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Recepción: 29 Enero 2019
Aprobación: 17 Mayo 2019
Resumen: Este escrito estudia los viajeros mexicanos que visitaron el Medio Oriente durante el siglo XIX. Se analizará cómo es que estos mexicanos interpretaron a los musulmanes y el Islam con que inevitablemente se cruzaron durante cada viaje. Este escrito busca explicar por qué los mexicanos interpretaron el Islam de una forma determinada. Para lograrlo, se retoma el tránsito de la herencia hispánica de México a la Modernidad republicana. Este análisis presenta, así, las diferencias de cada acto de viajar, e indaga en la peculiaridad que modifica las impresiones que se vierten sobre los musulmanes.
Palabras clave: Imperio Otomano, Tierra Santa, peregrinación, itinerarios, relatos de viaje.
Abstract: This research studies the Mexicans who traveled to the Middle East throughout the nineteenth century. An analysis will be made concerning the interpretations these travelers produced on the Muslims and the Islam they came across within each journey. This text explains why Mexicans interpreted Islam as they did. In order to attain such an explanation, an overview of the passage from the Hispanic heritage of Mexico to the Republican Modernity is carried out. Hence, this investigation presents the differences implied within each specific act of traveling, and inquires into the peculiarity that modifies every impression drawn regarding the Muslims.
Keywords: Ottoman Empire, Holy Land, pilgrimage, itineraries, journey logs.
Los viajeros mexicanos del siglo XIX y sus musulmanes[1]
Si se quiere una expresión paradójica hela aquí: la verdad del viajero es su error.
José Ortega y Gasset[2]
Cada nación se mofa de las demás, y todas tienen razón.
Arthur Schopenhauer[3]
El concepto general de “Humanidad” se convierte en el contraconcepto de los conceptos particulares que le son inherentes.
Reinhart Koselleck[4]
1. Introducción
El historiador y el lector de historia son dos actores que, irremediablemente, irrumpen en el pasado. Trastocan, ambos, su curso pretérito y el norte que otrora seguía adquiere un flujo más familiar. El historiador, a golpe de preguntas vigentes, empuja los vectores del pasado hacia él. El lector de historia, por su parte, cae en dicho producto, por intereses, deseos o perplejidades que nacen cuando absorbe su circunstancia. El escrito de historia se convierte en el punto de fuga en que convergen los dos actores. Por eso, el pasado narrado y leído tiene que ver, más bien, con el presente que con un “tiempo perdido”.
Este escrito, que inquiere los viajes y los viajeros, procede de una circunstancia fecunda en viajes y viajeros. A una persona del siglo XXI le es usado conversar de viajes, próximos o lejanos, como le es normal hablar de extranjeros, hábitos forasteros y monumentos del “patrimonio mundial”. Es aun motivo de vanagloria el acto de viajar. Hoy, más que nunca, ese narcisismo fotográfico —que no paramos de ojear— sirve como un componente sine qua non del viaje.
Y, aunque el viaje sea sólo posibilidad de unos cuantos, en el imaginario de los menos aventajados —como les llamaría Rawls—, también rezuma la fruición por el viaje. En acto, el viaje es largo y agobiante para las poblaciones con carencia consuetudinaria. El viaje es eso que pesarosamente realizan para llegar al área laboral de las urbes sobrepobladas. Áreas que, como se sabe, están geográficamente distantes de las áreas donde estas poblaciones pueden habitar.[5] En potencia, por otro lado, el viaje es eso a lo que se había aspirado cuando llegan las vacaciones, es eso que merece un financiamiento que el salario no puede alcanzar en el corto plazo, cuya realización conlleva préstamos interminables.
Nuestra circunstancia ha democratizado los viajes. Se buscará objetarme diciendo que los viajes siempre han estado presentes en el imaginario colectivo, y que la corriente tesitura no diverge de las del pasado.[6] Sin embargo, la ampliación, la vulgarización, la socialización —o como quiera llamársele— del acto de viajar es el fenómeno sui generis frente a las épocas antecedentes. En el imaginario colectivo ya está establecido el viaje y, además, ocupa un sitio privilegiado. Se comparte el deseo de viajar, sin importar la clase socioeconómica, y esto es signo irrevocable de que creemos en la posibilidad de cumplir el deseo.
Los investigadores que tocan el tema viajero en México repiten, casi robóticamente, lo que, a propósito, sentenció Ignacio Manuel Altamirano: “los mexicanos viajan poco”. Nadie puede disputar que su reproche insinúa la exclusividad del acto de viajar en su época, y, por repercusión, la ausencia de este deseo en la colectividad.[7] Nuestra circunstancia diverge transversalmente. Hoy, someramente dicho, lo que alguna vez se antojó imposible es posible. Y no está de sobra decir que lo que deviene posible desencadena una insólita serie de posibilidades.
Una de estas nuevas posibilidades, nacida de esta rutina de viajes y viajeros, es la que incide en la comprensión que tenemos del pasado. Basta con una observación panorámica de las producciones historiográficas para notar la creciente recurrencia del tema viajero. Los coetáneos, historiógrafos del siglo XXI, comparten un gusto por las investigaciones de los viajes. No sólo eso: se ha incurrido en el acto de leer el pasado a través de la lente viajera. Es decir, el historiógrafo veintiunesco se aproxima a los sucesos del pasado con una hipótesis predispuesta a encontrar viajes y viajeros en donde antes no los había.[8]
Sirva un ejemplo ilustrativo: Martín Lutero ya no sólo es el reformador contestatario. Al profesor Russel Lemmons le fue dado mirar a un Lutero diferente. Tituló su ensayo: “Martín Lutero como viajero y traductor”.[9] Nos dice el profesor de la Universidad Estatal de Jacksonville: “Mientras que los estudiosos han apreciado, por mucho tiempo, la importancia de la traducción que Lutero hizo de la Biblia, [...] sus experiencias como viajero y el impacto de este hecho en su labor de traducción han sido enormemente ignorados”[10]. Procede a analizar, entonces, a ese Lutero que, por su condición viajera, pudo traducir la Biblia. Averígüese cómo reaccionarían los historiadores del pasado ante pareja personificación. Hoy —lo reitero—, cuando menos, seduce.
2. Circunstancias disonantes
Está claro, entonces, que nuestra circunstancia ha visibilizado el viaje histórico, y a ello responde que los lectores actuales crean tener familiaridad con los relatos viajeros que nos llegan del pasado. Sin embargo, al paso que se nos abre la posibilidad de mirar nuevas aristas en la historia, corremos el riesgo de mirarlas con descuido. Corremos el riesgo, en suma, de ver nuestro propio reflejo en lugar de ver a través del cristal. Hay que poner distancia entre nuestra circunstancia y la del pasado. Todo lo que provenga del pasado tiene que sernos diferente hasta que se demuestre lo contrario.
Nuestra afinidad nos despoja de la habilidad de notar la distancia interpuesta entre nuestros actos de viajar y los pretéritos actos de viajar. No obstante la incapacidad, podemos valernos de un corriente parámetro con el que, altivamente, infravaloramos los tiempos anteriores en beneficio de nuestros tiempos: la técnica. Sabemos que los medios de transporte han “mejorado” cuando comparamos nuestros aviones con los vapores y los ferrocarriles. La inmediatez con la que observamos los trayectos, hoy, frente a la de los trayectos en el siglo XIX es de una asimetría por sí sola evidente. Y, sin embargo, para el individuo decimonónico, viaje implicaba efectiva inmediatez.
Son múltiples las alabanzas que leemos, en los relatos viajeros, a los méritos del progreso cuando suben al vagón ferroviario. Dice uno de los viajeros con quien trataremos en este estudio: “Hoy que la distancia está por el vapor ya vencida, y que la ciencia ha destruido la barrera de viejas preocupaciones que mantenian incomunicados á los pueblos, los viajes por mar y tierra son partidas de recreo, y en el transcurso de noventa dias puede darse la vuelta al globo terrestre”[11].
Nuestra inmediatez y la de los decimonónicos no son una y la misma. Mientras que la rapidez del viaje aéreo exige casi, casi simultaneidad, la rapidez del viaje en vapor da cabida a la espera. En el avión hay un derroche de las expectativas en torno a nuestro destino, en tanto que en el vapor hay una frugalidad, incluso, estratégica de esas expectativas. Es decir, no tenemos suficiente tiempo para estudiar nuestros propios deseos ni las posibilidades que mentalmente se nos abren cuando pensamos en el lugar al que llegaremos. A diferencia nuestra, hay semanas de por medio para que el viajero decimonónico se relacione con sus expectativas de viaje, y eso ¡durante el mismísimo acto de viajar! Tanto es así que pueden redactarlas y re redactarlas cuantas veces necesiten en sus indispensables diarios.
Este ensanchamiento temporal también se manifiesta en lo espacial. Un pasajero de aerolínea, aun el más acomodado, no puede aspirar a recorrer largos pasillos con diferentes salones, sentarse al comedor, salir a recibir la brisa, forjar amistades en cuestión de días con cinco o más viajeros, como sí lo hacían los huéspedes del vapor. Nadie desafiaría al sentido común al denominar como huésped al tripulante del aeroplano, pues no existe la prerrogativa del camarote. El cuerpo es prisionero de la comodidad en nuestros traslados inmediatos.
En ese siglo XIX, entre la partida y la llegada mediaba un momento crucial. La dosificación de las expectativas derivaba en la formación de imágenes y de categorías sobre lo desconocido. Es crucial, decía, porque los viajeros participarán de las fuentes de conocimiento que a la mano tengan, durante la navegación, para saber qué les deparará.
Tienen, para empezar, compañía forastera y pueden, si no padecen de trato adusto, inaugurar charlas para ablandar la curiosidad. Lo mismo que la conversación, existe otro medio para conocer el destino que se avecina. Estos viajeros se reputan como gente civilizada. En el espeso listado de hábitos que todo hombre civilizado ostenta está, todos lo saben, el cultivo de sí mismo mediante lecturas asiduas.[12] Por eso, no es difícil imaginar a estos viajeros en posesión de dos o tres impresos al interior de sus pesadas valijas. Francisco Bulnes, uno más de nuestros viajeros, confiesa: “[desde] el momento en que me ví en marcha, todos los fantasmas de mis lecturas se inclinaron bruscamente para presentarme el globo en sus expléndidos contrastes. Yo aproveché esta protección expontánea de la memoria, para poder apreciar á su hora el desarrollo de la realidad”[13]. El libro es el depósito de la confianza de un viajero que tiene enfrente la calamidad de lo desconocido.
¿Qué leían los viajeros mexicanos que arribarían al —como le llamamos hoy— Medio Oriente? El destino que ilusiona a los viajeros mexicanos es, por lo general, la añoradísima Tierra Santa. Por lo menos, tres de estos aventureros nos dan noticia de haber digerido las líneas de un autor en común: el fraile seráfico Liévin de Hamme.[14] En los tres pesados volúmenes del Guía- indicador de santuarios y lugares históricos en Tierra Santa, el franciscano belga ofrece información pragmática: todo redunda en el mejor provecho del peregrino.
El lector, agradecido por la erudición de este guía espiritual, encuentra cifras de precios y de distancias, fatigosas descripciones de toda menudencia con que se cruzará el viajero, y consejos de cómo comportarse.[15] Visitando la Mezquita de Al-Aqsa, López-Portillo aprendió que ahí reposaban las sillas de Buraq (البُراق ), el caballo que elevó al Profeta a los cielos. Perplejo, le intima a su lector:
Me pareció que semejante aserto era una broma, iba a reir cuando recordé la recomendacion que lei en el libro del hermano Lavinio: es, á saber, la de no hacer burla ni de lo que parezca el mayor absurdo en aquel sitio, pues todas estas majaderias son puntos de fe para los mahometanos, y cuando un creyente mira burlada su fe, se ciega y es feroz.[16]
Otros viajeros echan mano de diferentes géneros de impresos. Con su característico acento de ironía, Francisco Bulnes tácitamente nos enseña sus libros durante la aburrida travesía:
Yo me entretuve en leer y examinar las facultades destructivas del pulpo que aparecia diariamente en mi plato. De mis ocupaciones inofensivas no saqué mas provecho que descubrir que tanto el pulpo de “Los trabajadores del mar,” como el cañon en libertad de 93[17], dan prueba de los granos de clemencia que posee a veces la imaginacion de Víctor Hugo.[18]
El General Ignacio Martínez, con el humilde deseo de conocer el mundo entero, se decidió “á tomar lecciones de inglés, á consultar mapas, á leer tratados de geografía y los viajes de Humboldt, Arago, Chateaubriand, Lamartin [sic], Burton, etc”[19]. López-Portillo empalma largos versos, también, de Lamartine, para sublimar la belleza de las noches napolitanas.[20] No faltan, tampoco, los impresos hojeados de plumas paisanas. Algunos viajeros exhiben un fino aprecio por el primer relato viajero al Medio Oriente, la Breve y sencilla narracion del viage del padre Guzmán[21], y, también, exhiben la emotividad que les inspiró Manuel Carpio con sus poesías religiosas.[22] Otros agradecen la tropicalización que de las obras francesas realizó Mariano Galván Rivera, en los tres volúmenes de La Tierra Santa.[23]
Se asoma un tentativo contraste en este repaso de los impresos de los que se sirvieron los viajeros. Me refiero al contraste entre aquéllos que viajan en condición de peregrinación y los que viajan por motivos más mundanos. El peregrino, ejercitador del espíritu por antonomasia, entiende su viaje a la usanza piadosa. Y se acercará, entonces, a escritos que le faciliten una experiencia anagógica. El viajero lego tiene, por otro lado, intereses más “culturales”.
Estas tendencias divergentes de lectura me obligan a atender la siguiente reflexión: el viajero, en realidad, no cae sumido en lo desconocido cuando pisa el suelo extranjero. Por el contrario, el viajero entra al destino confiado en que ya lo conoce. Ése es el efecto inmediato de la lectura realizada en ese dilatadísimo punto medio entre la partida y la llegada. Según qué se lea y qué se oiga, nacerá el mundo a visitar. Despuntan, entonces, las peculiaridades de los impresos. Unos echan mano de plegarias y hagiografías, otros se sirven de versos y monografías. Con esta reflexión preliminar nos acercamos a dos géneros de viajeros, que de maneras disonantes realizan el viaje.
La distinción entre peregrino y viajero profano (o turista) resulta crucial. El Medio Oriente tuvo dos significados disonantes para los dos géneros de viajeros mexicanos. Para el primero, dicho territorio se trataba de la Tierra Santa, y era un espacio de penitencia, de encuentro con Dios. Para el viajero profano, el Medio Oriente era un espacio de recreación (“recreo”, le llaman los decimonónicos), es turismo en ciernes, y la región no era conocida por ellos como la Tierra Santa, sino como el Oriente.
Es importante poner de relieve que los primeros mexicanos que visitaron el Medio Oriente fueron, precisamente, peregrinos. Ellos tienen una cosmovisión todavía hispánica, herencia del virreinato que acababa, apenas, de dar lugar a una inestable nación independiente.[24] El baluarte de los primeros mexicanos —se sabe de sobra— era la religión católica, que configuraba incluso la Constitución y aun el pensamiento de numerosos liberales. La del peregrino es una cosmovisión, por tanto, tridentina, ataviada de rasgos teológicos procedentes del universo barroco. Así pues, hubo unos primerizos visitantes de México al Medio Oriente, y, por la temprana fecha de su viaje, ellos no pudieron menos de ser peregrinos. Conforme avanza el siglo XIX mexicano, se radicaliza el ala liberal al grado de gestar un notable jacobinismo entre sus simpatizantes. Estos mexicanos adoptan una cosmovisión moderna, que negaba (no podía ser de otra manera) la herencia hispánica y su aneja mentalidad tridentina, en beneficio de los valores republicanos. Se cosecha, así, una nueva mentalidad que abandonó cualquier concepto y cualquier categoría de talante teológico. Durante este siglo se transitó de la mentalidad teológica a la mentalidad profana.[25] Tal proceso no hizo sino reflejarse, inclusive, en el acto histórico de viajar. Vemos así que se gesta, paralelo al tránsito de monarquía a república, un tránsito de la peregrinación tridentina al viaje moderno y mundano.
La peregrinación de los mexicanos tridentinos, como toda la tradición de peregrinaciones católicas, es un acto penitencial, de humillación, de expiación de pecados.[26] Según la historia de las peregrinaciones, el peregrino esperaba un trayecto difícil, lleno de obstáculos, para alcanzar la Tierra Santa. Lograrlo le granjeaba indulgencias a sus pecados más graves. No hay suficientes viajeros mexicanos al Medio Oriente en la primera mitad del siglo XIX, debido a este mismísimo hecho: la peregrinación no es un viaje cómodo, es un acto de humillación. Aún más: un obstáculo inexorable para el peregrino, en su rumbo al “Oriente”, es la continua presencia de no cristianos: herejes, cismáticos, apóstatas, relapsos, infieles, paganos, judíos.[27] El peregrino adolece de una pena inveterada: que la Tierra Santa permanezca domeñada por los enemigos de Cristo, los herejes de Mahoma: los mahometanos. Los peregrinos mexicanos, de acuerdo a su lógica tridentina, entenderán así a los musulmanes con quienes inevitablemente se cruzarán por su camino.
Los mexicanos modernos no entienden así las cosas. Para ellos, un viaje es un privilegio que sólo los acaudalados pueden costear. El viaje es, igualmente, fuente de conocimiento. Salta a la vista que, en la segunda mitad del siglo XIX, aumente el número de viajeros al Medio Oriente. La peregrinación beata ha dado lugar al viaje turístico[28], tan sólo posible en una sociedad moderna. Adecuada o inadecuadamente adaptada, la Modernidad inició su historia en México tras el Triunfo de la República. Y es tras este acontecimiento que surgen viajeros ansiosos por conocer el mundo entero. La figura del viajero mexicano consiste, ya no en sacerdotes ni religiosos, sino en abogados, políticos, militares, médicos, científicos, poetas.[29]
Justo es decir que los peregrinos no desaparecen con la llegada de la Modernidad. Señeros y aislados son los viajeros mexicanos plenamente ateos y jacobinos. La mayor parte de los viajeros mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX son católicos, y ejecutan, durante su mismo viaje, el turismo y la peregrinación de manera simultánea. Son quizás estos viajeros-peregrinos los arquetipos de los viajeros mexicanos que, en el siglo XIX, visitaron el Medio Oriente. Ellos no van a interpretar a los musulmanes como meros herejes, también los interpretarán como los interpretan los modernos: o sea, como los “orientales”, como hijos de la “civilización” islámica, que cobran infinita curiosidad cultural para los viajeros. Y, sin embargo, aún se les considera como herejes.[30] Ésta, la de los viajeros-peregrinos, es una mezcla de lógicas (la tridentina y la moderna) sumamente sugestiva que adelante se podrá apreciar con detenimiento.
Así pues, se estudiará los siguientes tipos de viajeros mexicanos:
1. Peregrinos, cuya lógica tridentina interpretará a los musulmanes como herejes. Tienen ellos una lógica teológica.
2. Viajeros (turistas), cuya lógica moderna interpretará a los musulmanes como orientales. Tienen ellos una lógica cultural.
3. Viajeros-peregrinos, cuya lógica dual interpretará a los musulmanes como herejes y orientales simultáneamente. Tienen ellos dos lógicas paralelas: la teológica y la cultural.
Son realmente pocos los investigadores dedicados a escrutar la presencia histórica de mexicanos en el Medio Oriente. Desde luego, esta desatención está motivada por la dificultad de encontrar viajeros mexicanos decimonónicos en dicha región. Entre los investigadores, lamentablemente, hay una tendencia a concluir que los viajeros mexicanos eran sujetos marginales, deuteragonistas (por no decir tritagonistas)[31], y, por ende, que sus viajes no representaron más que un hecho aislado, relatado a partir de opiniones imitadoras[32], y aun de juicios insensatos[33].
Los investigadores llegan al extremo de acusar que, en vista de que un viajero mexicano procedía de un país latinoamericano, y no de uno civilizadamente europeo, entonces su viaje no abriga mayor complejidad. Si los viajeros y los eruditos europeos, a la sazón, generaban una imagen muy tendenciosa de los “orientales”, y sólo los infravaloraban, los viajeros mexicanos no pudieron menos de ser una versión empeorada de sus homólogos europeos (según concluyen los investigadores). Esta actitud europea, de infravaloración, fue conceptuada por Edward Said como Orientalismo. La actitud mexicana —emuladora barata de los europeos, según consienten los investigadores actuales— era un Orientalismo Periférico. ¿No es ésta una interpretación, en sí misma, tendenciosa y anacrónica?[34]
Si, como hemos visto hasta aquí, los viajeros mexicanos que visitaron el Medio Oriente eran, o bien peregrinos, o bien turistas, o bien una mezcla de ambos tipos, ¿de dónde se puede concluir que eran periféricos para la “cultura occidental”? Todos estos viajeros se ufanaban de que México era partícipe de la tradición occidental. El peregrino se identificaba con el catolicismo tridentino, plenamente occidental. El viajero turista se identificaba con los valores de la Modernidad europea y de la República estadounidense, ambas plenamente occidentales.[35] ¿El solo hecho de pertenecer a una región latinoamericana los relegaba a la periferia y a la barata imitación? He ahí un craso anacronismo, inspirado en el actual estatus tercermundista de América Latina. A propósito del Orientalismo de Said, este anacronismo en el que caen los investigadores es denominado Latinoamericanismo.[36]
Esta lógica anacrónica, que arroja a la periferia a los latinoamericanos, la reprobaron incluso los propios mexicanos decimonónicos. José María Tornel, dos veces gobernador del Distrito Federal en la primera mitad del siglo XIX, se cruzó con el relato que el conde austriaco, Isidore Löwenstern, compuso a propósito de su viaje a México en 1838. Tornel no puede dar crédito a la sarta de aseveraciones que el austriaco arremete contra los mexicanos. Deplora que Löwenstern contemple a los mexicanos “como una raza corrompida y degradada”[37]. Le parece naturalmente incomprensible que el viajero tache a los mexicanos de bárbaros. Tornel ve clarísimo lo contrario:
México no es uno de los pueblos del globo mas atrasados en civilizacion; y cuanto permiten sus antecedentes, las circunstancias actuales y los obstáculos que producen los trastornos civiles, innegable es que ha obtenido adelantos, que si no pudo percibir el viajero, es, ó porque sus ojos no son tan claros como los de un filósofo, ó porque le plugó cerrarlos ante los hechos que contradecian sus absurdas opiniones.[38]
Tornel sólo puede concluir que una descripción tan errada procede de una pluma malintencionada. “Mr. Lewenstern [sic] ha agotado el veneno de una pasion rencorosa, y ha trazado sus líneas para no ser creido de persona alguna, porque la perversidad que atribuye á un pueblo civilizado, es una paradoja que jamas autoriza la buena crítica”[39].
3. Los viajeros y sus musulmanes
Fue el padre José María Guzmán al que se ha reputado como el primer mexicano en el “Oriente”.[40] Su misión, en 1834, era abogar, en Roma, por que fray Antonio Margil[41] fuera beatificado. Dada la demora del proceso, tomó ventaja de su localización para realizar la peregrinación que a todo buen creyente impacienta, la de Tierra Santa. Este personaje condensa todos los rasgos de la ontología tridentina. El discurso que procede de su pluma alude a un mundo ordenado como cristiandad. Luego, el musulmán es un Otro que desequilibra la cristiandad.
Lo cristiano se vuelve el parámetro lo mismo para lo inteligible que para lo ininteligible. Y esto explicaría, quizá parcialmente, por qué Guzmán no puede distinguir entre el gentilicio turco y el creyente musulmán. A veces usa el gentilicio atinadamente, en referencia a las facultades civiles, y a veces, también, describe correctamente al religioso en su práctica, pero él no parece estar bien consciente de la distinción. No lo está, ya sabemos, precisamente por su cosmovisión tridentina, y no por una inteligencia embrutecida, pues turco y “mahometano” no son sino metonimias de hereje.[42]
Assia Mohssine, única estudiosa escrupulosa del peregrino, realiza, en principio, una observación muy feliz del relato viajero.[43] Analiza el relato en tónica semiótica. Dice que “es construido, a grandes líneas, sobre las convenciones del género viático, a partir de la experiencia del viajero-peregrino”[44]. Se puede decir que Mohssine, con suma perspicacia, notó que el relato es una “forma discursiva”, concepto que útilmente propone Perla Chinchilla.[45]
Y, en efecto, el relato de esta peregrinación echa mano de recursos discursivos propios de otros relatos de peregrinos. Pero Guzmán está pensando en las formas discursivas que son propias de su linaje tridentino, y no, como Mohssine parecería insinuar, en los relatos de viajeros franceses. Hay mucho mayor parentesco entre el impreso de Guzmán y, por ejemplo, la Historia de cosas del Oriente, de Amaro Centeno publicado en 1595, que con los relatos, tan mentados aquí, de Lamartine y Chateaubriand.[46]
La cristiandad en la que vive Guzmán se refleja en el desprecio por los musulmanes. El cual se gesta por la falsedad de su religión —pues sólo Cristo es la verdad—, según entiende el teólogo. No hay juicios tolerantes para las prácticas del musulmán. El salat de la mezquita es acicate de burla, el Adhán del muaddín se reduce, según escucha, a gritos destemplados[47], y cuando nota la presencia de los faquires sufíes, Guzmán lleva el vituperio hasta el extremo diciendo que a “estos hombres sucios y desvergonzados reputan por santos los turcos, y se tienen por dichosos, tanto hombres como mugeres, con tocarlos ó besarlos, lo que prueba su espantosa ceguedad, ignorancia y fanatismo”, y su ultraje culmina cuando dice que ellos tienen “otras estupideces que asombran, y que seria muy molesto referir”[48].
Todo es cristocéntrico para el peregrino. Tanto es así que, cuando visita el Cenáculo —el lugar donde, según la Tradición, aconteció la Última Cena— exclama: “Este lugar tan venerable y tan sagrado, está por nuestros pecados hecho mesquita de turcos, y no dejan entrar allí a los cristianos; pero á mí por providencia de Dios me permitieron entrar á hacer oracion”[49]. Se mantiene, pues, un ordo mundi en el que el pecado de la “humanidad” desencadena una serie de derrotas para la cristiandad, pero que pueden ser mitigadas por mediación de las obras y la fe.
Mohssine permitió que su estudio languideciera al admitir la falsa periferia. Interpreta que el padre Guzmán no resistió al influjo europeo porque presenta un apéndice “más científico” en su libro. Por motivos semánticos que prefiere omitir, Mohssine establece una sinonimia entre lo europeo y lo científico (convendría que revisara, cuando menos, apellidos como Alzate, Elhuyar y Del Río). Así y todo, yo no me atrevería a membretar de científico al apéndice que añade Guzmán, sino que lo inscribiría en esa tradición de impresos que escruta la “Tierra Santa” y el “Oriente”, tal y como es notable en las analogías entre Guzmán y Centeno.
Si Guzmán añade señeros pasajes en donde no se desdeña algún elemento “turco”, se debe a que ese elemento compagina bien con el orden cristiano. Esto despunta —como agudamente observa Mohssine[50]— cuando habla de “Mehmet-Ali” (el revolucionario de Egipto) casi como un héroe. ¿Por qué? Sencillamente, porque se desentendió de la política “del Gran Turco de Constantinopla [pues] con la proteccion que ofrece á los europeos [...] ya no son tantas las vejaciones que experimentan los religiosos”[51].
Así, también, Guzmán templa su uso de adjetivos ofensivos cuando describe la devoción que muestran las “turcas” en el lugar milagroso donde, según se dice, la Virgen María derramó algunas gotas de su leche materna en el suelo. El acto piadoso que ahí opera consiste en que quien adolece de agalactia visita el sitio para generar leche. La devoción que observa en “las turcas” y “los turcos” es insólita. “Es esto en tal grado, que [...] casi de su cuenta corre que no falte el aceite para las lámparas de aquella devota hermita. La miran con tal respeto y veneracion, que allí van los dichos turcos á hacer los juramentos que jamás han de violar”[52]. Casi parecería, Guzmán, ignorar que los musulmanes también veneran a Maryam. De hecho, su observación insinuaría que este milagro es reserva exclusiva de la “verdadera religión”, el catolicismo romano. Por eso, la referencia al turco funciona como una amplificatio retórica, un instrumento para persuadir, de una buena vez, sobre el portento extraordinario que ahí se manifiesta. Uno que hasta a los “herejes” hace prosternarse.
No muy distante se columbra el siguiente escrito viajero que tocaré. Casi veinte años después de Guzmán, en 1862, publica su extenso relato de peregrinación el padre Rafael Sabás Camacho y García, futuro obispo de Querétaro.[53] Su peregrinación no es menos piadosa que la del padre Guzmán, pues está investida con la presencia de hombres y mujeres consagrados a la vida religiosa. Su peregrinación está, además, coronada por la compañía del célebre futuro arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida (y sus dos sobrinos[54]).
Como es de esperarse, el padre Camacho también está impregnado de la ontología tridentina. Sin embargo, hay en sus palabras un acento de añoranza, o, aún más, de nostalgia. El padre Guzmán también lo presenta, pero ambos acentos pusilánimes no son equivalentes. El dolor de éste es un dolor muy tradicional; ése que, como jaculatoria, itera y reitera la miserable condición del cristianismo en Tierra Santa. Es un discurso que está sedimentado en la identidad latina, que es una identidad acongojada por la irremediable rendición de la Jerusalén cristiana al hereje.[55] La fatalidad que se asoma en el escrito del padre Camacho, sin embargo, no es tan atávica. Es la que nace, más bien, a raíz del paulatino desmoronamiento de la Iglesia que los mexicanos, a la sazón, atestiguan.
Esta peregrinación acontece un lustro después de promulgarse la Constitución de 1857. Es el principio de la derrota para la ontología tridentina. Un evento simbólico que delata este desmoronamiento es, sin duda, el envío de las tropas del gobernador Juan José Baz a rodear la catedral por la negativa que propinó el arzobispo José Lázaro de la Garza a que las autoridades civiles participaran en los oficios de la Semana Santa.[56] La ontología moderna comienza a corroer la ontología tridentina. Y, por eso, surgen ásperos defensores de la Iglesia. “Sólo los últimos años de los cincuenta y primeros de los sesenta verán la consolidación de una escuela católica de pensamiento abiertamente hostil al liberalismo”[57] —antes no—.
En suma, cunde la congoja en esta peregrinación. La presencia del obispo Pelagio Antonio de Labastida es aún más elocuente sobre esta derrota. En 1856, el prelado fue expulsado de México por rechazar la propuesta que ofreció Ignacio Comonfort a la Iglesia de financiar con 10,000 pesos mensuales al gobierno.[58] El obispo osciló entre el retorno y el destierro, entre Cuba, Nueva York y Roma, siempre con miras frustradas a regresar al terruño. ¿No es este hombre la encarnación de la derrota tridentina?
Entendido parejo escenario, cobra sentido la flagrante violencia que este relato lleva al colmo. El Itinerario de Camacho es, ante todo, un escrito defensivo contra las amenazas inveteradas de la cristiandad. Su repetida furia se desata siempre que visita lugares sagrados:
Pero, ¿qué es esto? me preguntará el lector. ¿Qué tienen que hacer los turcos en el Santo Sepulcro? ¡Ah! esta es una desgracia digna de lamentarse. Hoy los turcos después de haberse apoderado de la ciudad, son los verdaderos dueños del Santo Sepulcro: ellos tienen las llaves de la iglesia, y cuando se necesita entrar, hay que suplicarles y pagarles para que la abran [...]. Esto de que los turcos den licencia para entrar, es una de tantas humillaciones por que tiene que pasar el peregrino que visita los santos lugares.[59]
El mismo sitio que enfureció al padre Guzmán, el Santo Cenáculo, parece exacerbar al padre Camacho: “Antiguamente esta iglesia pertenecia á los padres de Tierra Santa; hoy los turcos se han apoderado de ella y la han convertido en mezquita, ó mas bien dicho en basurero; tal es el estado de suciedad en que se encuentra”[60]. Lo mismo que Guzmán, para Camacho los musulmanes también son individuos despreciables, dado que son seguidores de un heresiarca: “Da mucha lástima que tanto fervor y exactitud de los pobres mahometanos, para cumplir con sus deberes religiosos, no sea empleado en una causa mas digna, profesando la verdadera religion”. Hierve en el padre Camacho una ira intransigente porque la sociedad compuesta por estos herejes tiene bien afianzada su religión, en tanto que allá, en su nación mexicana, la religión es ruina. “¡Qué vergüenza para los que profesamos la verdadera y santa religion de nuestro Señor Jesucristo, que los mahometanos, sectarios de errores tan groseros, nos den que imitar en materia de exactitud y fidelidad en el cumplimiento de nuestros deberes!”[61].
A mi parecer, el Itinerario del padre Guzmán es una nutrida fuente para escrutar la mirada tridentina sobre los musulmanes. La razón que se aduce para constatar esto descansa en la remarcada desesperación de sus afirmaciones, puesto que la Iglesia ni siquiera existirá para la ley (a partir de 1874).
Hay que esperar casi una década para tener un nuevo relato viajero. Se trata de Egipto y Palestina, de José López-Portillo y Rojas, famoso autor por pertenecer al canon de literatura mexicana. En su tiempo fue un prominente abogado tapatío de factura liberal moderada y de notable condición intelectual. Al terminar sus estudios, en 1871, su adinerada familia lo manda a recorrer el mundo. El viaje surtió buenos efectos, pues así nace su primer libro en dos volúmenes. “Los países que visitó fueron de lo más diverso: primero Estados Unidos, Irlanda, Escocia e Inglaterra; luego, Francia –donde conoció a varios escritores con los que mantuvo correspondencia– e Italia y, finalmente, Egipto y Palestina”[62].
A diferencia de los dos peregrinos, el viaje de López-Portillo es más mundanal. Acaso dos indicios para subrayar esta condición reposen sobre su estatus seglar y en el puesto postrero que tiene su visita “al Oriente” dentro de su Tour du Monde. No obstante la diferencia entre los viajeros, se preserva una continuidad indisputable. El “Oriente” no se entiende si no consiste en beatitudes y santiguadas. Oriente, tanto para los hijos de la ontología tridentina como para López-Portillo, es, inexorablemente, una hagiotopía. López-Portillo insinúa la mutación, digamos, la contrastante consistencia entre su viaje a Europa y su viaje a Oriente: “Aquí me embarcaré para caminar á Oriente, y prepararé mi escalvina y mi báculo de peregrino”[63]. Tras bambalinas, se retira el vestuario de viajero y, en nuevo escenario, asume el rol de peregrino. Lo que quiere decir que ambos, viaje y peregrinación, no son actos intercambiables.
El viaje-peregrinaje de López-Portillo acontece en una circunstancia que presenció la anonadación de la opción monárquica y el menoscabo del poder temporal de la Iglesia. Florece una nueva ontología en el México que moldeó el pensamiento del abogado viajero. López-Portillo es un dechado de la mezcla de ontologías, es un pensador que tiene su fe en el aposento privado más que en la talla de las posibilidades y su devenir. Está en un momento histórico donde ambas ontologías tienen igualdad de intensidad. Veremos, pues, cómo López-Portillo tiene presentes los dos discursos de ambas ontologías.
Los musulmanes, para López-Portillo, todavía son contrincantes: “Ahora la tierra de los hebreos, que es segunda cuna del género humano, se encuentra habitada por infieles que no la veneran, sino que la oprimen y la ultrajan”[64]. En resumen, los “mahometanos son supersticiosos”[65].
Cuando relata su visita al “Árbol de la Virgen”, que —dice la Tradición— resguardó en su sombra a la Sagrada Familia, procede a confesarse: “La verdad es que no pueden darse razones ni pruebas decisivas en pro ni en contra de su autenticidad; pero para mí, así como para otras almas que aborrecen el descreimiento, este sicomoro es realmente el ‘árbol de la Vírgen’”[66]. Pero López-Portillo parecería no aborrecer tanto el descreimiento en su visita a la Mezquita de Barquq. Su guía, Fortunato, y su compañero italiano de excursión, apellidado Felleti, aprenden que en esta mezquita hay un cinturón y una túnica que usó el sultán mameluco Al-Zahir Barquq. Según les comentó un musulmán, tanto el cinturón como la túnica son objetos milagrosos que curan los males de los creyentes.
— En ese caso, dijo Felleti, seria inútil que yo me echase encima la túnica y me ciñese el cinturon para quitarme la vejez, que es una atroz enfermedad [...] porque no tengo fé.
Fortunato rió, yo reí y el mahometano nos envolvió á todos tres en una mirada furibunda. Para quitarle el enojo le dí algunas piastras de plata al salir de la mezquita, y con esto quedó satisfecho.[67]
Pareja sentencia pronuncia —y esto es de advertirse— cuando visita la actual Capilla de la Ascensión, en Jerusalén, donde Jesús se elevó a los cielos de acuerdo al relato evangélico de san Lucas (24, 50-52). Ahí hay una piedra donde, según creen los peregrinos, quedó imprimida la huella de Jesús antes de ascender. Cuando López-Portillo viajó, la Capilla era una mezquita. Por eso dice: “Los musulmanes veneran esta huella diciendo que Jesucristo la dejó al subir a los cielos. Muchos cristianos dan asenso á tal aserto; yo respeto su modo de pensar, pero para mí esta huella es apócrifa”[68]. ¿Por qué, pues, en sitios cristianos los milagros son verosímiles, mientras que en sitios musulmanes no? Claro está: para un cristiano, un sitio de devoción para herejes no puede ser verdadero.
Pero, a pesar de que los musulmanes son, para él, dignos de desprecio, López-Portillo encuentra méritos en ese país de musulmanes que recorre: “no seria malo que algunos pueblos liberales y cristianos tomasen lecciones de liberalismo de este desventurado país oriental, que gime bajo las garras de los déspotas coronados”[69]. El discurso de López-Portillo empieza a manifestar que puede dar tregua a sus enemigos.
Vimos cómo los peregrinos anteriores, Camacho y Guzmán, estiman positivamente a los musulmanes sólo si el cristianismo sale bien parado. López-Portillo no es salvedad. Pero su pensamiento se distingue por apreciar sin injurias a los musulmanes cuando apela a la historia, o al arte, o a la filosofía. La “cultura” islámica, vista desde el ángulo profano, trastorna el desprecio por los “herejes”. Fortunato, su guía, lo lleva al palacio donde habita el “Sheikh Saddat”. Este personaje, que al parecer fue un sayyid respetado en El Cairo[70], recibió con suma hospitalidad a López-Portillo. Intercambiaron impresiones, hablaron de política, y López-Portillo quedó complacido porque el sayyid tenía noticia de quién fue Benito Juárez. El jardín de su anfitrión le llevó a sentimientos históricos sublimes: “Este jardin me recordó los bellos tiempos del Islamismo, cuando los sectarios de Mahoma eran sabios y artistas”[71]. En suma, una cosa es que los musulmanes sean herejes, y otra, muy diferente, es que pertenezcan a la “civilización” islámica. Pero todavía no se puede ofrecer el epíteto de pacifista a López-Portillo, pues sigue deplorando rasgos del musulmán coetáneo:
El ‘sheikh’, como buen mahometano, es sumamente corrompido en sus costumbres. Gusta no solo de las mujeres, sino tambien de los niños de once á trece años, de los que tiene siempre cuatro ó cinco en su compañia. Esto es muy horrible, pero en Egipto no hay quien fije la atencion en ello, porque tal costumbre es generalmente admitida.[72]
Es extraordinariamente sugestiva su mezcla de ontologías, pues lo que López-Portillo considera como el beneficio de la Modernidad, la “civilización”, tiene, para él, como efecto indisociable la “evangelización”. Declara que, con esta Modernidad venida a Egipto, “no solamente progresa materialmente el país, sino que se prepara á recibir nuevamente la luz del Evangelio, que en los primeros siglos del cristianismo brilló con sus mas puros resplandores”[73]. Este destino al que, felizmente, se ha embarcado Egipto es el imperativo de toda existencia, pues “Dios no quiere mas que el triunfo de su religion, la civilizacion del mundo y la conversion hácia él de la humanidad entera”[74].
La irrupción europea al Imperio otomano es razón de esperanza. En esa década de 1870, las penetraciones de franceses y de británicos adquirían ya dimensiones proverbiales.[75] La esperanza de López-Portillo de que el cristianismo triunfe, desatada por la presencia europea, es inexpugnablemente enérgica. Inclusive, se puede percibir en sus palabras un siniestro discurso de Cruzada: “la patria de Jesus, justo es que pertenezca á sus hijos; es la tierra que el Redentor empapó de su sangre, es la patria de los redimidos en el Calvario!”[76]. El temor de que la religión deviniera ruina —como sucedía en México— es anestesiado ante este nuevo panorama de un inminente triunfo cristiano.
El hecho es que los musulmanes de López-Portillo son algo más que meros herejes. Se recordará cómo Camacho y Guzmán se mortificaban por la presencia de guardias otomanos en los lugares sagrados. Ambos peregrinos achacaban, a la conducta de estos guardias, una naturaleza deliberadamente hostil en contra de los cristianos. Pero López-Portillo tiene otra opinión:
Es sumamente desagradable la impresion que causa la presencia de aquellos turcos. La servidumbre que pesa sobre este lugar se ve luego de bulto y ofende la dignidad del cristiano, del creyente, del adorador de estos sitios sagrados. Se piensa además, que los turcos son irreverentes por mofa y desprecio, y que adrede se reclinan de descuidada manera, y fuman sus pipas, con el objeto de causar agravio á los que profesan la religion cuyos principales hechos en aquel recinto se cumplieron. Pero en realidad no es así, pues los mahometanos se conducen de la misma manera en sus mezquitas. Dentro de ellas, sobre las esteras se recuestan, y derwishes, imanes y pueblo, todo el mundo fuma.[77]
López-Portillo prefiere dar otras explicaciones a la conducta del musulmán. Ofrece un género de explicación que, en una palabra, no es teocéntrica sino, más bien, profana y empíricamente observable. Sus ejercicios de explicación son incontables, cuyos silogismos presentan soluciones históricas, conductuales y culturales. Una explicación que aparece repetidas veces es la que ofrece al porqué del velo integral.
Los celos exagerados son siempre inícuos, y forman indispensablemente una víctima, que es la parte débil, que se sacrifica sin recompensa. Así, los mahometanos que ponen tanto esmero en vigilar á la mujer, en ocultarla y esclavizarla, pasan volubles de un amor á otro, entre las beldades de sus bien poblados serrallos. Por esto creo que con razon se ha dicho que los celos son hijos mas bien que del amor, del amor propio.[78]
También adjudica a otras causas el —para él— extraño precepto de no beber alcohol de los musulmanes.
los musulmanes creen cumplir en tanto que no beben vino, pues con buena ó mala fé toman el precepto á la letra. El ‘hatshish,’ pues, y otra infinidad de pastas ó pastillas que hacen al hombre ‘alegre,’ como dicen los árabes, vienen á suplir la falta de bebidas espirituosas, así como el tabaco. Por esto los mahometanos aman tanto los aromas que desvanecen y son tan grandes fumadores.[79]
Esta concatenación de explicaciones sólo puede ser posible en una ontología moderna, en que los individuos dejan de ataviarse con rasgos teológicos, y adquieren una consistencia más material. Se puede decir, quizá trémulamente, que inician las descripciones antropológicas. No se olvide que el “concepto universal” de esta ontología es precisamente el objeto antropológico por antonomasia: el Humano y ya no el Cristiano.
En 1874 y en 1875 acontecen dos de los viajes más temerarios, y, por eso, más significativos. Se trata, primero, del viaje que registra el controvertido Francisco Alonso de Bulnes. Acompaña a la comisión científica encabezada por Francisco Díaz Covarrubias, a propósito de la observación astronómica del paso de Venus por el disco solar, visible en Japón (y otras partes de esas latitudes). El otro es el primer viaje que realiza el insaciable médico militar Ignacio Martínez Elizondo.[80] Estos viajes, innegablemente emblemáticos, coinciden en una circunstancia: tanto Bulnes como Martínez son ríspidos apologetas del Liberalismo. Estamos ante los primeros viajeros que visitaron el Medio Oriente sin mediación del acicate religioso.
Ambos enarbolan los blasones de la ontología moderna. Francisco Bulnes dice: “Exceptuando la moral científica, todas las demás quedan bajo el dominio del termómetro, y debatiéndose entre el temperamento linfático y el sanguíneo”[81]. Ignacio Martínez se propuso, durante su travesía, formular juicios “tan imparciales y justos como pueden ser los de un hombre honrado. Al calificar los hombres y las cosas” que observa, intentaría no recordar que es “mexicano, ni liberal, ni descendiente de señalada raza, sino sólo hombre que toma nota de lo que vé, en beneficio de la humanidad”[82].
Pero su persuadido temperamento republicano no prorrumpe, del todo, en vituperios contra la cuestión religiosa. Es más, sus palabras tienen una inclinación por apreciar con circunspección las manifestaciones religiosas del mundo. Bulnes lo declara sin melindres:
En cuanto a las religiones, cada uno podrá reconocer á su Dios ó á su profeta en la fuerza de los atributos divinos y con el prestigio de un ilimitado poder sobrenatural.
En vez de colocarme en el terreno ardiente de una discusión que compromete el eterno reposo de un ser ó su felicidad infinita, haré pasar las mas vistosas decoraciones del Olimpo moderno. Dar á conocer los cultos, exponer las causas que han trasplantado en las conciencias un millar de dioses altivos, terribles ó bondadosos y dejar ver con una prudencia casi helada los modos absorventes del fanatismo, ese lodo de las creencias, serán los únicos elementos de que me serviré para expresar algunas de las relaciones metafísicas que el género humano pretende sostener con la eternidad.[83]
Quizá es esta indiferencia lo que explique por qué los musulmanes le valen tan notable ausencia. Aventura muchas opiniones de encomio sobre la colonia armenia en el puerto de Adén, y otras tantas, pero de oprobio, sobre los judíos que ahí habitaban. Los musulmanes no fomentan más que dos comentarios frugales. En su paso por Hong Kong, Bulnes realiza digresiones sobre la panoplia de culturas ahí presentes. Entre sus palabras, se presenta una interesante comparación: “Como he dicho anteriormente, los adeptos de Confucio son libres pensadores; de la religion de Boudha se ocupan solo los sacerdotes y únicamente los musulmanes pasan por creyentes apasionados”[84]. En Ceilán (la actual Sri Lanka) llega a una descripción cuasi teológica de los musulmanes: “Entre los musulmanes toda funcion física [...] fué suprimida, y Dios quedó reducido á un concepto metafísico, abstracto, y donde se deriva lógicamente el órden fatal”[85].
Ignacio Martínez también supedita el Islam a las culturas árabe y turca. Las palabras que dedica al Islam tienden a ser descripciones de cariz nacional, o “civilizatorio”. Es decir, ya no se comprenden las cosas a la luz de la religión. Su visión es una visión secularizada. De entrada, cuando se aventura a visitar países menos convencionales para los viajeros profanos, asevera: “He visto los más de los países civilizados del globo, me decía á mí mismo, es preciso ahora recorrer los que me faltan, y sobre todo conocer las naciones que llaman semi-bárbaras”[86].
Su observación se acopla a las convenciones modernas, que juzgan el progreso o la decadencia de un país. Desde esa hermenéutica monopolizada, es fácil inferir que los países islámicos no son del todo agradables. Así se expresa cuando desembarca en Estambul:
Quiere la fatalidad que al tocarse la tierra, cese el encanto; que al cruzar las estrechas, sucias y lodosas callejuelas de esta capital, al pasar frente á sus hediondas barrancas y codearse con los haraposos y nauseabundos turcos, se desee que algo hubiese impedido el desembarco, para conservar la primera impresión.[87]
Sin embargo, Martínez no esgrime una estrecha causalidad entre el “nauseabundo turco” y su credo. De hecho, este viajero mitiga su juicio injurioso precisamente con alusiones al Islam:
Pero dejando á un lado lo inmundo de la ciudad, como en todo pueblo árabe ó turco, hay mil costumbres y objetos curiosos para el visitante. Los Derwiches danzantes y los chillones, la entrada del Sultán á la Mezquita, todos los Viernes, á hacer sus plegarias, obligando á los habitantes de las casas por donde pasa el cortejo á cerrar sus ventanas para no verlo.[88]
Algunas descripciones de corte puramente religioso delatan cierta animadversión, cuyo motor es el indisociable jacobinismo de su temperamento moderno. Se deja ver esto cuando Martínez viaja a la ciudad más religiosa del mundo: “Por lo demás, el amor á la fábula y á lo maravilloso, no es una condición especial de sólo los católicos, es de todas las sectas que habitan en Jerusalén”[89]. Y, aun así, Martínez no sufre —como Guzmán— con los cantos árabes, sino que, incluso del habla cotidiana en Marruecos, dice: “El idioma que mi guía y él hablaban [el anfitrión que lo recibió], sin duda marroquí, era dulcísimo y puedo decir que más bien que conversación, me pareció un canto. Jamás he oído enunciar palabras tan musicales y melodiosas”[90].
Hay algo de onírico, repleto de beldades, en su viaje a “Oriente”. Nada impide que interprete las cosas que observa como las más sublimes bellezas. En su paso por Marruecos, Martínez no puede evitar caer enamorado de las mujeres con quienes se cruza. Según nos cuenta, en las calles de Tetuán una “mora” sin “antifaz” le lanzó miradas pícaras, lo que le convenció de ir tras sus pasos. Le intima a su lector:
Me iba forjando mil deliciosos ensueños con aquel casual hallazgo y aun me pareció fácil adorar el zancarrón de Mahoma y abrazar el Islamismo con tal de abrazar también aquella mujer tan hermosa; pero apenas había caminado unas tres cuadras, y en la vuelta de una esquina, se me perdió, sin que supiera yo en que casa había entrado.[91]
Martínez y Bulnes son dos observadores que, por su ontología más decantada a la consistencia moderna, pueden mirar las cosas en ánimo sesudo. Pueden percibir, pues, bondades y bellezas. Para ellos, en suma, las cosas son de facto muy diferentes que para los viajeros que les precedieron.
Uno de los relatos viajeros más leídos en su tiempo fue el Viaje á Oriente de Luis Malanco. Fue emprendido en 1876, y, a diferencia de Bulnes y Martínez, Malanco es moderado con inclinaciones al conservadurismo. En ese sentido, puede ponérsele en paralelo con López-Portillo, pues para Malanco, el “Oriente” es lugar, ante todo, de peregrinación. Aun se flagela a sí mismo por estar, cuando desembarca en Egipto, en un país de herejes. Cuando recibe una misiva en la que le notificaban que su hija, residente en Roma, había sido galardonada con la “medalla de la hija de María”, Malanco escribe: “¡Pobrecita! mientras ella era elegida hija de María, en Roma, la ciudad que se dice mas creyente y la mas santa, yo andaba sobre una tierra que pertenecia á Mahoma y en Alejandría, la ciudad que se ha reputado mas fanática”[92].
A pesar de este evidente desprecio, el escrito —dividido en dos gruesos tomos— contiene abundantes descripciones de las costumbres que el viajero atestigua. Entre López-Portillo y Malanco se puede entablar un certamen para determinar quién representa con más vivacidad y mayor colorido el paisaje “oriental”. Es necesario remitirnos al hecho de que el temperamento de ambos viajeros es una convergencia de las dos ontologías. Así, cabría explicar este copioso acervo de descripciones con la habilidad que ambos tienen de apreciar y despreciar simultáneamente a ese Otro ahí presente.
Sólo en ese término intermedio en el que procuran subsistir estos viajeros, sin resistencia a la Modernidad, dadas sus ventajas, y sin abandonar, tampoco, las ruinas del tridentinismo que todavía les da sentido, sólo ahí —decía— se pueden comprender las visiones de los viajeros de la sazón republicana. Cabe colocar en este estrecho, por ejemplo, las reflexiones que hace Luis Malanco sobre las mezquitas que en El Cairo visita:
La mezquita, es un medio entre los templos idólatras y las iglesias cristianas de este género [de un cristianismo “refinado”] [...]. En los templos paganos, hay ídolos deformes, oscuridad y pesantez; todo lo que sobrecoge, todo lo que asusta, todo lo que doblega al hombre por el miedo y el horror.
En los templos cristianos, hay ángeles, virtudes, luz, ligereza: todo lo que infunde esperanza, todo lo que inspira deseos, todo la [sic] que significa altísimos consuelos.
La mezquita musulmana, respira algo de materialismo y algo de espiritualidad, es un conjunto de ambos elementos, como es el islamismo la combinación hecha con ellos [...].
Las mezquitas del Cairo son magníficas: en el mundo sólo Roma con sus templos es capaz de comparársele.[93]
uién puede negar que, en este ensayo de observación ecuánime, se asoman aún esos “resabios” tride
Quién puede negar que, en este ensayo de observación ecuánime, se asoman aún esos “resabios” tridentinos. Malanco, según cree, está plasmando sus pensamientos más objetivos. Pero su discurso no deja de oscilar entre la admiración por las mezquitas y la sobrevaloración del cristianismo —en menoscabo, obviamente, del Islam—. Inclusive hay que reparar con hincapié en el concurso arquitectónico que entabla entre Roma y El Cairo. La oscilación que presenta no es del todo contradictoria (rasgo que impondríamos a una barata periferia), sino que se asemeja bien al equilibrio habitual del funámbulo: necesita la feliz proporción en sus dos extremos para seguir adelante. Su compañero de viaje, José de Jesús Cuevas, forja en sus palabras la apoteosis de este funambulismo: “Mahoma, en el orden religioso, fué un impostor solemne”[94].
No tendría mayor provecho profundizar más en el Viaje á Oriente de Malanco. La ontología combinada a la que pertenece le permite interponer una distancia. Es decir, al paso que considera al musulmán como hereje, también admira la cultura islámica. Malanco no hace sino extrañarse del mundo que se le presenta. El musulmán es sumamente ajeno para la identidad de Malanco, y a ello responde que las interrogaciones, y sus soluciones, proliferen en su escrito.
Quizá por eso, en la correspondencia que mantiene con sus padres otro mexicano que viajó ese mismo año, Salvador Esquino, hay tanta congoja por no poder describir atinadamente ese mundo: “Estamos instalados en el Hotel de Europa, en el pequeño cuartel que llaman de los Estranjeros, y aparte de esto, que tiene cierto aire europeo, todo lo demás es tan raro y nuevo para mí, que al ménos por ahora no podría describírtelo: es el Oriente”[95]. De la ciudad de El Cairo dice: “Nada hay en ella que se parezca á las nuestras”[96]. Se debe concluir, ante esta novedad, que el musulmán adquiere alteridad. Y es que, ni para la ontolgía tridentina, ni para la moderna, el musulmán es un ente extraño. Ambas ontologías encuentran la manera de instrumentar sus propias categorías para aprehender a esos musulmanes. Por un lado, la ontología tridentina tiene una realidad constituida por cristianos y cristianos en potencia.[97] Así lo estatuyó san Pablo: “No hay distinción entre judío y gentil. Uno mismo es el Señor de todos” (Rom 10, 12). Por su parte, la ontología moderna acoge a todos los humanos como constituyentes del universo, en suma, como iguales.
Es así que llegamos a los dos últimos relatos viajeros a estudiar. A éstos no queda más que motejarlos como intempestivos, como obras empecinadas en los tiempos perdidos. Pues se trata de dos relatos de peregrinaciones conformadas por la ortodoxia católica más recalcitrante de su momento. Es importante decir que una actitud de parejo ensimismamiento sólo es posible cuando se instaura la tregua, el final de las hostilidades, entre el Estado y la Iglesia. Esto sólo acontece en el momento en que Porfirio Díaz sube al poder, entre cuyos adagios implícitos descuella aquel que reza: “Liberales en la letra, conservadores en la práctica”.[98] Huelga recordar que esta tregua con el catolicismo lleva a la ontología tridentina a fijarse como una realidad latente en la historia de México.
Impresiones religiosas de un viaje a Tierra Santa, del presbítero zacatecano José María Portugal, es una resonancia remota de los primeros relatos de peregrinación. La diferencia evidente es que las injurias y las palabras de vejación contra los musulmanes ya no parecen tener demasiada vigencia en ese 1886 mexicano. Portugal, sin embargo, no omite ni una tilde cuando se trata de despotricar contra el hereje.
Los turcos, siempre desaceados y de aspecto repugnante. Las mujeres turcas tambien, andan con vestidos ridículos: la cara á medio cubrir, y todas ellas feas y asquerosas. [...] Á más de los turcos hay en Alejandría, muchos griegos, armenios, coptos y europeos. En cuanto á los últimos muchos vienen por el comercio, otros por vivir á lo musulman, y los demas son el desecho de Europa. — Con tales elementos, no es difícil calcular, cuál será con el tiempo el progreso de esta ciudad.[99]
El siglo XIX de viajeros al “Oriente” culmina con el viaje de veintiséis o veintisiete religiosos mexicanos —y sus familiares—. Esta peregrinación toma un carácter oficial, pues lo auspicia la Iglesia católica, y sus andares se divulgan en los periódicos. Esta peregrinación multitudinaria tiene más de dos relatos como fuentes históricas. Por un lado, están los tres tomos de José Trinidad Basurto, Recuerdo de mi viaje[100], y el más breve Cartas y ligeros apuntes de un viaje a Roma y Tierra Santa, de su tío Modesto Basurto, quien recopila las notas que publicó en El Tiempo.
Tanto Portugal como Trinidad Basurto comparten un lenguaje en común: “nos divertíamos [...] sentados viendo á tantos árabes, tan feos, tan sucios y tan flojos, sentados en unas sillas de tantos cafés como hay en esta ciudad de cincuenta mil habitantes y entre ellos muchísimos europeos, á quienes deben en gran parte la poca civilización que puedan tener”[101].
Hay mucho más material, sumamente ofensivo, que no serviría añadir aquí. Vemos que los dos últimos relatos, escritos en el México porfiriano, están repletos de groseros calificativos en contra de los musulmanes. Lo cual se explica por la confianza en la que ya pueden desarrollarse los religiosos en México, cuando su confesión deja de ser perseguida. Pero también cabe destacar que, a diferencia de los primeros peregrinos (Guzmán y Camacho), Portugal y Basurto presentan una mayor cantidad de juicios negativos. Esto sólo es posible después de que la ontología moderna desarrollara la capacidad, entre sus vástagos, de observar con detenimiento al “humano incivilizado”. Estamos, así, ante una ontología tridentina valetudinaria que no puede rechazar ya —y que de hecho contiene en su seno— la ontología moderna.
Finalmente, hay que subrayar algo más. La peregrinación de Basurto es bien emblemática porque se honra, a sí misma, como la Primera Peregrinación Mexicana a Tierra Santa. ¿Qué pasó con las peregrinaciones anteriores? ¿No era igual de importante la peregrinación de Camacho, acompañado por el jerarca exiliado (Labastida)? ¿No es esto, acaso, signo de que el viaje beato dejó de ser un hecho ordinario (ontológico) y devino, así, un fenómeno insólito, digno de rememorarse como se rememoraría un acto cívico? He ahí cómo el universo tridentino se funde con la Modernidad en ese cierre del siglo XIX, para dar lugar al catolicismo mexicano del siglo XX.
Conclusión
En nuestro presente, el Islam es una fuente incesante de controversias. En medios divulgadores de información, y en las socorridas redes sociales rebosan las representaciones de los musulmanes. El surgimiento de extremismos islámicos es la principal causa de la presencia de cuestiones islámicas en la comunicación masiva. Y la consecuencia inevitable de este hecho es la factura de una imagen distorsionada de los musulmanes y de la fe islámica. En nuestra época se ha maniobrado, así, un temor generalizado sobre los musulmanes, al que se ha denominado islamofobia. Ésta es una tendencia preponderante entre las personas que viven en Occidente, especialmente en países donde fluye la migración de países con credos mayoritariamente musulmanes. Sin embargo, hay un paulatino reconocimiento de los efectos negativos que tiene el prejuicio islamófobo por parte de algunos sectores de la población occidental. Así, hoy se puede percibir una notable escisión entre los islamófobos y los defensores de que el Islam no es reducible al fenómeno del terrorismo. A estos últimos se les ha denominado islamófilos.[102]
México no es una nación inmune a la escisión entre islamófobos e islamófilos. Y aunque la presencia de musulmanes sigue contándose en minorías, circula, también, mucha información tendenciosa sobre los musulmanes. La presencia del Islam en México ha sido históricamente restringida, hasta esta época de globalización. Hoy existen poblaciones de naciones extranjeras que cambian el panorama cultural de México. La respuesta de los mexicanos frente a este importante cambio ha sido, regularmente, negativa. Por hablar de los musulmanes —extranjeros y mexicanos— es altamente recurrente encontrar notas acerca de persecución religiosa (especialmente en el sur de México). Una explicación de por qué existe esta recepción violenta de los musulmanes en México merece ser tratada con urgencia.
Este estudio puede contribuir a ese porqué. En estas páginas se ha analizado una cadena de opiniones, vertidas por los mexicanos del siglo XIX, sobre los musulmanes. La pregunta desarrollada aquí involucra la representación que los mexicanos ejecutaban de los musulmanes. Un análisis cuidadoso de las maneras de representar a los musulmanes por parte de los mexicanos, en las distintas etapas de la historia, no podrá menos de notar la fuerza ejercida por la lógica de la religión católica romana. Ya existe una considerable cantidad de investigaciones sobre los musulmanes en, y durante, el virreinato novohispano. El eje sobre el cual giran esos estudios es, naturalmente, la documentación del Santo Oficio de la Inquisición. Ahí despuntan unos cuantos casos de acusaciones de probables herejes que coqueteaban con creencias “moriscas” y “mahometanas”. A esto hay que añadir la constante existencia de discursos anti-islámicos, procedentes de la visión peninsular, como la figura de Santiago Matamoros, o del rey católico que reconquista los reinos musulmanes. A pesar, pues, de que la presencia de musulmanes en el virreinato era limitada, la carga de representaciones mentales sobre ellos es flagrante.
Paralelas a las investigaciones novohispanistas, existe también mucha indagación sobre los árabes y los turcos que salieron del Imperio Otomano, y llegaron a México en la aurora del siglo XX. El objeto de indagación se centra, sobre todo, en las andanzas y las peripecias de las poblaciones sirio-libanesas en México. Sin embargo, hay limitadas relaciones entre estas peculiares migraciones y la fe islámica porque numerosos migrantes profesaban la religión católica de rito maronita. Es por eso que los conflictos entre mexicanos y árabes, acontecidos en el seno de la inmigración, se estudia desde el ángulo de la nacionalidad, y no tanto desde el de la religión. Ya se sabe, de hecho, que un punto de coexistencia entre los mexicanos y estos inmigrantes fue la religión. A tal grado resultó esta armonía, que fecundó en México una devoción mutua con enorme vehemencia: la del santo Charbel Makhlouf (شربل مخلوف ) [103].
Así pues, decía ya que los estudiosos de la cuestión musulmana en México no pueden desatender los mecanismos hermenéuticos del catolicismo romano. Éste ha configurado la manera de interpretar a los musulmanes en México. Entre los dos extremos de esta historia (por un lado, el del virreinato novohispano y, por el otro, el de la inmigración de inicios del siglo XX) se localiza el estudio aquí tratado. Vemos que hay, en el extremo novohispano, una idea heresiológica y teológica de los musulmanes. Es una visión arraigada en la historia del catolicismo romano, al menos, desde tiempos de Carlo Magno o del emperador bizantino Heraclio, pero revigorizada por el catolicismo contrarreformista (el catolicismo tridentino). Vemos, en el otro extremo, a unos mexicanos que reciben con suspicacia a los inmigrantes turcos y árabes, pero que pueden coexistir con ellos y eventualmente acogerlos. El punto intermedio entre ambos extremos es el siglo XIX, que no es sino el siglo del conflicto entre Modernidad y Tradición. Este conflicto definió a tal grado el curso de la historia mexicana que también condicionó la representación que los mexicanos se hicieron de los musulmanes.
Los viajeros mexicanos que visitaron el Medio Oriente, durante el siglo XIX, son síntomas de su propia circunstancia histórica. En este estudio, se pudo apreciar que aquéllos que hicieron la travesía, en la primera mitad del siglo XIX, fueron peregrinos. Un mexicano de esa época, los primeros años de nación independiente, aún tenía una mentalidad propia del virreinato; era una lógica tridentina. En esta mentalidad, no existe como tal el viaje turístico al Oriente, sino sólo peregrinajes a la Tierra Santa. Esta hermenéutica tridentina sólo pudo interpretar a los musulmanes como herejes, y así lo demuestran las opiniones del padre José María Guzmán y el padre Rafael Sabás Camacho.
La segunda mitad del siglo XIX supone una ruptura. Ya hay mexicanos que no se identifican ni con su pasado hispánico, ni con un probable gobierno monárquico, ni, inclusive, con el catolicismo tridentino. Son mexicanos de la Modernidad. Ellos inauguran el viaje turístico al Medio Oriente. Ellos viajan para conocer, para saciar la curiosidad, para aprender, ya no para peregrinar. Aquellos viajeros mexicanos plenamente modernos, que delatan su propia lógica en su contemplación de los musulmanes, tienen a sus mejores dechados en el general Ignacio Martínez y en Francisco Bulnes. El elemento teológico desaparece absolutamente, pero predominan los calificativos civilizatorios, que inevitablemente infravaloran a los “turcos” y “árabes”.
No obstante, esta separación entre peregrinos y turistas son dos extremos, y la historia no puede estudiarse desde los extremos. En este estudio salió a la luz un género muy peculiar de viajeros mexicanos. Se trata de aquéllos que conjuntan, en su individualidad, los rasgos tridentinos y los rasgos modernos. Son ellos viajeros-peregrinos. Mientras que el peregrino mexicano despotrica en contra del musulmán, por interpretarlo como hereje, y mientras que el turista mexicano lo estudia culturalmente (y, a menudo, lo desprecia por no ser occidental), el viajero-peregrino lo interpreta como un hereje culturalmente interesante. Ejemplos de viajeros-peregrinos son el escritor José López-Portillo y Rojas, el delegado mexicano en Italia, Luis Malanco, Salvador Esquino, y aún los recalcitrantes José María Portugal y José Trinidad Basurto.
Es este término medio, de mexicanos que simultáneamente absorben su catolicismo y su modernidad, el que caracteriza a los viajeros mexicanos del siglo XIX. Ellos son el producto innegable del conflicto entre Modernidad y Tradición, en el siglo XIX mexicano. El viajero-peregrino mexicano explica, muy elocuentemente, cómo se formó al musulmán, entre el virreinato novohispano y el siglo XX, para los mexicanos. Y ayuda a explicar, asimismo, la recepción que dan hoy los mexicanos a los musulmanes en pleno siglo XXI.
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Notas
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