Resumen: Sara Gallardo publica Eisejuaz en 1971, pero lo concibe algunos años antes, en entrevistas que, como periodista de Confirmado, le realiza in situ, durante uno de sus viajes a Salta en 1968, a un indio wichí del Chaco salteño, llamado Lisandro Vega por los cristianos y Eisejuaz por los miembros de su comunidad. En estas páginas, nos proponemos recorrer el camino humano, heroico y espiritual que realiza el Eisejuaz de la ficción gallardiana en la búsqueda del sentido de su existencia; búsqueda que nos lleva al cuestionamiento del discurso monocultural que aún persiste en la escasa crítica literaria sobre esta novela.
Palabras clave: Recepción, Monoculturalismo, Héroe, Chamanismo, Tradición.
Abstract: Eisejuaz was first published in 1971, but it originated a few years before, in the interviews that Sara Gallardo, as a journalist of Confirmado, held in situ with a wichí from Salta called Lisandro Vega by Christians and Eisejuaz by the members of his community, during one of her trips to Salta, in 1968. In these pages we aim to study the human, heroic and spiritual path that Eisejuaz, in Gallardo’s fiction, follows in order to find the meaning of his existence; a search that leads us to questioning monocultural discourse that still remains in the scarce literary criticism of this novel.
Keywords: Reception, Monoculturalism, Hero, Chamanism, Tradition.
Artículos
EISEJUAZ: EL SOLITARIO CAMINO DE UN HÉROE INCOMPRENDIDO
«No hay lugar para nosotros ni allá ni acá»
Sara Gallardo
En su obra narrativa de ficción, Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988), en lugar de bucear en las problemáticas de su entorno como en algunas de sus columnas periodísticas[1], se sumerge en los mundos más alejados posibles, como si explorar la otredad más extrema le permitiese salir de la incomodidad que le provocaba su contexto y pudiera así conocerse de manera más auténtica, probablemente sin el corsé que para ella significaba su pertenencia a la élite económica y cultural de la sociedad argentina[2].
Los protagonistas de sus novelas y narraciones breves son, en su mayoría, hombres arrojados a la intemperie del mundo rural o patagónico, y mujeres desprotegidas o marginales, todos alienados por la inclemencia de la naturaleza poderosa, que los va despojando de sus cualidades humanas hasta desgarrarlos del mundo «civilizado».
La cuarta novela de Gallardo, Eisejuaz (1971), cierra el ciclo rural que componen sus tres primeras (Enero, Pantalones azules, Los galgos, los galgos) y abre la ficción al espacio de la intemperie en versiones más extremas que el campo: la selva, el monte, la estepa, el desierto, es decir, el norte y el sur más vírgenes de nuestro territorio (Eisejuaz, El país del humo, La rosa en el viento). Asimismo, esta es su novela más extraña en varios sentidos: la voz narradora es la de un indio en primera persona (que muchas veces habla de sí mismo en tercera persona), y resulta difícil de interpretar, puesto que Gallardo inventa un lenguaje para esa voz, que no solo es inigualable en cuanto a su sintaxis y su lirismo, sino también en la profundidad psicológica que llega a construir. Es conocida la carta que le envió el 1 de diciembre de 1971 su amigo Mujica Láinez tras la lectura de Eisejuaz: «¡Qué libro extraño y bello has logrado!» (Vinelli, 2000, p. 7)[3]. En cuanto al plano de las ideas, esta obra nos coloca en los bordes excéntricos de conceptos aparentemente irreconciliables como utopía y distopía, libertad y fatalidad, identidad y legado, misticismo y superstición, humanidad y alienación. Creemos que la extrañeza de toda la narrativa de Gallardo y, sobre todo, de esta novela, ubicó su producción en los márgenes de los cánones literarios y estéticos de su época —a pesar de ser muy leída y respetada como escritora y periodista en el medio— y también de los tiempos que siguieron a su muerte temprana por asma.
Eisejuaz se publica por primera vez en 1971, pero se origina algunos años antes, en entrevistas que la periodista de Confirmado le realizó in situ a un indio wichí del Chaco salteño llamado Lisandro Vega por los cristianos y Eisejuaz (‘Este También’, en wichí) por los miembros de su comunidad, durante un viaje a Salta en 1967. Estas entrevistas no llegaron a publicarse en el semanario, sino otras, a otros personajes de Salta («Reportajes antisensacionales i», iii, [121], 12 de octubre de 1967, pp. 42-43 y «Reportajes antisensacionales ii», iii, [122], 19 de octubre de 1967, pp. 38-39). En ellas, Sara confiesa haber guardado el material, demasiado rico para la corta extensión de una columna, para componer un texto de ficción. No obstante, meses después publica un breve retrato: «La Historia de Lisandro Vega» (iv, [158], 27 de junio de 1968, pp. 32), embrión textual de su futura obra[4], «una de las novelas más extrañas y, al mismo tiempo, convincentes» (Grasso, 1990, p. 184).
En estas páginas, nos proponemos estudiar el camino humano, heroico y espiritual que recorre Eisejuaz en la intensa búsqueda de sentido de su existencia; búsqueda que nos lleva al cuestionamiento del discurso monocultural que aún persiste en la mayor parte de la escasa crítica literaria existente sobre esta novela.
El personaje de la novela adquirió forma en cuanto Eisejuaz dejó de ser ese indio individual y particular que Sara Gallardo conoció en el norte argentino y se transformó en una alegoría del hombre originario de la América profunda, conectado con la naturaleza, con la magia y con el legado de sus ancestros y con las necesidades de su comunidad, que se aliena en la lengua, la religión y la forma de vida impuestas por el hombre blanco durante su educación en la misión de los «gringos», y luego se separa de ambas tradiciones para buscar el camino propio.
Según explica el etnógrafo César Ceriani Cernadas, la presencia de las misiones protestantes fue contundente en el NOA y es aún notoria:
En este contexto las misiones protestantes iniciaron su accionar durante la primera década del siglo xx. A la vanguardia estuvieron los anglicanos de la South American Missionary Society, que ampliando la obra iniciada en el Chaco paraguayo hacia 1889 comenzaron en 1910 su entrenamiento entre las parentelas toba y wichí que concurrían al ingenio La Esperanza, merced al oportuno hospedaje de la compatriota Compañía Limitada Leach Hermanos (Jujuy). Entusiasmados por la posibilidad de internarse en el territorio chaqueño, ese «corazón de las tinieblas» sudamericano según su perspectiva, organizaron desde 1914 hasta 1944 una red de emplazamientos misioneros en el Chaco Occidental y Central (Torres Fernández, 2006; Gordillo, 2010). Hacia 1920, el panorama se amplió con los emprendimientos de los Hermanos Libres en Jujuy (entre grupos guaraníes particularmente) y la Misión Escandinava, de orientación pentescostal, en Salta… (Ceriani Cernadas, 2014b, p. 16).
Esta última misión es a la que pertenecen tanto el Eisejuaz de carne y hueso como el de la ficción por un largo período, después de que su familia y su comunidad wichí de origen migraran desde el Pilcomayo hasta Embarcación «por causa del Evangelio», como explica el propio Lisandro Vega, siguiendo a los misioneros que los iban a buscar al monte para llevarlos con ellos (Gallardo, «La Historia de Lisandro Vega», p. 276). Cuenta que allí se casó con una joven toba de la región y fue elegido líder, tanto por los misioneros como por los indios, en el rol de capataz y luego cacique de la Misión La Loma.
La relación de las comunidades originarias con los misioneros fue siempre compleja y su desarrollo estuvo atravesado por contradicciones.
Entre la violencia de la ocupación territorial por parte del ejército nacional y los contingentes colonizadores criollos o extranjeros, y las cíclicas migraciones estacionales a los ingenios azucareros de Salta y Jujuy, las misiones y misioneros extranjeros establecieron relaciones ambiguas con los contingentes indígenas, cruzadas por la contención y el control social, la confianza y la sospecha (Ceriani Cernadas, 2014b, p. 17).
El mismo antropólogo y etnógrafo, Ceriani Cernadas, realizó un trabajo de campo en la comunidad wichí del Chaco salteño y conoció a Lisandro Vega en persona en mayo de 2011, cuando este tenía 79 años. Allí mismo se enteró de la existencia de la novela de Gallardo inspirada en la vida del indio.
A partir del encuentro y de las entrevistas con Vega, pudo corroborar sus lecturas antropológicas previas acerca de la ambigüedad de la relación de las comunidades originarias con los misioneros. Y tras leer la novela de Gallardo, descubrió la fidelidad con que la escritora había logrado retratar esa complejidad.
La misma estuvo signada por el acercamiento y alejamiento cíclico, la solicitud y la oposición abierta, en los límites de un ejercicio del liderazgo que ha aceptado y desafiado por igual el rol de estos misioneros en su vida, en la de su familia y en parte de su gente, los wichí del Pilcomayo superior migrados a Embarcación. En la novela de Gallardo se trasluce el costado crítico de esta relación, entre expulsiones, acusaciones y maldiciones recíprocas. Ante la interlocución con los antropólogos, hoy en día las memorias de Lisandro sobre (ciertos) misioneros noruegos expresan, sobre todo, un fuerte resentimiento. Esta percepción es común en muchos creyentes indígenas del Chaco argentino que vivieron durante las décadas centrales de las experiencias misioneras protestantes (1920- 1950), desgarrados[5] —según escribí en un artículo reciente— entre la confianza y la sospecha ante estos predicadores extranjeros cuya incidencia en sus vidas nadie duda… (Ceriani Cernadas, 2014a, p. 26).
Tanto los enclaves de las misiones como las comunidades aborígenes se convirtieron en formas de sociedades aisladas y anacrónicas en relación con la vida moderna que se desarrollaba en las provincias ya promediando el siglo xx. En la novela, la voz de los anuncios del cine, el ruido de los aviones, el autobús, el hotel son elementos y espacios que muestran, de manera intradiegética, la modernización del entorno, al que Lisandro Vega (personaje) parece no pertenecer. Los suyos le reclaman que siga ejerciendo el liderazgo de su comunidad dentro de la misión, pero Eisejuaz ahora no se siente identificado con ese rol, con esa tarea, y se aísla en el monte para esperar a que se manifiesten el Señor o alguno de sus mensajeros y le muestren cómo debe continuar su camino de entrega. Esa espera se extiende mucho más de lo deseable, y en ella se quiebran los últimos lazos que mantenían al indio unido a su comunidad. A partir del encuentro con Paqui —a quien interpreta como el «mandado por el Señor», que él debe cuidar y proteger»—, el indio recorrerá un camino de elevación espiritual.
El núcleo de la obra es la relación de su personaje central con su dios. Lisandro o Eisejuaz habita en un mundo sagrado, y para él lo más importante en su vida es su vínculo con la divinidad. El filósofo Rodolfo Kusch había señalado que el habitante original de América vivía aún rodeado del sentido de lo sagrado, y esta relación con los dioses condicionaba su mundo, lo hacía habitable, determinaba su relación con la tierra, con el suelo, y le daba su identidad ontológica, que caracterizaba como una forma del «estar», más que del «ser», que definía al europeo (Geocultura del hombre americano, O. C. iii: 231-239). En el mundo de la selva el indígena mataco habita en ese «estar», asociado a la tierra, a las divinidades telúricas. Habla su propia lengua: el castellano es una segunda lengua para él, que solo utiliza con los que no son miembros de su comunidad. Puesto que el que cuenta es un indio mataco, su narración contiene la cosmovisión de ese universo indígena, tal como lo imagina su autora (Pérez, 2006, p. 248).
De nuestras lecturas de La utopía de América (1992), de Beatriz Fernández Herrero, recogemos la idea de que las reducciones jesuíticas y las misiones en general colaboraron con la construcción simbólica de una América utópica —como, por ejemplo, la idea de una República Guaraní— en la que fuera posible un verdadero sincretismo cultural y religioso. No obstante, cuando estas ideas se llevaron a cabo, no fueron comprendidas ni acompañadas por la metrópoli. Los indios que habían logrado adaptarse a esta nueva forma de vida quedaron atrapados a mitad de camino entre ambas culturas, una vez que los jesuitas fueron expulsados y las misiones no pudieron asentarse en ningún lado, hasta llegar a convertirse en utopías completas, es decir, en no lugares, pero a partir de un vaciamiento. Los seres transformados por estas comunidades sincréticas quedaron, en consecuencia, sin un lugar de pertenencia, sin un espacio geográfico ni social donde poder ejercer su nueva identidad.
Sin embargo, las misiones noruegas protestantes asentadas en Salta sobrevivieron a estos vaivenes y, más allá de sus diversos emplazamientos por razones sanitarias o por tensiones político-territoriales con los gobiernos locales, gozaron de estabilidad y de presencia gracias a la alta aceptación de sus líderes y a su habilidad para captar la colaboración en la tarea evangelizadora de los propios chamanes y de sus hijos directos. Tal es el caso de Eisejuaz, hijo de un chamán wichí, destinado a grandes obras según las premoniciones de su madre; no obstante, es él quien decide no ejercer su rol de chamán y también quien elige no continuar siendo parte de la tarea de transformación de su comunidad que realiza la misión noruega, donde tenía un papel de líder funcional a los procesos de evangelización y de «civilización» llevados a cabo por los misioneros. En crisis a partir de la tensión entre la tradición ancestral y las «nuevas» dimensiones de lo sagrado cristiano incorporadas en la misión, decide iniciar un camino propio, solitario, que, de tan sincrético y personal, es incomprensible para los otros, propios o ajenos.
La escasa crítica sobre esta obra, que ha vuelto a leerse gracias a la valiosa tarea de rescate de escritores y de críticos como Piglia, Rey Beckford, Brizuela, Vinelli, Kohan y Docampo, también se encuentra, fugaz, en los prólogos y en las reseñas a sus reediciones, y tiene dos marcadas tendencias generales: Eisejuaz es un psicótico o un místico/santo. Es decir, en general, las lecturas se basan en los parámetros de la cultura europeo-occidental: por un lado, el paradigma cientificista marca la conducta desviada de la norma en términos psiquiátricos; por otro, el paradigma religioso cristiano lo hace en función de los paralelismos con la literatura mística y las hagiografías, que, además, eran materia de lectura de Sara Gallardo.
Leopoldo Brizuela, compilador y prologuista del volumen Narrativa breve completa, de Sara Gallardo (2004), declara en una reseña para Página 12, a propósito de la reedición de los cuentos de El país del humo por Alción Editora en 2004, que Eisejuaz es «[u]n alucinado monólogo de un mataco psicótico en busca de su propia santidad» (https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-881-2004-01-04.html).
Elena Vinelli, en su «Prólogo» a la novela Eisejuaz, reeditada por primera vez en 2000, expresa:
… el sentido no se cierra en la novela: así como Henry James en Otra vuelta de tuerca creó una subjetividad femenina de la que resulta indecidible decir si ve fantasmas porque los hay o porque los crea desde su conciencia psicótica. […]. Así, Sara Gallardo crea una subjetividad masculina de la que decidir si es mística o psicótica (oye las voces del Señor y de sus mensajeros o terceriza sus múltiples voces subjetivas) implica más al lector (a su ideología, supuestos y marcas culturales) que al personaje mismo y a la autora (2000, pp. 6-7).
Mariana Docampo, en «La experiencia Eisejuaz», ensayo editado por Bertúa y por De Leone dentro del volumen Escrito en el viento: Lecturas sobre Sara Gallardo, en 2013, expresa que «Eisejuaz no solo es hombre e indio, sino que además está loco, delira…» (Bertúa y De Leone, 2013, p. 152).
Como venimos demostrando, las interpretaciones se suelen bifurcar en función de esta disyuntiva. Sin embargo, la mayoría de los críticos de la novela se inclinan por el misticismo y el camino de santidad. De todos modos, hay diversos elementos contradictorios para los seguidores de esta línea interpretativa. Así lo manifiesta Ricardo Rey Beckford en su «Estudio Preliminar» a Páginas de Sara Gallardo seleccionadas por la autora, ya en 1987:
La vida de Eisejuaz cumple un itinerario conocido por la leyenda y por los libros sagrados. Es sometido a trabajos y tentaciones y, tal como quiere la tradición, a la experiencia del desierto. Hay un solo aspecto en el que su historia parece apartarse de los relatos habituales. Eisejuaz no predica. Su santidad es, en apariencia, un caso privado. Esta circunstancia vuelve más desconcertante su conducta y agrava el malentendido que lo separa del mundo (1987, p. 21).
A su vez, Norma Beatriz Grasso habla de «prácticas religiosas eclécticas» y de la «compleja vida espiritual de Eisejuaz, que está más cerca de la de un verdadero místico o un chamán que de las doctrinas rígidas del misionero y su actitud poco cristiana» (1990, p. 181), intentando asimilar las prácticas «animistas» a las del tradicional camino de santidad.
El propio Mujica Láinez, en la carta que mencionamos antes, se refiere a Eisejuaz como «un héroe mitad ángel y mitad monstruo» (Vinelli, 2000, p. 8). Así, anticipa las dos formas en que se suele categorizar y simplificar a este mestizo cultural: una que se puede asimilar, la de la religión cristiana, la del santo (ángel); la otra, la del indígena, que resulta aberrantemente inclasificable e incomprensible (monstruo). No obstante, ambas surgen de la misma perspectiva monocultural.
El domingo 10 de marzo de 2013, sale publicada en Radar, suplemento del diario Página 12, una reproducción del prólogo de Martín Kohan a la edición de Eisejuaz de ese año por El cuenco de plata, titulada «Un héroe mitad ángel y mitad monstruo», porque Kohan cita estas palabras de la carta en cuestión y luego reflexiona:
Así queda escindido Eisejuaz, según se lo considere desde su propia perspectiva o desde una perspectiva exterior, según se decida admitir sus creencias o tomar distancia de ellas: será un salvador o un torturador, un santo o un traidor, un místico o un psicótico, un ángel o un monstruo, según se piense o no que es verdad eso que él cree, según se piense o no que lo cree de verdad (https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4970-2013-03-10.html).
No obstante, según venimos explicando, las disyuntivas plantadas por Kohan, recogidas a su vez de la crítica aquí mencionada, presentan siempre pares de opciones que son ambas vistas desde los parámetros culturales del blanco, sin ningún tipo de aproximación a la cultura original del indio wichí hijo de un chamán. Los categorías religiosas de «místico», «santo» o «ángel» son fundamentalmente cristianas y, por lo tanto, se adecuan solamente a una parte de su mestizaje cultural, la de su evangelización dentro de la misión noruega, y no alcanzan para dar cuenta de la otra, esa que, al estar fuera de lo comprensible en los términos culturales propios de la crítica, transporta al protagonista directamente al terreno de lo psicótico o lo monstruoso.
Una interpretación más reciente del distanciamiento que el camino de Eisejuaz presenta con relación a las vidas de santos cristianos tradicionales es que el género hagiográfico es parodiado por Gallardo en la novela, y que el recurso del grotesco es el que predomina en dicho proceso. Es la hipótesis que Margoth Cuevas Aros desarrolla en su tesis doctoral Eisejuaz de Sara Gallardo: un camino de santidad desbordado por el grotesco y una hagiografía discutida por la inversión paródica, defendida en 2014, en la Universidad del Salvador[6], y en un ensayo previo, Eisejuaz, un santo grotesco, de 2009, que es un embrión de la primera. Al leer las argumentaciones, observamos que lo que Cuevas Aros interpreta en clave del grotesco es aquello que denomina monstruoso, que entiende como producto del cruce de lo alto y de lo bajo, de lo sublime con lo escatológico, pero que, en rigor, le resulta incomprensible porque pertenece a lo Otro, a lo que no es aprehensible desde los parámetros culturales propios. Cuando Gallardo narra las experiencias de la carne o del cuerpo en conjunción con las del espíritu, no busca la parodia, no degrada lo sublime; por el contrario, interpreta, formidablemente, una forma de religiosidad que vive lo sagrado en la naturaleza y en lo corpóreo, puesto que lo sagrado se manifiesta a través de sus criaturas en los actos mínimos de la vida cotidiana.
Otra cuestión a considerar es que, para estos pueblos originarios, el mundo mágico es tan real como el mundo evidente. Sintetizan imágenes visuales o auditivas con relatos míticos escuchados en la infancia o con experiencias que les han sido transmitidas y las asimilan como si las hubieran vivido. «Pero la seriedad y veracidad de sus afirmaciones radican en la seguridad que le dan la complejidad de una imagen eidética elaborada en su interior con toda honestidad, sin la intención de engañar a sus semejantes» (Arancibia, 1973, p. 23).
En efecto, existe un camino, hay tentaciones y pruebas, hay una búsqueda y una eventual elevación espiritual hacia lo sagrado. En este transcurrir, el mandato sacrificial tradicionalmente cristiano se comunica a través de los enviados del señor, propios de la religión wichí, que son elementos de la naturaleza: los peces, el agua, los animales, los bichos. Y los sueños. A veces son sueños que vienen por sí solos; otras veces, son visiones facilitadas por el cebil, semilla que se muele y se fuma, para atravesar el mundo de la percepción hacia el de la magia que nos rodea, imperceptible.
En semejanza a otros pueblos indígenas chaqueños y americanos, este se enmarca en el denominado simbolismo cosmológico del Dueño de las Especies, entidades que habitan los espacios numinosos del monte, las aguas y el cielo, a las cuales el chamán se dirige con extrema deferencia, para así lograr la ayuda y compasión necesaria para llevar a cabo sus tareas de sanación y consejo. Estas tareas están siempre mediadas por sueños, cantos y diálogos entre el chamán y los espíritus auxiliares. En el relato de Gallardo, estas entidades son denominadas «ángeles mensajeros del Señor» que visitan frecuentemente a Eisejuaz cuando ellos lo disponen. De esta manera, la agencia de estas entidades es recibida por los sujetos, de la misma manera en que los sueños son enviados más allá de la elección personal. En ciertas ocasiones, los chamanes deben recurrir a la visionaria semilla del cebil, para así encontrar con mayor claridad el acceso al canto sagrado y establecer el dialogo con los espíritus de poder. En uno de los momentos centrales de la novela, Vega necesita de manera urgente la iluminación necesaria para entender y actuar conforme a su misión divina. Y entonces decide visitar a Vicente Aparicio, personaje claramente inspirado en el señalado Santos Aparicio, y va en su búsqueda hacia la ciudad de Orán. «Busqué al hombre conocedor, amigo de mi padre, que vive en Orán. Busqué a Ayó, Vicente Aparicio. Fui a donde trabaja, en la YPF» (Gallardo, 2000, p. 47). Cuando lo encuentra intercambian palabras en el idioma chamánico, «A donde se han ido todos esos que recibiste» —le pregunta Aparicio, «¿A dónde? No sé» —responde Eisejuaz; y entonces se disponen a esperar la noche y fumar un cigarrillo de semillas molidas de cebil para recibir a los mensajeros (Ceriani Cernadas, 2014a, pp. 26-27).
Los «tramos» de este trayecto no se dan de manera cronológica en la novela. En el comienzo, se nos muestra el «encuentro» entre el indio y Paqui, a los treinta y cinco años del protagonista; pero, por medio de una analepsis, conocemos el primer tramo (desde su nacimiento hasta los catorce años) y el segundo (desde los quince, en que contrae matrimonio, hasta los veintidós, cuando regresa del servicio militar en Tartagal). A los dieciséis años, se produce la gran epifanía que trasforma su vida: el Señor se le manifiesta, mientras está lavando copas en la cocina donde trabaja, y le habla de su destino. El primer capítulo se titula «El encuentro» porque el acontecimiento que lo origina es el hallazgo de Paqui moribundo en el barro. Eisejuaz le pide señales al Señor para saber con certeza si Paqui es el elegido para ser destinatario de su obra de salvación, pero esas señales no llegan a ser nunca lo suficientemente claras y el indio debe suplirlas con una abnegación absoluta.
El capítulo segundo se titula «Los trabajos». En él se vuelve al cuarto tramo, el iniciado con el encuentro, en el que los mensajeros de Dios se mantienen en silencio y generan mayor incertidumbre respecto de la «verdad» revelada durante la epifanía. El capítulo tercero, «La peregrinación», va hacia atrás en el tiempo para narrar un tramo anterior, en el que es expulsado de la misión donde es capataz y líder de su comunidad, y todavía una etapa más antigua, en la que su esposa muere debido a la vida marginal que llevan, a pesar de que él tiene trabajo en el aserradero. Los siguientes capítulos son más ordenados, aunque también presentan interpolaciones que aluden a las etapas anteriores en breves analepsis que explican situaciones presentes y nos ayudan a comprender el fluir de recuerdos asociados en la mente de Eisejuaz. Los títulos que siguen van marcando los tramos del camino de superación que recorre el indio, con sus puntos altos y bajos: «Agua que Corre», «Paqui», «Las tentaciones», «El desierto», «La vuelta» y «Las coronas».
La ida al «desierto» le permite un replegarse sobre sí mismo para evitar la alienación que el entorno modernizado y corrupto le provoca. En este sentido, observamos que se produce en él una asimilación del mundo animal, y natural en general, que lo vuelve a su esencia de hombre en armonía con la naturaleza, pero que, en el exceso de ese repliegue, se aleja de su humanidad, al llegar a los extremos de la inanición y del desprendimiento de lo material, que muestran el abandono de todo, incluso del más básico sentido de supervivencia. Esta vuelta de tuerca respecto de su alejamiento del mundo «civilizado» es la manera que Sara Gallardo ha encontrado para decirnos que el proceso de individuación de Eisejuaz es irreversible: no hay un lugar para él en el mundo modernizado que lo rodea, pero tampoco en el mundo de sus ancestros porque prácticamente ha desaparecido.
A su vez, Paqui, el antagonista en este camino que transita Eisejuaz, se va revelando como un hombre aberrante, despreciado por los propios blancos por ser cruel e inescrupuloso. Su condición de hombre tullido físicamente parece corresponderse a su deformidad moral y espiritual. En un comienzo, no puede comprender por qué el indio se afana por asistirlo. Lo desprecia, lo insulta hasta humillarlo, no quiere sus atenciones. Cree que el mataco es un psicótico a causa de la fijación que manifiesta por su persona. Y lo rechaza a pesar de que Eisejuaz le salva literalmente la vida. No obstante, el indio llega a abandonar a Paqui cuando descubre su bajeza moral in fraganti y se ofusca con el Señor porque le ha puesto semejante monstruo como prueba en su camino de entrega. Las idas y vueltas son varias en ese vínculo alienante. Durante una de las separaciones, Paqui ha recobrado parcialmente su motilidad y monta un espectáculo siniestro en el que se hace pasar por manosanta para estafar a los transeúntes; pero para lograr verosimilitud (con gran éxito) en su representación, remeda los lenguajes verbal y corporal de Eisejuaz. El indio se ofusca todavía más al ver que sus bondades son utilizadas para hacer daño y robar; su desorientación frente al contraste entre la realidad que observa y su forma de comprender la justicia divina y el orden de las cosas terrenales lo descentra aún más respecto de su misión espiritual. Hacia el final, en un giro inesperado y superador, propio del mito o de la parábola, será Paqui quien termine por buscar la ayuda de Eisejuaz, completamente arruinado y abatido, en la desgarradora soledad del monte.
La escritora e investigadora María Rosa Lojo, estudiosa de las tradicionales dicotomías de la cultura argentina, tanto desde la ficción como desde la crítica[7], ha observado la importante presencia de la cultura del Otro en la construcción del personaje y de la historia de Eisejuaz, y ha comprendido que es un elemento inescindible para una lectura cabal de esta obra gallardiana. No se trata simplemente de identificar una presencia otra en un cierto eclecticismo, sino de reconocer la cultura del Otro sin el tamiz de la cultura propia, que la distorsione o «traduzca» al lenguaje conocido.
Lojo denuncia, a través de su propia lectura de textos antropológicos[8], que la evangelización también fue, entre muchas otras cuestiones, un proceso de desacreditación del Otro, puesto que lo no cristiano era considerado pagano y hereje y, por lo tanto, se invalidaba como práctica de lo sagrado.
Tal es el marco en que puede entenderse la experiencia de Eisejuaz, hijo de un chamán, que deja de ser tal al aceptar el bautismo. Él mismo posee dotes excepcionales para la comunicación con lo sagrado, que lo llevan a cierta visión profética y también a ejercer la curación. Aunque se ha hablado de Eisejuaz como un psicótico o, en todo caso, de una interpretación ambigua que la escritura de Gallardo alienta o permite (Vinelli, 2000), si se encuadra su vivencia en la psicología transcultural, lo que tenemos no es enfermedad mental, sino, en todo caso, como apunta Fernando Pagés Larraya, «comportamientos exóticos para la cultura occidental» (1982, pp. 47-48): «Uno de los equívocos más comunes es la consideración del chamán como un enfermo mental, siendo que el chamanismo constituye una institución religiosa de las culturas etnográficas que nada tiene que ver con la locura».
El trágico problema de Eisejuaz es que se queda en el intersticio de sus dos mundos: paria de ambos, incomprendido y rechazado. Es justamente el antropólogo ya citado quien llega a esta misma lectura de la novela de Gallardo:
El mundo «subjetivo» de Eisejuaz no es ni «místico» ni «psicótico», es una cantera de símbolos asociados al poder chamánico y político (ciertamente emparentados), como también a la memoria y al destino individual y colectivo de su gente. Sostengo que la estructura chamánica es medular en la obra, y tal vez por esto todavía les cuesta entenderla a las hijas e hijos de la Ilustración que fueron a su búsqueda. En definitiva, propongo una lectura de los símbolos vivos que anidaron en la vida de este soñador wichí soñado por una cosmopolita escritora porteña (Ceriani Cernadas, 2014a, p. 24).
Asimismo, encontramos en el lenguaje de Eisejuaz el efecto de extrañamiento propio del mestizaje cultural de un indio wichí evangelizado, que tampoco fue identificado como tal en un primer momento. En general, la crítica se ha referido al lenguaje que Sara Gallardo pone en boca del personaje de la novela como un artificio, un lenguaje inventado. Mujica Láinez mismo escribe en la carta citada: «el idioma con el cual Eisejuaz narra su historia terrible y absurda, una lengua que implica una verdadera creación…» (Vinelli, 2000, p. 8). Y, sin embargo, ese lenguaje ya aparece en «La Historia de Lisandro Vega», el breve texto publicado en Confirmado el 27 de junio de 1968, en el que Gallardo transcribe parlamentos del Eisejuaz histórico en sus diálogos durante su viaje a Salta. En ellos, encontramos ya los rasgos más característicos del lenguaje que se usará en la novela para darle una voz al protagonista: las repeticiones con cadencia interna, la adjetivación simple y pueril, la doble negación, el hipérbaton constante, el uso reiterativo de los nombres y los pronombres sin dar lugar a la elipsis; por último, la presencia de marcas temporales subjetivas, es decir, la falta de indicaciones concretas, lo que dificulta la comprensión y el ordenamiento cronológicos de los acontecimientos en los parámetros culturales del blanco.
Más allá del artificio indiscutible propio de la literatura, en especial de la ficción, y de la escritura en general, señalamos aquí que, desde el primer contacto con el Eisejuaz histórico, Sara Gallardo tuvo la voluntad de reconocer su voz y su lengua originarias intervenidas por el español y otorgarles una entidad textual. La escritora no busca traducir el idioma del indio al propio, que comparte con los lectores. Ella intenta y logra pasar a la escritura el idioma mestizo que habla un indio wichí transculturado, aunque los lectores puedan no comprenderlo del todo.
En el prólogo de Martín Kohan a la edición de El cuenco de plata que ya citamos, el crítico busca explicar la aparentemente irresoluble tensión que ofrece la novela entre las dos posibles lecturas que la crítica sostiene —la historia de un santo o la de un monstruo— al calificarla como inclasificable:
Lo que proporciona Eisejuaz es un estado de vacilación perdurable, que no podrá —ni querrá— resolverse […] Hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida (https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4970-2013-03-10.html).
No obstante, según venimos explicando, las disyuntivas plantadas por Kohan, recogidas a su vez de la crítica aquí mencionada, presentan siempre pares de opciones que son ambas vistas desde los parámetros culturales del blanco, sin ningún tipo de aproximación a la cultura original del indio wichí hijo de un chamán. Los categorías religiosas de «místico», «santo» o «ángel» son fundamentalmente cristianas y, por lo tanto, se adecuan solamente a una parte de su mestizaje cultural, la de su evangelización dentro de la misión noruega, y no alcanzan para dar cuenta de la otra, esa que, al estar fuera de lo comprensible en los términos culturales propios de la crítica, transporta al protagonista directamente al terreno de lo psicótico o lo monstruoso.
En la lectura y el estudio de esta novela, la idea de crisis se nos impone como la realidad cotidiana de hombres escindidos entre dos espacios, dos religiones, dos lenguas, dos leyes, dos mundos posibles o imposibles por utópicos.
La vida de Lisandro expresa una disputa entre estas voluntades, admirablemente traducida en la obra de Gallardo a partir del conflicto interno de su protagonista, reclamado por el mandato social de un líder que debe practicar la «buena voluntad» y por el llamado a cumplir con el difícil destino que implica «entregar sus manos» al Señor. De este modo, el llamado que estructura la novela —ya tal vez la vida— de Lisandro se expresa en el idioma del chamanismo wichí (Ceriani Cernadas, 2014a, p. 26).
Encontramos distintos recursos que manifiestan esta pugna interior en el protagonista: el extrañamiento en el lenguaje del indio wichí transculturado; la narración polifónica a partir de la multiplicación identitaria del protagonista y de su interpretación permanente de las voces de sus interlocutores, concretos o espirituales; el sincretismo simbólico-religioso-cultural que se evidencia en su camino; la desarticulación espacio-temporal del relato, puesto que, en lugar de narrar las etapas del proceso de elevación espiritual en orden, se fragmenta espacialmente y se desalinea en función de lo temporal, porque se quiebra cronológicamente para interpolar momentos de la prehistoria del protagonista y para contrastar más drásticamente los momentos de elevación espiritual y las grandes caídas morales.
En definitiva, el indio Lisandro Vega, Eisejuaz, también recorre el camino de un héroe trágico, puesto que, tras haber nacido como hijo de un chamán y haber llegado a ser capataz en la misión, la fatalidad lo ubica en el lugar del paria, rechazado tanto por los blancos como por los wichí, su propia comunidad, incomprendido por ambas partes, que se adaptan, maleables a los cambios de la modernidad, materialista y utilitaria, y lo señalan bajo el mote de inadaptado, rebelde o loco. De esta manera, nuestro protagonista pasa de la marginalidad a la invisibilización, atrapado en el fugaz intersticio entre dos mundos que colisionan para fundirse en uno solo.
Capta la atención una frase que se repite dos veces a lo largo de la novela, oportunamente, como un alegato: «Un animal solitario termina devorándose a sí mismo». Sara Gallardo parece querer decirnos que quizás la clave para preservarse humano sea encontrar ese grupo de pertenencia, una sociedad, pero sobre todo una familia en la que se pueda tener un rol, una misión, y hallar un sentido, una identidad. Así podría haber sido en la familia que Eisejuaz logra por fin juntar de las cenizas al final de la narración: la niña que salvó de la muerte, ya convertida en su mujer, y el niño abandonado, adoptado por ambos. Sin embargo, Paqui irrumpe en la narración hacia el desenlace para precipitarlo. Regresa con Eisejuaz para ser salvado nuevamente por él, pero el padre de la niña-mujer con la que este vive ha enviado alimento envenenado a modo de venganza. En consecuencia, Paqui y su salvador morirán por la mano inocente de la mujer que los alimenta. El indio, que comprende su destino, pide ser enterrado junto a Paqui, en el mismo foso. De esta manera, elije fundirse con él, el Uno con el Otro, en el Todo de la naturaleza.
El camino de Eisejuaz es individual, pero universal; físico y espiritual. Su búsqueda no es aquella de la identidad propia, sino de la trascendencia. Sintetiza dos culturas, dos religiones, y las trasciende gracias a la comunicación con un único Dios, que se manifiesta en todo.
La misión de Eisejuaz se cumple porque logra transformar a Paqui y alcanzar la trascendencia. Nada de ello le presenta placeres terrenales ni garantías en esta vida. Todo lo contrario: la muerte certera se apresura a hacer su tarea. Solo en la afirmación de esa trascendencia, Lisandro Vega, Eisejuaz, «Este También», «Agua que corre», «El comprado por el Señor» es, finalmente, uno.