Dossier La historiografía de la independencia
Pensamiento político e independencia. Un cuarto de siglo celebrando un rumbo
Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 62, 2016
Recepción: 19 Mayo 2016
Aprobación: 07 Julio 2016
Resumen: El texto ofrece un panorama de la producción historiográfica del último cuarto de siglo centrado en la renovación producida en la historia de las independencias hispanoamericanas a partir de la emergencia de un cuestionario que se desplegó a lo largo de todo el período. Ese cuestionario se nutrió de una reflexión más general que se comenta y que lo alimentó con un conjunto de inquietudes en las que la historia política y el pensamiento político son difícilmente distinguibles: el surgimiento de las naciones, el federalismo, el análisis de los procesos electorales, la discusión sobre la soberanía, los espacios de sociabilidad, entre otros. El texto examina, además, las derivaciones que dieron lugar a una consideración del vínculo entre liberalismo y republicanismo, la renovación de una perspectiva constitucionalista y la irrupción de los intentos de expandir la reflexión con ánimo comparativo tanto en términos cronológicos como espaciales.
Palabras clave: historiografía, Independencia, Hispanoamérica, Revolución.
Abstract: The text provides an overview of the historiographical production of the last quarter century, focusing on the renewal of the history of Hispanic American independence in line with the emergence of a new set of questions unfolded throughout the period. This questionnaire drew on a more general reflection –that is discussed here– and that [fueled] it with a set of queries in which political history and political thought appeared hardly distinguishable: the rise of nations, federalism, the analysis of electoral processes, the debate on sovereignty, spaces of sociability, among others. The text also examines the repercussions that led to a reassessment of the link between liberalism and republicanism, to the renewal of a constitutional perspective and to the emergence of attempts to broaden the analysis with a comparative approach, both in chronological and spatial terms.
Keywords: Historiography , Independence, Latin America, Revolution.
En 1988 se reunió el Comité Argentino de Ciencias Históricas para realizar una evaluación de la producción historiográfica de los treinta años anteriores. Aún un rápido paneo basta para concluir cuánto ha cambiado la producción histórica entre esa fecha y la actualidad. Abandonando la tentación de emprender ese recorrido, querría concentrarme en el panel consagrado a la “Historiografía de la historia de las ideas y de las ciencias”. Seis contribuciones prometen ofrecer una descripción de un abanico de preocupaciones cuya vinculación no se deja adivinar con facilidad. Así, caen en catarata la situación del “narrar histórico de la ciencia argentina” seguido por la “crítica de la historia de las ideas económicas”, “la historia de la ciencia: síntoma de la historiografía argentina”, el “Panorama filosóficos globales”, “la historiografía médica” y, finalmente, a cargo de Arturo André Roig, las “Tres décadas de historia de las ideas: recuento y balance”[2].
La imagen que de allí resulta es variada. Por un lado, Roig se esfuerza por dar cuenta de una producción muy vasta dando lugar a autores y libros previos al período considerado así como a jóvenes que se habían iniciado hacía pocos años. Esta disparidad generacional se acompañaba, también, con una dificultad de clasificación. De hecho, Roig parece haber renunciado a ningún orden. No obstante, encuentra lugar para algunas menciones: por un lado, la rareza de adjudicarle relevancia a la Teoría de la Dependencia o a la menos rara referencia a impulsar una discusión acerca del status de la “historia de las ideas”, recordando los “imprecisos contornos” de los que habría hablado J.L. Romero o del eco del que se habría hecho Terán llamando a la historia de las ideas “un género conflictivo” o, finalmente, el llamado “urgente” para que los historiadores incorporaran una dimensión filosófica a su trabajo y para que los filósofos hicieran lo propio con la sustancia histórica. Más allá de estas cuestiones, llama la atención que no se puedan encontrar temas comunes, ni identificar programas de investigación comunes o universidades o instituciones que albergaran esfuerzos compartidos.
La imagen que la disciplina ofreció décadas más tarde fue, desde un sinnúmero de puntos de vista, muy distinto. Probablemente, ello se deba a las consecuencias de varios procesos que habían comenzado a perfilarse en esos años: por un lado, la renovación universitaria y, en paralelo, el proceso de profesionalización de los historiadores y que se desarrollaría con inusitado vigor a partir de los años 80[3], del cual testimonian muchos de los esfuerzos que forman parte de estas notas. Fuera de estas características, también llama la atención que en el elenco dispar de los múltiples temas y orientaciones que Roig despliega, casi ninguno remita a la cuestión de la independencia de modo específico. En soledad, se adivina el Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo de T. Halperín o el ensayo de R. Caillet-Bois, “Las corrientes ideológicas europeas del siglo XVIII y el Virreinato del Río de la Plata”[4].
Sin embargo, en 1961, varios años antes de la reunión evocada, la publicación de Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo[5] de T. Halperín había sugerido casi un programa completo de investigación y de reflexión sobre el proceso revolucionario y la forma de discutir su dimensión ideológica. El libro colocó el examen de la Revolución de Mayo y de su “ideología” en el ámbito por entonces novedoso del ascenso, apogeo, decadencia, reforma y disolución de la monarquía española. Reeditado en 1984, en el nuevo prólogo, Halperín se aplicó a señalar esta novedosa perspectiva y a regocijarse de los avances que, desde la primera publicación de su libro, los planteos sugeridos “conservan por ese motivo una alarmante actualidad”[6]. Dicho de otro modo, la originalidad del planteo y los más de veinte años transcurridos entre ambas ediciones no habían cambiado significativamente.
Varios tópicos que habitan su ensayo revelan hasta qué punto Halperín no había esperado que la reflexión acerca de la revolución se renovara para descubrir su relevancia, y que devendrían lugares comunes en los años posteriores a la publicación de su ensayo. En primer lugar, advirtiendo el imperativo de interrogar con justeza al letrado protagonista de una revolución, confirmaba que la revolución producía una imagen de sí misma que la hacía aparecer, a ojos no advertidos, como un proceso absoluto. Por eso, aconseja no confundir las convicciones de los actores respecto del proceso en el que actúan y aquello que, efectivamente, hacen más allá de sus discursos. Dicho de otro modo, Halperín advertía, en parte como Tocqueville, que el vínculo entre los discursos y las acciones no es de ningún modo transparente.
En segundo lugar, advertía la polisemia de las palabras, las confusiones que plagaban las discusiones, que era innecesario un examen minucioso para descubrir fuentes clásicas en las palabras de los letrados cuando recurrían a citas “clásicas” y que era más productivo imaginar que esas citas no provenían de sabias y atentas lecturas de los clásicos sino, muy probablemente, de la clase de retórica. Sabía, también, que el proceso revolucionario había tenido que “inventar” su propio lenguaje y que era posible reconstruirlo o pensarlo en una dinámica de textos, lecturas, préstamos, etc. También sabía, porque siempre lo expuso veladamente, que las acciones de los actores eran muchas veces opacas, sobre todo para aquellos que las emprendían convencidos de que con- trolaban sus consecuencias y sus efectos sólo para descubrir que se lanzaban a una aventura plagada de pseudo-convicciones y, sobre todo, de accidentes.
Por último, para Halperín, la revolución configuraba un clima histórico radicalmente distinto del prerevolucionario, en el que las relaciones entre los hombres habían comenzado a ser presididas por una idea de una auténtica libertad. Así, la revolución constituía un mito moderno, despojado de todo vínculo con la tradicional política occidental. Cambio absoluto, el orden que nacía de la revolución quería no tener lazo alguno con el pasado. Su legitimidad no derivaba del pasado. De hecho, la revolución fijaba el flujo móvil de la historia; quebrantaba la línea del tiempo y, así, descubría su dimensión religiosa. En Rousseau, recordaba, la historia negaba la libertad que sólo podía ser recuperada. “Olvidemos los hechos”, había sido la divisa del ginebrino; en una clave que opone naturaleza y cultura, el sentimiento subjetivo ponía al hombre en contacto con ese orden objetivo. Así concebida, la idea de revolución contradecía todas las formas políticas. Y es precisamente, esta noción de revolución la que se invocaría para explicar adecuadamente lo que comienza a ocurrir en el Río de la Plata a partir de mayo de 1810. A tal punto que aún quienes buscan limitarla en nombre de la fidelidad al monarca o en nombre de la constitución social, ya no podían pensarla fuera del hecho revolucionario.
Más allá del contenido del libro, un verdadero clásico, quería observar la notable percepción de lo que, con los años, pobló numerosos estudios sobre “lo revolucionario” a lo largo de los años ‘70 y ‘80 y que se encontrará diseminado en varios de los estudios aludidos en estas notas.
La metáfora de una reunión intrascendente
Treinta años después de la publicación del texto de Halperín, en el otoño de 1991, en una sala de la École des Hautes en Sciences Sociales (París) se realizó una pequeña reunión en la que participaron François Furet, Claude Lefort, Pierre Rosanvallon, Bernard Manin, François-Xavier Guerra, Pilar González Bernaldo y Darío Roldán, con la finalidad de discutir las revoluciones de independencia latinoamericanas, en el contexto de una preocupación más general acerca de la revolución tout court. La reunión no se renovó. Sin embargo, si el recuerdo de esta reunión parece relevante es porque algunos de los participantes habían impulsado una renovación de los estudios sobre la revolución, de la historia política y del pensamiento político. El contraste con la orfandad del tema luego de que Halperín había publicado Tradición política… no puede ser mayor. No obstante, en buena parte, ello se debe no sólo a la evolución de la historiografía en la Argentina sino de intereses locales pero sobre todo internacionales vinculados con la discusión general de la cuestión de la revolución en un marco que reunió a varios intelectuales, en varios países y a lo largo de varios años.
Conviene detenerse un instante para evocar escuetamente la relevancia de la producción de Guerra, quien estaba a punto de publicar un libro que sería célebre, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas[7] en algunos meses más, renovando, precisamente, al mismo tiempo las perspectivas de la historia política y los enfoques acerca de los procesos de independencia en Hispanoamérica. No sólo el libro contraría las lecturas teleológicas y nacionalistas; también, como parte de un clima de época, se inscribe contra las interpretaciones marxistas de la revolución de los años 1950-1970 y, siguiendo la renovación de los estudios sobre la revolución francesa, procura un abordaje esencialmente político. Esta dimensión política se expresó en una cronología que desplazaba el punto de partida a 1808, poniendo de relieve que la crisis monárquica había inaugurado una crisis política de envergadura y una extrema incertidumbre respecto de su solución. 1808 había iniciado, en España, la “revolución liberal” y en América, el proceso que conduce a la Independencia.
Como ha señalado Ávila, el siglo XX había heredado algunas interpretaciones básicas sobre los movimientos independentistas: una suerte de metafísica de las naciones, el período 1810-1824 había sido el de la emancipación de las naciones que habían enfrentado el absolutismo realista, etc. Las historias nacionales así inspiradas prefirieron “no minar el conjunto de los movimientos revolucionarios hispánicos y mucho menos, al liberalismo peninsular, amén de que también perdieron de vista los procesos regionales dentro de los Estados nacionales”[8]. Por el contrario, Guerra partió de la ausencia de las naciones a fines de la época colonial y del contraste entre la modernidad política de América y el arcaísmo político de España. De este modo, se vertebró la idea de interpretar las revoluciones como parte de un único proceso revolucionario que se desplegó afectando a la monarquía española y que produjo la formación de varios Estados independientes en un proceso que acompañó, también, un acelerado proceso de modernidad.
En su cuestionario, Guerra había impreso una novedosa pista, que Halperín ya había avanzado: el proceso no podía ser examinado sin incorporar la dimensión de la crisis monárquica española. Así se definió un interés que aunó con algo de gozosa promiscuidad la historia política, ideológica, social, la sociología de los contactos sociales, entre tantas otras. Sería una exageración afirmar que nada le era ajeno; sin embargo, quizás convendría concluir que el reordenamiento de los compartimentos tradicionales debió ceder ante la potencia del interrogante. Guerra tenía un cuestionario.
Basta revisar rápidamente el índice de Modernidad e independencias para constatarlo. La modernidad absolutista, la crisis política de la monarquía, las elecciones generales en América Latina, las formas de la prensa, las mutaciones de las naciones y, por fin, la redefinición del soberano político. Imposible no concluir que la asociación de los argumentos avanzados por Halperín en aquél temprano texto y en el libro de Guerra permiten ordenar una producción en la que la historia política y la del pensamiento político son difícilmente separables y que constituyó una hoja de ruta para buena parte de las investigaciones ulteriores.
Un horizonte compartido
El interés de Guerra por la asociación entre la revolución, la creación de la moderna política, la crisis de la monarquía española, ella misma producto del ciclo de las revoluciones en Europa y la independencia de las colonias españolas y sus derivaciones políticas, entre ellas la redefinición de los términos posibles con los cuales narrar, comprender y pensar el sentido de los acontecimientos y los desafíos políticos y sociales en los que todos se vieron inmersos, no sólo se inscriben en la discusión acerca de la cuestión de la revolución en Francia, donde vivía. Estas cuestiones habían ocupado largamente al mundo académico durante los años inmediatamente anteriores a la publicación de Modernidad e Independencias. Esos años habían conocido la discusión acerca de la revolución francesa; también, un debate acerca de la revolución norteamericana, una disputa histórica entre liberales y republicanos acerca de la historia norteamericana, una discusión política entre ambos y en una revisión de la manera de resolver las aporías e insuficiencias de la historia de las ideas.
En efecto, Pensar la Revolución Francesa[9] había generado una muy fuerte polémica acerca de la revolución. El clima que respira el libro es el del pasaje de la fascinación por el modelo comunista a la discusión sobre el totalitarismo. Furet había producido una polémica resonante con la interpretación jacobino- marxista de la revolución; no sólo porque al así hacerlo había reivindicado la centralidad del momento revolucionario (1789) y había anunciado el fin de la revolución. También, porque en sus interpretaciones habían circulado dos autores, Tocqueville y Cochin. Tocqueville había observado el proceso ininterrumpido de centralización de los poderes producido por el Antiguo Régimen iniciando así una interrogación acerca de la continuidad que atraviesa la revolución y la prevención acerca de la distancia entre los “dichos” de los actores y los “hechos”. Cochin se inscribía en una sociología de la producción de la manipulación política y la centralidad de los aparatos políticos (los clubes). Para Cochin, la Revolución es más el advenimiento de un nuevo tipo de socialización que una batalla social o una transferencia de propiedades. Es más del orden del discurso que el de la acción. Era imperativo asumir que la revolución había terminado y, por lo tanto, era necesario superar las formas de la conmemoración (la celebración o la execración).
Pero pensar la revolución también remitía a una operación intelectual diferenciada de la narración, de la enunciación de sus causas, de la discusión acerca de la diferente contribución de los actores sociales, de la disputa acerca de la concatenación de sus etapas y de la relevancia que a cada una de ellas se la había atribuido en un proceso de avance y retroceso que habían ritmado su desarrollo, tal como estas operaciones habían nutrido las interpretaciones de la revolución durante más de 150 años. Así, para entrar en la historia, paradójicamente, la revolución debía abandonar la historia pero también la memoria.
La discusión acerca de la historia de Francia había coexistido con el despertar de una discusión acerca de la revolución norteamericana. Por supuesto, uno de los primeros libros que repuso el debate acerca del momento revolucionario introduciendo, además y explícitamente, la comparación entre una revolución fracasada y otra exitosa fue el notable ensayo que Hannah Arendt dedicó a la revolución en el proceso de construcción de la política moderna y de su impacto en la concepción de la política[10]. Esa discusión precedió a otra, en este caso, historiográfica acerca de los fundamentos ideológicos de la revolución en Estados Unidos que se condensó en dos grandes libros: Los orígenes ideológicos de la Revolución Americana de B. Bailyn, La creación de la República Americana de Wood[11]. El texto de Bailyn ofreció un argumento brillante fundado en el impacto de la ausencia de la aristocracia y en la propuesta de un universo conceptual opuesto a la lectura clásica ofrecida por Louis Hartz acerca de la influencia de las ideas de Locke. Llamó a eso humanismo cívico y lo inscribió en la revolución americana en la impronta de la tradición liberal. Pero fue con el texto de Wood que emergió el republicanismo como tema organizador. El Momento Maquiavelo[12] ofreció un contexto global y una historia a la recuperación de la tradición republicana resituando no solo el pensamiento político renacentista sino también la tradición republicana inglesa. Es posible que una parte del origen de la discusión acerca de la república en Hispanoamérica deba ser examinado a través del prisma de los vínculos conexos, complementarios y/o disonantes que separan la tradición liberal y la republicana, replicando en sordina el debate acerca del rol y la relevancia de la tradición liberal (a la Hatz) o la tradición republicana (a la Wood).
Esta discusión histórica coincidió con otra, en la que liberales y republicanos discutieron en términos tanto políticos como ideológicos en torno de la comprensión de la libertad. Ese debate había comenzado con el célebre artículo de Isaiah Berlin respecto de las dos libertades[13] y se expandió, por lo menos, hasta la publicación del influyente Republicanismo[14], un importante libro teórico que asoció la historia del republicanismo con el republicanismo como ideología política contemporánea. Del mismo modo, Skinner fue el responsable de producir una considerable discusión acerca de la libertad en un célebre artículo “La libertad de las repúblicas: un tercer concepto libertad”[15] en el que aboga por una nueva concepción de la libertad, separada de las dos formas que Berlin había hecho célebres. Frente a las posiciones liberales ex- puestas por Berlin, Pettit propuso una concepción anti-tiránica, como una ausencia de dominación, una visión orgánica en la que las partes deben convivir integradas entre sí y la reivindicación de un estado libre, es decir, un estado liberado de coacciones y cuyos ciudadanos defienden la comunidad frente a las amenazas externas.
Esta discusión, en principio anglófona, también se expresó en Francia. Algunos intelectuales que no provenían ni del republicanismo ni del liberalismo condujeron a una renovación paralela del liberalismo y de la tradición de un siglo XIX renovado y reactualizado. Este fue el sentido de la aparición de una serie importante de libros sobre Constant y Tocqueville en los años ‘80, publicados por Furet, Lefort, Rosanvallon, Gauchet, etc. Ello también se expresó en un interés vivo por la tradición republicana francesa por intermedio de Nicolet (L’idée républicaineen France)[16] y por una contribución acerca del republicanismo, centrada en filósofos como A. Renaut[17] que participaron la discusión entre el republicanismo y el liberalismo moderno retomando la centralidad de las asociaciones de Tocqueville.
Finalmente, el debate académico y político en torno del republicanismo y del liberalismo también incluyó una discusión metodológica. Por un lado, la Escuela de Cambridge que se propuso ir más allá del análisis de un autor para filiar sus ideas para concentrarse en el nivel de los vocabularios políticos y en el proceso de reconfiguración los sentidos de los conceptos. Ello permitió introducir una serie notable de discusiones relacionadas con la desjerarquización de las fuentes, los problemas de la traductibilidad conceptual y no sólo idiomática, etc. Uno de los puntos centrales de la historia intelectual consistió en disolver la distancia entre texto y contexto. No es suficiente entender qué dijo un autor sino cómo lo hizo y sus intenciones. En efecto, sólo para mencionar dos casos relevantes, este debate se expresó en varios libros significativos: The Machiavellian Moment de Pocock y, mucho más centrado en cuestiones de método, en el republicanismo y en Hobbes, el célebre Visions of Politics[18] de Skinner. Al mismo tiempo, y retomando explícitamente las lecciones de The Machiavellian Moment, Le Moment Guizot de Rosanvallon que, desde el título, remite a la influencia de Pocock. No obstante, esta coincidencia se distanció en parte en la elaboración de la idea de “la obra virtual” que Rosanvallon avanzó en Le Moment Guizot para distanciarse aún más en una bifurcación de visiones metodológicas diferenciadas, visibles en su trilogía sobre la democracia[19], que permitió la puesta a punto de lo que conocemos como una historia conceptual de lo político que Rosanvallon presentó en una célebre conferencia en el Collège de France en 2001[20].
Un cuestionario que se despliega
El libro de Guerra, entonces, coincidió e impulsó una considerable preocupación por la renovación de la historia política explorando la perspectiva latinoamericana. Estos esfuerzos se ordenaron en torno de problemas a la vez políticos, institucionales e ideológicos, y muestran bien que en el conjunto de investigadores que los impulsaron las dimensiones señaladas no operaban con compartimentos estancos; antes bien, era posible y, de hecho, deseable, deambular entre la política, las ideas, las instituciones, inspirados por una serie de problemas que, se descubría –aun cuando ese descubrimiento no era de ninguna manera novedoso, tal como el texto de Halperín que evocamos había señalado– era imprescindible considerar en sus interconexiones más que en sus rigideces, si se quería avanzar en la comprensión de los nuevos fenómenos que aparecen, ahora, dignos del esfuerzo que se les dedicaba. Varios libros importantes se agolparon en pocos años como los de Carmagnani[21], Castro Leiva y Guerra[22], Guerra[23], Annino[24], Carmagnani, Hernández Chávez y Romano[25], Sábato[26]. Veamos algunos ejemplos.
En su estudio sobre el federalismo, Chiaramonte constata que en la primera mitad del siglo XIX, el federalismo era un conjunto de “tendencias políticas doctrinariamente poco definidas” que coexistieron con varias asambleas constituyentes en la primera mitad del siglo XIX[27]. Chiaramonte se interroga acerca de cómo fue posible que “provincias confederadas admitieran la creación de un Estado soberano con una soberanía superior a las suyas particulares”[28]. El interrogante es esencialmente político; sin embargo, parte del interés que presenta el artículo es la sensibilidad que Chiaramonte vehiculiza para discernir, en los debates, las tensiones y las dificultades políticas sino también una serie de equívocos del federalismo rioplatense que, asume, se deben a la “peculiaridad del lenguaje de la época”[29], lo cual lo conduce a examinar comparativamente tanto la experiencia norteamericana como los principios expuestos por Montesquieu. Del mismo modo ocurre con la distinción entre la noción de la soberanía de los pueblos o la soberanía popular[30]. El análisis político e histórico, entonces, aparece también acompañado por la advertencia de evitar la lectura anacrónica de los textos, de las palabras, de los conceptos de modo de no caer en la trampa de “interpretar erróneamente el significado de las expresiones y posturas políticas de los actores”[31].
En la misma dirección, Annino parte de las distintas concepciones de la soberanía criolla, francesa y española tardo-colonial para examinar cómo las élites debieron enfrentar un “conflicto estructural entre soberanías diversas”[32] derivado de la ambivalencia no resuelta de la soberanía colonial. Así, los proyectos de independencia, tradicionales o modernos, expresaron distintas variantes del pensamiento colectivo. En esa disputa, se anudaron dos grandes dimensiones de la concepción de la soberanía: la que oponía a la ex-capital y las provincias y al interior de ellas, entre las ciudades y los pueblos[33]; las repúblicas, entonces, tuvieron que enfrentar tres formas de la soberanía de las provincias, los pueblos y los centros urbanos.
Por su parte, Botana analiza el modo en que se debatió, en términos a la vez políticos y conceptuales, el “credo constitucional”[34]. Esta discusión tuvo que contener las facciones en pugna y, por lo tanto, lidiar con el despotismo y con la anarquía. Para analizar las transformaciones Botana recurre a la reflexión de A. Bello así como a discurrir acerca del vínculo entre la soberanía popular y la soberanía de la razón y, especialmente, al análisis de la “inversión del régimen representativo”.
En un artículo que retoma la cuestión general de la caracterización de las “revoluciones hispánicas”[35], Guerra retoma las críticas a las interpretaciones clásicas de la independencia para señalar nuevamente la relevancia de la crisis monárquica española. El artículo expone, entonces, el pasaje del absolutismo a la representación como producto de la crisis política que hace recaer la soberanía en la sociedad. A diferencia del proceso francés, en el que el proceso se había realizado luego de una pugna contra la monarquía, el español, estima Guerra, se hace repentinamente. Se abría, así, la discusión acerca de la construcción de un “gobierno libre”, planteando por lo menos dos grandes problemas: la estructura territorial de la monarquía y el estatuto político de América con su corolario de la igualdad política con la península. Este punto conduce a dos discusiones, surgidas de la cuestión de la representación: el derecho americano de constituir sus juntas y la igualdad de la representación. De allí el interés por la evolución de la discusión política y de la emergencia de las dinámicas de la desintegración territorial. Dos conclusiones cierran el trabajo: el carácter exógeno del proceso revolucionario y el carácter extremadamente precoz de los principales resultados del proceso revolucionario con relación al resto del área de civilización europea. Así, los países hispánicos son los primeros en adoptar los principios imaginarios y las prácticas políticas modernas y la disociación entre la modernidad de las formas modernas y las formas de la sociedad.
Si en las compilaciones recientemente citadas, los autores se habían concentrado en la cuestión del federalismo, en la discusión acerca del vínculo entre el Imperio y las naciones y en la comparación de las independencias americanas y el liberalismo español, ahora le tocó el turno a otro de los problemas relevantes surgidos del proceso independentista: la cuestión de las elecciones. De nuevo puede constatarse la misma e inevitable asociación entre historia política, prácticas y formas de debatir conceptualmente las dificultades.
En este caso, los textos que remiten a la experiencia argentina se concentran en los problemas “nuevos” de la representación y su vínculo con las prácticas electorales. En efecto, en el artículo “Vieja y nueva representación: los procesos electorales en Buenos Aires, 1810-1820”[36], los autores se aplican a discutir al mismo tiempo la forma de la representación junto con la concepción de la soberanía. Así, se ocupan de discutir la definición del sujeto, de las formas de la representación, más allá del análisis de las prácticas electorales que constituye el centro del trabajo. La distinción entre cabildo abierto o representación que se expresa, también, en el dilema que opone una concepción corporativa de la sociedad y una concepción individualista, atomística y que constituían manifestaciones de un choque de “concepciones y prácticas políticas opuestas” que caracterizaron el momento posterior a la Independencia y que se vio agravada por el hecho de que “aquellos que participaban de una concepción corporativa de la sociedad, como los miembros del cabildo, y que recurrían las elecciones indirectas para evitar ser víctimas del tumulto de las asambleas populares, manipularán las elecciones indirectas para reproducir las jerarquías sociales existentes”[37].
Las contribuciones evocadas formaron parte de una serie de esfuerzos colectivos producidos en los años 90. En ese mismo período se desplegaron una serie de esfuerzos en relación con la cuestión de los orígenes de la nación, en torno de los trabajos de Chiaramonte, con la producción de un conjunto de investigadores que comenzaron a tematizar la cuestión del vocabulario político y una crítica a la obra de Guerra inspirada en las insuficiencias que Palti encontraba en su planteo y que, en parte, estaban inspiradas en los principios metodológicos de la Escuela de Cambridge.
Retomando trabajos anteriores, vinculados con una reflexión acerca de la creación o formación de la nación, entre los años 80 y 90, Chiaramonte incorporó distintas perspectivas desplegando un verdadero programa de investigación en relación con la renovación de la política y el pensamiento político en la primera mitad del siglo XIX. Uno de los primeros textos que reúne trabajos previos y que anuncia un conjunto de investigaciones futuras es Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846)[38].
El punto de partida de esta interrogación lo constituye la emergencia de la ciudad soberana sucedida luego por el Estado provincial como verdaderos protagonistas de la escena del período revolucionario. Esta dupla sucesiva entre la ciudad y la provincia constituyeron el aspecto más políticamente dinámico al mismo tiempo que fracasaban las distintas formas de organizar el Estado rioplatense. De este modo, una interpretación acerca del surgimiento de actores sociales que habían sido sumidos en una historia que había de “forzar” la existencia, casi metafísica, de la patria. Esta prevalencia de la dimensión urbana y luego provincial no sólo revisaba la interpretación que había legado el siglo XIX, y que había sido cultivada durante varias décadas del XX, atendía también a dos cuestiones relevantes: por un lado, a la distinción tardía entre el Estado y la Nación, en la medida en que ella fue contemporánea al romanticismo; por el otro, a la asunción de un riesgo en el que se advertía una precaución metodológica y epistemológica en relación con la lectura de los textos. Esta dimensión condujo a Chiaramonte, al mismo tiempo que se desarrollaban estudios lexicográficos e inspirados en los lenguajes políticos[39], a prestar atención a la complejización del vocabulario del que los actores se habían servido. Tal como el mismo Chiaramonte recuerda, citando a Pedro Álvarez de Miranda “Términos como nación, patria, estado, país, reino, monarquía, república, región, provincia resultan intercambiables en muchos contextos y recubren sectores de significación en los que reiteradamente se solapan unos a otros”[40]. Esta doble precaución condujo a una revisión y puesta en estudio de un conjunto de trabajos con la finalidad de comprender y distinguir un conjunto de palabras como Pueblo, Nación, Federalismo, y tantos otros.
Ahora bien, el estudio de las formas precedentes del Estado forzó a comprender la resolución de la legitimidad del poder, es decir, cómo reemplazar la legitimidad de la monarquía castellana por otra que pudiera garantizar el orden de lo social. De nuevo aquí, Chiaramonte, junto con otros investigadores, se concentró en la simultaneidad de dos conflictos en lo atinente a la resolución de la legitimidad: por un lado, entre los pueblos y la ciudad en relación con la aplicación de la doctrina de la retroversión de la soberanía enunciada desde el principio de la revolución[41] y, por el otro, las formas diversas y coexistentes de entender las formas antiguas y modernas de la representación.
Esta cuestión, central en todo el período y que, como se sabe, había resurgido desde un añejo pasado medieval para devenir una instancia esencial en el proceso de impugnar la exterioridad de las monarquías de Antiguo Régimen, se expresó bajo la forma de una tensión que reflejó la oposición a abandonar las formas de la representación de la ciudad en el proceso de emergencia de los estados provinciales[42]. Por eso, estima Chiaramonte, “el tránsito de las soberanías de las ciudades a las de las provincias (…), no será un simple proceso de ampliación territorial sino, (…) un profundo cambio de conformación del sujeto de la soberanía y del correspondiente régimen representativo”[43].
Esta cronología, que ya había sido despojada de toda forma teleológica e inscripta en un proceso cuyas claves pertenecían a la historia y no a la supuesta existencia de las naciones que se realizaban a sí mismas, constituyó otro de los aspectos que Chiaramonte incluyó desde muy temprano en sus investigaciones. En un artículo publicado con Pablo Buchbinder[44], ambos se habían aplicado a reconstruir el debate entre los constitucionalistas del siglo XIX acerca de la precedencia de las provincias o de la Nación. Este punto será desarrollado en un artículo que condensa los rasgos que condujo a la formación de la nación. Allí, desbrozan el vocabulario utilizado en la época de los preconceptos ideológicos de buena parte de la historiografía para situar la cuestión de la nacionalidad y “considerar la formación de la nacionalidad argentina como un efecto, no una causa, del proceso de organización de la Nación argentina actual”[45]. Esta discusión irá extendiéndose hacia las concepciones de la nación del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, discutiendo las mutaciones léxicas de un término esencial en el proceso de fragmentación provocado por la crisis monárquica[46]. Del mismo modo, se consideró la discusión acerca de los fundamentos iusnaturalistas de los movimientos de independencia y su vínculo con el Derecho natural en la España borbónica poniendo de relevancia el pensamiento de Emer de Vattel[47].
En paralelo a los trabajos de Chiaramonte que se habían condensado y, en parte, anunciado en Ciudades, provincias…, Noemí Goldman publicó Historia y lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo[48]. En esos años, Goldman ya se había dedicado a estudiar el análisis del discurso y su productividad como instrumento para dar cuenta de las insuficiencias de formas superadas de comprender los textos, los discursos. En El discurso como objeto de la historia[49] se propuso mostrar que los historiadores del discurso plantean problemas relacionados con la producción social del sentido. El análisis se inscribió, también, en una discusión más general acerca de la referencialidad del lenguaje y del modo en que los historiadores pasaron por alto o suscribieron esa referencialidad. “La historiografía no tematizaba la discursividad del documento histórico, su lengua, su estilo, su escritura”[50]. El libro presentó un análisis del discurso político de Moreno que le permitió superar las interpretaciones acerca de Moreno sirviéndose de “sus propios discursos y en su propio vocabulario político”[51] en términos de identidad. Así, Goldman se vio conducida a reexaminar las nociones de “pueblo/pueblos” y “patria” en Historia y Lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo, y con el mismo objetivo de recuperar los discursos de distintos miembros del personal político revolucionario (Moreno, Castelli y Monteagudo)[52].
En los trabajos más recientes, este esfuerzo por inscribirse en el análisis de textos como el de Moreno y otros protagonistas de la revolución, como anunciaba en la conclusión de su libro, parece haberse desplazado en beneficio de un interés más específico por los conceptos. En ese sentido, en 2008 publicó Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780- 1850[53]. El libro no sólo refleja el interés señalado por Goldman sino el éxito en constituir un equipo de investigación en consonancia con otros investigadores de distintos países para poner en marcha una notable empresa de discusión y de los conceptos políticos. Así, Diccionario histórico del lenguaje político y social en el espacio iberoamericano o Iberconceptos que es una iniciativa que agrupa a más de cincuenta investigadores de distinta nacionalidad que buscan realizar un estudio comparado de la manera en la que los conceptos políticos se transformaron en el período 1750-1850 y en el que Goldman coordina la noción de Soberanía en Iberoamérica[54]. La finalidad ulterior, luego de una primera etapa más bien nacional, es producir una historia atlántica de los conceptos políticos. La voluntad de superar la evolución léxico-semántica para comprender los cambios y el modo en que los “significados inestables se articulan e interactúan con las transformaciones que ocurren fuera de la lengua e inversamente cómo algunas innovaciones conceptuales conllevan importantes transformaciones en la manera de ver las cosas e incluso (…) pueden producir cambios más o menos decisivos en el terreno social o político”[55]. Esta empresa colectiva ya ha producido notables avances en el conocimiento de los lenguajes políticos, tal como lo revela el texto y el diccionario citados[56].
Palti inscribe su investigación en una genealogía que reúne la historia intelectual de las ideas de la independencia y al siglo XIX en la Argentina con los avances y contribuciones relativas al debate acerca del pensamiento político moderno y al debate producido en el despliegue de los principios de la nueva historia intelectual. En América Latina, se nutre también de otras contribuciones que constituyen más bien puntos de partida o imágenes que se reconstruyen como formas a superar. En particular, esa genealogía incluye las obras de Zea, las contribuciones de Hale y Morse y, en particular, la renovación producida por la monumental obra de François Guerra. En efecto, Guerra “rompe con el esquema tradicional en la historia de ideas de las influencias ideológicas”[57]. Descuidando la lectura de textos importados e interesándose a las transformaciones que alteran las condiciones de enunciación de los discursos, Palti sostiene que Guerra “conecta estas transformaciones conceptuales con alteraciones ocurridas en el plano de las prácticas políticas como resultado de la emergencia de nuevos ámbitos de sociabilidad y sujetos políticos”[58]. De este modo, Guerra había integrado el proceso de renovación que estaba trastocando la disciplina y había desestabilizado las “estrecheces de los marcos dicotómicos tradicionales propias de la historia de las ideas[59]. Sin embargo, su contribución no había logrado superar el “tipo de anacronismo a los que conducen las visiones dicotómicas propias de la tradición de ideas”[60] puesto que asocian conceptos extraídos del nicho epistemológico en el que cobran sentido.
El análisis de Palti sugiere que el problema con la historia de las ideas es que no percibe o descuida, al precio de la impotencia, que los cambios semánticos no remiten a los “contenidos proposicionales de los discursos, ni resultan, por lo tanto, perceptibles en ellos”[61]. Se impone, entonces, “comprender cómo, más allá de la persistencia de las ideas, se reconfiguraron los lenguajes políticos subyacentes”[62]. Por ello, es imprescindible reconfigurar, reconstruir campos semánticos en torno de nociones como pueblo, nación y soberanía, y cuya vinculación supondría al mismo tiempo, su mutua redefinición. Munido de estos principios, Palti dedica su texto a explorar un conjunto de conceptos que vertebran el conjunto del siglo: Historicismo/Organicismo/Poder Constituyente, seguido de Pueblo/Nación/Soberanía, Opinión pública/Razón/Voluntad general, Representación/Sociedad civil/Democracia.
Liberalismo y republicanismo. ¿Un debate en ciernes?
Las investigaciones centradas en el vínculo entre ciudades y provincias, así como las referidas a las distintas formas de conceptualizar los lenguajes y conceptos, fueron acompañadas por otras indagaciones. Entre ellos, el examen de las tradiciones políticas. Obviamente, se trata de una preocupación que tiene una larga historia y que se remonta casi a la contemporaneidad de los hechos. En estas notas, sería imposible reconstruir esta dimensión. Sólo querría referirme a las últimas contribuciones, incluyendo los últimos aportes[63].
En un artículo célebre, “Argentina: Liberalism in a country born liberal”[64], Halperín había señalado algunas de las particularidades del liberalismo argentino. Tres trazos le dan una tonalidad específica. Primero, su hegemonía a lo largo del siglo XIX: a diferencia de Chile o México, la tradición liberal evolucionó sin ser desafiada por tradicionalistas o reaccionarios ni por grupos católicos o nacionalistas. La disputa de liberales y conservadores, típica del siglo XIX latinoamericano, no tiene la entidad de otras latitudes. Segundo, la cronología de su aparición: el liberalismo argentino se constituye bastante antes de la ola de 1848, y más bien en el contexto de las revoluciones de 1830 y con una clara impronta doctrinaria. Tercero, la configuración de la propiedad: la puesta en marcha de un programa liberal no tuvo que disputar por el control de la propiedad con las corporaciones eclesiásticas o campesinos. Ello explica que la metamorfosis de los campesinos en agricultores dinámicos y modernos no formó jamás parte del credo liberal argentino. De allí que la realización de la agenda liberal no exigió que el Estado demoliese los obstáculos que, heredados del pasado, habrían podido retrasar y oponer a su desarrollo.
Pero si el liberalismo puede presentarse como una tradición primigenia de una sociedad igualitaria y simple, el liberalismo también discurre articulándose con el despliegue del siglo. Así, Palti encuentra que la tradición liberal puede ser comprendida en tres momentos[65]: 1810-1837, hasta 1880 y el tercero hasta la ley Sáenz Peña. El primero, el único que interesa aquí, está definido por la tensión entre la necesidad de reconstruir un orden político luego de la ruptura del orden colonial y la movilización de masas exigida por la guerra. Luego de la finalización de las guerras de independencia, cuando se trata de desmovilizar a las masas luego de decenas de combates, el desafío principal no remitió al problema del despotismo sino al de la anarquía derivada de los “excesos democráticos”. Los liberales de los años 20 se vieron obligados a producir una reflexión relativa al poder político, introduciendo un matiz extranjero en el universo clásico del pensamiento liberal.
Menos interesado por las consideraciones históricas, Gargarella se consagra a estudiar la evolución del liberalismo latinoamericano en el curso de las primeras décadas del siglo XIX[66]. El objetivo es comprender el origen de la debilidad y de la impotencia del liberalismo para darse bases populares sólidas. En su texto, Gargarella parte de un tipo ideal en el cual el liberalismo puede definirse a partir de su forma de pensar la organización del poder y la centralidad de los derechos individuales. En el artículo, Gargarella explora lo que llama “el ciclo trágico” del liberalismo. Su hipótesis es que los liberales latinoamericanos tuvieron grandes dificultades para controlar el poder. Ello los condujo a una alianza compleja con los conservadores minando, en el fondo, las bases de su propia doctrina.
En “El paradigma y la disputa”[67], un texto seminal y cuya relevancia no puede exagerarse, Annino prefiere interrogarse acerca de lo que llama “cuestión liberal”. Pero, ¿en qué consiste, entonces, la cuestión liberal? se pregunta. En un primer momento, alude a la “tensión entre constitución política (como garantizar la nueva libertad política) y sociedad”[68]. Así, la cuestión liberal encuentra sus raíces en el imperativo de cerrar la revolución a través de la construcción de un orden institucional que garantice las “libertades modernas”.
Dicho de otro modo, entre un gobierno representativo y las formas sociales que deberían acompañar su funcionamiento. Su dimensión problemática permite construir una historia comparativa extraordinariamente reveladora puesto que todas las revoluciones de este período enfrentaron el mismo problema.
Bajo esta fórmula, la preocupación central puede ordenarse en dos partes: la compatibilidad entre el liberalismo y las peculiares condiciones históricas del subcontinente. Ello, por supuesto, implica preguntarse si los dilemas irresueltos del desarrollo político y civil no constituyen quizás una responsabilidad histórica del mismo liberalismo, algo que este modelo no pudo resolver porque o no era adaptable a las sociedades hispanoamericanas o, al revés, porque éstas eran poco adaptables al modelo liberal. En un reportaje reciente, Annino ha vuelto sobre la cuestión. Allí señala que la “disputa acerca del liberalismo decimonónico existe todavía porque existe una disputa acerca de la democracia en la América del siglo XX”. Así, la preocupación por la cuestión liberal en el siglo XIX busca reconstituir la autonomía del siglo XIX, rescatando su autonomía histórica y rechazando una historia larga de la tradición liberal, que Annino llama el paradigma ilustrado. Este rechazo se funda en que ese paradigma de la tradición liberal que hunde sus raíces sin interrupciones en el siglo XVII minimizó dos cuestiones importantes: la primera, la obra de Montesquieu y la dificultad de conciliar en el universo liberal la institucionalización de una sociedad aristocrática; la segunda, la memoria del gran debate político de la primera mitad del siglo XIX en torno de las posibles vías de salida del Antiguo Régimen sin sacrificar las antiguas libertades. El punto es crucial porque en ese momento se forjan, también en América, las condiciones de irrupción de una tradición liberal que hace frente al desafío de promover la “libertad política sin destruir el orden social”. La experiencia liberal debe ser, entonces, restituida en una disputa acerca de la modernidad política.
Inspirado en la búsqueda y elucidación de los lenguajes políticos, Fabio Wasserman[69] señala la escasa relevancia que los términos liberal/liberalismo adquirieron en el discurso postrevolucionario rioplatense. La familia conceptual tuvo una limitada importancia: no sólo no hubo experiencias políticas liberales sino que, desde el principio, el liberalismo encontró otro lenguaje que compitió para decirla política, como el republicano, en un contexto de una débil presencia debido a la poca dimensión de las facciones liberales, entre otras.
La peculiaridad del liberalismo latinoamericano, argumenta Botana, reside en el cruce de interpretaciones: versiones dogmáticas ven el liberalismo como una doctrina cerrada pero el mismo desarrollo histórico resiste cualquier tipo de reduccionismo. En el momento de la Independencia, el liberalismo formó parte de ella como filosofía pública y fórmula de justificación del poder. Esta relación entre la filosofía pública que hace las veces de principio de legitimidad y el uso que el gobernante o el revolucionario hace de ella, es un riesgo saliente de la tradición liberal del siglo XIX. Atenazado por justificar al mismo tiempo la autoridad y la obediencia se impuso la dificultad de enfrentar al mismo tiempo la “organización del Estado, la constitución de un régimen político y la formación de una sociedad civil capaz de legitimar tanto un orden de pertenencia delimitado por fronteras territoriales, como la forma regiminis adoptada”[70].
Más allá de esta exigencia, el liberalismo puede comprenderse como el horizonte de algunos dilemas. Botana los resume distinguiendo un “liberalismo de contorno”, es decir, un marco mínimo de leyes generales, de un “liberalismo programático”[71], es decir, aspirando a realizar fines más ambiciosos a promover la educación del ciudadano. Este horizonte que separaba a los liberalismos propugnaba una misma organización con instituciones políticas restringidas: un Estado con un régimen racionalizado y una sociedad liberada a su propio dinamismo, desembarazada de los privilegios de formas sociales perimidas. En ello, se separaba de la tradición conservadora que reivindicaba un “pluralismo funcional y jerarquizado con sistemas de autoridad que podrían llegar a ser más fuertes que los principios del Estado, según su forma de gobierno republicana o monárquica”[72].
Por último, el texto de Alonso y Ternavasio examina la clásica cuestión de las definiciones pero se concentra en dos problemas: la representación política y el problema del gobierno limitado. El primero retoma el tema del sufragio en sus diversas manifestaciones y el segundo a la discusión sobre la distribución del poder tanto en términos funcionales como territoriales. Los conflictos políticos más virulentos, estiman, no nacieron de antagonismos significativos sobre el carácter liberal de los principios que postulaba el nuevo idioma constitucional, sino de las prácticas políticas que se fueron configurando en el mismo contingente escenario en el que se aplicaron tales principios. El texto se ordena en dos grandes arcos cronológicos: desde la coyuntura revolucionaria hasta la caída de Rosas, que llaman, el momento republicano, opuesto a la segunda parte del siglo, llamado el momento del liberalismo constitucional”[73]. Así, el problema del liberalismo se presenta desde estas dos perspectivas. En lo que remite a la primera parte, el problema esencial es la cuestión representativa en la que adivinan que el intento de convertir el sistema representativo en una suerte de dispositivo “constructivista” de la desmembrada soberanía no estuvo acompañado por una crítica liberal a la política[74] en la coyuntura postrevolucionaria de modo que la debilidad de los argumentos liberales habría moldeado una visión unanimista, no plural, de la política en el Río de la Plata.
Las reflexiones acerca de la tradición liberal se fueron nutriendo de una discusión cada vez más relevante respecto del republicanismo y fueron, por lo tanto, complejizándose en la medida en que los vínculos entre las distintas tradiciones y la monarquía fue haciéndose cada vez más espinoso y en la medida en que el republicanismo se instaló como una alternativa al liberalismo y no sólo en términos históricos sino, sobre todo, políticos[75].
Tal como lo nota Guerra, la forma republicana implicó una paradoja puesto que la Independencia no fue inmediatamente opuesta a los sentimientos monárquicos. Es imperativo, sugiere, examinar cómo se desintegró el sentimiento de pertenencia a una unidad política y cómo se pasó del monarquismo al republicanismo vigente en los años ‘20. El primer republicanismo retoma un lenguaje cívico en un momento en el que la coyuntura política había abierto algunos problemas clásicos como el de la estabilidad política y la exaltación cívica. Sin embargo, esta paradoja se expresó en otra puesto que cuando se pasa al diseño institucional esa influencia republicana se combina con formas no necesariamente pertenecientes a esa tradición sino al constitucionalismo como lo son el régimen representativo y la división de poderes. No existe, afirma Guerra, ningún proyecto en el que se combine ninguna fórmula mixta inspirada en Polibio o en la tradición inglesa o en la experiencia de la Italia del Renacimiento. “La igualdad radical de los ciudadanos se convirtió en un axioma indiscutible, aunque de hecho estos ciudadanos modernos remitan a los vecinos”[76].
La ausencia de una fórmula mixta no impide constatar formas del republicanismo viejo y nuevo junto con las formas más modernas como la representación, división de poderes igualdad de los ciudadanos, las milicias de los ejércitos y formas de consulta cívica; sin embargo, esta combinación también formó parte de algunas experiencias constitucionales monárquicas como las de 1791 en Francia y 1812 en la misma España.
La preocupación por el republicanismo inspiró uno de los libros más relevantes de los últimos años. El republicanismo en Hispanoamérica[77] llama la atención sobre la cuestión republicana, inserta en la explosión del interés por el pensamiento político. Ese interés, advierten los autores, no es ajeno a las interpretaciones que habían circulado como consecuencia de la influencia de la Escuela de Cambridge. Así, el interés remite, al mismo tiempo, a un debate que los autores conocían por sus estudios doctorales y porque, con toda justicia, habían encontrado que la pregunta acerca del “republicanismo” en Hispanoamérica no había recibido una atención suficiente. Por supuesto, a diferencia de lo que había ocurrido en Estados Unidos, en Hispanoamérica no había habido “una discusión acerca de si la fundación fue republicana o liberal”. Ambos estiman que la ideología más influyente había sido el liberalismo. Sin embargo, suponen que en América Latina había habido formas de “republicanismo clásico”, entre los cuales contaban el caso de Bolívar. Así, entonces, el libro buscaba posicionarse en el debate más general entre liberalismo y republicanismo y explorar las distintas formas en las que la República habría existido en América Latina. Aguilar Rivera explora los “dos conceptos de república”, distinguiendo una república epidérmica de una república sustantiva como modo de ordenar una serie de artículos que reúnen diversos intereses: el debate entre el republicanismo, el liberalismo en la primera mitad del siglo XIX, junto con la tradición federal en el republicanismo español, la conceptualización de la república en Montesquieu, el republicanismo en el pensamiento constitucional de Alberdi, las experiencias de Bolívar, Alamán y el “Poder Conservador” tal como lo había definido Constant entre otros temas.
La coexistencia de formas políticas que se modifican pero que, en parte, se adaptan o persisten es el punto de este texto de Botana. Así, este ensayo político, sutil y penetrante, permite comprender la política del “primer republicanismo”. El análisis de Botana no examina la discusión constitucional ni los lenguajes políticos ni las posiciones ideológicas. En cambio, se centra en desbrozar un triple desafío para ofrecer, en el despliegue de sus instancias, una interpretación sólida de esta primera experiencia: construir una unidad política de pertenencia, un régimen distante de la monarquía constitucional y de la república representativa e instaurar la sociedad civil que se despliegan en el marco de una doble revolución. Como se sabe, la revolución liberal de las Cortes coexistió con la de los cuerpos intermedios de la monarquía y planteó un conflicto abierto acerca de cómo resolver el problema de la representación. En ese contexto, la república, mirando al mismo tiempo al pasado y el futuro, convivió con la realidad de la ciudad y el cabildo, que se asentaba en costumbres del antiguo régimen, y con otra asentada en proyectos de constitución que buscaban el respaldo de las ciudades y que buscaba incluir ciudades que habían adquirido una reciente autonomía. Ese experimento republicano se saldó con un triángulo imaginario en el que la legalidad de gobernadores y la soberanía del pueblo se aunó con la militarización de los usos políticos de la guerra y con un vértice de “representación invertida” que ponía al régimen en movimiento y daba a los gobernantes un resorte eficaz.
Más preocupado por recuperar y comprender la conceptualización de la República, el punto de partida de Entin es la asociación del concepto república a una forma de gobierno no monárquica. En ese sentido, su interrogación retoma la advertencia formulada por Aguilar Rivera y Rojas acerca de la necesidad de comprender la república, si fuera necesario, como algo distinto que el inverso de la monarquía. No obstante, Entin constata que el pasaje brutal de una monarquía de tres siglos a regímenes republicanos no pudo haber ocurrido sin un debate acerca del contenido de la república. Esta presunción se acompaña de otra que consiste en evocar la pluralidad del uso del término en la historiografía de las revoluciones hispánicas: “una forma de Estado popular, una tradición filosófica, un territorio, un gobierno representativo o una forma de gobierno parcialmente monárquica”[78]. Esta requisitoria acompaña, también, una cierta debilidad en la conceptualización de la cuestión republicana por parte de Guerra quien distinguía un “radicalismo republicano”, un “republicanismo popular” y un “republicanismo igualitario”[79]. El examen minucioso de los textos de Moreno, Funes y Monteagudo conduce a Entin a concluir que en el Río de la Plata la república no se puede comprender como una forma de gobierno; al contrario, la república “se comprende mejor como un deseo de constitución de una comunidad política que como un régimen político anti-monárquico”[80]. En otro trabajo, Entin propone una forma de comprender la república distinguiéndola en la formulación clásica de Pocock que había distinguido entre un vocabulario republicano y otro de derecho y de virtudes cristianas para sostener que en las revoluciones hispanoamericanas el lenguaje republicano se fundaba en el derecho y en el cristianismo[81].
Esta óptica es retomada en el artículo que presentan Hilda Sábato y Marcela Ternavasio[82] en un importante libro. Allí, las autoras comienzan con una afirmación provocadora: “En la América hispana, el XIX fue el siglo de la república”[83]. La frase remite a una constatación pero también convoca a una dilucidación. Sin duda, la república fue la forma adoptada en Latinoamérica; sin embargo, como sugieren Jakšić y Posada Carbó, “Como cuerpo doctrinario y discurso político, el liberalismo irrumpió con fuerza en Latinoamérica durante la edad de la independencia”[84]. Por otro lado, la afirmación también contrasta con el punto de partida de Aguilar Rivera y Rojas acerca de la necesidad de repensar la noción de la República estimando que fue el liberalismo el que tiñó la política de Latinoamérica en el siglo XIX. Por supuesto, no se trata de sustituir un vocablo por otro; tampoco de distinguir entre una forma de régimen político e ideología, de modo de aunar liberalismo y república. Se trata más bien de descubrir un punto relevante de una discusión un tanto en ciernes y que recuerda la distinción entre república y liberalismo que se evocó en Estados Unidos. Por supuesto, el intercambio no tiene idénticos presupuestos pero, estimo, tiene implicancias significativas en el modo de comprender la constitución de distintas tradiciones políticas e ideológicas, en particular, en la reconstitución de las formas de comprender la figuración del pueblo en una historia de largo plazo.
El texto discute con la experiencia de Estados Unidos para señalar que el punto de partida republicano en la América hispana fue la confederación de reinos que dejó la herencia de la monarquía, mientras que la experiencia norteamericana de las antiguas asambleas coloniales pudieron negociar la emergencia inédita un Estado republicano y federal. Este argumento forma parte también de una importante investigación reciente que compara ambos procesos para postular que la diferencia entre ambos no está relacionada con los distintos legados sino, más bien, con la distinta capacidad de encontrar acuerdos para compatibilizar actores distintos, según los conflictos[85].
Pero aún más, el texto compara la experiencia republicana francesa, que trasladó la soberanía monárquica al pueblo, con la norteamericana, en la cual la soberanía fue reasumida por los cuerpos coloniales reconstituidos, y también del modelo portugués fincado en el desplazamiento del centro del Imperio a la colonia. La originalidad americana se sostuvo en la “vigencia de comunidades territoriales con base en los cabildos (las repúblicas) que, frente a la liberal ausencia del rey, recuperaron su vieja tradición de autogobierno”[86]. Esa originalidad se expresó en una forma de legitimar a la vez la “particularidad de los cuerpos intermedios territoriales –los pueblos– como la unidad de la nación”[87].
¿Una perspectiva constitucionalista revisitada?
El estudio de las tradiciones ideológicas se acompañó por la reaparición de un interés por un tema clásico pero visto a través de un prisma que proviene de constitucionalistas y politólogos: la discusión constitucional. Es obvio que el tema ocupó grandes trabajos incluso durante del siglo XIX, en parte, comentados por algunos de los primeros trabajos de Chiaramonte[88] ya mencionado. Sin embargo, esta renovación, al provenir de politólogos y constitucionalistas se ha interesado en cuestiones ligadas con las ideas político-constitucionales en clave comparada.
Roberto Gargarella ha dedicado dos estudios relevantes a esta cuestión. En el primero[89], se ocupó del impacto que las ideas liberales y conservadoras en el constitucionalismo americano y la influencia débil, según estima, del radicalismo político. El enfoque retoma textos clásicos de la discusión constitucional y, como es habitual, distinguen las dos partes de las constituciones: dogmática y orgánica. El libro discute tres grandes tipos de constituciones: las conservadoras que concentran el poder, la autoridad del Ejecutivo y convertían a los derechos en dependientes de concepciones del bien como la vinculada con la religión católica; los proyectos radicales, que buscaban robustecer la autoridad ciudadana y respetar los derechos y necesidades de las mayorías; y las constituciones liberales que procuraban evitar los defectos de las anteriores. Estas últimas buscaban limitar y equilibrar las facultades de las distintas ramas del gobierno y evitar tanto los riesgos de la tiranía como del despotismo, acentuando la protección de derechos individuales. Los tres diferían mucho respecto de las capacidades de la ciudadanía: los conservadores eran escépticos sobre esas capacidades, los liberales defendían una posición individualista y los radicales admitían los derechos de las mayorías sociales a imponer su autoridad. El libro no escapa a algunas inconsistencias, sobre todo en la dimensión histórica que Gargarella incluye y que fue objeto de distintos comentarios críticos.
Unos años más tarde, la discusión se reordenó, a través de otros intereses. Por un lado, en una comparación productiva y retomando una comparación clásica, Julio Saguir[90] explicó las diferencias de la historia constitucional entre Estados y Unidos y Argentina. A pesar de las similitudes, los resulta- dos de ambos procesos fueron sustancialmente distintos. La velocidad de la experiencia norteamericana contrasta con la Argentina. Sobre la base de esta constatación, Saguir busca comprender dos cuestiones básicas: las condiciones que limitaban las alternativas institucionales y los mecanismos institucionales que facilitaban el diseño constitucional. El examen está basado en un modelo conceptual: asumir que los actores tienen intereses distintos y que tienen diferentes recursos económicos, políticos o militares y que pueden optar entre una variedad de alternativas institucionales. Sobre esa base, los actores tienen preferencias y, por lo tanto, forman alianzas contra otros que pueden conducirlos a una negociación o al desorden, la guerra o la secesión. De su análisis, Saguir concluye que en el caso argentino dos condiciones no favorecieron un diseño constituyente exitoso: los conflictos económicos polarizaron a los actores de manera sobreañadida y uno de esos actores fue claramente hegemónico en términos políticos como económicos. En Estados Unidos, por el contrario, los distintos conflictos económicos alinearon a los actores en coaliciones distintas de acuerdo con cada tema en discusión y, por lo tanto, los conflictos fueron entrecruzados haciendo que más de un actor predominara tanto a nivel económico o político y que los actores se unieran o dividieran según el tema. Como adelantamos, esta interpretación no se sostiene en argumentos históricos; busca comprender ambos ejemplos a través del método comparativo, inspirado en los trabajos de la ciencia política. Es evidente que en esta cuestión hay mucho para comprender, a la vez, en términos históricos como políticos.
Más recientemente, Gargarella[91] ha retomado el mismo tema, esta vez ceñido a la discusión constitucional en América Latina excluyendo la experiencia norteamericana, pero, ahora, enfocado en el largo plazo, puesto que su último libro abarca doscientos años de trabajo constitucional. Es imposible reconstruir un libro vasto y significativo producido por uno de los más relevantes constitucionalistas. Simplemente, querría restringir a una observación relativa al período 1810-1850 que corresponde al de estas notas.
El punto central de todo el argumento se inspira en una suerte de “incomodidad” ante la atención que se ofrece a la cuestión de los derechos en desmedro de la organización del poder, descuidando la incompatibilidad entre la garantía de esos derechos y la concentración del poder y el centralismo autoritario que caracteriza buena parte de las constituciones de la región. “El hilo común que recorre el libro es la indagación en torno a una manera diferente de pensar y organizar la vida democrática”[92], inquiriendo las condiciones de un modelo que, en una clave republicana, asocie los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo, presentes, estima Gargarella, en el momento de la independencia.
Esos ideales, sin embargo, se expresaron en tres grandes variantes de pensar las constituciones: la conservadora, la republicana y la liberal. Como se ve, el texto recurre a apelaciones distintas. En suma, estima Gargarella, las posiciones pueden resumirse así: una posición que tendió a reivindicar el autogobierno sacrificando la autonomía individual (republicanismo); otra que privilegió la autonomía individual a costa de establecer fuertes limitaciones sobre el autogobierno (el liberalismo) y una que en nombre de valores supra- individuales y extracomunitarios, desafió ambas ideas (conservadurismo). El texto analiza estas tres expresiones del pensamiento constitucional y sus anclajes respectivos en distintas constituciones del período y en el conjunto del continente.
No es posible hacer un comentario preciso sobre un capítulo denso y conceptualmente importante. Simplemente querría llamar la atención sobre la distinción de tres grandes tradiciones que lo conduce a diferenciar nítidamente, al menos desde el punto de vista constitucional, la postura liberal de la republicana. Hay aquí, entonces, una pista relevante para repensar la cuestión del lazo un tanto lábil entre liberalismo y republicanismo. La vinculación un tanto despreocupada, que combina el régimen republicano adoptado por los territorios fragmentados por la crisis de la monarquía española con la ideología liberal como forma ideológica, debe ser reconsiderada. En particular, si añadimos los análisis que, inspirados en el despertar del republicanismo de los años 70 y 80 ofreció Jorge Myers[93] en su extraordinario análisis del discurso republicano durante el rosismo y de su fracaso, en el cual identifica y explora una tradición cuyas aspiraciones coinciden con las sugeridas por Gargarella.
Por último, y desde una perspectiva histórica, Annino y Ternavasio han puesto el acento en el gran “laboratorio de experimentación constitucional” que irrumpió con la crisis de Bayona y en la necesidad de impulsar investigaciones comparadas. Los autores no buscan presentar una “historia constitucional del primer constitucionalismo, sino más bien una historia política de las disputas que provocaron respuestas constitucionales y los conflictos que tales respuestas desataron”[94]. En este marco, sobresalen tres problemas: el vínculo entre soberanía y constitucionalismo; la asociación entre la representación política y el constitucionalismo y la relación entre los territorios y el constitucionalismo. La crisis monárquica desató un proceso vertical que quebró el vínculo con la metrópolis y uno horizontal que deshizo los territorios que reclamaron derechos soberanos de distinto modo y que buscaron plasmarlo en distintos formatos constitucionales.
Explorando confines
La producción historiográfica reciente ha comenzado a resituar el interés por la reflexión política e ideológica de los procesos de independencia. En este sentido, los autores de Les Empires atlantiques des Lumières au libéralisme[95] se inscriben en la voluntad de concentrarse sobre la ruptura política y cultural en el período largo que separa la Guerra de los Siete años y las reformas liberales de mediados del siglo XIX. En esta perspectiva buscan separarse, a la vez, del impacto producido por el giro republicano de la historiografía anglófona de los años ‘60 y el enfoque “euro-americano” que asumió la historiografía “euro-americanista” en los años ‘90. El libro propone un “tercer momento”, “dotado de una temporalidad y de una consistencia propias” y explorar la transición entre una “concepción tradicional de la legitimidad política y la revolución de la soberanía popular”[96]: el bien común del republicano clásico, el pluralismo institucional del federalismo y el constitucionalismo de los revolucionarios aún no liberal pero ilustrado y clásico. Así, el tercer momento tiene que inscribirse en una comparación de los imperios involucrados. Pero, al mismo tiempo, discuten la interpretación según la cual la feliz revolución, la de los colonos británicos, hizo emerger la sociedad liberal de individuos contrastando con la impotencia de las sociedades latinoamericanas. La inclusión de las otras experiencias debería permitir revisar estos supuestos dando la palabra a los actores.
En un sentido parecido, Independencias iberoamericanas[97] se inscribe en un diálogo tributario del clima de los Bicentenarios, a la vez, en Europa y América y, por lo tanto, en una asunción de la posibilidad de reconfigurar la reflexión sobre la cuestión de la revolución. En efecto, más allá de los temas diversos que el libro recupera con una perspectiva novedosa, como los artículos sobre la guerra y otros, más clásicos, como aquellos vinculados con la opinión pública, me gustaría llamar la atención sobre un texto relevante: “revoluciones hispanoamericanas. Problemas y definiciones” de Annino.
Retomando a Guerra, Annino se interroga acerca de cómo comprender las revoluciones. Es decir, el objetivo del trabajo es, entonces, avanzar en un intento de comprender la ruptura, es decir, la originalidad. Para ello, se vale de varias comparaciones: si bien la revolución norteamericana se centra en su constitución y la francesa en la declaración de derechos, no sabemos de qué modo conceptualizar esa comparación. La distinción entre la ruptura del Imperio y la quiebra de la monarquía debería ser observada más de cerca; del mismo modo, el carácter heterogéneo de la revolución que abarcó una dimensión horizontal, entre reinos, y vertical, en cada uno de ellos. En segundo lugar, la originalidad involucra del mismo modo la concepción de un republicanismo distinto del inglés en la medida en que el hispanoamericano siempre fue contractualista y católico. Así, la experiencia americana podría ser capturada como el tránsito de un “republicanismo monárquico-católico a un constitucionalismo republicano-católico”. Por último, es preciso intentar ubicar las revoluciones en el contexto de la reflexión constitucional; es evidente la inspiración de autores franceses y americanos; no obstante, también es relevante la enorme influencia de Vattel. De hecho, el texto se cierra con una notable propuesta: “Si tomara la arriesgada decisión de contestar a la primordial pregunta sobre qué fueron estas revoluciones (…) diría: un constitucionalismo legalmente pluralista y asimilador, que redefinió la tradición republicana católica en términos sin duda más modernos, es decir, más completos con los nuevos desafíos de la gobernabilidad”[98].
En suma, en su notable contribución, Annino ofrece una fórmula comparativa, una tematización de la originalidad del proceso hispanoamericano y una consideración acerca de la ruptura revolucionaria.
Los treinta años que separaron Tradición política… de Modernidad e independencias… fueron poblados por un conjunto de inquietudes en torno de la revolución. Ello no solo se debió a los procesos de independencia hispa- noamericanos. Como se recordará, esos años coincidieron, también, con los Bicentenarios de otras revoluciones (norteamericana y francesa) y con sus pre- parativos. Pero, también, con el desplome de las experiencias revolucionarias que se agotaron en 1989 y que habían sido interpretadas como la continuación de aquellas de las que se celebraba el Bicentenario. Esa fecha-símbolo revalo- rizó su legado al mismo tiempo que lo desligó de aquellas que sucumbían. Al mismo tiempo que se conmemoraba, la idea misma de revolución terminaba. La revolución ya no formó parte de ninguna ilusión de la superación posible de la política.
De este modo, la comparación que había dado impulso a la obra de Guerra recuperaba el tiempo e iba a ser continuada con una interrogación que había partido de la revolución pero que ya no se contentaba solo con recordarla: el programa de investigación que se expandió con tanta virulencia en los años 90 parece haber comenzado a mudar. La revolución pesaba cada vez menos; las consecuencias y los problemas nuevos delinearon un verdadero programa de investigación que se propagó sobre esa base durante un cuarto de siglo. La revolución había marcado un rumbo y él había ido tomando cuerpo.
Luego de un cuarto de siglo, es posible que ese rumbo, tan firmemente explorado por tantos investigadores, en tantos países, con tanta maestría y que había constituido una verdadera cuestión, esté pergeñando otros interrogantes. Esto no quiere decir que ya no veremos más trabajos sobre elecciones, o so- bre las formas de federalismo o centralización, sobre las consecuencias de la crisis de la monarquía española, sobre la discusión de las soberanía, sobre los lenguajes políticos y sobre tantos otros temas que poblaron libros y artículos todos estos años. Sólo quiere decir que sus presupuestos e interrogaciones y su dimensión conceptual ya fueron enunciados. Es posible que algunas inédi- tas formulaciones se estén abriendo paso. Los últimos trabajos con los que he cerrado esta presentación parecen anunciar la reconfiguración de nuevos problemas.
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Notas