Resumen: el artículo muestra 1) el distanciamiento de Nietzsche respecto de la filología clásica de su época, 2) explicita las fuentes de las que bebió El nacimiento de la tragedia y 3) pasa a analizar su metafísica del arte, la cual es presentada bajo la dialéctica entre Apolo y Dioniso leídos como instintos de la naturaleza. Seguidamente, 4) muestra su crítica del optimismo socrático, la cual puede ser leída como una crítica de la modernidad necesaria para su proyecto de la renovación cultural por medio de la cultura trágica. En este sentido, el texto busca articular los presupuestos metafísicos en esta primera etapa de Nietzsche con su proyecto de reforma cultural para Alemania. Termina con unas cortas conclusiones.
Palabras clave: filología, metafísica del arte, Apolo-Dioniso, socratismo, racionalismo, cultura trágica.
Abstract: this paper shows 1) Nietzsche's distance from the classical philology of his time, 2) evidence of the sources from which he drank The Birth of Tragedy and 3) goes on to analyze Nietzsche's metaphysics of art, which is presented under the dialectic between Apollo and Dionysus read as instincts of nature. Finally, 4) the paper shows his critique of optimism, which can be read as a critique of the modernity necessary for his project of cultural renewal in Germany through the tragic culture. In this way, the paper pretend to articulate the metaphysical views of Nietzsche with his cultural project. Finally, I present some conclusions.
Keywords: philology, metaphysics of art, Apollo-Dionysus, socratism, rationalism, tragic culture.
Artículos
Metafísica del arte y crítica del socratismo en El nacimiento de la tragedia
Art Metaphysics and Socratism Critique in The Birth of Tragedy
Recepción: 10 Mayo 2020
Aprobación: 20 Octubre 2020
Autor de correspondencia: dpachons@uis.edu.co
Forma de citar (APA): Pachón Soto, D. (2021). Metafísica del arte y crítica del socratismo en El nacimiento de la tragedia. Revista Filosofía UIS, 20(2), [pp] https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021012
“Los griegos establecieron desde el principio una conexión entre sabiduría y engaño”.
“El arte y nada más que el arte. Él es el gran posibilitador de la vida,
el gran seductor que incita a vivir, el gran estimulante para vivir”.
En agosto de 1900 falleció el pensador alemán Friedrich Nietzsche. Este artículo tiene como fin rememorar parte de los aportes de su primer libro El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, publicado en 1872, y articular su postura metafísica del arte y del mundo con su proyecto de reforma cultural[1]. Por eso, el presente texto rastrea brevemente la discusión que tuvo Nietzsche con la filología clásica de su tiempo, a la vez que alude a las fuentes y propósitos del libro. Se centra en la metafísica del arte planteada en la obra a través de la dialéctica entre Apolo y Dioniso y explora la demoledora crítica que Nietzsche realiza al socratismo y al asesinato que este propinó a la tragedia. A modo de conclusión, se presenta cómo Nietzsche abogó por una cultura trágica contrapuesta a la cultura alemana de la época. La crítica de Nietzsche al socratismo es, más bien, una crítica de la modernidad y un contrapunto fundamental para su proyecto filosófico-cultural, el cual desarrollaró en su filosofía posterior.
En la lección inaugural pronunciada por Nietzsche el 28 de mayo de 1869 en la Universidad de Basilea, titulada “Homero y la filología clásica”, el joven e intrépido filólogo sostenía:
Con ello ha de manifestarse que toda y cualquier actividad filológica debe estar cercada y vallada por una visión filosófica del mundo en la que todo lo singular y lo aislado se evapore y sólo se mantenga la totalidad y lo unitario. (Nietzsche, 2002, p. 222)
Con este llamado, Nietzsche declaraba la guerra a los filólogos de su época, a la vez que proponía una especie de filología filosófica —o “filología del futuro”, como la llamó irónicamente Ulrich Von Wilamowitz-Möllendorff en su crítica a Nietzsche (1994)—. Es decir, Nietzsche planteaba una filología que abandonara su visión miope y que confrontara el presente con miras a una renovación cultural. La miopía del positivismo filológico imperante la había puesto de presente Nietzsche en una carta a su amigo —y futuro defensor— Erwin Rohde. En ella decía:
Pues no podemos negar que esa sublime visión global del mundo antiguo falta en la mayoría de los filólogos, debido a que estos se mantienen demasiado cerca de la pintura e investigan tan sólo una mancha de aceite, en lugar de maravillarse ante los grandes y audaces trazos del cuadro en su conjunto y- lo que es más importante- en lugar de disfrutar de ello. (Citado en Cano, 2011, p. xxii)
Era la explosión de las tensiones que el joven Nietzsche había sentido con la disciplina filológica aprendida en Leipzig con su maestro y protector Ritschl, quien llegó a pensar que Nietzsche estaría “en la primera fila de la filología alemana”. Lo cierto es que Nietzsche media la filología con la filosofía, con lo cual la primera pierde su autonomía (Abad, 2019).
Para el año 1869 Nietzsche ya había dejado atrás ese desiderátum metodológico de Wolf de “explicación gramatical, exacta; nada de estética o poética”, que tenía en Ritschl a su mejor exponente (Gutiérrez, 2002, p. 24). Así como Wolf, el maestro de Nietzsche despreciaba lo que no fuese “aplicación científica y absoluta reducción al texto. Precisión, finura del conocimiento, control riguroso y exacto de las conjeturas, manejo y perfeccionamiento del método” (Gutiérrez, 2002, p. 32). De ahí que, bajo su dirección, Nietzsche llegó a trabajar en manuscritos, enmiendas, restablecimiento de textos, y logró así sus primeras publicaciones en la Rheinisches Museum, lo que le abrió las puertas de la Universidad de Basilea, aún sin su Doctorado y con tan solo 25 años.
Pues bien, es todo este pathos de Nietzsche el que aparece en El nacimiento de la tragedia (en adelante, NT) cuya primera edición apareció en 1872. El libro es ya una resolución donde Nietzsche suspende ese objetivismo —que aparta el corazón del ánimo—y se deja llevar por la entusiasta lectura de El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer. Ahora sí, como expresó a Rohde en 1870, “ciencia, arte y filosofía crecen juntos de tal forma que corro el riesgo de parir un centauro” (citado en Sánchez Meca, 2018, p. 27). Hay que agregar que esas tendencias filosóficas y estéticas de Nietzsche se habían acrecentado también por su acercamiento, desde 1868, al músico Richard Wagner, quien vio en Nietzsche a un compañero de ruta para la reforma cultural de su pueblo. Por eso, no hay que perder de vista que Diego Sánchez Meca (2018), uno de los mayores conocedores de su pensamiento en lengua castellana, al referirse a la mencionada carta de Nietzsche a Rohde, afirma que: “Con la palabra ‘ciencia’, se refiere a la filología y al estudio y comprensión del mundo griego; con la palabra ‘arte’ alude a la ópera de Wagner; y con la palabra ‘filosofía’ a la metafísica de Schopenhauer” (p. 27).
Con todo, el libro como tal, como obra fruto de esa subjetividad combatiente, estaba más lejos de la ‘ciencia’, de la filología, tal como lo entendió muy bien su amigo Rohde, quien captó diáfanamente la intención de Nietzsche de crear o, mejor, re-crear una imagen del mundo griego que no asumía la lectura tradicional de una ruptura radical entre mito y logos; pues, como escribió en la publicación de mayo 26 de 1872 en defensa de Nietzsche, “el mito precede a la abstracción […] junto a él no hay sitio para aquél impersonal caparazón de las cosas; es decir, para los conceptos abstractos” (Rohde, 1994, p. 60). Rohde comprendía la fuerte crítica que Nietzsche lanzaba al racionalismo socrático y su función destructora de la vitalidad griega.
NT fue un libro ambicioso, abarcaba muchos propósitos a la vez, entre ellos, la determinación del papel que el pesimismo había jugado para la cultura griega; el nacimiento y la muerte de la tragedia; la crítica de la ciencia, del socratismo racionalista y de la filología al uso; y, finalmente, una propuesta de renovación cultural para Alemania. En su Ensayo de autocrítica a la tercera edición, en 1886, mirando en retrospectiva su primer libro, dice Nietzsche (2005):
¡Cuánto lamento ahora el que no tuviese yo entonces el valor (¿o la inmodestia?) de permitirme, en todos los sentidos, un lenguaje propio para expresar unas intuiciones y osadías tan propias, —el que intentase expresar penosamente, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas valoraciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto! (p. 34)
El libro tenía tres grandes improntas teóricas: Schopenhauer, Wagner y Kant. De Wagner, a Nietzsche le había interesado su crítica al mundo burgués capitalista y su crítica a la incapacidad del arte de influir sobre el pueblo, de inspirarlo, de renovarlo. Valoraba el que Wagner, partiendo de Schopenhauer, entendiera que “la música ha de ser juzgada según unos principios estéticos completamente distintos que todas las artes figurativas y, desde luego, no según la categoría de belleza” (Nietzsche, 2005, pp. 139-140). Es decir, que dionisiacamente transparentara el horror de lo “Uno primordial”, su dolor y su gozo[2]. De Schopenhauer, Nietzsche tomó, a su manera, los conceptos “voluntad” y “representación” —sustitutos a la vez de la cosa en sí y el fenómeno kantianos— para construir la “dialéctica” entre Apolo y Dioniso y mostrar su relación con el arte y la cultura. Pero, además, en esta construcción dialéctica aparece subrepticiamente la impronta de Hegel, un autor por el cual Nietzsche no demostró ningún aprecio después.
De todos ellos, Nietzsche renegó posteriormente. Si en el NT había sostenido que el legado de Schopenhauer y Kant había puesto de presente los límites del socratismo racionalista y había abierto la puerta para pensar lo ético y el arte —lo cual constituía una “sabiduría dionisiaca expresada en conceptos” (Nietzsche, 2005, p. 169)—, ya en 1888 se quejó del “amargo perfume cadavérico de Schopenhauer”, presente en su primer libro. Además, en Crepúsculo de los ídolos dijo que Kant es un “lisiado conceptual, el más deforme que ha existido” (Nietzsche, 2000, p. 90). Por su parte, como es sabido, el solitario de Sils María escribió Nietzsche contra Wagner y agregó en Ecce homo este divertido apunte: “¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído!- ¡Si al menos hubiera caído entre puercos! ¡Pero entre alemanes!” (Nietzsche 1997, p. 81). Como se sabe, Nietzsche acusó a Wagner de traicionar su inicial proyecto renovador de la cultura, le objetó el
[…] ser fundamentalmente un actor, que se ocupaba de forma desmedida por la representación: lo aparatoso de su escenografía, el romanticismo de sus concepciones [su resignación, D.P], y, finalmente, el cristianismo que a su juicio testimoniaba su Parsifal. Aparte de esto, Wagner fue permeado por las ideas nacionalistas y antisemitas. (Botero, 2002, p. 37)
Nietzsche (1997) tampoco se guardó nada contra Hegel, pues llegó a reconocer que el NT “desprende un repugnante olor hegeliano” (p. 68). Esta impronta hegeliana ha sido reconocida por los críticos y conocedores de Nietzsche. Rafael Gutiérrez Girardot (2002) ha demostrado con detalle, por ejemplo, cómo “la tragedia en Nietzsche tiene su antecedente en la dialéctica de Hegel” (p. 91) y, Germán Meléndez (1996), tal vez quien mejor conoce la obra de Nietzsche en Colombia, ha remarcado la impronta del idealismo alemán —así como la del romanticismo— en esta obra de Nietzsche, en el sentido de que en ella se concibe la “experiencia estética como captación intuitiva de lo universal en lo particular” (p. 57).
Como es ampliamente sabido, la filosofía de Nietzsche es una crítica de la metafísica. Sin embargo, en este primer libro el filósofo abogó por una visión del arte “como la actividad propiamente metafísica del hombre” (Nietzsche, 2005, p. 31). Pero, ¿qué entender aquí por metafísica? Esta se debe asumir como totalidad de lo real, como una cierta visión total del mundo en cuya base se encuentra el arte, el cual es “postulado como fundamento de la cultura”, como actividad humana y como “la acción creadora del mundo mismo” (Meléndez, 1996, p. 56).
Esta metafísica de Nietzsche parte de dos conceptos fundamentales del filósofo: lo apolíneo y lo dionisiaco. Nietzsche (2005) toma los nombres de los dos dioses griegos. Apolo es, entre otras cosas, la “divinidad de la luz” (p. 44), mientras que Dioniso tiene su “prehistoria en Asia menor, que se remonta hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos” (p. 45). En NT ambos son interpretados como instintos que “marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar frutos nuevos y cada vez más vigorosos [énfasis añadido]” (p. 41). Ellos son dos instintos, dos “potencias artísticas que brotan de la naturaleza misma” (p. 48)[3]y que se “concilian” en la tragedia y en la cultura misma, pues esta depende de su “proporción de mezclas” (p. 154). Es decir, la cultura depende de la “antítesis enorme” de estos dos instintos, el del “arte del escultor” y el de “la música”.
¿Qué representan, más precisamente, estos dos instintos para Nietzsche? Apolo se podría designar como la “imagen divina del principium individuationis, por cuyos gestos y miradas nos hablan todo el placer y sabiduría de la ‘apariencia’, junto con su belleza” (Nietzsche, 2005, p. 45). Dioniso es, por su parte, la embriaguez, caracterizada por el “sentimiento de acrecentamiento de la fuerza” y “el sentimiento de la plenitud” (Heidegger, 2013, p. 101), que ejemplifica la ruptura del principio de individuación, de las cosas individuales, y es, por lo tanto, la unidad mística con “el fondo más íntimo del mundo” (Nietzsche, 2005, p. 49); es decir, con la “voluntad” o “uno primordial”.
En el estado dionisiaco “lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, de lo universal natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza” (p. 246). De acuerdo con Julio Quesada (1988), Apolo simboliza la “apariencia individual” (pp. 103, 106), la mesura, los límites, la claridad, la calma, el estilo y el ritmo en música como “arquitectura en sonidos”. Está muy bien definido en la escultura y es “sustancialmente un modo de aplacar la fuerza del impulso dionisiaco” (Vattimo, 2002, p. 137).
Dioniso es la exaltación de lo Uno y la ruptura del velo de Maya, la unidad desgarrada del mundo que está tras la apariencia, la revelación del artista que es atravesado por las potencias artísticas de la naturaleza; en música, es la armonía que revela la voluntad, el Uno. Lo dionisiaco también es algo muy importante: el placer y el espanto, pues:
En las fiestas y en la producción artísticas dionisiacas existe una tensión entre la revelación placentera de que la mera apariencia individual encierra una unidad metafísica y la conciencia del dolor revelada en el conocimiento de que el individuo ha de perecer. Lo dionisiaco no encierra un canto optimista a la vida, cosa que bien pudiera parecernos si su esencialidad sólo fuera meditada desde el júbilo metafísico de la unidad de los contrarios; pero no estaríamos en presencia de Dioniso si en ese canto no se dejara escuchar también el son del lamento. (Quesada, 1988, p. 105)[4]
Pero, ¿por qué Nietzsche sostiene que lo apolíneo y lo dionisiaco “marchan uno al lado de otro” en “abierta discordia”? El punto es muy interesante, porque ambos instintos aparecen realmente en cada producción del hombre, en cada creación suya. La tragedia en Nietzsche es, por eso, una manifestación de los dos. En este caso, Nietzsche se opuso a la lectura que la filología de Winckelman, junto con el clasicismo de la época, había construido del mundo griego como un mundo “jovial”, sereno, que tomaba cuerpo en el arte figurativo, es decir, que era definido básicamente como Apolíneo. Por el contrario, lo que quería rescatar Nietzsche era la exuberancia del mundo griego presocrático, pre-alejandrino, su carácter extasiado; un pueblo que había sabido conjugar ese éxtasis con la serenidad, pues como lo expresa Diego Sánchez Meca (2018):
La bella apariencia de lo apolíneo no es sino el anverso de la profundidad insondable de lo dionisiaco. La ejemplaridad griega no estriba en su sentido ingenuo de lo bello, sino en el modo como los griegos lograron sobreponerse a los aspectos desmesurados, terribles y trágicos de la existencia. Dioniso es la expresión de un estado primitivo y salvaje, dominado por la desmesura, que precede a la formación de la civilización griega, la cual lo sometió a la belleza de la mesura con sus dioses olímpicos y su arte apolíneo. Lo apolíneo encentra así su justificación en lo dionisiaco […] lo apolíneo sirve a lo dionisiaco para que la desmesura de lo dionisiaco se convierta en una experiencia sublimada. Y eso es lo que, con mayor eficacia, llevó a cabo la tragedia. (pp. 29-30)
Ahora, ¿cómo se da la ‘dialéctica’ —por decirlo así, esa tensión o ‘antítesis’— entre ambos instintos? Esto se puede ejemplificar con el pesimismo que la filosofía de Schopenhauer actualizó en el siglo XIX en El mundo como voluntad y representación. En este libro, el pesimismo es producto del continuo desear del hombre, de la imposibilidad de satisfacer los deseos humanos, pues “ningún objeto del querer que se consiga puede procurar una satisfacción verdadera” (Schopenhauer, 2004, p. 250). Ese pesimismo es interpretado por Nietzsche a la luz de los griegos y no lleva a la resignación, sino que provoca una reacción ante el asco por el mundo que se deriva del pesimismo.
Para Nietzsche, el pesimismo provocaba una desvalorización de la vida, en la cual se ponía en peligro la existencia del hombre mismo. Pero si Nietzsche dice que los griegos superaron el pesimismo, lo dice no porque lo hayan negado a secas, sino porque aprendieron a vivir con él, lo transfiguraron y lo utilizaron como un punto de partida para hacer soportable la vida. Aquí, debido al pesimismo, la “verdad” que el hombre aprehende del mundo es ‘superada’ con el arte, el cual le permite hacer soportable la existencia. El arte se alza contra la verdad, enrostrada por el “Uno primordial”, y se pone al servicio de la conservación vital. Por eso, dice Germán Meléndez (1996), “El arte es una fuerza reactiva. Su impulso proviene del efecto repulsivo de la verdad” (p. 60). Por eso, aprehender la verdad de que “todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso”, y de que el crear va unido a la destrucción de las cosas, “dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir” (Nietzsche, 2005, p. 146), necesita luego ser transfigurado en la bella apariencia, en la obra de arte apolínea, que nos brinda de nuevo seguridad y calma. Aquí, desde el sentido dionisiaco de lo “Uno primordial” — desde el espanto, la verdad, la desgarradura y desde un cierto saber sobre la vida que se ha captado intuitivamente cuando descendemos más allá de la realidad empírica— se levanta lo apolíneo y nos redime de la fealdad del mundo[5]. Sin embargo, no es posible olvidar lo que se ha vivido previamente en “lo Uno”, en la voluntad, por eso se trata de vivir en adelante con valentía, en la tensión, diciendo sí a lo más terrible, sí al devenir, al eterno nacer y perecer de las cosas, pero sin sucumbir ante este abismo. Por eso, dice Nietzsche (2005),
En efecto, cuanto más advierto en la naturaleza aquellos instintos artísticos omnipotentes y, en ellos, un ferviente anhelo de apariencia, de lograr una redención mediante la apariencia, tanto más empujado me siento a la conjetura metafísica, de que lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión extasiante, la apariencia placentera. (p. 58)
Es decir, así se conserva la vida, se transfigura el dolor, el sufrimiento. Es en la filosofía trágica de Nietzsche donde se enfrentan ‘verdad’ —la terrible de lo Uno primordial— y ‘belleza’ —la negación de esa verdad dionisiaca por medio de la tragedia o el arte—. Esa filosofía trágica requiere un hombre creador, un médium, un imitador de la naturaleza y sus potencias; implica que la actividad metafísica por excelencia del hombre es el arte, es el crear.
En Fragmentos póstumos dirá Nietzsche (1992) sobre NT:
La metafísica, la moral, la religión, la ciencia— todas ellas son tomadas en consideración en este libro exclusivamente como diversas formas de la mentira: con su ayuda se cree en la vida. ‘La vida debe inspirar confianza’: la tarea así planteada es colosal. El hombre para darle solución, tiene que ser un mentiroso por naturaleza; más que cualquier otra cosa tiene que ser, además, un artista… y de hecho lo es: metafísica, moral, religión, ciencia— son sólo producciones de su de arte, de mentira, de huida ante la ‘verdad’, de negación de la verdad”. (p. 154)
¿No es esta la mayor valentía humana? ¿No demostraron los griegos con esta actitud su afirmación del devenir, del eterno retorno de la vida? Desde luego. De esa forma se logró el “eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí el placer del destruir” (Nietzsche, 1997, p. 144), el canto a la vida, la demostración de la fuerza y vitalidad griegas, fuerza de la cual carece ya el mundo moderno con sus ideas modernas. Por lo demás, aquí aparece la idea de Nietzsche según la cual hemos creado el mundo que nos interesa. Ya que no podemos acceder al mundo en sí —o mejor, este no existe—, el hombre ha necesitado ficcionar, crear, mentir, para hacer posible su vida: todas las creaciones humanas no son más que artificios útiles y funcionales a la existencia, incluso la lógica, la sustancia, la unidad del sujeto, la causa y el efecto. De ahí que la verdad misma es un “poder conservador de la vida”, como dice Nietzsche (2011) en La ciencia jovial (p. 677).
La anterior metafísica del arte es el pivote de Nietzsche o, mejor, es el trasfondo para iniciar una demoledora crítica a su presente, pues la acusación que Nietzsche hace a Sócrates en NT es la de haber asesinado la tragedia. Sin embargo, al explicitar las razones que sustentan esa acusación, lo que se ve en Nietzsche es también su crítica de la modernidad. En este sentido, la expresión socratismo implica mucho más que la denuncia de la muerte del arte trágico, implica una mirada crítica de la Alemania imperialista de Bismarck.
Para Nietzsche (2005), Sócrates es el “adversario de Dioniso” y el modelo del “hombre teórico” (pp. 119, 132). Esto quiere decir que Sócrates condena todo el arte y ética vigentes. Pero, ¿por qué? Sencillamente por hipostasiar el saber (ciencia), la inteligencia, la lógica, la dialéctica y el optimismo. Esta hipóstasis hace de Sócrates el anti-místico, es decir, aquel que no puede unirse a la totalidad, al “uno primordial”, a la ciega voluntad de Schopenhauer, y como no puede, por eso potencia su “instinto lógico” con una desbordante violencia y se lanza a escrutarlo todo. De ahí que él tendía a ver en el arte trágico “algo completamente irracional, con causas que parecía no tener efectos, y con efectos que parecían no tener causas” (Nietzsche, 2005, p. 125); a su parecer, el arte trágico no decía la verdad y estaba dirigido a no-filósofos, a gente de poco entendimiento. El resultado es que, con el esquematismo lógico, Nietzsche (2005) sostiene que la tendencia “apolínea se ha transformado en crisálida” (p. 127). De ahí que la dialéctica, con sus argumentos y contraargumentos, corre el peligro de evitar la compasión trágica, tal como en el héroe de Eurípides ya racionalizado. El héroe de la tragedia se convierte en un dialectico[6] y así la tragedia de Esquilo es derrotada y sustituida por el argumento de la tragedia de Eurípides. El coro de la tragedia es desvalorizado y aparece ahora como una reminiscencia de la que se puede prescindir, mientras que antes el coro era la causa de la tragedia y de lo trágico en general. Dice Nietzsche (2005):
Con los diálogos de sus silogismos[7] la dialéctica optimista arroja de la tragedia la música: es decir, destruye la esencia de la tragedia, esencia que únicamente se puede interpretar como una manifestación e ilustración de estados dionisiacos, como simbolización visual de la música, como el mundo onírico de una embriaguez dionisiaca. (p. 129)
La lógica de Sócrates asfixia lo dionisiaco y funda el optimismo. En él, el saber levanta el velo y perfora bien hondo buscando desentrañar y hacer transparente el ser. Con ese optimismo nació esa “inconcusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hasta los abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser” (Nietzsche, 2005, p. 133). Esta cita es importante porque muestra el papel que la causalidad empieza a jugar en Sócrates, pues quien conoce la causa puede producir el efecto y quien conoce el efecto puede presuponer y lanzarse a descubrir alguna causa.
En esto consiste el optimismo: en la creencia de que es posible llegar y someter el mundo violento, conflictivo y problemático que se encuentra tras las apariencias; es decir, pretender que se puede descender al Uno primordial y eliminar el sufrimiento con la verdad y el saber. Aquí se ha matado, efectivamente, la tragedia, el valor de vivir en el eterno mudar de las cosas. Es el imperativo y la meta de la ciencia arrojar conocimiento del ser, dominarlo y corregirlo, “penetrar en esas razones de las cosas y establecer una separación entre el conocimiento verdadero y la apariencia y el error” (Nietzsche, 2005, p. 135). Por eso con Sócrates aparece un punto de inflexión en la historia universal: un nuevo fundamento con el cual se puede vivir y por el cual se puede morir. De ahí que Nietzsche (2005) lo llame un “mistagogo de la ciencia” (p. 134). Con ella buscó hacer inteligible y justificada la existencia. Con la ciencia, el saber se convierte en medicina, en curativo y se posiciona como la ocupación más noble de todas.
Ahora, el optimismo en Nietzsche (2005) tiene tres formas: “la virtud es el saber; se peca sólo por ignorancia; el virtuoso es el feliz; en estas tres formas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia” (p. 128). Justamente aquí es donde aparece la moral ligada al conocimiento, es el nacimiento de la moralina ligada a una razón, diríamos, totalitaria. Lo que quiere decir que la antigua moral es también derrotada. Ahora, el conocimiento sirve de guía, de camino y desemboca en la virtud. Podría decirse, que aquí nace el moralismo socrático. Por eso Nietzsche sostiene en el Ensayo de autocrítica de 1886 que en este libro él había puesto ya la moral como ilusión, como apariencia, como interpretación; es decir, como un antecedente de lo que dirá después: no existen hechos morales, sino solo una interpretación moral de los hechos.
Con el logicismo despótico de Sócrates se establece, entonces, una lucha entre la concepción teórica y la concepción trágica del mundo que Nietzsche traslada al análisis de su presente. El hombre teórico se caracterizar por:
a) Combatir la sabiduría y el arte de Dioniso.
b) Disolver el mito, del cual se alimentó enormemente la cultura griega. De ahí proviene la pretendida superación del mito por la filosofía, el llamado tránsito del Mytos al Logos.
c) Reemplazar el consuelo metafísico —proporcionado por el arte— por una armonía terrenal, “incluso por un deux ex machina propio, a saber, el dios de las máquinas y los crisoles, es decir, las fuerzas de los espíritus de la naturaleza conocidas y empleadas al servicio del egoísmo superior” (Nietzsche, 2005, p. 153).
d) La creencia de que el mundo se puede corregir por medio del saber en una vida dirigida por la ciencia —el optimismo científico— y del progreso material.
e) Y, finalmente, la que mejor refleja la actualidad, la capacidad de “encerrar al ser humano individual en un círculo estrechísimo de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: te quiero: eres digna de ser conocida” (Nietzsche, 2005, p. 153).
Cabe advertir que Nietzsche considera que la filosofía de Kant y de Schopenhauer invalidó las pretensiones socráticas al establecer los límites de la razón y mostrar que el tiempo, el espacio y la causalidad solo elevan la apariencia a “realidad única y suprema”. Esto implica la imposibilidad de un conocimiento de la cosa en sí, de la esencia que está detrás de los fenómenos. En palabras de Nietzsche, esto significa simplemente que Kant y Schopenhauer fueron, en teoría del conocimiento, anti-socráticos, de ahí la imposibilidad de “escrutar todos los enigmas del mundo”, de dominar lo “Uno primordial” y de corregir el mundo dionisiaco que está tras la apariencia. Ellos consiguieron “la victoria más difícil, la victoria sobre el optimismo que se esconde en la esencia de la lógica, y que es la vez el sustrato de nuestra cultura” (Nietzsche, 2005, p. 157). Ahora, como es bien sabido, y como se puso de presente supra, la valoración de Nietzsche de las filosofías de Schopenhauer y Kant cambiaría abruptamente en su etapa madura, pues recusaría el platonismo de Kant y también el cristianismo soterrado de Schopenhauer.
Este es el diagnóstico que Nietzsche hace del presente. En él, el socratismo, dígase racionalismo moderno, intelectualismo, cientificismo, etc., mata la vida. Sócrates es, por eso, un pensador decadente, feo, como aparece en Ecce homo, que instituyó una nueva forma de lucha: la agonal dialéctica. Él demostró, frente a los peligros griegos de la época, que todos debían ser racionales y lúcidos, etc., si no querían perecer. Igualmente, demostró que no se debían hacer concesiones a lo inconsciente, a los instintos oscuros, que estos debían ser sometidos por la racionalidad. Sin embargo, para Nietzsche (1997), “Tener que combatir los instintos —ésa es la fórmula de la décadence” (p. 49).
Entonces, ¿cómo oponerse a esta cultura alejandrina, teórica, en fin, moderna? La respuesta la encuentra Nietzsche en la autodestrucción de esa misma cultura: solo cuando el optimismo científico choque contra la evidencia de la realidad, la ciencia cambie de signo y la cultura sea ilógica podrá renacer la tragedia en el espíritu de la música.
Frente al hombre teórico, Nietzsche propondrá una cultura trágica, la cual está caracterizada por:
a) El reemplazo de la ciencia, como meta suprema, por la sabiduría, la cual —en oposición a la cultura de su tiempo y a la filología clásica que ya Nietzsche criticaba en “Homero y la filología clásica”— “se vuelve con mirada quieta hacia una visión total del mundo” (Nietzsche, 2005, p. 157).
b) Esta sabiduría aprehende en esa totalidad, “el sufrimiento eterno como sufrimiento propio” (p. 158).
c) Superación de las debilidades del optimismo lógico y científico.
d) Y, aprender a vivir resueltamente en lo entero, en lo pleno, es decir, aprender a vivir trágicamente[8], desechando los anhelos de la dulce felicidad de ese bebedizo para borregos.
Es claro que Nietzsche había depositado, como ya se dijo, la confianza en Wagner y en su concepción de la música en este proyecto renovador. Nietzsche, en realidad, veía una Alemania débil, que debía recuperar la fortaleza de lo trágico, para salir avante de la decadencia y de las ideas modernas, entre ellas, las ideas democráticas y socialistas imperantes, productos de ese optimismo moderno que busca “perspectivas paradisiacas” (Nietzsche, 2005, p. 163)[9]. Es en este proyecto donde aflora, en el joven Nietzsche, una especie de nacionalismo cultural. En esta obra, la nacionalidad está urgida de lo dionisiaco[10]. Es lo que se trasluce en esta entusiasta declaración:
Que nadie intente debilitar nuestra fe en un renacimiento ya inminente de la Antigüedad griega; pues en ella encontramos la única esperanza de una renovación y purificación del espíritu alemán por la magia de fuego de la música […] La tragedia se asienta en medio de ese desbordamiento de vida, sufrimiento y placer, en un éxtasis sublime, y escucha un canto lejano y melancólico- éste habla de las madres del ser, cuyos nombres son Ilusión, Voluntad, Dolor. –Sí, amigos míos, creed conmigo en la vida dionisiaca y en el renacimiento de la tragedia. El tiempo del hombre socrático ha pasado […] Ahora osad ser hombres trágicos”. (Nietzsche, 2005, pp. 172-173)
Hay que decir que el fuerte ataque de Nietzsche a Sócrates —crítica bastante injusta y reductiva— es, más bien, una crítica al racionalismo moderno y a muchas de sus encarnaciones manifestadas en la apoteosis de la ciencia, la técnica, la política y la vida social, las cuales, a su parecer, representan una negación del individuo, la cultura y la vida misma. A mi juicio, dado el contexto en el que apareció NT, Nietzsche se vio compelido a “destruir” polémicamente a uno de los grandes baluartes del pensamiento griego antiguo, pero en ese ejercicio de crítica sin duda pecó de exceso, de hybris, pues no justiprecia adecuadamente el legado de la filosofía socrático-platónica con sus muchas aristas, empresa que, de todas formas, escapaba a la intención original del libro.
Finalmente, cabe resaltar que en su obra posterior Nietzsche modificó algunas de las ideas expuestas en NT, cambió de pareceres, etc., pero, de todas formas, NT encarna el ethos y el pathos del Nietzsche filósofo, filólogo y artista. La obra da cuenta ya de un pensador irreverente, original y crítico, que sabe que el “filósofo tiene hoy el deber de desconfiar, de mirar maliciosamente de reojo desde todos los abismos de la sospecha [énfasis añadido]” (Nietzsche, 1995, p. 63); muestra un pensador que pone su corporalidad viviente al servicio de la destrucción y la refutación de dogmas y verdades establecidas, y que era plenamente consciente de que debía ser la “conciencia malvada de su tiempo” (p. 167) si quería poner el pensamiento al servicio de una vida cualitativamente más alta o, lo que es lo mismo, más allá de la cultura occidental cristiana.
Forma de citar (APA): Pachón Soto, D.
(2021). Metafísica del arte y crítica
del socratismo en El nacimiento de la
tragedia. Revista Filosofía UIS, 20(2),
[pp] https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021012
Colombiano. Doctor en Filosofía de la Universidad Santo Tomás, Colombia, y Profesor Asociado en la Universidad Industrial de Santander, Colombia. Profesor visitante Asociado de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe, Japón.