficiencia probatoria)
especialmente demandante para quien tiene que satisfacerlo. Esto es comprensible por ser la materia penal el contexto donde los estándares mencionados normalmente rigen, en el cual, cosas tan sensibles como la libertad personal o incluso la vida (si quitarla es lo que exige una determinada política criminal para cierto tipo de delitos), están en juego.
Pese a que las frases mencionadas pretenden capturar ese elemento adicional que debe ser satisfecho para dar por probada cierta hipótesis (la de culpabilidad en materia penal), al imponerle al juzgador la tarea de monitorear sus estados mentales con miras a que detecte si experimenta o no uno de particular intensidad (la convicción íntima o la ausencia de duda razonable), la valoración racional que pudo haber llevado a determinar cuál de las hipótesis tenía mayor grado de corroboración, puede venirse abajo (y, por tanto, volverse simplemente irrelevante), principalmente por la falta de homogeneidad (o, dicho de otro modo, por la subjetividad) con la que, en distintos juzgadores, pese a que se trate de las mismas pruebas, puede surgir dicho estado. La cuestión es que es justo esto –o sea, la falta de homogeneidad, o bien, la subjetividad (que puede derivar en mera arbitrariedad) a la hora de determinar si el acervo probatorio que sustenta la teoría de la fiscalía (por continuar en el ámbito penal) es suficiente para justificar una condena–, lo que se pretendía evitar con la incorporación del adjetivo “racional” en el derecho fundamental a la valoración de la prueba.
Pues bien, para impedir que esa subjetividad (que, en última instancia, conduce a muchas injusticias) se vuelva a colar por la puerta trasera, se necesita entonces que el estándar de prueba se formule en términos consistentes con la metodología de la corroboración de hipótesis antes referida, es decir, haciendo uso de terminología epistémica (que es la atinente para efectos de la justificación de la decisión y no sólo de su explicación psicológica). De lo contrario, no podría hacerse efectivo el derecho a la valoración racional.
Esa es precisamente una línea de investigación en la que trabajan Ferrer (2007, pp. 144-152) y otros (Allen y Pardo, 2018; Rissinger, 2018), o sea, en proponer formulaciones adecuadas del estándar penal (y de otros estándares). Formulaciones adecuadas en el sentido, al menos, de utilizar un vocabulario que continúe haciendo referencia a las operaciones intelectuales que, de forma natural, el método de corroboración de hipótesis nos exige poner en práctica.
Pues bien, lo que haré en este trabajo no es seguir esa misma línea (que es, sin duda importante), sino sacar a relucir otro tipo de discusión que se puede y debe tener con respecto al estándar de prueba en materia penal (aunque, claro está, sus conclusiones generales pueden extenderse a otros ámbitos procesales). Me refiero a la discusión acerca de cómo decidir fijarlo en uno o en otro punto de lo que podría considerarse como una suerte de espectro de suficiencia probatoria.[3] Dicho de otro modo, se trata de tener una discusión que contribuya a dilucidar qué factores deberíamos, en principio, tomar en cuenta para hacer al estándar probatorio en materia penal más o menos demandante o severo con bases racionales. Acometer esta cuestión es lógicamente prioritario; debe darse incluso antes de pensar en cómo articular un estándar con vocabulario epistémico, pues debe buscarse que esa articulación refleje el grado de exigencia, severidad o contundencia probatoria elegido.
ara plantear la discusión a la que aludí en el párrafo precedente, me valdré de la exposición sucinta, así como de la comparación, de dos modelos o estrategias para fijar el nivel óptimo de suficiencia probatoria en contextos jurídicos. Sin embargo, antes de hacerlo, debo cerrar esta introducción con una conclusión preliminar a la que hasta ahora nos ha conducido el análisis propuesto. Esa conclusión tiene que ver con el contenido del derecho fundamental a la prueba antes aludido. Si, en efecto, dicho derecho fundamental incluye el de la valoración racional de la prueba, para que ésta pueda ser efectiva, no sólo se debe exigir del juzgador que recurra a la metodología de la corroboración de hipótesis, sino también 1) que el estándar de prueba aplicable se formule en términos consistentes con dicha metodología, ello con el propósito de que su empleo no resulte irrelevante (por ser finalmente desplazada por la detección de estados mentales subjetivos a la hora de tomar la decisión sobre los hechos probados), y 2) que el nivel o grado de exigencia, rigurosidad o severidad de dicho estándar (grado que debe verse reflejado en su formulación con terminología epistémica), sea establecido de la forma más racional posible (lo cual, como veremos, de acuerdo con las propuestas que se estudiarán, tiene que ver con la consideración de la diversa gama de consecuencias positivas y negativas, o de los costos y beneficios, que se siguen, o bien de fijar el estándar en un punto o en otro, y/o de que la decisión final adopte alguna de las modalidades posibles, las cuales, en materia penal, consisten en condenas y absoluciones verdaderas, y en condenas y absoluciones falsas).[4]
Como adelanté hacia el final de la sección previa, en este breve ensayo presentaré y compararé dos modelos para la fijación del nivel óptimo de suficiencia probatoria en contextos jurídicos (modelos, por cierto, poco difundidos y discutidos en la tradición romano-germánica). Esto a los efectos 1) de destacar su superioridad sobre la forma superficial en que este problema suele ser encarado, tanto por una gran parte de la academia, como por el legislador (particularmente en México); 2) de identificar sus coincidencias y divergencias, y 3) a los efectos de discutir la viabilidad de su implementación en la materia penal.
Los modelos que serán examinados son, de un lado, el propuesto por Kaplow (2012) y, de otro, el sugerido por Laudan y Saunders (2009).
Debo advertir que, por los límites de extensión de este trabajo y por su alto grado de sofisticación, discutiré aquí, más bien, con las aproximaciones más fieles que me es posible formular respecto de dichos modelos. Hecha esta advertencia, demos paso entonces al desahogo de los compromisos establecidos:
EL MODELO DE KAPLOW
Desde el inicio, Kaplow (2012) deja claro que su objetivo es responder a la cuestión de cómo fijar el umbral de suficiencia probatoria (o evidence threshold) en el contexto jurídico y, particularmente, en el terreno de la responsabilidad extracontractual (derecho de daños o tortlaw), en donde las sanciones son preponderantemente de carácter pecuniario.
También desde el comienzo, se puede percibir el enfoque consecuencialista (o utilitarista) del cual partirá, al especificar que no sólo está interesado en cómo se fija (o debería racionalmente fijarse) dicho umbral, sino en cómo hacemos esto de la manera que mejor promueva el bienestar de todos los miembros de una sociedad. En concreto, el autor sostiene que, al fijarse este umbral, debemos atender a las consecuencias (positivas y negativas desde una perspectiva costo-beneficio) de los posibles veredictos (o legal outcomes), es decir, y para seguir en el terreno del derecho de daños, atendiendo a las consecuencias previsibles de la correcta y de la incorrecta atribución de responsabilidad (con la correspondiente imposición de sanciones que ocurre en ambas situaciones), así como a las consecuencias de absolver apropiada y erróneamente en estos casos (agregándose al cuadro, la consideración de la probabilidad de que la decisión respectiva del juzgador adopte cada una de esas modalidades).
Antes de proceder a la articulación de su propuesta, Kaplow destaca la escasa o nula atención que la academia le suele prestar a estas cuestiones, pues, según él, frecuentemente se centra en la denominada “carga de producción de prueba” (que especifica el nivel de prueba que alguna de las partes debe satisfacer para evitar perder por default) o en las reglas que rompen el empate probatorio; o bien, se conforma con las poco profundas e insuficientes justificaciones a las que tradicionalmente se apela pare el caso de estándares civiles como el de “la preponderancia de las pruebas”[5] y para el caso del estándar penal de “más allá de toda duda razonable”.[6]
Pues bien, las consecuencias en las que Kaplow hace mayor énfasis son, tanto el efecto disuasorio (o deterrence effect), como el efecto paralizante (o chilling effect) que la fijación del umbral en algún punto del espectro de suficiencia probatoria puede tener con respecto a los actos dañinos (o harmful acts), tratándose del primer efecto, y con respecto a los actos benignos (o benign acts), en el caso del segundo efecto.
Por “acto dañino” Kaplow entiende al acto que genera algún beneficio privado (cuantificable en términos económicos) para quien lo comete, a costa de un daño externo causado a un tercero (también cuantificable en términos económicos). Por su parte, por “acto benigno”, se entiende también al acto que genera un beneficio privado para quien lo realiza, sólo que, en este caso, no existe un daño externo causado a un tercero.
Como explica Kaplow, en realidad, ambos efectos –el disuasorio y el paralizante– son conceptualmente equivalentes en el sentido de que, en los dos escenarios, el ciudadano recibe incentivos negativos que inhiben ciertas conductas. La diferencia es que, por el daño externo causado a algún tercero que acompaña a los actos dañinos y por la ausencia de este daño en el caso de los benignos, el efecto disuasorio es deseable, mientras que el paralizante no lo es (pues se priva al particular de los beneficios privados y legítimos que pudo haber obtenido, y a la sociedad en general, de los beneficios secundarios o en cascada que el acto benigno de que se trate pudo haber acarreado).
La pregunta que surge en este momento es ¿por qué la fijación del umbral en algún punto del espectro de suficiencia probatoria puede tener tanto efectos disuasorios con respecto a cierta proporción de actos dañinos, como efectos paralizantes con respecto a cierta proporción de actos benignos?
La razón es que la fijación del umbral en algún punto del espectro impacta directamente la probabilidad de que los sujetos que cometan actos dañinos y los que realizan actos benignos sean considerados responsables para el derecho de daños (lo cual sería correcto para el primer caso, e incorrecto para el segundo), suponiendo que han sido detectados por el sistema de adjudicación (en una suerte de primera fase) y que existan pruebas incriminatorias (aunque no en la acepción penal de este adjetivo). La idea es que, en la medida en que esa probabilidad aumenta, la comisión de actos dañinos y la realización de actos benignos se vuelven menos atractivas para quienes se encuentran deliberando si los llevan a cabo. Y sucede lo contrario si la probabilidad de ser considerados jurídicamente responsables disminuye.
Como veremos después, el aumento o la disminución de la probabilidad de ser hallados responsables no es suficiente para que se den los efectos disuasorios y paralizantes, pues se debe considerar, de un lado, la probabilidad de que los actos dañinos y benignos sean identificados por el sistema jurídico, así como la magnitud o severidad de la sanción respectiva. La multiplicación de esos tres factores nos da como resultado el monto o el valor de la sanción esperada. Pero, por otro lado, debemos también determinar si esa sanción esperada es superior a los beneficios privados que las personas normalmente obtienen por la comisión o la realización de actos dañinos y benignos, pues sólo en ese caso habrá efectos disuasorios y paralizantes.
Antes de continuar con esto, veamos primero cómo la fijación del umbral de suficiencia probatoria en algún punto del espectro impacta la probabilidad de que se atribuya responsabilidad a quienes cometieron actos dañinos y benignos:
Por ejemplo, si imaginamos que superponemos las curvas que representan la forma en que, en condiciones normales, esperaríamos que se distribuyeran, concentraran o agruparan, tanto los casos de actos benignos, como de actos dañinos en función del grado de suficiencia que tienen las pruebas en su contra, podemos ver que, si el umbral se fijara en el punto medio del espectro (es decir, al nivel del 50%), existiría, para el caso de los actos dañinos, un 95% de probabilidades de ser hallados responsables por un juzgador (que en este caso estaría en lo correcto), pues ese sería el porcentaje de casos que, repito, en condiciones normales, se ubicarían después del corte, es decir, a la derecha de la línea vertical que representa el umbral del 50%. Pero también podríamos ver cómo el 5% de los actos dañinos se ubicaría por debajo del punto de corte, es decir, a la izquierda de la línea que representa el punto medio, lo que significa que, en este escenario existiría el 5% de probabilidades de que no se hallara responsable a un sujeto que sí cometió el acto dañino del que se trate (es decir, el 5% de probabilidades de que se absuelva erróneamente).
La otra cara de la moneda tiene que ver con lo que ocurriría con los actos benignos. Pues bien, a estos casos les ocurre lo inverso, es decir, dado que, en condiciones normales, el 95% de los actos benignos se ubicarían a la izquierda del umbral, esa misma probabilidad habría de que fueran acertadamente considerados no responsables. Pero subsistiría una probabilidad del 5% de que fueran considerados (erróneamente) responsables de la comisión de un acto dañino, pues ese sería el porcentaje de casos (de actos benignos) que se esperaría que estuviesen al lado derecho del punto de corte (cuando ese corte se fija al 50%).
Teniendo el ejemplo anterior como referencia, podemos entender que si el corte (o umbral) se establece en un punto mayor (es decir, si la línea vertical se desplaza a la derecha del 50%), ello modificará el panorama de probabilidades de ser hallados responsables para ambos grupos. La modificación será favorable para los que no cometieron actos dañinos, pues esa probabilidad bajará aún más (porque más de esos casos quedarán a la izquierda del punto de corte). Pero también será favorable para quienes sí cometieron actos dañinos, pues la probabilidad de que sean considerados responsables también disminuye (dado que también más casos de actos dañinos quedarían a la izquierda del punto de corte). En otras palabras, de desplazarse el umbral más y más a la derecha (alejándose con ello más y más del punto medio), se beneficiará a ambos grupos, pues ello reduce la probabilidad de que se impongan correctamente las sanciones respectivas (beneficio para quienes sí cometieron actos dañinos), pero también se reduce la probabilidad (de por sí ya baja) de que dichas sanciones se impongan incorrectamente (beneficio para quienes realizaron actos benignos).
Por otro lado, si suponemos que partimos de un escenario en el que el punto de corte se ha fijado, digamos al nivel del 80% en el espectro de suficiencia probatoria, ¿qué sucedería si se decide desplazar el umbral a la izquierda, es decir, si se decide disminuir su grado de exigencia probatoria (a un punto menor al del 80%, pero mayor al del 50%)? Como ya se intuye, la probabilidad de ser hallados responsables (para el derecho de daños) aumenta para ambos grupos, es decir, dicha probabilidad se incrementa con independencia de si cometieron el acto dañino respectivo o de si, al contrario, realizaron un acto benigno (no obstante, susceptible de ser confundido con uno dañino), pues ahora un cuadro probatorio con una menor fuerza o contundencia incriminatoria es la condición que, de ser satisfecha, detona la decisión de atribuir responsabilidad y la consecuencia de que se imponga la sanción correspondiente.
Ahora bien, líneas arriba dije que el fijar el umbral de suficiencia probatoria en algún punto del espectro produce efectos disuasorios y paralizantes debido a la forma en que esa fijación impacta directamente la probabilidad de que, con base en las pruebas disponibles, se atribuya responsabilidad jurídica. Sin embargo, esa no es toda la historia, pues, como explica Kaplow, dicha probabilidad tiene que multiplicarse 1) por la probabilidad de que los actos dañinos y los actos benignos (susceptibles de confundirse con actos dañinos) sean identificados por el sistema jurídico en lo que el autor se refiere como la primera etapa de la adjudicación, y 2) por la magnitud o severidad de la sanción correspondiente. Al producto de esa multiplicación, Kaplow le denomina “sanción esperada” (o expected sanction).
El valor de la sanción esperada, a su vez, tiene que multiplicarse, tanto 1) por la probabilidad de que los actos (dañinos o benignos) se ubiquen, en términos de los beneficios privados que a su autor le reportan, en un rango cercano al valor de la sanción esperada [7] (en cuyo caso, si esa probabilidad es alta, habrá una también alta dosis de efectos disuasorios y paralizantes, siempre que los beneficios privados sean menores, aunque por poco, al valor de la sanción esperada)[8] –lo cual nos da el total de actos disuadidos y paralizados–, como 2) por el valor de la ganancia neta por acto (disuadido o paralizado).[9]
El producto de la multiplicación de la totalidad de los factores anteriores equivale, para el caso de los actos dañinos, al valor, monto o cuantía del beneficio de su disuasión (resultante de la alteración del umbral probatorio). Y para el caso de los actos benignos, al valor del costo de su paralización (resultante también, de la alteración del estándar).
Dada la deseabilidad social de la disuasión de actos dañinos y la no deseabilidad de la paralización de actos benignos, lo ideal sería que maximizáramos lo primero y que minimizáramos lo segundo. El problema es que, mediante la fijación del umbral de suficiencia probatoria en algún punto del espectro, no es posible obtener simultáneamente el escenario previo. ¿Por qué?
Porque si aumentamos el grado de exigencia probatoria, lo cual disminuye la probabilidad de que se atribuya responsabilidad jurídica (porque será necesario un cuadro probatorio de mayor fuerza a la requerida si el estándar fuera inferior), ello acarrea que haya tanto menores efectos disuasorios de actos dañinos (lo cual no es deseable), como también menores efectos paralizantes (cosa que es deseable). Y si, al contrario, reducimos el grado de exigencia probatoria, lo cual aumenta la probabilidad de que se atribuya responsabilidad jurídica (porque será suficiente un cuadro probatorio de menor fuerza a la requerida si el estándar fuera superior o más demandante), ello acarrea tanto mayores efectos disuasorios (escenario deseable), como también mayores efectos paralizantes (escenario indeseable).
En otras palabras, reducir o aumentar el nivel de exigencia probatoria tiene simultáneamente, tanto efectos deseables de disuasión, como efectos indeseables de paralización. Esos efectos disminuyen conjuntamente (lo cual es “malo” en el caso de la disminución de la disuasión y “bueno” en el caso de la disminución de la paralización) si se incrementa el nivel de suficiencia probatoria requerido, y aumentan también conjuntamente (lo cual es “bueno” en el caso del incremento en disuasión y “malo” en el caso del incremento en paralización), si el nivel de suficiencia probatoria es menos exigente.
Si no podemos maximizar los efectos disuasorios y al mismo tiempo, minimizar los efectos paralizantes, la cuestión entonces es encontrar el punto óptimo o de equilibro (asumiendo, como se dijo, que subir o bajar el nivel de exigencia probatoria acarreará, en cada caso, una combinación de consecuencias deseables e indeseables). Para Kaplow, ese punto óptimo al que se debe fijar el umbral de suficiencia probatoria corresponde a aquel en que los beneficiosde la disuasión de actos dañinos y los costos de la paralización de actos benignos son iguales (para cuyo cálculo, en ambos casos, es decir, en el de los beneficios y en el de los costos, hemos de hacer la multiplicación de los factores anteriormente identificados). Hasta aquí con este somero recuento del modelo de Kaplow.
EL MODELO DE LAUDAN Y SAUNDERS
De forma similar a Kaplow (2012), aunque poniendo el acento en la materia penal, Laudan y Saunders (2009) dejan claro que, al abordar el problema del nivel óptimo de suficiencia probatoria, se decantarán por un análisis de corte consecuencialista utilitarista. Más específicamente, por el empleo de la teoría de las utilidades esperadas.
Esto quiere decir que, para ellos, también es sumamente importante tomar en cuenta las utilidades (positivas y negativas) que pueden asignarse a la totalidad de las modalidades que puede adoptar un veredicto en materia penal, es decir, las utilidades que pueden asignarse tanto a las condenas verdaderas y a las absoluciones también verdaderas, como a las condenas falsas y a las absoluciones falsas (agregándose al cuadro, la probabilidad de que el juzgador incurra en cada una de estas opciones al decidir).
Como Laudan y Saunders reconocen, esta propuesta no es nueva. En realidad, se la debemos a Tribe (1971), la fórmula que específicamente propuso para la derivación del umbral de suficiencia probatoria es la siguiente:
En la expresión anterior, p* es el umbral de suficiencia probatoria, utc (por sus siglas en inglés) son las utilidades que se asignan a las condenas verdaderas; ufa (también por sus siglas en inglés), las utilidades (negativas) de las absoluciones falsas; uta (por sus siglas en inglés), las utilidades de las absoluciones verdaderas, y; ufc (por sus siglas en inglés), las utilidades (negativas) de las condenas falsas.
¿Cómo podríamos fijar el estándar probatorio respectivo en función de las utilidades asignadas a la totalidad de las modalidades que puede adoptar la decisión del juzgador en materia penal?
Para explicarlo imaginemos, como en el caso de Kaplow, un plano con dos ejes. El eje de las x representaría el espectro de suficiencia probatoria (que iría de 0 a 1). Y el eje de las y representaría el espectro de utilidades (que, en principio, podría valerse de cualquier escala). A este cuadro hay que agregar las 4 modalidades de la decisión. ¿Cómo hacemos esto? Trazando 2 líneas horizontales e inclinadas. Una para la condena y la otra para la absolución.
La línea de la condena comenzaría a trazarse de izquierda a derecha desde el punto más bajo en el eje de las y que representa la menor cantidad de utilidades (ese punto correspondería al de una condena falsa, es decir, la decisión que menor utilidad reporta). Dicha línea iría en ascenso hasta alcanzar, en su extremo derecho,
el punto más alto del eje de las . (es decir, el punto de mayores utilidades), así como el punto más alto del eje de las . (el punto de máxima suficiencia probatoria). Ese sitio en el plano es el que corresponde a las condenas verdaderas.
Por su parte, la línea de la absolución comenzaría a trazarse, también de izquierda a derecha desde un punto alto en el eje de las y, pero inferior al punto alcanzado por el extremo derecho de la línea de la condena. Ese sitio corresponde al de la absolución verdadera. La línea de la absolución, a diferencia de la de la condena, iría en descenso hasta alcanzar, en su extremo derecho, un punto bajo en el eje de las y, aunque menos bajo que el ocupado por la línea de la condena (al empezar ésta de izquierda a derecha). Ese sitio sería el de la absolución falsa.
Teniendo esta imagen en mente, el estándar probatorio debería fijarse en el punto de convergencia o de entrecruce de las dos líneas inclinadas, mismas que, al estar superpuestas, forman una especie de cruz o de tache. Si nos centramos en la pinza derecha del tache, podemos apreciar la diferencia en las utilidades asignadas a las condenas verdaderas y a las absoluciones falsas. Y si nos centramos en la pinza izquierda, podemos apreciar la diferencia en las utilidades asignadas a las absoluciones verdaderas y a las condenas falsas.
Desde ahora cabe mencionar que si el estándar penal estuviere fijado entre el .9 y el .95 del eje de las x (como parece exigirlo un sector de la academia cuando interpreta la frase “más allá de toda duda razonable”), ello implicaría una gran abertura de la pinza de la izquierda, y una muy pequeña en el caso de la pinza de la derecha. Más que un dato curioso, esto parece indicar que la atribución de utiliddes que iría asociada al estándar de “más allá de toda duda razonable” (cuando se interpreta como requiriendo el .9 de probabilidades de que la hipótesis inculpatoria sea verdadera), es muy poco plausible, pues presupondría que las absoluciones falsas no representan casi ningún costo a la sociedad, y que las condenas verdaderas no representan beneficios considerables (si se compara con los costos y los beneficios de una condena falsa y de una absolución verdadera respectivamente). Esto lo retomaremos después.
Volviendo a la propuesta de Tribe, ésta no constituye el primer intento de derivar el estándar probatorio de las utilidades asociadas a cierta clase de veredictos. John Kaplan (1968) ya había propuesto algo semejante, sólo que él se centró exclusivamente en las utilidades (negativas o “desutilidades” como él las llamó) de los veredictos penales erróneos, es decir, en los costos de las condenas falsas y de las absoluciones falsas. Su propuesta la expresó de la manera que sigue:
Como ya sabemos, p* es el estándar de prueba; Dg equivale a las desutilidades de una absolución falsa y Di son las desutilidades de una condena falsa. Como puede verse, para Kaplan, el estándar de prueba es una función de la ratiode las desutilidades correspondientes a las dos modalidades erróneas de la decisión fáctica en un proceso penal. Si podemos establecer el valor de esa ratio, de acuerdo con Kaplan, ese valor equivaldría al punto del espectro de suficiencia probatoria al que debemos fijar nuestro estándar penal.
Ahora bien, para Laudan y Saunders, Kaplan está equivocado, pues, como ya pudimos ver, su propuesta se centra exclusivamente en los costos (o en las desutilidades) de las modalidades erróneas de un veredicto penal.[10] Esto no debe ser así, pues si hemos de aplicar adecuadamente la teoría de las utilidades esperadas en este ámbito, lo más correcto, técnicamente hablando, es seguir el curso trazado por Tribe. En ese sentido, el objetivo sería determinar las utilidades atribuibles a las condenas y a las absoluciones verdaderas, así como las utilidades atribuibles a las condenas y a las absoluciones falsas.
Para tales efectos, los Laudan y Saunders proponen la consideración de los siguientes factores en la asignación de utilidades a cada una de las modalidades de la decisión: 1) el delincuente obtiene su merecido (sí o no); 2) reducción o control del delito por incapacitación del delincuente (sí o no); 3) reducción o control del delito por disuasión (sí o no); 4) daño grave causado a un acusado inocente (sí o no); 5) cierre para la(s) víctima(s) (sí o no); 6) el veredicto es modificable en apelación (sí o no); 7) se promueven la verdad y la justicia (sí o no), y; 8) restablecimiento parcial de la reputación del acusado (sí o no). La idea es que, cuando le preguntemos, por ejemplo, a los legisladores (y principalmente a ellos, pues parece que son a quienes les corresponde fijar el estándar probatorio, ya que su función es representar al pueblo justamente en la toma de estas decisiones tan importantes de política pública), qué utilidades le asignarían a cada modalidad de la decisión en materia penal, se les ofrezca ese listado para que guíen sus asignaciones de utilidad (suponiendo que dichos factores son los que racionalmente tendrían que ser tomados en cuenta por cualquiera).
Sin embargo, Laudan y Saunders proponen una vía alterna a la anterior, o, en todo caso, complementaria. Esa vía no consiste en pedirle a la gente que, tomando en cuenta cada uno de los factores del listado anterior, nos diga cuáles son las utilidades que desde su perspectiva le corresponden a cada una de las modalidades de la decisión del juzgador en materia penal. La estrategia consiste, más bien, en plantearles la realización de un ejercicio que, sin indagar directamente sobre las utilidades referidas, no obstante, sea capaz de extraer información que implícitamente contenga las asignaciones de utilidad que buscamos.
El ejercicio en comento es el siguiente:
“Has recibido $100,000.00 pesos libres de impuestos. Puedes quedarte con todo, o bien puedes gastar una parte o toda la cantidad de la siguiente manera: Un delincuente ha sido absuelto de un homicidio que sí cometió. En el juzgado de al lado, una persona inocente ha sido erróneamente sentenciada a 15 años de prisión también por un delito de homicidio. Imagina ahora que existe un genio que, al examinar cualquier caso penal que se le presente, puede, sin equivocarse nunca, saber si la persona es inocente o si es culpable del delito que se le imputa. Este genio también posee la autoridad jurídica para corregir los veredictos erróneos emitidos por otras personas. Tú no sabes nada con respecto a los acusados anteriores (nada del acusado absuelto y nada del acusado condenado, salvo por el hecho, claro, de que el primero es materialmente culpable y que el segundo es genuinamente inocente). Pues bien, puedes usar algo de tus $100,000 para pagarle al genio a los efectos de que corrija la absolución falsa y la cambie por una condena verdadera, y puedes invertir también algo de esa cantidad para que el genio corrija la condena falsa y la convierta en una absolución verdadera. ¿Cuál es la cantidad máxima que invertirías para que el genio corrija el primer error y cuál la cantidad máxima que pagarías para que corrija el segundo?”
Laudan y Saunders afirman que el ejercicio anterior está diseñado para que refleje (y saque provecho de) el valor que normalmente atribuimos a la diferencia en utilidades entre los veredictos falsos y los verdaderos. En este sentido, al realizar este ejercicio, las personas implícitamente nos devuelven lo que es importante para la fórmula de Tribe, es decir, su impresión de la ratio de dos diferencias, o sea, de la diferencia representada por las utilidades de las condenas verdaderas menos las utilidades de las absoluciones falsas y de la diferencia representada por las utilidades de las absoluciones verdaderas menos las utilidades de las condenas falsas.
Con base en la aplicación del instrumento en comento a varias personas (aunque los autores no dan más datos al respecto), Laudan y Saunders han obtenido como resultado que la gente normalmente está dispuesta a decantarse (aunque quizá no lo sepa conscientemente) por un estándar de prueba de alrededor del 75% (que sería el requisito propio del estándar conocido como “prueba clara y convincente”), es decir, por un estándar muy inferior al que se pregona en el discurso oficial (que, como sabemos, es de entre el 90 y 95%, y que corresponde a “más allá de toda duda razonable”).
Este resultado es sumamente importante (al menos para el estándar aplicable a casos de homicidio, y con ello vemos que los autores reconocen que los estándares probatorios podrían variar en función del tipo de caso, del momento procesal, etc.), pues muestra que, como sociedad, realmente no somos tan indiferentes a los costos de las absoluciones falsas y a los beneficios de las condenas verdaderas como podría suponerse en la frase Blackstoneana de que es mejor liberar a 10 culpables que condenar a un solo inocente. Dicho de otro modo, lo anterior muestra, o de menos apunta en la dirección de que no parece racional ser tan “garantistas” (en el sentido de exigir que el estándar penal se ubique en el rango del 90 y 95%), y que quizá una mejor opción nos la de un escenario más veritativo-promotor (o truth-seeking como lo llama Laudan), en el que, en efecto, los errores se distribuyan de tal suerte que las absoluciones falsas superen en abundancia a las condenas falsas (lo cual implica no emplear el estándar de la “preponderancia de las pruebas”, sino uno más exigente), pero en el que, no obstante, dichos errores en conjunto hayan sido reducidos de manera que nos acerquemos más a la cifra inevitable de éstos (lo cual, en principio, se logra con un estándar de alrededor del 75%).
Esta sugerencia que podemos encontrar en la aplicación del modelo de Laudan y Saunders de que, dadas ciertas condiciones, parece más conveniente que vayamos en contra de la sabiduría popular que pugna por continuar la línea de Blackstone y, por tanto, por implementar un nivel de suficiencia probatoria del 90%, o incluso mayor, se refuerza con la inclusión en el panorama de una base empírica más sólida para fundar sobre ella los costos de las absoluciones falsas. Me refiero a los estudios en torno a las actividades habituales de los ofensores reincidentes, muchos de los cuales son liberados sistemáticamente cuando está vigente un estándar como el de “más allá de toda duda razonable” (en su versión probabilística de entre 90 y 95%).
Y es que, como sabemos, la implementación del estándar de “más allá de toda duda razonable”, normalmente suele justificarse en la idea de que “es mejor liberar a 10 culpables que condenar a un inocente”, porque supuestamente condenar erróneamente es 10 veces más grave que liberar a alguien de forma incorrecta (“de forma incorrecta” desde el punto de vista epistémico, es decir, cuando, pese a que las pruebas no fueron suficientes de acuerdo con el estándar en comento, al menos bastan para justificar la creencia en que la persona respectiva es culpable). La pregunta que cabe hacer ahora es: ¿Contamos con evidencia empírica que respalde la idea común de que los falsos positivos son errores 10 veces más graves que los falsos negativos?
De acuerdo con Laudan (2017), la respuesta es un rotundo no, al menos en lo que se refiere a la adjudicación de los denominados “crímenes violentos” en los Estados Unidos (categoría que comprende al homicidio doloso o murder, la violación o rape, el asalto agravado o aggravated assault y el robo a mano armada o armed robbery). Con base en la métrica que propone, “los falsos positivos en estos casos son aproximadamente sólo 2 veces más graves que los falsos negativos” (Laudan, 2017, pp. 73-78), de lo cual se sigue que, si la forma en que deseamos que se distribuyan estos errores en un periodo determinado refleje sus costos respectivos, la ratio apropiada debería ser de 2 falsos negativos por cada falso positivo. Si esto es así y suponiendo que también es correcta la apreciación de Laudan de que en la actualidad la ratiode errores ronda el consejo de Blackstone (Laudan, 2017, p. 79, Tabla 6, fila 3), los Estados Unidos (y, en principio, cualquier otro país en condiciones semejantes), debería considerar tomar las medidas pertinentes para implementar la ratio apropiada (repito, de 2 falsos negativos por cada falso positivo) en la práctica.
En términos generales, lo que se tendría que hacer es buscar atenuar los efectos de los dispositivos procesales que hoy se encuentran confiriéndole al acusado una protección desproporcionada. ¿Cómo? Principalmente (aunque no sólo) reduciendo la severidad del estándar de prueba actual, es decir, sustituyendo el de “más allá de toda duda razonable” por otro aproximado al de “prueba clara y convincente” (de menor exigencia que el anterior, aunque no tan poco demandante como el de la preponderancia de las pruebas) (Laudan, 2017, pp. 88-109); y limitando los supuestos de exclusión probatoria (Laudan, 2013, pp. 47-55, 209-266, 293-312). Esas medidas se tornan más urgentes si consideramos no sólo el costo individual de los falsos positivos y de los falsos negativos, sino su costo total resultante de considerar todas las condenas falsas y las absoluciones falsas cometidas en un periodo específico. Para ilustrar este punto, volvamos al caso de Laudan:
Algunos datos importantes del periodo que tomó como objeto de su análisis (el año 2008) son los siguientes (Laudan, 2017, pp. 5-6): Durante el año considerado hubo en Estados Unidos alrededor de 1.7 millones de crímenes violentos consumados. En respuesta a lo anterior, la policía arrestó a 595 mil sospechosos (a 22 mil por homicidio doloso, a 36 mil por violación, a 288 mil por asalto agravado y a 158 mil por robo a mano armada). Ya sea por iniciativa del fiscal o de un juez, se desestimaron los cargos contra 217 mil arrestados. De los restantes, 333 mil fueron condenados por vía de un acuerdo (plea bargain agreement), dejando con ello alrededor de sólo 45 mil personas, cuyo caso prosiguió a la etapa de juicio oral, de las cuales 30 mil fueron condenados y 15 mil fueron absueltos. Considerados en conjunto hubo 363 mil delincuentes condenados, ya sea mediante acuerdo o luego del juicio respectivo, y los restantes 232 mil arrestados salieron libres (ya sea por la desestimación de los cargos en su contra o por haber recibido una absolución).
El siguiente paso es agregar al cuadro anterior la información crucial consistente en la frecuencia y costos asociados a los falsos positivos (expresión que en el vocabulario de Laudan comprende a los erróneamente condenados, ya sea como resultado de un juicio o de un acuerdo) y a los falsos negativos (expresión que comprende a los culpables materiales liberados como resultado de la desestimación de los cargos en su contra o por haber recibido una absolución).
En este orden de ideas, según los cálculos de Laudan, el número estimado de falsos positivos en el periodo contemplado fue de 10.9 mil inocentes condenados (cifra a la que se llega aplicándose una tasa del 3% de condenas falsas, que es la tasa en la que en términos generales coinciden los estudios empíricos más robustos en materia de exoneraciones logradas por los múltiples proyectos de inocencia activos en los Estados Unidos).[11]
Por su parte, el costo asociado a dichos errores equivale al de 24 mil víctimas (cifra que se obtiene de multiplicar las 10.9 mil víctimas de una pena injusta —de quienes Laudan supone que son dañadas por la pena arbitrariamente impuesta de un modo más o menos proporcional al daño sufrido por la víctima del crimen violento por el cual se siguió el proceso fallido pues no se identificó ni encerró al verdadero perpetrador— por 2.2, que es el factor que representa el costo en víctimas por cada condena falsa, ello porque, como se dijo, a cada inocente condenado se le cuenta como una víctima (1), a lo cual se le suman los 1.2 delitos (o sus correspondientes 1.2 víctimas) que son cometidos por el perpetrador reincidente en cuyo lugar fue sacrificado un inocente, durante el tiempo —7.6 años aproximadamente— que dicho ofensor de carrera debió estar encerrado por el delito violento que cometió)[12].
Ahora bien, el número estimado de falsos negativos en el periodo estudiado fue de 93.8 mil culpables liberados (cifra que se obtiene de considerar que el 38% de las 217 mil desestimaciones de cargos son erróneas, aunado al 80% de errores en las 15 mil absoluciones registradas).[13]
Así mismo, el costo en víctimas asociado a la totalidad de falsos negativos es de 112 mil víctimas (cifra que se obtiene de multiplicar el número de culpables liberados –93.8 mil–por 1.2, que como dijimos, corresponde al número de víctimas que cada falso negativo produce en términos del promedio de delitos adicionales que los ofensores reincidentes cometen durante el tiempo que debieron permanecer tras las rejas de haber sido condenados).[14]
Teniendo la información previa en consideración, nótese que la ratio de errores vigente es de aproximadamente 8.6 falsos negativos por cada falso positivo (valor que se encuentra bastante cercano al 10/1 sugerido por Blackstone).
Nótese también que dicha distribución de errores se encuentra produciendo un daño total de 136 mil víctimas al año, de entre las cuales, 112 mil constituyen daños atribuibles a los 93.8 mil falsos negativos (es decir, 4.7 víctimas producidas por falsos negativos por cada una de las víctimas producidas por los falsos positivos).
Si esto es así, me parece que, en principio (véase la discusión de la última sección), Laudan ha presentado un caso plausible para incrementar la urgencia de tomar medidas orientadas a atenuar los efectos de los dispositivos procesales que hoy protegen desproporcionadamente al acusado (medidas que, entre otras y como ya sabemos, implican primordialmente disminuir la severidad del estándar de prueba y la cantidad de supuestos de exclusión probatoria), pues si bien condenar al inocente es 2 veces un error más grave que liberar al culpable (lo cual ya es un argumento para sustituir el estándar Blackstoneano vigente por otro menos exigente), por la cantidad de falsos negativos (más o menos 8 por cada falso positivo) resultantes de contar con un proceso exageradamente garantista, estos, los falsos negativos considerados en conjunto, terminan provocando el mayor daño en términos de víctimas.
DISCUSIÓN
Comencemos por destacar un rasgo crucial compartido (al menos, de manera oficial) por ambos modelos: el empleo (sin duda, discutible) de un análisis de corte consecuencialista (o el uso de la teoría de las utilidades esperadas), mismo que supone identificar el panorama más completo posible de consecuencias negativas (costos o desutilidades) y de consecuencias positivas (beneficios o utilidades) atribuibles a la totalidad de modalidades que puede adoptar un veredicto (tanto en la materia penal como en el ámbito del derecho de daños). La cuantificación de esas consecuencias y el uso de los valores resultantes para sustituir las variables de las fórmulas sugeridas por cada modelo, constituyen la base para la fijación del nivel óptimo de suficiencia probatoria que debe implementarse.
Dije que este rasgo es al menos oficialmente compartido por ambos modelos porque al desarrollar su propuesta vemos que Kaplow hace énfasis en las consecuencias atribuibles, no a la totalidad de modalidades que puede adoptar un veredicto, sino más bien, a la fijación del nivel de suficiencia probatoria en un punto o en otro. Como sabemos, dichas consecuencias son, de un lado, el efecto disuasorio de actos dañinos (deseable) y el efecto paralizante de actos benignos (indeseable).
No me parece que esta estrategia sea necesariamente inadecuada (aunque se podría decir que es incorrecta desde un punto de vista estrictamente técnico u ortodoxo con respecto a la aplicación de la teoría de las utilidades esperadas), pues, de un lado, sigue siendo consistente con un análisis consecuencialista y, de otro, apunta hacia los posibles efectos negativos que puede tener la sugerencia de Laudan y Saunders consistente en la implementación de un estándar de prueba inferior al de “más allá de toda duda razonable”. Me explico:
Sabemos que el estándar por el que abogan Laudan y Saunders ronda el 75% (es decir, el conocido como “prueba clara y convincente”). Sabemos también que, según estos autores, dicho umbral refleja la no siempre consciente atribución de mayores costos (o desutilidades) a las absoluciones falsas (o falsos negativos) que los miembros de las sociedades occidentales estamos, en realidad, dispuestos a hacer (atribución que no es políticamente correcta en el seno de las democracias liberales en donde la implementación práctica de máximas como las de Blackstone de que es mejor que 10 culpables sean liberados a que un solo inocente sea condenado –o de que las condenas falsas constituyen un error 10 veces peor que una absolución falsa– parecen políticas plenamente justificadas e ineludibles).
Esta atribución que se aleja del canon liberal-blackstoneano-garantista es, de acuerdo con Laudan y Saunders, más racional (o, de menos, más razonable) por ser más realista en el sentido de incorporar el daño en víctimas que arrojan las absoluciones falsas cuando incluimos la variable de los delitos cometidos por los ofensores reincidentes no incapacitados como resultado de la vigencia de estándares como el de “más allá de toda duda razonable”.
Y es que, en efecto, cuando se pone en la mesa información confiable con respecto a la magnitud y características del fenómeno de la reincidencia delictiva y cuando se nos muestran cifras como las que ha obtenido Laudan al analizar el caso de la adjudicación de delitos violentos en los Estados Unidos durante 2008, parece necedad el persistir en inyectarle al sistema aún mayores dosis del beneficio de la duda a favor de los acusados (por ejemplo, mediante la implementación de un estándar más severo todavía, de más supuestos de exclusión probatoria, etc.).
Sin embargo, creo que debemos proceder con mucha cautela cuando de importar políticas procesales-penales se trata, pues, para empezar, no hay razón para pensar que la situación estadounidense con respecto a la adjudicación penal de los crímenes violentos se replique, sin más, en otros lugares (incluso en los que, como en gran parte de Latinoamérica, se han implementado reformas tendentes a implementar el famoso proceso acusatorio). En este sentido, tendríamos que ajustar las cifras de la reincidencia al contexto específico, y lo mismo vale para la frecuencia de los respectivos errores, todo lo cual repercutiría en el costo que asociamos a ambas clases de error.
Pero una razón de mayor peso para proceder con la cautela referida y para considerar de forma seria y rigurosa las circunstancias propias del contexto en el que se pretenden implementar políticas como la reducción del nivel de suficiencia probatoria en materia penal, es que, si nos ubicamos, por ejemplo, en países como México –en los que pese a su reciente transición de un proceso mixto preponderantemente inquisitivo a uno de carácter acusatorio, adversarial y oral (muy a la moda), siguen presentes las prácticas propias de un modelo autoritario de procuración de justicia (detenciones arbitrarias, tortura generalizada para extraer confesiones, siembra de pruebas, etc.)–, la reducción del nivel de suficiencia probatoria necesario para condenar puede interpretarse (y eso es lo más probable que suceda), como una suerte de autorización a que sigan dándose esas prácticas, e incluso a que se recrudezcan.
Y aquí es donde vuelve a ser relevante el incremento del efecto paralizante al que se refiere Kaplow como consecuencia de la disminución del estándar probatorio. En este escenario (en el del relajamiento de la severidad del estándar probatorio), y suponiendo que se recrudecen las prácticas del modelo autoritario de procuración de justicia (como resultado del mensaje de autorización de la “mano dura” que puede ser convenientemente leído entre líneas al disminuirse el estándar respectivo), ese efecto paralizante podría ser aún mayor, dando como resultado la diseminación de una actitud, ya no sólo de descontento, sino de miedo justificado a los abusos en los que es probable que incurra la autoridad.
En un ambiente así, la gente pierde incentivos para llevar a cabo el rango más completo de actividades lícitas acordes con sus planes de vida. Al contrario, dado que lo razonable sería no ponerse en riesgo de ser objeto de tales abusos, una vida pasiva, en el auto-encierro (confinados a sus viviendas y con el menor contacto posible con otros), parece la opción más viable. Por ello, como dije, cuando se trata de importar políticas procesales que pueden tener mucho sentido en otras regiones, ¡cuidado, mucho cuidado!
CONCLUSIONES
Como se adelantó desde la introducción, el análisis propuesto en este trabajo nos permite concluir, en primer lugar, que para que la valoración racional de la prueba (elemento que forma parte de los derechos fundamentales a la prueba y a la defesa) pueda ser efectiva, no sólo se debe exigir del juzgador que haga uso de la metodología de la corroboración de hipótesis, sino también que el estándar de prueba aplicable se formule en términos consistentes con dicha metodología, y que el nivel o grado de exigencia, rigurosidad o severidad de dicho estándar sea calibrado o establecido de la forma más racional posible.
En segundo lugar, podemos concluir que, de acuerdo con los dos modelos presentados y discutidos en este trabajo, la forma racional de establecer el grado de severidad o contundencia probatoria del estándar de prueba aplicable en materia penal implica considerar la amplia y compleja gama de consecuencias positivas y negativas, o de los costos y beneficios, que se siguen de que la decisión final adopte alguna de las modalidades posibles, las cuales, en materia penal, consisten en condenas y absoluciones verdaderas, y en condenas y absoluciones falsas. La discusión, al menos considerando estas propuestas, se centra en si debemos, como lo hace Kaplow, tomar también en cuenta los efectos disuasorios y paralizantes derivados de la alteración del grado de severidad del estándar probatorio.
La consideración de los efectos indeseables que probablemente puede tener el seguimiento de la sugerencia de Laudan y Saunders consistente en relajar la severidad del estándar de prueba penal (pese a que ello pueda, en efecto, reflejar los costos que en el fondo estamos dispuestos a atribuir a las absoluciones falsas o falsos negativos), nos conducen a concluir, por último, que el efecto paralizante al que se refiere Kaplow debe ser ampliamente sopesado, sobre todo, en regiones en donde el sistema de impartición de justicia penal funcione por debajo de los niveles de eficiencia mínimamente esperables.
Referencias
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Kaplow, L. (2012). Burden of Proof. The Yale Law Journal (121)4, pp. 738-1013.
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Notas