La modernidad estética: una noción por repensar
Esthetic Modernity: a notion to rethink
La Modernité esthétique : une notion à repenser
Modernidade estética: uma noção para repensar
Estudios Artísticos
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia
ISSN: 2500-6975
ISSN-e: 2500-9311
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 5, 2018
Recepción: 21 Febrero 2018
Aprobación: 30 Marzo 2018
Resumen: Repensar la modernidad estética consiste en tratar de identificar un aspecto del tiempo como una forma de compartir lo sensible, más allá de concepciones simplistas de la temporalidad. Se trata de mostrar que hay un elemento esencial que constituye una revolución estética1 que consiste en que ya no se construyen obras sino formas de una vida sensible; que existe la idea de una comunidad sensible liberada de cálculos estratégicos. Así, la política inspirada en este régimen estético, es una política de indeterminación, de libertad, que da origen a la idea de una política propiamente estética, de un comunismo estético en el que hay comunicación directa entre las formas del arte y de la vida. Esto se muestra analizando dos afiches de la publicidad de la película: The Man with the Movie Camera (1929) de Dziga Vertov. En consecuencia, la política estética ya no consiste en producir obras, con mensajes específicos que provoquen efectos precisos, sino en construir un tejido de fondo sensible, común, no determinado que al poner distancia produce espacios de libertad.
Palabras clave: Modernidad, estética política, régimen de representación, redistribución de lo sensible.
Abstract: Rethinking aesthetic modernity consists in trying to identify an aspect of time as a way of sharing the sensible, beyond simplistic conceptions of temporality. The aim is to show that there is an essential element that constitutes an aesthetic revolution - the fact that works are no longer constructed, but instead, forms of a sensible life; that there is the idea of a sensitive community liberated from strategic calculations. Thus, the policy inspired by this aesthetic regime is a policy of indetermination, of freedom, which gives rise to the idea of a properly aesthetic policy, of an aesthetic communism in which there is direct communication between the forms of art and those of life. This is shown by analyzing two posters for the film The Man with the Movie Camera (1929) by Dziga Vertov. Consequently, the aesthetic policy no longer consists in producing works, with specific messages that provoke precise effects, but in constructing a fabric, with a common and undetermined sensitive background, which, when putting distance, produces spaces of freedom.
Keywords: Modernity, political aesthetics, representation regime, redistribution of the sensible.
Résumé: Repenser la modernité esthétique consiste à tenter d'identifier un aspect du temps comme un moyen de partager le sensible, au-delà des simplifications de la temporalité. Le but est de montrer qu'il existe un élément essentiel qui constitue une révolution esthétique - le fait que l’on ne construit plus des œuvres mais des formes de vie sensible ; qu’il y a l'idée d'une communauté sensible libérée des calculs stratégiques. Ainsi, la politique inspirée par ce régime esthétique est une politique de l'indétermination, de liberté, ce qui donne lieu à l'idée d'une politique esthétique proprement dit, d’un communisme esthétique dans lequel il existe une communication directe entre les formes d'art et de la vie. Ceci est illustré par l'analyse de deux affiches de la publicité du film L'Homme à la caméra (1929) de Dziga Vertov. Par conséquent, la politiq ue esthétique ne consiste plus à produire des œuvres avec des messages spécifiques qui provoquent des effets précis, mais à construire un tissu avec un fond sensible commun et indéterminé qui, en mettant de la distance, produit des espaces de liberté.
Mots clés: Modernité, esthétique politique, régime de représentation, redistribution du sensible.
Resumo: Repensar a modernidade estética consiste em tentar identificar um aspecto do tempo como uma maneira de compartilhar o sensível, além das concepções simplistas da temporalidade. O objetivo é mostrar que existe um elemento essencial que constitui uma revolução estética - o fato de que não mais obras são construídas, mas formas de uma vida sensível; que existe a ideia de uma comunidade sensível liberada de cálculos estratégicos. Assim, a política inspirada nesse regime estético é uma política de indeterminação, de liberdade, que dá origem à ideia de uma política propriamente estética, de um comunismo estético em que há comunicação direta entre as formas de arte e de vida. Isto é mostrado analisando dois cartazes do filme Um Homem com uma câmera (1929), de Dziga Vertov. Consequentemente, a política estética não mais consiste em produzir obras, com mensagens específicas que provocam efeitos precisos, mas na construção de um tecido, com um fundo sensível comum e indeterminado, que, ao colocar distância, produz espaços de liberdade.
Palavras-chave: Modernidade, estética política, regime de representação, redistribuição do sensível.
Antes de abordar es necesario recordar algunas de las tesis fundamentales que formulé en mi libro El reparto de lo sensible. “Estética”, para mí, no designa la filosofía del arte o de lo bello sino un régimen específico de identificación del arte. Efectivamente, el arte no es algo que exista por sí mismo. Aunque los libros de historia del arte comienzan por los tiempos inmemoriales de las pinturas rupestres, el arte como noción que designa una forma de experiencia específica no existe en Occidente sino desde finales del siglo dieciocho. Seguramente que existieron antes todo tipo de artes, en el sentido de técnicas, de procedimientos. Entre estas, algunas gozaron de un estatus privilegiado como por ejemplo las «artes liberales» o más tarde las «bellas artes». Pero el Arte, en singular y con mayúscula, el Arte como esfera de experiencia específica no existía en Occidente antes del final del siglo dieciocho.
Esto implica dos cosas. En primer lugar, el Arte existe solamente al interior de un régimen de identificación que permite que, cosas muy alejadas por sus técnicas de producción y su destino sean percibidas como perteneciendo en común a un mismo campo de experiencia. No se trata simplemente de la «recepción» de las obras de arte. Se trata ante todo de un tejido de experiencia sensible en el seno del cual son producidas. Son condiciones puramente materiales —modos de actuación, los lugares de exposición, las formas de circulación y de reproducción —, pero al mismo tiempo son también modos de percepción de los regímenes de emoción, categorías identificadas por estructuras y esquemas de pensamiento que las ordenan y las interpretan. Estas condiciones hacen posible que las palabras, las formas, los movimientos y los ritmos, entre otros, sean sentidos y pensados como arte.
Bueno, eso era el primer punto. Pasemos ahora el segundo punto: si la existencia de algo llamado Arte depende de tales condiciones que acabamos de mencionar, esto quiere decir que depende de una cierta redistribución2 de lo sensible. Es decir, un conjunto determinado de relaciones entre modos de ser y modos de hacer. Pero este sistema de relaciones que distribuye los objetos y los performances3 en esferas de experiencia específicas, llamadas por ejemplo «arte» o «política» es el mismo sistema que distribuye a los seres humanos según su manera de ser y de hacer. Así pues, la visibilidad de algo que denominamos arte depende de una cierta distribución de actividades humanas, depende también del carácter noble o vulgar atribuido a dichas actividades, de la visibilidad o invisibilidad de quienes las practican. De esta manera por ejemplo, la antigua jerarquía que oponía las artes «liberales» a las artes «mecánicas», se fundamentaba no solamente en la calidad propia de dichas artes sino en la calidad de las personas para quienes tal actividad era su distracción o divertimento. El Arte, con A mayúscula, empezó a existir en Occidente cuando esta jerarquía comenzó a tambalearse. Empezó a existir algo así como la consecuencia de una redistribución de las formas de acción y de vida y de sus modos de visibilidad.
A partir de este punto parece necesario revisar ciertas nociones que han servido para pensar las transformaciones en el mundo del arte y sus implicaciones políticas, particularmente las nociones de «modernismo», de «modernidad» o de «vanguardia». Estas nociones querían historizar y politizar las transformaciones del arte. Sin embargo, si el Arte es ya una configuración de experiencia históricamente determinada y que su historicidad significa una redistribución de las relaciones entre las formas de vida y las esferas de experiencia, hay que revisar dichas nociones bajo este ángulo y sobre todo conviene reexaminar la visión de la acción del tiempo que las soporta. En efecto, me parece que las nociones habituales de modernidad y de vanguardia reposan, pienso yo, en una visión simplista de la temporalidad
Pensemos por ejemplo en el célebre análisis de Clement Greenberg en «Vanguardia y Kitsch» (2006). A este análisis sigue la visión de la modernidad forjada en la época de la Contra-revolución y del Romanticismo: la modernidad como proceso de aceleración que provoca la ruptura de la tradición. De una parte, nos explica Greenberg, esta aceleración destruye el tejido de las creencias y los valores comunes que unían la práctica de los artistas y el contenido de sus obras y las expectativas de su público. En este sentido, prácticamente el arte queda absolutamente huérfano. Pero de otra parte, hace caer sobre él una presión fatal. La industrialización masiva que empuja a las gentes campesinas hacia las ciudades, crea pueblos separados de su cultura tradicional que también se ven privadas, según Greenberg: «del ocio y la comodidad necesarios para poder gozar de la cultura urbana tradicional». Entonces como consecuencia estas poblaciones «presionan a la sociedad para que les procure una forma de cultura hecha para que ellas puedan consumirla». Ahora bien, la misma industria que crea esta demanda provee también la respuesta al desarrollar formas musicales o revistas populares cuyo éxito es para los artistas, para los verdaderos artistas, de lado una competencia desleal y por otro lado, una tentación fatal.
Así́ pues, en este análisis de Greenberg, la cuestión del tiempo está asociada a la acción de esta aceleración industrial que crea una ruptura o escisión entre dos formas de actividad: una que produce objetos destinados al consumo popular acelerado y en particular una «industria cultural» y, otra que ya no tiene destino social y debe en consecuencia, replegarse en sí misma hasta llegar a ser un fin en sí mismo. De cierta manera, la autonomización del «gran arte» no es más que un efecto de tal proceso de aceleración. El «gran arte» no tiene otra opción que la de ir siempre adelante, proyectándose sin otra preocupación que sí mismo. Pero este camino forzado reproduce al mismo tiempo la oposición tradicional entre aquellos que van adelante, anticipados a su tiempo y aquellos que van rezagados arrastrándose detrás: es decir esos hijos e hijas de campesinos como en los Estados Unidos, a quienes les gusta la música de Tin Pan Alley, y en Rusia aprecian las pinturas del Realismo Soviético. No es por nada un hecho menor que el arte encargado por el Estado estalinista sea analizado por Greenberg como una manifestación de la cultura kitsch. Este atajo, algo ligero que hace recaer toda la culpa en los hijos e hijas de campesinos, le permite olvidar a Greenberg, lo que ha sido en los años 1920 en Rusia, el proyecto modernista que unía formas del arte y de la vida, lo que le lleva a proponer un dilema simplista: o bien la pureza modernista del «gran arte» o bien la cultura kitsch. Para lograrlo, el autor lleva la cuestión del tiempo a una simple oposición entre lo rápido y lo lento o entre lo avanzado y lo atrasado. Dicho de otra manera, él tiene que ceñirse a concebir el tiempo como medida cuantitativa, mientras que en realidad lo que está en juego es la calidad del tiempo, que está en la capacidad y la incapacidad de los hijos e hijas de los campesinos para saber disfrutar del tiempo libre. Pero si el autor se permite una tal concepción, es quizás porque piensa que aquellos que busca enterrar, es que los modernistas de los años 20, no habían conseguido por su lado distinguir, el tiempo como forma de redistribución de lo sensible, diferenciado del tiempo como simple cuestión de velocidad o de lentitud, de novedad o de antigüedad. Entonces es en este momento donde, repensar la modernidad estética desde mi punto de vista quiere decir, tratar de dilucidar este aspecto del tiempo como forma de redistribución de lo sensible, para así observar el papel que desempeñó en el proyecto modernista, las tensiones que lo caracterizan y que han conducido a esta visión simplista que rige aún hoy en cuanto a la discusión que tiene que ver sobre lo moderno y lo posmoderno.
Para llevar a cabo esta investigación, me concentraré en dos ejemplos característicos donde podemos ver concentradas allí justamente las formas de redistribución de lo sensible que están en juego cuando hablamos de modernidad y de vanguardia. Voy a partir de dos afiches diseñados en 1928 por dos artistas soviéticos, los hermanos Stenberg, para una película emblemática por lo demás, de la modernidad revolucionaria soviética El Hombre de la cámara de Dziga Vertov. En la redistribución de las palabras y de las formas, de los cuerpos y de los espacios, percibimos de golpe que estos afiches son algo más que una simple publicidad para una película. Estos diseñan las coordenadas de un mundo sensible nuevo al cual pretende pertenecer esta película: el mundo del hombre en movimiento con las máquinas. Este mundo nuevo está significado por la distancia de la representación adoptada en relación a la manera como son normalmente evocados los personajes y las atmósferas de una película. Los dos afiches nos muestran un cuerpo de femenino que no desempeña el papel habitual de objeto del deseo. Tampoco se trata de un personaje que manifieste los signos de un sentimiento identificable. Se trata apenas de un cuerpo en acto, un cuerpo performativo —esto lo desarrollaré más adelante—, el cuerpo debe escindirse en dos partes para lograr estos dos performances, -moverse y mirar- que son exactamente los mismos que desempeñan de las máquinas.
En el primer afiche vemos como el ojo de la mujer se acopla con el ojo de la cámara (el lente) y su cuerpo con el cuerpo de la cámara: la curva de sus piernas se acoplan con la silueta del camarógrafo inclinado hacia su cámara. La imagen nos dice claramente: esta película pertenece a un tiempo nuevo. No nos cuenta, no nos narra una historia, no son actores que encarnan personajes que nos invitan a compartir sus emociones. No hay aquí un lugar de representación sino un accionar directo y lo que muestra el afiche son los elementos —humanos y mecánicos— que componen dicho accionar.
Ahora bien, a primera vista esta oposición podría parecer validar la idea de la modernidad artística resumida por Clement Greenberg: la modernidad vista como el desvanecimiento de la representación y la concentración del arte en la exploración de su médium propio. Pero en realidad lejos de confirmar esta tesis, el afiche y la película —de la cual hablaré más adelante en detalle— cambian efectivamente la noción de médium. Hacen de este no el material o el soporte de una práctica específica sino un sensorium global donde se funden prácticas diferentes.
Sabemos que la idea de «modernidad» como especificidad del médium se sustenta en ladistinción establecida por Lessing entre el arte de las palabras y arte de las formas, el arte del tiempo y arte del espacio. Ahora bien, esta distinción aquí́ se ve abruptamente negada. El afiche construye un sensorium en el cual, un ensamblaje de palabras y un despliegue de las formas visibles aparecen como manifestaciones de un mismo movimiento. En el segundo afiche, en particular, las partes del cuerpo y las letras que indican el nombre del cineasta, del camarógrafo y de la responsable del montaje, están combinadas en una espiral que sugiere a la vez el objetivo de una cámara y la hélice de un avión en vuelo. Esta idea parecía gustar a los diseñadores soviéticos: aquí pueden ver una imagen donde aparece Charlie Chaplin, su cuerpo se mezcla con el de una hélice de avión. Se trata de un dibujo de Varvara Stepanova aparecido en 1922 en un número del diario Kinofot dedicado a Chaplin4. Las palabras, las formas visuales y los movimientos se confunden y son arrastrados en una sola realidad dinámica. En la superficie de los afiches, todo aparece en movimiento y todos los movimientos son homogéneos. Esta convergencia entre el arte de las palabras, el arte de las formas y del movimiento, ya desde tiempo atrás ocupaba una posición central en las tentativas de renovación artística. Hacia los años de 1890, poetas como Mallarmé encontraron la inspiración de una escritura nueva, o en las coreografías de Loïe Fuller, donde la danza era concebida no como ilustración de una historia sino como el despliegue de formas en el espacio. Los inventores de la puesta en escena de teatro, también soñaron un arte del teatro donde las palabras -según lo expresa Meyerhold-, no fueran más que «dibujos en una trama de movimiento»; luego los pintores cubistas, siguiendo a Braque y a Picasso, incorporaron titulares de prensa en sus cuadros antes de que los pintores futuristas como Boccioni o Severini, estallaran en mil fragmentos la superficie del lienzo para expresar el dinamismo de la vida moderna, el movimiento de los ferrocarriles o de los bailes populares. Pero evidentemente, los artistas soviéticos son los que estaban mejor ubicados para mostrarnos lo que está en juego en esta fusión de palabras y de formas en el dinamismo del movimiento: lo que está en juego en la fusión de las formas del arte con las de la vida nueva; ahí estamos frente a una revolución estética pensada inmediatamente como algo político porque reúne estas formas de actividad y de vida que la antigua sociedad mantenía separadas. En suma y según mi propósito, se trata de una nueva redistribución de lo sensible.
Ahora se plantea la siguiente pregunta: ¿Cómo caracterizar esta revolución? Hay una respuesta bien conocida a esta pregunta: es aquella que dice que de ahora en adelante los ensamblajes de palabras, de formas o de movimientos dejan de ser un espectáculo que se ofrece a espectadores pasivos pues se han convertido en acciones. Y esta transformación es particularmente sensible allí́ donde, como en la Rusia Soviética, la acción productiva, la de los hombres que trabajan con las máquinas, ha sido reconocida como el corazón mismo de la vida colectiva. «Todo es movimiento» sería entonces sinónimo de «todo es acción». Sin embargo, estos afiches confieren a esta acción una figura un tanto extraña. Esta acción es la de cuerpos que son sombras o siluetas, como el camarógrafo, o bien cuerpos fragmentados, semejantes a las partes y engranajes de una máquina, en el caso de la bailarina. Lo que vemos entonces parecería ser que el problema no es solamente oponer un performance directo de los cuerpos a las viejas historias de amor y de odio. El problema radica en intentar destruir el modelo orgánico que sostenía tanto la concepción representativa de la acción como los modelos representativos de la belleza visual. En efecto, el punto fundamental es que el orden representativo no estaba regido por la noción de imitación o mímesis, sino por la noción que servía, desde Aristóteles, para regular y legitimar la imitación artística, es decir, precisamente la noción de acción. La poesía, según Aristóteles, no está́ definida por el verso, sino más bien por la acción, que es un ensamblaje de acontecimientos unidos por la necesidad o la verosimilitud. Y el mismo Aristóteles, al definir la acción poética como un todo, oponía la concepción causal a la simple sucesión de hechos que se suceden uno después del otro.
La tradición representativa ha hecho de este modelo poético de la acción como formadora de un todo, una norma general del arte: así vemos como en la época clásica una pintura, una escultura o un ballet eran obras de arte, solo si sus combinaciones de formas o de movimientos podían ser consideradas como representaciones de acciones. Recíprocamente, el modelo narrativo de la acción estaba regido por el modelo visual del cuerpo viviente, con sus miembros bien articulados y dirigidos por una cabeza. Ahora bien, este modelo artístico, orgánico se vinculaba el mismo con el privilegio de una cierta forma de vida. La acción no era solamente una conexión de acontecimientos, sino también era la forma de vida de una cierta categoría de seres humanos. Era la categoría organizadora de una redistribución de lo sensible que oponía dos maneras de ser y dos clases de seres humanos: por un lado, los llamados seres activos, capaces de concebir y de perseguir grandes fines o de actuar por el sencillo placer de actuar; y por otro lado, los seres pasivos, no porque no hicieran nada, sino porque estaban encerrados en el ciclo de la vida reproductiva en el cual no se actuaba más que para satisfacer las necesidades inmediatas de esta reproducción. A estos últimos se les llamaba también en la época clásica «hombres mecánicos», o en la etimología mecánica, hombres encerrados en la esfera de los medios de producción destinados a fines utilitarios. Frente a ellos, a los hombres de acción se les llamaba también hombres de ocio, porque el tiempo libre era la sustancia misma de su actividad, mientras que no podía ser, para los seres «mecánicos», sino el descanso entre dos tiempos de trabajo. Solo los hombres de acción y de ocio podían proporcionar los modelos del cuerpo armonioso y solamente su forma de vida se prestaba a la perfección de una trama narrativa. Tal es la redistribución de los tiempos que estructuraban la lógica representativa de las artes. Vemos entonces que no se trata de lentitud o de velocidad, de anticipo o de retraso sino más bien de separación de temporalidades, entre formas de vida. Los hombres de acción y de ocio no vivían el mismo tiempo que los hombres mecánicos, por eso si volvemos a los afiches la destrucción de la intriga representativa, no se reduce a oponer el actuar directo con la distancia representativa.
Por esta razón, para volver a mi ejemplo, la destrucción de la intriga representativa no puede reducirse a oponer un accionar directo a la distancia representativa. Lo que está en juego, es la destrucción del modelo orgánico de acción y de la redistribución de lo sensible del cual hacía parte. Es también la razón por la cual el devenir-político del arte no puede identificarse únicamente con su devenir-activo, con la transformación del espectáculo en acción. La oposición entre la acción y la “pasividad” del espectáculo permanece encerrada dentro del modelo representativo. Solo la ruptura misma de esta oposición de pasivo y activo, rompe con este modelo. Y es justamente lo que produce aquí la unión del ojo con el movimiento que se oponen a la acción y al cuerpo orgánico. Si el movimiento es el médium en el seno del cual las palabras y las formas vienen a confundirse, no es porque el movimiento signifique la energía de la acción, sino al contario porque dicho movimiento significa la destrucción del modelo clásico de la acción. El movimiento de la bailarina propone un paradigma estético y a la vez político del nuevo dinamismo porque se trata de un cuerpo no-orgánico, dotado por su fragmentación de un doble poder. Por un lado se trata de un cuerpo funcional completamente consagrado a su performatividad o accionar y por el otro lado es la expresión de una potencia superior por encima a la del organismo: es la vida, el principio de todo lo que se mueve y que disuelve el privilegio de la acción en la igualdad del movimiento. Es también el punto en el que interviene la máquina. El papel de la máquina en el arte llamado de vanguardia, con frecuencia reducida a aquella admiración ingenua por la novedad técnica, la velocidad y la eficacia que se encuentra particularmente en el manifiesto futurista de Marinetti. Ahora bien, vemos en estos dos afiches que lo que está en juego es aún más radical: se trata propiamente de la destrucción del modelo orgánico. Así pues, la máquina representa aún más que el poder de la técnica eficaz. Es la abolición de la oposición entre hombres activos y hombres mecánicos. La máquina no conoce la oposición entre actividad y pasividad. Y justo en ese momento, los movimientos conjugados de la bailarina y de la máquina marcan de hecho la ruina de la redistribución jerárquica de lo sensible. Claro que esta destrucción no es más que figurada, representada y su figuración no opera sin cierta extrañeza. Así pues, el tablero en el cual la bailarina se encuentra transformada en un rascacielos, de suerte que su danza parece ser un vuelo donde sube o cae, desde una perspectiva invertida. El suelo y el cielo, lo alto y lo bajo parecen confundirse, anulandode esta manera la profundidad de la escena en la cual normalmente los bailarines ejecutan ordinariamente sus figuras, para construir en su lugar un espacio simbólico. Este espacio simbólico quiere ser un espacio estadinense, al menos tal y como se le imaginaba en Europa y en la Unión Soviética, un espacio que no es más que una sinfonía de rascacielos. Correlativamente, la bailarina, con su pelo corto y con sus talones altos, se parece más a una mujer libre al estilo americano que a una trabajadora soviética; pero la perspectiva de torbellino en la cual rascacielos y bailarina son arrastrados, está ella misma en desequilibrio, arrastrada por la ley de aquella línea oblicua que había obsesionado a los artistas soviéticos de aquel tiempo, como por ejemplo, en la fotografía de Alexandre Rodtchenko, o la Torre de Tatlin en la Tercera Internacional, o la famosa Tribuna de Lenin de El Lissitzky, ha definido como la línea generadora del nuevo mundo, sucedánea de la vertical gótica y de la esfera clásica. Esta línea oblicua tiene dos grandes propiedades. En primer lugar construye un espacio igualitario, aboliendo la jerarquía de lo alto y de lo bajo. Construye también un espacio infinito que es al tiempo donde se proyecta la bailarina-hélice. Pero este tiempo es de una especie partiular: es un tiempo como adelantado de sí mismo. Y este espacio temporalizado, construido por la línea oblicua, es el que le asigna a la bailarina unas propiedades particulares. Sobre todo lo vemos en este segundo afiche. Ella está como fuera de sí misma, va adelante, como si se anticipara a ella misma. Es a la vez el cuerpo fragmentado de la industria “taylorizada” y al mismo tiempo la implosión holística de la vida. O más bien es a la vez la unidad de ambos y su propia separación.
Veamos entonces lo que da a esta representación su carácter extraño. Estos afiches tratan fundir tres cosas en una: la modernidad artística como anti-representación, el impulso unimista de la vida moderna y la revolución comunista. Justamente, esta identificación no puede ser directa, debe ser simbolizada. Ahora bien, aquí la única manera de simbolizarla es a través del movimiento de un cuerpo separado de sí mismo dentro de un espacio imposible. Para mí esta torsión no tiene nada de accidental en absoluto. No está relacionada con las dificultades específicas de adecuación entre un programa estético modernista y un programa político comunista. No, esta torsión compromete e implica la revolución estética como tal, es decir, aquella destrucción del modelo representativo de la acción en beneficio de los nuevos paradigmas del movimiento y de la vida. Compromete entonces la política propia a esta revolución estética. Aquí pienso entonces que el proyecto de un arte nuevo, siguiendo el movimiento de la vida nueva, revela una tensión que ha sido desde el origen, el núcleo esencial de la revolución estética y de las paradojas de su política.
Para probarlo se hace necesario un pequeño recuento histórico: vamos mucho tiempo atrás hacia aquel siglo dieciocho donde el modelo representativo clásico fue cuestionado de diversas maneras. Particularmente, en los años 1760, el modelo clásico de la acción dramática sufrió dos grandes tipos de crítica que dos libros de la época pueden resumir: Las conversaciones sobre el Hijo Natural de Diderot y La Carta a D'Alembert sobre los espectáculos de Rousseau. Diderot impugnaba dos aspectos de la convención teatral: a la habilidad artificial de las intrigas con sus cambios repentinos oponía la realidad de las situaciones tal y como se presentan en la vida corriente. Y a las convenciones del lenguaje noble, oponía la multiplicidad de tonos, de gritos sofocados, de interrupciones, de silencios, de gestos y de actitudes que, en la vida real, traducen la verdad de los sentimientos y la intensidad de las emociones, con todas sus variaciones imperceptibles. Proponía entonces sustituir la convención de la acción por un lenguaje de signos corporales. La noción clave de esta crítica era la palabra expresión.
Algunos años más tarde, la Carta a D’Alambert sobre los espectáculos de Rousseau, ponía en tela de juicio los efectos supuestos de la acción teatral. A pesar de sus pretensiones, decía Rousseau, el teatro no enseña nada. El único sentimiento real que pueda producir el teatro en los espectadores, es el amor al teatro, el amor por las sombras del teatro y por aquella sombra de felicidad por la cual se renuncia a la búsqueda de la felicidad en la vida real. Entonces, a las falsas lecciones de moralidad del teatro oponía la energía colectiva que en la antigüedad se le otorgaba a los ciudadanos espartanos, irradiada por sus cantos y sus bailes o el sentido de comunidad fraternal producido por las fiestas populares suizas. El uno y el otro impugnaban pues el modelo representativo en nombre de la vida y del movimiento. Y sabemos que sus críticas y sus propuestas tuvieron una larga posteridad y gran importancia en el siglo XX en las tentativas por imponer al teatro un lenguaje corporal para revocar el espectáculo en beneficio de la acción. Sin embargo, ambos permanecían al interior de una lógica mimética. Lo que oponían al orden de la mímesis era de hecho una suerte de híper-mímesis. El lenguaje del cuerpo que proponía Diderot era un lenguaje de signos enteramente motivados, es decir, un lenguaje que radicalizaba el principio mimético de correspondencia entre las pasiones y los signos. En cuanto a Rousseau, al proponer remplazar el teatro por la fiesta, retomaba la oposición platónica entre la mentira teatral y la autenticidad del desempeño coreográfico donde los gestos de los ciudadanos «imitan» el principio mismo de la virtud colectiva. Por lo tanto, ninguna de estas dos formas de «expresión de la vida» podía ponerle fin al viejo privilegio de la «acción». Lo que podía terminarlo era más bien una forma de movimiento que aboliera al mismo tiempo la separación jerárquica entre acción y pasividad y la separación jerárquica entre el ocio y el reposo. Por extraño que pueda parecer, era necesario que la «vida expresiva» fuera tomada por poderes de inexpresividad, que su movimiento se aproximara a una potencia de inmovilidad.
Es eso lo que constatamos en el performance de la bailarina del afiche que hemos estado observando. Es interesante estudiar la genealogía de este performance, pues nos reserva algunas sorpresas que arrojan una luz bastante nueva sobre el papel que juega el movimiento en el paradigma modernista. En la misma época en que Diderot y Rousseau oponían la vida expresiva a los artificios de la acción teatral, Winckelmann publicaba su Historia del arte en la antigüedad, quizás el primer autor que hiciera el arte en singular cobrara existencia, asignándole una historia. Sabemos que en aquel libro figura, en particular, un análisis paradójico de la estatua conocida bajo el nombre del Torso del Belvedere: la estatua de un Hércules privado de brazos y piernas, miembros tan necesarios para sus Trabajos. Este Hércules, nos dice el autor, medita sus trabajos pasados, pero, como tampoco tiene cabeza, su meditación se expresa solamente, a través de la curva de la espalda y de los músculos de su torso cuyas formas, decía Winchelmann, entraban unas en otras, intrincadas en un movimiento continuo parecido al de las olas que incesantemente van y vienen. Pues bien, este movimiento incesante de músculos semejante a las olas del mar implica de hecho una idea nueva de movimiento que neutraliza precisamente la oposición misma entre movimiento y reposo. La posteridad le ha dado un nombre a esta identidad del movimiento y del reposo. Ahora bien, esa identidad del movimiento y del reposo, la posteridad le dio un nombre la del movimiento libre, un movimiento que no se encuentra atado a la necesidad de ejecutar acciones o expresar sentimientos. Esto implica una idea nueva del cuerpo, de la vida que lo atraviesa, así como del movimiento por el cual se expresa la vida. Y es justamente esta idea que los renovadores y renovadoras de la danza en el siglo XX se han empeñado en hacer revivir a partir de la observación de las pinturas de las cerámicas griegas o de los frisos antiguos. La vida del cuerpo no es ya la del organismo donde los movimientos se coordinan para obedecer a un centro a una cabeza. Tampoco se trata del lenguaje del cuerpo expresivo que traduce las emociones en actitudes. El movimiento libre es un movimiento sin fin, entendido en los dos sentidos de la palabra: un movimiento que no tiene ni principio ni final, que no se detiene, y también un movimiento desprovisto de objetivo y finalidad. Esta ausencia de fin hace que las ondulaciones en forma de oleaje del torso, encarnen mejor la libertad griega que un desfile de efebos espartanos que recomendaba Rousseau. También por esta razón es propicio a la revolución que va a autonomizar el movimiento. De hecho, podríamos decir que en el modelo orgánico, el movimiento también es la actividad en sí misma sin fin, que sirve a los fines de la acción. Es de alguna manera, la inacción alojada en el centro de la acción misma que favorece a la acción. Ahora bien, esta inacción puede ser autonomizada independientemente de la acción o incluso contra ella misma.
Esta emancipación de la potencia de la inacción interna en los medios de la acción es lo que Schiller resumió treinta años después de la publicación del libro de Winckelmann. Lo que llamó “pulsión de juego”, es la equivalencia de la acción y de la inacción. La pulsión de juego es más que un tipo de movimiento, es una forma de experiencia, la forma en la cual el sujeto no está determinado, como lo está en la experiencia sensible ordinaria, para aplicar una capacidad específica y responder así a una necesidad, un interés o a un impulso. La libertad estética, o el “libre juego”, como él lo denominó, es la experiencia de una capacidad de indeterminación que para Schiller es la experiencia de humanidad como tal, la experiencia de una capacidad compartida por todos, que se deshace de las oposiciones que estructuraban a la vez la acción y la inacción. Lo que brilla sobre la figura de deidad, dice Schiller, es el ocio, la ausencia de toda preocupación y de toda voluntad. Pero estas propiedades de la deidad son de hecho las preocupaciones del pueblo que ha encargado al escultor la realización de esta obra. La libertad estética es una libertad en relación con los encadenamientos de fines y de medios propios de la acción voluntaria. Es en este sentido, es que se funda una idea nueva del arte pero a la vez una nueva idea del arte del vivir individual y colectivo.
Volvamos a nuestros dos afiches, podemos decir que el performance de aquel cuerpo escindido en un espacio-tiempo puesto fuera de sí mismo, expresa precisamente una configuración del espacio y del tiempo donde la actividad constructiva de hombres y mujeres es idéntica a la indiferencia del movimiento libre y a la inacción del juego que expresa la libertad colectiva. Esta unión de la «indiferencia» divina con la construcción del nuevo mundo comunista puede parecer paradójica. Podemos decir que se trata aquí de una visión toda «estética» del comunismo. Para aquellos que, en tiempos de Vertov y de los hermanos Stenberg, dirigían el Partido Comunista y la Unión Soviética, para ellos el comunismo es en efecto diferente a este tipo de danza sin fin ni finalidad. Era por el contrario la forma de vida colectiva la que debía redundar en el futuro de la industrialización y de la colectivización. Ahora, naturalmente a costa de una trabajo duro y de la disciplina del hacer. Es decir se trata de un tema de fin y de medios. Pero la idea contraria es también verdad. Antes de ser un objetivo por alcanzar, el comunismo es una idea estética: la idea de una forma de experiencia sensible donde justamente los medios y los fines ya no están separados. Es así́ como el joven Marx lo había presentado: como una forma de vida donde la actividad productiva, en la cual se expresa la esencia genérica del hombre, no era ya un medio sino un fin en sí mismo. Naturalmente esta era una idea heredada de Schiller y de sus intérpretes románticos: donde la idea de una forma de comunidad donde la idealidad de la esencia humana no está ya separada de la vida concreta de los individuos. Mientras el comunismo siga siendo un objetivo por alcanzar gracias a un ajuste calculado de los medios a los fines, sigue estando al interior de la vieja lógica representativa. Para zafarse de dicha lógica, existió anticipado de sí mismo, como una forma ya presente de experiencia sensible. Tal anticipación define una presencia del futuro en el presente que está bastante alejada de lo que se entiende habitualmente por «vanguardia». De hecho no se trata de estar delante o anticipado a su tiempo o de llegar antes de la multitud que viene detrás. No, se trata más bien de reunir dos temporalidades, convertirla en una sola, una temporalidad de los medios y los fines y una temporalidad donde ambos se han vuelto indiscernibles. Es así como podemos comprender el gran proyecto expresado por el joven Marx: unir el corazón francés (sensibilidad), con la cabeza alemana (razón); es decir la temporalidad francesa de la acción unida con la temporalidad alemana donde la acción ha incorporado el momento de la inacción. Es la razón por la cual, la modernidad, tal y como la concibe Marx, no es la aceleración del tiempo, sino más bien el tiempo de una disociación de temporalidades.
Pero quizás sea otro discípulo del idealismo alemán, del otro lado del Atlántico, quien ha expresado mejor esta idea de disociación. Pienso en Rhalp Waldo Emerson y en aquella conferencia sobre «El Poeta» que es contemporánea de los primeros escritos de Marx. Como Marx, Emerson afirma que lo que la humanidad moderna necesita para redimir sus pecados es una nueva confesión. Y es ahí, dice, donde radica la obra del poeta por venir. Este deberá encontrar «en la barbarie y el materialismo del tiempo, otra ronda de los mismos dioses que tanto admira en Homero». Deberá́ dar a las vitrinas de objetos prosaicos y a las operaciones de la vida prosaica su valor de símbolos de la vida común. Pienso que definiendo así́ la labor del poeta por venir, Emerson ha formulado quizás de la manera más exacta lo que modernidad y modernismo pueden significar. La tarea que confiaba a su poeta es exactamente aquella que los artista dichos de vanguardia se dieron por objetivo: la construcción de un sensorium en el seno del cual las viejas divisiones jerárquicas que estructuraban la experiencia común son ya abolidas y olvidadas; allí en donde todas las actividades expresan el mismo espíritu de comunidad —un espíritu presente de la misma manera en el trabajo de las máquinas útiles o en la jovial vitalidad de una mujer que danza, es decir expresar de la misma manera un espíritu que liga todo con todo dentro de un movimiento sin fin.
Es precisamente dicho movimiento del que se desprende tal relación de cada cosa con el todo, lo que manifiesta la película misma de Dizga Vertov, El hombre de la cámara. La película no cuenta historias, tan solo pone en relación actividades. Esas actividades que se ejecutan todos los días en las calles, las tiendas, las fábricas, las oficinas, los estadios o las asociaciones de obreros. Pero no se trata de representar estas acciones. Se trata más bien, de una actividad que vincula todas estas actividades y las organiza en una «cosa-película», como él la llama, que es en sí misma un elemento de la vida nueva. En este sentido el montaje ejecuta la tarea del poeta emersoniano: tejer el hilo espiritual que une todas las actividades en un único todo sin jerarquía. Recordemos que el primer poeta que aplicó el programa de Emerson, Walt Whitman, había justamente tejido entre todas las actividades —por más prosaicas que fueran—, el más inmaterial de los vínculos; me refiero a aquellos puntos suspensivos que están aquí y allá en la primera edición de Leaves of Grass, confiriéndole su aspecto tan singular. El montaje vertoviano funciona a la manera de esos puntos suspensivos para tejer precisamente ese vínculo espiritual que es el alma común de todas esas actividades. Su operación principal consiste en hacer que todas esas actividades sean iguales. Esto implica tres cosas: en primer lugar, concederles a todas la misma importancia; en segundo lugar, fragmentarlas en segmentos extremadamente cortos; y por último montarlos en un tiempo acelerado, aquel tiempo «anticipado de sí mismo» del que les hablé anteriormente, el mismo que arrastraba la bailarina/hélice en medio de los rasca-cielos. La máquina del operador y la de la jefe de montaje son las que confieren a estas actividades fragmentadas la expresión de una nueva vida colectiva caracterizada por la conexión instantánea de todos los movimientos. Pero lo hacen a expensas de desplegar, en el montaje de estas actividades, la misma tensión que ya se vislumbraba en la superficie inmóvil del afiche.
Esto se puede ver en un fragmento de la película de Vertov, donde vemos la escisión de la bailarina vitalista/mecánica, a la vez máquina y cuerpo vivo que vuelve a aparecer aquí en la dualidad de la clienta elegante de un salón de belleza y de la obrera de una fábrica de cigarrillos. El montaje parece primero oponer el ocio de una «nepwoman» que se ocupa de su belleza a la actividad de las trabajadoras soviéticas. Pero, suponiendo que esta haya sido la intención del cineasta, la práctica misma del montaje por sí misma, vendría a refutar esta intención. El montaje no relaciona la sonrisa de la clienta del salón de belleza con su estatus social. Lo vincula más bien con la diligencia de las manos ágiles de la peluquera y de la manicurista y con una multiplicidad de otras manifestaciones de vitalidad, desde la rapidez de los gestos de esas mujeres obreras que trabajan en cadena hasta sus conversaciones juguetonas. Lo que nos presenta este episodio, es de hecho una muestra de un proyecto jamás realizado por Vertov: tal proyecto era el de una película sobre las manos, compuesta de ciento veintisiete gestos diferentes. Y es en esta óptica que son mostrados aquí tanto el trabajo de la manicurista así como el trabajo de la obrera que fabrica con sus manos los embalajes de los cigarrillos en cadena, o el paso del paño del embolador de zapatos, el golpe de pico del minero y un sin número de otros gestos, incluyendo el del camarógrafo que hace girar la manivela de la cámara y el de la montajista, cortando, clasificando y pegando los fragmentos. Todos estos gestos son hasta cierto punto manifestaciones equivalentes de la misma energía colectiva. Su conexión generalizada compone justamente un tejido de la vida común donde todo es movimiento. Pero reconocemos de inmediato la naturaleza de este movimiento: es el movimiento libre, el movimiento sin fin de la ola que recae sobre otra ola. La condición de esta conexión ininterrumpida de los movimientos, consiste en que cada una de estas actividades está desconectada de su temporalidad propia y de los fines que pretende alcanzar. Ahora bien, los detractores de Vertov ya habían denunciado esta reducción en sus películas anteriores: estas máquinas componían quizás una gran sinfonía del movimiento, pero era imposible saber cómo funcionaban esas máquinas o saber lo que producían. En efecto Vertov no «representa» el comunismo como el resultado de una organización planificada y de una jerarquía de tareas. El comunismo en Vertov se manifiesta como ritmo común de toda esta multiplicidad de actividades. Solamente este ritmo común supone que aquellas actividades comparten todas la misma característica, es decir la ausencia de fines. Esta propiedad común hace que el trabajo productivo resulte idéntico al libre juego planteado por Schiller. Ahora, esta identidad no se manifiesta ella misma sino dentro de un espacio que es el espacio del juego. Es lo que quiero ilustrar con los extractos del final de la película donde volvemos a encontrar la bailarina y el trípode del afiche que esta vez aparecen en la sala de proyecciones donde se invita a los «actores» a ver la película y estos pasan a convertirse en sus propios espectadores.
En esta secuencia vemos, sobre todo, dos performances opuestos al movimiento de la máquina, que son a la vez dos metáforas de la actividad cinematográfica: está el performance de los empleados en la central telefónica que cambian sin cesar los cables para permitir las nuevas conexiones. Esta es la metáfora de la acción fílmica como conexión de todas las actividades. Pero de antemano, hemos visto la condición de esta conexión generalizada que debemos tener en cuenta: todas las acciones deben estar escindidas en fragmentos que aparecen y desaparecen a una misma velocidad acelerada. Por tal razón la cámara y el trípode también nos proponen otra imagen de la acción del cineasta, surgen en la medida en que aparecen como autómatas que vienen a saludar a la audiencia antes de hacer la demostración de su truco de magia. Por un lado el cineasta es el empleado de la central telefónica que conecta cada actividad con todas las demás y, por otro lado, tenemos al mago que las transforma todas esas actividades en actos de prestidigitación. Esta coincidencia del trabajo y del juego es mostrada también ella misma en un espacio consagrado al juego: es la sala de cine donde los espectadores se reconocen en la pantalla y se ríen del espectáculo de la aceleración frenética de sus actividades cotidianas, lo que quiere decir, en definitiva, que juegan con la idea de que estas actividades son la realización del comunismo y que construyen el comunismo. Claro está́ que los constructores del comunismo «real» u oficial, a ellos no les gustó ninguna de estas dos metáforas. Y levantaron contra el cineasta dos acusaciones: unos denunciaban su «panteísmo» o su «whitmanismo», es decir la fascinación por el raudal sin fin de la realidad tal y como es; otros denunciaban su formalismo, es decir su indiferencia al contenido y su atención exclusiva al montaje. Pero las dos acusaciones venían a ser lo mismo. De hecho el libre movimiento “panteísta” y el libre juego «formalista» tienen esto en común: y es que ambos vuelven equivalente el fin y la ausencia de fin, la actividad voluntaria y el rechazo de voluntad. Pero de hecho no se trata aquí de los errores de un cineasta en particular. Creo que esta equivalencia está en el núcleo de la revolución estética y de sus dos hijos: la modernidad artística y el comunismo. Una película que reveló este parentesco, como ustedes pudieron apreciarlo, naturalmente no podía gustar a los constructores del comunismo «real», aquel de los medios bien ajustados a los fines de una igualdad futura. Es la razón por la cual los oficiales de la cultura soviética decidieron después de esa película y otras, que era el momento de explicar a los artistas que su tarea no era tejer el tejido sensible del comunismo. De hecho no podía existir más que una sola temporalidad, la de los medios y de los fines, es decir la temporalidad del trabajo y el descanso. Lo que los artistas tenían que hacer por lo tanto era mostrar los esfuerzos y los problemas de los trabajadores y centrar su tarea en distraerlos después de su esfuerzo laboral. De esta manera, se les pedía volver a la lógica representativa antigua dándole a un público definido una combinación de placer y de educación que le era la adecuada dentro del programa del comunismo real para esta masa de trabajadores. Pero este asunto no se refiere solamente a las relaciones de los artistas soviéticos con su gobierno. Se refiere también al significado mismo de lo que podría llamarse modernismo estético. En este sentido, es el final del modernismo estético lo que proclamaba la revolución soviética, es decir todo iba hacia allá, era mucho más que un asunto interno, era el final de una modernidad que le daba al arte la posibilidad de construir las formas de una nueva vida común. Esa represión del comunismo estético por parte del Estado stalinista le abrió la vía a lo que yo referencié al principio, es decir, la operación de los intelectuales marxistas que muchos años después aprovecharon para borrar los rasgos del modernismo, o podríamos decir del modernismo efectivo e inventaron el modernismo imaginario o el modernismo retrospectivo que identifica la modernidad con la autonomización del gran arte, alejándose de la industria cultural o de la propaganda política para dedicarse a la única exploración de su medio. Hoy quise compartir con ustedes y mostrares que quizá ha llegado el tiempo de repensar esa historia en su conjunto.
Referencias
Greenberg, C. (2006). La pintura moderna y otros ensayos. Madrid: Ediciones Siruela.
Notas