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Las dificultades de la unión: los tropiezos del proceso constitucional en el Río de la Plata de los años 1820
Investigaciones y Ensayos, vol.. 71, 2021
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Artículos

Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 71, 2021

Recepción: 17 Junio 2021

Aprobación: 08 Julio 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: A partir de 1820, la retroversión de la soberanía a los pueblos explica el surgimiento, en el Río de la Plata, de nuevos sujetos políticos, las repúblicas provinciales, que tienen como horizonte común la construcción de una nación, fuese bajo un régimen centralizado o federal. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados sobre todo en el marco del Congreso Constituyente de 1824-1827, esta perspectiva no logra concretarse. Este trabajo propone examinar, tras el estudio de tres debates llevados en el congreso, las posiciones en pugna y los diversos factores que explican este fracaso constitucional. Éste último no se limita al enfrentamiento entre unitarios y federales, sino que revela el choque entre dos culturas políticas y universos mentales irreconciliables, así como unos tropiezos en el funcionamiento mismo del régimen representativo.

Palabras clave: proceso constitucional, repúblicas provinciales, unitarios y federales, culturas políticas.

Abstract: From 1820, the transfer of sovereignty to the pueblos in the Rio de la Plata explains the emergence of some new polities, the provincial republics, which have in common the project to build a confederal regime. However, in spite of the efforts made by the representatives, especially within the Constituent Congress of 1824, this perspective was not achieved and failed to materialize. This work proposes to examine, through the study of three debates held within the congress, the positions at stake and the various factors that explain this constitutional failure. The latter is not limited to the confrontation between unitarios and federales, but reveals the gap between two political cultures and two irreconcilable mental universes, as well as obstacles in the very functioning of the representative regime.

Keywords: constitutional process, provincial republics, unitarios and federales, political cultures.

Introducción

Las primeras décadas del siglo XIX, en el espacio atlántico, son las de la creación de las naciones, es decir, de la inscripción de la soberanía en un nuevo marco político y jurídico, de acuerdo con los principios liberales que se van plasmando en la misma época. En todas partes, este proceso está marcado por tanteos, experiencias y ensayos de fórmulas, sobre todo en las regiones donde la herencia imperial está más presente. En aquellas, como bien lo mostraron algunos trabajos recientes (Thibaud, 2009; Chiaramonte, 2016), la construcción política tiende a articular la creación nacional con una inclinación generalizada hacia el federalismo[1]. Esta tendencia se explicaría por la voluntad, explícita o no, de prolongar el tipo de gobierno «mixto» imperante bajo el régimen imperial, que articulaba un nivel superior de autoridad con el manejo, por parte de las comunidades, de sus propios derechos (Morelli, 2002). Ahora bien, tal articulación entre nación y federación no deja de ser problemática, en la medida en que supone conciliar varios niveles distintos de imputación de la soberanía así como tendencias opuestas –una orientada hacia el self governement y otra hacia la centralización– en el manejo de los asuntos públicos. En el escenario atlántico, la construcción política de los Estados Unidos había promovido una idea de nación «compuesta», conformada por entes soberanos, los estados, y un Estado federal. A su vez, la revolución francesa dejaba como herencia una «nación» concebida como comunidad homogénea de individuos, encarnación de una soberanía única e indivisible. En los albores del siglo XIX, la experiencia hispánica parece navegar entre estos dos polos, buscando articular la coherencia del marco nacional y de sus instituciones con el respeto de las comunidades preexistentes.

El Río de la Plata de los años 1820 no escapa a estos cuestionamientos sobre cuál es el régimen más deseable para asentar un nuevo orden político y ordenar una sociedad pos-revolucionaria, pero presenta la particularidad de carecer, en aquellos años, de un nivel de organización nacional ya establecido. En esta región, la retrocesión de la soberanía a los pueblos fue frenada por la dominación política que Buenos Aires continuó ejerciendo durante los años 1810, marcados por la guerra contra las fuerzas realistas. Recién en 1820, después de la caída del poder directorial, tuvo lugar el proceso de recuperación plena de la soberanía por parte de los pueblos, que formaron a partir de este momento unos entes políticos de nuevo cuño, las repúblicas provinciales. Tras dotarse de elementos de institucionalización (constituciones, salas de representantes, etc.) fueron estas repúblicas las que llevaron adelante el proceso de unión y la construcción de un nivel superior de autoridad. Lo hicieron a través de la reunión de un congreso constituyente que, pese a la adopción de una constitución en 1826, no logró constituir el país, ya que esta fue rechazada por las provincias. Gracias a la línea abierta por Chiaramonte (1995 y 1997), la evidencia de estas repúblicas como marcos de la soberanía se asentó como un paradigma ineludible. Ahora bien, si bien ya no es posible pensar la construcción política argentina fuera de su existencia, hay que seguir reflexionando sobre sus modalidades y peculiaridades. Considerar las repúblicas como protagonistas del reordenamiento posrevolucionario no significa perder de vista la persistencia de un proyecto de unión entre ellas. Como lo mostró, entre otros, Levaggi (2007), lo característico de la década de 1820 es el paralelismo que existe entre ambos procesos: mientras que las repúblicas implementan sus propias instituciones, intentan a la vez construir y consolidar un vínculo entre ellas, inventando y creando desde la nada otro nivel de responsabilidad y actividad política. En este punto yace el desafío del federalismo rioplatense (Chiaramonte, 1993 y 1995).

Durante mucho tiempo, esta década fue mal conocida, debido al manto negro que la historiografía, desde el siglo XIX, le había puesto encima. Confundidos con el período rosista que le es posterior, los años 1820 fueron vistos como un período de desorden y de anarquía, y tanto las repúblicas provinciales como el proceso institucional que les caracterizaba fueron descuidados y despreciados como objetos históricos. Paradójicamente, la ausencia duradera de un marco institucional claro, a nivel « nacional », fue la que impidió que estos entes políticos fuesen tomados en consideración por los historiadores. A ello se agregó que, en la época misma, la dificultad por crear ese nivel superior de autoridad era vista por unos actores como una falta de aptitud para constituirse en nación[2], es decir, para entrar en el camino de la civilización, visión que conspiró para mantener una imagen desvirtuada del período y condenar al olvido muchos aspectos de su realidad institucional. La historia constitucional de los años 1820 en el Río de la Plata fue, por tanto –y quedó en las memorias– la de un fracaso, o mejor dicho, la de una impotencia.

Ahora bien, desde hace algunos años, la historiografía ha echado nuevas luces sobre el período, y contribuido a proveer un marco enriquecido y renovado para pensar estos problemas. En primer lugar, las distintas experiencias de construcción política en el marco de las repúblicas cuentan con varios estudios de fondo, ya sea sobre el caso de Buenos Aires y de su «feliz experiencia» (Gallo, 1997; Martinez Soler, 2001; Ternavasio, 2000 y 2006; Candioti, 2008), como el de las otras provincias (Tío Vallejo, 2001 y 2011; Ayrolo 2007 y 2008; Romano, 2002 y 2010, Marchionni, 2008; Bransboin, 2015). Las dinámicas de la vida política, así como las de los grupos y facciones en pugna, fueron estudiadas tanto desde el punto de vista de los actores, como de las ideas y prácticas políticas. El libro clásico de Ternavasio (2002) sobre el voto ha delineado el marco creado por la recurrencia a la representación ciudadana, mientras que el de di Meglio (2006) ha revelado las prácticas de movilización de los sectores populares. Los trabajos de Souto (2008), Herrero (2009) y Zubizarreta (2012) han permitido ahondar en el conocimiento de las grandes facciones en pugna, el perfil social de sus miembros, sus prácticas e idearios. Acerca del proceso constitucional, Goldman y Souto (1997) han esclarecido la estructuración del espacio político y los términos del debate en la época de la reunión del Congreso General Constituyente de 1824. Por fin, si bien no disponemos de un estudio sintético sobre este congreso, diversos artículos han esclarecido varios de sus aspectos, ya sea sus principales debates (Goldman, 2000 y 2006; Calvo, 2003; Souto, 2003; Di Meglio, 2015), su trasfondo conceptual (Aramburo, 2012), las posiciones en pugna, o el trabajo propiamente institucional que se llevó a cabo durante estos dos años y medio (Levaggi, 1966 y 2007).

Disponemos por lo tanto de elementos sólidos para volver a reflexionar sobre el experimento constitucional que tuvo lugar durante los años 1820, y más que todo sobre su fracaso, partiendo de la idea que este fracaso en sí mismo tiene mucho que decir, y merece ser considerado como objeto de historia (Bock, Bürhrer-Thierry, Alexandre, 2008). La imposibilidad por plasmar una constitución viable y aceptada por los pueblos, que caracterizó ya el período revolucionario (Verdo, 2006), fue explicada tradicionalmente por el enfrentamiento entre los unitarios y los federales, las dos facciones que iban a marcar la vida política del país hasta, por los menos, los años 1850. Sin embargo, no se prestó la debida atención al hecho de que las culturas políticas[3] correspondientes estaban, a la sazón, en ciernes, y que se empezaron a esbozar, precisamente, en torno a las cuestiones abiertas por el proceso constitucional: el sujeto de imputación de la soberanía, la forma del régimen, o cuestiones más solapadas como la relación entre instituciones políticas y estado social o la dimensión de la temporalidad. Es decir, que la ausencia de un nivel «nacional», y la dificultad por constituirlo, deja entrever quizá más claramente que en otros casos los mecanismos de construcción del consenso y los obstáculos que impiden su pleno cumplimiento.

Con esta aproximación, proponemos analizar el experimento constitucional no solo como una relación de fuerzas, sino también como la activación de varios mecanismos institucionales, que a veces se contradicen. Partimos de la idea de que un proceso constitucional es a la vez una operación política (donde se enfrentan argumentos y actores con intereses opuestos y visiones distintas sobre la realidad), como también «técnica» (implicando un cierto tipo de mandato, prácticas de voto, interrogaciones sobre la naturaleza de los entes representativos, etc.). Ambos aspectos, el político y el técnico, eran, a la sazón, novedosos y en curso de elaboración.

Recurriendo a un material clásico –los archivos de algunas provincias así como los debates impresos del Congreso (Ravignani, 1937-1939)–, nuestra propuesta de lectura consiste en tomar en cuenta estos dos planos, así como el constante intercambio entre el Congreso y las repúblicas, en la laboriosa elaboración de la constitución de 1826. A través del análisis de tres debates clave (en torno, respectivamente, a la Ley Fundamental, a la forma de régimen y a la constitución), intentaremos sacar a la luz los mecanismos del proceso constitucional y desvelar la variedad de las posiciones asumidas por los constituyentes, cual sea el bando –unitario o federal– en que iban, luego, a inscribirse. El hilo conductor es ver cómo conceptos clave –soberanía, representación, opinión, libertad– tenían un sentido distinto para estas culturas políticas en formación, y la manera en que las divergencias en las concepciones, así como los tropiezos en el funcionamiento mismo de la representación, terminaron por bloquear el proceso de unificación de las repúblicas provinciales, condenando la constitucionalización del consenso « federal » que sus dirigentes anhelaban.

De la nación inconstituida al consenso (con)federal

Desde los inicios del proceso revolucionario en el Río de la Plata, debido a la crisis dinástica de la Monarquía, se planteó el desafío de constitucionalizar el proceso en curso, es decir, organizar los poderes creados al calor de la movilización popular y dar forma a la nueva comunidad surgida de la crisis, la nación. Durante la primera década revolucionaria, de 1810 a 1820, este proyecto constitucional anhelado por las autoridades políticas no logra concretarse en la práctica, debido, entre otras razones, a las tensiones en torno a la imputación del sujeto de la soberanía. Este problema, que la historiografía ha señalado reiteradamente (Chiaramonte, 1997; Goldman, 1998 y 2008; Verdo 2002), oculta otro problema de fondo, el de la adecuación entre el orden social y el orden político.

La idea de convocar un congreso para constituir el país, tal como se presenta tras la formación de la junta de gobierno, en mayo de 1810, aparece muy rápidamente bajo la pluma de su secretario Mariano Moreno y del deán de la catedral de Córdoba Gregorio Funes. En una serie de artículos publicados en octubre y noviembre de 1810, ambos afirman la necesidad de convocar una representación de los pueblos y de dictar una constitución. Para Moreno, aquella serviría de baluarte frente al despotismo y al poder arbitrario de unas autoridades españolas, tachadas de ilegitimidad después de la disolución de la Junta Central. Recurriendo al lenguaje del derecho natural, afirma que darse una constitución sería un acto legítimo, y compatible con la lealtad de los vasallos, ya que por la vacatio regis, los pueblos se han liberado del pacto de sujeción y de sus obligaciones. Se ha vuelto al pacto de sociedad (pactum societatis), a partir del cual pueden volver a constituirse, eligiendo al gobierno que más les convenga. El deán Funes abunda en este sentido, considerando, con expresiones clásicas del derecho natural, que los pueblos son personas morales que tienen la obligación de conservarse, convocando un congreso y dictando una constitución. Si bien ambos autores parecen compartir el mismo razonamiento, se percibe desde entonces un matiz importante entre los dos: mientras que Moreno se sitúa a nivel del imperio, y considera que son cada una de sus partes –las provincias, es decir, los virreinatos y las capitanías generales– las que se pueden organizar de tal manera, Funes razona a nivel de los pueblos, y considera que son ellos los que eligen su forma de gobierno, en conjunto con los demás. Sin embargo, esta divergencia se encuentra solapada bajo el peso de un argumento decisivo: los pueblos se encuentran reunidos por un «pacto de sociedad» que ya existe, desdibujando los contornos del cuerpo político, y justificando la formación de un gobierno propio, en busca de reglas para funcionar (Goldman, 2008, p. 36-37).

Después de varios intentos, una asamblea constituyente termina por reunirse en enero de 1813. Aquella conlleva el mismo objetivo que el presentado en 1810 por los líderes patriotas: organizar los poderes por medio de una constitución (Ternavasio, 2007, p. 129). De hecho, varios proyectos son redactados a lo largo del año 1813, al calor del ejemplo recientemente dado por la constitución española de Cádiz. Dos de ellos, elaborados por una comisión especial creada en el seno de la asamblea y por la Sociedad Patriótica[4], son de corte centralista, es decir, que sitúan la soberanía en una nación «indivisible, e inalienable», según la expresión de Moreno (Goldman, 2008, p. 36), y conformada por individuos. El tercer proyecto, de corte federal, es obra de uno de los diputados orientales, Felipe Cardoso, y refleja las ideas de quien es, a la sazón, el líder revolucionario de la Banda Oriental y el principal vocero de la soberanía de los pueblos, José Gervasio Artigas. En las instrucciones dictadas a sus representantes (Frega Novales, 2013) se encuentran expresados de manera contundente los principios fundamentales de esta concepción: las provincias deberán organizarse bajo la forma exclusiva de una confederación (art. 2), mientras que un gobierno común y supremo regirá «los negocios generales del Estado» y el resto será «peculiar al gobierno de cada provincia» (art. 7). Aunque estará unida a las demás en una «firme liga de amistad», la provincia oriental conservará ilesos su territorio, así como «su soberanía, libertad e independencia», y tendrá su propia constitución, además de la «[constitución] general de las Provincias Unidas» (art. 10, 11 y 16)[5].

La concepción «federal» (o más bien confederal, en este caso) de la soberanía[6], reflejada en el proyecto de Cardoso, es compartida por algunos de los diputados presentes en la asamblea, en particular el de la ciudad de Tucumán, Nicolás Laguna, que hace una interesante distinción entre la «unión» de los pueblos y la «unidad» pregonada por la facción que domina la asamblea. Compartiendo las miras de los dirigentes de turno, aquella logra imponer un sesgo muy centralista en los debates de la asamblea, considerando que es ésta la que tiene que encarnar la nación. En este sentido, hacen votar un decreto que declara a los miembros de la asamblea «diputados de la nación», impidiéndoles obrar en comisión y obligándoles a renunciar ante la asamblea, y no ante sus electores. De esta manera, intentan erradicar el principio de una representación plural de los pueblos para transformarla en una representación individual y nacional. Frente a la concepción de Artigas y sus partidarios, no ceden un ápice y terminan expulsando a los diputados orientales bajo un pretexto falaz (Ternavasio, 2007, p. 130-135).

Sin embargo, a pesar de haber eliminado esta opción contraria a sus miras, esta facción tampoco deja lugar a la discusión para los proyectos de corte centralista. Los argumentos que se esgrimen para evacuar la discusión constitucional son los de «las circunstancias», de las urgencias del momento debido a la guerra y al peligro que amenaza al Estado en ciernes. De esta manera, la categoría de lo «extraordinario» (Agüero, 2013a) es contrapuesta a la posibilidad de construir un orden constitucional. En el fondo, los dirigentes parecen desconfiar de la capacidad de este orden para asegurar la estabilidad del régimen, y prefieren apostar por un poder fuerte y de facto. En el discurso oficial predomina la idea de que es la concordia de los espíritus la que garantiza la firmeza de las instituciones, y se condena, en un mismo movimiento, «la variedad de las opiniones y la división en partidos»[7]. Pero si se apela a la unidad social para garantizar el orden político, en vez de dictar una constitución, es también por una razón meramente institucional, y hasta tautológica. Como lo señala Palti (2007, p. 101-102), en la experiencia gaditana, la nación preexistía a la adopción de una constitución, mientras que en América, nación y constitución surgen a la vez, de un mismo acto. En el caso de la asamblea del año 1813, en la medida en que la independencia aún no ha sido declarada, la nación permanece inconstituida, y el poder constituyente no logra existir como tal.

La pertinencia de esta observación se ve confirmada en 1816 cuando se reúne el Congreso constituyente en la ciudad de Tucumán, como punto de cierre de una crisis institucional y política que había amenazado con desmantelar la unión de las provincias en el año anterior. Como respuesta al cambio de contexto consecuente con el regreso de Fernando VII, la restauración del absolutismo, el clima contra-revolucionario difundido por la Santa Alianza en Europa y el progreso de las armas realistas en América, el Congreso empieza por consolidar la situación de la región a nivel internacional, declarando la independencia el 9 de julio, antes de entablar el proceso constitucional. Sin embargo, una vez más, este proceso se dilata en el tiempo y la Constitución sale a la luz recién en 1819. Ahora bien, en el curso de estos tres años, se examina y enmienda en dos ocasiones el Estatuto Provisional que regía el Estado desde 1815. Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué los constituyentes prefieren reformar un texto provisional, antes que adoptar un texto perenne?

En varias oportunidades, esta misma cuestión es objeto de debate entre los diputados. Algunos de ellos prefieren una organización provisoria, considerando que el país no está en condiciones de adoptar una constitución permanente, ya que el cuerpo social permanece dividido por los efectos de la revolución. Al contrario, algunos otros apuestan por el efecto estabilizador que un sistema institucional ya definido tendría en el cuerpo social, permitiendo además a la nación buscar apoyos y sellar alianzas con otras. En esta postura, se ve claramente la manera en que nación y constitución se van respaldando en un proceso de co-construcción mutua (Botana, 2016).

Detrás de estas consideraciones ligadas a las «circunstancias», yacen otros elementos que tienen que ver con el sujeto de la soberanía y la concepción del orden político. Entre los «federales», para quienes la soberanía reside en los pueblos, y los centralistas, partidarios de una soberanía nacional, se enfrentan dos maneras de concebir la comunidad política (Souto, 2008). Para los primeros, aquella sigue siendo la ciudad, vista como una entidad organizada, autosuficiente y perfecta, dentro de un orden natural creado por Dios, y gozando por esta misma razón de derechos inalienables (Agüero, 2013b). Conciben por tanto el orden político bajo la forma de una confederación de pueblos soberanos, conforme al orden natural: a eso se refieren cuando apelan a sus «derechos» o «leyes fundamentales». Los segundos, en cambio, sitúan la soberanía en un sujeto político nuevo y abstracto, la nación, que falta por construir y solo existe bajo la forma de un proyecto. Aunque solapada por la discusión acerca de la oportunidad de implementar una monarquía en estas provincias, esta disyuntiva está muy presente en los debates del Congreso, y más fuerte todavía que en 1813. A pesar de la exclusión de los diputados federales, que permite a la facción centralista imponer sus miras e influir en la Constitución recién adoptada en 1819, esta tensión sobre el sujeto de imputación de la soberanía revela el enfrentamiento de dos culturas políticas, que se están conformando en este momento, y que son difíciles de conciliar.

Tal es así que la Constitución de 1819, si bien es aprobada por la mayoría de las provincias, no logra implementarse de manera duradera (Verdo, 2006). En el mismo momento en que entra en aplicación con la elección de los senadores y representantes, el desmantelamiento de las Provincias Unidas, que había empezado desde antes, entra en su fase final. Después de la derrota sufrida por las armas de Buenos Aires frente a las del Litoral y de la caída del poder directorial en febrero de 1820, la retroversión de la soberanía a los pueblos, prometida desde 1810, termina por actualizarse. En una situación en la que las facciones de turno se disputan el poder en la capital, Buenos Aires ya no está en condición para dirigir los destinos del conjunto. Como consecuencia, cada provincia[8] reasume y proclama su soberanía, es decir, su capacidad para gobernarse de manera independiente.

Ahora bien, esta soberanía proclamada por las repúblicas provinciales no es absoluta, sino relativa, es decir, que no se piensa fuera de un conjunto común, que queda por constituirse. Así lo proclama por ejemplo el acta de independencia de Tucumán, que se define a sí misma como «una república libre e independiente, unida sí con las demás que componen la Nación Americana del Sud, y entretanto el Congreso general de ella determine la forma de gobierno»[9]. Si bien los gobernadores, bajo el impulso del de Córdoba, el general Bustos, se pronuncian por una recomposición de la soberanía a nivel local, el horizonte común sigue siendo la unión de las repúblicas bajo la forma de un pacto, sancionado por una constitución.

De hecho, los proyectos de congreso se multiplican durante el año 1820: si bien Bustos es el primero en proponer una reunión en Córdoba, el gobernador de Salta Martín Güemes, así como los dirigentes porteños que se suceden en el poder, hacen lo mismo. Estos últimos tienen objetivos meramente estratégicos, ligados a la continuación de la guerra en el Perú y en el Litoral[10], mientras que Bustos asume una visión más política. En su perspectiva, nítidamente «federal», el futuro congreso tomaría a cargo los asuntos comunes: la guerra, las relaciones exteriores, y el reglamento de los litigios entre las provincias. De tal manera, reemplazaría al gobierno de Buenos Aires como «cabeza» del conjunto, lo que permitiría restablecer el orden.

En un primer momento, por razones tácticas, el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, apoya los planes de Bustos y éste último, gracias a su incansable actividad, logra reunir en Córdoba a los diputados de varias provincias. Pero en agosto de 1821, cuando el congreso está por abrir sus sesiones, el gobierno de Buenos Aires, ya liberado de la amenaza litoral, cambia de actitud, revelando las verdaderas miras del «Partido ministerial» encarnado por Rodríguez y su ministro Rivadavia. Considerando que cada provincia tiene que desarrollarse sola y por cuenta propia, pregonan un aplazamiento del congreso, que termina por disolverse.

Sin embargo, unos meses después, el mismo equipo ministerial pone sobre el tapete la convocatoria de un nuevo congreso en Buenos Aires, por razones ligadas a la situación internacional. La independencia de Brasil, declarada en septiembre de 1822, vuelve a abrir el debate sobre la suerte de la Banda Oriental, ocupada por las armas portuguesas desde 1817. Unos meses después, se anuncia la llegada al Río de la Plata de los emisarios mandados por las Cortes del Trienio Liberal para negociar las condiciones de la paz con las distintas regiones de América (Martínez Riaza, 2011). El asunto es de primera importancia, porque el gobierno de Buenos Aires ha reasumido la dirección de las relaciones exteriores de modo provisorio y necesita la aprobación de todas las provincias para tratar con las otras potencias. Al final, son factores exteriores los que influyen para que la nación se constituya, de tal manera que pueda ser reconocida e interactuar con las demás[11]. Bajo este aspecto también, nación y constitución tenían que surgir de un mismo acto.

Para acelerar el proceso, el gobierno de Buenos Aires manda como emisario hacia las provincias al canónigo Zavaleta, deán de la catedral de Buenos Aires (Segreti, 1962). Además de convencer a los gobernadores de aceptar la paz con España, el diligente eclesiástico debe invitarles a crear asambleas representativas en las provincias donde no las haya, y a reformar su sistema hacendístico. Tras estos criterios, la intención de los dirigentes porteños sigue siendo la misma: crear una sociedad homogénea sobre la cual fundar un sistema institucional estable. La embajada de Zavaleta resulta muy exitosa: los gobernadores avalan la convención preliminar firmada con los emisarios españoles[12], se organizan elecciones para representantes en las capitales de provincia y el congreso abre sus sesiones el 16 de diciembre de 1824.

La primera década de la revolución estuvo por tanto marcada por varios intentos de constitucionalizar la unión de los pueblos y los nuevos poderes surgidos del cambio de la soberanía, pero las ambigüedades acerca del sujeto de aquella, junto con el llamado a las «circunstancias» por parte de los equipos dirigentes, desbarataron este esfuerzo. En 1824, bajo muchos aspectos, el contexto es diferente: la guerra ya se acabó y es el afán de entrar en el «concierto de las naciones» el que influye en la necesidad de constituirse. A nivel interno, son las repúblicas provinciales, ya organizadas como entes soberanos, las que van a estar representadas en el congreso: no queda lugar a dudas de que es el consenso «federal» anhelado por todas el que se tiene que constitucionalizar. Sin embargo, el esfuerzo de los diputados por llevar adelante este proyecto choca con muchos obstáculos que tienen que ver tanto con las culturas políticas en pugna como con los mecanismos propios de la representación. Estos se revelan a través de tres debates que tienen precisamente como objeto la articulación de las soberanías provinciales con una autoridad superior: el de la Ley fundamental, el de la forma de régimen y el de la constitución. Siguiendo estos debates, que se extienden a lo largo de dos años, se asiste a la progresiva imposición de una concepción unitaria del país, incompatible con la supervivencia de las soberanías provinciales.

El debate sobre la ley fundamental: la esperanza perdida de una confederación

En 1824, las autoridades provinciales se adhieren al congreso con la esperanza de ver concretada la unión deseada desde el principio de la revolución, bajo la condición de preservar los «derechos fundamentales» de sus repúblicas, afianzados, en unos casos, en textos constitucionales de alcance local[13]. Al día siguiente de la inauguración del Congreso se propone a los representantes reflexionar sobre la organización provisoria que debe regir el régimen interior de las provincias mientras se elabora la constitución definitiva. Esta discusión, destinada a cerciorarse de la adhesión de las provincias al pacto renovado, tiene como resultado la adopción de una «Ley fundamental» el 23 de enero de 1825. Una revisión del debate preliminar a la adopción de la ley revela, sin embargo, visiones opuestas en la manera de concebir la unión política.

El proyecto inicial, presentado el 22 de diciembre de 1824 por el diputado correntino Francisco Acosta, se inspira abiertamente en los Artículos de la Confederación estadounidense de 1777 (Medrano, 1959, p. 172-176). La base de este pacto es que las provincias conservarán sus instituciones hasta el voto de la Constitución, que podrán aceptar, o rechazar (art. 2-4). A la vez, se establecerá entre ellas una «asociación perpetua» o «liga», orientada hacia su defensa o ayuda mutua. Esta asociación conformará un espacio jurídico común: los ciudadanos de cada provincia gozarán en todas de los mismos privilegios (art. 7) mientras que las formas, como las actas judiciales («registros, actos y procedimientos judiciales de los tribunales, y los magistrados») serán reconocidas en cada parte (art. 8). Si bien reconocidas como soberanas, las provincias no podrán, sin embargo, tener una actividad diplomática propia, ni integrar otra entidad política (art. 9 y 10). Las relaciones exteriores y la guerra estarán a cargo de un Poder Ejecutivo general y del Congreso, que regirán también los asuntos primordiales (entre otros, los aspectos monetarios y comerciales). El Congreso también tendrá autoridad para arreglar los conflictos entre las provincias (art. 16) y aquellas, en cambio, acatarán sus decisiones y respetarán los artículos constitutivos de su asociación (art. 18)[14].

En el curso de la discusión, la primera controversia se relaciona con la naturaleza y representatividad del Congreso. Los diputados se preguntan si éste tiene, o no, un carácter constituyente, ya que tal atributo no había sido precisado en el momento de su convocatoria[15]. Reconocerle este calificativo cambiaría el sentido de la discusión porque en este caso, las leyes adoptadas en el seno del Congreso tendrían que ser consideradas como «fundamentales», es decir, constitucionales. Ahora bien, el problema, tal como lo plantea el canónigo Gorriti[16], es que las provincias reunidas no son suficientemente representativas para decidir sobre cuestiones de índole constitucional. Según él, hay que esperar que se integren los representantes del Alto Perú y de la Banda Oriental, todavía ocupadas por las armas realistas, y gobernarse, mientras tanto, por «leyes provisorias que vayan organizando el país», en vez de «leyes fundamentales» que requieran una mayoría calificada[17]. Argumento interesante en la medida en que presupone que la nación que queda por constituir, en realidad, ya existe, y corresponde al antiguo virreinato, hecho corroborado por la representación que tuvieron estas dos regiones en el Congreso de 1816. Un primer elemento de la «cultura unitaria», que se está conformando precisamente durante los primeros debates del Congreso de 1824, consiste en disociar la nación de la constitución, y en proclamar la anterioridad de la primera, en tanto «comunidad imaginada», sobre la organización política. Se trata también de una estrategia de dilación, ya que Gorriti busca evitar la discusión del artículo 3°, sobre las instituciones provinciales, para pasar directamente al examen del artículo 8°, sobre las relaciones exteriores. Su preocupación se alinea con la del Partido ministerial, para quien hay que decidirse sobre la conducción de las relaciones exteriores para acelerar «desde afuera» la conformación de la nación.

En esta primera fase, sin embargo, todavía se intenta preservar la cohesión del conjunto: este primer enfrentamiento se resuelve con la adición de un artículo (el 2° del texto definitivo), que establece el carácter constituyente del Congreso. A continuación, otra contienda se entabla en torno al artículo 3°, que estipula que las provincias conservarán sus instituciones hasta la adopción de la constitución. Esta disposición, que era la condición para que varias provincias acudieran al Congreso, es por supuesto impugnada por algunos de los diputados que empiezan a definirse como «unitarios». Ellos consideran, en efecto, que la conservación de lo que no ven como «instituciones» en el sentido propio de la palabra, sino como meros arcaísmos, es un obstáculo mayor para la consecución de sus propias miras. El canónigo Gorriti denuncia la perpetuación de unas situaciones locales poco compatibles con los principios del liberalismo, tales como la continuación en el poder de unos gobernadores «despóticos». Otros, como Funes y Villanueva, temen que algunas instituciones provinciales entren en contradicción con el interés general y los principios fundamentales del Congreso, cuyos trabajos estarían entorpecidos. Consideran que los derechos de las repúblicas no tienen por qué ser protegidos, ya que para ellos, el pacto sellado entre las provincias en 1810, y renovado con la independencia en 1816, sigue estando vigente: ellos actúan como si la nación ya existiera y como si no hubiera ninguna necesidad de volver a fundarla sobre bases nuevas[18].

Sin embargo, los defensores más acérrimos del artículo 3° también se encuentran dentro de las filas de los que luego se identificarán como «unitarios». En coherencia con la misión que había asumido el año anterior, el canónigo Zavaleta, ahora diputado por Buenos Aires y miembro de la comisión que ha revisado el proyecto, habla de las instituciones provinciales como de «un bien que [las provincias] se han proporcionado», y de «los derechos que tienen […] a darse una constitución, y darse instituciones particulares con respecto a su administración interior» (Ravignani, 1937, p. 1042). Su argumentación tiene también una vertiente pragmática: si no quiere provocar reacciones violentas, el Congreso tiene que respetar la organización que las repúblicas se han dado, ya que en ningún caso está en contradicción con los principios rectores del Congreso. Su colega, Julián Segundo de Agüero, pone también el enfoque sobre la clara delimitación entre los dos niveles de gobierno y la imposibilidad de confundirlos al señalar que «el régimen interior de una provincia no sale de su círculo, de consiguiente no puede estar en oposición con las deliberaciones del congreso, que llevan por objeto y fin la independencia y prosperidad de todo el estado» (Ravignani, 1937, p. 1046). Ambos conciben la organización provisoria del Estado de un modo muy similar a los «federalistas» norteamericanos, haciendo una clara distinción entre dos niveles de gobernabilidad, el local, dedicado a los «asuntos domésticos», y el general, de alcance mucho más amplio, sin que el primero interfiera con el otro.

Los diputados que defienden la preservación de las instituciones provinciales hacen valer otro argumento: los elementos constitutivos de la potencia estatal, como los recursos financieros o las fuerzas militares, se encuentran en manos de las provincias. Al Congreso le toca por lo tanto construir desde cero una esfera nueva, «nacional», que hasta entonces no tiene sino una existencia virtual. El canónigo Valentín Gómez, que luego será uno de los más destacados portavoces del bando unitario, lo admite sin rodeos:

En este momento [el Congreso] ni tiene derechos de que disponer, ni hay, señores, otra cosa que lo que sucesivamente vaya estableciendo el congreso: solo hay existencia de nación, lo demás todo lo han conservado las provincias, el congreso tiene que ir creándolo todo […] Hasta aquí sólo contamos sobre la predisposición de las provincias, sobre sus propios recursos, sobre la confianza que han hecho de la autoridad[19].

Citando el caso de los Estados Unidos durante el periodo confederal, recuerda que cada estado poseía sus propias aduanas, y que las rentas nacionales fueron establecidas por el Congreso. De la misma manera, en el Río de la Plata, «lo que es una verdad dogmática es que hoy no hay tesoro nacional, y que lo que reúnan las provincias es propio y privativo de ellas como producto de sus frutos, industria, comercio, localidad, etc.» (Ravignani, 1937, p. 1049)

Recurriendo también al ejemplo de la confederación estadounidense y de su evolución posterior, el canónigo Gómez recomienda utilizar la persuasión en vez de la fuerza: hace falta convencer a los espíritus, difundir en las provincias una cultura política nueva que, poco a poco, los llevará a adoptar con naturalidad la constitución. Con mucha lucidez, observa que es fácil adoptar un texto normativo, pero que «lo que es difícil es preparar a las provincias, conduciéndolas grado por grado y empleando todos los medios para que se ilustren, y tengan ideas propias, y no reciban la constitución solamente porque el congreso la dictó»[20]. Julián Segundo de Agüero abunda en el mismo sentido: hay que esperar a que las provincias desarrollen sus instituciones mientras que el Congreso se haga cargo de los asuntos generales, convenciendo a las provincias de cederle, poco a poco, algunas de sus prerrogativas. En estas expresiones se nota que, si bien estos diputados se pronuncian a favor de las instituciones provinciales, están muy lejos de compartir un ideario «confederal»: apelan más bien a un cambio cultural, una nacionalización progresiva de las mentalidades, inscribiendo de manera gradual este proceso en una temporalidad que permite preservar, por un tiempo determinado, las instituciones locales (Goldman, 2008, p. 42).

La ratificación de la constitución, objeto de los artículos 6° y 7°, da lugar a la misma controversia. Frente a oradores como Juan José Paso, que consideran inoportuno y peligroso someter el texto al juicio de las legislaturas locales, otros, como Julián Segundo de Agüero, defienden el derecho que tienen las repúblicas de aceptar o rechazar la constitución. Como le recuerda, ellas consideran que éste es uno de sus principales derechos –el consentimiento sigue siendo el pilar de la cultura iusnaturalista– mientras que el poder dado a sus diputados es limitado por su mandato imperativo. Ahora bien, de la misma manera –muy pragmática– que en el debate anterior, considera que la ratificación no es una sanción perpetua, sino el primer paso de una evolución que puede llevar a las provincias a aceptar, al fin y al cabo, un mismo régimen para todas.

Un último aspecto de la discusión trata de las facultades concedidas al Congreso y al poder ejecutivo, tema de los artículos 4°, 5° y 8°. Si bien existe un consenso acerca de las relaciones exteriores, ya que todos están de acuerdo para confiarlas a autoridades nacionales, las opiniones divergen acerca de las otras competencias que debe ejercer el Congreso. Los «minimalistas» se refieren al precedente de la Confederación estadounidense para sugerir que habría que limitarlas a los puntos esenciales, y que el Congreso, entre otras cosas, no debería intervenir en las relaciones interprovinciales. Para el canónigo Zavaleta, esta abstención sería para ellas una garantía «de que serán interrumpidas en la marcha de su civilización que han emprendido (sic), ni que [se] tratará de trabar los pasos que vayan dirigidos a la mejora de sus instituciones»[21], fórmula que corrobora la visión progresista y gradualista que los unitarios tienen de la construcción nacional.

A ellos se oponen los «maximalistas», en particular sobre la cuestión de los recursos que hay que atribuir al Congreso y sobre la conveniencia de que haya un presupuesto general para financiar las instituciones y las operaciones militares. De estas capacidades financieras depende el poder del Congreso, así como del margen de maniobra dado al poder ejecutivo nacional, sobre el cual se preguntan si hay que confiarlo, provisionalmente, al gobierno de Buenos Aires. Éste tiene la ventaja de disponer de una experiencia previa en el manejo de los asuntos «nacionales», pero por esta misma razón, muchos diputados temen una vuelta a la dominación de Buenos Aires, no solo sobre el resto de las provincias, sino también sobre el Congreso. Los representantes porteños se ponen líricos intentando convencer a sus colegas de que el gobierno de su provincia no tiene ninguna mira hegemónica, y que en la medida en que la sede del Congreso está en Buenos Aires, sería lógico que el poder ejecutivo nacional esté ubicado en la misma ciudad. Estos ganan partidarios y el poder ejecutivo nacional termina siendo confiado provisionalmente al gobierno de Buenos Aires, con atribuciones bastante amplias, que van desde el manejo de relaciones exteriores hasta las comunicaciones con las provincias y la iniciativa en materia de leyes.

La orientación nítidamente confederal del proyecto inicial se encuentra, por lo tanto, muy desvirtuada en la versión final de la ley adoptada el 23 de enero de 1825. Sin embargo, más que una contienda entre «unitarios» y «federales», el debate saca más bien a la luz las distintas posturas que existen, a la sazón, entre los primeros, revelando unas incoherencias que caracterizan una cultura política que no se encuentra, todavía, muy consolidada. Los unitarios «a secas» como el canónigo Gorriti o Juan José Paso, no quieren conceder ni un ápice a la soberanía de las provincias. Otros, como el canónigo Gómez o Julián Segundo de Agüero, sacan provecho del ejemplo norteamericano y apuestan por una progresión irresistible de las repúblicas hacia la unidad, aunque sea en clave federal. Su convicción es que, si se deja a las provincias desarrollarse, la diversidad de las condiciones locales se atenuará, dando lugar a una homogeneidad social y cultural que echará las bases de una constitución unitaria, sin que sea necesario imponerla desde la cúpula del poder. Solapada durante este primer debate, la contienda acerca del sujeto de imputación de la soberanía reaparece de manera más explícita unos meses después, en el debate clave sobre la forma del régimen.

El debate sobre la forma del régimen: la opinión inalcanzable

A mediados de abril de 1825, los miembros de la comisión de asuntos constitucionales informan a sus colegas que necesitan, como base de trabajo, una determinación acerca de la forma de gobierno más deseable para el futuro Estado y recomiendan pedir el parecer de las provincias sobre este asunto. El pedido desencadena uno de los procesos más complejos del Congreso de 1824, que saca a la luz otro aspecto del imbroglio constitucional. En este debate, estudiado por Goldman (2000), la indefinición del sujeto soberano ya no se plantea en términos territoriales (provincias o nación), sino más bien en términos sociológicos, en torno al problema de los niveles de la representación y de la multitud de sus expresiones.

La propuesta de consultar a las provincias sobre la forma de gobierno ocasiona el primer acto de la contienda. De la misma manera que en el debate anterior, los diputados, aún en las filas unitarias, asumen opiniones distintas. Fiel a su postura intransigente, Gorriti rechaza rotundamente la idea de consultar a las provincias aduciendo que el mandato de los diputados basta para representar la voluntad de sus comitentes, y que aquellos carecen de los conocimientos adecuados para pronunciarse de manera «ilustrada», o sea, digna de tomar en consideración.

Sin embargo, el canónigo jujeño es el único que defiende este punto de vista. Aunque por motivos variados, sus colegas están más bien a favor de la consulta. La mayoría de ellos la consideran como una buena táctica para conciliarse el apoyo de las repúblicas: según el canónigo Gómez, miembro de la comisión, la mejor manera para que los pueblos confíen en el Congreso es hacer gala de su «interés decidido por marchar conforme a los sentimientos y deseos de las mismas provincias»[22]. De acuerdo con Gorriti en cuanto al bajo nivel cultural de las elites provinciales, Manuel Antonio de Castro, otro miembro de la comisión, ve en la consulta una oportunidad para ilustrar a los pueblos y recomienda que se añada a la convocatoria un manifiesto explicando los riesgos a los cuales llevaría una elección errónea. Más convencidos del interés de la medida, el canónigo Gómez y Elías Bedoya, diputado por Córdoba, consideran que pedir su opinión a las provincias va en el mismo sentido que ofrecerles la posibilidad de ratificar la constitución, y hasta prepara el terreno para este desenlace. Tal como lo afirma Bedoya, «el pronunciamiento de los pueblos mismos es lo que el congreso necesita, y es lo realmente indispensable para el feliz suceso de sus trabajos»[23].

Ya admitido el principio de la consulta, los diputados se interrogan sobre los dispositivos adecuados para recogerla: ¿A qué instancia se debe confiar la tarea de formular el parecer? ¿A las legislaturas provinciales, siempre sospechosas de estar manipuladas por las facciones, o a unas asambleas ad hoc? ¿A los publicistas, a los dirigentes, al pueblo entero o bien, como lo sugieren algunos, a los mismos diputados? Estas consideraciones, que se extienden a lo largo de varias sesiones, revelan una búsqueda por encontrar la manera adecuada, y el sujeto adecuado, para representar la opinión pública. Cada solución cae bajo la sospecha de corresponder a los intereses de una minoría. De esta manera, encarnar la voluntad general se vuelve imposible, mientras que el sujeto de la soberanía, más allá de la disyuntiva «nación»/«repúblicas», parece zafarse permanentemente. Entre las provincias y/o el Congreso, ninguno de los dos asume plena y enteramente la representación del nuevo soberano.

Ahora bien, el problema clave del grado de soberanía concedido a cada uno de los dos polos, nunca llega a plantearse de manera explícita a lo largo del debate. Sin ser un federal declarado, el diputado de San Luis, Dalmacio Vélez, es el único que se atreve a hablar de la consulta como de una exigencia dictada por la porción de soberanía que las repúblicas siguen teniendo:

…considerando conveniente, para ejercer con mas éxito esa misma soberanía que los pueblos le habían dado, [el Congreso] no la reasumió en el todo, sino que dando la ley fundamental, [de]volvió a los pueblos parte de esas atribuciones que ellos mismos le habían conferido. […] si los pueblos han dado a los diputados instrucciones sobre la base de la constitución, es prueba, que sobre este punto se han reservado cierto derecho[24].

De manera opuesta, Manuel Antonio de Castro, conforme a su visión despectiva de las provincias, se niega a concederles un ápice de soberanía. Considera que la plenitud de la soberanía y la expresión genuina de la voluntad general están en el Congreso, y que por tanto, la consulta es sólo indicativa y no obligatoria: debe servir para informar a los diputados, no para constreñir su juicio. Sin aprobarlo de manera explícita, la mayoría de los diputados dan por sentado que es el Congreso el que, al final, va a tomar la decisión acerca de la forma de gobierno, independientemente de la consulta. Sin embargo, algunos diputados como el deán Funes, admiten que el problema queda abierto y sin resolver. En su discurso del 13 de junio, el eclesiástico señala, con su habitual agudeza que, para unos, los diputados son los portavoces de sus comitentes mientras que, para otros, son ellos los que definen la opinión pública. De eso infiere que la primera opción –la del mandato imperativo– es la que está implícitamente privilegiada en el debate porque sino, pregunta él:

¿a qué efecto [el Congreso] consulta[ría] la opinión de los pueblos, cuando él mismo se considera con derecho a formarla? Por el contrario, consultando la opinión de los pueblos […] quiere caminar en consonancia de lo que ha buscado, y llenar de un modo más propio su carácter de mandatario[25].

En la cuestión de la opinión pública y de la consulta a las provincias es, por tanto, la posibilidad de éstas últimas para encarnar todo o parte de la voluntad general la que está en juego. La decisión adoptada el 20 de junio no resuelve el dilema, ya que convoca la consulta de las provincias mediante asambleas ad hoc, autorizando a la vez al Congreso para adoptar el texto constitucional que le parezca más adecuado.

El proceso de consulta a las provincias dura más de un año, durante el cual los unitarios van ganando terreno en el Congreso debido, entre otras cosas, al inicio de la guerra contra Brasil, que justifica la adopción de varias leyes de corte unitario[26]. El 16 de junio de 1826, frente a una asamblea en gran parte renovada[27], se presentan por fin los resultados de la «encuesta de opinión» emprendida el año anterior. Para los diputados resultan algo decepcionantes en la medida en que ninguna mayoría clara se desprende de ellos: cuatro provincias (Córdoba, Mendoza, San Juan y Santiago del Estero) se han pronunciado por la forma federal, tres (Salta, Tucumán y La Rioja) por la unitaria, otras tres (Catamarca, San Luis y Corrientes) han decidido seguir la posición del Congreso y cinco (Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, la Banda Oriental y Misiones) no se han pronunciado[28].

Este segundo acto del debate pone a los diputados en una situación muy difícil porque cada uno de ellos tiene que pronunciarse a nivel individual, conforme (o no) con la posición de su provincia. Una vez más, tienen que enfrentar el rompecabezas que constituye la naturaleza de su mandato y de la representación que ejercen. Uno de los diputados de Tucumán, Gerónimo Helguera, afirma que puede pronunciarse por la forma unitaria, porque sus instrucciones reflejan la opinión de la legislatura de su provincia y de sus conciudadanos. Su colega José Antonio Medina le replica que está equivocado, que «le pued[e] asegurar, con cartas de una porción de sujetos respetables de Tucumán, que forman la opinión del país, que […] la masa general de la provincia, tanto de la ciudad como de la campaña, está por el sistema federal». Rechazando con desdén el argumento, Helguera le contesta: «Yo no me guio por cartas, ni por gritos, ni por indicaciones de los amigos, sino por las instrucciones que tengo, y por lo que me consta de ciencia y conciencia en el particular» (Ravignani, 1937, t. 3, p. 27)

Este intercambio pone en evidencia la manera en que se enfrentan los diferentes niveles de la opinión (el conjunto de los habitantes, los vecinos, la legislatura provincial, el Congreso), y los distintos modos de la representación (asambleas populares, legislaturas, correspondencias privadas, instrucciones a los diputados). Por ser demasiado diversos, éstos terminan por anularse y llevar a la anomia, porque no se llega a determinar cuál es el nivel y cuál es el medio que constituye la verdadera «opinión», la que se asimila a la voluntad general. El problema lo recalca claramente Julián Segundo Agüero cuando constata:

Si [en las provincias] ha de prevalecer el voto de la junta o el de la población, éste es un laberinto a mi modo de ver sin objeto. […] Así creo que es fuera de cuestión querer averiguar el hecho de si los pueblos y las juntas han opinado de esta o de la otra manera: porque es inaveriguable, y no sería posible resolver[29].

Una vez más, la «opinión» abstracta que los actores toman como brújula se revela tan inalcanzable como el sujeto de la soberanía[30].

Vuelto por lo tanto al mismo punto que en el año anterior, el debate se orienta hacia lo que es, en definitiva, el nudo del problema: la cuestión del mandato imperativo. Los diputados, ¿tienen, o no, que sentirse ligados por sus instrucciones y la decisión de su provincia, a la hora de formular su propio dictamen? Recordando su oposición inicial a la consulta, el canónigo Gorriti considera que los diputados ya no pueden diferir de lo que decidieron sus provincias respectivas. A este juicio se opone el riojano Santiago Vásquez, recordando que, conforme a las decisiones votadas en junio de 1825 y 1826, el Congreso no está ligado a la decisión de las provincias para pronunciarse sobre la materia y que los diputados expresan tanto la voluntad de su pueblo como los miembros de las juntas que dictaron el parecer. Colocados de esta manera en un callejón sin salida, los diputados terminan confiando la decisión de elegir la forma de gobierno… a la comisión de asuntos constitucionales. De esta manera, se vuelve a cerrar otra vez el abanico de los modos de representación.

El 14 de julio de 1826, la comisión presenta, sin demasiada sorpresa, un decreto que propone establecer «un gobierno representativo, republicano, consolidado en unidad de régimen»[31]. A nombre de la comisión, Manuel Antonio de Castro se esmera una vez más en defender esta elección, usando todos los argumentos de lo que se está conformando como la doxa unitaria. El principal de ellos, que venía exponiendo desde el año anterior, es el de la debilidad política de las repúblicas. Carentes de recursos y de educación, sus élites son incapaces de implementar los principios liberales tales como la separación de los poderes, las libertades individuales o una justicia independiente ejercida por letrados[32]. La discusión que sigue es una variación sobre estos temas, tendiendo a demostrar que el gobierno de las repúblicas, desde 1820, ha fracasado y que el régimen unitario es el único que les permitirá llegar al estado de «civilización».

Cabe señalar que, hasta entonces, los federales han intervenido muy poco en el debate, salvo para equiparar el régimen confederal con la libertad y el unitario con el despotismo y la dominación de Buenos Aires[33]. A esa altura, parecen muy desamparados frente a la ofensiva unitaria, que dista de ser únicamente discursiva: revelados por las fuentes[34], los actos de soborno se multiplican y los diputados de convicciones más tibias se dejan seducir y pasan al lado unitario. Debido a esta situación, el voto final sobre el decreto da, sin sorpresa, la victoria a la mayoría, con 42 votos a favor de la unidad de régimen, y 11 en contra. Al cotejar estos resultados con la consulta, se comprueba el éxito de los unitarios, que han logrado ganar terreno y alejar a los diputados de sus comitentes. Los diputados de las cuatro provincias que se habían pronunciado por la forma federal forman un grupo de trece miembros, de los cuales ocho votan a favor del proyecto. Además, los diputados de diez provincias se pronuncian unánimemente a favor de la unidad del régimen.

La contraofensiva federal se alza unas semanas después, al calor de la discusión sobre el proyecto constitucional, último acto del debate en curso. Durante el examen del artículo 7°, que reproduce el decreto anterior, por fin se esgrime una respuesta federal a la argumentación unitaria. El diputado de Santiago del Estero, José Francisco de Ugarteche, pelea para que el artículo sea aprobado por los dos tercios de la asamblea, única manera, según él, de reflejar la voluntad de los pueblos. Por su parte, el diputado correntino Pedro Feliciano Cavia expone la amenaza de una secesión de las principales repúblicas federales, Santa Fe y Córdoba, situadas en el centro del territorio. Frente al principal argumento del discurso unitario, el de la incapacidad política de las provincias debido a sus debilidades económicas y culturales, el mismo Cavia y Manuel Dorrego, el líder de los federales porteños, sostienen que, bajo un sistema federal, las repúblicas gozarían de una libertad mucho más afianzada que bajo un régimen unitario y, por tanto, se desarrollarían mucho mejor. Sin embargo, pese a su fuerza de convicción, no logran cambiar totalmente el equilibrio de las fuerzas en el seno del Congreso: el resultado del voto sobre el artículo 7° es igual al precedente, con 41 diputados que se pronuncian a favor del régimen unitario, sellando el corte de la Constitución.

El debate sobre la constitución: el divorcio entre las provincias y el Congreso

De manera muy sugestiva, la discusión sobre el proyecto de constitución empieza, en septiembre de 1826, con una discusión acerca de la provincia de Córdoba. Poco antes, la legislatura de aquella provincia había destituido a sus diputados que se habían pronunciado por la forma unitaria de gobierno, lo opuesto al voto de la provincia. El asunto vuelve a poner sobre el tapete la cuestión del mandato y la de las relaciones entre el Congreso y las asambleas locales y, de manera más general, pone a prueba la elección, por parte del Congreso, de un régimen unitario.

En un primer momento, Manuel Antonio de Castro impugna el derecho de la provincia de Córdoba a despedir a sus diputados. Según él, el artículo 4° de la Ley Fundamental estableció una jerarquía clara entre los dos niveles de la representación: el Congreso, al que corresponden los asuntos «nacionales», prevalece sobre las asambleas locales, y éstas no tienen el derecho de examinar, y menos de refutar, las decisiones del primero. Apuntando por fin el problema de fondo, declara que no será posible lograr una unión «nacional» si las legislaturas se permiten vetar a la autoridad suprema: con lucidez, pronostica que, si no, «la salud del país estaría a la merced de soberanías independientes diversas y encontradas»[35]. En su concepción, los diputados no son apoderados sometidos a las legislaturas locales, sino representantes nacionales, es decir, los mandatarios de todas las provincias a la vez. Por esta razón, las asambleas provinciales deben limitarse a designarles, y no pueden exigir más de ellos: «las juntas de provincia no tienen facultades ni poder nacional, porque nadie se lo ha dado. Eligen a las personas para que ejerzan esta autoridad, pero ellas no la tienen» (Ravignani, 1937, t. 3, p. 547). De esta manera, él intenta aniquilar, en el plano teórico, la competencia que las asambleas provinciales hacen al Congreso, a fin de establecer una verdadera representación nacional.

Frente a Castro, los federales se empeñan en defender tanto el principio de la soberanía provincial como el mandato imperativo. Invirtiendo las premisas del razonamiento precedente, Marcos Castro llega incluso a negar al Congreso cualquier porción de soberanía, asimilándolo a una mera «comisión de los asuntos constitucionales», ya que fue reunido para dar al país una constitución. Hasta su sanción, y en virtud de la Ley fundamental, las provincias tienen que conservar ilesa una soberanía que les autoriza tanto a examinar las leyes adoptadas por el Congreso[36], como a despedir a sus representantes.

Considerándose como apoderados, los diputados federales afirman que representan nada más que a su provincia, y que toca a sus autoridades, de manera exclusiva, poner un término a su mandato. En un alegato a favor del mandato imperativo, fundado en los principios del derecho natural, José Francisco de Ugarteche explica que la provincia conserva sobre sus representantes unos derechos a los cuales no puede renunciar sin poner en peligro su propia existencia:

Despojar a los pueblos de todo principio de acción sobre las operaciones de sus mandatarios […] destruye el principal fin del gobierno representativo republicano. […] ¿Porqué? Porque en el pueblo reside inajenablemente la voluntad, el carácter y la atribución de un comitente principal, atribución de que no puede desprenderse ni enajenar, atributo que no hay ley ni puede haber, que lo despoje de este mismo derecho. […] Esto se concibe porque al pueblo no le es dado convenir en la distribución de aquello que conserva las bases cardinales de su existencia social.[37]

En otro momento del debate, afirma que los diputados representan a su provincia tanto como lo hacen los miembros de las legislaturas, y que tienen el encargo especial de asegurarse de que los derechos de los ciudadanos, como los de la comunidad, no estén perjudicados por el trabajo del Congreso[38].

De esta manera, el debate tropieza una y otra vez sobre el problema de la naturaleza del mandato. Desde una visión compartida de la soberanía, los federales defienden el mandato imperativo y el control de las comunidades sobre sus representantes, mientras que los unitarios, resueltos a anclar la soberanía en el nivel nacional, buscan imponer el mandato representativo, liberando a los diputados de sus determinaciones locales y de sus obligaciones para con sus comitentes.

Más que una contienda meramente ideológica, el debate ilustra el enfrentamiento entre dos culturas políticas difíciles de conciliar. Como lo vimos en el discurso de Ugarteche, el mandato imperativo, elemento clave de la concepción federal de la soberanía, corresponde a una cultura católica, profundamente anclada en las prácticas políticas de las repúblicas, que hace imperante la conservación de la comunidad por sí misma. Frente a ella, la cultura liberal, por ser muy novedosa, no tiene tanto arraigo y no logra imponerse a nivel local, lo que invalida totalmente la idea de que unas autoridades «nacionales», aunque elegidas, puedan decidir por las provincias sin obtener el consentimiento de ellas. En este sentido, la suerte de la nación quedaba sellada incluso antes de que se examinara el proyecto de constitución.

Sin embargo, no carece de interés este último debate, en torno a los artículos que ponen en juego la relación entre las provincias y las autoridades «nacionales». En todos se destaca la voluntad deliberada de los constituyentes por nacionalizar las instituciones, conforme al proyecto unitario. La discusión en torno al artículo 22°, sobre la creación de un senado, es la que mejor ilustra este proceso, ya que esa es la meta que se le atribuye a esta institución. Tal y como lo expone el canónigo Gómez,

El proyecto de constitución tiende a la organización de la nación, a la unión de las partes sueltas entre sí para que se forme un todo completo. Es menester que exista un elemento en la constitución que realice prácticamente que lo registre en ella, y que le deje garantido de un modo indefectible y permanente. Esto se consigue por el carácter nacional que se da al senado[39].

El debate se centra en el tema de la procedencia de los dos senadores atribuidos a cada provincia. Según el proyecto, uno de ellos debe haber nacido y residir fuera de la provincia para contrarrestar los intereses locales y crear una clase de representantes verdaderamente nacionales, pese a que varios diputados temen que estos senadores «foráneos» sean oriundos o residan en la capital, y que la disposición favorezca, una vez más, la dominación de Buenos Aires. Se tiene tanto recelo al «espíritu de localidad» que el artículo termina siendo votado tal como aparece en el proyecto.

El mismo afán por nacionalizar las instituciones aparece en los artículos de la última sección, dedicada a la «Administración provincial». El mismo término de «administración» indica claramente que se busca en ello la despolitización completa del gobierno local. De acuerdo al proyecto, los gobernadores provinciales serán nombrados por el Presidente, y los diputados apenas logran que lo sean a partir de una lista de candidatos propuesta por las autoridades locales. En cuanto al poder judicial, los juzgados de segunda instancia estarán en manos de unos tribunales de justicia, instalados en las ciudades principales y conformados por letrados también nombrados por el Presidente[40]. Más significativa aún es la substitución de las legislaturas, que actúan como «poder legislativo» en las repúblicas por unos «consejos de administración» sin ningún rol político, lo que lleva a Dorrego a declarar que serán «insignificantes, y de ninguna utilidad a las provincias»[41].

Estos rasgos muestran claramente que la constitución de 1826 no hace sino volcar en un lenguaje constitucional el proyecto político del equipo dirigente, que desde su predominio en el gobierno de Buenos Aires, ha logrado imponerse en el Congreso. Este proyecto consiste en forjar una «nación» que sigue siendo virtual, creando instituciones centralizadas y combatiendo el «espíritu de localidad» hasta eliminar las prerrogativas políticas de las repúblicas. Se inscribe en una perspectiva claramente liberal, orientada por los lemas del progreso y de la civilización, emprendida en la propagación de las «luces» en el cuerpo social, es decir, de las libertades individuales, de la separación de los poderes, del reino de la opinión pública y, sobre todo, de la primacía de las instancias nacionales. Frente a ello, la conservación de una parte de la soberanía por las repúblicas provinciales, junto con la antigua cultura jurisdiccional y iusnaturalista, es considerada como una prueba de arcaísmo y un factor de disolución social.

De esta manera, se ahonda la brecha entre la representación nacional y las autoridades locales. Como consecuencia, las provincias terminan por rechazar la constitución adoptada el 24 de diciembre de 1826, por más que el Congreso haya despachado emisarios para promocionarla. Para colmo, estos hacen un pésimo trabajo de comunicación, ya que intentan prolongar, en el seno de las legislaturas locales, los debates que se han desarrollado en el Congreso. Enviado a Córdoba, donde lo reciben bastante mal, el canónigo Gorriti no logra disimular su rencor y su encono hacia los «caudillos» y «las provincias informes, sin organización interior»[42]. Si bien recibe una acogida más cordial, Manuel Antonio de Castro no tiene mucho más éxito en Mendoza, mientras que la provincia de Santa Fe se niega a recibir al tercer emisario. Finalmente, todas las provincias, aun las que habían aceptado la forma unitaria de gobierno, dan la espalda a un congreso que tan poco les ha representado, sellando un fracaso rotundo en el intento por constitucionalizar la unión de las provincias rioplatenses.

Conclusión

Desde la Revolución de Mayo hasta el rechazo de la Constitución de 1826, la historia constitucional de las Provincias Unidas del Río de la Plata es, por tanto, la de un esfuerzo fallido. Sin embargo, este fracaso no deja de ser sugerente, por lo que revela de los imaginarios y de las culturas políticas en juego, pero también de la manera en que se están plasmando, en esta época, los mecanismos constitucionales. Si bien la disputa en torno al sujeto de imputación de la soberanía es un factor clave, no lo explica todo. De hecho, si se consideran otros ejemplos contemporáneos, desde los Estados Unidos hasta México en los años 1820, el Río de la Plata no es el único caso en que se concebía la soberanía como dividida entre los pueblos y un nivel superior de gobierno. La razón del fracaso no radica, por tanto, en la coexistencia eventual de dos niveles de soberanía, sino en la incapacidad de los actores por llegar a un consenso –bajo la forma de un andamiaje institucional– que permitiera a estos dos niveles coexistir.

Los que se denominaban «federales» concebían y aun anhelaban un sistema capaz de articular la soberanía –plural y limitada– de las provincias, con un gobierno supremo ejercido por el Congreso. Por su parte, los unitarios se dividían entre unos que reconocían una parte de soberanía a las provincias, y otros que se la negaban. A lo largo de los debates estudiados, es esa última opción la que termina por prevalecer, y que se encuentra volcada en la Constitución de 1826. En estas condiciones, la articulación de los dos niveles se vuelve imposible y la única vía de escape que le queda a los pueblos es la ruptura del pacto.

En este sentido, es lícito afirmar que el fracaso constitucional se debe no solamente al enfrentamiento entre dos bandos, sino también a una falla del régimen representativo. El congreso de 1824 fracasa porque no logra articular los dos niveles de la soberanía, ni encarnar la voluntad general. Se rehúsa, por parte de las provincias, la delegación parcial de soberanía que reclama el mandato representativo, pero es, precisamente, la conservación del mandato imperativo la que impide llegar a un orden estable, haciendo reversible cualquier decisión tomada por el Congreso y socavando la base del consenso. Esta imposibilidad por delegar la decisión de manera duradera se verifica también en el plano de la opinión, llevando a la imposibilidad de expresar la voluntad del pueblo.

Detrás de esta obstrucción funcional, yacen dos culturas políticas en ciernes, heterogéneas y difíciles de articular. Lo que tienen en común los llamados unitarios, inspirados por las ideas liberales que se están conformando en esa época, es que se proyectan hacia el futuro: actúan en nombre de una nación que queda por construir, de una sociedad que queda por civilizar. Piensan detentar la buena fórmula institucional y pretenden plasmar, de manera progresiva, una sociedad adecuada a esa fórmula. Al revés, los llamados federales –pero también algunos unitarios– razonan de manera opuesta, intentando plasmar instituciones conformes al estado de la sociedad en la que viven y conservando, en sus valores como en sus prácticas, principios propios del derecho natural católico como el consentimiento y la delegación parcial de la soberanía, sinónimos de la conservación, por las comunidades, de sus propias existencias. Ya que esta disyuntiva fundamental no logrará ser superada, la unión de las provincias se hará de otro modo, no bajo la forma de un trabajo constitucional, sino por la conclusión de pactos y la conformación de ligas entre estos entes soberanos.

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Notas

[1] Siguiéndo a Olivier Beaud (2007), empleamos en este caso el concepto en un sentido genérico, considerando el federalismo bajo sus dos aspectos, el confederal, y el estrictamente « federal », conforme al ejemplo estadounidense.
[2] Un problema que se encuentra en toda la América hispánica decimonónica. Aguilar Rivera, (2000, p. 19).
[3] Usada con frecuencia por los historiadores, que lo han tomado en prestamo a la ciencia política, la noción de « cultura política » se define por una visión del mundo compartida por un conjunto de individuos, asentada sobre una lectura del pasado histórico, la preferencia dada a un tipo de régimen o de sistema institucional, y la elección de un modelo ideal de sociedad. Estos elementos se expresan a través de discursos, simbolos y ritos que permiten a los actores identificarse y proyectarse en la esfera social. Cf. Berstein, 1992.
[4] Aquella es integrada por miembros de la élite que se dan por misión formar el espíritu público e influir en los debates de la asamblea.
[5] Instrucciones que se dieron a los representantes del pueblo oriental, 13/04/1813 (Sampay, 1975, p. 114).
[6] Ya que los actores de la época no hacían la distinción entre « federación » y « confederación », ambos términos son usados como sinónimos (Chiaramonte, 1993, p. 85-90)
[7] Discurso de apertura del presidente de la Asamblea, 31/01/1813 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 5).
[8] En un primer momento, son las cabeceras de las intendencias las que se vuelven « independientes » de Buenos Aires, pero muy pronto, las ciudades « subalternas » también se separan de sus capitales y empiezan a gobernarse por sí solas. Las únicas excepciones que sufre el proceso son las de la villa de Luján, que se queda en la provincia de Buenos Aires, y la ciudades de Jujuy y Orán, que siguen reunidas con Salta. Sobre este último caso, veáse Marchionni (2008).
[9] Preámbulo a la constitución de la República del Tucumán, 24/09/1820 (Mandelli, 1946, p. 36).
[10] En 1820, la guerra continúa en el Noroeste con los preparativos de la expedición de San Martín a Perú, que Güemes se esmera por apoyar, y en el Litoral, debido a la lucha llevada por los gobernadores López y Ramírez, a quienes se une el chileno José Miguel Carrera, para derrocar a los dirigentes porteños.
[11] La historiografía estadounidense, en particular, ha puesto el enfoque sobre la articulación entre los procesos de construcción nacional y el contexto internacional. Véase Golove y Hulseboch (2010); Cutterham (2014).
[12] Aceptación que resultará caduca, ya que la restauración del absolutismo en España anula las negociaciones en curso. Al año siguiente, la situación del nuevo Estado, todavía inconstituido, se ve fortalecida por el reconocimiento de la independencia por Estados Unidos, y la firma de un tratado comercial con Gran Bretaña. Habrá que esperar hasta 1863 para que España reconozca oficialmente la independencia de Argentina.
[13] Por ejemplo, la Constitución de la República de Tucumán del 24 de septiembre de 1820, o el Reglamento provisorio de la provincia de Córdoba, del 30 de enero de 1821. Sobre este último, véase Ferrer (2018).
[14] Proyecto de ley fundamental, 22/12/1824 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 941).
[15] La pregunta en si misma revela que el proceso de institucionalización está todavía en una fase de elaboración, y que muchas de las características « técnicas » de la representación quedan por definir. Sobre esta problemática para el caso estadounidense, veáse Gienapp, (2018).
[16] Sobre el canónigo Gorriti, y demás eclesiásticos presentes en estos debates, véase Calvo, Di Stefano y Gallo (2002).
[17] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 19/01/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1036).
[18] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 20/01/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1054-55).
[19] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 19/01/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1049).
[20] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 20/01/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1066).
[21] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 19/01/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1072).
[22] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 30/04/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1293).
[23] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 28/04/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1280).
[24] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 2/05/1825 (Ravignani, 1937, t. 1, p. 1297).
[25] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 17/06/1825 (Ravignani, 1937, t. 2, p. 42).
[26] Estas grandes leyes unitarias son: la que crea un Banco Nacional (27/01/1826), la ley de Presidencia, creando un poder ejecutivo nacional (6/02/1826) y la ley de Capitalización, que hace de Buenos Aires la capital del nuevo estado (4/03/1826). Es de señalar que debido a esta situación, el argumento de las « circunstancias » y la categoría de lo « extraordinario » vuelven a aparecer en el discurso oficial, el del Partido ministerial y de sus seguidores en el Congreso.
[27] La ley del 19 de noviembre de 1825 dispuso que el número de diputados por cada provincia tenía que doblarse. Como resultado de ello, aparecieron nuevos representantes, mientras que otros fueron reemplazados. Si el Congreso, en el momento de su apertura, contaba con 26 diputados, representando 12 provincias, llegó a tener hasta 75 miembros, representando 17 provincias (contando la provincia de Tarija), en el momento en que fue discutida y aprobada la constitución, a finales del año 1826. Si bien contaba con un representante, la ciudad de Jujuy permanecía incluida en la representación provincial de Salta. También hay de señalar que debido a la ley de capitalización del 4 de marzo de 1826, Buenos Aires contaba con una doble representación, la de la capital y la de la provincia.
[28] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 16/06/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 23). Sobre este punto, resulta interesante cotejar el balance hecho por Manuel Antonio de Castro, a nombre de la Comisión de asuntos constitucionales, con lo expuesto por Levaggi (2007, p. 9-103). Basándose en un material encontrado en los archivos provinciales, él cuenta 6 provincias a favor de la federación, 4 unitarias, 5 remitiéndose a la decisión del Congreso y 2 sin respuesta. Estas diferencias, fácilmente se explican: Santa Fe, por ejemplo, no manda una respuesta formal al Congreso, mientras que la de Entre Ríos llega recién en septiembre y que la de Corrientes difiere de la resolución tomada por su legislatura. Además, Levaggi integra en su calculo Jujuy y Tarija, que la Comisión no toma en consideración.
[29] Ravignani, 1937, t. 3, p. 27.
[30] Retomamos la expresión y el armazón conceptual de Rosanvallon (2004).
[31] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 14/07/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 212-219).
[32] Éste es un tema por el cual Manuel Antonio de Castro ha peleado durante toda su vida pública (Verdo, 2015).
[33] Sobre la actitud y el ideario de los diputados federales porteños en el Congreso, veáse Di Meglio (2015).
[34] En un pliego dirigido a sus representantes, los diputados de Santa Fe denuncian explícitamente estas prácticas. Actas de la Honorable Junta de Representantes de Santa Fe, 27/06/1826 (Registro Oficial de la Provincia de Santa Fé, t. 1, p. 143-44).
[35] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 4/09/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 515).
[36] En realidad la Ley no habla sino de la constitución, pero es la lectura que hacen de ella los dirigentes locales, sometiendo las decisiones del Congreso a su propio examen y practicando lo que podría llamar un federalismo de facto.
[37] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 4/09/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 537).
[38] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 9/09/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 579).
[39] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 10/10/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 1024).
[40] Hasta la fecha, eran los gobernadores que, en las distintas repúblicas, ejercían el oficio de jueces de apelación.
[41] Actas del Congreso general constituyente, sesión del 12/11/1826 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 1093).
[42] Informe que da el señor Gorriti al Congreso General Constituyente, sobre el resultado de su comisión cerca de las autoridades de Córdoba, 8/02/1827 (Ravignani, 1937, t. 3, p. 1368).


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