Dossier temático
Recepción: 27 Julio 2020
Aprobación: 15 Octubre 2020
CÓMO CITAR: Prada, G. (2020). El encuentro como proyecto. Jardines comunitarios y producción social del hábitat. A&P Continuidad, 7(13). https://doi.org/10.35305/23626097v7i13.282
Resumen: El presente artículo plantea visibilizar la construcción de propuestas de educación pública que tengan como protagonistas de su desarrollo pedagógico y arquitectónico a las propias comunidades. Como punto de partida, se reflexiona en torno a la situación del Nivel Inicial en general y las dificultades de acceso al mismo para los sectores más vulnerables, donde los índices de pobreza ubican hoy a más de la mitad de las infancias. El artículo aborda experiencias de participación y autogestión en prácticas educativas propias del Nivel Inicial y formas de construcción social del hábitat en infraestructura escolar. A su vez, se pregunta sobre la vinculación de estas prácticas con la administración pública. Además, se reflexiona sobre las posibilidades de construir nuevas experiencias que propongan la participación y gestión comunitaria desde los inicios del proyecto arquitectónico-pedagógico, revisando los modos actuales de producción de la infraestructura escolar.
Palabras clave: arquitectura escolar, jardines comunitarios, prácticas educativas autogestivas, producción social del hábitat.
Abstract: The aim of this article is to highlight the need of building public education proposals grounded on communities as core features of their pedagogical and architectural development. The starting point lies in the reflection on the situation of the Initial Level at large and the access difficulties for the most vulnerable sectors, where poverty rates account for more than half of child population. Experiences of participation and self-management in educational practices characterizing the initial level as well as forms of social construction of the habitat in school infrastructure are dealt with. The relationship between these practices and the public administration is also addressed. Furthermore, possibilities of giving rise to new experiences encouraging community participation and management from the beginning of the architectural-pedagogical project are analyzed through the review of current modes of school infrastructure production.
Keywords: educational architecture, community kindergarten, self-managed educational practices, social production of habitat.
Sobre el Nivel Inicial
Tenemos derecho a ser iguales cuando las diferencias nos inferiorizan y tenemos derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza.
Boaventura de Sousa Santos
La educación inicial, tal como la conocemos actualmente en Argentina, es parte de un proceso histórico de experiencias que atiende a la población de entre 45 días y 5 años de edad. Si bien ha sido el último nivel en ser reconocido dentro de la estructura del sistema educativo nacional, cuenta ya en su haber con un largo recorrido1. En este devenir, se fue consolidando una identidad de autonomía y respeto por su singularidad como etapa educativa. A su vez, las nociones históricas de la infancia en tanto sujeto de cuidado fueron cambiando y, desde un enfoque actual, se considera el acceso a la educación como un derecho. No obstante, las posibilidades de acceso al Nivel Inicial han sido y siguen siendo desiguales y complejas.
Como remarca Labarta (2017), las instituciones dedicadas a la primera infancia no han seguido un único camino en nuestro país: por un lado, se pueden señalar las instituciones con objetivos educativos a las que concurren la niñez de mayores recursos económicos y, por otro lado, instituciones creadas con un sentido asistencial, orientadas a la infancia de sectores con menores recursos económicos y mayor vulnerabilidad.
La Ley 10.903 conocida como Ley de Patronato de Menores (sancionada en 1919) pone en evidencia estos dos circuitos de atención de la infancia: es así como aquellas infancias que, en palabras de la propia ley, “se encuentran moral o materialmente abandonados” o “en peligro moral” quedaban separados de sus madres, padres y pasaban a estar bajo responsabilidad de los jueces y funcionarios del Ministerio Público de Menores, desde donde se consolidaba un circuito de encierro-tutelaje. En este sentido, el término “menor” establecía a un niño carente de derecho alguno.
En cada etapa histórica ha habido modificaciones en relación a las formas de abordaje de las infancias, así como de los agentes involucrados en su cuidado y atención (Malajovich, 2006). No es objetivo de este apartado realizar un registro minucioso de las diferentes etapas históricas, sino poder entender cuáles son algunas de las dificultades, contradicciones y desafíos que han atravesado al Nivel Inicial, y que hoy perduran.
Trayectorias y desafíos
Actualmente en lo que respecta al rango etario de cero a tres años denominado jardín maternal, el Estado sigue desplegando su atención fundamentalmente a través de las áreas sociales, siendo la incidencia del Ministerio de Educación significativamente menor a otros niveles. Cuando se compara con otros niveles de la educación argentina, el acceso a los espacios escolares de Nivel Inicial continúa marcado por una brecha significativamente mayor entre los sectores económicos más altos y los más bajos de nuestro país2 (Fig. 2). Esto se explica en parte por la prolongada ausencia de regulaciones y normativas, que dieron por resultado una gran heterogeneidad de experiencias y formas, favoreciendo, entre otras cuestiones, la presencia protagónica de actores del sector privado, los cuales buscan dar oferta a un porcentaje reducido de la población (Redondo, 2016).
Para aquellos sectores imposibilitados económicamente para acceder a una institución privada y arancelada, la oferta de jardines públicos se convierte en la única opción posible. Dicha opción se encuentra no solo con las dificultades de conseguir vacantes en las instituciones, sino que las posibilidades de acceso y permanencia se complejizan exponencialmente al cruzar la ubicación céntrica de estas instituciones, con la segregación espacial que sufren muchas personas que viven en los barrios populares, ubicados en las periferias de los centros urbanos y en los cordones rurales, despojados de servicios de transporte e infraestructura básica. Estas dificultades de acceso al sistema inicial de educación comprometen, a su vez, las posibilidades de las personas cuidadoras para acceder a un trabajo y lograr sostenibilidad e independencia económica3 (Redondo, 2016).
Por otro lado, la expansión de la matrícula con el objetivo de la universalización del acceso al Nivel Inicial parece constituir el desafío central de las políticas públicas realizadas. Quizás el punto más significativo fue la promulgación, de la Ley Nacional de Educación Nº 26.606 (LEN) en el año 2006, que establece que el Nivel Inicial “es una unidad pedagógica que comprende a los/as niños/as desde los cuarenta y cinco (45) días hasta los cinco (5) años de edad inclusive”. Luego, la Ley Nº 27.045 en el 2014 modifica los artículos 16, 18 y 19 de la LEN, y establece la obligatoriedad de la educación inicial a partir de los 4 años y “la universalización de los servicios educativos para los/as niños/as de tres (3) años de edad, priorizando la atención educativa de los sectores menos favorecidos de la población” (Fig. 3). La tendencia de pasar de la universalización a la obligatoriedad parece continuar4.
Este traspaso a la obligatoriedad encierra una tensión entre las responsabilidades de las familias a enviar a sus hijos a una institución, y las responsabilidades incumplidas del Estado de garantizar el acceso y prestación necesaria para una educación inicial de calidad e igualdad en todo el país, tanto en sus zonas urbanas, suburbanas y rurales. La propia trayectoria del nivel educativo demuestra que, en tanto el Estado no dé respuesta material a las garantías de derecho que reconoce y promueve, el sector privado continuará ampliando su participación en dicho campo, profundizando la desigualdad de oportunidades en la primera infancia.
La obtención de derechos
La LEN y sus posteriores modificaciones mencionadas anteriormente establecen la responsabilidad que tiene la administración pública, tanto nacional como provincial, en desarrollar los servicios de educación inicial y a su vez reconoce en las familias la posibilidad de exigir ese derecho (Visintín, 2017). Por otro lado, promueven las gestiones asociadas, permitiendo incorporar a las instituciones no gubernamentales como parte de las estrategias de organización.
En el año 2014, con un gran seguimiento y cuestionamiento mediático5, se promulgó la Ley Provincial Nº 14.628, que establece el marco regulatorio para las instituciones educativas comunitarias de la provincia de Buenos Aires, tomando la experiencia de los jardines comunitarios existentes y atendiendo al reconocimiento de las posibilidades de autogestión de la comunidad en la educación infantil. La norma prevé que el Estado provincial debe garantizar la infraestructura necesaria para el funcionamiento de los jardines comunitarios (JC), la capacitación continua de las personas que trabajen como educadoras comunitarias, la creación de programas específicos, el satisfacer los requerimientos nutricionales y la prestación alimentaria de las niñeces, así como también, garantizar el salario para el personal docente, administrativo, auxiliar y de maestranza. Además, es tarea de la Dirección General de Cultura y Educación supervisar la educación que se imparte, promover la creación de sistemas de registro, relevamiento y estadísticas. Sin embargo, no menciona de qué manera resolverá dicho objetivo, qué presupuesto está destinado para el mismo, cuáles son las necesidades en términos espaciales que deberán garantizarse, o si se tendrá en cuenta la historia, experiencia y particularidades de la comunidad con la que se trabajará en cada caso. Esto resulta un problema central en la factibilidad de la aplicación de dicha ley.
Todo este andamiaje jurídico puede constituir una ventana de oportunidades para el desarrollo y consolidación de prácticas de educación desde y para la comunidad, pero es indispensable reconocer que hasta hoy, las numerosas experiencias existentes estuvieron sostenidas por voluntades y disposiciones que exceden las intenciones de otorgamiento de derechos del Estado, y se basan en el reconocimiento y abordaje de las necesidades más urgentes por parte de aquellos que las padecen y no están incluidos en los formatos tradicionales. Estas formas de organización a partir de la necesidad es lo que abordaremos a continuación, tanto de las experiencias pedagógicas de los JC, como desde concepciones teóricas de la producción social del hábitat.
Sobre los jardines comunitarios
Proceso de organización
Como afirma Cragnolino (2008), la centralidad que asume el Estado educador en los procesos de escolarización suele invisibilizar o restar valor al lugar que tienen otros sectores, centralmente las familias, en los procesos de apertura y permanencia de establecimientos educativos. Esta invisibilización se da tanto en el diseño de políticas públicas, como en los estudios de las ciencias sociales. Para comprender las particularidades del proceso de organización de los JC resulta necesario partir de una perspectiva que entienda la educación como un bien disputado socialmente y una problemática en la que convergen, más allá del Estado, múltiples actores como las familias, las iglesias, los gremios docentes y las organizaciones sociales.
Durante las últimas décadas, los sectores populares6 fueron epicentro en la construcción de una trama social y política que impulsaron diferentes estrategias de supervivencia y desarrollo colectivo. Ante períodos de profundas crisis socioeconómicas, se fueron consolidando vínculos basados en la proximidad, afinidad y solidaridad para contrarrestar la inestabilidad y la imposibilidad de satisfacer derechos y necesidades básicas, entre ellas la creación de espacios de cuidado y educación.
Bajo estas condiciones, diferentes organizaciones territoriales impulsaron diversas experiencias educativas con el objetivo de responder a los problemas que se generaban ante una situación crítica en el acceso a la educación. Las primeras iniciativas que refieren a la educación y el cuidado en la primera infancia, están vinculadas al proceso hiperinflacionario de 1989-1990 y se implementaron con un carácter asistencial, asociadas a merenderos, comedores y copas de leche. Se fueron consolidando las primeras guarderías que estaban a cargo de mujeres de la comunidad y con una contención fundamentalmente centrada en la alimentación. Pero, en el transcurso del tiempo y el fortalecimiento de las organizaciones sociales, fueron convirtiéndose en jardines, desarrollando un proyecto pedagógico especializado.
Karolinski (2015) recupera el relato de una coordinadora de un JC donde da cuenta de esto:
nosotros éramos un poco más que comedores, éramos guarderías de jornada completa de contención a pibes. Al pasar el tiempo uno fue creciendo ediliciamente, inclusive en cantidad de matrícula, con la gente más capacitada y uno empezó a ver a la guardería no como guardería sino como un jardín maternal, un jardín con jornada extendida y empezamos a organizar diferente el tema de las salas, el tema de cómo se capacitaban, en qué nos capacitábamos; las chicas empezaron a planificar, a pensar de otra manera no como un lugar adonde el pibe venía a ser contenido nada más, a darle de comer, sino decir ‘che, estos pibes que están en su primera infancia tenemos que pensar en cómo podemos también alimentar el tema educativo (Karolinski, 2015, p. 50).
Vínculo con el Estado y la comunidad
Este proceso de “profesionalización” (Zibechi, 2014) trae debates sobre la adopción de formas y estructuras propias de jardines infantiles no comunitarios. Se generan dudas y diferentes posicionamientos sobre si las prácticas en estos jardines debieran diferenciarse o parecerse a otros jardines inscriptos históricamente en la educación formal. Hay en esto un carácter de representatividad institucional que se pone en juego desde dos frentes, el reconocimiento del Estado para con la institución y su servicio a la comunidad y el reconocimiento de la comunidad para con la institución que ofrece un servicio, en tanto ser aceptado y reconocido de igual manera que las instituciones educativas estatales. Más allá de estas construcciones de representatividad, Karolinski (2015) identifica tres aspectos distintivos en la práctica de estas experiencias que pueden resumirse en: la adecuación del formato escolar a los grupos familiares, la participación de las familias en el proyecto institucional, y la participación mayoritaria de miembros de la propia comunidad en la conformación de los equipos de trabajo.
De esta manera, los vínculos que se establecen entre los JC y la comunidad, conforman un elemento de gran relevancia en los mismos. Es a partir de estos lazos de confianza y conocimiento mutuo que en muchos casos y de maneras diversas, estas instituciones resultan estratégicas para vincular al barrio con diferentes agencias (estatales y no estatales), pudiendo gestionar diferentes recursos y soluciones a problemas emergentes (Kustich, Manes, Ponce de León y Volonté, 2014). A su vez, gran parte de estos jardines se encuentran dentro de redes que los nuclean y les permiten afianzar formas de organización colectiva para construir demandas sociales y políticas mayores7.
La infraestructura edilicia
Un asunto siempre presente en la historia de los JC es lo relativo a las necesidades y progresos edilicios. Gran parte de estos JC comenzaron funcionando en espacios sumamente precarios e inadecuados y fueron logrando sucesivas mejoras: “Empezamos en la casillita, nos entraban a robar dos o tres veces a la semana; primero fuimos poniendo chapas entre todos, traíamos vasos, cubiertos, después pudimos empezar a construir” (Roitter, Kantor y Kaufmann, 2008, p. 37).
Estas mejoras y cambios están vinculados generalmente a determinados programas, fundaciones, organizaciones o eventos de colectas y donaciones que apoyan y aportan el financiamiento para concretarlos. Priman los procesos de autoconstrucción, en múltiples ocasiones con voluntariados de la propia comunidad educativa. En este sentido, los trabajos se centran en refacciones a problemas existentes, ampliaciones por crecimiento de la matrícula y reacondicionamiento de las fachadas, constituyendo una creciente representatividad de la institución para con el barrio (Fig. 4). A su vez, cuando se habla de nuevos proyectos, mejoras o se estudian los programas de posible financiamiento, la infraestructura edilicia toma un rol central tanto en la disposición de los documentos como en los testimonios de los equipos de trabajos de los JC (Roitter, Kantor y Kaufmann, 2008).
Bajo el enfoque actual de la Ley Provincial Nº 14.628, que establece el marco regulatorio para las instituciones educativas comunitarias y asume al Estado provincial como garante de la infraestructura necesaria para el funcionamiento de los JC, resulta oportuno pensar qué formas de gestión, planificación y proyecto pueden elaborarse para la construcción y ampliación de los JC. Es necesario revisar la manera en que el Estado puede acompañar las sinergias que los JC han construido a lo largo de estos años, y cómo estas vivencias colectivas pueden ser interpretadas desde el campo disciplinar arquitectónico, otorgando un rol central a las necesidades y deseos del personal docente y las familias que lo habitan. Asimismo, resulta necesario atender a las capacidades de construcción de redes locales y regionales por parte de los sujetos intervinientes.
Sobre la producción social del hábitat
La lógica de la necesidad
De la misma manera que se han caracterizado y estudiado los modos de producción de la ciudad, observando cuáles son los agentes y mecanismos principales de coordinación social en la materialización de las centros urbanos (Abramo, 2012) 8, podríamos reconocer en un esquema simplificado dos primeras lógicas de promoción y producción de la infraestructura escolar: la del mercado (reflejada en las crecientes propuesta privadas de educación) y la del Estado (en su diversidad de planes y programas a lo largo de la historia). Reconocemos sin embargo una tercera: la lógica de la necesidad, que motoriza la acción con el fin de garantizar un derecho que está siendo vulnerado o privado de su posibilidad para un individuo o comunidad. Esta última lógica moviliza un conjunto de acciones individuales o colectivas que en los términos de estudios del hábitat se encuadran dentro de la denominada producción social del hábitat (en adelante, PSH).
Este esquema simplificado de tres grandes agentes que motorizan la producción, encuentra en la práctica educativa múltiples hibridaciones e interacciones que complejizan esta distinción primera. Las disposiciones dictadas por organismos internacionales que financian el desarrollo de infraestructura de educación estatal a partir de modelos de asociaciones público-privadas, o la participación de aquellas ONG que proponen desarrollar una red de escuelas públicas sustentables contratando empresas constructoras extranjeras junto a equipos de voluntariado en la construcción, son algunos ejemplos entre muchos otros, de nuevas formas de producción del espacio escolar.
Si bien los modos de producción pueden articular varias de estas 3 lógicas antes mencionadas, retomamos la propuesta de Abramo para referirnos a quienes inician o motorizan el proceso. En este sentido, los JC se originan a partir de la organización de quienes atraviesan una necesidad irresuelta, al igual que otros procesos de PSH. Se reconocen en ellos las siguientes características:
el acceso a la educación desde muy temprana edad es una necesidad y derecho reconocido y demandado, con carácter de urgencia por los sectores populares, independientemente de los avances o retrocesos en medidas de obligatoriedad y universalización resueltos desde la administración pública; las posibilidades de autogestión y participación directa de la comunidad en la educación de sus niñeces no estaba contemplada en las modalidades de jardines públicos; la incorporación de la modalidad de jardín comunitario reconocida por la ley N° 14.628 en el año 2014, da cuenta de esto; dicha ley establece en su art. 2º que “La Dirección General de Cultura y Educación tendrá como objetivo garantizar el funcionamiento de las instituciones educativas comunitarias de Nivel Inicial, proporcionando a tal fin, la infraestructura necesaria para su funcionamiento”. Pero no menciona de qué manera resolverá este objetivo, qué presupuesto está destinado para el mismo, cuáles son las necesidades en términos espaciales que deberán garantizarse, o si se tendrá en cuenta la historia, experiencia y particularidades de la comunidad con la que se trabajará en cada caso.
Podemos entrever que la historia de cada JC en la provincia de Buenos Aires, es también una historia de autoconstrucción, de resignificación y reutilización espacial. Como relatan García y Rosales, integrantes de la Red Andando que nuclea a 16 jardines comunitarios:
Como respuesta a la desarticulación del tejido social, las ollas populares, devenidas en centros comunitarios, se fueron aglutinando y uniendo en acciones y espacios de formación compartidos. Año tras año, la experiencia del trabajo colectivo nos permitió ir conociéndonos y sosteniendo recorridos formativos, posibilitándonos complejizar y diversificar las propuestas. Dejamos de llamarnos ‘madres cuidadoras’ para empezar a identificarnos y formarnos como ‘educadores populares’, transformando comedores y espacios de guarderías y apoyos escolares, en ‘Centros Comunitarios’ con diferentes proyectos barriales (García y Rosales, 2017, p. 152).
Así como las madres se fueron transformando en educadoras populares, muchas veces una habitación dentro de un centro comunal se volvía salita de jardín, o se construía a esos fines un nuevo espacio, a través de rifas y donaciones, cimentando los vínculos sociales e identitarios de la comunidad con la institución educativo. Al pensar en la promulgación de una ley que institucionaliza a los JC, es importante reparar en cómo la misma reconoce las formas de producción del hábitat existentes. Decimos entonces que no alcanza con que la lógica de producción estatal aborde las necesidades populares, sino que debe poder integrar y articular su respuesta con las acciones sociales que las propias necesidades despiertan en los territorios.
La gestión participativa
La PSH comprende un número muy amplio de procesos que tienen como común denominador el hecho de realizarse bajo el control de las personas autoproductoras y otros agentes sociales que operan sin fines de lucro. No obstante, dentro de este marco amplio entran desde acciones individuales, empresas sociales, ONG, movimientos, organizaciones populares y cooperativas (Ortiz Flores, 2010).
Como aporte al debate específico de los JC, interesa centrarse en los criterios fundantes de procesos autogestionarios colectivos que buscan la participación responsable, la organización solidaria y activa de los pobladores, la capacitación y el fortalecimiento de las prácticas comunitarias, situando al ser humano en el centro de sus estrategias, métodos y acciones. Retomamos las palabras de Romero (2002) para referirnos a una “PSH planificada, participativa y estratégica”, la misma tendría como sus principales características: actores activos y proclives a la articulación con otros; planificación flexible; diagnóstico surgido de las necesidades comunitarias concertadas; decisiones tomadas participativamente por el conjunto de actores; plan para la construcción y acción colectivas; proyectos que expresan lo posible, sobre la base del consenso y el conflicto (Romero, 2002, p. 8).
Dentro de estos criterios, el concepto de participación resulta un eje metodológico fundamental. Como anuncia Romero (2004), ante la amplitud de este concepto resulta necesario poder acercar ciertas definiciones para referirse al mismo. El arquitecto norteamericano Henry Sannoff define la participación en el diseño comunitario indicando que “la participación significa la colaboración de personas que persiguen objetivos que ellas mismas han establecido” (Sanoff, 2000). Se concibe de esta manera una experiencia que es en principio colectiva y que requiere determinar objetivos y necesidades en primera instancia y luego, encontrar las vías para resolverlos.
Esta definición se encuentra con múltiples complejidades en su desarrollo real de gestión, donde conviven intereses de diversos actores y distintos grados y modos de participación, valorados en relación al nivel de control que las personas involucradas tienen sobre las decisiones y con el nivel de comprensión sobre las consecuencias de estas.
Frecuentemente, esta instancia de asociación participativa no significa que sea espontánea ni se encuentre en plano de igualdad. Como lo caracteriza Pelli (2007), se trata de un proceso que cuenta, por un lado, con las oficinas de administración pública como un actor que detenta el control de las decisiones y de los recursos, posibilitando las transformaciones y espacios aventajados dentro de la sociedad. Por otro lado, existe un actor colectivo cuya principal característica es ser el destinatario central de las acciones propuestas (y, por lo tanto, también, el principal actor, el fundamento y sentido de ser de la acción), y se encuentra históricamente en el conjunto social que cuenta con el menor control de decisiones, recursos y posibilidades de acción.
Ante este escenario de posibles adversidades, se ha teorizado sobre diferentes condiciones y estrategias necesarias para cubrir las exigencias de la asociación participativa en el proyecto, planificación y gestión concertada (Pelli, 2007; Estrella, 1983; Ortiz, 2010). Muchas de estas pautas son centrales y precursoras también en las experiencias de la educación popular, descentralizando los lugares de saber, ya que se entienden situadas en un territorio y tiempo específico y horizontalizan los modos de vinculación. En el contexto latinoamericano existe una larga trayectoria desarrollada desde variadas redes y movimientos sociales internacionales, nacionales y locales, que vienen impulsando una revisión y reformulación de las formas de gestión del hábitat en su compleja integridad9. La gran mayoría de estudios e investigaciones referidas a esta temática, se centran en la producción de vivienda10, existiendo un vacío sobre formas de implementaciones en otros programas como educación, salud y recreación.
En varias de las experiencias registradas, el reconocimiento de las entidades cooperativas por parte de la administración pública y el apoyo a su desarrollo y consolidación han propiciado significativas experiencias de producción social del hábitat11.
A los fines de este trabajo, profundizaremos en la experiencia del programa de Proyectos Ejecutados por la Comunidad en Honduras, el cual forma parte del Plan Maestro de Infraestructura 2012 del Gobierno Nacional12 (Figura 5). Dicho programa está descrito de la siguiente manera:
Las obras son gestionadas directamente por las comunidades (ya sea a través de la prestación directa de mano de obra o vía la contratación de proveedores), bajo responsabilidad de las alcaldías. Un requisito para que una obra pueda entrar en este esquema es que la comunidad y la alcaldía beneficiaria contribuyan cada una con el 10% de la inversión total requerida (la contribución puede ser en efectivo o en especie). Entre las ventajas de este sistema están la posibilidad de capacitar a las comunidades en la construcción y subsecuente mantenimiento de edificios, el ahorro de tiempos de licitaciones, el ahorro de recursos que hubiesen sido cobrados como utilidades de contratistas, la mayor facilidad de conseguir mano de obra en zonas poco accesibles, y la creación de trabajo en estas áreas (Salieri y Ramos, 2015, p. 8).
Interesa remarcar que en estas políticas que disponen la transferencia de recursos estatales a las comunidades organizadas se producen, o deberían producir, cambios estructurales en las operativas tradicionales de la administración pública. Por un lado, es necesario que el reconocimiento no se materialice únicamente en un apoyo económico, sino que promueva la participación de la comunidad en el diseño, ejecución y evaluación de los proyectos y, consecuentemente, que se traduzca en nuevos roles y aptitudes desde los organismos de gobierno y quienes allí trabajan (Jeifetz y Rodríguez, 2011). Esto conlleva una reinterpretación del rol técnico del Estado y una revisión de los propósitos y herramientas metodológicas con las que se desarrollan los proyectos de gestión, planificación y diseño arquitectónico en tanto construya una lógica de producción que evite el impulso de imposición y construya formas de diálogo y co-participación.
Reflexiones finales. El proyecto como medio
Tanto las experiencias de los jardines comunitarios, como los diferentes ejemplos de organización para la producción social del hábitat abordados pueden leerse como excepciones, como prácticas periféricas, marginales a la práctica diaria; pero también pueden interpretarse como una expresión nítida de una situación común a toda práctica educativa y acción en el habitar. Esta línea en común, tiene que ver con señalar que tanto las formas de educación como las formas de habitar son un bien disputado socialmente. Un bien que supone al Estado como garante de derechos y acceso igualitario, pero en el que convergen en su realización múltiples agentes y múltiples intereses.
La fuerza de estas y otras experiencias no debería radicar en su carácter de alternativa a la norma establecida, sino en su capacidad de alteración de esa inercia, propia de la trayectoria acumulativa del hacer estatal.
Dentro de las posibles alteraciones y reinterpretaciones del rol técnico y su actuación en las oficinas de administración pública, interesa resaltar aquellas ideas que buscan recuperar la capacidad de proyecto social de la arquitectura (Bidinost, 2006), comprendiendo su dimensión social, cultural, humana, haciendo evidente las múltiples interrelaciones que pueden potenciar el desarrollo y organización social, la preservación ambiental y el fortalecimiento de las economías social y solidarias (Ortiz Flores, 2012).
Fernández (2001) analiza el proyecto disciplinar de la arquitectura como concepto histórico, surgido durante el Renacimiento (que coincide con el inicio del capitalismo) con el desarrollo de la técnica de perspectiva como medio de representación gráfica de la realidad. Esta herramienta técnica presupone una pre-figuración icónica y escalar de la realidad y su transformación, una anticipación o simulación controlada de los cambios, pero también lo vuelve una decisión concentrada en quien posee el dominio técnico. En tanto concepto histórico, afirma Fernández y coincidimos, puede ser modificado o sustituido por otros métodos.
Entender el proyecto arquitectónico de un JC como medio y no como fin, es reconocer que personas, instituciones, organizaciones, y todas las partes involucradas, realizan proyectos entendidos ampliamente como anticipaciones o prefiguraciones de cambio de la realidad establecida. Desde nuestra perspectiva, es primordial poner en el centro de la atención la idea de que el proyecto arquitectónico es una de estas formas de organización, dotada de cierta actuación técnico-disciplinar que debe estar en diálogo con las demás formas de organización social y pedagógicas. Este diálogo no es simple, ni lineal. Indefectiblemente, los esfuerzos técnicos dentro de la arquitectura deben estar puestos en empatizar y dar respuestas espaciales a las necesidades de quienes los habitan, conociendo sus prácticas, intereses y perspectivas.
No obstante, coincidimos con el pedagogo Martínez Boom quien plantea que “asumir la relación arquitectura / educación desprovista de anclaje político e histórico sería reducir sus posibilidades a simple ornato, funcionalidad, quietud y adecuación” (Martínez Boom, 2012, p. 4). Es decir, cualquier esfuerzo de sincronía entre el orden material y el orden simbólico (Serra, 2018) es necesario, pero no suficiente. La arquitectura escolar debe preocuparse, antes que por ser la traducción material de cierto principio pedagógico, por regirse con los mismos principios y valores pedagógicos en su procedimiento, sabiendo que las posibilidades de cambio y nuevos proyectos son continuos (Estrella, 1983).
Interesa señalar entonces a la instancia de proyecto como Serra (2018) refiere a lo que permanece en el hecho de habitar la escuela, la posibilidad de encuentro: “un encuentro específico, el que aprecia términos como nosotros, común, público, entre. Un encuentro que tiene como objetivo tramitar la posibilidad de vivir con otros, similares o diferentes. Ese encuentro necesita de un tiempo y un espacio de ‘roce’. Un lugar donde funcione el cara a cara, donde nos veamos obligados, por el imperio de las circunstancias, a resolver un tiempo de vida en común, una herencia, a lidiar con las diferencias” (Serra, 2018, p. 42).
Pensar la arquitectura escolar desde la PSH invita a imaginar que habitar la escuela, dotar al espacio de calidad y construir sentido de pertenencia, quizás pueda comenzar antes que sus cimientos. Esto implica comenzar a ver, en el proceso mismo del proyecto y gestión, el hecho de hacer escuela, garantizando mesas de gestión participativa, participación activa de las familias y comunidad docente, efectuar capacitaciones en el mantenimiento y preservación del edificio. Sostener en todo momento la idea de que construir espacios donde se dé la posibilidad al encuentro debiera ser el fundamento y sentido de una educación pública.
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Notas
Notas de autor
ORCID: 0000-0001-6100-6527
guidoprada@gmail.com
Información adicional
CÓMO CITAR: Prada, G.
(2020). El encuentro como proyecto. Jardines
comunitarios y producción social del hábitat. A&P Continuidad, 7(13).
https://doi.org/10.35305/23626097v7i13.282
Enlace alternativo
https://www.ayp.fapyd.unr.edu.ar/index.php/ayp/article/view/282 (html)