Artículos
LOS AMORES DE GIACUMINA: ALGO MÁS QUE UNA CONSTRUCCIÓN DEL COCOLICHE
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
núm. Esp.09, 2020
Recepción: 31 Marzo 2018
Aprobación: 24 Mayo 2018
Resumen: El folletín Los amores de Giacumina, publicado en el periódico El Liberal, en 1886, fue atribuido a Ramón Romero, un periodista cercano a Fray Mocho. Alcanzó una gran popularidad, que se extendió hasta 1909, fecha de la edición que se conserva. Es la obra inicial de la literatura popular inmigratoria tanto por su tema, sus personajes, Giacumina y sus padres, y el lugar en que se ubica, La Boca, como, sobre todo, por la lengua que en ella se construye, la jerga gringocriolla con base en el dialecto genovés. La intención paródica enriquece la obra con un doble plano que desmiente el aparente realismo del relato en un efecto más complejo sobre su estilo e, incluso, su lengua.
Palabras clave: Folletín Anónimo, Inmigración, Cocoliche, Parodia.
Abstract: The feuilleton (serial) Los amores de Giacumina, published in El Liberal (1886), was attributed to Ramón Romero, a journalist close to Fray Mocho. It reached great popularity lasting through 1909, the year of the preserved edition. It is the premier work on popular immigration literature, as much for its theme, its characters, Giacumina and her parents, and the place where it is located, La Boca, as for —and very specially— the language built in it, the gringocriollo jargon based on the Genovese dialect. The parodic intention enriches the work in a double plane that refutes the apparent realism of the story, resulting in a more complex effect on its style and even on its language.
Keywords: Feuilleton Anonymous, Immigration, Cocoliche, Parodic.
1. Un Personaje en Busca de Autor
Entre las voces de escritores argentinos olvidados convocados por este congreso, voy a incluir aquí la del autor de un folletín anónimo, Los amores de Giacumina, oculto tras la máscara de un autor ficticio, «escrita per il hicos di la fundita dil Pacarito» [«escrita por el hijo del dueño del fondín del Pajarito»] (s. d., portada y p. 3), que carece de nombre propio e incluso de función diegética en la obra.
El anonimato queda desmentido en dos de las reseñas críticas que se incluyen al final del texto; ambas coinciden en atribuirle la autoría de la obra al periodista Ramón Romero. Una, firmada por un tal Juvenal, comienza así: «Hemos recibido un folleto de 62 páginas que publicó el señor Romero en El Liberal, en forma de artículos críticos humorísticos» (s. d., p. 83); la otra, de El Progreso, termina con estas palabras: «Felicitamos, pues, por su resultado a nuestro querido amigo y compañero, Ramón Romero, soldado esforzado en la gran batalla de la vida» (s. d., p. 94). La autoría es confirmada por Fray Mocho en el homenaje fúnebre que le tributa a su amigo:
Un día se puso a escribir lo que había visto y oído a través de la vida: produjo Los amores de Giacumina. En este libro no habrá giros preciosos, frases llenas de armonía, trozos literarios, pero huele a pueblo, a verdad, a vida y por eso el pueblo lo acogió con aplausos a pesar de los juicios olímpicos de críticos y literatos, atorados de pretensiones y de pensamientos robados (Salero criollo, 1961, i, p. 77).
En esta oposición entre la cultura alta de los sectores letrados y la cultura baja o popular, Fray Mocho reivindica la escritura de Romero por su fidelidad a la oralidad del pueblo[1]; en este sentido contrasta con el juicio expresado en el Anuario Bibliográfico de la República Argentina, que calificaba la obra como «[g]roseras imbecilidades escritas imitando la manera como ablan [sic] el español algunos italianos».
En su Diccionario biográfico, Cutolo aporta algunos datos más acerca del escurridizo Ramón Romero:
Nació en Paraná el 18 de febrero de 1852, ciudad en la que pasó su juventud y en la que cursó sus estudios hasta que se trasladó a Buenos Aires, donde fundó junto con Fray Mocho un periódico de vida efímera, Fray Gerundio, en 1886. Hoja ligera y picaresca, en ella publicó por entregas Los amores de Giacumina y Álvarez su sabrosa sección «Bordoneando». Se ha escrito que Romero era un tipo travieso, de gracia fácil, que escribía con mucha intención. Falleció a temprana edad, en Buenos Aires, el 26 de mayo de 1887. Su conocido novelón fue teatralizado en un sainete por Agustín Fontanella, en 1906 (t. vi. 1983, s. d.).
El periódico Fray Gerundio no se conserva, pero, el mismo año, el folletín se publicó en el diario El Liberal, cuyo objetivo principal era sostener la campaña presidencial de Juárez Celman; de hecho, en algún momento, el candidato y sus adláteres recibieron los apodos, asociados al folletín y su continuación, de Giacumina y Marianina (Smolensky, 2013, p. 341).
No obstante, no queda claro de qué manera se inserta el folletín en esa estrategia electoral: en principio, podría pensarse en el objetivo concreto de detractar la política inmigratoria y sus consecuencias inmediatas, como en las novelas de Argerich o de Cambaceres; sin embargo, el candidato parece haberla promovido con pasajes gratuitos y la entrega de tierras a los colonos. Más bien el folletín fue el señuelo para atraer lectores de este tipo de literatura de kiosco no solo por la historia escandalosa de Giacumina, en la que quedaban involucrados personas y lugares conocidos, sino también por la novedad de su lenguaje bufo, la jerga en la que se expresan los personajes e incluso el narrador. Este objetivo, evidentemente, fue logrado; así lo demuestra la popularidad de la obra tanto en el formato de folletín como en el del libro que le siguió, supuestamente, con varias ediciones rápidamente agotadas, aunque solo se conserve la de 1909.
2. La Popularidad de Giacumina
La inmensa popularidad de Los amores de Giacumina se revela en las numerosas ediciones que se le atribuyen hasta la de 1909, en la que figura la casa editora, La Barcelonesa, pero no el lugar de la edición. Más significativa aún es, en mi opinión, la serie de folletines vinculados a la temática o a la lengua que le siguieron en diferentes formatos textuales: otro folletín, Marianina, que se publicó inmediatamente después, también en El Liberal (del 19 de abril al 19 de junio de 1886), también «escrita per il hicos de la Fundita dil Pacarito»; la versión uruguaya, editada el mismo año en Montevideo, Los amores de Yacumina, en verso, hecho a faconazos por el gaucho Juan Cuervo, otro autor ficticio, que, de acuerdo con la ficha de la Biblioteca de Montevideo, corresponde a dos apellidos: Romero y Fraguelo; La hija de Giacumina per il porteros de la casa di Matirde (1887); y el sainete homónimo de Agustín Fontanella, de 1906, que ha perdido el carácter transgresor de la obra imitada.
Por eso, Vicente Rossi la erigió en iniciadora de la «literatura giacumina», distinguiéndola del resto de sus epígonos y de la «literatura cocoliche», con base napolitana, que comienza tres años más tarde en el circo de los Podestá con el personaje Francisque Coccoliccio:
Su popularidad fue inmensa, y es de suponer que se hicieran varias ediciones, rápidamente agotadas. Era el primer libro en su jénero [sic], y no se crea que uno de tantos mamarrachos de los que comúnmente circulan en el pueblo, todo lo contrario; ameno y exacto en sus descripciones, lo que delataba una mano acostumbrada a manejar la pluma; su jerga fielmente tomada de los modelos de los que se ha servido; todo llevado con excelente espíritu de observación. Nunca se descubrió a su autor, aunque se dijo que era obra de un periodista bonaerense (Rossi, 1910, p. 130)
En cambio, Soler Cañas le dedicó el artículo «La curiosa y efímera vida de la literatura Giacumina», publicado en El Nacional el 26 de abril de 1959 para explicar su muerte y la de su género:
Hace ya mucho tiempo que sus ejemplares se han pasado a la categoría de rarezas inhallables. Lo cual se explica fácilmente dado su inexistente valor estético y su condición de libro destinado específicamente al gran consumo popular, tal como los folletos con payadas y toda esa «literatura de quiosco» […]. Los amores de Giacumina orilla entre lo humorístico y lo pornográfico, sin carecer de finalidades satírico-políticas (1959, s. d.).
Probablemente hayan sido aún más efectivos los aires nacionalistas y casticistas del Centenario, poco proclives a tolerar la doble transgresión —a las buenas costumbres y a la mezcla lingüística— que representaba Giacumina; de hecho, el carácter transgresor de la protagonista y el de la lengua en que está escrita, el «patuá criollo-genovés», son los dos aspectos que la distinguen no solo frente a otras obras de su tiempo, sino incluso respecto de sus continuaciones.
También procede de Soler Cañas un dato marginal, aunque no exento de interés, para incluir a Ramón Romero en este espacio: en sus Orígenes de la literatura lunfarda, le atribuye a nuestro autor el haber anotado atorrar entre las primeras manifestaciones del lunfardo:
«Después de beber un par de copas, como no tenía dónde atorrar, se dirigió a la imprenta» frase extraída de Aventuras de un repórter, crónica periodística de 1886, de Cristils Ministrils, que no era otra cosa sino el seudónimo periodístico empleado por Ramón Romero, il hicos dil duoño di la fundita del Pacarito, autor de la difundidísima, en su tiempo, noveleta Los amores de Giacumina (1965, p. 22).
Evidentemente, Ramón Romero tenía un oído muy fino para captar el habla de Buenos Aires y sus innovaciones, tanto las de los nativos como las de los inmigrantes. Por esto Rossi le confería el mérito de haber iniciado la literatura popular inmigratoria por su tema y, sobre todo, por la lengua que en ella se construye, la jerga gringocriolla con base en el dialecto genovés o xeneise de los inmigrantes de La Boca[2].
A pesar del largo olvido, vale la pena repensar la ubicación de esta «broma en forma de libro», como la definía Rossi, y a su autor en la historia de la literatura popular argentina y, en particular, en la literatura inmigratoria, por la singularidad de su temática y de su medio expresivo. Dan prueba del creciente interés que ha suscitado en los últimos años sus tres ediciones recientes: una de 1989, publicada en Milán, otra de 2011, en Buenos Aires por El Octavo Loco, ambas basadas en la versión de 1909; la tercera, también en 2011, en la colección Los raros, de la Biblioteca Nacional, que estuvo a mi cargo. A diferencia de las anteriores, esta se distingue por dos características: por una parte, la de ser la única basada en El Liberal, que se confrontó con la de 1909; por la otra, la de ir seguida por el folletín, Marianina, que continúa la saga de Giacumina; cada una va precedida con su respectivo estudio preliminar, el primero, a mi cargo, «Los amores de Giacumina, un ensayo lingüístico en la literatura popular», y el siguiente, de Ilaria Magnani, «Marianina: entre Europa y América, entre Lucia Mondella y Naná».
2. Giacumina y sus andanzas
En el Nuevo diccionario biográfico argentino (1750-1930), Cuttolo ofrecía una breve semblanza de Ramón Romero: «tipo travieso, de gracia fácil, que escribía con mucha intención»; Giacumina también se va a distinguir por su carácter travieso, por su «alma chacutona» (1983, p. 123), es decir, ‘alegre, festiva, chistosa, retozona’, según la definición del término de Tobías Garzón en su Diccionario argentino (1910), dada a los trapicheos amorosos, a los fogueti di muchacho, a las zafadurías, a la chacuterías, a los escándalos, como le reprochaban sus padres, el cura con el que se confiesa, los vecinos de Almagro. De todas estas acusaciones, nuestra protagonista se reivindica al compararse con un personaje evangélico: «Doña Magdalena, la virgen que ista in la iglesia, dicen que fuei pior que yo» (p. 100)[3], o bien con su grito desafiante «Cunmigo nun si purriá minga» (p. 106), repetido incluso en su dramático final: «Cun Giacumina non si purria minga» [«Contra Giacumina no se puede hacer nada»] (p. 115). Comencemos, entonces, con Giacumina y su historia.
La novela rompe con la convención de iniciar la narración ubicando la acción en un tiempo y un lugar, sino que irrumpe instalando al lector frente a la protagonista en movimiento, apretándose las ligas para realzar sus encantos, que el narrador encarece, simulando incluso la gesticulación que acompaña el insistente gesto ostensivo propio de la oralidad, «así gurdas… pero así… di gurdas»:
Giacumina teñiba las piernas gurdas, así gurdas… pero así… di gurdas, lo que hacía que todos los hombres cuande la viesen inta calle, abriesen tamaño di grandes lus ocos.
E la picara de la muchacha que sabia que esto li guistaba a los hombre, se pretaba las ligas para que se le inchasen mas la pantorrilla de las piernas.
Per supuosto que Giacumina sempre teñiba más de venti novio, no solamente por la pierna gurda, sinno por la carita culorada é oltra cusita ridonda que in il cuerpo sobresalia.
Allí no había enguaño, tudo era gurdito é maciso (p. 45).
Así, como en el escenario de un teatro de marionetas, el personaje es presentado en su faceta más característica, la de atraer las miradas de los parroquianos hacia sus encantos. El lector se irá enterando de que la coqueta Giacumina está delante de la puerta de la fondita; mediante la mención del padrino de su primer novio, Dun Pepes il de la Bucas, de que la fondita queda en La Boca —una población de marinos genoveses, a la que se fueron sumando nuevos paisanos, unidos por una densa trama de relaciones de parentesco y de intereses económicos—, que según señala Smolensky «se convirtió en el principal foco de deshispanización cultural en todas sus expresiones, desde la gastronomía, la horticultura y la navegación al habla popular» (2013, p. 55).
El microcosmos de la fondita representa la diversidad lingüística y social del Buenos Aires de la época con los inmigrantes (italianos, españoles —vascos y gallegos—, alemanes, brasileños) y los criollos, «cajetillas» y compadritos, todos ellos convocados por los encantos de la muchacha; sin embargo, los padres de Giacumina se muestran recelosos hacia los «hicos del paese» por las diferencias en su aspecto y sus hábitos:
So tata e so mama sempre le consecaban di que si casase con un hombre trabacador, buono, e que no la isiera caso a lu caquetilla ni a lu cumpedrito esu que tienen la milena del pelo llena di aceite, que usan lu pantalón curtito e lo taco di lu butine mas alto que la tore di cabirdo (p. 47)
La descripción del compadrito, mestizo de criollo e italiano, responde a los rasgos estereotipados de la melena lacia y dura, que evoca la de Don Nicanor Paredes en la milonga de Borges, y del «caminar pavonéandose y su lenguaje soez» de la definición de Tobías Garzón del Diccionario Argentino.
Sin embargo, Giacumina no hace caso a los consejos de sus padres: si bien al comienzo tiene a raya a sus novios, progresivamente va cediendo a los reclamos amorosos de estos, sucesivamente, Pepe, el ahijado del caudillo barrial, con el que jugaba a las escondidas, un dependiente de almacén, un curandero, un boticario, un vasco que pide su mano, el boletero del tranvía, un peluquero, un sacristán, un cocinero brasileño, un huevero, que le gustaba «per que teniba lu bigoti grande cume los di Umberto, é il corpo furtacho é gurdo cume Raffetto» (p. 56). A través de estos episodios amorosos, Giacumina va perdiendo su decoro y buen nombre; finalmente se fuga con un albañil, y da a luz mellizos, que sus padres internan en la Casa Cuna. Este traspié de Giacumina la convierte para ellos en «un clavo», que tienen que casar: el candidato es un alemán enamorado.
En la segunda parte, lejos de la fondita, vive con su marido, que, celoso y borracho, la golpea; por eso lo abandona, y se convierte en la amante de un hombre rico de Almagro, que la rodea de comodidades. Sin embargo, la incorregible Giacumina tienta a los criados con sus juegos amorosos, que provocan el escándalo del vecindario. Cuando el amante los descubre, la echa de su casa. Sola y sin dinero, cae en una vertiginosa degradación moral y física; contrae una cruel enfermedad y muere en el Hospital Italiano. Los padres, después de una breve visita a la enferma, reciben una cuantiosa herencia del yerno. Ya ricos, deciden regresar a Italia con sus nietos y concluir la aventura americana.
3. Giacumina Beligerante
La inmensa popularidad de la obra no parece ajena a las características de su protagonista: a su carácter travieso y querendón, pero también a su ocasional beligerancia, que la identifica como la versión femenina del gaucho malo: así, incluso no vacila en golpear a uno de sus festejantes, nada menos que a Sarmiento, «il viecos Dun Domingos», que sale desairado de su frustrada conquista: «Antunce il bravísimo queneral li daba rabia é atacaba la furtaleza di la mochacha é si ponia in luchamiento per midirle la piernas. Ma pero Giacumina, cuando il viecos si agachaba, li pigaba coscorrone inta pilada» (p. 58). Y cuando el intendente Don Torcuato Alvear —«Dun Tercuarto»— desatiende la nota de queja que le envían los vecinos escandalizados por su vida disipada, Giacumina proclama su triunfo desafiando el sistema moral que la condena, con el grito que expresa la soberbia de sus triunfos pasajeros: «Cun Giacumina nun si purrià minga» [«Contra mí no pueden hacer nada»] (p. 107), mientras hacía una fogata y les tiraba monedas a los muchachos que saltaban, escena de carnavalización que tiene toda la potencia disruptiva que le asignaba Bajtín.
Como los personajes de los folletines criollistas, Giacumina será la heroína que se burla de la hipocresía de la sociedad, pero también la antiheroína, que se convierte en atorranta que desprecian los que antes la codiciaban, en la tipa que el vigilante se lleva cuando cae en la prostitución, o el «queso gruyer» en el hospital, una brutal metáfora del estado de su cuerpo, consumido por los gusanos; paralelamente, su marido había pasado de atorrante, al quedar solo, a convertirse en el «loco de la botella».
Los padres de Giacumina, Doña Crispina, «la mondonguda», y el tatas, en cambio, carecen de esta doble condición: son puros esperpentos, integrados a un medio urbano, la Boca, y a la vida de Buenos Aires. Aunque su comportamiento, lenguaje y moral en ningún momento dejan de ser los propios de personas groseras, zafias y vulgares, saben regentear la fondita y manejar a los parroquianos, a pesar de su diversidad social y étnica. Prosperan, sobre todo, por los encantos de la muchacha; de hecho, la codicia y el cinismo de ambos se ponen en evidencia no solo en relación con el país que abandonan cuando se enriquecen, sino incluso en la actitud desaprensiva que muestran hacia sus nietos y su propia hija: antes de partir de Buenos Aires, cumplen con el «deber social» de ponerle una placa sobre la tumba con la inscripción, que rezuma ironía: «Giacumina morió a los veinte años, cuande todavía no conociba il mundo» (p. 125).
4. Una Sátira Extendida
Como se ve, a esta fábula simple y lineal, de aparente intención moralizante, se sobrepone una cruel ironía, una aguda sátira de los personajes, ambientes y lengua de la novela naturalista, e incluso una parodia del Fausto, de Estanislao del Campo, en el relato de Giacumina de su velada en el teatro Colón. Ironía, sátira y parodia se superponen a la fábula creando un doble plano polifónico, que constituye un refinamiento literario no frecuente en este tipo de obras, y ausente en las que le siguen.
La sátira recae no solo sobre los personajes, sino también sobre costumbres y formas de expresarse; se acumulan detalles de mal gusto o groserías en gestos y comportamientos: así, de Doña Crispina, la madre, se dice que se daba «baños sulfurosos en il mismo lavatorio dunde si lavaba la cara e lo pieses sucios»; el padre anunciaba rebajas en la comida para atraer clientes en ausencia de su hija, «a dos centavos il plato limpio e a un centavo il plato sucio» (p. 81). La sátira se reconoce, por ejemplo, en las referencias a los juegos de Giacumina con sus novios, que aparentan ser meros escarceos amorosos, pero que resultan ser episodios de un subido erotismo; como cuando el padre descubre escandalizado a su hija «andando a caballito inta farda del guebero» (p. 60) o cuando «si montaba a babucha in los lomos dil callego per andar a caballito» (p. 112). Este tipo de situaciones escabrosas eran las que los amantes despechados denunciaban en notas difamatorias, como la solicitada que publicó el peluquero en el diario o la que los vecinos escandalizados informan al intendente: «Al publico: La hica de doña Grispina è una mochacha iscandalosa, que haci purqueria cun todo los hombres» (p. 52) y «Esa moquer hace la mala vida no solamente cun il queridos, senó que también con cualquier trensonte que pasa por la vireda de so casas» (p. 105). Sin embargo, resta la duda de si la voracidad sexual que le recriminaban no era más que la otra cara de «il grandote e blandito curazón de Giacumina», de «so alma chacutona».
Como vemos, la fondita de la Boca y sus adyacencias son espacios plurilingües y polifónicos, por los que circulan mensajes escritos, como cartas, notas, quejas, citaciones, solicitadas en los diarios o epitafios, y textos orales, como los consejos, la confesión, los discursos. Giacumina le escribe a uno de sus novios para reprocharle un acto de cobardía (p. 55) o para concertar una cita (p. 65); a sus padres, para explicar o justificar alguno de sus actos. A veces las quejas llegan a los diarios, en forma de solicitadas y respuestas. A pesar de las limitaciones del mundo cultural de los personajes, todos ellos son «escribidores» y «alfabetos». Asimismo, el relato de Giacumina —espectadora equívoca— sobre el espectáculo visto en el Teatro Colón, parodia de otra parodia, la del Fausto criollo, se incluye en esta polifonía lingüística y textual.
El humor raya en el cinismo cuando los padres de Giacumina entregan a sus nietos, cuyo nacimiento ocultaban, a la Casa Cuna: «li ha puesto in il pescueso in collar cume a lo perro»; asimismo, la gesticulación y los movimientos de Doña Crispina al recibir la inesperada herencia del yerno no pueden más que expresar su codicia: «Duña Crispina si puso contenta cume in diablo e allí mimo en il consulao se puso a saltar cume ina cabra salvaje» (p. 122). La sátira estilística y cultural se expresa a través de símiles, como el de «Istaban durmiendo e runcando cume chanchos» (p. 81), referido a los padres, y a «los cuguetes» entre Giacumina y el gallego, «si revolcaban come los caballo en la bosta» (p. 102). Uno de los rasgos de esta lengua es su fijación estilística en este registro informal bajo, que no alterna con otros menos marcados.
En su ensayo «El criollismo en la literatura argentina» (1902), uno de los más conspicuos intelectuales del roquismo, Ernesto Quesada, calificaba esta «jerigonza ítalo-argentina» como el «dialecto más antiliterario imaginable»:
Tal el habla cocoliche, que viene a reemplazar el estilo gauchesco de otras épocas. ¿Puede eso aspirar a los honores literarios? ¿Cabe tomarlo a lo serio, como si se tratara de un género formado? […]. Y, sin embargo, la tal jerga tiene un buen número de cultores livianos […], constituyendo así su «literatura», vale decir, sus libros en prosa y verso, cuyas ediciones se repiten con tanto éxito de venta que hay editores especialmente dedicados a explotar ese «género» (1983, pp. 153-154).
Lo que alarmaba a Quesada era el empleo de la variedad más estigmatizada de la comunidad lingüística en un texto que se presenta «en forma de libro», aunque se tratara de literatura de quiosco, la más leída por los sectores populares, que, por el plan de alfabetización, habían accedido a esta literatura de consumo (Prieto, 1988).
Por eso el empleo de esta variedad es la primera pieza de esta broma, ya que subvierte la jerarquía tradicional entre la variedad alta —la del autorizado narrador— y la baja, que, por afán mimético, se pone en boca de personajes estigmatizados, como las achureras en El Matadero, de Echeverría, o los mazorqueros en Amalia, de Mármol: la narrativa tradicional organiza el relato a partir de la voz del narrador, que es la que representa la cultura, la nobleza de la causa, los principios de la razón, en oposición a la expresión plebeya de los rosistas, que expresan su índole malvada a través de los rasgos estigmatizados como el voseo o el «che». La misma jerarquía entre narrador culto y personajes plebeyos con hablas torpes se mantiene en las novelas naturalistas de Cambaceres o de Argerich, que desplazan la crítica social hacia el inmigrante concebido como factor de disolución de las viejas virtudes republicanas. El narrador omnisciente recorta el fragmento de realidad que ilustra su tesis, a la que somete la descripción y la valoración de personajes y acciones.
La gran innovación que introduce la gauchesca es la infracción de esta jerarquía: la voz del gaucho —el «dialecto» gauchesco, una variedad rural y vulgar— se presenta sin la mediación de una voz legitimada normativamente que le ceda la palabra y la incluya en una jerarquía. Por eso, Quesada protesta contra esa subversión: «[H]abría sido mejor que cualidades artísticas semejantes [las de Hernández] se hubieran presentado con formas irreprochables; que el uso del lenguaje gauchesco se hubiera limitado a lo indispensable, y que los cánones de la poética y los buenos hablistas hubieran sido observados» (1983, p. 142), pero le concede la disculpa de su raigambre hispánica, específicamente andaluza, a ese «capricho literario» de los criollos urbanos que emplean el dialecto gauchesco como «disfraz».
La literatura gauchesca había iniciado una operación de este tipo, que Los amores de Giacumina, aun leída en clave paródica, profundiza al hacer de la variedad inmigratoria la modalidad expresiva del narrador. En este sentido, se convierte en su subsidiaria por eliminar la diglosia narrativa, de manera que la voz del narrador no impone distancia ni estigmatiza otras voces. Sin embargo, mientras que la voz del gaucho se expresa básicamente en primera persona, nuestro texto narrativo se construye a partir de la voz de un narrador omnisciente, que mantiene su responsabilidad en proporcionar las descripciones, explicaciones y valoraciones, aunque privado de autoridad en el terreno literario y lingüístico: en las antípodas de la objetividad, este narrador juzga a los personajes mediante expresiones ponderativas como «la picara de la muchacha», «estu diablo di barbiero», «eso puerco di pintor», «ina rabia de la gran flauta», y se inmiscuye para dar información similar a la de las acotaciones teatrales: «Dejemos di imbrumar con il “loco de la botilla” e vamos a la funda per veriguar lo que hacen allí il tatas e la mamas di Giacumina, mentre que so hicas pasa la vida iscandalosa en los brazos del querido, e del gallego» (p. 104).
Vamos a detenernos, a continuación, en algunas características de esta variedad, que provocaba la alarma de Quesada por la popularidad que había alcanzado esa «literatura».
5. La Sátira Lingüística
La sátira lingüística se extiende a las diferentes variedades que formaban el repertorio popular de la época. Ese plurilingüismo incluye las variedades inmigratorias, como la del vasco: «Yo estar gustante de su muchacha, su muchacha gustante de mí» (p. 49), o la del alemán: «Yo istar dormienda. Jiacomina si mandasi a modar» (p. 94), pero también el orillero de los compadritos: «Ahura pues maula. Oigalé a barrilete. Pucha que le tengo miedo» (p. 90). Además, el cocinero brasilero canta en su lengua «[c]hurriadas e mais churriadas» (p. 71), mientras que el «tatas» canta la Marianina (p. 81). Esta polifonía aparece filtrada, sin embargo, por la voz del narrador, que emplea una versión peculiar de la variedad de contacto entre el rioplatense y un dialecto del italiano de base genovesa.
Entre los varios nombres que han recibido los italianos, bachicha, procedente de «Bautista», se aplicaba a los genoveses; así los llamaba Sarmiento en sus artículos contra las escuelas italianas, pero el que más éxito tuvo fue, sin embargo, cocoliche —supuesto derivado de un apellido italiano meridional—, que se convirtió en un término polisémico, aplicado primero a la manera característica de hablar de los inmigrantes italianos y, luego, a los italianos mismos que respondían al estereotipo y, en una fase siguiente, a toda persona mal vestida o grotesca. El cocoliche fue la variedad inmigratoria que alcanzó mayor visibilidad por el peso numérico de la colectividad y por su integración a la sociedad receptora.
La historia del término cocoliche es conocida; hasta se saben la fecha (1890) y las circunstancias de su creación, referidas por José Podestá en sus Memorias. Un antecedente significativo lo brinda Edmundo De Amicis, el autor de Corazón, que viajó a Buenos Aires en 1884 para dictar una serie de conferencias: en su viaje, relatado en Sull’Oceano, había advertido la existencia de esta «horrible jerga» empleada por un panadero enriquecido; entendía que «esa extraña lengua hablada por nuestra gente de pueblo después de muchos años de estadía en Argentina» (1889, p. 48) era el producto de la mezcla entre elementos españoles e italianos en una misma oración o, a veces, en una misma palabra, complicada por cambios semánticos y por calcos. Traducía al italiano esas raras creaciones, como si precisa molta plata por ‘ci vuol molto denaro’; guastar capital, ‘spendere capitali’; son salido con un carigo de trigo, ‘son partito con un carico de grano’. La formación de esta jerga provenía, en su opinión, de dos fases de nivelación: a un primer contacto entre dialectos italianos distantes, le seguía más tarde el contacto con el español, que producía la formación de la lengua inmigratoria y la pérdida del italiano.
El cocoliche era una variedad no estandarizada, acotada al intercambio lingüístico inmediato en el registro coloquial de un sociolecto bajo, de manera que carecía de una escritura consolidada, convencionalizada y ritualizada tanto en lo relativo a la ortografía o la puntuación como a la gramática. Así lo demuestran las vacilaciones e incluso contradicciones en el timbre vocálico de «si cuntentó con escopir», que a menudo da lugar a juegos de palabras como «Teatro Culón» o «cumpedrito», o la alternancia entre el error directo en la pérdida de la -s final y la hipercorrección de añadirla donde no corresponde: «vamo a ver qué dico so mamas». La fuerte impronta de la oralidad reconocida desde la frase inicial «así gurdas, pero así… de gurdas» se reconoce también en la organización de la oración con un tópico inicial, separado por pausa —por lo general, el sujeto preverbal—, seguido del comentario: «So tatas e so mamas, sempre la cunsecaban de que si casase…» (donde también se incurre en dequeísmo) (p. 46); «Il primero di todos lo novios di Giacumina, si llamaba Pepe» (p. 47); «Esto racionamiento, hizo comprender al padre di Giacumina» (p. 48). Esta particularidad, que, a primera vista, podría interpretarse como un mero error de puntuación, refleja la organización pragmática, más que sintáctica, de las construcciones, lo mismo la duplicación del objeto de «Cuando dintraron inta fundita la vieron á Giacumina qui istaba atrasu dil mustradur». Estas características —inestabilidad, pluriformismo y fijación estilística— tornan al cocoliche un objeto de estudio escurridizo, difícil de sistematizar, más cercano a la parole que a la langue saussureanas.
6. El Efecto de Realidad
El carácter peculiar de esta obra fue percibido por los tres periodistas que la reseñan y que tratan de encuadrarla; Juvenal la considera «un trabajo sin precedente» por su estilo «que no está comprendido en las reglas literarias»; por su forma gramatical espuria y por la realidad que pinta, «estudio de costumbres y correctivo de vicios». Un desconcierto similar demuestra el Licenciado Vidriera en La Opinión: «es el ensayo literario de un género completamente nuevo entre nosotros» por su lengua —«ni castellano ni italiano»— y porque, en lugar de copiar modelos prestigiosos, el autor ofrece un retrato al natural sin pretensiones de realismo ni naturalismo. En cambio, el crítico de El Progreso comienza aclarando que no la considera «una obra magistral de escritura; gigantesca de ejecución, atrevida de plan, ni sorprendente en sus detalles», pero sí «una verdadera obra naturalista […]. Se produce en la forma de la suprema sencillez adoptando el pintoresco lenguaje de los genoveses que italianizan el castellano y con esa materia prima forja a su Giacumina» (El Progreso, 1909, p. 94).
Los referentes conocidos —personajes contemporáneos, lugares, instituciones— constituyen pistas, a primera vista confiables, en la construcción de un «efecto de realidad»: las persecuciones amatorias de Sarmiento, la indiferencia del intendente Alvear al reclamo de los vecinos por los escándalos de Giacumina, la gordura del obispo Añeiros formaban parte de la artillería política contra los enemigos de Juárez Celman en el contexto de la campaña presidencial, más que necesidades de la narración.
Incluso dos de las reseñas críticas la encuadran en el naturalismo, más que en el realismo:
En ese lenguaje descosido, incorrecto y algo licencioso se retrata una clase social resultante de nuestras agrupaciones heterogéneas, una palude que aún no hemos tenido tiempo de salubrificar, llena de Giacuminas, de pintores y de Grispinas […]. ¿Y existe este medio? ¿Se habla en él tan cruda e incorrectamente? Sí, luego Giacumina es un romance del género analítico naturalista, con colorido local, por más que tenga sabor acre (El Liberal, 1909, pp. 84-86).
Giacumina, aparece a la puerta de la fondita atándose las ligas. Si esta manera de presentar un personaje no es el naturalismo, es la más ática crítica que se haya escrito al respecto. Así pues, Giacumina no solo porque se rosa con ciertos límites insalvables a la moral, es una obra de la nueva escuela sino un Quijote, llamada á dar a los demonios con esos inconcebibles libros de caballería que trocaron la lanza por el forcesp. La obra que nos ocupa á tenido un éxito sensacional [sic] (El Progreso, 1909, pp. 92-94).
A la estética naturalista le atribuyen el lenguaje, la historia narrada —la de una Naná boquense— y el gusto morboso por los detalles clínicos. Sin embargo, el supuesto naturalismo de la novela queda constantemente cuestionado por el recurso a la hipérbole humorística, como se ve en la descripción de la enfermedad de Giacumina y en los informes médicos —«Il queso gruyer istá ma pior» (p. 75)—, tratamiento imposible en una novela de Cambaceres o de Argerich, epígonos locales de Zola. En efecto, los detalles relativos a la enfermedad de Giacumina —los olores, su cuerpo convertido en un «criadero de gusanos humorosos», «las tripas» que se saca por la llaga— superan el umbral del naturalismo, y fuerzan una interpretación que anula el «efecto de realidad», una suerte de «realismo delirante» que lo exacerba y produce el efecto opuesto de anularlo. Por eso corresponde hablar, más que de naturalismo, de «efecto naturalista».
Como se advierte, cada uno de los aspectos analizados, desde el título hasta la escuela literaria a la que parece adherir, desde la lengua hasta la relación con la política, desde los referentes históricos hasta la índole de las relaciones amorosas de la protagonista, se sustrae a un análisis simplista que se conforme con la representación inmediata, sino que exige otra vuelta de tuerca. Así lo advirtieron los críticos que se vieron ante el desafío de un juicio crítico de una obra que coinciden en entender como difícil de clasificar y sin antecedentes en la literatura argentina. En cambio, herramientas conceptuales como las de plurilingüismo, polifonía, carnavalización, parodia se han demostrado adecuadas para dar cuenta de esta peculiaridad literaria rioplatense.
Referencias Bibliográficas
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Notas