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Los industriales frente a la legislación laboral en la segunda mitad de los años treinta
Investigaciones y Ensayos, vol.. 71, 2021
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Artículos

Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 71, 2021

Recepción: 18 Junio 2021

Aprobación: 27 Julio 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: La crisis de 1930 trajo incertidumbre, abrió un escenario de tanteos en todos los niveles y redefinió las reglas de juego entre sectores productivos y entre éstos y el estado. El problema en el cual se inscribe este texto es dar cuenta de esas transformaciones a través del seguimiento de la reforma del código de comercio (ley 11729), la ley de organización del personal bancario (12637) y los proyectos relativos al salario y el seguro social para recuperar la posición de los industriales desde las intervenciones públicas de las corporaciones que se arrogaban su representación, fundamentalmente memoriales y solicitadas presentadas al parlamento para incidir sobre el contenido de las iniciativas en debate o, simplemente, para evitarlas. Esto no supone asumir identidad entre un universo –el de las asociaciones- y otro –el de los empresarios-, sino avanzar sobre las posibilidades abiertas en esta etapa del desarrollo del tema. Por otra parte, seguir el itinerario de proyectos efectivamente sancionados o abandonados en alguna de las comisiones nos permite recuperar la dinámica parlamentaria, las alternativas de la tarea de legislar, el modo en que la prensa se involucra en el proceso y las estrategias que las corporaciones asumen cuando perciben que sus intereses están amenazados.

Palabras clave: legislación laboral, industriales, parlamento.

Abstract: The 1930 crisis brought uncertainty, opened a scenario for trial and error at all levels and redefined the rules governing relations among manufacturing areas and between these and the government. This text is written to account for those transformations through the amendment of the Commercial Code (Law 11,729), the law for the organization of bank personnel (12,637) and the projects related to the salary and social security to regain the position of the industrial workers since the public interventions of the corporations that claimed their representation, mainly for petitions presented to the parliament to influence in the content of the initiatives discussed or to simply avoid them. This does not mean assuming an identity between one universe -that of the associations- and another -that of the businessmen-, but to make progress on the possibilities opened at this point in the development of the subject. Furthermore, to follow the itinerary of projects dully backed or abandoned in one of the commissions allows us to restore the parliamentary dynamics, the alternatives to lawmaking, the way in which the press is involved in the process and the strategies that the corporations adopt when they perceive that their interests are being threatened.

Keywords: Labor law, industrial workers, parliament.

Introducción

Cada miércoles, desde el 12 de septiembre hasta el 14 de noviembre de 1928, Luis Colombo, en nombre de la Unión Industrial Argentina, corporación que presidía desde 1926, pronunció conferencias por radio L.V.O, propiedad de Jaime Yankelevich (Colombo, 1928). El objetivo era enfrentarse al lema “comprar a quien nos compra”, difundido por la Sociedad Rural que intentaba desviar las compras de los Estados Unidos hacia Gran Bretaña levantando las tarifas proteccionistas, y reemplazarlo por la premisa de “bastarse a sí mismo” (Barbero y Rochi). En defensa del sector al que representaba, Colombo, se dedicó a denunciar los “errores legislativos” que trababan la producción, mostrar la situación en la que se encontraba la manufactura, las posibilidades de desarrollo futuro en la medida en que el estado la protegiera y “convencer” al obrero “que el capital es su mejor aliado, que el patrón es siempre su mejor amigo, que ambas fuerzas comprendidas recíprocamente, hermanadas en comunes esfuerzos, harán la grandeza del país y asegurarán su respectivo bienestar” (Colombo, 1928, 1era. Conferencia)

A principios de octubre, una conferencia del socialista belga Emile Vandervelde[1] en el teatro Odeón, en la que se refirió a los altos salarios ganados por los obreros norteamericanos sin leyes que los obligaran ni presiones de un socialismo ausente, producto, según su perspectiva, de la decisión de los patrones, a los que las ganancias los autorizaban “a manera de lujo y como satisfacción a uno de sus tantos caprichos” (Colombo, 1928, cuarta conferencia, octubre 1923, p. 22)[2], se convirtió en referencia obligada de Colombo en sus sucesivas intervenciones. Coincidía con Vandervelde, y atribuía el bienestar obrero a la “muralla china” aduanera que protegía a la industria americana

No vinieron los mejores salarios por reclamaciones pacíficas o violentas, no fueron alcanzados por huelgas, no necesitaron aquéllos de ningún extremista, no necesitaron tampoco leyes de ninguna clase que pudiesen influir directamente en la vida o en el jornal del obrero. No. Fue todo obra exclusiva de la protección aduanera (Colombo, 1928, sexta conferencia, octubre 1928, p. 37)

Lo que Colombo no dijo fue que Vandervelde vaticinaba que la mezcla de fordismo, taylorización y filantropía de los ricos, donde se asentaban los altos salarios y la promesa de prosperidad y de resolución pacífica de los conflictos en Estados Unidos, revelaría sus límites por ausencia de protección social y de medidas de auxilio a los desocupados (Prislei, 1998)

El dirigente de la UIA prefirió enfatizar que a medida que las fábricas aumentaban su producción, los empresarios, sin leyes que los obligaran, mejoraban la situación de los trabajadores. Y utilizó el ejemplo de la industria del cemento. Loma Negra, instalada recientemente, se aprestaba a desarrollar su obra social y Sierras Bayas, proporcionaba a sus obreros

(…) casas construidas expresamente con comodidades que antes desconocieron y a la vez se levantaba un suntuoso edificio escolar para sus hijos, se destinaban salones para sus fiestas y representaciones cinematográficas, se ofrecía servicios médicos gratuitos, proveedurías de carácter cooperativista y aun y por sobre los seguros de accidentes, la Compañía concedió y concede a sus trabajadores una póliza de vida que aleja la miseria del hogar cuando la muerte se lleva al jefe de la familia (Colombo, 1928, sexta conferencia, p. 39)

Colombo tampoco mencionó que Vandervelde había defendido la legislación social belga y la había enmarcado en el eclipse del liberalismo y su sustitución por dos grandes corrientes, la socialista y la católica, partidarias ambas de la intervención del estado en la protección social de los obreros.

En la décima y última conferencia, el presidente de la UIA sintetizó en diez puntos las demandas de la industria al Estado. El punto siete se refería a la necesidad de compilar un Código del Trabajo Nacional, dictar una ley de pensiones a la vejez e invalidez, otra de organización de asociaciones profesionales patronales y obreras obligatorias y finalmente, la revisión de las leyes sociales vigentes.

Dos años después, en Levántate y anda(Colombo, 1930) reiteró los mismos argumentos en cuanto involucraban a la cuestión de la legislación en materia de reglamentación del trabajo. En primer lugar, vinculó la necesidad de que fueran estudiadas cuidadosamente las leyes dictadas y por dictarse para evitar el aumento de los costos de producción. La legislación argentina, sostenía, producto de que los “partidos avanzados”, aun contando con escaso número de representantes en el parlamento, aprovechaban el “desconcierto de los partidos nacionalistas”, perjudicaba el desarrollo industrial y sus víctimas eran los “presuntos beneficiados” (Colombo, 1930, p.30) Las cajas creadas por las leyes de jubilaciones y pensiones no estaban en condiciones financieras de responder a los propósitos por los cuales fueron creadas; la fijación de salarios mínimos era “un absurdo económico” y la ley de menores, además de encarecer los costos de producción, levantaba un dique al aprendizaje y perjudicaba la economía de la familia obrera

(…) preferimos que los muchachos ambulen por las calles, molesten a los vecinos con gritos y pelotazos, vendan diarios o lustren botas y muchos de ellos se encanallen, dando más elementos a la justicia criminal y más carne a las cárceles. Eso en lo tocante a lo moral, que en lo material se da el curioso caso de que mientras se pretende beneficiar con leyes los salarios obreros, se les quita los recursos materiales. Un hogar obrero (…) pierde los jornales que ese menor puede aportar (…) (Colombo, 1930, p.33)

A su crítica a los “partidos avanzados”, sumó a la academia y al Estado. En cuanto a la primera se refirió a

(…) eternos eruditos que todo lo saben porque leyeron y porque les dijeron, pero que jamás han estudiado en la vida práctica los problemas económicos que atañen al desarrollo de la producción (…) se llenan la boca hablando patéticamente de pretendidas miserias que se salvan con el salario mínimo (…) verborragia estrepitosamente inútil, aunque halagadora para las masas (Colombo, 1930, p. 37)

En cuanto al segundo, se opuso a su pretensión de tutelar, “de convertirse en padre de adopción de hijos que no necesitan su paternidad y que tampoco pueden prestarse a sumisiones que a veces denigran” (Colombo, 1930, p.39)

Y, finalmente, las leyes sociales sancionadas, según Colombo, por el afán de copiar la legislación externa o por mero electoralismo, servían para crear antagonismos entre el capital y el trabajo en la medida en que persistían en resolver problemas inexistentes. Asociaciones gremiales patronales y obreras legal y obligatoriamente constituidas, eliminarían a los “traficantes profesionales de huelgas y a la “fuerza desquiciadora que canta la internacional” y “pasea un trapo rojo”

El planteo de Colombo a fines de la década del veinte no era nuevo. A principios de siglo, cuando el parlamento comenzó a debatir iniciativas que involucraban a los trabajadores, los industriales reaccionaron (Zimmermann, 1995) contra la injerencia del estado y en defensa de los costos de producción. En 1904 rechazaron el Código de Trabajo elaborado por Joaquín V. González que regulaba las asociaciones profesionales y los contratos, la jornada, el trabajo de mujeres y menores, creaba una Junta Nacional del Trabajo como autoridad administrativa y tribunales de conciliación y arbitraje. El argumento central era que la intervención del estado era exagerada y colocaba al país en pleno régimen de socialismo de estado. A partir de allí, se desprendieron del Código proyectos que abordaban cuestiones específicas y la mayoría de ellos fue también cuestionada. Ese mismo año, el proyecto de ley de descanso dominical que obligaba a los patrones a concederlo con pago de jornal, aprobado en Diputados, fue modificado en el Senado después de que los industriales manifestaran que era un contrasentido jurídico porque los obligaba a remunerar servicios no prestados y representaba un aumento del 17% en el costo de la mano de obra. No se oponían al descanso, en todo caso no era más que la oficialización de una situación ya existente, sino a la remuneración. Nuevamente en 1913, frente al proyecto de ley presentado por el socialista Del Valle Iberlucea, para imponer la semana de 48 horas, la UIA se dirigió al Senado para expresar que era prematuro y daría un golpe de muerte a ciertas ramas industriales. En 1915, la ley 9688 de accidentes del trabajo, asentada en la doctrina del riesgo profesional, dio sanción legal a una situación de hecho. Muchas industrias habían organizado ya el seguro contra accidentes[3]. Y cuando en 1925, se sancionó la ley 11289, de jubilaciones, los industriales volvieron a recurrir a los memoriales dirigidos al Congreso y al Poder Ejecutivo para pedir su derogación y organizaron un mitin, como en 1899 lo habían hecho para reclamar por los aranceles. En este caso, los trabajadores también repudiaban la ley porque les exigía un renunciamiento forzoso de una parte de sus salarios, sin ofrecerles la seguridad del destino que se les daría a esos fondos. Millares de ciudadanos, dice A. Guerrero (1944),

(…) desfilaron por espacio de varias horas, desde la explanada de la Plaza Colón hasta las graderías del Congreso, en silencio, sin carteles, sin música, sin gritos, protestando vigorosamente, por la sola acción de su presencia contra la sanción de una ley bien intencionada, pero inconsulta y perjudicial para los intereses generales del país. [4]

Las primeras leyes laborales, atribuidas por Colombo a la copia o al electoralismo habían sido resultado del aumento de la conflictividad social y sobre todo de la percepción de un problema sobre el que debía incidirse. La circulación de ideas, individuos y modelos institucionales entre el viejo y el nuevo mundo promovían el derecho social, la universidad se hizo cargo creando cátedras específicas que incorporaron saberes, difundieron nuevos lenguajes jurídicos a través de la publicación de revistas, aportaron expertos para la elaboración de proyectos legislativos y recibieron académicos internacionales (Zimmermann, 2013; Palacio, 2018). En esa trama, de la que participó el catolicismo y el socialismo se formaron los funcionarios que, como proponen quienes se ocuparon de seguir la trayectoria del Departamento Nacional del Trabajo (DNT) (Suriano, 2012; Lobato y Suriano, 2014; Zimmermann, 1995)[5], acumularon conocimientos y los sedimentaron, en la medida en que permanecieron en el tiempo y que les permitieron intervenir en la diagramación de la legislación laboral. Legisladores socialistas, católicos sociales, liberales reformistas y radicales dieron curso a la presentación de las iniciativas legislativas rechazadas por los industriales y en algunos casos, también por los obreros.

Hacia fines de la década del veinte, la UIA ya había recorrido “el largo camino”, iniciado a fines del siglo XIX para constituir no sólo una organización sino al grupo mismo a representar. La hipótesis de Fernando Rocchi (2000) es que fue a principios del siglo XX cuando logró ambas cosas y que fue el fantasma del conflicto social el que la cohesionó. Aunque la UIA, no era la única asociación que reunía cámaras industriales. En 1916, se constituyó la CACIP, con fuerte predominio de entidades vinculadas al agro y alguna representación del sector manufacturero de la alimentación. En 1918, la intensificación del conflicto social, llevó al sector empresario a crear la Asociación del Trabajo (Rapalo, 2012) que nucleaba centralmente a las entidades vinculadas al comercio de importación y exportación, compañías ferroviarias, de navegación, bolsas de comercio y que junto con la Liga Patriótica Argentina (Caterina, 1995), funcionó como fuerza de choque. La simultaneidad de la presencia de directivos y cámaras en más de una central construye una trama compleja, pero lo cierto es que ninguna de ellas presentaba diferencias notables con la UIA en el modo de evaluar la legislación laboral (Barbero y Rocchi, 2002, Lindemboim, 1976, Marchese, 2000). En 1934 se sumó la Federación Defensora del Comercio, la Industria y la Producción cuya emergencia está directamente asociada a las reformas instrumentadas en el sistema tributario (Persello, 2016) y fue precedida por movilizaciones y cierres de comercios para pedir la derogación del impuesto a las transacciones. La constituían cámaras gremiales, en general, de base local: textiles, manufactureros del tabaco, industriales panaderos, del calzado y gráficos, entre otros. La presidió Julio Descole que pertenecía a la Cámara de cromolitografía y hojalatería mecánicas[6]

En 1930, la crisis trajo incertidumbre, abrió un escenario de tanteos en todos los niveles y las respuestas ensayadas para conjurarla fueron redefiniendo las reglas de juego entre sectores productivos y entre éstos y el estado. Una amplia literatura, que iremos recuperando a lo largo de este trabajo, se ha ocupado de esas transformaciones en la legislación laboral, el movimiento obrero y las corporaciones empresarias. El objetivo de este trabajo es seguir el itinerario de proyectos de legislación laboral efectivamente sancionados –la reforma del código de comercio (ley 11729) y la ley de organización del personal bancario (12637)- o abortados en algunas de las comisiones -los proyectos relativos al salario y el seguro social- para recuperar la posición de los industriales desde las intervenciones públicas de las corporaciones que se arrogaban su representación, fundamentalmente memoriales y solicitadas presentadas al parlamento para incidir sobre el contenido de la legislación en debate o, simplemente, para evitarla. Esto no supone asumir identidad entre un universo –el de las asociaciones- y otro –el de los empresarios-, sino avanzar sobre las posibilidades abiertas en esta etapa del desarrollo del tema.

El aporte reside, en todo caso, en colocarse en la intersección entre el parlamento y los intereses afectados por sus sanciones o por la ausencia de ellas que nos permite recuperar la dinámica parlamentaria, las alternativas de la tarea de legislar, el modo en que la prensa se involucra en el proceso y las estrategias que las corporaciones asumen cuando perciben que sus intereses están amenazados.

Industriales y trabajadores

El lugar que la industria ocupó en la producción claramente cambió entre 1930 y los años de la guerra y también se modificó la percepción que los poderes públicos tenían del sector. En 1933 aún se mantenía la incertidumbre frente a la emergencia, se sostenía la premisa del equilibrio del presupuesto y el Pacto Roca-Runciman había recreado, con límites, la relación privilegiada con Gran Bretaña. Es recién a partir de que, a fines de ese año, Federico Pinedo y Luis Duhau ocupen los ministerios de Hacienda y Agricultura, respectivamente, cuando se empiezan a sentar las bases de lo que dio en llamarse “economía dirigida” y se profundizaron las medidas parar revertir el ciclo económico que favorecieron, deliberadamente o no, la sustitución de importaciones. En 1935 la economía comenzó a recuperarse, la industria mostró signos de crecimiento, la desocupación decreció y los conflictos obreros aumentaron. En 1939 el sector industrial era ya un 35% mayor que en 1930 y representaba un 22,5% de la producción total. La preocupación volvió con la guerra, sin embargo, los catastróficos efectos esperados no se produjeron y la industria, alentada por políticas oficiales volvió a crecer, lo que no implicó ausencia de debates sobre qué industria desarrollar, cómo se vería afectada la producción con la llegada de la paz, qué destino darle a los productos industriales. El peronismo vendrá a saldar este debate (Gerchunoff y Lach, 2005)[7] El mundo del trabajo no fue ajeno a este proceso. La intensificación de la industria sustitutiva aumentó el número de obreros, que, por otra parte, produjeron avances en el camino de su organización, abandonaron la prescindencia y giraron hacia la política y el comunismo se afianzó en los nuevos sectores industriales (Torre, 1990)

La crisis del treinta profundizó procesos previos, como no podría ser de otro modo, dado que la industria no nació con ella ni los industriales inauguraron modos muy diferentes de vincularse con el poder político[8] y con el mundo del trabajo. Sin embargo, el aumento de la intervención del Estado en la economía, aceptada para resolver la emergencia que la crisis planteaba, gradualmente fue perdiendo el carácter coyuntural, comenzó a legitimarse también en el ámbito de las relaciones sociales y transformó el modo en que se concebían las relaciones entre el capital y el trabajo. El individualismo fue claramente perdiendo terreno frente al antiliberalismo, el corporativismo, la doctrina social de la iglesia y la apelación a la justicia social permeó los discursos de ministros, legisladores y “expertos” y formó parte de las propuestas de socialistas y radicales, de la iglesia y de las fuerzas armadas.

El Departamento Nacional del Trabajo (DNT), se hizo cargo de esas transformaciones. Roberto Tieghi, un abogado, especialista en cuestiones laborales, lo presidió desde septiembre de 1934. Su perspectiva en relación a los relaciones obrero-patronales era que la intervención del estado no era “un principio que se pueda aceptar o rechazar”, según se adaptara o no a doctrinas políticas más o menos transitorias. Su medida, su carácter, su forma, su fin, podían responder a diferentes posturas, pero en sí misma era un hecho impuesto por la vida social. La legislación argentina había incorporado disposiciones en ese sentido. La práctica era otra cosa, o bien por falta de orientación, por imposibilidad de las organizaciones profesionales para hacer efectivas las normas, o por deficiencias en su aplicación. La transformación debía hacerse por etapas. En primer lugar, era imprescindible obtener información estadística basada en censos de patrones, de obreros y de asociaciones profesionales, que, a diferencia de los ya realizados se elaboraran técnicamente y tuvieran continuidad en el tiempo para formar series ordenadas que permitieran su comparación. En segundo lugar, había que profundizar y sistematizar el estudio de las reglamentaciones y leyes del trabajo vigentes. Las partes interesadas debían participar, la práctica del contrato colectivo extenderse y perfeccionarse, el Estado debía garantizar los intereses colectivos y finalmente, el departamento a su cargo debía preparar la legislación del trabajo para presentarla al Congreso[9]

A principios de 1938, Alfredo J. Molinario, un abogado especializado en derecho penal, reemplazó a Roberto M. Tieghi en la presidencia del DNT y cuando asumió se refirió al industrialismo vinculado a la extensión del derecho al trabajo. En Argentina, dijo, se asistía a un crecimiento industrial “verdaderamente asombroso” favorecido por la inmigración de capitales que buscaban mayores garantías y rendimientos, la política fiscal en materia aduanera y el aumento de la capacidad de consumo de la población, lo cual imponía a los poderes públicos la necesidad de anticiparse a los problemas que este proceso plantearía, mediante una legislación que regulara de manera científica y justiciera las relaciones entre el capital y el trabajo. Como su antecesor, consideraba que la tarea del DNT era colaborar con el Congreso en la recopilación de antecedentes que sirvieran como elementos de juicio en la consideración de proyectos pendientes y con el Ejecutivo para que las leyes efectivamente sancionadas se cumplieran.

Sólo un año después, Emilio Pellet Lastra reemplazó a Molinario y nuevamente aludió a la necesidad de que el DNT velara por la armonía en las relaciones entre el capital y el trabajo porque así lo exigía el progreso social y económico del país. El rol del Estado era tutelar racionalmente los intereses en pugna y el de la institución que presidía transformarse en un tribunal de conciliación en el contexto del crecimiento de la agremiación obrera. La justicia social suponía la adopción de principios que debían ser contemplados por la legislación y la autoridad pública era la encargada de aplicarla.

La premisa de que era necesario conocer para legislar[10] se tradujo, durante ese lapso, en censos que pretendían, tal como el industrial de 1935 con respecto al crecimiento del sector[11], construir un mapa de las organizaciones obreras y patronales. José Figuerola, director de Estadística del DNT se hizo cargo de la tarea (González Bollo, 2008). Desde su perspectiva, la extensión de la justicia social requería un conocimiento preciso del mundo del trabajo pero siendo que el censo no era obligatorio admitía que los datos obtenidos no eran rigurosos; por otra parte, el organismo no tenía medios para verificar la veracidad de las informaciones requeridas. Los decretos 16.166 (1933), 50.442 y 50.720 (1934) y una resolución del DNT de octubre de 1935 dieron inicio al censo cuyo resultado fue evaluado como precario.

Entre las organizaciones obreras, la CGT, la Unión Sindical Argentina, y la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas contaban 262.630, 25.095 y 8012 afiliados, respectivamente, a los que se sumaban 72.834 autónomos y 1.398 indefinidos. No había datos para la FORA. En cuanto a las patronales, las 37 cámaras consignadas contaban con 14.374 asociados. Ni la UIA ni la CACIP habían solicitado inscribirse. En el ramo textil, donde se tenía conocimiento de por lo menos cinco entidades –Cámara Algodonera de Buenos Aires, Confederación Argentina de Industrias Textiles, Federación Lanera Argentina, Cámara Industrial de la Seda y Asociación Textil Argentina- sólo la última de estas entidades solicitó la inscripción (61 asociados y 10.572 obreros y empleados) y algo similar ocurría con las empresas constructoras. Los datos siguieron actualizándose año a año y para 1941 las cifras de los afiliados a los sindicatos eran 330.681 (CGT), 26.980 (USA), 21.500 (Asociaciones Católicas) y 127.538 autónomos. Se inscribieron, en ese momento, 174 asociaciones patronales con 50.408 afiliados.[12]

De hecho, no sólo se trataba de conocer sino de controlar. A lo largo de la década distintas comisiones se encargaron de diagramar la reglamentación de los sindicatos. En general, los lineamientos generales a tener en cuenta, que cristalizaron en un decreto en octubre de 1938, eran que debían excluirse las asociaciones que proclamaran ideas contrarias a los fundamentos de la nacionalidad y el régimen jurídico que determina la Constitución y considerarse inadmisibles los procedimientos de acción directa y la participación en cuestiones políticas o religiosas. Asociaciones que actuaran dentro de su órbita no serían factores de perturbación sino garantía de orden y tranquilidad social. Los industriales coincidían.

En 1939 se creó en el seno del DNT la Oficina de Asuntos Gremiales con el objetivo de reunir y ordenar información sobre conflictos entre el capital y el trabajo, para procurar su solución o prevenirlos y vigilar el cumplimiento de los convenios colectivos.[13] En ese momento la bancada socialista, que venía sosteniendo la necesidad de crear un Ministerio de Trabajo, presentó un proyecto en Diputados[14] que modificaba la estructura del Departamento otorgándole mayor autonomía. La propuesta era que estuviera presidido por un consejo de administración de nueve miembros: tres en representación de los empleadores y tres de los trabajadores, un presidente nombrado con acuerdo del Senado, dos profesores titulares de legislación del trabajo de las facultades de Derecho y Ciencias Sociales y de Ciencias Económicas de la UBA. El tiempo y la complejidad de los problemas sociales, según la perspectiva de José Solari, que informó la iniciativa, exigían la reforma de un organismo que mostraba una tendencia a burocratizarse y muchos de cuyos funcionarios estaban entregados a “especulaciones políticas”. La legislación extranjera aportaba antecedentes para avalar los cambios, pero el modelo era la Junta Nacional del Trabajo contemplada en el proyecto de Código de 1904. El objetivo era “lograr la mayor cooperación posible de los más directamente interesados”. El carácter representativo del cuerpo colegiado que se creaba podía hacer lo que el parlamento y el ejecutivo no podían.

Las intervenciones públicas de las corporaciones que nucleaban a los industriales, durante toda la década, dirigieron sus demandas al estado y raramente confrontaron entre sí. Reclamaron proteccionismo, que no residía solo en aumentar las barreras aduaneras sino en el ajuste de los gastos públicos para que no incidieran bajo la forma de impuestos en la producción fabril y en la revisión de las leyes que regulaban las relaciones entre el capital y el trabajo. Luis Colombo, unos días después de que Uriburu asumiera el poder, encabezó una delegación que se entrevistó con los ministros de Hacienda, Agricultura e Interior, manifestó su apoyo al nuevo gobierno y según lo que trascendió se habló de aranceles, el ministro de Hacienda planteó que las disposiciones de carácter aduanero eran evidentemente vetustas y sugirió a los representantes de la UIA que debían dejar de lado “tendencias apolíticas” para, con su acción en la elección de los miembros del futuro congreso de la nación tuvieran defensores de los intereses industriales del país[15]. Hacia adelante, los industriales siguieron dirigiéndose al Congreso para incidir sobre sus sanciones, pero la forma que asumió su incorporación al Estado fue otra. Colombo presidió la Comisión de Fomento Industrial constituida en ese momento con representantes del Ministerio de Agricultura, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio para diagramar políticas de emergencia y esa Comisión inauguró una modalidad administrativa que se implementó durante toda la década, la creación de juntas, comités y comisiones integradas por funcionarios, técnicos y representantes de los intereses sectoriales, de las que estuvieron ausentes los sindicatos obreros, con carácter consultivo. La UIA y la CACIP formaron parte de los organismos que diagramaron e implementaron los nuevos impuestos, de la junta que abordó el problema de la desocupación, de la comisión de divisas que operaba en el control de cambios, de las juntas reguladoras de la producción, y de muchas otras. Sin embargo, en la memoria presentada en 1939, la UIA enfatizó que era la industria la que había posibilitado la recuperación cuando las actividades agrícolas no podían absorber los alrededor de 400 mil desocupados y la falta de divisas imposibilitaba el pago de las importaciones y lo había logrado, “por la fuerza de las circunstancias”, sin política económica alguna, bajo el peso de fuertes cargas impositivas, leyes sociales y reglamentaciones entorpecedoras. La CACIP coincidía. En la memoria correspondiente a los años 1940-1941 sostenía que el estado había llegado a creer que su sola injerencia implicaba una solución cuando, de hecho, su “propia frondosidad” disfrazaba su arbitrariedad. Y advertía a los que pedían protección estatal que una vez que esta ocurría ya no se podía graduar. Las medidas de emergencia, tomadas en momentos excepcionales se habían enquistado en la administración y el industrial y el comerciante habían sido sustituidos por burócratas[16]. El cuestionamiento no solo alcanzaba a la administración pública, la industria, según los industriales, se había desarrollado a pesar de un Congreso que estaba siempre en retardo, de una prensa que insistía en el librecambio cuando el mundo se había vuelto proteccionista y de una mentalidad ganadera que era incapaz de comprender que el sector no competía con sus intereses[17]. En 1942, cuando a iniciativa de la UIA se creó el Instituto de Estudios y Conferencias Industriales, Alejandro Bunge que estuvo a cargo de la conferencia inaugural, reconoció que el volumen de la producción había aumentado al igual que las personas ocupadas en la industria, que los medios de pago se expandían y que la exportación de productos industriales era un hecho cierto. Elogió entonces a los ministros de Hacienda y Agricultura, Acevedo y Amadeo y Videla, por las medidas de estímulo –crédito industrial, creación de la Marina Mercante, ley de Fabricaciones Militares, constitución del Comité de Estímulo Industrial y Comercial- pero advirtió sobre dejar todo librado al estado. Cuestionó a la burocracia, “con escasa sensibilidad social y económica, con secreto encono hacia la manufactura y, en particular, hacia las industrias prósperas y los industriales que las integran” y a los complicados e inquisitoriales mecanismos del fisco[18]. Estado sí, siempre y cuando los hombres de estudio y los industriales participaran de la definición de las políticas para el sector.

La ley 11729

La ley 11729, que reformaba los artículos 154 a 160 del Código de Comercio, relativos al contrato de empleo privado de los empleados y obreros en relación a despidos, indemnizaciones, vacaciones y antigüedad, se sancionó al final del período legislativo de 1933 y se promulgó en septiembre de 1934, después de que el Poder Ejecutivo vetara el efecto retroactivo.[19] La iniciativa había partido del socialismo y la Federación de Empleados de Comercio, presidida por A. Borlenghi había trabajado por su sanción.

En enero de 1936 la UIA envió una nota al presidente de la República donde le pedía convocar al Congreso a sesiones extraordinarias con el fin de suspender los efectos de la ley hasta tanto se estudiasen modificaciones y aclaraciones o se la sustituyera por otra que contemplara con mayor equidad los intereses del empleador, sin enfrentarlo con los obreros ni introducir “elementos de discordia y perturbación”. Los miembros informantes de la comisión, en Diputados, establecieron que la ley no comprendía a los obreros de la industria, pero el texto no era claro en ese sentido y los obreros habían apelado a la justicia. En diciembre de 1935, la Cámara en lo Comercial y la Justicia de Paz Letrada fallaron que por estar regidos los talleres y fábricas por el Código de Comercio la reforma los alcanzaba y fue esto lo que impulsó a los industriales a demandar la revisión de la ley.

La industria sostenía que las vacaciones no traducían solamente aumentos en el renglón de sueldos y salarios y por consiguiente en el costo de la mano de obra; en determinadas industrias, en secciones de fábricas o en ciertos oficios demandaban una paralización cuyos efectos eran de honda perturbación para el establecimiento afectado. Las indemnizaciones por enfermedad “inculpable” –equivalentes al sueldo o salario de tres o seis meses, según la antigüedad del empleado u obrero- podía alcanzar cantidades exorbitantes. La dificultad de evitar la simulación, tan común y conocida a través de la ley de accidentes del trabajo, elevaría a proporciones desmedidas la cantidad de obreros y empleados enfermos durante tres o seis meses por año, máxime cuando el Código no establecía cómo habría de probarse la enfermedad, dejando así al beneficiario la facultad de utilizar o servirse de certificados facultativos de favor. El preaviso, por razones obvias, debía convertirse siempre en el pago de uno o dos meses de salarios, aun cuando el despido estuviera perfectamente justificado, pues el empleador no podría nunca mantener en su establecimiento, por el término indicado, al empleado u obrero despedido, cuyos servicios, lejos de ser útiles, habrían de convertirse en un factor de desorden para los demás. Por otra parte, rechazando los jueces el testimonio del personal de la casa, por corresponderle las generales de la ley, el empleador no podría nunca probar la insubordinación, ofensa o agravio del obrero despedido a sus jefes, convirtiéndose de este modo el despido en un premio al factor que era necesario desalojar y que en mérito a las facilidades que le otorgaban estas unilaterales reformas del Código de Comercio, se transformaba en un beneficio ocasional mucho mayor que la remuneración del trabajador competente, ordenado y respetuoso.[20]

En síntesis, la UIA evaluaba que las cargas económicas para el empleador eran confiscatorias y sus obligaciones no tenían paralelo con las del empleado u obrero. Ambas cuestiones invalidaban la ley y la hacían inaplicable por falta de equidad. En paralelo, la Cámara de la Industria del Calzado, liderada por el industrial del ramo Fortunato Delrío, que abandonó la UIA en 1934, momento en que se constituye la Federación y retornó en 1944, y la Junta pro derogación de la ley 11729, integrada por representantes del comercio y la industria, presentaron un memorial ante la Corte Suprema. Los cálculos de las corporaciones eran que la mano de obra aumentaría en 20.823%, el costo de la vida 36.605% y estarían imposibilitadas de cubrir con seguros los riesgos que derivaban de la legislación. De aplicarse la ley resultaría un pasivo confiscatorio –sinónimo de quiebra- para el comercio y la industria. El desarrollo del país requería leyes previas: códigos de trabajo, tribunales de arbitraje, un registro nacional de industriales, censos y estadísticas en las que las corporaciones firmantes se comprometían a colaborar.

Un proyecto de ley de Carlos Courel, con un único artículo, “los obreros de la industria no están incluidos en los beneficios de la ley 11729”, intentaba hacerse cargo de la situación. La iniciativa, por vía de interpretación legislativa, intentaba precisar el alcance del término “obrero” en la ley[21]. En tanto, los legisladores socialistas contestaron con otro proyecto: la ley comprendía en sus beneficios a todos los empleados y obreros, cualquiera fuera su denominación y actividad. No habiendo un Código del Trabajo, el único que podía ocuparse de los derechos de los trabajadores era el Código de Comercio que, por otra parte, involucraba todas las formas de trabajo. Lo que resultaba claro para Joaquín Coca y Luis Ramiconi, los autores del proyecto, era que la ofensiva patronal había comenzado a tener peso en la justicia pues habían empezado a presentarse fallos que excluían a los trabajadores de los beneficios de la ley. Esa ofensiva respondía a la tendencia patronal –“anticonstitucional, subversiva”- de evitar la unidad de la legislación que reglamentaba derechos a los trabajadores y fijaba obligaciones a los empleadores. Y concluían citando un artículo aparecido en el periódico de la CGT que expresaba que los jueces no podían limitar los alcances de la ley haciendo distinciones entre obreros por su colocación más inmediata o más lejana del momento en que una mercancía se intercambia. Era “una tautología”, todas las mercancías se producían para el comercio. [22]

En paralelo se discutía la necesidad de un Código del Trabajo. El PE había remitido un proyecto en 1933, redactado por Carlos Saavedra Lamas, profesor de legislación del trabajo de la UBA, que se reprodujo en 1936, período legislativo en que se sumó la iniciativa del diputado Juan E. Cafferata[23], para que se formara una comisión que estudiara los antecedentes ya reunidos en el parlamento. Cafferata argumentaba que en 1904, el proyecto de Joaquín V. González había llegado demasiado temprano pero el país había adquirido experiencia, la legislación social había madurado, el mundo del trabajo estaba transitando por una crisis espiritual y material y había llegado el momento de, en nombre de la justicia social para apartar a los trabajadores de las “ideas extremas y de las explosiones del odio de clases”. La constitución de la comisión se sancionó, aun con la oposición de quienes sostenían que no podía sustraerse la cuestión a la Comisión de Legislación del Trabajo y de quienes, como los socialistas, consideraban que lo más urgente era sancionar algunas leyes que luego podrían servir para elaborar un código. Lo fundamental era que las leyes se aplicaran porque había sectores políticos que proponían llevar justicia a los trabajadores para que no perturbaran “lo que se ha dado en llamar el orden”, para restringir los derechos obreros. La UIA, por su parte, solicitó encomendar a una comisión especial integrada por funcionarios públicos, jurisconsultos especializados en la materia y representantes de las entidades patronales y obreras, la redacción de un anteproyecto. La respuesta del DNT, consultado por la cámara, fue que la corporación que nucleaba a los industriales podía contribuir llevando ante la comisión parlamentaria recientemente creada que lo estaba estudiando, las observaciones y proposiciones que creyera convenientes, sin necesidad de crear una nueva comisión.[24]

En agosto de 1938, la UIA volvió a recurrir a la Cámara, para solicitar una aclaración sobre un proyecto presentado por el radical entrerriano Bernardino Horne que establecía la obligación de suministrar alimentos y vivienda adecuados, asistencia médica, medicamentos y licencias pagas a los empleados y obreros ocupados en todos los establecimientos industriales, comerciales, agrícolas y ganaderos del país y medios para facilitar a dichos empleados y obreros que sus hijos puedan concurrir a las escuelas. La entidad de industriales descontaba que Horne había elaborado su proyecto pensando en los obreros vinculados a las tareas rurales y, para que no ocurriera lo mismo que había sucedido con la ley 11729, pedía que esos términos fueran aclarados en el texto de la iniciativa parlamentaria que nunca se sancionó. Las cámaras acumulaban proyectos que raramente salían de las comisiones y las comisiones ad hoc tampoco producían despacho.

En septiembre de 1940, segundo festejo del día de la industria[25], Luis Colombo volvió a insistir en su discurso en la necesidad de que se reformara la ley 11729, “para eliminar la desorganización y la indisciplina en las fábricas” y para que desaparecieran quienes la aprovechaban “para crear pleitos injustificados en perjuicio de los mismos obreros”.

Queremos un Código de Trabajo (…) para asegurar al trabajador, condiciones de vida humana con los beneficios de ampararlo en cualquiera de las desgracias que se suman en un hogar humilde, cuando por cualquier circunstancia, vejez, invalidez, accidente o muerte, disminuye la capacidad física o desaparece su jefe. Esta es la verdad de lo que falta y eso es lo que propician los patrones tildados a veces de “egoístas” pero que no hacen política con las intenciones.[26]

Y reiteró los mismos argumentos, en la misma oportunidad, en 1941[27]. La ley 11729 sólo ayudaba a que proliferaran los conflictos que poco o nada beneficiaban al obrero al que “en muchos casos se convierte en un amargado sin amor a la disciplina ni al trabajo”

Las interpretaciones jurídicas seguían demandando esfuerzos de los trabajadores organizados para efectivizar su cumplimiento y a pesar de la jurisprudencia que reconocía el carácter social de la ley y la amplitud de sus beneficios, los legisladores seguían presentando proyectos que cubrían aspectos parciales de la ley. En 1941, el legislador Juan E. Solá, movido, según expresaba, por el propósito de suprimir la injusticia de que eran víctimas los obreros de la industria, originada por las interpretaciones que los tribunales daban a la ley 11729 y por la inercia del Congreso que no se pronunciaba sobre su alcance, presentó una iniciativa que reglamentaba los contratos de trabajo, lo cual suponía admitir que la ley no fue dictada para los obreros de la industria que tenían características específicas que los excluía del Código de Comercio[28]. La perspectiva del legislador en este caso coincidía en parte con el planteo de los industriales: la ley 11729 constituía un factor de desocupación porque imponía excesivas cargas y los patrones evitaban la incorporación de nuevos obreros. La legislación adecuada era aquella que equilibraba los intereses de patrones y obreros y de ese modo aseguraba la adhesión de ambos a sus disposiciones. Y, sobre todo, había que evitar a la industria, castigada por la guerra, la acumulación de pasivos confiscatorios.

La Tribuna Libre Técnico Industrial, organización de alrededor de doce sociedades industriales, liderada por el presidente de la Cámara del Calzado, Fortunato del Delrío, se dirigió a la cámara para avalar la reglamentación de los contratos de trabajo a pesar de su desconfianza manifiesta en torno a la efectividad de los poderes públicos en la resolución de la legislación laboral. En 1939, la Cámara del Calzado y su presidente habían convocado a industriales, comerciantes, productores, profesionales, empleados y obreros para organizarse e intervenir en la solución de los problemas que les eran comunes. La intención era crear un partido político. El diagnóstico era que los poderes públicos no resolvían los problemas que afectaban al sector, el Congreso no consideraba leyes básicas porque privilegiaba la legislación “política”, delegaba funciones que le eran propias en el Poder Ejecutivo y había “olvidado injustamente” a quienes proporcionaban trabajo e invertían capitales, a los que, equivocadamente, creían extranjeros, cuando un gran porcentaje de ellos eran argentinos y por consiguiente votaban.[29] La iniciativa replicaba la que en 1908 había lanzado otro industrial del calzado, Luis Pascarella (Rocchi, 1998). El objetivo de la Tribuna era combatir el “profesionalismo político”, la delegación de facultades legislativas en organismos “sin ubicación constitucional”, tales como las juntas reguladoras que gozaban de presupuestos especiales y los impuestos faltos de equidad[30].

Lo cierto es que la ley 11729 siguió en vigencia sin modificaciones aunque en la práctica sus alcances fueran limitados, de lo que dan cuenta iniciativas parciales como la del antipersonalista Camilo Stanchina[31] que en 1942 proponía la creación de una comisión para estudiar y organizar el desplazamiento de los obreros de la industria y el comercio para el cumplimiento del descanso anual que establecía la ley 11729, integrada por dos representantes del P. E. (DNT y DNH); dos de las centrales obreras, dos de entidades patronales y una del Museo Social Argentino. Las vacaciones obreras seguían siendo una ficción para la mayoría, las colonias de vacaciones construidas por las organizaciones sindicales no alcanzaban la magnitud ni el volumen para cubrir a todos y resolver el problema para Stanchina, formaba parte de la gestión tutelar que le competía al Estado.

La “organización democrática de las profesiones”

En 1938, el Parlamento discutió un proyecto de ley para establecer el escalafón y la estabilidad del personal de las instituciones bancarias[32] que confiaba a una comisión integrada por representantes de empleados y empleadores, funcionarios del Departamento Nacional del Trabajo y el subsecretario de Hacienda, la tarea de dictar las normas y dirigir permanentemente las relaciones entre las empresas y sus agentes. El supuesto era que ni el Congreso ni el Poder Ejecutivo podían reemplazar a los interesados.

Mientras en el debate parlamentario se puso especial cuidado en separar la iniciativa del corporativismo, José Figuerola, que presidía desde 1932 la Dirección de Estadística del DNT, lo apoyaba como una muestra de sus “prolegómenos”[33] y sostenía que seguía la tendencia que apuntaba en la legislación argentina desde 1918 cuando se promulgó la ley 10505, de trabajo a domicilio, confirmada luego por la ley 11544, sobre la duración máxima del trabajo, de 1929. Ambas leyes tenían carácter corporativo profesional en la medida en que el Estado no hacía uso de sus facultades tuitivas, por medio de los resortes administrativos tradicionales, sino que los delegaba a comisiones compuestas de un número igual de representantes de los patrones y obreros de las industrias interesadas, elegidos libremente por las asociaciones inscritas en los registros del DNT[34].

En consonancia con la dirección del organismo que integraba, Figuerola planteaba que “en la era industrial han sido los sindicatos patronales y los sindicatos obreros los que, parapetados tras sus egoísmos y abroquelados en sus posiciones, han pretendido lograr el predominio de unos y el aplastamiento de los otros” [35]. El problema a resolver era cómo acercarlos y la modalidad era la organización profesional. Había que establecer normas profesionales específicas, convenciones, pactos o bases de trabajo que regularan la vida de las profesiones para constituir

(…) lo que don Eduardo Aúnos, ministro que fue de Trabajo durante seis años consecutivos en España, ilustre sociólogo y admirado amigo mío, ha definido como “Derecho contractual de los oficios”. Es decir: el fin último y superior es declarar el derecho a que deben sujetarse las condiciones de trabajo de las distintas categorías sociales de un mismo sector, al formalizar sus contratos de trabajo[36]

El legislador radical Leónidas Anastasi, que desde hacía tiempo formaba parte de espacios dedicados al derecho laboral[37], apeló, en cambio, para fundamentar el proyecto a un “nuevo liberalismo”, que se inspiraba en los principios de las escuelas intervencionistas que asignaban al Estado el papel de órgano regulador en las diferencias entre el capital y el trabajo[38], con el cual se identificaba también el movimiento de renovación del cristianismo cuyas premisas estaban contenidas en la Encíclica Quadragesimo Anno. En la medida en que los representantes de empleadores y empleados serían elegidos democráticamente y las decisiones de la comisión serían obligatorias, Anastasi sostenía que la iniciativa podía considerarse un primer paso para “llegar gradualmente a una organización democrática de las profesiones”

El proyecto lo avalaban, en general, todos los sectores de la cámara, con disidencias parciales de algunos miembros del oficialismo. En su presentación se hizo hincapié, para respaldar la iniciativa, en que “los interesados” y la academia estaban presentes en la factura de la ley. Entre la documentación reunida por la comisión había un proyecto de los empleados bancarios (Sociedad de Empleados de Banco) de 1934 e informaciones suministradas por la Asociación de Bancos de la República Argentina y se había consultado a profesores de legislación del trabajo de las universidades, entre ellos, Manuel Pinto y Mariano Tissembaum de la Universidad del Litoral y Raúl López Narvaja, por ausencia del titular, Dardo A. Rietti, de la Universidad de Córdoba.

La UIA se dirigió a la Cámara para manifestar que el proyecto implicaba una “invasión” y que no podría haber ni organización ni disciplina cuando el personal bancario tuviera injerencia en la fijación de sueldos, horarios, licencias, rescisión de contratos y despidos. Y solicitaba reformar el proyecto limitándolo a satisfacer aspiraciones del gremio bancario en lo que fuera justo, “ante el peligro de que su aprobación tal como está redactado, traiga como consecuencia extender luego sus efectos, por otra ley igual, a las industrias”. [39] La Bolsa de Comercio también se opuso. No se trataba, opinó, de la simple asistencia social, como en las leyes de accidentes de trabajo o artículos pertinentes del Código de Comercio referidos en la ley 11729, sino que invadía atribuciones directivas que afectaban fundamentalmente la marcha de las instituciones comerciales privadas y llegaban hasta comprometer seriamente el principio de autoridad. La nota dirigida a la Cámara manifestaba su alarma no sólo por ese caso concreto sino por la tendencia que abría. Confiar la reglamentación de una profesión a los directamente interesados con la cooperación y dirección de representantes del Estado suponía una interferencia que favorecería a una sola de las partes. En la actividad privada, sin dirección única, sobrevendría la anarquía, el desequilibrio, el derrumbamiento, afirmaba, y ese principio era tan lógico, “tan elementalmente lógico” que no podía destruirlo ninguna dialéctica por lo cual la amenaza que se cernía sobre ella si el proyecto se sancionaba era de extrema gravedad.

Las notas de las corporaciones se manifestaban solidarias con los argumentos expuestos en “prestigiosos órganos de la prensa diaria”, que fueron los que encabezaron la campaña más tenaz contra la iniciativa. El organismo que se crea, sostenía La Nación, “substituye precisamente al gobierno del Estado en la función esencial que le corresponde, como regulador del orden en las relaciones particulares de los habitantes de la República”. La intervención del Estado en las transacciones comerciales, continuaba, sólo se justificaba en los casos de interés nacional y nunca en las relaciones privadas entre empresas y gremios. El proyecto era resistido por que iniciaba una tendencia errónea que subvertía los principios liberales de concurrencia y libertad individual[40]. El que comentamos fue el primer artículo de una larga serie que en todos los tonos cuestionaba el proyecto. La comisión paritaria, que ponía, según el matutino, la dirección administrativa de las instituciones al arbitrio de cualquier caída oficial en la demagogia, había sido concebida exclusivamente con el propósito de resguardar a los empleados contra cualquier arbitrariedad.

La Nación ha defendido siempre al personal que trabaja, y lo seguirá haciendo, pero no es posible que sus derechos a una remuneración justa y a una seguridad efectiva vayan a ser protegidos con métodos que conducen directamente a una completa disolución de principios elementales de la organización nacional, en lo que ésta comprende a la labor privada. El reemplazo de la autoridad de los directores por el género de entidad que se ha proyectado, suprime en absoluto la disciplina necesaria y ataca en sus fundamentos la vitalidad de las empresas, puesto que, como se sabe, los presupuestos bancarios son principalmente presupuestos de sueldos, y en adelante quedarán dependiendo de las disposiciones que se tomen en la forma ideada, que abarca el monto de los sueldos mismos, el escalafón, el horario, los ascensos, los contratos de trabajo, su rescisión e indemnizaciones y toda otra “relación contractual entre el banco y sus empleados[41]

Para el diario, se trataba de una medida “del más puro corte marxista”, absurda, peligrosa y alarmante que decía sustentarse en la “organización democrática de las profesiones”, cuando de hecho no existía nada más contrario ni más contradictorio con el régimen imperante que la supresión de la libertad individual.

La Asociación de Bancos retiró su apoyo inicial al proyecto y los legisladores que lo impulsaban sostuvieron que se trataba de una entidad ocasional, formada al solo efecto de defenderse de la ley, cuyas opiniones eran caprichosas, tendenciosas y exageradas[42], se refirieron a la campaña orquestada por la prensa, “cuya contumacia y violencia no dejaba de ser sintomática” y a la reacción de los intereses creados que agitaban fantasmas porque consideraban peligroso, alarmante y demagógico el propósito de avanzar sobre la legislación social. Sin embargo, frente a la posibilidad de que no se sancionara, la comisión volvió a reunirse para escuchar objeciones y produjo un nuevo despacho que eliminaba de los alcances de la ley a los bancos oficiales y establecía que el reglamento que diagramara la comisión tripartita fuera sometido al Poder Ejecutivo antes de ser sancionado

La Cámara de Diputados aprobó el proyecto (95 votos a favor sobre 98) y en el período legislativo siguiente lo abordó el Senado[43]. En ese momento, La Nación volvió a insistir en su oposición a la iniciativa e incorporó un nuevo argumento. Diputados, sostuvo, la había aprobado durante el auge del ensayo social del Frente Popular en Francia, con las fábricas ocupadas por los obreros y el establecimiento de la semana de 40 horas; el Senado lo estaba debatiendo cuando Francia hacía enormes esfuerzos para recuperarse de la disolución, cuando se había terminado con la semana de 40 horas y con el poder de las comisiones paritarias, ya no había ocupaciones de fábricas y se había restablecido la disciplina social. “No habrá, por lo tanto, excusas para el Congreso si persiste en ese socialismo liberal y en esa organización democrática de las profesiones, que nada tienen de liberal, de democrático, ni de organización”[44]. De hecho, en el Senado se eliminó la comisión paritaria de la ley finalmente sancionada (12637), que sí incorporó asignaciones familiares para el personal bancario.

Los temores de la UIA, de que la “organización democrática de las profesiones” se extendiera a la industria, se vieron confirmados cuando Joaquín Coca y Luis Ramiconi[45] presentaron un proyecto de creación de un sistema general de comisiones mixtas permanentes a solicitud de cualquier entidad obrera ante el DNT para convenir condiciones de trabajo, examinar los conflictos y buscar su solución, resolver las diferencias de interpretación y aplicación de convenios y peticionar a las autoridades para reglamentar el trabajo. Los autores del proyecto sostenían que entre los obreros y empleados había consenso en establecer ese “estado jurídico”. El problema residía en la resistencia de las clases dominantes y aunque su aceptación se estaba extendiendo entre los que tenían sus capitales invertidos en industrias y comercios, los capitalistas también eran víctimas de agitadores profesionales surgidos de las filas de los que gobernaban, legislaban y teorizaban en nombre del capitalismo y explotaban el “miedo burgués” al movimiento obrero[46]. Los gobernantes utilizaban a la policía para poner trabas al derecho de asociación, reunión y prensa sindical y los políticos “preconizan una legislación capciosa”, hostil a los obreros organizados, que con el pretexto de reglamentar las funciones de los gremios trababan su funcionamiento. Solo los directa y personalmente interesados, obreros y patrones, podían resolver lo que les convenía.

Salario mínimo y salario familiar

A mediados de 1937, la Cámara de Diputados designó una comisión encargada del estudio de los salarios de los obreros[47] y ese mismo año el Poder Ejecutivo envió un proyecto de ley[48] que propiciaba la creación de un sistema permanente y de carácter nacional para la fijación del salario mínimo de los trabajadores de la industria y el comercio a través de una Junta Reguladora del Salario, dependiente del ministerio del Interior y anexa al DNT cuyo presidente la presidiría y estaría integrada por tres representantes de los empleadores y tres de los trabajadores designados por el PE y seleccionadas de listas presentadas por las organizaciones gremiales inscriptas en el registro del DNT. La Junta crearía comisiones de salario para determinadas ramas de la industria y por zona. La decisión de la Junta de aplicar sus disposiciones a una industria o comercio se supeditaba a que no rigiera en ella un régimen ordenado por medio de convenios colectivos y que esto ocasionara protección insuficiente del nivel de salarios o expusiera a los empleadores que pagaran mejores salarios a competencia desleal.

En el mensaje que acompañaba al proyecto, el ejecutivo apelaba a la justicia y conveniencia del intervencionismo regulador de las condiciones del contrato de trabajo; a la defensa de la salud corporal y moral de los trabajadores; a la salud económica de la industria y el comercio contra la descomposición provocada por la competencia desleal y a la paz social contra las perturbaciones ocasionadas por la disconformidad de los trabajadores mal remunerados. Aunque la intervención del Estado sólo se justificaba en ausencia de convenios colectivos, cuando la práctica de la asociación estaba consolidada y éstos eran posibles, debía detenerse la acción del estado. Paralelamente, legisladores católicos, socialistas y radicales multiplicaban proyectos, reproduciendo aquellos que permanecían sin ser tratados en la comisión respectiva o elaborando nuevos[49].

Mientras el Congreso discutía la implantación del salario mínimo, la UIA intervino con una nota en la que sostenía que una de las causas fundamentales de los conflictos entre el capital y el trabajo era la fijación de los salarios, utilizado también como un medio eficaz de competencia desleal. El deseo de los industriales era lograr una legislación “meditada y armónica” para que las actividades del trabajo se desarrollaran en “un ambiente de paz propicio al más fácil y rápido progreso de la manufactura” y aceptaba la modalidad de que fueran comisiones paritarias de empleados y obreros las que lo fijaran, siempre que estuvieran integradas por personas elegidas por entidades legalmente reconocidas como tales.[50]

A esa altura, la presencia sindical en las comisiones que establecerían salarios era aceptada por los industriales como un principio de orden. La negociación organizada de los intereses podía poder fin a la conflictividad siempre que, y esta era la condición, los representantes obreros pertenecieran a entidades “legalmente reconocidas”. El decreto de octubre de 1938 de organización sindical, de algún modo, daba respuesta a la demanda de los empresarios. Por otra parte, la práctica de los convenios colectivos había comenzado a extenderse (Gaudio y Pilone, 1983)

El proyecto del ejecutivo de 1937 no contemplaba el salario familiar[51] porque supondría, según se manifestaba en la fundamentación, favorecer el acceso al trabajo de las personas con menores cargas de familia, lo que implicaría un “daño social notable” y debería incorporarse mediante la creación de organismos especiales, financiados por contribuciones impuestas a los empleadores. Sin embargo, éste formaba parte de la agenda que venían proponiendo desde hacía tiempo los católicos y que el senador socialista Alfredo Palacios compartía[52].

En 1939, Palacios presentó dos proyectos que enmarcaba en la protección a la familia argentina. El primero fijaba un sobresalario de 10 pesos m/n mensuales por cada hijo menor de 16 años para todos “los obreros y empleados de los establecimientos industriales o comerciales o de sus dependencias, de cualquier naturaleza que sean, rurales o urbanos, públicos o privados, aun cuando tengan carácter profesional o de beneficencia”. El hijo debía haber recibido la instrucción exigida por la ley de educación común y se le entregaría a la madre. Para administrarlo se creaba una Caja de protección a la Familia Argentina y el fondo se constituiría con el aporte de los obreros y empleados solteros, los patrones y el Estado. El segundo ampliaba al primero. Establecía que para la provisión de cargos debía privilegiarse a los padres de familia, sobre todo a aquellos cuyas esposas trabajaran para permitirles volver al hogar –“abrigo la persuasión de que algún día, la mujer no irá al taller, a la fábrica, a la oficina”-. Ambos proyectos fueron reproducidos en la Revista de Economía Argentina.[53]

Palacios inscribía su propuesta en la superación de la fórmula del liberalismo, “a trabajo igual, salario igual” y le otorgaba un fundamento social y moral más que económico, que, por otra parte, era admitido tanto en los documentos pontificios como en los “manifiestos revolucionarios” y ya había sido incorporado en numerosas dependencias públicas. El Banco Municipal de Préstamos, desde 1929; el Banco Hipotecario Nacional, desde 1923; la Municipalidad de la Capital y la Dirección General de YPF aplicaban el sobresalario y el Director General de Correos y Telégrafos estaba solicitando incorporarlo a la dependencia a su cargo.

La Iglesia hacía tiempo que insistía con la cuestión y a fines de 1940 una pastoral suscripta por el cardenal Copello y los arzobispos y obispos, dirigida al clero secular y regular y a los fieles, que debía ser leída en todas las parroquias, iglesias y capillas en las misas de mayor afluencia, refería a las condiciones del salario y bregaba por la instauración del salario familiar[54]. En 1941, la Acción Católica Argentina transformó el requerimiento en proyecto y lo envió a la Cámara de Diputados. La iniciativa y los fundamentos eran semejantes a los desplegados por Palacios[55]. Las asignaciones familiares constituían el reconocimiento de un derecho natural, satisfacían una exigencia social y respondían a una necesidad económica. La diferencia residía en el sistema que adoptaba que, a su vez, dependía de la forma de financiarlas. En este caso, el régimen establecía el salario familiar de manera obligatoria y general –excepto para el servicio doméstico y el personal de la administración que requería un régimen especial- y ponía su financiación a cargo de los empleadores y parcialmente del Estado con el producido de un impuesto a los solteros, pero excluía la contribución del trabajador. La aplicación de la ley comenzaría con la creación de un Instituto Nacional de Asignaciones Familiares que no tenía el carácter de repartición pública, ni de institución autárquica, caja o junta oficial, sino que sería una entidad de utilidad social, con personería jurídica y gestión autónoma, aunque se contemplaba la presencia del Estado bajo la forma de la designación de representantes y de la función de control. Las cajas de compensación regionales le aportaban autonomía local al sistema.

La ACA menciona la incorporación de las asignaciones familiares a la ley 12637, de organización del personal bancario y enumera instituciones oficiales y privadas que ya las habían adoptado de manera voluntaria. Suma a las mencionadas por Palacios, bancos privados (Germánico de la América del Sud y Alemán Transatlántico); el diario El Pueblo y los establecimientos industriales Algodonera Flandria[56], S.A. Siam Di Tella, la Imprenta Luis Gotelli, Michelín S.A. Argentina de Neumáticos y la Compañía Argentina de Electricidad (CADE).

En el período legislativo siguiente, Francisco Casiello y Jaime E. Soler hacían suyo el proyecto de la Asociación Católica[57]. El argumento para defenderlo era que el régimen económico liberal imperante, el desmedido afán de lucro, la concentración de riquezas en manos de pocos, habían afianzado el principio de la libre concurrencia y contratación. El trabajo seguía siendo equiparado a una mercancía, concepto que constituía una “monstruosidad”, “contra la que claman la justicia distributiva en lo económico, y los sagrados derechos del hombre y de la familia, en lo filosófico y social”. La familia era la célula viva de la sociedad, concepto que surgía de la doctrina del salario familiar, expuesta por primera vez en la Rerum Novarum y reiterada en encíclicas posteriores. Era ley de la naturaleza que el padre alimentara a los hijos que engendró. La IV Conferencia Nacional de Abogados, reunida en Tucumán en 1936, el Congreso de Racionalización Administrativa, reunido en Buenos Aires en 1938 y el I Congreso de Sociología y Medicina del Trabajo ratificaron la necesidad del salario familiar. En el parlamento, los antecedentes eran los proyectos de Cafferata de 1921, reproducido por Bard en 1922, de Lencinas (1935), de Alfredo Spinetto (1937) y de Alfredo Palacios (1939). Basándose en el listado aportado por la ACA, los legisladores enfatizaron que había empresas que ya lo habían incorporado y expresaron que el proyecto contaba con el apoyo de la UIA.

En esa coyuntura, los industriales ya habían comenzado a vincular el salario con el consumo (Swiderski, 1993). De hecho, en 1941, la corporación había presentado al Congreso dos proyectos de leyes económico-sociales, uno de seguro social obligatorio y otro de asignaciones familiares, ambos elaborados por el presidente de Siam, Torcuato Di Tella.

La cuestión de la fijación del salario seguía discutiéndose antes del golpe que desalojó del poder al gobierno de Castillo. En el período legislativo de 1942 se presentó un proyecto de creación de una Comisión Nacional de Salarios. La entidad autárquica que se proyectaba, dependiente del Ministerio del Interior y organismo conexo del DNT fijaría salarios para todo el país y estaba integrada por un presidente que requería acuerdo del Senado cinco representantes de los trabajadores y cinco de los empleadores con sus respectivos suplentes; los que serán designados por entidades centrales obreras y patronales que de acuerdo con el censo del DNT fueran las más representativos de trabajadores y empleadores. La iniciativa fue duramente criticada por el diario La Prensa[58]. Se trataba, dijo el matutino, de “un formidable organismo burocrático que asoma en el ambiente administrativo como un tiburón en un cardumen de dorados”. En ese momento, las corporaciones empresarias desplegaban una fuerte campaña antiburocrática, resistían al “gobierno de los funcionarios”, reclamaban ser consultadas e incluidas en la sanción de las leyes que las afectaban y La Prensa se hacía eco. Los argumentos eran que una repartición nueva reforzaba a la burocracia y avanzaba sobre el DNT, que por su ley orgánica estaba habilitado para regular salarios y contaba con personal especializado, avasallaba a las provincias y entregaba a la exclusiva decisión de las asociaciones patronales y obreras la designación de sus representantes y, además, tenía atribuciones de fiscalización sobre la industria y el comercio.

El seguro social

Las propuestas para implantar el seguro social aparecieron tempranamente en el país (Falappa y Mossier, 2014; Flier, 2000) En 1917, el bloque socialista, propuso un Código elaborado por E. Bunge, que se debatió en 1922 y obtuvo media sanción de la Cámara de Diputados en 1923, aunque finalmente no se sancionó. El debate coincidió con el de la ley de jubilaciones para empleados del comercio y la industria, que sí fue sancionada (ley 11289), aunque no pasó mucho tiempo para que fuera derogada. E. Bunge, en ese momento expresó en el parlamento que el seguro universalizaba los beneficios mientras las cajas que acababan de sancionarse los fragmentaban.[59] En tanto los radicales, promotores de la ley de jubilaciones, la fundaban en la noción de solidaridad social[60] que articulaban con la vigencia de la democracia republicana, la consideraban una ley “válvula” en la medida en que podría evitar estallidos contra “injusticias seculares” y una ley de redención. Se ubicaban, de ese modo, entre el individualismo y el socialismo. Reparar y compensar sin reorganizar la sociedad[61]. Y manifestaron que apoyarían la ley de seguro social propuesta por los socialistas, aunque no consideraban que reemplazara a la ley de jubilaciones.

En 1940, la Cámara de Diputados dio media sanción a un proyecto presentado por Juan E. Solari que extendía el régimen de jubilaciones para los empleados del comercio y de la industria. Colombo, en nombre de los industriales, expresó su rechazo. La caracterizó como una ley “de carácter puramente sensacionalista, y de captación electoral”, sin base ni estudio y volvió a manifestar que en el país había demasiadas leyes de escasa calidad, sancionadas con apresuramiento y sin consultar los intereses que afectaban. Su forma, sus alcances, su estructura y su aplicación eran negativas en sus resultados y perturbaban la armonía entre el capital y el trabajo. Eso no implicaba que la industria se opusiera a la legislación social, estaba dispuesta a proteger a su personal “por humanidad y por conveniencia”.[62] A las jubilaciones le oponía el seguro social. No era “una fórmula maravillosa”, sostuvo el presidente de la UIA, pero conseguiría para el mayor número de asalariados un mínimo de prestaciones. Era un medio eficaz para obtener la estabilidad moral y económica de la familia obrera, permitiría el mejoramiento del estado físico de la población, la disminución de las tasas de morbilidad y del número de débiles y, finalmente, contribuiría a un aumento de la productividad.

La novedad residió en que esta vez la opción por el seguro se materializó en un proyecto legislativo elaborado por Torcuato Di Tella[63] y elevado a la cámara en nombre de la UIA. La nota que lo acompañaba daba cuenta de la perspectiva en relación a la cuestión obrera. La industria no podía compartir la responsabilidad de una ley como la de jubilaciones, aprobada en diputados, que inevitablemente defraudaría las expectativas de los sectores más necesitados al producirse el desequilibrio financiero que sobrevendría en función de las prestaciones establecidas.

Constituida nuestra institución por hombres que han luchado y luchan individualmente por el progreso industrial y, en consecuencia por el engrandecimiento de la Nación, prácticos en cifras y conscientes, por lo mismo, de las responsabilidades que puedan contraerse, tales como las que afectan en el caso que nos ocupa a 85.307 personas dependientes de la industria entre empleados y empleadores, de acuerdo a los censos oficiales y con la noble finalidad de que no se repita el fracaso de la ley 11289, que tantas esperanzas malogró, deseamos colaborar cuando aún es tiempo, ofreciendo al HSN el criterio de los industriales sobre materia tan compleja y trascendente[64]

En el mismo momento circuló un folleto que contenía la propuesta de crear una Caja Nacional de Amparo y Previsión Social, iniciativa de la Tribuna Libre Técnico Industrial. Se imprimieron 500 mil ejemplares costeados por las empresas[65] que avalaban el proyecto, para sumar avales - “Si este proyecto merece su adhesión, le rogamos se sirva llenarlo, cortarlo y enviar este cupón a la TLTI”- y fue remitido a la Cámara de Diputados. El argumento era que la solidaridad humana y la justicia social exigían terminar con la legislación que dividía y clasificaba a los ciudadanos según el sector económico al que pertenecían tal como ocurría con las Cajas de Jubilaciones que amparaban a determinados gremios y relegaban a los que no pertenecían a ellos.

La financiación, a diferencia de otras propuestas que circulaban, no contemplaba el aporte individual a deducir de los salarios, “porque precisamente los que más necesitan del amparo de esta ley, son los que menos ingresos poseen” sino que los recursos provendrían de un porcentaje que se fijara como impuesto a las transacciones. La cobertura incluía asistencia médica, pensiones por invalidez o muerte y por orfandad; jubilación y, subsidio familiar.

El Directorio de la Caja estaría constituido por un delegado del M. de Hacienda, del M. de Agricultura, del DNT, de la Asistencia Pública, del Departamento Nacional de Higiene, dos representantes de asociaciones gremiales de comerciantes, de industriales, uno de agricultores, ganaderos; dos de empleados de comercio, de obreros de la industria, uno de obreros rurales y uno de las actividades civiles, que durarían cuatro años en su mandato y podían ser reelegidos.

En el período legislativo de 1942 la UIA elevó una nota pidiendo el estudio y la sanción de los proyectos elaborados por Di Tella frente a la necesidad de encuadrar dentro de “un marco de mutua colaboración” las relaciones entre el capital y el trabajo

Afortunadamente, en nuestro país, la permanente preocupación de los patronos por el mejoramiento de los trabajadores, ha evitado hasta el presente que nos veamos abocados a conflictos que en otras naciones han producido alteraciones profundas de carácter social y, prosiguiendo con esa conducta, los industriales deseamos adelantarnos a solucionar dos problemas que, como los contenidos en los proyectos citados, han de tener decisiva influencia para mejorar notablemente las condiciones del obrero argentino y sus consecuencias de han de reflejar en un mejoramiento pronunciado en la vida del país.[66]

También los socialistas insistieron en que “el único camino transitable era el seguro social” pero había que tener en cuenta que las cajas de jubilaciones existentes habían creado derechos y obligaciones para más de medio millón de habitantes. La creación de una Caja Nacional de Seguros de enfermedad, desocupación y pensiones a la vejez “para reemplazar la inercia, displicencia y desorganización de los poderes públicos”, vendría a completar el sistema.[67] Unos días después, el socialismo volvió a reproducir un proyecto presentado en 1940 que creaba una Comisión Nacional de Previsión Social para que estudiara y redactara una ley de jubilaciones, pensiones, retiros y subsidios que unificara los regímenes establecidos integrada por los presidentes de las Cajas de Jubilaciones y Pensiones Civiles, del DNT y de la Comisión Nacional de Ahorro Postal, tres representantes de los empleadores y tres de los afiliados a las cajas existentes.[68]

Nota final

Desde el momento en que comenzaron a introducirse en el parlamento leyes que reglamentaban las relaciones obrero-patronales o establecían derechos para los trabajadores, los industriales reaccionaron en nombre del progreso que no podía sino descansar en la iniciativa individual y en la competencia. Desconfiaban de la intervención del estado, aunque paralelamente demandaban protección y consideraban que la legislación social favorecía intereses de un sector en detrimento de otro. Lo cual no impedía que en algunos establecimientos industriales, apelando a la noción de solidaridad, derivada, en este caso, del catolicismo social, se instrumentaran beneficios por fuera de la legislación vigente, pero allí la decisión pasaba por los propios empresarios y no comprometía al conjunto.

La oposición de los industriales a la ley 11729 se fundó en argumentos semejantes a los que ya venían sosteniendo y que esgrimiera Colombo a fines de la década del veinte: costos confiscatorios y perturbación de la disciplina de las fábricas. El rechazo de la inclusión de una comisión paritaria en la ley que regiría las relaciones entre empleados y empleadores en los bancos fue considerado invasivo. La organización y la disciplina no podrían sostenerse si el personal bancario tuviera injerencia en la fijación de sueldos, horarios, licencias, rescisión de contratos y despidos. Sin embargo, cuando se trató de crear comisiones para regular salarios, los industriales las apoyaron. La fijación del salario era fuente permanente de conflictos y, de hecho hacia fines de la década había empezado a extenderse la firma de convenios colectivos (Gaudio y Pilone, 1983). En todo caso, la garantía para la industria residía en que los representantes de los obreros surgieran de organizaciones legalmente reconocidas, que renunciaran a la acción directa y se mantuvieran ajenas a la política, cuestión que el Poder Ejecutivo y el DNT impulsaban a través de la sanción de un estatuto que reglamentara la organización gremial. Frente a la fragmentación que suponían las cajas de jubilaciones, los industriales mantuvieron su apoyo a un seguro que “universalizara” las prestaciones, de manera de socializar los costos, por motivos diferentes a los del socialismo. Reparar y compensar evitaría la propagación de este último.

No sólo la guerra, que trajo nuevamente los ecos de 1919 y el fantasma de la agitación social, explica que los industriales aceptaran la formación de comisiones mixtas para regular el salario o proyectaran hacia los años cuarenta la instauración de un seguro social. La justicia social ya no era sólo una demanda del socialismo o del radicalismo, los poderes públicos avalaban el avance en la legislación laboral, la iglesia realizaba campañas que apelaban a las autoridades y a los propios industriales, las Fuerzas Armadas, preocupadas por el factor humano de la defensa, coincidían. Y, sobre todo, la desconfianza liberal en la intervención del Estado comenzaba a desvanecerse aunque, para las corporaciones, quedaba supeditada a que las reglas no las impusiera la burocracia o el parlamento sin consultar a los interesados que, en última instancia, eran los que poseían el saber que les otorgaba su propio lugar en la producción (Persello, 2019)

En esa coyuntura, el intervencionismo estatal era cuestionado más por sus resultados, que unos y otros consideraban sesgados, que por la conciencia de que ya no podía volverse atrás y su extensión a las relaciones entre el capital y el trabajo participaba de ese convencimiento. No es la intención de este texto seguir hacia adelante, sin embargo, y sin pretender especular sobre continuidades o rupturas, creemos que si bien el peronismo construyó un entramado burocrático y un aparato legal nuevo no solo por su extensión sino por el énfasis en su aplicación, lo hizo valiéndose de la experiencia y la teoría acumulada, tanto locales como extranjeras. (Palacio, 2018)

La tendencia que Figuerola le atribuía a la legislación laboral argentina previa a los años 30, respaldar la organización corporativo-profesional, solución que permitía evitar el conflicto acercando las posiciones de obreros y patrones, va a ser la que finalmente se asocie con el peronismo que lo tuvo, además, como uno de sus funcionarios privilegiados. Además, el Primer Plan Quinquenal, hizo suya la propuesta de universalizar la seguridad social y fueron los trabajadores, quienes en 1899 habían rechazado la ley 11289 junto a los industriales porque suponía una pérdida de parte de su salario, quienes se opusieron a la nivelación de los beneficios. De hecho, el sistema jubilatorio se extendió siguiendo los parámetros previos que suponían la fragmentación de los beneficios derivada de la inserción laboral y los servicios asistenciales quedaron en manos de los gremios. (Torre y Pastoriza, 2002). Y los argumentos de los industriales para resistirse a las políticas laborales del peronismo no fueron muy diferentes a los que esgrimían desde siempre, aunque ahora se sumaba una política estatal claramente orientada a regular las relaciones entre el capital y el trabajo en un contexto de crecimiento del sector.

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Notas

[1] Vandervelde dio conferencias en Buenos Aires y en el Interior. Su objetivo era vincular a la Argentina con Bélgica, donde se desempeñaba como ministro de justicia e intentar el acercamiento de las dos fracciones en las que el socialismo argentino se hallaba dividido, la de la Casa del Pueblo y la socialista independiente.
[2] Para las relaciones obrero-patronales en la industria del cemento ver Neiburg, 1988
[3] Los accidentes eran un campo donde proliferaban los conflictos y el reemplazo de la noción de culpa por la de riesgo profesional, es decir, la responsabilidad individual por la socialización del riesgo beneficiaba a los industriales. Ver Donzelot, Jacques (2007)
[4] Américo Guerrero, en 1944, publicó una historia de la industria que, de hecho, es una historia de la Unión Industrial Argentina, a la que identifica con los industriales.
[5] El seguimiento de los primeros directores le permite a Suriano (2012) mostrar un recorrido que va desde una concepción que privilegiaba la recopilación de información y la formulación de diagnósticos para enriquecer la tarea de legislar, sin intervenir en las relaciones entre patrones y obreros (Matienzo, 1907-1909), que fue modificada por sus sucesores quienes adoptaron una posición más activa en este último sentido a partir de concebir que el organismo debía ejercer funciones de policía del trabajo. Sin embargo, también da cuenta de una marcha accidentada, trabada por la falta de presupuesto, las múltiples oposiciones provenientes del mundo del trabajo –obreros y patrones-, por la propia dinámica burocrática y su escaso alcance jurisdiccional que no incluía a las provincias.
[6] La emergencia de la Federación le permite a Lindemboin (1976) argumentar la presencia de pequeños y medianos empresarios y comerciantes con una perspectiva diferente a la de la CACIP o la Asociación del Trabajo que nucleaban en alta proporción al capital extranjero y a los grandes intereses locales, aunque con escasa participación del capital industrial y de la UIA, con predominio de grandes y medianos empresarios locales. La Federación, entonces, funcionaría como antecedente de la CGE
[7] Para una excelente síntesis de las polémicas entre los investigadores acerca del desarrollo industrial ver Barbero, M.I. y Rocchi, F. La industria (1914-1945), Nueva Historia de la Nación Argentina, Tomo IX, pp. 81-84
[8] Tal como sostiene Aníbal Jáuregui (1993), los industriales no desdeñaron la vía parlamentaria, buscaron contactos con el Estado y organizaron campañas de prensa.
[9] Boletín informativo del DNT nº 175-176, agosto-septiembre 1934, pp. 3993-3996
[10] Esta premisa está presente desde el momento en que, en el siglo XIX, se inicia la tarea de contar (Otero, 2006)
[11] Del censo resulta que el país contaba con 31.000 establecimientos y 418.000 obreros. Grandes empresas coexistían con pequeñas unidades artesanales. El censo fue una demanda de los industriales que se efectivizó a partir de proyectos presentados por la bancada oficialista. Cuando se debatió el proyecto, el socialismo, en minoría, se opuso. El argumento era que había que realizar un censo general, pero las verdaderas razones del rechazo era que serviría a propósitos “ultraproteccionistas” de la política gubernamental. CDDS, T.IV, agosto 24 1934, pp. 693-699, T. V, agosto 31 1934, pp. 34-41, septiembre 7 1934, pp. 206-225
[12] Boletín informativo del DNT, 241/242/243, julio-agosto-septiembre 1942, p.254. Según los datos que recoge Salvador Oría (1944) el número de personas ocupadas en la industria en ese momento eran 917.000. Dorfmann (1944) consigna para la misma época 770.000.
[13] Boletín del DNT, 220, 221 y 222. 1939, pp. 5276-77
[14] CDDS, T. I, junio 22 1939:846-856
[15] LN, septiembre 12 1930
[16] REA, Tomo XL, año XXIV, nº 279, septiembre 1941, p. 304
[17] Idem, p. 289
[18] Idem, Tomo XLI, nº 289 1942, p. 272
[19] El texto completo de la ley en Boletín del Departamento Nacional del Trabajo, 177/78, octubre-noviembre 1934, pp. 4016-4020. La iniciativa había partido de diversos proyectos presentados por legisladores socialistas en 1926, 1928 y 1932. Sobre la ley véase Kabat M. y Fernández, R. (2015) y Queirolo, G. (2016)
[20] La Nación (LN), enero 4 1936, p. 8
[21] Cámara de Diputados. Diario de Sesiones (CDDS), T. III, septiembre 16 1936, pp.54-57
[22] CDDS, T. I, agosto 4 1937, pp. 1096-1099
[23] CDDS, diciembre 10 1936, pp. 8-13
[24] Boletín informativo del DNT, 204/205, enero-febrero 1937, pp.4842-43
[25] El 2 de septiembre como día de la industria se estableció en 1939 en homenaje al ObispoVictoria que fletó un barco con destino a Brasil llevando los primeros productos industriales del Río de la Plata
[26] Revista de Economía Argentina (REA), Tomo XXXIX, año XXIII, nº 268, octubre 1940, pp. 315-16
[27] Colombo, Luis. La industria argentina, discurso pronunciado el 2 de septiembre en el banquete ofrecido por la UIA a las autoridades y sectores de la economía, REA, Tomo XL, año XXIV, nº 279, septiembre 1941, pp. 285-289
[28] CDDS, T. I., septiembre 9 1941, pp.189-196
[29] “Representantes del comercio y de la industria decidieron crear un partido político. Tenderá a defender sus intereses, los de sus obreros y empleados”, LN, agosto 10 1939, p. 14
[30] Esos organismos a los que se refería Delrío constituían el armazón administrativo de la puesta en marcha de la “economía dirigida”, el lugar donde se debatían proyectos legislativos y donde estaban representadas corporaciones como la UIA y la CACIP. El cuestionamiento de Tribuna anticipa, en todo caso, el que un año después asumirá el resto de las asociaciones gremiales empresarias: excesiva intervención y burocratización que suponía que los intereses sectoriales habían sido absorbidos por los funcionarios (Persello)
[31] CDDS, T. II, julio 2 1942, pp. 453-456
[32] CDDS, T. V, septiembre 7 1938: 636-667
[33] Organización social. Parte final de la Conferencia del Dr. José Figuerola prounciada el 9 de diciembre de 1938 en Buenos Aires, en el Secretariado de Asistencia Social, REA, Tomo XXXVIII, año XXI, nº 249, marzo 1939, p.86
[34] Gaudio y Pilone (1983) hace ya tiempo sostuvieron que las formas específicas de intervención social implementadas desde mediados de la década del 30 para procurar la institucionalización del conflicto, organizar mecanismos para ordenar el mercado de trabajo y la mediación en las relaciones entre el capital y el trabajo, se inscribieron en un modelo – que sigue el elaborado por Collier y Scmitter- de articulación de intereses que comparte premisas del pluralismo y el corporativismo, a partir de la interpenetración entre áreas de decisión pública y privada, a la par que prioriza las unidades asociativas de representación.
[35] Organización social, p. 84
[36] Idem, p. 85
[37] Anastasi había tenido a su cargo, desde 1920, la cátedra de Legislación Industrial y Obrera en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de La Plata y en 1937 dirigía un Instituto de Derecho del Trabajo en la misma universidad. Presidía, además, la sección de legislación del trabajo del Instituto Argentino de Estudios Legislativos, desde su creación en 1935, en el seno de la Conferencia Nacional de Abogados, en la que también participaban Dardo Rietti, Roberto Tieghi, Manuel Pintos, Mario Tissembaum y que, entre otras cuestiones, estudiaba la estructuración de un Código del Trabajo, un régimen de contrato colectivo y otro de asociaciones profesionales. Fue, además, uno de los redactores de la plataforma radical para las elecciones de 1937 que, en su capítulo de legislación incluía la formación de comités mixtos, la conciliación y el arbitraje, los contratos colectivos y el seguro social.
[38] CDDS, T. V, septiembre 7 1938, p. 645
[39] LN, septiembre 9 1938, p. 6
[40] LN, agosto 1º 1938
[41] Idem, agosto 24 1938
[42] CDDS, septiembre 7 1938, p. 652
[43] CSDS, septiembre 27 1939, pp. 554-581
[44] LN, julio 7 1939
[45] CDDS, enero 17 1938, pp. 164-171.Los legisladores socialistas Coca y Ramiconi provenían del campo sindical y para 1938 formaban parte del recientemente creado Partido Socialista Obrero
[46] Idem, p. 165
[47] CDDS, T. I, junio 3 1937, pp. 434-441 y junio 4, p.477
[48] La iniciativa había sido elaborada en el DNT. El mensaje y el texto completo de la ley en Boletín del DNT, nº 210-211, julio-agosto 1937, pp. 5081-5088. En 1939, el legislador oficialista Joaquín Méndez Calzada lo reprodujo como parte del programa de su partido, como acto de solidaridad con el ex presidente Justo y porque el presidente Ortiz había enunciado los mismos propósitos en su mensaje de 1938. CDDS, T. I, julio 20 1939, pp. 511-515
[49] En 1938, en la Cámara de Diputados se dio dado entrada a iniciativas para fijar el salario del diputado Carlos E. Courel y de la bancada radical que firmaban Ernesto Boatti y José L. Cantilo y reproducían proyectos presentados en las sesiones de 1936; y una tercera, que firmaba Leónidas Anastasi y algunos otros miembros de su sector.
[50] LN, julio 31 1938, p. 12
[51] Para una historia del salario familiar, Falappa, F. y Mossier, V. (2014)
[52] Los antecedentes legislativos de la implantación del salario familiar son los proyectos de Cafferata de 1921, reproducido por Bard en 1922 y nuevamente por Cafferata en 1934, de Lencinas de 1935, de Alfredo Spinetto de 1937.
[53] REA, T. 41, nº 289, 1942 : 220-222
[54] LN, diciembre 15 1940, p. 11
[55] CDDS, T. IV, septiembre 12 1941: 411-426
[56] María I. Barbero y M. Ceva (1997) analizan los beneficios sociales otorgados a los trabajadores de la Algodonera Flandria, grupo empresario belga, instalado en un área rural en 1927, a partir de la implementación de los principios del catolicismo social, “humanizar el capitalismo” a partir de la reproducción de las condiciones de una sociedad patriarcal. Allí regían altos salarios, jornadas de 8 horas, el salario familiar comenzó a regir en 1938, y se sumaron servicios básicos de educación, salud y recreación.
[57] CDDS, T. I. 1942, junio 3, pp. 560-568
[58] La Prensa, septiembre 8 1942, reproducido REA, tomo XLI, año XXV, nº 292, octubre 1942
[59] CDDS, T. VI, septiembre 21 1923, p. 392
[60] La noción de solidaridad en boca de los radicales suele atribuirse al krausismo, sin embargo, parte de los legisladores que fundamentaron proyectos de legislación social a partir de ella, citaban a León Duguit, el jurista francés que había pasado por las aulas de la Facultad de Derecho de Buenos Aires en 1911 y cuyas obras posteriores conocían.
[61] Intervención de Ricardo Caballero cuando se debatía la derogación de la ley 11289, Cámara de Senadores, Diario de Sesiones (CSDS), junio 23 1925
[62] REA, T. XL, año XXIX, nº 279, septiembre 1941, p. 287
[63] Siam contaba, desde 1934, con un programa de asistencia social para sus obreros que incluía licencias por enfermedad, indemnizaciones y vacaciones (Cochran, 2016)
[64] DSCD, junio 23 1942, p. 393
[65] Alcalde Porres y cía; Café Bonafide, S. A.; Cámara de la Industria del Calzado; Cámara Industrial Argentina de Confeccionistas; Comercio Español y Argentino, Compañía de Seguros; Cordova Hnos. y Cía; C. Rosa y cía.; Etchegarary, Arriarán y Cía.; Fabri Venta S.R.L.; Faustino Fano y Cía.; Grandes Despensas Argentinas (G.D.A.); Juan Campomar; Luis Rodríguez y Cía.; Manufactura de Tabacos “Particular”, V.F.Greco S.A;. Mene y Fernández; Plaut y Cía. y Roccatagliata Hnos. y Cía. S.R.L.
[66] CDDS, T. I, junio 23 1942, pp. 392-393
[67] CDDS, T. I, junio 12 1942, pp. 861-867
[68] CDDS, T. II, 1942, junio 24, pp. 123-126
[69] REA, T. 41, 1942, pp. 271-273


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