Memoria Visual
Madrid era el frente Dibujos de Ángel Díaz Domínguez en la ciudad sitiada**
Madrid was the front Ángel Díaz Domínguez’s drawings in the besieged city
Revista La Tadeo DeArte
Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, Colombia
ISSN: 2422-3158
ISSN-e: 2590-6453
Periodicidad: Anual
vol. 5, núm. 5, 2019
Recepción: 22 Abril 2019
Aprobación: 31 Julio 2019
Resumen: La batalla de Madrid se convirtió en uno de los asuntos más representados de la guerra civil española. Con el frente situado en los límites de la ciudad, las escenas de combates y el sufrimiento de una población sometida a la violencia y los bombardeos se utilizó como motivo de denuncia y propaganda política. Pero la memoria de lo vivido también puede dar lugar a un ejercicio de creación íntimo. Damos a conocer una serie de dibujos inéditos, realizados por Ángel Díaz Domínguez, como testimonio de la vida en el Madrid sitiado.
Palabras clave: Memoria , Guerra Civil Española , Ángel Díaz Domínguez , Dibujo .
Abstract: The battle of Madrid became one of the most represented issues of the Spanish Civil War. With the front located just in the city limits, the scenes of combats and the suffering of a population subjected to violence and bombing were used as images for denunciation and political propaganda. But the memory of what has been lived can also lead to an exercise of intimate creation. We present a series of unpublished drawings made by Ángel Díaz Domínguez as a testimony of life in besieged Madrid.
Keywords: Memory , Spanish Civil War , Ángel Díaz Domínguez , Drawing .
«Yo era eso que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal", ciudadano de una república democrática y parlamentaria», escribe Manuel Chaves Nogales en el prólogo de A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (1937).1 Utiliza el tiempo pasado de quien sabe que su realidad había terminado apenas un año antes, en julio de 1936, con el golpe de Estado que dio comienzo a la guerra civil española. Carente de «espíritu revolucionario», se comprometió desde el diario Ahora «únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo» mientras vivía en un Madrid convulso, preso y cercado por la violencia. El 6 de noviembre de 1936 el gobierno republicano se trasladó a Valencia. También Chaves Nogales dejó la ciudad: «Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba». Desde el exilio se sirvió de la memoria de aquellos meses para dar cuenta de lo vivido, denunciando en sus relatos los crímenes perpetrados. Otros quedaron en un Madrid donde lo peor estaba todavía por llegar y también dejaron su testimonio. Los más, al servicio de unas ideas políticas en las que creían firmemente, haciendo pública exposición de la crueldad del enemigo. Pero también hubo quien afrontó la creación como un ejercicio puramente íntimo, como el pintor Ángel Díaz Domínguez.
EN MADRID
Ángel Díaz Domínguez vivía en el número 33 de la madrileña calle Gaztambide cuando comenzó la guerra. Había llegado a Madrid a finales de 1932 tras dejar Zaragoza, donde había vivido casi toda su vida y era una figura reconocida. Hacia 1914, la opinión positiva que su decoración para el Centro Mercantil de Zaragoza suscitó en Ignacio Zuloaga, máxima autoridad artística para la burguesía y la intelectualidad local, le salvó de un linchamiento profesional que ya había comenzado por considerar que sus pinturas estaban inacabadas.2 Pese al importante magisterio que Zuloaga ejerció en su trabajo, Díaz se negó a permanecer en los límites del regionalismo más convencional. En una entrevista que concedió a Tomás Seral y Casas en noviembre de 1932, con cincuenta y cuatro años, expresaba su voluntad de, una vez lejos de Zaragoza, aproximarse «a estas nuevas y en ocasiones geniales maneras de pintar».3 No bastaba con asimilar el aspecto externo de los maestros del momento, sino que era necesario «investigar el enorme proceso eliminatorio que Picasso —y quien habla de este habla de Delaunay, Miró o Foojita [sic]— han seguido hasta poderse quedar con esa síntesis de elementos y esa personalidad tan colosal que hoy admiramos».
Entre 1927 y 1931, Díaz Domínguez había sido responsable de la imagen gráfica de la Confederación Hidrográfica del Ebro como redactor artístico de su revista y, desde 1929, jefe de su Taller gráfico. Amigo y colaborador del ingeniero Manuel Lorenzo Pardo, impulsor y primer director de la institución, presentó su dimisión poco después de que este fuera depuesto y expedientado, acusado de malversación de fondos, tras la instauración de la República. Díaz y Pardo volvieron a coincidir en Madrid, donde el segundo fue responsable del recién creado Centro de Estudios Hidrográficos y diputado a Cortes por el Partido Radical. Durante la guerra, en la que sus tres hijos fueron detenidos por tratar de cruzar a la zona rebelde, Lorenzo Pardo se refugió en el Decanato de la embajada de Chile hasta que pudo huir de Madrid.4
También la familia de Díaz Domínguez quedó separada en esos años. Sus dos hijas, Pilar y Eusebia, se encontraban en Alberite (La Rioja) con un tío suyo y desde allí viajaron a Zaragoza, donde permanecieron hasta el final de la guerra. Mientras, en Madrid, Díaz Domínguez y su esposa, Daría Carasa, vieron como, según recuerdan sus descendientes, unos milicianos entraban en su domicilio y destruían la mayor parte de sus obras. Nada sabemos de las motivaciones del asalto, pero sin duda incentivó el miedo. Era el Madrid de las delaciones, las detenciones y los paseos.5
La vivienda de Díaz se encontraba a escasos minutos de la cárcel Modelo y de lo que pronto sería la línea del frente, una de las zonas más castigadas por los bombardeos. Estos fueron especialmente duros entre el 6 y el 23 de noviembre de 1936, si bien no pararon durante todo el conflicto. Aunque su edificio no fue destruido,6 es probable que, como tantas otras familias, tuvieran que abandonarlo y refugiarse en una zona de la ciudad menos expuesta. Andrés Bolufer se ha referido al caso del ilustrador José Román Corzanego que habitaba junto a su familia en Hilarión Eslava 28, a pocos metros de Díaz.7 Solo después de pasar lo peor de los bombardeos refugiados en la escalera del edificio, la familia de Corzanego fue evacuada a una vivienda de la calle de Alcalá que compartieron con otra familia hasta finales de 1938. Una situación similar pudo vivir la de Díaz Domínguez, que ya no regresaría a Gaztambide 33. En 1941 residía en Lope de Vega 47, aunque desconocemos el momento exacto del traslado. Las experiencias que vivió en un barrio popular prácticamente destruido, colindante con el propio frente bélico, son las que llevó a sus dibujos.
REPRESENTAR LA BATALLA DE MADRID
Apunta Ángel Llorente que la batalla de Madrid se convirtió en uno de los episodios de la contienda más tratados por escritores y artistas, si bien no fueron tantos los que vivieron directamente el acontecimiento: «En el caso de los leales por haberse trasladado muchos de ellos junto con el Gobierno a Valencia poco antes de comenzar el ataque a la ciudad para seguir trabajando con su arte de agitación, y en el caso de los sublevados por encontrarse fuera de la capital».8 Entre los que sí estuvieron se encontraba Gabriel García Maroto, herido en combate en la Casa de Campo a principios de noviembre, antes de ser nombrado Comisario Político. Pero fue Eduardo Vicente, continúa Llorente, quien más pinturas y dibujos dedicó a la batalla, algunos de los cuales se vieron después en el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937. Allí estuvieron también las obras que Santiago Pelegrín y Horacio Ferrer dedicaron a los bombardeos madrileños.
A la nómina de testigos directos que retrataron la batalla, aquí apenas esbozada, hay que añadir a Ángel Díaz Domínguez. La aparición en una colección particular de catorce dibujos, seis a lápiz y ocho a tinta, nos ha permitido confrontarlos con las imágenes realizadas por otros autores en ese mismo contexto así como con determinados testimonios literarios: una pequeña colección de documentos que contribuyen a completar nuestro conocimiento de cómo fue la vida en el Madrid sitiado. El trabajo de un autor, que si bien no participó de la lucha, dejó constancia de una realidad a la que se vio forzosamente abocado. Díaz retrató escenas militares de lucha y a la población civil asediada, dejando muestra de la casi nula distancia que existía entre ambos ámbitos.
Los dibujos mantienen las fórmulas propias de su pintura. Un realismo derivado del retorno al orden, con figuras monumentales que ocupan casi por completo las composiciones, afines a las formas del Valori Plastici italiano. Los protagonistas, como es habitual en buena parte de su obra, son siempre anónimos, de rasgos escasamente esbozados. Cabría vincular estos trabajos a lo que Inés Escudero ha denominado «realismo bélico», incluyendo en este ámbito las diferentes fórmulas seguidas por aquellos que buscaron documentar de forma crítica la dramática situación que se estaba viendo en España.9 Díaz participa de las soluciones empleadas por otros testigos de la guerra como el citado Horacio Ferrer en sus precisos dibujos de soldados en el frente madrileño, las estudiadas composiciones de Restituto Martín Gamo o Victorio Macho, con los que comparte el sentido escultórico de la figura, e incluso el modo en que estas dialogan con los fondos en las pinturas de Luis Quintanilla.
Aún más evidente es la sintonía que mantienen los trabajos de Díaz con los cuatro dibujos conocidos que Luis Berdejo realizó en el Madrid sitiado.10 Becado por entonces en la Academia de España en Roma, había llegado a la ciudad en abril de 1936, a la espera de que se inaugurara la Exposición Nacional. Desde el ático que ocupaba en Dr. Fourquet 8, escribía a principios de agosto a José Olarra, secretario de la Academia, con la seguridad de que la situación se normalizaría pronto, y podría volver a Roma para reunirse con Piera Estevan, su prometida.11 Un reencuentro que no sería posible hasta 1939. Durante la guerra bien pudo compartir momentos, además de fórmulas plásticas, con Díaz. Junto a este y Rafael Aguado Arnal había colaborado en la realización de uno de los murales del pabellón de la Confederación Hidrográfica del Ebro en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929.
La diferencia fundamental entre las obras de Díaz Domínguez y la de los principales representantes del realismo bélico reside en que el primero las realizó como parte de un ejercicio estrictamente personal. Si, como apuntó Llorente, la representación de la guerra servía para tres fines: como testimonio de lo ocurrido, como denuncia y como agitación,12 Díaz optó por la primera, pero su testimonio quedó circunscrito a su círculo más íntimo. Nunca, al menos que sepamos, trató de mostrarlos en público, tal vez porque es difícil colegir en ellos una voluntad de agitación, de reivindicación de las ideas de uno u otro bando, que era casi obligada en ese momento de rotundos posicionamientos políticos. Díaz actúa solo como testigo. Esa ambigüedad hace que los dibujos apenas ofrezcan pistas sobre el momento y el lugar en que están realizados, el bando de los combatientes o la legitimidad (o no) de su lucha.
Aunque plásticamente participaran de un lenguaje similar, sus dibujos quedan lejos de las estrategias de propaganda promovidas por los defensores de Madrid, a los que bien pudo identificar con los asaltantes de su propia casa, pero tampoco encajarían en el clima de exaltación victoriosa y demonización del «enemigo rojo» que se impuso en la posguerra. Díaz, que pudo correr peligro en el Madrid de los paseos y las checas, no participó en exposiciones de propaganda política como Así eran los rojos, celebrada en mayo de 1943 en el Círculo de Bellas Artes, con dibujos y grabados de Sáenz de Tejada, Aguiar, Valverde o Pérez Comendador. El citado Román Corzanego sí quiso hacer pública su experiencia con una serie de dibujos «hechos ocultamente en Madrid, durante la guerra, bajo el temor diario de un registro, de una sospecha, inspirados en el ambiente trágico de la urbe», según aclaró en la nota que acompañaba a su álbum Visto y no visto. Cuadros del Madrid rojo.13 Completó cada una de sus imágenes satíricas sobre la vida cotidiana de la capital con un comentario en el que atacaba los excesos, represiones y desigualdades que encontró como propias de los defensores republicanos. Buscaba su revancha.
Díaz encontró acomodo en el Madrid de posguerra. Obtuvo una tercera medalla en la Exposición Nacional de 1941 con la obra Un mercado y, poco después, entró a trabajar como profesor auxiliar interino en la Escuela de Artes y Oficios. El 1 de octubre de 1942 se incorporó como «Dibujante-pintor afecto a Proyectos de Edificios» a la Dirección General de Regiones Devastadas, donde pudo colaborar en las labores de reconstrucción. También ese mes expuso en el Centro Mercantil de Zaragoza una serie de pinturas realizadas poco antes en Marruecos. A continuación, Francisco de Cidón ocupó ese mismo espacio con una serie de dibujos y acuarelas que retrataban la situación en que habían quedado diferentes poblaciones aragonesas durante las guerras. Tuvo que seguir al ejército franquista para «documentar» lo que Díaz había vivido en primera persona. El éxito de Cidón fue superior al de Díaz. En los años siguientes, Díaz siguió participando en las Exposiciones y Concursos Nacionales y, en 1946, realizó individuales en Bilbao y Zaragoza. Falleció el 23 de octubre de 1952 en Madrid.
ESCENAS DEL FRENTE MADRILEÑO
Los dibujos de Díaz incluyen escenas habituales entre los dibujantes de la guerra, como aquella en la que tres soldados dialogan en la trinchera, bayoneta en mano, en un momento de descanso.14 Abrigados con grandes capas, tan solo los gorros, de miliciano, casco o gorra plana, los diferencian. Recordaba Chaves Nogales, en La defensa de Madrid (1938), las dificultades que hubo para proporcionar prendas de abrigo a los combatientes frente a la «profusión de cubrecabezas. Los gorros más bizarros se venden a bajo precio en la Puerta del Sol. Cada miliciano se encasqueta el que más le gusta».15 Pero los soldados retratados por Díaz aparecen bien equipados, como aquellos que sorprendieron a Geoffrey Cox, corresponsal británico del News Chronicle que estuvo en Madrid entre noviembre y diciembre de 1936: «Cubría la barricada de la primera línea de frente un tipo de soldado que yo había visto pocas veces en España. Eran obreros, algunos con chaquetas de cuero, otros con gorras que tenían una estrella roja prendida encima de la visera oscura y reluciente. Ofrecían un aspecto muchísimo más duro que los milicianos de la retaguardia».16 Un aspecto acorde con el de un soldado que Díaz retrata, solitario y bajo la lluvia, en un paisaje rocoso y oscuro. No muy diferente de aquel «polaco enorme» convencido de que Cox y su acompañante eran espías fascistas: «Este hombre mediría unos dos metros. […] Un escultor podría haberlo usado como modelo del campesinado revolucionario».17
Los relatos sobre la dureza de los combates en el mes de noviembre que realizan Chaves Nogales o Cox complementan bien las imágenes de Díaz: «La segunda jornada de la defensa de Madrid ha sido durísima. La presión del enemigo se acentúa y caen hombres a docenas bajo el fuego de la artillería enemiga […]. El enemigo más terrible es el tanque. Frente al tanque el miliciano se siente impotente e indefenso», escribe el primero.18 Un tanque situado sobre un promontorio, tal vez el famoso T26 soviético, remata la composición piramidal de uno de los dibujos de Díaz [Fig.1]. Bajo este, solo quedan cadáveres, apenas muñecos de trapo. Nadie puede disparar ya el cañón situado a la derecha. Un escenario teatral, afín al de los soldados que avanzan entre las lomas en otra de las tintas. Algunos apuntan el arma, hincan la rodilla o se tiran al suelo. Al fondo, solo un horizonte de alambradas. En los dibujos de Díaz nunca aparece «el otro», ni siquiera está claro que haya un enemigo. Solo hombres enfrascados en una lucha sin sentido en medio de paisajes yermos. «Parecía totalmente irreal que estas siluetas que se movían aparentemente de forma inocente debajo de nosotros, estuvieran dedicadas a la tarea de matarse mutuamente con la mayor celeridad. Era como presenciar un fantástico teatro de marionetas», anota Cox mientras observa el frente desde el edificio de Telefónica.19
Uno de los asuntos más repetidos en los dibujos de Díaz es el de los caídos y la posterior evacuación de cuerpos y heridos. Víctimas en las que resuena la imagen de Cristo en el Descendimiento. Así sucede con el cadáver que transportan dos milicianos, parcialmente cubierto por una sábana. Al fondo, otros soldados se agitan, tal vez excavan, en la trinchera. Una última figura observa desde lo alto con la mano sobre los ojos. En otro de los dibujos, un militar carga sobre sus hombros a un compañero herido que presenta la cabeza vendada. Avanzan por un camino hacia una construcción con arco de entrada, apenas promesa de nada: «De vez en cuando, dos o tres siluetas oscuras salían de la trinchera y se deslizaban lentamente hacia la retaguarda. Se llevaban a un hombre herido. Por la noche, iban a por los muertos».20
Frente y retaguardia aparecen como un mismo espacio. Al menos no hay distinción entre el lugar que ocupan las tropas y el de los civiles: «Madrid era una inmensa trinchera».21 Varios soldados amontonan cadáveres ante la atenta mirada de un grupo de mujeres [Fig. 2]. Estas se lamentan, se abrazan o simplemente se resignan ante lo que ya era cotidiano. En el horizonte, alambradas: «Caen los hombres a docenas, a centenares, segados por las ametralladoras, los morteros, las baterías y los aviones enemigos», relata Chaves.22
Los escenarios apenas se esbozan en la mayor parte de dibujos: lomas, riscos, muros y, en algún caso, la silueta semidestruida de unas casas. Un soldado observa un grupo de cadáveres. Uno de ellos, desnudo, podría ser una mujer. A la izquierda el camión que se los llevará. Al fondo, apenas se bosqueja la estructura de un edificio que parece estar en proceso de construcción. Tal vez uno de los esqueletos de la Ciudad Universitaria: «Allí, en aquel ambiente de la Ciudad Universitaria, la guerra civil era ostensiblemente el símbolo elocuente del fracaso de nuestra cultura y nuestra civilización», escribe Chaves.23 En uno de los dibujos más rápidos, menos acabados, la guerra es solo el marco que constituye la línea abrupta de los edificios arruinados. Delante, un grupo de mujeres aparecen ocupadas en su quehacer cotidiano. Las tradicionales lavanderas del Manzanares han cambiado de escenario.
En otros dibujos los espacios son algo más precisos. En el interior de una iglesia, un grupo de soldados rodea una forma ovalada situada en el centro. Tal vez están cocinando. Al fondo, un retablo de columnas salomónicas con la figura de la Inmaculada o de una santa. A sus pies, el sagrario aparece abierto, tal vez profanado. Resulta difícil concretar cuál de las iglesias de Madrid pudo captar Díaz, si es que se trata de un espacio real y no imaginado. El retablo puede recordar al de la capilla de los Naturales de la colegiata de San Isidro, incendiada durante los tumultos de julio. Pero hay ejemplos similares en otras iglesias madrileñas, que, en los mejores casos, se desacralizaron para recibir un nuevo uso.
Ante la gran puerta de un edifico, un grupo de civiles observa cómo bajan de un camión a los heridos [Fig. 3]. Sobre la camilla dos pequeños cuerpos: «Cuando en una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también economías», anota Chaves.24 La fachada del edificio dibujado por Díaz recuerda en formas, aunque no en dimensiones, a la del hospital San Carlos de Atocha, bombardeado el 18 de noviembre: «En el hospital San Carlos, el estruendo de los aviones desató el pánico. Muchos de los heridos eran mujeres y niños, heridos en los ataques precedentes, y el sonido de los motores que volvían hacia ellos eran más de lo que podían soportar. Gravemente heridos, intentaron meterse debajo de las camas o lanzarse a los pasillos. Las luces se habían apagado y en la oscuridad se oía un llanto histérico».25 «¿Dónde estaba la lógica militar en el episodio del Hospital San Carlos?», se interroga Cox.26
La escasez de víveres convirtió las esperas para el abastecimiento en parte de la rutina. Así aparece recogido en dos de los dibujos de Díaz. En uno de ellos, una larga cola de figuras espectrales esperan ante un grupo de edificios parcialmente destruido. Es el nuevo paisaje urbano. Dos mujeres, una anciana y una joven con un bebé en brazos, regresan conversando, tal vez hayan obtenido algo. La escena no es muy diferente en el segundo dibujo. Hombres mujeres y niños permanecen a la espera, con cestas y bolsos vacíos bajo el brazo, en una cola que carece de principio y final. Todo vigilando por la atenta mirada de un miliciano: «La escasez de víveres hace que se formen a la puerta de las tiendas colas interminables de mujeres y chiquillos que permanecen día y noche a la intemperie, bajo la amenaza de los bombardeos. Los comerciantes elevan los precios de día en día y aun de hora en hora. La Junta de Defensa acuerda fijar los precios a que han de venderse las subsistencias y se esfuerza inútilmente por conseguir que rijan, a lo menos, durante siete días, y solo de semana en semana puedan irse elevando», anota de nuevo Chaves Nogales.27
Los bombardeos también terminaron por hacerse cotidianos. Cox insiste en que los intentos de hundir la moral de la población con los ataques, forma moderna de guerra, fracasaron. Pero el miedo era real y las imágenes de la población atacada por los aviones un eficaz medio de denuncia y propaganda. A los casos ya conocidos, cabe añadir uno de los dibujos de Díaz en el que un grupo de mujeres y niños se protege ojos y oídos de unas explosiones que en realidad no vemos [Fig. 4]. Solo una mujer permanece firme y gira su cabeza para mirar de dónde procede el peligro. Al tiempo, levanta y aleja en dirección opuesta el bebé que lleva en brazos. En el arranque de «¡Masacre, masacre!», el primero de los relatos que forman A sangre y fuego, Chaves Nogales describe las sensaciones que se producen en esos momentos: «Al sol de la mañana la bomba de aviación que cae es una pompita de jabón que en un instante raya el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca, se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le quisieren volcar fuera. El estómago, que se sube a la boca, y el tímpano, demasiado sensible para tan gran ruido, son los que más agudamente protestan. Esto es todo. […] Después, comienza el espectáculo de la tragedia».28
Los dibujos de Díaz Domínguez, como los de Horacio Ferrer y Berdejo o los relatos de Cox y Chaves Nogales, dan cuenta de una ciudad convertida en línea de frente durante más de tres años. Una ciudad que Díaz no abandonó en ningún momento y una lucha de la que no participó pero que vivió de primera mano. No existen los testimonios libres de la ideología de su narrador, pero tal vez lo más singular de este grupo de dibujos es que están muy lejos de la propaganda, con protagonistas anónimos y enemigos invisibles, sin héroes ni villanos; tan solo víctimas. No hay recreación en la barbarie ni embellecimiento de posibles hazañas. Quizá Díaz no los mostró porque eran extraños a su propio contexto. No encajaban en el discurso dominante ni durante ni después de la guerra. Quedaron como un ejercicio íntimo. Un ejercicio de memoria.
Referencias
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