Entrevistas
Entrevista a Gonzalo de Amézola: “Debemos encontrar un nuevo relato para encarnar una historia escolar renovada…”
Clio & Asociados. La historia enseñada
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-3063
Periodicidad: Semestral
núm. 33, 2021
Resumen: Podría decirse que el profesor Gonzalo de Amézola no necesita presentación para los lectores habituales de nuestra revista. Hoy tenemos el gusto de conversar una vez más con uno de los fundadores de Clío & Asociados e integrante fundamental de su equipo de dirección hasta el año 2020. Por otra parte es ampliamente conocido su extenso aporte a la formación docente en historia y a la investigación en el campo de la didáctica específica en el país. Le rendimos de esta manera un merecido reconocimiento a su recorrido y recuperamos sus imprescindibles puntos de vista críticos sobre el presente y el futuro de la enseñanza de la historia.
Entrevistadoras: En primer lugar nos interesa conocer qué te llevó a dedicarte a la investigación en este campo y cuáles han sido los hitos más significativos de tu larga trayectoria como formador de docentes en distintas instituciones del nivel superior.
Gonzalo de Amézola: Lo que me llevó a dedicarme a la investigación en la enseñanza de la historia fue, en primer lugar, mi interés en cómo se enseñaba nuestra asignatura producto de mi trabajo en la docencia secundaria y, en segundo término, el poder ir derivando esa preocupación paulatinamente a la indagación en un campo no constituido aún por entonces en las universidades nacionales.
Pero para responder a esta pregunta es necesario comentar qué pasaba en nuestras escuelas y universidades a mediados de los años 80 y principios de los 90, una época que hoy no resulta muy fácil imaginar. Como Lewis Carroll cuando se preguntaba cómo sería el resplandor de una vela apagada (Carroll, 1865).
Yo obtuve mi título de profesor en 1976, año que no es necesario aclarar no era muy propicio para iniciarse en la docencia. Todo egresado de la universidad era en principio sospechoso y durante los primeros años mi actividad estuvo limitada a dar clases en institutos de ingreso a las universidades, una industria floreciente de aquella época que demandaba mucha mano de obra. Pero en 1980, por una circunstancia fortuita, conseguí una suplencia en el Liceo “Víctor Mercante”, uno de los colegios de enseñanza media de la Universidad Nacional de La Plata, y esta experiencia inició mi interés por la enseñanza de la historia. Se trataba de una escuela relativamente pequeña (antiguamente el Liceo de Señoritas, aunque desde hacía unos quince años el alumnado era mixto) donde reinaba un clima de tolerancia muy inusual para la época. Pero lo mejor de todo era que la jefa del Departamento de Ciencias del Hombre era una excelente profesora, Maruja de Ortube, quien había sido mi ayudante en Historia Medieval y quién me convocó para esa suplencia. Maruja era una persona encantadora, con muchas iniciativas para innovar en la enseñanza y con gran capacidad para formar equipos de trabajo. Así fue como empezamos a trabajar con otras dos jóvenes profesoras, Alejandra Koch y María Cristina Garriga. Con el restablecimiento de la democracia esa tarea se intensificó y comenzamos a presentar los resultados de nuestras experiencias en distintas jornadas, especialmente en las Jornadas de Enseñanza Media Universitaria (JEMU) que se realizaban todos los años. Recuerdo aquella época donde reinaba un espíritu de cambio y optimismo como una de las más divertidas e inspiradoras de mi carrera.
Paralelamente, mi interés por la enseñanza universitaria también comenzó a desarrollarse, pero como ocurría en las escuelas, durante los años de la dictadura ese acceso resultaba en principio vedado para mí y había que lograrlo por caminos alternativos. En 1980 ingresé en la Universidad Católica de La Plata y en 1982 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad del Salvador. En este último caso en la cátedra de Historia Universal que estaba a cargo de Fernando Devoto, que resultó para mí una experiencia muy enriquecedora. Cuesta creerlo hoy pero en esos años había autores que no se podían estudiar en las universidades nacionales. Esto no se refería a cuestiones sólo ideológicas sino que algunas obedecían a razones misteriosas, como era el caso de Georges Duby a quien podíamos leer en El Salvador pero no en la UNLP. El hecho fue que esa relación con una historiografía actualizada y un clima de intercambio y discusión con este equipo de docentes resultó para mí muy movilizador. Cuando se restableció el gobierno democrático, mi acceso a la universidad pública se realizó con una ayudantía ad honorem en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y luego, en 1985, con otra también ad honorem en la Facultad de Humanidades de la UNLP. Al año siguiente accedí por concurso a la cátedra de Historia General V (siglo XIX europeo) como Jefe de Trabajos Prácticos y también fui designado ayudante en la cátedra de Prácticas de la Enseñanza que estuvo a cargo de Maruja de Ortube desde entonces.
A partir del restablecimiento de la democracia la renovación de las casas de altos estudios impulsó que sus docentes desarrollaran una actividad investigativa intensa pero esa preocupación estuvo centrada en el desarrollo de la indagación en las disciplinas y no en los aspectos vinculados con la formación docente. Una comunidad investigativa en la didáctica de la historia en el ámbito de las universidades nacionales tardó varios años en constituirse.
En mi caso particular, como dije, yo ocupaba un cargo en la cátedra de Prácticas en la UNLP pero también estaba en otra cátedra y formé parte de un grupo de investigación que desde 1988 desarrollaba un proyecto sobre el nacionalismo y el revisionismo en la historiografía argentina. En esta investigación pude realizar algunos trabajos relacionados con la enseñanza. Por ejemplo, en el prólogo de Los Males de la Memoria, Diana Quattrocchi-Woisson (1995) comentaba que Tulio Halperín le había recomendado no preocuparse por cómo aparecía el revisionismo en los manuales escolares porque era un material irrelevante. Sin embargo, cuando se leían los textos que estaban en uso en la época uno se encontraba en muchos de ellos con fuertes contenidos revisionistas y con polémicas historiográficas entre los distintos libros escolares. Dos ideas me quedaron dando vueltas de este trabajo: por una parte, que la escuela desconocía el estado actual de la historiografía y, por otra, que los historiadores opinaban de la historia escolar a partir de prejuicios y no por conocimientos concretos. El trabajo “¡Mueran los salvajes secundarios!” (Amézola y Barletta, 1994) apareció en el primer número de una revista dedicada a la enseñanza en la Facultad de Humanidades de la UNLP (Serie Pedagógica) que significó también mi primera experiencia en el comité editorial de una revista de este tipo.
En síntesis, podría decirse que mis inicios en la investigación en temas de enseñanza de la historia es el resultado de intereses personales en un clima de amateurismo, donde no había aún un campo de investigación. Esto no quiere decir que con anterioridad no existieran trabajos sobre esos problemas pero éstos estaban relacionados mayormente con los modelos de la didáctica general y la psicología y no pensados desde los problemas específicos de la historia. En lo que se refiere a mi caso, en una primera etapa la investigación en temas de enseñanza resultó subsidiario de mis otros proyectos de investigación hasta que ese campo se fue fortaleciendo.
En cuanto a las instituciones donde me dediqué a formar docentes debo referirme en primer lugar la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Allí me desempeñé en la cátedra de Prácticas de la Enseñanza por más de treinta y cinco años, de los cuales treinta fueron como profesor a cargo. En este caso creo que lo más importante fue formar un equipo que aseguró la continuidad del trabajo de cátedra y de investigación. En un primer momento, quienes lo integramos fuimos Carlos Dicroce, María Cristina Garriga y yo, tres coetáneos a los que llamaba “el grupo de los dinosaurios”. Carlos y yo ya nos hemos jubilado y Pina lo hará el año próximo pero el relevo está asegurado porque las integrantes de menor edad (Viviana Pappier, Virginia Cuesta, Cecilia Linare y Milagros Rocha) acreditan ya muchos años en la cátedra, experiencia en la escuela secundaria (un requisito que para nosotros siempre fue muy importante) y una formación académica de posgrado que las habilita ampliamente para estar a cargo.
La segunda de esas instituciones fue la Universidad Nacional de General Sarmiento, donde me desempeñé desde 2001 hasta 2010. Esta universidad, ubicada en el segundo cordón del conurbano y que estaba todavía organizándose, resultó para mí una experiencia muy valiosa. Allí trabajé muy bien, con alumnos de un corte social diferente al de la UNLP (buena parte de ellos primera generación de universitarios), con una gran valoración de sus estudios y una dedicación notable. Allí también el equipo fue excelente. En los años que trabajé en la UNGS, estuvo integrado por María Paula González (la profesora a cargo desde 2010), Sergio Carnevale y Emilce Geoghegan. Con todos ellos mantengo contacto y preservo una relación de afecto.
Finalmente, en lo que se podría considerar mi último proyecto, debo mencionar a la Maestría en Enseñanza de la Historia que organizamos en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, el primer posgrado específico en enseñanza de la historia y que se desarrolla desde 2015. Se trata de una maestría profesionalista que procura incidir concretamente en la mejora de las prácticas docentes de quienes la cursan. También aquí el equipo es lo más importante: Samuel Amaral, Marta Poggi y Laura del Valle, con quien comparto la dirección de este posgrado.
E.: El análisis de la construcción de sentimiento nacional en torno a rituales, mitos y héroes ocupa un lugar importante en tus escritos. Entendemos que esta se ha mostrado perdurable en las representaciones sociales sobre la historia escolar. En tu opinión, ¿es posible trascender estos primeros sentidos atribuidos a la enseñanza de la disciplina por parte de los que aplicaron la ley 1420?
G. de A.: En este caso pienso que es posible superar la historia heroica en la escuela pero también que lograrlo es difícil y requiere mucho trabajo.
El mandato de superar a la antigua historia heroica por una narrativa escolar más acorde con tendencias historiográficas más actuales es una discusión que viene desde los cambios propuestos por la reforma educativa de los 90, que declaraba como propósito explícito reemplazar los contenidos anquilosados e irrelevantes del curriculum por conocimientos significativos.. Uno de los cambios centrales de la “transformación educativa” en nuestra asignatura fue desplazar del centro de los programas de estudios a los contenidos referidos a las Guerras de la Independencia y poner en su lugar a la historia contemporánea y aún al pasado reciente. Esta ignorancia de la historia contemporánea en las aulas era un defecto reconocido por muchos pero, como suele ocurrir en Argentina, la innovación nos llevó de un extremo a otro. La discutible idea que pretendía justificar esa permuta era que estudiar un pasado más cercano permitiría a los alumnos comprender mejor los problemas que afectaban su vida cotidiana, como si todos los problemas actuales estuvieran originados por circunstancias cercanas en el tiempo. Esta tendencia se mantuvo con la Ley de Educación Nacional y la historia escolar está casi monopolizada por el pasado próximo. Esto estaba vinculado también con otro problema: los héroes eran todos hombres blancos, pertenecientes a la burguesía criolla y, sobre todo, militares. En los años 90 todavía estaba muy presente el uso y abuso que del patriotismo habían hecho los dictadores para inculcar valores autoritarios en niños y jóvenes y esa era otra razón para que ese relato fuera reemplazado por otro que procurara formar ciudadanos mediante la abominación de la dictadura y el respeto de la democracia y de los derechos humanos. Ahora bien, han pasados ya casi treinta años de que se iniciara ese cambio en los papeles y podríamos preguntarnos cuál fue su éxito.
Desde un primer momento, la pérdida de protagonismo de los fundadores de la patria en el relato escolar produjo reparos. Antes de que los nuevos diseños curriculares estuvieran aprobados, Luis Alberto Romero, por ejemplo, advertía en 1997 en declaraciones periodísticas que si se enseñaba una historia sólo de procesos, se corría el riesgo de que no cumpliera su función de formar ciudadanos y subrayaba que los héroes servían para entender la relación entre presente y pasado. Esta preocupación por la formación de ciudadanos fue expresada también aunque en términos menos amables por la Academia Nacional de la Historia en un informe dirigido al Ministro de Educación en 2001. En esas páginas se reclamaba por el papel secundario que habían pasado a cumplir los próceres y se afirmaba que el nuevo currículum de Historia “(...) con su carga de ambigüedad e imprecisión, no puede menos que contribuir apropiadamente al objetivo de diluir la identidad nacional en aras del nuevo ídolo de la globalización” (Academia Nacional de la Historia, 1993:6).
Por otra parte, los próceres estaban fuertemente instalados en el sentido común histórico. A ese éxito habían contribuido los historiadores en los que se basó la historia escolar tradicional, que habían articulado un relato muy eficaz de su epopeya. Mitre unió a su prestigio como historiador la creación de efectos dramáticos muy convincentes para la enseñanza, incluyendo sus relatos sobre figuras menores pero muy aptas para las aulas como las del Tamborcito de Tacuarí y el Negro Falucho. Vicente Fidel López, por su parte, unía a su escritura de la historia sus probadas dotes de novelista y con esa vena literaria fue el gran creador de los “malos” del pasado argentino, como Artigas y todos los caudillos. Este relato se fue ampliando a lo largo del siglo XX al punto que las discusiones cotidianas sobre la historia argentina desde la aparición del revisionismo era si esos prohombres habían sido buenos o malos como producto de sus acciones deliberadas. El único que quedaba fuera del debate era San Martín, un santo armado que prevalecía sobre todos por su superioridad moral, un relato que se articuló definitivamente con El Santo de la Espada, la obra de Ricardo Rojas. ¿Podía esta tradición cambiarse fácilmente en las aulas? Aunque es difícil generalizar con esta “federalización de la enseñanza” que lleva ya treinta años, yo creo que no y este es uno de nuestros problemas, a los que ha contribuido el desarrollo de la historiografía.
Por una parte, la historia académica y la historia escolar eran muy cercanas cuando a fines del siglo XIX y principios del XX la asignatura se fue definiendo en la moderna escuela argentina. Pero luego, digamos que a mediados del siglo XX, la historia académica se especializó y encontrar las formas de llevar a las aulas esa historia renovada pero más compleja resultaba un problema difícil y del que podemos decir que la escuela se desentendió. Luego, a fines de la década de 1970 y principios de la de 1980, los grandes relatos de esa historia especializada entraron en crisis y pugnaron en el campo historiográfico una serie de tendencias. Lo que Dosse (1987) caracterizó como “la historia en migajas”. Esto fue un problema serio para definir los nuevos contenidos en la “transformación educativa” y los historiadores consultados por el Ministerio de Educación propusieron una renovación que atendiera a los grandes consensos anteriores a esta última “crisis de la historia” y se inclinaron por una perspectiva próxima a la historia social. Pero esto solo no solucionó el problema porque esta historia está repleta de categorías abstractas difíciles de hacer comprender a nuestros alumnos. Recuerdo que usualmente, nuestros practicantes cuando preparaban sus clases sobre el despliegue del capitalismo en el siglo XIX inevitablemente hablaban del proletariado. Yo, también inevitablemente, los provocaba diciendo que el proletariado nunca existió. Esto, por supuesto, generaba irritación pero lo que quería subrayarles era que el “proletariado” no es más que una categoría sociológica y los que realmente existieron eran los obreros de carne y hueso y que era de ellos que se tenían que ocupar. ¿Acaso esto no es, de alguna forma, similar a lo que se proponían los historiadores británicos de la “historia desde abajo” (Thompson, 1966)?
El problema, entonces, es que debemos encontrar un nuevo relato para encarnar una historia escolar renovada. Esto es difícil y aún no se ha logrado. Se trata de un problema que la historia heroica no tenía porque los próceres encarnaban sus conceptos de una manera muy eficaz. Por supuesto, con esto no quiero decir que se debe volver a la historia heroica sino que debemos preocuparnos por cómo hacer significativa para los chicos una historia escolar renovada con un nuevo relato. Tal vez también deberíamos alejarnos de nuestros prejuicios para hablar del patriotismo y desvincularlo de los recuerdos militaristas. Para ello sería necesaria una redefinición del patriotismo que nos alejara de las connotaciones autoritarias y xenófobas. Un sentimiento que nos haga reflexionar y que no justifique el abuso sobre los más débiles. En una entrevista Jacques Le Goff proponía desvincular este concepto de la tradición nacionalista con estas palabras:
Entre las diferencias que pueden establecerse entre “nación” y “patria”, podríamos decir que la “nación” tiende a excluir a las demás naciones, mientras que “patria” tiende a reconocer la legitimidad de las demás patrias. Yo tengo la mía, tú tienes la tuya, nos respetamos e intentamos hacer algo juntos. (Le Goff, 1997)
E.: En los últimos veinte años se incorporó a los libros de texto un enfoque continental de los procesos históricos. ¿Creés que es una cuestión de coyuntura o una tendencia que logró consolidarse?
G. de A.: Desde mi punto de vista, además de cuestiones relacionadas con la historia, este problema se vincula también a otras políticas y económicas.
Una de las novedades que promovieron las reformas fue otorgarle un mayor espacio al pasado latinoamericano. Con el restablecimiento de la democracia en 1983, el clima se volvió favorable a las ideas de “liberación nacional” y “unidad latinoamericana” presentes en las ciencias sociales en los años 60 y 70 y aunque ese espíritu de época se modificó con el neoliberalismo de los 90, el ensayo de una unión económica con el MERCOSUR mantuvo la necesidad de plantear una visión regional más integrada también sobre el pasado. En las décadas de 2000 y 2010 el latinoamericanismo se acentuó con el auge de los nacionalismos populistas de la Región que llevaron adelante una entusiasta “política de la historia”. En 2009, ante la inminencia de los festejos del Bicentenario, el Ministro de Educación de la Nación y el Director de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires anunciaron conjuntamente un calendario escolar “latinoamericano” para el año siguiente, incorporando sucesos y próceres de varios países -con una presencia protagónica de Bolívar- en distintas fechas. Esto mostraba, por lo menos, dos cosas: en primer lugar la convicción de que esa conciencia de la Patria Grande era débil en una escuela donde supervivían las tradiciones mitristas y, por otra, la convicción de los funcionarios sobre la eficacia de los próceres y los acontecimientos gloriosos del pasado en el relato escolar, a contramano de la historia de procesos que promovieron la LFE y la LEN.
Por otra parte, lo referido al mercado de manuales sufre durante estos años una modificación. Durante un largo tiempo el éxito o el fracaso de un manual se debió en nuestro país a las compras individuales de los padres de los alumnos, normalmente sugeridas por sus profesores. Las distintas crisis económicas fueron minando este sistema y en 1982 el ministro de educación de Galtieri prohibió por una resolución que los docentes recomendaran en sus clases algún manual. Esto ya era una tendencia pero a partir de ese momento la compra de textos quedó reducida definitivamente a los alumnos de los colegios privados y del circuito estatal de élite. Esta situación aumentó la desigualdad social cuando a partir de la reforma de los 90 se cambiaron los contenidos y todos los viejos manuales quedaron obsoletos. A partir de la crisis de 2001-2002 el mercado se redujo aún más y aparecieron poco después dos nuevas lógicas para la comercialización de manuales escolares. La primera fue más fugaz y la implementó Adriana Puiggrós durante su gestión en la Dirección de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires que, calcados del modelo mexicano, organizó concursos de textos escolares (a los que por sus requisitos sólo se podían presentar las editoriales) cuyos títulos ganadores serían impresos y repartidos gratuitamente a los estudiantes de los colegios públicos provinciales. El otro modelo, copiado de Brasil, fue implementado por el Ministerio de Educación de la Nación y duró más tiempo. En este caso, se organizaba una comisión de especialistas a los que las editoriales presentaban sus manuales. Los que eran aprobados por esta comisión nacional eran girados a comisiones provinciales que elegían de ese menú cuáles serían elegidos para las compras oficiales de sus jurisdicciones. Tanto de una como de otra manera las compras del Estado se convirtieron en fundamentales para la supervivencia económica de las editoriales y esto influyó en un respeto más estricto de los mandatos gubernamentales. Es cierto que los manuales son siempre una literatura subordinada al curriculum pero estas condiciones los hacían aún más sensibles.
Finalmente, estas políticas desaparecieron desde 2015 y el mercado de manuales ha desaparecido casi totalmente. Hoy, con el auge de la parafernalia de internet, aquellos libros que (con sus más y sus menos) fueron centrales en nuestra educación se han devaluado como tantas otras cosas.
En síntesis, creo que una visión latinoamericanista se mantendrá en algunos temas como la independencia o las dictaduras del siglo XX pero esta visión está lejos de ser integral, se limita a algunos temas y muchos manuales los presentan solo como la simple sumatoria de casos individuales sin presentar nexos significativos entre los distintos procesos nacionales. Por otra parte, hay una dificultad más que debiéramos explorar: en un trabajo que publicamos con Luis Cerri en Los Jóvenes frente a la Historia (un estudio cuantitativo sobre alumnos y profesores de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay) en todos los casos los estudiantes manifestaron casi ningún interés por conocer la historia de cualquiera de los países de la Región que no fuera el suyo. Habría que explorar si esto ha cambiado en los últimos años.
E.: De manera más general, ¿qué balance hacés del impacto de la LFE y LEN en la enseñanza de las ciencias sociales en Argentina? ¿Qué continuidades y rupturas observás, y qué aspectos -además de lo estrictamente educativo- tendrían incidencia en las mismas?
G. de A.: Desde la implementación de la “transformación educativa” podemos decir que la historia escolar se renovó en muchos aspectos: se incluyeron el estudio de procesos socioeconómicos; las condiciones materiales de vida como objeto de estudio y la formación de clases sociales. También se promovió la multicausalidad de los procesos históricos, la confrontación de distintas perspectivas historiográficas y un énfasis en desarrollar habilidades análogas del historiador como parte fundamental de los contenidos de la asignatura. Además, se ha prestado atención a evitar visiones agresivas del “otro” –sean estos extranjeros, sectores sociales, religiosos, minorías sexuales o posiciones políticas – y a presentar una interpretación del pasado más tolerante y equilibrada. Queda por ver qué llegó concretamente a las aulas de todas estas iniciativas que figuran en los papeles.
Un aspecto particular del fracaso de la “transformación educativa” fue que no se logró conformar un sistema educativo federal integrado. Para tratar de subsanar el problema de las enormes diferencias que se registraban en la educación que se impartía en las escuelas de las diferentes jurisdicciones, el Ministerio de Educación impulsó la aprobación en el Consejo Federal de Cultura y Educación en 2004 de una resolución para acordar “núcleos de aprendizaje prioritarios” (NAP) con el compromiso de realizar las acciones necesarias en el conjunto de las jurisdicciones educativas para que en todas ellas las personas tuvieran acceso a esos aprendizajes y lograr así un mínimo de coherencia en el conjunto de la educación en el territorio nacional. Se trató de una selección de temas de los Contenidos Básicos Comunes que debían ser enseñados en todas las jurisdicciones independientemente de las particularidades regionales y culturales de cada una de ellas.
Este fue uno de los problemas favorecieron la sanción de una nueva norma que pretendió subsanar los defectos de la anterior. La Ley de Educación Nacional fue impulsada en 2006 por el Poder Ejecutivo y aprobada por las dos cámaras en el Congreso Nacional a fines de ese año, en un trámite sumario donde el oficialismo hizo valer su mayoría en las dos cámaras y no accedió a modificaciones. Ya en el momento de su aprobación se reprochó la inexistencia de un diagnóstico certero del estado de la educación y también de que se trataba de una ley más declarativa que operativa, además de señalarse algunos otros defectos, como que su redacción presentaba una ambigüedad que afectaba tanto a aspectos jurídicos como pedagógicos. Un ejemplo de ello fue la extensión del ciclo educativo obligatorio a toda la escuela secundaria, algo que solo puede verificarse en sus disposiciones pero no en la realidad educativa que, como sabemos es bien distinta.
El propósito principal de los cambios introducidos en la normativa de 2006 era borrar la impronta neoliberal que se le adjudicaba a la “transformación educativa” y, en consecuencia, no existió demasiada preocupación por reflexionar sobre la renovación de algunos aspectos pedagógico-didácticos que habían sido centrales en los ’90 sino que se pretendió sobre todo reorientar la perspectiva ideológica de la educación. Tampoco se plantearon soluciones de fondo a los inconvenientes que había evidenciado la “federalización” educativa de los 90 y a las desigualdades que se habían manifestado entre las provincias ricas y las pobres, a la administración de las escuelas, en general, y a la elaboración de los diseños curriculares, en particular, problemas todos que continuaron bajo la responsabilidad de las distintas jurisdicciones.
En nuestra asignatura un cambio bienvenido por los docentes fue la vuelta al estudio de la historia como materia independiente en los cinco años de secundario (en aquellas jurisdicciones se optara por un modelo de seis años, el primero sería en área de ciencias sociales). El nuevo clima de época aparecía en una serie de temas que un artículo de la nueva ley disponía debían ser enseñados obligatoriamente en todo el país. Todos esos contenidos, de una manera u otra, se reflejarían necesariamente en las clases de historia y definirían una nueva visión de la formación de ciudadanos: el fortalecimiento de la perspectiva latinoamericana, especialmente de la región del MERCOSUR ; la reivindicación de los derechos alegados por Argentina sobre Malvinas y otras islas del Atlántico Sur y “el ejercicio y la construcción de la memoria colectiva” sobre los gobiernos militares que atropellaron el orden constitucional y los derechos humanos. Asimismo se indicaba como necesario tratar los derechos de los pueblos originarios, los de niños y adolescentes y la igualdad de las mujeres. Estos contenidos deberían luego expresarse en los diseños curriculares que se elaborarían en cada jurisdicción.
Una de las innovaciones más interesantes que se introdujo con la reforma educativa sede los años 90 fue la atención que se brindó al desarrollo en los alumnos de habilidades análogas a las que utilizan los historiadores para llegar a sus conclusiones, en una asignatura donde tradicionalmente se había privilegiado a la memorización como actividad intelectual predominante. A pesar de las distintas ideas en la dirección de las políticas educativas, durante los últimos casi treinta años se ha sostenido que era necesario cambiar las modalidades expositivas en la enseñanza para promover un aprendizaje activo que promueva el desarrollo del pensamiento histórico. En este propósito eran fundamentales los “contenidos procedimentales” que, aunque perdieron esta denominación luego de la primera etapa de la reforma, continuaron considerándose centrales.
El problema a mi criterio es cuánto de la reforma educativa argentina comenzada en los años 90 y, en mi opinión, continuada -a pesar de las diferencias registradas desde 2006- ininterrumpidamente desde entonces ha llegado efectivamente a las aulas. Lo cierto es que el resultado es una mezcla de algunas innovaciones con otras tantas permanencias fijadas con la fuerza de la tradición, y el desafío es determinar cuáles son esas proporciones de innovación y de tradición, cómo es que ambas evolucionan y cómo, a veces, se confunden.
En el trabajo que mencioné hicimos con Luis Cerri, intentamos ponderar la evolución en los debates y consensos historiográficos mínimos y también hacerlo en relación a las teorías pedagógicas. En este intento pudimos comprobar que ciertos contenidos disciplinares se habían actualizado totalmente (Edad Media, por ejemplo) y otros presentaban novedades con alguna mezcla de lo que se afirma en los medios de comunicación acerca de ellos (industrialización, historia reciente). En cambio, tanto los alumnos como los profesores opinaron que las clases de historia ocupaban la mayor parte de su tiempo en escuchar las explicaciones de los docentes o leer manuales escolares o materiales similares. Como conclusión provisoria afirmamos que las transformaciones de la historiografía parecen tener un tránsito más fluido entre la academia y las aulas. En otros términos, que la fuerza de la tradición tiende a ser más resistente y efectiva en las prácticas pedagógicas que en los contenidos, lo que puede ser un indicio importante para las reflexiones y políticas para la formación de profesores: aún no hemos logrado un consenso acerca de las articulaciones entre las teorías y las prácticas pedagógicas, o no hemos conseguido hacer que la innovación historiográfica tenga resonancia en las prácticas pedagógicas de los profesores de historia.
E.: Con la LEN, muchas de las disciplinas sociales que se habían introducido con la LFE (sociología, ciencias políticas, etc.) permanecieron. ¿Qué análisis hacés de esto en relación con las posibilidades de interdisciplinariedad? ¿Es deseable? ¿Es posible?
G. de A.: Uno de los fracasos más rotundos de la primera etapa de la reforma educativa fue la dilución de la enseñanza de la historia en un área de ciencias sociales que era una especie de cajón de sastre que incluía a la historia con la geografía y elementos de todo estudio social imaginable. Si bien el Ministerio no imponía el estudio en área, lo promovió con entusiasmo y casi todas las provincias organizaron así la enseñanza de las ciencias sociales, salvo dos jurisdicciones. Por supuesto, nadie estaba realmente en condiciones de enseñar esos contenidos y cada profesor hacía en clase lo que podía. Esto marcó a la interdisciplinariedad con una condena de los docentes que será difícil de olvidar y que llevó a su eliminación por la LEN, lo que resultó un alivio colectivo.
De todas maneras, un ensayo de mutidisciplinariedad podría tener buenos resultados y muchos docentes lo ensayan con sus colegas en distintas escuelas. Luis Alberto Romero proponía en su libro Volver a la Historia, publicado en tiempos de la enseñanza en área, un camino inverso al adoptado por entonces. Promovía que primero debía estudiarse historia como materia independiente en los primeros años y que luego, una vez que los alumnos supieran historia, la multidisciplinariedad podía plantearse en torno de conceptos como estado, poder, actores, conflicto, cultura, mercado, liberalismo, socialismo. En este caso, decía Romero, la historia podía interactuar con otras disciplinas sistemáticas como la sociología, la antropología o la economía. Esta perspectiva me parece que puede ser enriquecedora para los alumnos.
E.: En los años noventa acuñaste una díada -esquizohistoria/ historiofrenia- que resultó muy novedosa para entender aspectos conflictivos de las primeras experiencias de los practicantes y profesores noveles en las aulas de secundaria. ¿Considerás que está vigente o es necesario resignificarla?
G. de A.: Estos términos aparecieron en un artículo que publicamos en el número 2 de Entrepasados en 1992 y su origen es una muestra más de algo que comenté al principio acerca del carácter subsidiario que tenía al principio mi investigación en enseñanza. En 1991, escribíamos con Ana Barletta un artículo sobre los distintos intentos de la repatriación de los restos de Rosas (que se había hecho efectiva con Menem poco antes) y sobre los debates que se habían realizado a través del tiempo en cada caso. En las pausas en este trabajo, intercambiábamos impresiones sobre los alumnos de la carrera de Historia de la Universidad Nacional de La Plata, que ella recibía ni bien ingresaban en su cátedra de Introducción a la Historia y yo veía salir de Planeamiento didáctico y prácticas de la enseñanza, cuando estaban a punto de graduarse como profesores. En ese diálogo nos llamaba la atención la magnitud de las contradicciones entre la visión del pasado que traían los jóvenes de su educación secundaria y la que se les presentaba en la Facultad, a la vez que notábamos una dificultad similar cuando estos estudiantes estaban por terminar su carrera y debían retornar a la escuela como docentes. Para nosotros, eso no se trataba de un problema de más o menos erudición sino sobre todo de una cuestión relacionada con la incapacidad de nuestra disciplina para enseñar a pensar a los alumnos secundarios por dos motivos: por un lado, porque la Historia se había transformado en un conocimiento especializado, lo que dificultaba la definición de una nueva historia escolar y, por otro, porque la escuela obturaba la innovación con preceptos que se ocupaba de eternizar en las aulas.
Estas conversaciones se transformaron en una ponencia que presentamos en las Jornadas Interescuelas/ Departamentos de Historia realizadas en 1991 en la UBA, en una mesa coordinada por la Prof. Nélida Eiros, que por primera vez se realizó en este evento. A partir de entonces, esa mesa (a cuya organización me sumé más tarde) fue la única en Interescuelas que reunió los trabajos sobre enseñanza hasta 2001. Acerca de esta cuestión, me permito dos reflexiones. La primera es el reconocimiento de la Prof. Eiros por su empeño en que la enseñanza de la historia fuera incluida como un tema válido para un evento dedicado a la investigación histórica y la segunda es una sugerencia: creo que el estudio de la evolución de las mesas sobre enseñanza que se realizaron en las sucesivas ediciones de las Interescuelas nos darían un indicio significativo de cómo ese campo de investigación se fue conformando en estas tres últimas décadas en las universidades nacionales.
En el evento tomamos contacto con la gente de Entrepasados, que nos pidieron que transformáramos la ponencia en artículo para publicarlo en su revista. El resultado fue que Esquizohistoria tuvo una difusión considerable para un trabajo de esas características, lo que nos indicó que el problema que enunciábamos excedía nuestras propias inquietudes personales.
¿Está todavía vigente esa dicotomía de la que hablábamos en Esquizohistoria? Pienso que en general sí, pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde su publicación. Pensemos que el artículo apareció antes de que se discutiera la Ley Federal de Educación y comenzaran las reformas. Pero creo que la doble contradicción que allí planteamos (estudiantes que se inscriben en la carrera de Historia porque es una materia que les gustó en la escuela y, ni bien ingresan, se encuentran con estudios del pasado que nada tienen que ver con lo que los había llevado hasta la facultad, mientras que luego, a punto de egresar como profesores, pretenden cambiar la calidad de lo que se enseña en la escuela con contenidos complejos para lo cual, por ejemplo, dictan a sus alumnos un texto de Hobsbawm) se sigue produciendo. Habría que ver de qué manera se manifiesta ahora específicamente ese problema y qué vías permitirían intentar superarlo.
E.: ¿Qué cambios ves en el rol del profesor y especialmente el de historia a partir de la pandemia?
G. de A.: La pandemia, como sabemos, puso en crisis a la enseñanza tradicional y obligó a los docentes a un esfuerzo enorme para mantener su actividad bajo parámetros hasta ese momento no transitados por la gran mayoría de ellos. Como también sabemos, los resultados fueron desparejos y junto a experiencias exitosas se produjeron otras que resultaron fallidas. Como siempre, existió un grupo de docentes innovadores que pudieron llevar adelante sus iniciativas con éxito y un grupo más amplio de docentes más conservadores o rutinarios que adoptaron las nuevas condiciones por obligación y poco compromiso. Desde el lado de los receptores, quedó al desnudo la importancia socializadora de la escuela y las limitaciones materiales que actuaban como barrera para que esa educación virtual fuera igualmente aprovechada por todos. El resultado fue que en la opinión pública se extendió la percepción sobre las desigualdades sociales también en la educación y el apoyo a un regreso lo más rápido posible de las clases presenciales.
Yo también creo que la presencialidad es irreemplazable en la enseñanza y que ningún aparato puede todavía reemplazar el contacto humano entre profesores y alumnos pero pienso también que esa irrupción de la virtualidad no será desplazada cuando la normalidad sanitaria vuelva (si alguna vez eso ocurre) y que la experiencia bajo la pandemia mostró al conjunto de los docentes la potencialidad de las herramientas virtuales que pienso irán ganarán espacio en las clases de manera persistente.
E.: En tu opinión, ¿qué aporta la incorporación de nuevas tecnologías y los docentes que crean contenido a través de redes sociales como Youtube, Instagram, Tiktok o incluso podcast?
G. de A.: Por una cuestión generacional soy básicamente analógico y me he adaptado a las innovaciones hasta que estas me sobrepasaron definitivamente. Poco puedo decir específicamente de las redes sociales pero también sé que la utilidad de las herramientas que un profesor utilice en sus clases está sólo limitada por su inteligencia y su creatividad. Por otra parte hemos conocido cómo las novedades eran adoptadas en muchas ocasiones por la intención de hacer que las clases fueran más “entretenidas”. No son pocos los que confunden la educación con la animación sociocultural.
En la encuesta que realizamos para Los Jóvenes frente a la Historia antes de la pandemia, las respuestas de alumnos y profesores nos revelaron varias cosas sobre lo que ocurría en las aulas. Una de ellas fue que a pesar de todos los cambios impulsados en los últimos treinta años, podríamos asegurar que los métodos activos de enseñanza eran bastante menos frecuentes que la enseñanza tradicional expositiva. Tanto los alumnos como sus profesores afirmaban que la mayor parte del tiempo de las clases estaba ocupado por las explicaciones de los docentes y la lectura de manuales. En otras palabras, las clases resultaban bastante parecidas a las de hace cien años. Esta conclusión puede ser acompañada por algunas hipótesis sobre las divergencias entre los profesores y los estudiantes en lo que se refiere a los métodos activos y al uso de recursos audiovisuales. ¿Cómo serían hoy los resultados de esa respuesta luego de la irrupción de la virtualidad con la pandemia?
En esa misma encuesta, los alumnos decían que uno de los recursos que les resultaba más atractivo para aprender historia eran las visitas educativas pero que estas eran muy escasas. Sabemos que la burocracia escolar y el miedo a que algún accidente involucre a los docentes y las autoridades con la responsabilidad civil limitan en la práctica esas salidas. Aunque no es lo mismo que las visitas presenciales, esa carencia puede mitigarse con las visitas virtuales en las que con un click en la computadora se puede visitar, por ejemplo, cualquier museo del mundo. Insisto en que no es lo mismo pero puede ser una actividad de provecho para los alumnos. Algo distinto ocurre con los medios audiovisuales porque aquí ocurría algo interesante. Este era, junto con las visitas, el recurso preferido por los alumnos pero también en el que menos confiaban. Aquí creo que se presenta uno de los problemas de los usos de los recursos. Un film también es una fuente: puede estar mostrándonos una historia de un pasado para hablarnos a lo mejor de otro momento histórico, o un punto de vista deliberadamente conflictivo sobre algún acontecimiento. Entonces debe enseñarse en el aula cómo leer esta fuente y no confiar en que la mera exhibición permite el aprendizaje.
E.: En función de lo anterior y tu experiencia como formador de docentes e investigador: ¿qué saberes/ habilidades son esenciales en la actualidad y qué finalidades debería tener la enseñanza de la historia de cara al futuro?
G. de A.: Todos somos conscientes de que en la actualidad las humanidades en general, y la historia en particular, son mayoritariamente consideradas asignaturas bastante irrelevantes en la formación de niños y jóvenes y que lo que realmente importa son las matemáticas, la comprensión de textos, los idiomas y la computación. Sin embargo, creo que la historia es importante porque nos enseña una forma de pensar que sólo en ella se puede aprender.
Pensar históricamente es una expresión que hace unas dos una décadas viene siendo usada por muchos especialistas en didáctica de la historia, especialmente de Canadá y los EE. UU y también por autores españoles. En América Latina esta perspectiva tiene un desarrollo incipiente en Brasil y México. Pensar históricamente es la expresión empleada para referirse a un aprendizaje de la disciplina que requiere a la vez conocimiento de la historia (el contenido sustantivo de lo que sabemos sobre el pasado) y el conocimiento sobre la historia (los conceptos, métodos y reglas utilizados para su investigación y desarrollo). En otras palabras, es importante saber qué ocurrió pero también cómo sabemos que eso ocurrió. Ambos conocimientos se complementan y se necesitan mutuamente, pero la expresión pensar históricamente pone el acento sobre la adquisición de destrezas cognitivas o de pensamiento propias de la disciplina, los conceptos metodológicos, que son necesarios para comprender adecuadamente los datos e informaciones sobre el pasado. Como diría Peter Lee (2005), un estudiante que conciba las fuentes históricas como información o conocimiento directo sobre el pasado, se sentirá confundido cuando se encuentre ante fuentes que se contradicen.
Cuando hablamos de pensamiento histórico, la gran mayoría de los autores distingue entre conceptos sustantivos y conceptos metodológicos o de segundo grado de la historia. Los primeros se refieren a la sustancia del contenido histórico, o sea, lo que los historiadores descubren y cuentan del pasado: “revolución neolítica”, “sociedad feudal”, “monarquía absoluta”, “ilustración”, “guerra fría” o “transición democrática” son ejemplos de esos conceptos. Los segundos se refieren a cómo se construye dicho conocimiento del pasado, qué significado tiene o qué características presenta, y sintetizan, por lo tanto, los rasgos metodológicos principales de la historia como disciplina: fuentes y pruebas, causas y consecuencias; empatía o explicación contextualizada, cambio y continuidad, relatos e interpretaciones, relevancia, progreso, decadencia, etc. Sin embargo, estos conceptos, que forman el núcleo del pensamiento histórico, son generalmente nociones implícitas, que los historiadores y profesores asumen de forma inconsciente como si se tratara de conocimientos que se adquieren en forma espontánea o natural, cuando en realidad, como sostiene Wineburg (2001), resultan bastante antinaturales. Por lo tanto es muy importante enseñar en clase la importancia de familiarizarse con las destrezas históricas en el manejo de las fuentes. En particular es preciso aprender a interrogarlas e interpretarlas en su contexto en lugar de valorarlas precipitadamente con criterios del presente o aceptar sin más sus datos y conclusiones como hechos realmente ocurridos.
Aunque todo esto no parece presentar ninguna novedad es muy poco lo que de estas habilidades se enseña concretamente en las aulas y, según creo, son fundamentales para desarrollar una forma de pensamiento que sólo nuestra asignatura puede enseñar en un mundo en el que no hay preocupación por los matices en el pensamiento. La historia ofrece una significativa contribución para la formación de los jóvenes en la era de la información. Inundados de datos, afirmaciones y noticias de los medios y las redes sociales, frecuentemente incompletas, sesgadas o directamente manipuladas, hoy es más necesario que nunca enseñar a pensar históricamente. Si consideramos cómo se producen actualmente en nuestro país las discusiones, polémicas o disputas acerca de cualquier tema de interés para la opinión pública, donde sólo es posible elegir entre el blanco y el negro sin contextualizar o analizar pruebas, personalmente pienso que enseñar a pensar históricamente resulta imprescindible.
E.: ¿Deberían cambiar los planes de estudio de las carreras de profesorado? ¿Cómo?
G. de A.: Aunque en nuestro país desde siempre resultó un asunto espinoso, la formación de profesores se ha transformado en un tema especialmente polémico desde hace unos veinte años. Una de las razones de esta controversia es que desde la reforma educativa de los años 90, los saberes que los docentes deben desplegar en sus clases de historia se modificaron profundamente cuando se procuró actualizar los contenidos de esa asignatura en la escuela, que desde entonces presentó cambios significativos en los diseños curriculares cada cuatro o cinco años. Pero los problemas en la preparación de educadores no se agotan en la renovación de los conocimientos ni son únicamente locales porque los diferentes procesos de cambio social producidos en el mundo hicieron que los requerimientos para su desempeño resulten más complejos en muchos sentidos. Los docentes están llamados hoy a ejercer su trabajo con mayores niveles de autonomía, mayor capacidad de trabajar en equipo, un dominio disciplinar que los habilite para no tener respuestas únicas y un fuerte compromiso ético, social y técnico con los resultados de aprendizaje de sus alumnos. Es en este contexto que muchos países implementaron modificaciones en su formación.
Al analizar esos diferentes cambios puede apreciarse una tendencia a incrementar la duración de las carreras y, en muchas partes, a llevar estos estudios al nivel universitario. En el continente europeo, esa corriente podría describirse con un arco que va del traspaso en Finlandia de toda la preparación referida a la enseñanza al ámbito universitario en los años 70 a la decisión en España de crear en 2010 una maestría que debe cursarse obligatoriamente para ejercer como profesor, luego de terminar la licenciatura en la disciplina que se pretende enseñar. Sin embargo, aparece una inclinación inversa en otros lugares como Estados Unidos e Inglaterra, naciones donde las escuelas universitarias de educación suelen criticarse por demasiado teóricas y alejadas de la realidad del aula.
En el caso argentino existe una superposición de estas dos lógicas y la preparación de profesores se realiza tanto en instituciones universitarias como en otras no universitarias, en una organización muy compleja que se ha ido consolidando a través del tiempo. Por un lado, la mayor proporción de los jóvenes que definen su vocación por la enseñanza concurre a institutos terciarios no universitarios donde, en términos generales, los planes de estudios están centrados en los contenidos pedagógicos mientras que la formación disciplinar específica resulta más débil. Por su parte, las universidades también forman profesores desde sus inicios y allí la lógica de la preparación se invierte: existe en ellas un fuerte énfasis en los contenidos disciplinares y una formación pedagógico – didáctica que demanda menos horas de estudio.
Ante esta situación, a fines de los 90 el Ministerio de Educación promovió acortar las diferencias en la formación en institutos y universidades fortaleciendo los puntos débiles en cada uno de los casos, un polémico proceso que quedó trunco con la crisis de 2001 -2002. La Ley de Educación Nacional intentó otra vez disminuir esa heterogeneidad mediante la creación del Instituto Nacional de Formación Docente. En este nuevo organismo se aprobaron una serie de estándares que deberían cumplir todas las carreras que preparan profesores para que fueran evaluadas positivamente y sus títulos tuvieran validez. Luego de un período inicial de confusión, se aclaró que estas directivas –que promovían un significativo predominio de los saberes pedagógicos- no alcanzaban al ámbito universitario pero que las universidades deberían establecer también parámetros para sus profesorados y que esas carreras serían evaluadas. Desde 2010 las facultades con profesorados en historia, geografía y letras discuten en la Asociación Nacional de Facultades de Humanidades y Educación (ANFHE) cómo deben adecuar sus trayectos docentes a las nuevas exigencias, en un proceso que en la carrera de historia ha sido trabajoso y en ocasiones conflictivo.
Uno de los resultados de este trabajo fue la puesta en evidencia de las grandes disparidades que presentan entre sí los profesorados de historia de las universidades nacionales. Analizando veintitrés casos la ANFHE comprobó esa heterogeneidad. Algunas de esas conclusiones fueron que:
Aunque todos los títulos de profesor en historia preparan para enseñanza media y superior, algunos aún se expiden para niveles educativos hoy inexistentes (EGB y polimodal).
En la mayoría de las universidades existe una fuerte tendencia a la articulación entre las dos carreras de Historia -profesorado y licenciatura- pero no hay un criterio común en la duración de los profesorados: de los 23 casos analizados, 8 tienen planes de 4 años de duración; 14 de 5 años y uno de los planes tiene una extensión de 4 años y medio.
Tampoco hay un criterio común en la carga de la carrera en horas reloj: 16 planes tienen más de 2860 horas, mientras que 7 presentan una duración inferior a ese parámetro.
Además, en ninguno de los casos el cursado teórico de la carrera –sea más largo o más corto- coincide con su tiempo efectivo de duración, que las estadísticas revelan en todos los casos como mucho mayor.
Respecto a los años en que fueron aprobados los planes de estudios en vigencia en las universidades analizadas, la mayoría de ellos son previos a la Ley de Educación Nacional. Solo cuatro instituciones de las consideradas desarrollaban sus carreras con planes posteriores al 2006 (Catamarca, La Pampa, La Plata y General Sarmiento).
Estas diferencias fueron uno de los motivos por los que la discusión lleva ya once años sin resultados definitivos para la carrera de historia pero la demora no se debe sólo a esto. Como todos sabemos, cada vez que se producen situaciones de este tipo se mezclan en los debates una serie de asuntos adicionales entre las universidades como viejos resquemores, la defensa de intereses particulares, las distintas percepciones sobre la repercusión política que tendrían los cambios al interior de cada institución y muchas cuestiones más.
Una de las decisiones que sí resultó acordada para discutir los nuevos estándares que debía tener la formación docente fue que las asignaturas correspondientes a las carreras de Historia se agruparían en cuatro áreas, las que no deberán guardar entre sí ninguna relación porcentual predeterminada en la carga horaria del conjunto del plan de estudios. Estas son:
el campo de la formación disciplinar específica, que incluye contenidos disciplinares, troncales que serán comunes a las licenciaturas y que debe integrar los contenidos curriculares de los distintos niveles y modalidades del sistema educativo para los que forma.
el campo de la formación general que se ocupa de ciertas habilidades básicas como la lectura y escritura de textos académicos y saberes de sociología, economía y otras disciplinas necesarias para el pensamiento universitario que pueden desarrollarse en materias específicas o integradas en otras propias de la carrera.
Las otras dos áreas se refieren más específicamente a la preparación pedagógico - didáctica
el campo de la formación pedagógica donde se incluyen los saberes acerca de la política educativa, la historia y la sociología de la educación, la psicología educativa, etc., y finalmente
el campo de la práctica profesional docente y de las didácticas específicas que abarca las prácticas de la enseñanza y la didáctica de la historia. En esta última área está la clave del cambio en la formación docente porque en ella está implícita una innovación teórica posiblemente no advertida por todos, ya que la utilización del término de “específica” implica un cambio profundo en la definición de lo que es la didáctica.
Esta definición es para mí fundamental porque cuando se habla de “didácticas específicas” se entiende que cada una de las disciplinas tiene una lógica y características singulares cuya enseñanza no depende de un modelo general para transmitir ese conocimiento. Los problemas de la enseñanza son considerados en este caso como dificultades propias de la misma ciencia que se pretende enseñar.
En nuestro caso, desde las particularidades de la Historia como una disciplina que constituye una forma de conocimiento específico y, por lo tanto, para pensar en su enseñanza resultaría necesario partir del conocimiento histórico.
Jörn Rüsen (2012) considera que son cinco los factores determinantes de la matriz disciplinar de la ciencia histórica:
Las necesidades de orientación para entender los cambios a lo largo de la vida de la humanidad.
Las perspectivas de interpretación que permiten comprender al pasado como historia.
La metodología de investigación
Las formas de presentación de los resultados y, finalmente,
Las funciones de la orientación cultural.
Según este autor, tres de esos factores corresponden en forma genuina a las cuestiones didácticas:
El factor de las necesidades de orientación (o de los intereses cognitivos)
El factor de las formas historiográficas de orientación en las cuales se estructura la relación del conocimiento histórico con sus destinatarios, y finalmente.
El factor de las funciones de orientación existencial, por el cual el saber histórico influye en la vida práctica de los seres humanos; una de cuyas funciones más importante es la formación de la identidad histórica.
Teniendo en cuenta estos tres factores fundamentales del conocimiento histórico especializado, Rüsen afirma que no tiene sentido alguno hablar de una relación extrínseca entre ciencia histórica y didáctica de la historia y que queda en claro cuán problemático es atribuir a la didáctica de la historia la función de mera transmisora del saber histórico (Rüsen, 2012). Este análisis se relaciona con el que Pilar Maestro realiza desde el punto de vista de quienes enseñan, cuando dice:
Hay que insistir en que una multitud de decisiones de un profesor de Historia sobre la forma de organizar y entender los contenidos y sobre la forma de enseñarlos dependen de la concepción que tenga de la Historia, implícita o explícita. Es decir de la forma en que entienda aspectos tan básicos como la interpretación, explicación o comprensión de la Historia, el papel de las fuentes y su relación con el historiador, el tiempo histórico y la idea de evolución, la idea de causas y efectos, de cambio y continuidad, el papel de los acontecimientos o de las estructuras, de la función del individuo y de las sociedades, de la objetividad o de la cientificidad de la Historia. (Maestro, 2001:74).
Siguiendo esta línea de pensamiento, el papel central de la enseñanza estaría entonces a cargo de la reflexión de los historiadores y las ciencias de la educación pasarían a ocupar un lugar complementario. También esta iniciativa puede filiarse al concepto desarrollado por Shulman acerca de los conocimientos pedagógicos de los contenidos. Con esa idea, el autor alude a “la amalgama del contenido y la pedagogía dentro de una comprensión de cómo los temas particulares, problemas o situaciones, son organizados, representados, […] adaptados para la enseñanza” (Shulman, 1987:8). Por ese motivo, según este autor, es necesario un conocimiento profundo y flexible de la disciplina y la capacidad de producir representaciones y reflexiones poderosas sobre esos contenidos. Para Shulman, un dominio disciplinar de esta naturaleza le anticipa al docente los problemas para la comprensión de los contenidos, lo que es –en consecuencia- una forma de atender también a las cuestiones pedagógicas.
En definitiva, una opción por la didáctica específica, el ver los problemas de la enseñanza de la historia a partir de las dificultades particulares que presenta nuestra disciplina. Me parece el elemento central para tener en cuenta en una reformulación de los planes de nuestros profesorados. Pero también, estas discusiones que llevan más de una década para introducir esos cambios que todos consideramos necesarios, me hace recordar una graciosa y a la vez exacta frase de Graham Leicester: “intentar introducir cambios en la Universidad es como intentar cambiar un cementerio, no puedes esperar ayuda desde dentro” (Delgado, 2010:84).
E.: ¿Qué desafíos presentaba la investigación en didácticas específicas cuando se creó la revista Clío & Asociados. La historia enseñada en 1996? ¿Qué cuestiones ha incorporado desde entonces la “agenda” de la didáctica de la historia y cuáles debería incorporar en un futuro inmediato?
G. de A.: Cuando pienso en Clío siempre recuerdo la mesa de un café en 1995 en Montevideo (donde estábamos por las Jornadas Interescuelas que se realizaron allí ese año) alrededor de la cuál estábamos Nélida Eiros, Jorge Saab y yo congregados por Teresa Suárez, quien nos proponía publicar una revista en la Universidad Nacional del Litoral. No conocía a Teresa y nunca la había visto: una mujer fina, elegante, simpática, muy bonita que nos estaba proponiendo algo fantástico. Con el tiempo y el conocimiento personal esta primera impresión se enriqueció y se transformó en admiración por la capacidad de trabajo, la inteligencia, la erudición y la calidad humana de Teresa, que fue quien llevó el peso de la revista en esos catorce años que estuvo al frente de ella. Había otra particularidad más en Teresa: era la única a la que la enseñanza escolar de la historia no la ocupaba profesionalmente pero consideraba que era un tema muy importante en ese momento de despegue de la “transformación educativa”. Como se ve, otro emprendimiento casi amateur provocado por un contexto particular en el que el gobierno promovía reformular la educación desde cero.
Esta particular situación creo que dio muchas de las características de la revista. Los problemas viejos y nuevos de la enseñanza de la historia y la necesidad de ensayar respuestas dieron a Clío esa impronta donde se destaca la investigación aplicada, una característica del campo acentuada por los problemas del momento. Sin embargo, se ensayaron en la revista algunas secciones que iban más allá de lo urgente. Una de ellas fue la de incluir a la historia de género en sus páginas. Esta era una preocupación fundamental de Teresa que, aunque ahora parezca increíble, resultaba difícil de satisfacer porque no era un campo de estudios muy desarrollado en ese momento y nos costaba mucho en los primeros años conseguir trabajos para la revista. Otra fue realizar entrevistas a viejos maestros (Plá, Rodríguez Molas, Panettieri, Beatriz Bosch, entre otros) que dejaran el testimonio de su experiencia. Otra sección fue “Del archivo al aula”, que estuvo a cargo de Jorge Saab y Carlos Suárez. Pero en términos generales, son los problemas que planteaba la “transformación educativa” los que llenaron la mayoría de las páginas de la revista. En 2016, al cumplirse veinte años de aparición interrumpida, Silvia Finocchio escribió un artículo que apareció en nuestra publicación donde seguía los temas en la investigación de la enseñanza de la historia en nuestro país a través de los sumarios de Clío. No concuerdo con todo lo que allí se dice pero el hecho de considerar a nuestra revista como una fuente significativa para conocer las características de la investigación en didáctica de la historia en nuestro país me parece relevante.
Por otra parte, las páginas de Clío estuvieron abiertas a los investigadores de las distintas universidades argentinas y a los autores jóvenes. También a los colegas de América Latina (Brasil, Uruguay, Chile, Colombia, México, Venezuela…) y de España. Estas relaciones ampliaron nuestro panorama notablemente.
En este contexto de apertura y respuesta a problemas urgentes, me cuesta decir qué temas deberían incorporarse pero, como suele ocurrir en estos casos, voy a decir uno que a mí me resulta muy interesante: el de las representaciones sociales. Este concepto desarrollado por Antonio Castorina me parece un verdadero hallazgo. Todos sabíamos que el tema de las ideas previas no funcionaba en la enseñanza de la historia como lo hace por ejemplo en la física, porque la ilusión de los sentidos (por ejemplo que el sol gira alrededor de la tierra) no se cumple en la historia en esos términos. Sin embargo, estábamos seguros de que ciertos prejuicios socialmente instalados afectaban la comprensión de nuestra asignatura y Castorina estudia cómo esos componentes afectivos y emotivos interfieren en los conocimientos de los alumnos y los condicionan. Creo que la investigación en este campo tiene mucho que decirnos a los docentes.
E.: ¿Qué te ha aportado la colaboración en red con investigadores de los países del Mercosur?
G. de A.: Es interesante cómo desde los inseguros inicios de la investigación de la enseñanza de la historia desde la propia disciplina en las universidades nacionales, ésta se fue desarrollando como un nuevo campo de estudios a la vez que los proyectos también se internacionalizaron. Esto no quiere decir que sean considerados centrales en nuestras instituciones pero es un campo que se ha consolidado y se sigue ampliando. Con la internacionalización pudimos realizar estudios comparativos sobre distintos aspectos acerca de cómo se enseñan determinados temas en los distintos países y aún realizar proyectos multiculturales sobre la enseñanza.
Esta colaboración e intercambio amplió nuestras perspectivas y nos permitió considerar en qué se parecen y en qué se diferencian nuestros problemas con los de otros países. Pero además en qué se diferencian esos parecidos y qué hay de parecido dentro de nuestras diferencias. Aunque esto parece un juego de palabras creo que es uno de los aportes más interesantes de estos estudios conjuntos.
E.: ¿Qué sugerencias harías a quienes se están iniciando en el camino de la investigación en didáctica de la historia?
G. de A.: No me creo en condiciones de aconsejar a los jóvenes pero me permito hacer algunas reflexiones desde mis largos años de docencia aunque, como todos sabemos, la experiencia, es una virtud dudosa (el nombre que le damos a nuestros errores, como decía Oscar Wilde en 1890 o el peine que te regalan cuando te quedaste pelado, según Ringo Bonavena).
En primer lugar, debería precisar qué entiendo como “didáctica de la historia”. Hasta ahora, el concepto predominante ha sido el considerar a los problemas de la enseñanza de nuestra asignatura como una de las “didácticas especiales”. Según este concepto se postula que se debe lograr un modelo de transmisión común para las distintas disciplinas para que los conocimientos de cada una de ellas puedan ser comprendidos por los niños y los jóvenes. Se entiende a la “didáctica especial” como la aplicación metodológica tradicional de los principios didácticos generales a los que los distintos campos disciplinares deben adecuarse en forma casi indiscriminada. Este es el concepto que predomina en nuestro país desde hace mucho tiempo y que –en mi opinión– no contribuye demasiado a solucionar los problemas de la enseñanza. Frente a esta concepción surgió posteriormente una posición distinta que es la de quienes apoyan la existencia de “didácticas específicas”, lo que pone de relieve la existencia de problemas propios y distintos que cada ámbito de saber presenta para su comprensión y la necesidad de reflexionar desde las características de cada una de las disciplinas para superarlos.
En definitiva, cuando hablamos de “didácticas especiales” el problema de la didáctica como ciencia es encontrar la forma apropiada de comunicar un conocimiento que es externo a ella, sea la historia, la matemática, la filosofía o la física. La didáctica es, en este caso, sobre todo un problema de las ciencias de la educación. Pero cuando se habla de “didácticas específicas” se entiende, en cambio, que cada una de las disciplinas tiene una lógica y características singulares cuya enseñanza no depende de un modelo general para transmitir ese conocimiento. Los problemas de la enseñanza son considerados en este caso como dificultades propias de la misma ciencia que se pretende enseñar. En nuestro caso, desde las particularidades de la Historia como una disciplina que constituye una forma de conocimiento específico y, por lo tanto, para pensar en su enseñanza resultaría necesario partir del conocimiento histórico.
Es posible que en lo que estamos diciendo se sospeche una reivindicación corporativa de los historiadores, pero una visión desprejuiciada desde la educación puede llegar a conclusiones similares. En una entrevista periodística de 2007, el teórico del curriculum Thomas Popkewitz expresaba:
Les dije a mis estudiantes [...]: “Quiero que pasen un tiempo con un historiador, con alguien que está produciendo. Porque las cosas no tienen historia sin que alguien las haga” [...] Después de que estuvieron con historiadores y de que vieron cómo hacían su trabajo, les pregunté: “Bueno, ¿cómo les enseñarían esto a los chicos?”. Parte de mi intento era que tomaran aquello que ellos consideraban natural en una escuela, como enseñar Historia, y lo pensaran en su complejidad al mismo tiempo que vieran qué es lo que debían hacer en el aula. (Popkewitz, 2007: s/d)
En definitiva, los problemas de la enseñanza de la historia son para nosotros una parte constitutiva de la misma disciplina pero es necesario aclarar a la vez que esto no implica negar las diferencias entre la investigación histórica y los problemas de la investigación sobre su enseñanza porque esos dos ámbitos presentan problemas diferentes. En la investigación histórica los modelos interpretativos del pasado son necesariamente representaciones simplificadas y abstractas para explicar la evolución de las sociedades a través del tiempo. Toda narración histórica utiliza una selección parcial de fuentes y datos para ofrecer una explicación comprensible de un proceso que sin esa simplificación sería inabarcable e incomprensible. La investigación sobre la enseñanza de la historia, en cambio, debe tener en cuenta las teorías sobre el aprendizaje que establecen suposiciones acerca de cómo aprenden los individuos. Estas suposiciones son sólo probabilísticas ya que las personas utilizan distintos recursos y mecanismos mentales para aprender y, en consecuencia, esas teorías no pueden considerarse determinantes. Entre la investigación histórica y la de su enseñanza también es diferente la utilización de las fuentes y los datos. Si en la primera se pueden contrastar fuentes sobre las cuestiones investigadas para determinar, por ejemplo, las causas de la Revolución de Mayo, en las investigaciones sobre enseñanza lo que se busca son cosas distintas: cómo funcionan las estructuras mentales de los alumnos para recordar esos hechos y reestructurarlos de una manera coherente. En el caso del conocimiento histórico es posible presentar pruebas materiales para respaldar una afirmación pero en los problemas de enseñanza tan solo podemos llegar a asegurar que no existen pruebas en contra sobre una teoría pero nunca darla por completamente probada.
Como en todos los casos, una investigación en enseñanza de la historia requiere de ciertas condiciones generales: partir un marco teórico sólido y explícito, conocer y estudiar los estudios realizados anteriormente sobre el problema que se propone estudiar (no sólo en el ámbito local y en el propio idioma), exponer claramente cuál será la metodología de investigación y los datos que se recolectarán para la indagación y las hipótesis que son el punto de partida de los investigadores. Pero en el caso de la enseñanza de las distintas disciplinas en general y de la historia en particular hay dos características que es necesario señalar. El aprendizaje es un fenómeno natural pero las situaciones educativas, la escolarización y los distintos procesos de instrucción son artificiales. Este hecho abre un amplio espacio para el mejoramiento de la enseñanza y la consecuencia de esa característica es que quienes fueron y son los principales preocupados por este tipo de estudios resultan ser los docentes. La investigación en didáctica de las distintas disciplinas ha estado vinculada a las prácticas docentes y a los problemas concretos que a los maestros y profesores les surgían en las aulas y, por lo tanto, aunque se investigan también problemas teóricos, la indagación en los problemas de la enseñanza de la historia corresponden en su inmensa mayoría al campo de la investigación aplicada. La solución de estas cuestiones prácticas ha estado en el origen de estas investigaciones y sigue constituyendo una motivación potente para su desarrollo. Los primeros en reflexionar sobre estas cuestiones fueron docentes preocupados por mejorar sus clases y esa preocupación es uno de los motivos de la ampliación de este tipo de estudios en las últimas décadas. Como sostiene Joaquim Prats (2002), los “conocimientos pedagógicos” que los docentes interesados en la enseñanza de su materia han desarrollado previamente son la base de buena parte de las investigaciones posteriores.
¿Es importante investigar en este campo? Acerca de ello me permito repetir una frase de Marc Ferro que creo sintetiza notablemente esa importancia:
...la imagen que tenemos de otros pueblos, y hasta de nosotros mismos, está asociada a la Historia tal como se nos contó cuando éramos niños. Ella deja su huella en nosotros para toda la existencia. Sobre esta imagen, que para cada quien es un descubrimiento del mundo y del pasado de las sociedades, se incorporan de inmediato opiniones, ideas fugitivas o duraderas, como un amor..., al tiempo que permanecen, indelebles, las huellas de nuestras primeras curiosidades y de nuestras primeras emociones. (Ferro, 1990:9)
Referencias
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