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Entre el techo y las fronteras de cristal en Latinoamérica : retos y vicisitudes vigentes en el proceso de empoderamiento de las mujeres

Between the roof and the glass frontiers in Latin America: current challenges and vicissitudes in the process of women's empowerment

Tania Esmeralda Rocha-Sánchez
Universidad Nacional Autónoma de México, México

Entorno

Universidad Tecnológica de El Salvador, El Salvador

ISSN: 2071-8748

ISSN-e: 2218-3345

Periodicidad: Semestral

núm. 54, 2013

vicerrectoriadeinvestigacion@utec.edu.sv

Recepción: 31 Octubre 2013

Aprobación: 27 Diciembre 2013



DOI: https://doi.org/10.5377/entorno.v0i54.6293

Resumen: En el presente trabajo se ofrece una revisión y una reflexión en torno a cuáles son las áreas críticas del desarrollo autónomo de las mujeres en Latinoamérica debido a la presencia de múltiples barreras socioestructurales y subjetivas que imposibilitan el empoderamiento de este sector poblacional. Se toman como criterio tres ejes señalados por el Observatorio de igualdad de género en América Latina y el Caribe (OIG), los cuales se identifican hoy como metas imperantes dentro de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). A partir de este análisis, se hace una reflexión sobre la manera en la que estas barreras socioestructurales y subjetivas se invisibilizan, se refuerzan y sostienen en el marco de una cultura predominantemente sexista y las implicaciones que esto puede tener en el bienestar social, emocional y físico de las mujeres en diferentes contextos. Finalmente, se hace una reflexión hacia los aspectos que se vuelven fundamentales en la posibilidad de generar una autonomía plena en las mujeres.

Palabras clave: Autonomía, techo de cristal, fronteras de cristal, equidad de género, mujeres.

Abstract: This paper provides a review and reflection on what areas are critical for the autonomous development of women in Latin America due to the presence of multiple sociocultural and subjective barriers that preclude the empowerment of this population sector. Three axes identified by the Observatory of gender equality in Latin America and the Caribbean (OIG), which are today identified as prevailing goals within the Millennium Development Goals (MDGs) are taken as a criterion. I analyzed the way in which these barriers are hide, reinforce and hold within the framework of a culture predominantly sexist and the implications that this may have on the social, emotional and physical well-being of women in different contexts. Eventually becomes a reflection towards the aspects that become fundamental in the possibility to promote a full autonomy in women.

Keywords: Autonomy, glass ceiling, glass borders, gender equality, women.

Introducción

De acuerdo con el último informe anual del Observatorio de igualdad de género de América Latina y el Caribe, OIG (Cepal, 2011), en Latinoamérica se han obtenido logros importantes en materia de equidad de género durante los últimos quince años. No obstante, es evidente que hay áreas críticas en donde la desigualdad de género prevalece como una barrera dañina y costosa para mujeres y niñas. Bajo los ODM (Cepal, 2011) hay metas que siguen sin lograrse y que constituyen una seria preocupación para la mayoría de los países latinoamericanos, a saber: a) la mortalidad materna, situación que encierra al gran número de mujeres que por diferentes circunstancias mueren a causa del proceso ligado con la reproducción, destacando la muerte de mujeres jóvenes en situaciones de embarazos forzados, abortos clandestinos y en condiciones de riesgo, o bien como resultado del ejercicio de una violencia institucional que reproduce mecanismos de discriminación hacia las mujeres; b) la violencia contra las mujeres y las niñas, que, pese a todas las iniciativas tomadas por diferentes organismos, instituciones y personas, se sigue haciendo evidente su extensión, gravedad y “naturalización” en diferentes escenarios y contextos. Tanto la violencia sexual como la violencia por motivos de género se coloca, infelizmente, como un indicador “universal”, presentando incluso un aumento importante en su ocurrencia; c) la falta de empoderamiento económico en las mujeres, en su participación política y en el área de toma de decisiones, aspectos dentro de los cuales se encierra la prevalencia de un acceso desigual de las mujeres a recursos materiales y económicos, así como a la prevalencia de una división entre las responsabilidades del hogar y la crianza en contraste con las labores ligadas con el ámbito público.

Como señalan Abramo y Valenzuela (2005), para muchas mujeres su inserción en el mercado laboral ha representado la posibilidad de conquistar derechos, lograr una integración social, adquirir un sentido de valía personal e incluso de fortalecer su dignidad. Sin embargo, esta incorporación masiva al trabajo remunerado no ha rendido los frutos esperados, sobre todo en lo que compete a un empoderamiento social y económico. Es por ello por lo que la búsqueda de autonomía de las mujeres se coloca como uno de los primordiales ODM. Este término es entendido como “la capacidad de las personas para poder tomar decisiones libres e informadas sobre sus vidas, de manera de poder ser y hacer en función de sus propias aspiraciones y deseos…” (p.7), y constituye un aspecto básico sobre el que se estructura la información del Observatorio de Igualdad de Género en América Latina y el Caribe para dar del progreso y obstáculos que imposibilitan la igualdad entre mujeres y hombres (Cepal, 2011). Como se señala en dicho documento, “el progreso está directamente relacionado con el avance de las mujeres en su vida pública y privada, como requisito indispensable para garantizar el ejercicio pleno de sus derechos” (p.7). Sin embargo, aunque los avances económicos, tecnológicos y sociales han permitido una mayor autonomía a las mujeres. Lamentablemente, “las condiciones materiales existentes en la región no ofrecen una explicación razonable para la desigualdad, la muerte materna, el embarazo adolescente, el empleo precario o la insólita concentración del trabajo doméstico no remunerado en manos de las mujeres… Y mucho menos para la violencia de género” (p.7).

Dado este panorama, se vuelve indispensable reconocer que, en el proceso de transición social, cultural, económica y política, si bien las mujeres, en tanto colectivo, han mostrado un avance y reconocimiento en materia de derechos y desarrollo autónomo, existen barreras u obstáculos de diversa índole que dificultan el tránsito hacia un proceso de empoderamiento pleno. Las mujeres, bajo diferentes formas y matices, siguen enfrentando una serie de barreras estructurales que les impiden acceder y permanecer en el escenario laboral, así como participar en la toma de decisiones (Abramo y Valenzuela, 2005; Burín, 2008; Rocha-Sánchez y Cruz del Castillo, 2013). De acuerdo con Reyes (2005), estas barreras pueden ir desde las contradicciones “personales” que se gestan entre la vida “social-pública” y la vida “privada-familiar” hasta la presencia de acciones y prácticas sociales e institucionales que dificultan dicho tránsito.

De acuerdo con el Observatorio de Género (Cepal, 2011), en los países latinoamericanos existe un desfase entre la autonomía física, económica y en la toma de decisiones, áreas que constituyen los grandes retos para poder realmente hablar de una autonomía plena de las mujeres. Asimismo, se enfatiza que el proceso de empoderamiento y avance en las mujeres depende tanto de los logros en la vida pública como en la privada; ambas áreas son un requisito indispensable para poder garantizar un pleno ejercicio de sus derechos. En el escenario de cada uno de estos ejes críticos —y objetivos pendientes— se pueden identificar un sinnúmero de obstáculos y retos pendientes que se deben atender.

a) Autonomía económica de la mujer en Latinoamérica

La autonomía económica hace referencia al acceso real que las mujeres tienen para poder tener sus propios ingresos, y alude también a la distribución total del trabajo, vinculado tanto con el número de horas destinadas al trabajo remunerado y al trabajo doméstico no remunerado, así como a las condiciones con las cuales se ejecutan dichas actividades. De acuerdo con el informe de OIG (Cepal, 2011), la desigualdad de género en este eje se hace evidente cuando se analiza que, en todos los tramos de edad, que abarcan desde los 15 hasta los 60 años de edad —al menos en quince países de Latinoamérica—, el porcentaje de mujeres sin ingreso es siempre mayor al de los hombres. En el informe generado por la Cepal en 2010, se señalaba que las mujeres que menos ingreso propio tenían coincidían con los períodos de edad que van de los 25 a los 34 y de los 35 a los 44 años de edad, siendo ambos momentos asociados al ciclo y a las tareas reproductivas. No obstante, en el mismo documento se señala que desde 1994 la proporción de mujeres sin ingresos se había reducido 11 puntos porcentuales, reflejando que la dedicación exclusiva a tareas del hogar y la dependencia económica no constituían una condición recurrente en muchas mujeres. Hacia el 2011, uno de los indicadores más crudos de la desigualdad de género en esta área tiene que ver con la pobreza extrema que acompaña a las mujeres, y que es consecuencia de su exclusión social en ámbitos como el poder, el trabajo formal, la protección social, así como por la repartición injusta de las tareas en los ámbitos privado y público (Cepal, 2011). Desde este panorama, la relación entre el género y la pobreza se ha convertido en una de las preocupaciones más serias en las últimas décadas.

En algunos países de Latinoamérica, los hogares con jefatura femenina se caracterizan por su creciente pobreza (Ochoa-Ávalos, 2007, Cepal, 2010; 2011); y aunque este panorama no se presenta de igual manera en todos los países del continente (Damián, 2003), llama la atención que en los escenarios en donde se da este vínculo se evidencian varios de los aspectos que complejizan dicha relación. Muchas mujeres que asumen la condición de jefas de familia lidian con condiciones de vida precarias, con acceso restringido a los servicios de salud, sin vivienda propia y bajo pésimas condiciones laborales (por ejemplo, discriminación salarial u ocupacional). Aunado a lo anterior, esta situación se recrudece porque generalmente estas mujeres son las únicas que asumen la responsabilidad de la manutención económica, crianza y cuidado de sus hijos e hijas, haciendo aún más difícil el acceso a un trabajo remunerado en mejores condiciones (Cepal, 2011). Es por lo anterior que ha surgido el concepto de feminización de la pobreza en tanto se reconoce que, ante su condición de género, la situación de pobreza se complejiza para las mujeres, pues “el carácter subordinado de su participación en la sociedad limita sus posibilidades para acceder a la propiedad y al control de los recursos económicos, sociales y políticos” (Arriagada, 2005; en Ochoa-Ávalos, 2007). Lo anterior se cristaliza en las tasas de mayor desempleo, su mayor presencia en formas de trabajo no remuneradas, las condiciones precarias de su inserción laboral, la segregación ocupacional horizontal y vertical, la discriminación salarial y todo ejercicio de exclusión en dicho escenario (Arriagada, 2005).

De manera cotidiana, se apela a lo anterior como un asunto de dobles o triples jornadas para las mujeres. No obstante, si se toma en consideración la situación económica de muchos de los países en Latinoamérica y del resto del mundo, es factible identificar que no solo las mujeres, sino también los hombres terminan ejecutando dos o tres jornadas laborales. El asunto es que las dobles o triples jornadas tienen implicaciones y repercusiones diametralmente diferentes para hombres y mujeres, pues en el caso de los hombres son jornadas que se siguen situando en el escenario del trabajo remunerado, con horarios concretos y con reconocimiento; en tanto, para las mujeres no solo es el que ejecuten una o varias actividades remuneradas, sino que además asumen toda la responsabilidad del trabajo reproductivo y doméstico (Torns, 2001; 2005). Tal como lo sugiere Laura Balbo (1978 en Carrasquer, 2009), el asunto no se coloca en una cuestión de doble o triple jornada, sino que estamos hablando de una “doble presencia”, es decir, a las mujeres se les exige directa e indirectamente cubrir los papeles de madre, esposa, cuidadora y encargada de las tareas domésticas a la par de cualquier otra actividad remunerada. Y es en ese sentido que se pone en evidencia cómo los aparentes cambios que hay en torno a oportunidades laborales, profesionales y de avance de las mujeres se ve acotada por una realidad invisibilizada, que es justamente suponer que las mujeres deben aprender a “conciliar” ambos escenarios; que se está equiparando la participación de hombres y de mujeres, o incluso el suponer que las mujeres “eligen” libre y cabalmente entre familia o “trabajo” (ver Carrasquer, 2009; Torns, 2001; 2005).

En el marco de una investigación que actualmente coordino en México, hicimos una serie de entrevistas a mujeres en diferentes etapas o circunstancias del ciclo vital —mujeres jóvenes estudiantes, mujeres casadas, mujeres con hijos e hijas, mujeres separadas o divorciadas, etc. (Rocha- Sánchez y Cruz del Castillo, 2013)—. Y algo que considero sumamente importante y llamativo es el hecho de que varias de las participantes de nuestro estudio anticipan lo problemático que resultará este binomio familia-trabajo. Por ejemplo, dice Jessica, una joven de 24 años, estudiante de licenciatura y sin pareja: “Y también quiero ser exitosa laboralmente, y (en) la familia, pues, si la tengo, sí quiero ser exitosa con mi familia… No me suena mal, no es nada malo que la sociedad exija eso, solamente que se va en cierto punto a los extremos… Se oye como que te exige ser mejor, o sea, ser exitosa en tu familia, en tu físico, en tu salud y en tu trabajo”. O bien, se hace evidente que tarde o temprano se tendrá que elegir “voluntariamente”, como el caso de Rocío, una mujer de 37 años, casada, dedicada a las labores del hogar y al estudio: “Entonces, antes de embarazarme, yo sabía que iba a tener que elegir (entre) el trabajo o el bebé, pero nunca imaginé eso que sientes cuando cargas una cosita chiquita”.

Este proceso de tener que “elegir” es una barrera más, no solo en el sentido macroestructural, sino que se inserta en las propias subjetividades; las mujeres tienen que lidiar con deseos contradictorios, pero igual de significativos emocionalmente, situación a la que Burín (2008) llama “fronteras de cristal” y que constituye precisamente un obstáculo que se impone a las mujeres cuando “deben” decidir entre la familia o el trabajo. La misma autora recupera el constructor de “techo de cristal” para aludir, por una parte, a las barreras objetivas que se traducen en conjunto en una realidad discriminatoria hacia las mujeres —centrándolo particularmente en el escenario organizacional—, pero, por otra, reconociendo lo subjetivo, que —como lo dice la autora— “impone detención y retroceso en los proyectos laborales de las mujeres” (p.76).

¿Cómo entender y desde dónde el que en mayor medida las mujeres se encuentren en las actividades peor remuneradas, con menor reconocimiento social y con mayores dificultades para vivirse como mujeres autónomas? Indudablemente, la manera en la que se articulan las relaciones en el ámbito familiar-conyugal ha sido uno de los límites sociales que mayor impacto ha tenido en la vida de muchas mujeres (Reyes, 2005); entre otras cosas porque constituye una limitación de tiempo y recursos para invertir en la formación y desarrollo personal, así como en el trabajo remunerado, catalogando la inserción laboral de este sector de la población como un aspecto secundario en su proyecto de vida (Tunal, 2007).

Ante este escenario “la doble presencia” tiene dos implicaciones fundamentales (Carrasquer, 2009; Torns, 2001; 2005). En primer lugar, parte de una desigualdad de género y, por tanto, constituye una barrera estructural fundamental, pues —como se dijo antes— la relación o el binomio familia-trabajo resulta un asunto “problemático”

—y problematizado— exclusivamente para las mujeres (Carrasquer, 2009; Granados-Cosme y Ortiz-Hernández, 2003; Reyes, 2005; Rocha-Sánchez, 2013; Torns, 2001; 2005; Tunal, 2007). Son ellas en mayor medida quienes se enfrentan a la situación de no contar con el suficiente tiempo para llevar a cabo todas las tareas —y además, de manera “exitosa”—, careciendo de la flexibilidad en horarios y de prácticas institucionales que otorguen apoyo en este sentido. Por tanto, devienen la tensión y sobrecarga que experimentan, con frecuencia acallada por la idea de sacrificio, virtud y amor maternal, aspectos que parecen ser altamente deseables en las mujeres, dándoles un sentido de valía personal y social (Rocha-Sánchez, 2013); y si esto no fuese suficiente, también se enfrentan al conjunto de expectativas y acciones que resultan ciertamente incompatibles y que contribuyen en mucho a generar y exacerbar un malestar emocional.

A este panorama hay que agregar el impacto que tienen los procesos de socialización diferenciados para hombres y mujeres, y en particular el tipo de papeles, tareas y actividades que se asignan a las mujeres (Rocha-Sánchez y Díaz-Loving, 2011). Por una parte, se ha señalado el carácter depresógeno de los papeles culturalmente declarados como “femeninos”, pues en gran medida son actividades rutinarias, cíclicas, sin un horario fijo y que en mucho contribuyen al aislamiento social de las mujeres (Burín, 1998; Rocha-Sánchez, 2013). Seguidamente, se ha indicado que entre mayor apego se tiene a los estereotipos de género, las mujeres presentan mayor malestar emocional (Andreani, 1998;Díaz-Loving, Rocha y Rivera, 2007). Al mismo tiempo, este carácter depresógeno se sitúa en la menor condición social y el poco poder que tienen dichas actividades (Matud, Guerrero y Matías, 2006). Finalmente, entre los papeles asignados socialmente a las mujeres —la segregación laboral y la exclusividad del trabajo doméstico— se genera la plataforma para una mayor dificultad en la realización de proyectos personales y profesionales, y, por ende, obstaculizan la autorrealización y autonomía de las mujeres (Granados-Cosme y Ortiz-Hernández, 2003; Reyes, 2005). Es así que esta relación “problemática” y “problematizada” tiene como resultado inmediato un freno en el desarrollo no solo profesional, sino personal de las mujeres, pues con frecuencia sus “elecciones” laborales y decisiones de vida están limitadas o dependen de los “arreglos” que puedan hacer al interior de las familias y las relaciones de pareja, recurriendo a actividades laborales informales, con horarios o turnos parciales, mal pagados, que carecen de seguridad social o derechos laborales.

En segundo lugar, la doble presencia impacta en las construcciones identitarias y subjetivas de las mujeres, pues, aunque no necesariamente se encuentren en medio del binomio familia-trabajo de manera directa — como se señaló previamente—, lo anticipan como un problema y valoran que en algún momento tendrán que tomar decisiones complejas y sacrificar algunos deseos y planes para poder conseguir esto que socialmente se ha indicado tiene más valor en sus construcciones identitarias. Torns (2005) señala que algunas mujeres aspiran, muchas veces sin ser conscientes de la dualidad, a vivir esta doble presencia. Al respecto, Burín (2008) señala, por ejemplo, cómo en Argentina las mujeres jóvenes muestran una construcción identitaria que busca una mayor preparación educativa y profesional; buscan tener una experiencia satisfactoria en su trabajo y, por supuesto, mayor autonomía, por lo tanto, están menos dispuestas a sacrificar su crecimiento profesional. No obstante, se viven, con una mayor contradicción, en el tema de la maternidad y los vínculos afectivos, ya que ambos aspectos resultan afectivamente significativos y constituyen parte del “deseo” socializado de las mujeres. Este panorama es muy parecido a lo que nosotras hemos encontrado en México (Rocha-Sánchez y Cruz del Castillo, 2013). Y aunque no es mi pretensión generalizar estos hallazgos, me parece muy importante dar cuenta de los múltiples aspectos que se cruzan en la posibilidad de que las mujeres seamos realmente autónomas.

Si bien es cierto que existe este deseo de mayor preparación educativa y profesional en las mujeres jóvenes, las estadísticas a escala latinoamericana evidencian que las mujeres, en promedio, nos encontramos 12 puntos porcentuales por debajo de los hombres en materia de educación formal, siendo, en promedio, 13 los años de estudio que alcanzamos (Cepal, 2010). A lo anterior, por supuesto, hay que agregar los grandes contrastes que se dan en el marco de las poblaciones rurales y las no rurales, pues muchas de estas inequidades se exacerban en el escenario rural. Por otra parte, la mayor desigualdad en el marco de la educación y las oportunidades de las mujeres se hace evidente al poner en relieve que los grupos extremos, es decir, mujeres mayores de 45 que están en edad productiva, son analfabetas funcionales o iletradas, en tanto, en el otro extremo, las mujeres que tienen una mayor formación encuentran barreras y obstáculos para acceder a áreas que socialmente e implícitamente se siguen valorando como masculinas, por ejemplo, las tecnologías, las ingenierías u otras actividades asociadas con el trabajo rudo (Cepal, 2010).

En el panorama internacional, la ONU (2010) ha señalado que, con todo y el incremento de las mujeres en el sector productivo, en los últimos 25 años las mujeres se han concentrado en el sector de servicio, predominando las condiciones laborales de segregación ocupacional y diferencias salariales evidentes entre hombres y mujeres en los mismos puestos y actividades. A su vez, tomando en consideración las 500 empresas más importantes del mundo, solo trece han sido lideradas por mujeres; y en el escenario político, el porcentaje de mujeres es mínimo (Informe de la Organización de las Naciones Unidas, 2010). Además, vale la pena señalar que hay una persistencia en la concentración de las mujeres en carreras tradicionalmente consideradas femeninas o más apropiadas para mujeres; y, ante la predilección de las mujeres por ciertas carreras, se aminorar el impacto de la creciente participación de este grupo en el sistema educativo. Todos estos aspectos constituyen barreras socioestructurales y, a su vez, subjetivas, pues inciden en la autoestima de las mujeres, en su baja confianza para desarrollar tareas ligadas con lo “masculino”, actitudes negativas o de rechazo hacia áreas, temáticas o actividades que no coinciden con el estereotipo de género vinculado con las mujeres, e incluso influyen en sus habilidades y sentido de autoeficacia (ver Rocha-Sánchez y Ramírez de Garay, 2011).

La permanencia de esta división del trabajo hace evidente la prevalencia de una visión estereotipada y sexista sobre las personas, lo que constituye una barrera crucial en el marco de cualquier posibilidad de cambio. Por ejemplo, en un estudio que realicé en la Ciudad de México (ver Rocha 2013), les preguntamos a 80 hombres y 100 mujeres (rango de edad 20-40 años, 80 % con licenciatura terminada) qué cambios reconocían en cuanto a los papeles de género que desempeñan hombres y mujeres, así como cuáles eran las consecuencias positivas y negativas que percibían ante dichos cambios. Ambos grupos señalaron que los cambios más significativos para los hombres son su mayor participación en las labores del hogar, que son menos machistas, que colaboran en la crianza de los hijos e hijas, que muestran sus sentimientos y que aceptan la igualdad y el crecimiento de las mujeres (indicadores puestos en orden de mención), en tanto, en las mujeres lo que se hace evidente es que ahora son más independientes, trabajadoras, realizan actividades que “les corresponden a los hombres”, son proveedoras, jefas de familia y profesionistas, y tienen una mayor participación en la toma de decisiones. Sin embargo, llama la atención la manera en la que evalúan esos cambios, pues coincidente con otras investigaciones (por ejemplo, Olavarría, 2003; Salinas-Meruane y Arancibia- Carvajal, 2006), en concreto, los varones apelan a vivir estas transformaciones con frustración, pues de alguna manera perciben su masculinidad disminuida, sintiendo que están perdiendo el control; que están adoptando rasgos asociados con la “feminidad”; que se sienten amenazados por las mujeres en el ámbito laboral, pues tienen que competir con ellas; y que no pueden sentir la misma libertad que antes. Al mismo tiempo, hombres y mujeres consideran que las mujeres no cumplen adecuadamente sus papeles, les falta tiempo para atender dichas tareas y ya no quieren “ni ser mamás”. Esto sugiere que se sigue reproduciendo una mirada sexista en torno a las capacidades y posibilidades de hombres y mujeres, pero además da cuenta de que esta visión polarizada y dicotómica está atravesada por un eje de poder que se refleja en la mirada androcéntrica, desde la cual se da mayor valor a todo aquello que se asocia con el estereotipo y el papel de lo masculino, exaltando todo lo que compete al escenario público y a las labores catalogadas como “productivas”, no así las reproductivas ni las comunitarias.

En aleación con esta división, tanto en la educación formal como la informal, se hace presente un currículo oculto que, desde los contenidos de estudio, los programas de enseñanza, los materiales, los métodos de enseñanza y, por supuesto, las prácticas docentes y de socialización (Arcos et al., 2007) perpetúan esta cosmovisión polarizada y dicotómica de las personas y de sus funciones y espacios, y, por ende, la desigualdad de poder en las relaciones inter e intragéneros.

Ante este panorama —como lo señala la Cepal (2010) — no es suficiente asegurar el acceso de las mujeres al escenario educativo y profesional, sino que es indispensable reorientar su participación en beneficio de las mujeres y de la sociedad. Este señalamiento es sumamente importante, pues la desigualdad de género no solo se sostiene por una estructura social que regula y mantiene la separación de espacios y actividades, sino que también esto se va interiorizando en las personas, promoviendo gustos, aspiraciones y preferencias por ciertas tareas, actividades o proyectos que de una u otra forma se viven congruente a las construcciones identitarias matizadas por el contexto. En el caso concreto de muchas mujeres, la elección entre familia y trabajo está impregnada de una suerte de “sacrificio lleno de amor”, expectativa y mandato sociocultural aleado con las condiciones reales que facilitan o no el tránsito de las mujeres hacia un desarrollo en escenarios externos al ámbito doméstico y a las actividades catalogadas como femeninas. De esta manera, aunque cada vez ha disminuido notoriamente la brecha de género en materia de acceso y educación formal, y aunque esta educación constituye una plataforma indispensable para el empoderamiento y desarrollo autónomo de las mujeres, ciertamente es un área que aún representa grandes retos, pues los avances no son tan sólidos y se evidencia la desigualdad de poder que prevalece, si no en el acceso sí en la permanencia y en los alcances de dicha educación.

b) La autonomía de las mujeres en la toma de decisiones

En el marco de esta relación desigual de poder que prevalece en nuestra sociedad, una siguiente área crítica se manifiesta en el escaso y lento acceso que las mujeres han tenido a los puestos de poder, así como en la toma de decisiones, a lo largo de la historia. Lo anterior constituye un indicador básico para identificar la inequidad de género y la falta de empoderamiento de las mujeres.

De acuerdo con el OIG (Cepal, 2011), los indicadores de la autonomía en la toma de decisiones se hacen manifiestos en la distribución que las mujeres tienen en el poder ejecutivo, legislativo y judicial, así como en el poder local y el nivel jerárquico al que tienen acceso. Actualmente de acuerdo con los datos reportados por esta comisión, en América Latina un 42 % de la población se encuentra gobernado por una mujer, lo cual es un hecho inusitado, y al menos catorce países cuentan con legislación que promueve y busca la paridad, y recurre a las cuotas de género como acción afirmativa. Estas acciones han visto su incidencia en la participación protagónica de más mujeres en el marco de las instituciones políticas. Además, en la historia de la región se ha contado con doce presidentas o jefas de Estado. Sin embargo, algo que llama la atención es el hecho de que aún existe una suerte de resistencia en torno a este protagonismo y participación de las mujeres en este ámbito, pues en la última “Consulta a líderes de opinión de América Latina sobre la participación política de las mujeres y la paridad” (ver Cepal, 2011), se hizo evidente que un 64 % de los líderes apoyan las acciones afirmativa y proparidad, empero, dicha aceptación se hace más clara en el grupo de las mujeres en contraste con el de los hombres.

Este aspecto de la participación política de las mujeres es fundamental, pues ciertamente el ejercicio de una ciudadanía plena involucra no solo el que las mujeres cuenten con autonomía “personal”, sino que realmente exista un derecho pleno y evidente en la participación política, esfera en donde se toman las decisiones más relevantes para la vida de ellas. Al respecto es importante señalar que, aunque existe esta mayor participación de las mujeres en el escenario político, hay aspectos que aún invitan a reflexionar sobre la prevalencia de barreras “invisibles”, pero fundamentales. En concreto, de acuerdo con los datos recopilados por el OIG (Cepal, 2011), en el contexto de Latinoamérica, las mujeres designadas a cargos ministeriales se localizan fundamentalmente en las áreas social y cultural, y no precisamente en los gabinetes políticos y económicos.

De nueva cuenta, la reflexión en torno a la autonomía y la participación política de las mujeres requiere poner en contexto esta realidad en el marco de una estructura más compleja, es decir, en el sistema de género que establece estas relaciones desiguales de poder entre mujeres y hombres (Reyes, 2005; Rocha-Sánchez, 2013; Torns, 2005). Como sugiere Fernández de Labastida (s/f), cualquier estrategia que esté dirigida a la consecución de una mayor autonomía y participación política de las mujeres no puede obviar esta barrera estructural. En tal sentido —señala la autora—, el empoderamiento de las mujeres es fundamental, justo como esta posibilidad de liberarse del poder estructural ejercido sobre ellas, para ir logrando una mayor posibilidad y derecho para decidir tanto en asuntos propios como colectivos y comunes. Además —plantea la autora—, se requiere de una conexión entre el empoderamiento individual con los empoderamientos colectivo y social, por lo que la redistribución de poder no solo debe generarse en el marco de las relaciones interpersonales, sino también en las propias instituciones políticas. De ahí que sea crucial la promoción de la participación social y política de las mujeres en el ámbito público.

c) La autonomía física de las mujeres

Siguiendo con la identificación de las barreras que dificultan el empoderamiento de las mujeres, uno de los criterios más importantes en materia de equidad de género tiene que ver con el ejercicio de la autonomía física que, de acuerdo con el OIG (Cepal, 2011), alude a “la libertad para decidir acerca de la sexualidad, la reproducción y el derecho a vivir una vida libre de violencia” (p.11). Y lamentablemente, este es uno de los rubros que en Latinoamérica tiene un mayor rezago, pues en varias áreas que constituyen indicadores de este eje las cifras son alarmantes: a) el porcentaje de mujeres que mueren a mano de su pareja o expareja; b) la tasa de feminicidios; c) la mortalidad materna, y d) la maternidad en mujeres adolescentes. Si bien es cierto que, en varios países, incluidos Colombia, Costa Rica, México y Venezuela, se han incorporado legislaciones concretas en materia de violencia doméstica, violencia sexual y feminicidio, desgraciadamente no hay un acceso efectivo a la igualdad de derechos vinculados con el ejercicio de una plena autonomía en las mujeres que permita erradicar el problema (Cepal, 2010). Como se señala en el informe del OIG (Cepal, 2011), la muerte de mujeres ocasionada por su pareja o expareja es “una de las maneras más nítidas de la discriminación y la violencia” (p.13). En varios de los países correspondientes a la región no existen los mecanismos adecuados para hacer un seguimiento del fenómeno de la violencia, y mucho menos, entonces, para implantar una legislación que castigue y prevenga tal situación. De acuerdo con dicho informe, una de las problemáticas más evidentes tiene que ver con que se ha dado un mayor reconocimiento de la violencia que ocurre en el escenario doméstico/privado, pero no así a la que ocurre en el ámbito público, como, por ejemplo, los delitos sexuales y la trata de mujeres y niñas.

En este mismo rubro de autonomía física, se hace evidente que no hay un acceso real a la apropiación del cuerpo por parte de las mujeres, pues, en lo que tiene que ver con la salud reproductiva y el ejercicio pleno de sus derechos sexuales, parece verse entorpecido al manifestarse que dentro de las causas de muerte uno de los aspectos fundamentales es la mortalidad materna (Cepal, 2011) como consecuencia no solo de aspectos ligados con procesos “biológicos” del embarazo, sino también a las carencias en el sistema de salud y atención médica, a la clandestinidad en la que se realizan los abortos, ante la inexistencia de leyes que lo permitan en un gran número de países de Latinoamérica, así como por las complejidades que surgen en el cruce con otras variables, como son la pobreza y la falta de información. Quizá uno de los datos más alarmantes es que entre 25 y 108 de cada 1.000 jóvenes de entre 15 y 19 años se convierten en madres, situación que se involucra con un abandono en los estudios, mayor dificultad para tener un futuro laboral y un incremento en la probabilidad de caer en pobreza (Cepal, 2011).

Este panorama representa una barrera estructural más que se agrava con la inexistencia de información en torno a la “paternidad”, es decir: “los hombres están ausentes de las estadísticas de fecundidad… Esta situación se enmarca en la invisibilidad de la fecundidad de los varones y de su participación en los procesos de salud sexual y reproductiva” (Cepal, 2011, p.18). Lo anterior fortalece y sostiene la idea de que la maternidad y el proceso de crianza es un “asunto de mujeres”, lo que podrían incidir en estas tendencias de embarazos adolescentes, en la pasividad con la que social y culturalmente se atiende y evalúa el problema, en las acciones concretas que se toman –o no- ante los embarazos en mujeres adolescentes, los embarazos no deseados o los generados por violaciones sexuales. Parecería que existe en el fondo una expectativa arraigada de que es parte del “destino” de las mujeres vivir en estas situaciones, ante lo cual poco se hace por fomentar acciones y prácticas que en principio prevengan esta situación, y que seguidamente, ante los hechos, faciliten la reintegración de estas jóvenes al sistema educativo, al sistema económico, laboral y profesional.

En paralelo, si se asume que el tema reproductivo es asunto de mujeres —la “invisibilización” de los hombres en la paternidad—, tampoco promueve que exista socialmente un compromiso e involucramiento en la tarea, y, peor aún, bajo el estereotipo de una masculinidad que exige que los varones muestren su virilidad teniendo relaciones sexuales sin reparar en ello; con prácticas de riesgo y sin ningún reconocimiento de su responsabilidad en el proceso, se crean las condiciones para estas tendencias. A lo anterior, habría que agregar los múltiples actos de violación sexual y abuso a menores (Cepal, 2011), hechos que son acallados bajo el rubro de “usos y costumbres”, o prácticas “familiares” transmitidas de generación en generación. Además, vale la pena mencionar las explicaciones que surgen entre las jóvenes adolescentes que son madres al señalar que, aun teniendo información, su embarazo pudo en algún punto representar la posibilidad de ganar cierta “independencia” o “libertad” (al menos en el sentido de salirse de casa, dejar de cuidar a los hermanos o incluso detener alguna situación de conflicto), ya que en muchos casos sus condiciones familiares no solo son de extrema pobreza, sino además se encuentran bajo el matiz de la violencia y el abuso (ver Pantelides, 2004).

En el informe del OIG (Cepal, 2011) también se señala que otro indicador crucial de inequidad de género tiene que ver con el acceso real que las mujeres tienen en materia de planificación familiar, pues lamentablemente, aun cuando un gran número de mujeres casadas o en unión libre de 15 a 49 años no desean tener más hijos e hijas, no están usando métodos de planificación familiar; en algunos casos por desconocimiento, pero en muchos otros porque no tienen acceso a estos (insuficiencia en los servicios de salud) o por recursos económicos limitados o inexistentes (y los costos asociados al acceso a estos métodos), así como ante la imposibilidad de negociarlo con la pareja (o la falta de apoyo de esta). Es por lo anterior que, en el marco de los objetivos del Milenio, parece que la autonomía física constituye el desafío más grande en Latinoamérica.

Sin embargo, analizando todo lo expuesto en este artículo, parece que el reto se coloca en la necesidad de vincular las acciones en todos los niveles, así como entre las diferentes áreas de autonomía que las mujeres podemos desarrollar, pues, al poner en contexto las barreras que subyacen a un desarrollo autónomo, indudablemente existen mecanismos estructurales que atraviesan y limitan las posibilidades que las mujeres tienen, aún y con el desarrollo y consecución de los logros hasta el momento.

En gran medida, mucho se ha dicho con respecto al “techo de cristal” o esta suerte de barreras estructurales y subjetivas que imposibilitan el progreso de las mujeres en los escenarios laborales y organizacionales, empero, a través del trabajo de investigación que yo realizo en México, y del análisis de los datos aquí presentados, así como de los intercambios entre colegas de diferentes países en Latinoamérica, me parece que la idea del “techo de cristal” trasciende el contexto laboral o profesional, y se ubica como un conjunto de barreras que imposibilitan el desarrollo autónomo de las mujeres no solo en el escenario empresarial, sino en cualquier escenario. Aspectos como la división sexual del trabajo, los estereotipos de género que prevalecen, la doble presencia, las prácticas institucionales que relegan a las mujeres a un plano secundario, la violencia de género y toda condición de discriminación y exclusión permea la vivencia de las mujeres en los diferentes contextos y bajo muy diversas formas. Aún más, estas barreras se interiorizan como parte de las construcciones identitarias de las mujeres, generando deseos y experiencias emocionales contradictorias; sentimientos de miedo, culpa, tristeza y frustración se traducen en un sentido de “insuficiencia”, de “incapacidad” e “ineficacia”; se cristalizan en “decisiones” que cotidianamente las mujeres hacen al tener que elegir siempre entre los demás y sí mismas. Así, tal vez en muchos sentidos las mujeres hemos logrado mayor independencia en diferentes áreas, pero lo que no parece evidente es si realmente existe una autonomía plena. Tal vez a estas alturas debamos preguntarnos si realmente hoy las mujeres podemos decidir sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas; qué clase de “libertades” tenemos, en el marco de qué fronteras se dan nuestras elecciones y decisiones; cuál es el alcance de nuestro empoderamiento; si en medio de nuestros logros personales, artísticos, profesionales, científicos, etc., se sigue apelando a factores tales como el aspecto físico o la cualidad maternal por encima de cualquier otra habilidad o tarea; si en el marco de las posibilidades creativas y laborales se sigue asumiendo que las mujeres son menos aptas que los hombres y que el trabajo reproductivo y doméstico no es trabajo, y, por lo tanto, no cuenta en el conjunto de arreglos sociales, económicos y políticos; o si en el escenario de las relaciones humanas se sigue justificando la violencia hacia las mujeres como una forma de control ante su “desobediencia”, “provocación” o “incumplimiento de tareas”.

Retomando la propuesta de Marcela Lagarde (1998), la autonomía no es un asunto meramente subjetivo (nombrarse autónomas); es una construcción social, un “pacto social” que implica que existan los mecanismos operativos para funcionar, para ejercer esta experiencia, es decir, la autonomía de las mujeres reclama “un piso de condiciones sociales imprescindible para que pueda desenvolverse, desarrollarse y ser parte de las relaciones sociales” (p.7). En el marco de las vicisitudes y retos que prevalecen en materia de equidad de género, me parece que el asunto no se sitúa únicamente en buscar una paridad entre mujeres y hombres en diferentes áreas, sino que se pretende precisamente el que las mujeres sean reconocidas y se vivan como “sujetos de derecho”. El desarrollo autónomo de las mujeres requiere de condiciones económicas; involucra una autonomía sexual; involucra una autonomía subjetiva y cultural, y, por supuesto, se relaciona también con factores políticos. Dice Lagarde (1998): “El planteamiento de la autonomía para las mujeres es un planteamiento transformador de la cultura y, por lo tanto, de constitución de autonomía en procesos vitales económicos, psicológicos, ideológicas. La autonomía es un elemento transformador de la cultura, pues no puede haber autonomía económica sin autonomía cultural. No puede haber autonomía sexual si esta no se simboliza, si no se subjetiviza en la cultura” (p.10). A su vez, señala la autora: “Cada avance de autonomía es un avance político y requiere una recomposición de las relaciones de poder, una reconfiguración de la política; y requiere de un lenguaje político, pues la autonomía debe ser enunciada políticamente” (p.13).

El logro de la autonomía de las mujeres requiere de un análisis complejo que reconozca no solo la condición de género, sino el cruce que esto tiene con otros múltiples factores como son la edad, la clase social y cualquier otro condicionante social; requiere de un trabajo comprometido y sensibilizado con la perspectiva de género; requiere de una modificación completa de las estructuras sociales y de las relaciones económicas, políticas, ideológicas e interpersonales; requiere de un pacto entre hombres y mujeres para erradicar las múltiples barreras e inequidades que imposibilitan el empoderamiento de las mujeres (y, en cierta forma, el de los hombres también). Finalmente —tal como se señala en el informe del OIG (Cepal, 2011)—, es necesario reconocer que hay “paredes de cristal” entre las tres esferas de la autonomía que se han analizado a lo largo de este documento, ya que infelizmente no se ha generado un abordaje integral o transversal en dichas áreas, lo que en gran medida contribuye a invisibilizar las barreras y obstáculos que imposibilitan su desarrollo, y al mismo tiempo dificulta la tarea de construir nuevas posibilidades, herramientas y propuestas para avanzar significativamente en la materia. La tarea no está hecha.

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