Resumen: Este trabajo se enmarca en la propuesta de las v Jornadas de Literatura Argentina: «Voces invisibles, plumas silentes: escritores olvidados o poco transitados por la crítica». La elección de referir a la obra de César Mermet atiende a tal convocatoria, en tanto se trata de un poeta que, durante más de cuarenta años, desarrolló una obra y un proyecto poéticos difícilmente encasillables en las principales tendencias que fueron sucediéndose en esos años. Con el agregado, no poco importante, de que Mermet fue refractario a la publicación de sus textos. Sin embargo, al legar sus escritos para que no se perdieran, es posbible conjeturar que Mermet quiso dejar su labor escrituraria como testimonio, como posibilidad de que vieran la luz todas aquellas composiciones que, difícilmente afincables a alguna de las corrientes salientes de la poesía argentina en un lapso que va entre la década del veinte hasta fines de los sesenta, fueron su convicción, el lugar que acordaba a la poesía. Dimensión de existencia, de búsqueda de lo esencial poético indiscernible de la experiencia por y a través de la palabra, acopio y aprovechamiento de la tradición literaria. Su voz, que poco o nada tuvo que ver con ambientes y tendencias de su contemporaneidad, emerge, en la vindicación de sus poemas, como la consecuente indagación que remite a experiencia y a escritura, a tradición y a revisión o a aprovechamiento de esta para configurar todo un proyecto poético que bien puede situarse en las zonas liminares donde su poesía habita.
Palabras clave: Poesía Argentina, Escritores Secretos, Fin de Siglo, César Mermet, Indagación Existencial.
Abstract: This essay about Cesar Mermet’s poetry was conceived according to the proposal of the Vth Meeting of Argentine Literature, “Voces invisibles, plumas silentes: escritores olvidados o poco transitados por la crítica”[“Invisible voices, remarkable works: forgotten or not much studied writers in the critical studies”]. The choice have kept in mind such proposal as César Mermet wrote a vast quantity of poems and developed a poetic project for more than forty years but it is very difficult to include it in the mainstream of that time. Besides, and not less important, Mermet was unwilling to publish his work, he delayed it all his life. Neverttheless, he didn’t want to let his work missed, so he gave all of it to a friend in order to preserve it and perhaps considering the possibility of post mortem edition. Different from the Argentinian poetry written between the forties and the sixties of the past century, his work proved his own conviction about the place he gave to poetry. Existential dimension, research about the essence of poetry together with experience through the words and the exploration and knowledge about literary tradition. His voice, not related to enviroments and tendencies of his time, emerges as the continuous research which leds to the experience of writing, literary tradition and its use to build a literary and single project as the poems analized here show.
Keywords: Argentine Poetry, Unknown Writers, End of the xxth Century, César Mermet, Looking for the Word.
Artículos
«POR UNA SED ETERNA DE PALABRAS VIVIDAS»: LA POESÍA SECRETA DE CÉSAR MERMET
Recepción: 31 Marzo 2018
Aprobación: 24 Mayo 2018
Entre esos poetas que no cesaron de escribir durante toda la vida, pero cuya obra se acumuló en páginas y en páginas que no llegaron a convertirse en libros, salvo alguna lejana y oscura excepción —La lluvia y otros poemas (1980)—, se cuenta César Mermet (1923-1978). De algún modo, quiso preservar fuera de la publicación sus escritos, pero gracias a su amigo Félix della Paolera, a quien Mermet legó una inmensa cantidad y diversidad de textos (borradores, correcciones, reescrituras), pudo conocerse recientemente algo de la obra de este gran poeta desconocido. Aquel, junto a Pedro Mairal, Alejandro Crotto, Enriqueta Racedo y Marcos de Soldati, prepararó el libro que, con el escueto título de Antología, contiene veintisiete poemas (algunos muy extensos) fechados desde 1957 a 1976, precedidos por una nota preliminar de Della Paolera y seguidos de un apéndice donde se incluyen observaciones del propio Mermet sobre sus textos y se informa que algunas piezas incluidas son solo fragmentos de poemas más largos, además de transcribirse el prólogo que Borges escribió para aquella breve selección de 1980.
Quizá sea esta la punta de un iceberg cuya parte sumergida merece salir a la superficie, y se supone que la continuada tarea de sus editores lo va a ir permitiendo. Con todo, la Antología ya es suficiente para apreciar la cualidad poética del autor que se empeñaba en su oficio privado.
Extensos poemas de largos versos en una lengua suya capaz de nombrar feliz y terriblemente lo que circunda y pide ser dicho con las palabras exactas enlazadas en su justo punto. El registro lingüístico que Mermet ha utilizado en la escritura de sus poemas le confiere algo de esa singularidad que se le ha señalado respecto de su época. Amplio, sin privarse de cultismos, arcaísmos, voces cotidianas, referencias culturales, citas ocultas, no es, sin embargo, una poesía oscura o hermética, pero sí posee una complejidad que demanda una fina atención en la lectura, una lectura que, entre otras cosas, se ve alentada por su ritmo pausado, sus sonoridades, sus cortes de verso, sus remates, y no menos por la fuerza que anima y da sentido a todos esos procedimientos. Si, dadas estas características, y quizá a falta de alguna otra definición, se habló de un barroquismo en su poesía, en tal caso, tendría que ver con la tensión puesta en juego entre las palabras o en algunas formas sintácticas, pero no es en absoluto equiparable ni al barroco clásico ni a autores que retomaron la tradición barroca en el siglo xx, como José Lezama Lima.
A través de citas y de comentarios, se trata entonces de dar a conocer una voz poética que está ocupando un lugar destacado en la poesía argentina, tal vez cumpliendo el acallado deseo del autor.
En junio de 1978, durante el Mundial de Fútbol, César Mermet pidió a su esposa que le entregara una serie de cajas que contenían unos mil cien poemas, escritos a lo largo de cuarenta años, a su amigo Félix della Paolera. Por años, Félix era prácticamente el único lector de esa inmensa cantidad de textos, que, pese a los esfuerzos de este porque publicara, Mermet fue negándose sistemáticamente a hacerlo. Con un obsesivo afán de perfección, seguía corrigiendo, de unos textos brotaban otros y continuaba incesante la actividad. Cuando, en 1951, el Gobierno de la Provincia de Mendoza le otorgó el Primer Premio de Poesía por su obra «La lluvia», eludió la publicación; y hubo también otro intento con los Poemas de Malabrigo. Entre los poemas que integraron ese libro, se encuentran «La estación», «El pozo», «Heladero en la siesta», «Ramos Generales», «Entrada del mudo». Igualmente su destino fue quedar en las abigarradas cajas.
La lluvia y otros poemas, con prólogo de Jorge Luis Borges —a quien Mermet conocía y con el que dialogaba, sin haberle dicho jamás que escribía—, se publicó dos años después de su muerte. Las palabras de Borges constituyen todo un reconocimiento y una conjetura sobre esa dicotomía entre la escritura y la publicación: «Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo». Lo que se corroboraría con la continuidad de escritura de Mermet, que no sabía poner un punto final y deshacerse del texto para que este iniciara en el mundo su camino, y así, junto con el obsesivo afán de perfección, seguía elaborando versiones, corrigiendo, derivando de unos versos otros, como han señalado quienes están realizando la tarea de «ordenar», si es esto posible, la proliferante producción hecha en el apartamiento del mundo literario durante el apreciable lapso de más de cuarenta años.
Vale señalar que César Mermet nació en 1923, en un pueblito de la provincia de Santa Fe llamado Malabrigo. Residió en varias ciudades del litoral e inició su escritura poética en Paraná a los veinte años. Luego de una temporada en Mendoza, se afincó en Buenos Aires. Su secreta escritura fue fruto de largas noches en que se abocaba completamente a ella, sus ocupaciones poco tuvieron que ver con las más habituales en quien se dedica a las letras, sea periodista, profesor, editor o alguna por el estilo; en cambio, él trabajó en televisión, radio y publicidad, y no se relacionó con movimientos o figuras del mundo literario. Quizá convenga repasar qué tendencias predominaron durante esos años de silenciosa escritura entre 1943 y 1978.
Se sucedieron, en esas décadas, lo que la historia de la literatura consigna como «poesía del cuarenta», neovanguardias y poesía del sesenta. En Veinte años de poesía argentina 1940-1960, Francisco Urondo se refiere a ese período y a las principales corrientes. En primer lugar, la «Generación del Cuarenta», también definida como neorromántica, a cuyos poemas Urondo califica de «elegíacos, lavados, tediosos», partidarios del «suspiro» (2009, p. 24). Destaca, a continuación, la emergencia de poetas proclives a una transformación literaria, inclinados a «inventar nuevas realidades» (p. 15), con lo que se refiere, en particular, al invencionismo, así como a poetas de filiación surrealista y a la central revista Poesía Buenos Aires, que apareció durante una década, de los años cincuenta a los sesenta. Aquello que, según Urondo, definía César Fernández Moreno como «el polo hiperartístico del vanguardismo» (grupo invencionista) y «el polo hipervital» (grupo surrealista) ocuparon la escena principal y fueron, para Urondo, un aporte necesario al desarrollo de la poesía argentina. Se refiere luego a una poesía de corte político explícito por parte de poetas de izquierda y, si bien expresa cierto esquematismo en ella, del conjunto observa una tendencia a una actitud tendiente a «expresar aquello que nos concierne, por obtener una forma propia de expresión social y artísticamente legítima» (p. 60). La llamada «poesía del sesenta» apelaba al habla, a la empatía emocional, utilizaba un lenguaje que quería ser directo y se nutría de la oralidad sobre todo porteña, del legado del tango, presentaba concretas referencias a situaciones y a personajes reconocibles de la vida cotidiana y una dimensión política explícita. Estos rasgos generales, desde luego, no soslayan la singularidad de obras como las de Leónidas Lamborghini, Francisco Urondo, Juan Gelman, entre otros.
Pero, en el caso de Mermet, tenemos su no convivencia con los ambientes literarios y, asimismo, un estilo que solo podría pensarse en cierta relación asintótica con los rasgos mencionados, sobre todo porque no encontramos formas de ruptura, adscripción a alguna corriente de vanguardia o antivanguardia o apelaciones directas a los lectores, y sí una elaboración de referencias que no son sino el conjunto de aquellas a que la poesía suele apelar, pero que señalamos en el sentido de mostrar el espectro abarcado por Mermet: objetos cotidianos o no (que pueden transformarse o proyectar a otro tema); reflexiones sobre el contexto (la ciudad, el país); personajes, vida y muerte; la mujer amada, animales, paisaje y, también, su propia poética, «un proyecto estético ligado a una ética casi musical, una trascendencia basada, según sus propias palabras, en «vivir con un pie en la eternidad y el otro en el tiempo y su contingencia», según refieren los autores de la Antología[1] en el «Apéndice y notas» (2006, p. 136).
Según Félix della Paolera, «Mermet rechazaba la esquemática y reductiva distinción entre forma y contenido, profesaba la convicción de que la especificidad del lenguaje es indiscernible de la esencia de la cosa nombrada» (1979). Huelga decir que esa división «forma»/«contenido», que alentó polémicas y que, pese a que reiteradamente se la ha sacado por la puerta, muchas veces se cuela por la ventana; no obstante, y este caso también lo demuestra, la obra literaria se caracteriza por la indivisibilidad entre el cómo y el qué: el significante poético conlleva significados, que, precisamente, se constituyen en tal significante, cuyas combinatorias llevan a crear ese objeto particular que es el poema. La segunda parte del comentario de Della Paolera es, sin embargo, mucho más incitante para reflexionar sobre la poética de Mermet y quizá puede tener relación con su resistencia a publicar: si el lenguaje para él es indiscernible de la esencia de la cosa nombrada, la búsqueda de esa esencia por la palabra, en la palabra, se presenta como una tarea prometeica, ¿cómo llegar a la cosa cuando esta es refractaria a la palabra?, ¿cómo atravesar lo fenoménico?, ¿qué relación puede establecer el sujeto (el escribiente) con el objeto?
Interrogantes que han sido objeto de no pocas reflexiones, entre las que quisiéramos aquí hacer una referencia al texto de Julia Kristeva, que, creemos, permite iluminar aspectos de la poética de Mermet:
El lenguaje poético, en la medida en que opera con el sentido y lo comunica, comparte también las particularidades de las operaciones significantes elucidadas por Husserl (correlación entre objeto significado y ego trascendental, conciencia operante que se constituye por medio de la predicación —de la sintaxis—, como tética, tesis del ser, tesis del objeto y tesis del ego. Sin embargo, el sentido y la significación no agotan la función poética. Por ello diremos que la operación predicativa tética y sus correlatos (el objeto significado y el ego trascendental), si bien son válidos para la economía significante del lenguaje poético, no son más que un límite, constitutivo, sin duda, pero no englobante. De modo que se puede estudiar el lenguaje poético en su sentido y significación […], pero este estudio equivaldría a reducirlo, en última instancia, al horizonte fenomenológico y, por lo tanto, a no ver lo que, en la función poética, escapa al significado y al ego trascendental […]. Por consiguiente, habría que empezar afirmando que en el lenguaje poético, pero también aunque de manera menos marcada, en todo lenguaje, existe un elemento heterogéneo respecto del sentido y la significación. […]. El término «heterogeneidad» se impone porque, si bien este elemento está articulado, organizado, es preciso, obedece a imposiciones y reglas como, en especial la de la repetición que articula las unidades de un ritmo o de una entonación), la modalidad de la significancia a que aludimos no es la del sentido y la significación: no signo, predicación ni objeto significado y, por ende, no hay conciencia operante de un ego trascendental […] (1981, pp. 258-259).
El ritmo de los poemas de Mermet (una de las formas de la repetición) es, a la vez, armónico, desplegado en versos libres, que se da por la cadencia apaciguada de los lexemas, principalmente palabras graves, juntamente con lo que podríamos llamar la presencia de reiteraciones de fonemas que no llegan a constituirse en rimas consonantes y asonantes, pero sí encontramos aliteraciones como «cigarral astral», «moliente diamante» / «lima chirriante», «malvenida»/«caída», lo que otorga a esos fonemas un valor agregado de ligazón semiótica, que sobrepasa, entonces, la habitual función de rasgos distintivos para constituir la significancia. Como dice Kristeva y reafirma Mermet: no signo, no significado o concepto. La zaga de una cigarra en «Es la cigarra azul», que «el rojo sol enciende» y «el amor acelera», se ensancha en el cigarral: la luz solar deslumbra, incendia en una sucesión no cortada por conectores, más bien es una yuxtaposición donde aparecen los elementos signados por la luz y el sonido:
… «encandilantes
crepitantes» que:
encelan la rastrera luna
plena
a la caliente luna
enorme y muda,
caída a la clamante
malvenida,
a maldición innumerable,
unánime, caída,
a la furiosa fiesta,
a los racimos secos del
quemante sonido,
a la pululación sonora, al
invisible hervor,
a la esplendente boda
ardiente,
a la ominosa peste y
celebración
prendida a las axilas
verdes
de resinosas ramas (2006,
pp. 67-68).
En este fragmento, el mecanismo de repetición se ve también en las anáforas, pero, al mismo tiempo, y como señalando la relación entre repetición/diferencia de modo tal que no se trata de una mera reproducción de los elementos relacionados, encontramos allí una heterogeneidad tensa, entre el esplendor y la peste, en una furiosa fiesta, entre la luna plena y la caída (término este que se reitera en dos versos consecutivos). Opuesta a la ascensión que sigue luego, surge el contraste con la caída: «Luego el ascenso es éxtasis. / El ascenso muy arduo es letárgico éxtasis» (2006, p. 68). Éxtasis, es decir, salida, y un igual ritmo, donde la aceleración de las acciones, las fosforescencias, lo resonante, la «horadante velocidad» se despliegan siguiendo esas mismas cadencias amortiguadas; nuevamente un contrapunto de sonidos y de luces, donde queda finalmente la imagen:
Autárquico el estío, con
devorante amor
y canto azul sostiene
respuesta, espejo y
exorcismo por gozo
al cigarral astral, que
en moliente diamante
lima chirriante el cielo
amenaza y desciende (2006, p. 69).
Entre el movimiento de los elementos, con cierto matiz narrativo, podemos detenernos en el modo de presentarlos, que no se aviene con una convencional descripción. Lo descriptivo cede no solo por esa combustión que anima el poema (sin convertirlo en una torrentosa sucesión), que va más allá de la percepción de los objetos, sino por las adjetivaciones que estos portan, más bien figuran, plasman algo que puede partir de la contemplación, pero que no encadena lógicamente los términos, sin que por esto podamos hablar de una ilogicidad, de un sinsentido; al contrario, sí se forja un sentido extasiado en los movimientos de los constituyentes del paisaje estival, que, sin marca subjetiva explícita, muestra la actividad del sujeto que construye esa sucesión simultáneamente en movimiento y en fijeza. La captación exclusivamente racional, la puesta entre paréntesis de lo accidental, la idea de enfrentar los objetos como desde una tabla rasa[2] queda desmentida por, precisamente, las formas en que los recursos del lenguaje poético se ponen en juego para dar ese plus de sentidos y significaciones que le es propio.
Asimismo, y en particular pensando en esa condición de objetivista que se les atribuyó a ciertos poemas de Mermet, hemos querido citar el ensayo de Jean Paul Sartre sobre Francis Ponge, quien, según el filósofo, fue el mejor poeta de las cosas. Allí Sartre habla de la búsqueda de Ponge:
… mediante un mismo movimiento tratará de deshumanizar las palabras rebuscando bajo su sentido superficial su «espesor semántico», y de deshumanizar las cosas raspándoles su barniz de significados utilitarios. Eso significa que hay que llegar a la cosa cuando se ha suprimido en uno mismo lo que Bataille llama el proyecto. Y esta tentativa depende de un postulado filosófico que por el momento me limitaré a revelar: en el mundo heideggeriano lo existente es ante todo «Zeug», utensilio. Para ver en él «das Ding», la cosa témporo-espacial, conviene practicar en uno mismo una neutralización. Se detiene, se hace el proyecto de suspender todo proyecto… Entonces aparece la cosa, que no es, en resumidas cuentas, sino un aspecto secundario del utensilio —aspecto que se funda en último recurso en la cualidad de utensilio— y la Naturaleza, como colección de cosas inertes. El movimiento de Ponge es inverso: pera él es la cosa la que existe primeramente, en su soledad inhumana; el hombre es la cosa que transforma las cosas en instrumento. Bastará por lo tanto, con amordazar en uno mismo esa voz social y práctica para que la cosa se revele en su verdad eterna e instantánea (1960, pp. 198-199).
En el poema «El pan», encontramos la relación entre sujeto y objeto, el «yo» poético indaga al objeto, sabiendo y sintiendo, para establecer un vínculo, para encontrar «la respuesta» en él. No faltan, en este extenso poema, tramos narrativos que, a primera vista, podrían parecer mera enumeración de actos: comprar el pan, apreciarlo con los sentidos para proyectarse inmediatamente, por nombrar el acto de pagarlo, a una dimensión que atañe al valor: el pan adquirido con el fruto del trabajo (nombrado con el arcaísmo «soldada») da derecho al sujeto a preguntar y más, siguiendo la narración, de ir con el «pan bajo el brazo» (expresión cotidiana que, en este contexto, se advierte como ‘tener algo’), hace del pan una especie de personificación: el sujeto camina «por donde el pan lo quiso», el pan devenido respuesta, y el sujeto, pregunta. La inestabilidad del sujeto que interroga se contrasta con la consistencia y constancia del pan, guía por un camino que permite al sujeto remontarse a su nacimiento y experimentar una conmoción, sin embargo, en un andar «manso como el pan lo quiso» (el destacado es mío). El conocimiento del objeto no se halla en el objeto mismo, sino en la carnadura del sujeto, «mi carne lo conoce». No transmite ese objeto un significado:
No significa, es,
mas lo que fuera, soy;
él es en mí, y soy en él
y frente a frente y
tacto a tacto
y frío contra tibieza,
nos corroboramos (2006, p.
19).
Pero, a la vez, es ese trozo «bien cocido / del misterio del mundo, en su evidencia revelada». El pan es lo que «la cosa revela, entrega y emana, / suscita, provoca y concita». Podemos cotejar esto con las palabras de Sartre respecto de Francis Ponge:
… el ser de cada cosa se le aparece como un proyecto, como un esfuerzo hacia la expresión, hacia cierta expresión con cierto matiz de sequedad, de estupor, de generosidad, de inmovilidad. Compenetrarse con ese esfuerzo mismo más allá del aspecto fenomenal de la cosa es haber llegado a su ser (1960, p. 203; el destacado es de Sartre).
«Era un pan», dice Mermet. El esfuerzo se evidencia:
Me quedaré privándome y
nutriéndome
hasta transparentar la
zona
entre el pan y mi habladora
carne,
hasta aquietar mi
palabra movediza,
hasta amasarla en su
nutricia miga (2006, p. 22.)
En el ahondamiento en el objeto, están las cualidades materiales (peso, olor, sabor, miga, costra), pero puede surgir la dimensión que, a su vez, va a iluminar otro aspecto de la experiencia con el objeto: el pan es sacramento, y la comunión no será el acto de comerlo en tanto se sostienen ese objeto que suscita la búsqueda del misterio que encierra y quien lo comulga con «los ojos, los huesos y la sangre / la palabra y el silencio comulgo…» (2006, p. 22). Para esa unión, es preciso que el sujeto no incorpore dentro de sí el objeto, sino que se mantengan ambos en esa confluencia donde ocurre la inefable comunicación.
En una carta a Félix della Paolera (agosto de 1965), Mermet le confiesa una ubicua situación respecto del tiempo. De ahí su taxativa afirmación «Sartre miente». Porque para Mermet se trata de ubicarse en la intersección entre tiempo y eternidad. ¿Formula quizá una utopía? En todo caso, podríamos pensarla así al considerar otros poemas de Mermet donde la duda por el logro de ese objetivo parece desvanecerse, siquiera parcialmente. En todo caso, queda como horizonte a ese sitio al que aspiramos «donde la caridad tiene lugar». La dimensión de lo religioso es otro de los rasgos que esta poesía; sin ser lo que se ha denominado «poesía religiosa», se evidencia en alusiones inscriptas en los poemas.
¿Sabes que ando como entre dos tiempos, caminando por la calle?, ¿que ando soñando, como extático, como distraído hacia lo hondo, como olvidado y en plena memoria, en el seno de la memoria... como en pleno deslumbramiento del único recuerdo importante, como ciego y vidente, como flotando y pesado, ligero y denso, ambulante y rectilíneo, deambulando y clavándome en un punto al que soy lanzado como una flecha...? Sé decirte que quisiera morirme en medio de una última experiencia como esta, que es duro seguir viviendo con la perspectiva de caer a la ridícula mentira del tiempo puro. Mentira. Sartre miente. Ahora lo sé de cierto. No vivimos o no deberíamos vivir, o no es nuestro destino vivir en el tiempo. Sino en un filo de navaja, en un borde, en un cruce, en una intersección del tiempo y la eternidad. Eso es lo que siempre supo el poeta, que amó en lo único su unicidad y su universalidad, su singularidad y su esencia total, participante de todo. Y la condición temporal, limitada, efímera, y a la vez la inexplicable eternidad de seres y cosas, que se revela con cierta mirada. Y es con la condición de que sepamos mirar de esa manera que la moral se cumple, que la caridad tiene lugar, que el poema nace, que la vida es justa, que la comunicación existe, que el arte es verdadero, que la creatura se salva... Y privado de esa visión, se pierde. Penosamente se pierde. Y el infierno es el tiempo. Caer a condición de condena y sujeción del tiempo y del espacio… (Mermet, 1965).
Pero podemos citar, del mencionado ensayo sobre Ponge, otras palabras de Sartre que bien puede no mentir en cuanto a la práctica poética de Ponge referida a su indagación de las cosas: «La nominación es un acto metafísico de un valor absoluto; es la unión sólida y definitiva del hombre y de las cosas porque la razón de ser de la cosa consiste en requerir un nombre y la función del hombre en hablar para darle un nombre (Dic. 1944)» (1960, p. 204).
Al enumerar características de lo que se agrupó como poesía de los sesenta, señalamos la impronta de poemas donde la situación política se ponía explícitamente en escena, en diversas vertientes, fuera como vindicación de luchadores del pasado y del presente, como denuncia de situaciones de injusticia, como poesía amorosa o de amistad situada en ese presente y aun como pregunta entre la relación de la poesía con ese exterior y esa comunidad y, desde luego, qué función podían o debían cumplir el poeta y la poesía en el marco del compromiso social. Si señalamos antes una relación asintótica respecto de Mermet con características de las poéticas más destacadas durante el tiempo en que desarrolló su obra, quisiéramos hacer referencia —sobre todo en cuanto a los sesenta— no solo a la incorporación de elementos cotidianos o experienciales, a poemas de temática amorosa, sino también a aquellos en los cuales su mirada se dirige al país, a un estado de cosas que le era contemporáneo.
En el poema titulado «Shopping Center», de 1963, la primera y extensa estrofa muestra lo que aparece ante los sentidos (combinando y yuxtaponiendo los elementos) con la presencia explícita del «yo» poético que se halla en medio de ellos, así, entre afirmación, sentencia y posibilidades de la experiencia, leemos:
Gastar es delicia miserable, dolorosa y
malignamente irreal
como un flotante orgasmo en el ajeno sueño.
en esas submarinas galerías del mito del fasto,
en estas exposiciones de modelos mentales,
alusivos brillos y señales preciosas,
yo podría comprar cualquier cosa hasta cualquier
hora
mientras la luz permaneciera inmóvilmente fría
y el aire sin dolor ni memoria
ni olor a muerte ni a vida
y la música durara, funcionara,
suscitándome cielos viscerales, fosforescencia
nerviosa,
pululación parásita en el vacío del espíritu… (2006,
p. 41).
El poema se inicia con una aseveración fuerte, la «delicia», lejos de asociarse con lo que podría atañer al placer, es definida por cualidades despreciables. La fuerza de la sentencia recuerda el inicio del soneto 129 de William Shakespeare: «Th’expense of spiritu in a waste of shame / is lust in action…». El placer del shopping parece lujurioso, reforzado por la comparación que sigue y que nos lleva a un derroche inútil y a una alienación en lo que el «fasto» tiene de mito (o mitificación), en el sentido de una engañosa creencia que oculta la faz verdadera; y no son solo los objetos allí exhibidos, está comprometido en esto el sujeto —los sujetos— en cuanto los objetos trasuntan «modelos mentales», la creencia en adquirir «cualquier cosa», es decir, no una «cosa» determinada, significante y valiosa, sino vacía en tanto carente de lo que podría llevar a reflexionar en la dimensión vida/muerte. Es posible así «responder dócilmente los llamados», «entregarse al poder suasorio de los objetos»… es desasimiento de lo que la vida involucra: «absuelve de vivir». En el reinado de «la plenitud cruel de la mercancía» (que es en lo que han devenido los objetos), el comprar sustituye al vivir.
La acción de comprar algo la habíamos visto también en el poema «El pan». Baste comparar el acto de hacer tal cosa en uno y en otro poemas: el pan es algo singular y cargado de sentido, tiene una respuesta, admite una pregunta, la posesión del pan es un enriquecimiento para quien lo ha adquirido con su «soldada», que es así bien empleada. Aquí, por el contrario la «soldada» (término que se repite) es pérdida, y el acto de comprar, «fácil sangría», derroche del espíritu; como en el soneto shakespereano, se reitera el efímero placer de entregarse a «esta nueva droga», al «gasto». Mientras la adquisición del pan era ganancia material y, a través de ella, espiritual, por ese pan que guiaba y que atendía las solicitaciones de quien consigo lo portaba; aquí el objeto, devenido valor de cambio y no de uso, es objeto de «trueque». Reiterada la idea de «mercancía» con la repetición del mismo lexema, se la ve en su faz de «seducción satánica», como el mal que se opone a la dimensión ética en tanto no deja de seducir, de alimentar la mentida posesión, e impide «el misterio cálido y vivo de las viejas materias / […] y el enigma real de la cosa cabal y desnuda» (2006, p. 43), que tan bien el pan ofrecía. Atracción engañosa, quimeras de poder arrastran con fuerza a los «sonrientes dispendiosos, desesperados abundosos, lujuriosos desechados» (valga señalar la presencia de ese pecado de consumo nuevamente comparado con la impulsión fugaz, pero perniciosa, hacia la lujuria). En contrapartida, lo que surge es irónico: en el filo de la contradicción entre el engañoso placer y el sentimiento de poder, se ve la ironía —el enunciado que afirma y a la vez conlleva su negación—, las «cosas» indiferentes, fatuas, pero atrayentes, irónicamente muestran su envés: «la indigencia de sí». La comparación con el becerro, en alusión a la adoración del becerro de oro en el relato bíblico y aquí marcado por una mayúscula, como una deidad poderosa reinante, no es sino el relato de la caída de lo que, en cambio, el objeto en su condensado secreto, en su sencilla presencia, permite esa conjunción de que hablamos entre la búsqueda esencial de la cosa a través de la palabra, que precisamente el poeta muestra como imposibilidad si la cosa es mercancía, si el sujeto sucumbe a la adoración de los ídolos.
«Shopping Center» bien puede leerse como un texto que denuncia los males del mundo administrado, la entronización de valores que enajenan al hombre al atraerlo a ese universo encantatorio «del valor violado». La peculiaridad de una crítica social como la que aquí es palpable tiene que ver, en primer lugar, con la ausencia de clisés respecto de una poesía denunciativa que opusiera lo negativo a lo positivo, los valores a los disvalores. El entramado entre placer, atracción y simultáneo rechazo, la mostración de lo atractivo, junto con aquello que lo desmiente, deconstruye la oposición; y al poner continuamente en juego la idea de valor para denunciar el reinado de la mercancía, alude a la tentación, a rendirse a esa falsa fiesta («agresividad festiva»), y también a cómo se puede sucumbir a ella, salvo que, al sopesar, al actuar en relación con los objetos, pueda verse que no comunican sino fatuos fulgores de oro como el becerro, de brillos engañosos, efímeros. Se ve entonces la diferencia de lo que ocurría con el pan, este objeto ha de mantenerse (no se come sino que se entroniza por la vinculación espiritual que con él se establece por la mirada, por el tacto, por el oído, por la atención concentrada que permite entonces la relación en la que caben no solo aquello que tiene que ver con una especie de dicha adquirida, sino con el reconocimiento del ser en sus facetas felices y dolorosas. Algo que el propio Mermet expresara en la dedicatoria manuscrita: «un poema que me hace sentir algo de la densidad inocente y religiosa con que quisiera haber vivido». La inocencia es densa, no es ingenuidad, es el clamor de un estado de disposición no prejuiciada, pero no una especie de estado adánico, definitivamente perdido; lo religioso expresa el deseo de religación que deja asomar a la vez la comprensión simbólica como lo que puede emerger en el deseo como utopía de pasado: unión plena sin falta, sin falla, sin una incompletud constitutiva que se sabe tal, pero que no deja de nombrarse como ansia suprema. La doble direccionalidad enlazada, en «Shopping Center», está mostrando la escisión, la caída y, simultáneamente, el deseo de redención en conciencia del pecado original. La compra como expresión salvífica surge también a partir de las asociaciones que se desencadenan a través de una figura cotidiana, sencilla como las que se despliega en «Heladero en la siesta» (que aparece en la Antología, en versión fragmentaria). La figura del heladero se trasmuta a la vez que conserva sus atributos diarios (su carro, su sombrilla, su fresca mercancía):
salvo su triunfal inocencia,
su ignorante desconocer Las
Indias,
el papagallo indiano verde lo que
el cabello incita,
atrabiliario Marco Polo
naufragando dichoso
en seco pueblo,
su afortunada vuelta, la
extravaganza celebrante,
el gentil helador, el frigilante
mago,
blanco sponzalizio co’l sole[3]
ritual bajo la seca,
el festivo romero y su corneta de
alabanza,
el cortesano peregrino,
el juglar que demuestra,
a terrible deshora
prueba sacra: la salvación de lo
ligero,
lo efímero y fugaz que pasa,
la eternidad que pasa,
la volviente eternidad dichosa de
todo lo que pasa (2006, pp. 49-50).
Las imágenes se suceden transfigurando a ese heladero que así establece, con «el frigilante mago, el chico sucio, el papagallo, el niño limpio y el caballo» (elementos diseminados y luego recogidos en esta estrofa), «no la venta», sino la participación. Por lo cual, la compra del helado no es una actividad mercantil, la figura del heladero evoca un pasado imaginado en que «moneda era tributo, / homenaje confuso a blanca dicha; / allá cuando moneda era sacrifical dichoso, / oferto dar primero».
Y convertir «lo dado en recibido / el precio en gracia (2006, p. 82), dicha leve «abriendo siesta, abriendo siesta, / por la desierta vida» (2006, p. 83). La combinatoria de elementos, las asociaciones entre lo tangible e inmediato: un heladero a la hora de la siesta, dan a este espacio-tiempo, el de la siesta, una connotación de brevedad y de permanencia capaz de desencadenar asociaciones donde se despliega un profuso imaginario que remite a otros sitios, seres y pasados encadenados en el todo el poema, como si la siesta, momento de suspensión, aportara sus posibilidades «por la desierta vida». Vista como desierta, la vida es susceptible de abordarse en una dimensión no celebratoria.
En estos poemas, podemos conjeturar una simultánea mirada de optimista deseo de conjunción con el mundo al paso que la conciencia de los padeceres que le son inherentes. De manera que, si, a la vez, es posible hablar de la esperanza, del deseo de completud, como se sabe perdida, también puede centrarse el poema en la reflexión sobre la finitud, en una mirada deceptiva, y así pensar en la irreductibilidad de lo que no puede sino terminar con «el final rayo». En una composición donde le habla a la amada («De tanta amada claridad, caídos» [2006, p. 131]), el poeta medita sobre la finitud para los seres, que se cierne sobre la «intensa perfección de luz, / que tantas veces contemplamos juntos» (2006, p. 132). Este poema, fechado en 1976, en el que el tono deceptivo predomina, deja, sin embargo, subrepticiamente un modo de la presencia/asuencia: «verás cómo no estamos», pero «de qué modo llegamos a ser solo el espacio, / donde todo es culminante cumplimiento» (2006, p. 132). Si en otros poemas aparecen la vida y la muerte en una ligazón capaz de ver la doble faz que las liga, este poema, a su modo elegíaco, deja, no obstante, la omnipresencia de un desenlace cuando las faenas del existir ya han acontecido.
El disconforme estado de cosas que aparece en «Shopping Center» se puede vincular a otros poemas como el de «Ciudad Capital» (fragmento en la Antología). De tono y de aseveraciones fuertes, en versos de distinta medida, pero predominantemente extensos, como lo es el poema, este acontece como la visión de una ciudad «culpable del consumo», «sede y palco de pretenciosos pobres remedando elegancias modales / y lecturas de ricos verdaderos» (2006, p. 71), «ciudad que vende suelo, subsuelo y cielo, / y todo el patrimonio de la heredad sagrada; / esta es la capital de la venta, que enajena contractual su futuro, / tras haber dilapidado su pasado» (2006, p. 74). Se trata obviamente de la visión no nostálgica ni admirada de Buenos Aires en un poema fechado en 1967, diferente, por tanto, de las composiciones que, en la tradición literaria (valga mencionar a Borges y a Raúl González Tuñón), era celebrada, aun en sus rincones, desgracias y miserias. La condena remite sobre todo a la ciudad como ámbito de las transacciones, dilapidación de virtudes y de riquezas, olvido de su historia, habitada por aprovechadores, ricos y explotados, hipócrita, maquillada, engañosa. El «Shopping Center» podría ser una sinécdoque de todo lo que se dice de esta ciudad, pero aquí el tono es más incisivo, como un doloroso insulto. Directo, podría decirse, sin esos matices que observábamos en «Shopping Center», donde se inquiría por los meandros de la fascinación por la riqueza y por las apariencias. Poema de denuncia, de sufrida constatación de la cara horrible de una modernidad que aquí solo muestra sus ruindades, su ruina.
En el poema «El dios[4] de mi país», también lo deceptivo prevalece. Se habla de un país abandonado por Dios porque «reina otro dios», «sombrío dios de nosotros nacido». El dios reinante no tiene los atributos divinos, no «es padre entre nosotros», ni siquiera para plantear la dimensión de la orfandad que remitiría a la melancolía por su ausencia, sino netamente a la soledad provocada por una ausencia. Pero está la evocación de un pasado donde:
Mi patria
sin embargo
fue una vez la madre
y por esos días hubo parentescos
y el espacio de las relaciones
giraba vivamente
como el sol en los tres patios
de una noble casa agraria.
Y el vacío entre los unos y los
otros
era real y nutricio, real y
tenso, y tañía.
Y las grandes provincias del odio
y del amor
hacían un cuerpo (2006, p. 29).
Patria madre en cuyo seno se ejercitaba la hermandad, y el dios padre y el amor podían tener lugar, y, también como su reverso, el odio, es decir, donde era posible el sentimiento, todo lo contrario a esa egoísta mediocridad reinante que se va desgranando en los versos. El clamor habla de una unidad perdida y se alza, en la última estrofa, como un llamado angustioso a un dios indiferente que no ama. Un dios, inversamente si tenemos en cuenta el relato bíblico de la Creación, aquí a imagen y semejanza del hombre, el cual quiso rebelarse y puso, en primer lugar, no la encarnación, sino el discurso, y, por tanto: «En mi tierra la carne se hizo Logos. / Y es así de injusto, triste y perverso el dios que nos olvida» (2006, p. 31).
La remisión al estado unitivo, clamando por la presencia de la madre (patria madre), lleva a la dimensión de lo semiótico (Kristeva) y, simultáneamente, en el señalamiento de la ausencia del padre, al reclamo simbólico de una ley que no desdeñe aquellas instancias en que lo corporal y sus primeras manifestaciones surgen a la par que se anhela el ordenamiento que permita la reposición fraternal en las relaciones humanas ausentes en el shopping, en la desquiciada capital y en el país todo. Poesía política por tanto, que hunde sus raíces en la misma concepción del hombre, y que Mermet fue buscando en todas sus páginas escritas. De ahí que habláramos de una búsqueda que no podía sino continuar, aun si esto no nos devela el misterio de por qué no quiso que fuera leída por otros.