Resumen: En 2014, la desaparición de 43 estudiantes de una escuela normal rural en Ayotzinapa, Guerrero, hizo evidente al mundo la práctica del delito de desaparición forzada en México. Desde décadas atrás se habían producido acontecimientos similares, lo que devino en una sentencia en 2009 al Estado mexicano por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (coidh) en relación con el caso Rosendo Radilla. Mecanismos de impunidad muy estructurados han impedido evitar o resolver estos crímenes.
Palabras clave: México,derechos humanos,desaparición forzosa,impunidad,Ayotzinapa.
Abstract: In 2014 the disappearance of 43 students from a rural school in Ayotzinapa, Guerrero, showed evidence to the world of the continuous practice of the crime of forced disappearance in Mexico. From decades back similar events had occurred, which led the Inter-American Court of Human Rights (IACHR) to sentence Mexico in the 2009 case known as Rosendo Radilla. However, deeply structured impunity mechanisms have impeded the prevention or elucidation of these crimes.
Keywords: Mexico, human rights, forced disappearance, impunity, Ayotzinapa.
Resumo: Em 2014, o desaparecimento de 43 alunos de uma escola rural normal em Ayotzinapa, Guerrero, evidenciou ao mundo a prática do crime de desaparecimento forçado no México. Há décadas, vinham ocorrendo eventos semelhantes, o que resultou numa sentença em 2009 para o Estado mexicano, por parte da Corte Interamericana de Direitos Humanos, quanto ao chamado caso Rosendo Radilla. Mecanismos de impunidade muito estruturados impediram que esses crimes fossem evitados ou resolvidos.
Palavras-chave: Ayotzinapa, desaparecimento forçado, direitos humanos, impunidade, México.
Artículos
Desapariciones forzadas e impunidad en la historia mexicana reciente*
Forced disappearances and impunity in recent mexican history
Desaparecimientos forçados e impunidade na historia mexicana reciente
Recepción: 10 Septiembre 2017
Aprobación: 07 Diciembre 2017
En 2014, la desaparición en la ciudad de Iguala de 43 estudiantes de una escuela normal rural de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero –una de las zonas de México donde han desaparecido muchas otras personas– exhibió como nunca la grave reiteración de este delito en México. Anteriormente, la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante COIDH) por el llamado caso Rosendo Radilla1 apenas si había logrado atraer la atención sobre las desapariciones forzadas de los años de 1970 y 1980. En cambio, las impugnaciones por el caso Ayotzinapa hicieron que el Estado mexicano sufriera una grave crisis de credibilidad en los ámbitos nacional e internacional. El último informe del Grupo Internacional de Expertos Independientes (en adelante giei), creado en la órbita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH) a propósito de la desaparición de los normalistas, aunque sin carácter de sentencia, confirmó de manera directa y documentada las observaciones del órgano interamericano al Estado mexicano concernientes a derechos humanos (GIEI, 2016).
Si la sentencia Radilla no fue suficiente para presentar en el foro global la imagen de un Estado que atentaba o encubría delitos contra los derechos humanos, Ayotzinapa, en un entorno nacional de adhesión a la tratadística sobre Derechos Humanos (DD. HH.) y construcción de instituciones especializadas en la materia, determinó que, por acción u omisión, la comisión de delitos de lesa humanidad, como la desaparición forzada, generó una situación de emergencia, como puede advertirse en las recomendaciones del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la Organización de Naciones Unidas (ONU) emitidas en 2015. Este Comité exhortó a las autoridades de México a tomar medidas para cumplir con sus obligaciones como Estado signatario de la Convención Internacional sobre el tema.2 En su informe final, indica que México vive un contexto de desapariciones generalizadas en gran parte de su territorio, muchas de las cuales podrían calificarse de forzadas. Se pronuncia también sobre los serios desafíos que enfrenta el país en materia de prevención, investigación y sanción de este tipo de delito, así como en la búsqueda de personas desaparecidas. Igualmente, recomendó crear un registro nacional único de personas desaparecidas e intensificar los esfuerzos para prevenir e investigar las desapariciones de migrantes en tránsito por su territorio (Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez et ál., 2015).
Sin embargo, se observa una política ambigua y una estrategia confusa en el campo de la defensa y promoción de los derechos humanos, que conduce a una difícil relación con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (en adelante SIDH) y con la Organización de Naciones Unidas, lo que provocó, incluso, fricciones con un relator especial de este último organismo sobre el tema de la tortura3.
La vigencia de la impunidad genera una crisis por la que se cierran los caminos a las instituciones nacionales puestas en pie para satisfacer la demanda de verdad y justicia, y se fomenta indirectamente que víctimas o terceros en discordia recurran, a falta de otra alternativa, a las instancias especializadas internacionales en la materia.
Ayotzinapa puso en evidencia que muchas de las reiteradas desapariciones realizadas bajo similares condiciones de impunidad habían quedado fuera del foco de atención de la opinión pública global. En ese sentido, como se sostiene a continuación, la información existente revela que el hecho es reiterado, a lo largo de los últimos cincuenta años, y se mantiene con grados de mayor a menor invisibilidad desde la década del sesenta del siglo pasado hasta que estalló el caso de Ayotzinapa. Así mismo, es posible apreciar cómo se activan mecanismos de impunidad y cómo, a medida que se crean y desarrollan estructuras institucionales destinadas a develar violaciones de derechos humanos, se produce un conflicto cada vez más público a causa de la omisión de investigación y procuración de justicia, lo que deriva en denuncias como procesos jurisdiccionales en organismos nacionales e internacionales.
Con la perspectiva de la historia reciente que entreteje miradas disciplinarias provenientes del derecho, la ciencia política y las relaciones internacionales, este artículo busca examinar las características de impunidad que han afectado la práctica del Estado mexicano en materia de violaciones de derechos humanos. Las fuentes usadas para respaldar los hechos narrados responden a la existencia cada vez mayor de documentación jurídica que informa de dichas situaciones de impunidad. Al mismo tiempo, se incorporan un conjunto de informaciones hemerográficas sobre aspectos puntuales de la narración.
El artículo comprende cinco secciones. La primera, de manera sintética, reconstruye las bases de la impunidad en relación con la forma en que el sistema político ha limitado e, incluso, impedido que se cumplan las funciones estatales relativas a la defensa de los derechos humanos de sus ciudadanos. Abarca desde mediados de los años sesenta del siglo pasado hasta el presente. En la segunda sección se aborda de manera particular el procesamiento de las violaciones a los derechos humanos a partir del reconocimiento explícito que hizo el Informe Especial de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (en adelante CNDH) en noviembre de 2001. En la tercera sección se exponen, más específicamente y basados en la sentencia de la COIDH sobre el caso Rosendo Radilla, las formas que adquirió el ejercicio de la impunidad durante y después de los años setenta, cuando se desplegó la represión política sobre los movimientos campesinos y sociales. Este momento marca también el inicio de la intervención de las instancias internacionales para investigar y dirimir responsabilidades ante la ausencia del cumplimiento de las obligaciones estatales en materia de protección de los derechos humanos. La cuarta sección muestra lo que se visibilizó en el foro global acerca del acontecimiento de Ayotzinapa. En particular, se percibe, mediante la documentación generada por expertos internacionales y testigos, la trama de una remozada impunidad y el papel de un Estado que resulta cuestionado por los organismos internacionales intervinientes. La sección quinta es de conclusión.
De acuerdo con particularidades de su desarrollo histórico y de su sistema político, durante el periodo de la guerra fría en México se pusieron en práctica tanto estrategias sui generis de abordaje de situaciones de conflicto interno, como de relaciones internacionales. No obstante que durante el predominio hegemónico del Partido Revolucionario Institucional (PRI) el gobierno mexicano, a diferencia de otros de la región latinoamericana, mantuviera muy buenas relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y el gobierno de Cuba, desde 1959 en declaraciones oficiales aflora la preocupación de que los “ejemplos de luchas o de pueblos lejanos y distintos al nuestro” (Secretaría de la Presidencia, 1976, p. 349)4 se hicieran sentir en el país, inspirando movimientos que buscaran cambiar el orden político y económico existente. El hecho mismo de la relativa proximidad en el tiempo de la revolución mexicana de 1910-1917 y, en especial, su elogio y recuerdo permanentes en la retórica oficial, servía contradictoriamente para alimentar en el imaginario popular el espíritu insurgente. Por lo demás, el acelerado cambio socioeconómico de México en la posguerra, con una progresiva integración a la economía estadounidense junto al mantenimiento o surgimiento de profundas brechas de desigualdad social, así como el descontento de grupos intelectuales con el sistema de autoritarismo “blando” (ya no tan blando luego de la represión masiva de 1968) hizo que al igual que en otros países de América Latina, aunque por razones nacionales propias, surgieran en los años setenta del siglo XX movimientos guerrilleros, ya sea de base urbana o de implantación rural, particularmente en el estado de Guerrero, con altos índices de atraso económico y disparidad social.5
Las peculiaridades del sistema político mexicano, que no apelaba prioritariamente a esquemas represivos (si bien estos no faltaban), sino a mecanismos de control corporativo de masas y estaban acompañados de un discurso progresista, determinaron la respuesta dada a este desafío. Sobre todo, en el periodo posterior a 1971, la orientación gubernamental fue por un lado de tolerancia e incluso apertura de espacios de expresión y organización para grupos intelectuales, movimientos estudiantiles y organizaciones de izquierda con perspectiva crítica, pero predominantemente pacífica; por otro lado, la represión policial y militar se desató implacablemente contra los movimientos armados contestatarios y, aunque no llamara tanto la atención en ese momento, también en las zonas rurales en que el narcotráfico expandía sus redes sociales para la producción y traslado de drogas (con el nombre clave de Operación Cóndor).5 Por lo que se sabe, con base en testimonios e investigaciones oficiales o independientes, estas campañas se acomodaban, en términos generales, al formato de la llamada “guerra sucia” contrainsurgente, con su secuela de torturas, prisiones y ejecuciones clandestinas, desapariciones forzadas y amenazas o represalias contra comunidades que real o presuntamente apoyaran a los grupos objetivo de la represión.6 Aparte de estas circunstancias coyunturales, tales actuaciones tenían sustento en un contexto jurídico y político de largo plazo en que las fuerzas de seguridad se consideraban libres de rendir cuentas en asuntos de derechos humanos y, en lo que respecta a las fuerzas armadas, libres de todo cuestionamiento en términos generales.
Simultáneamente el gobierno mexicano predicaba el tercermundismo, la no alineación con las grandes potencias y, yendo más allá de la Doctrina Estrada de no opinar sobre otros países, condenaba a la dictadura militar chilena y ejercía una política diplomática de asilo y refugio de perseguidos por motivos políticos en países del Cono Sur latinoamericano7. Víctimas de autoritarismos lejanos encontraban así amparo en el territorio nacional, mientras se reprimía sin limitaciones a parte de la oposición interna.
Hay en tal sentido evidencia documentada de actos de detención, tortura y desaparición de personas por parte de agentes del Estado que configuran delitos de lesa humanidad8. La Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (en adelante FEMOSPP), creada ex profeso en 2002 para investigar y determinar violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado o a su amparo, especificó:
Al concluir esta investigación se constata que el régimen autoritario, a los más altos niveles de mando, impidió, criminalizó y combatió a diversos sectores de la población que se organizaron para exigir mayor participación democrática en las decisiones que les afectaban, y de aquellos que quisieron poner coto al autoritarismo, al patrimonialismo, a las estructuras de mediación y a la opresión. El combate que el Estado emprendió en contra de estos grupos nacionales –que se organizaron en los movimientos estudiantiles, y en la insurgencia popular– se salió del marco legal e incurrió en crímenes de lesa humanidad que culminaron en masacres, desapariciones forzadas, tortura sistemática, crímenes de guerra y genocidio al intentar destruir a este sector de la sociedad al que consideró ideológicamente como su enemigo. (National Security Archive, 2006)
Otras violaciones de derechos humanos siguieron acaeciendo en etapas posteriores, lo que ha motivado ocho sentencias de la COIDH dirigidas al Estado mexicano9.
Tal práctica sin garantías, que contradice preceptos constitucionales y legales hace tiempo consagrados, empezó a ser cada vez más objeto de crítica pública a partir de las dos últimas décadas del siglo XX, época en que el gobierno emprendió una radical iniciativa de apertura económica y, por lo mismo, se volvió susceptible a las presiones internas y externas que le obligaban a readecuar su sistema político por el camino de la democratización, uno de cuyos capítulos sería la cultura de los derechos humanos (Dutrénit y Varela, 2010). Pero fue especialmente en 2009, a raíz de la sentencia de la COIDH en contra el Estado mexicano por el Caso Rosendo Radilla, que el tema de la desaparición forzada y sus víctimas cobrara relativa visibilidad, impulsando una reforma de la administración de justicia que excluyó al fuero castrense del juzgamiento de acusaciones por violaciones de derechos humanos imputadas a alguno de sus integrantes10. Estas reformas emprendidas por el gobierno mexicano trascendieron a nivel internacional y alcanzaron reconocimiento de la ONU11. Para entonces, la desaparición forzada de personas por diversas causas (no solo políticas), así como otros atentados contra seres humanos, ante una evidente inoperatividad del Estado para aclarar la información e impartir justicia, se convirtieron en objeto de denuncia cada vez más numerosa, incrementada a la luz de la nueva guerra desatada desde 2006 contra el narcotráfico12.
De este modo, una abultada lista de víctimas de desaparición forzada a causa de la represión política o del crimen organizado hace que por tiempo prolongado el destino de los directa o indirectamente afectados se mantenga en la incertidumbre y los responsables continúen impunes13. La mención sobre la participación de agentes oficiales en tales hechos ha sido permanente y creciente en las últimas décadas. Un Estado de derecho proclamado como tal debería aportar información y debido juicio a los culpables, siendo esta la principal reparación para las víctimas y sus familiares (no menos victimizados). Como ha señalado la COIDH, “la privación continua de la verdad acerca del destino de un desaparecido constituye una forma de trato cruel e inhumano para los familiares cercanos” (2009). Este tribunal considera, además, que tal derecho no solo asiste a las víctimas directas e indirectas, sino también a la sociedad en general, en la medida en que se violan importantes instrumentos internacionales atinentes al Derecho Internacional Humanitario y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (COIDH, 2000).
Al respecto, la “guerra sucia” desarrollada en México, en el marco de la guerra fría, dejó entre los años sesenta y ochenta cifras de afectaciones cuya estimación difiere si se compara con las denuncias realizadas. Hay que tener en cuenta que se modifican con el tiempo e influyen en la concreción de las denuncias los retos emocionales y prácticos por dolor y temor a represalias, así como la credibilidad en las instituciones. Por ejemplo, la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México (AFADEM) registra un número de 609 desapariciones forzadas solo para el estado de Guerrero (Sánchez Serrano, 2014, p. 261)14. En cambio, el Informe de la CNDH entregado al presidente Fox en noviembre de 2001 indica que se recibieron 482 denuncias (CNDH, 2001). Este saldo aproxima a México al desempeño represivo de otros gobiernos latinoamericanos en la misma época, con la diferencia de que los segundos eran dictaduras. Dadas las peculiaridades ya explicadas, estos hechos en México respondieron a una estrategia represiva del Estado en respuesta a presiones y demandas de diferentes sectores sociales u organizaciones políticas. Se trató de una acción centrada sobre todo en el ámbito rural (Sánchez Serrano, Ferrer Vicario, Rangel Lozano, Aréstegui Ruiz, y Solís Téllez, 2014) pero que abarcó también las urbes, como muestra lo sucedido en relación con el movimiento estudiantil de los años de 1968 y 1971 y con los movimientos armados, en especial en ciudades como Guadalajara y Monterrey (Montemayor, 2010; Castellanos, 2008). En un contexto de restricción de la prensa y conformismo de la opinión pública, así como de pasividad de masas de trabajadores encuadradas en organizaciones corporativas del Estado, los acontecimientos eran parcial o totalmente desconocidos, tergiversados o disminuidos en su impacto. Mucho de lo que pudiera suceder especialmente en la periferia campesina resultaba inexistente en el espacio público de una república de por sí muy centralista.
Toda aguda manifestación discordante en esta época era juzgada como desestabilizadora por un régimen muy afianzado que, de trascender un acto notorio de represión, lo traducía como mal necesario para protegerse de los enemigos de la nación. La justicia se procuraba e impartía bajo un estricto control del ejecutivo y eran funcionales a dicha estrategia, por lo que las denuncias de graves violaciones de derechos humanos no tenían serias posibilidades de lograr la puesta en marcha de investigaciones eficaces. El largo proceso de la denuncia del caso Radilla es emblemático de estas circunstancias (Dutrénit, 2014, pp. 81-87; Sánchez Serrano, 2014, pp. 255-258).
Al finalizar el siglo XX, algunos sectores oficiales comenzaron a quebrantar el silencio, pero solo como tropo memorístico, sin que mutaran las estructuras que permitían la recurrencia de ilicitudes. Sin embargo, se puso de manifiesto una vez más la ductilidad del Estado mexicano para manejar la temática mediante la creación de instituciones de atención como la CNDH. Dicha iniciativa, adoptada a principios de los años noventa, se explica entre otras razones por las tratativas para la aprobación del Tratado de Libre Comercio de Norte América (TLCAN o NAFTA, por su sigla en inglés), en el curso de las cuales se exhibía, entre otros reparos erigidos en Estados Unidos por los opositores al acuerdo, la problemática situación de los derechos humanos en México, en deuda con el sistema internacional de protección en la materia. De ahí que, paralelamente a las negociaciones para despejar el camino de la integración con Estados Unidos y Canadá, que incluyó la contratación de costosos especialistas en lobbying, se dieran internamente pasos para la creación de organismos públicos ad hoc, derivados del reconocimiento oficial de la necesidad de investigar abusos cometidos en el pasado reciente. Además, debía preverse el paulatino ajuste de la normatividad nacional y el entrenamiento de funcionarios y magistrados según la tratadística internacional sobre el tema suscrito por México15.
Este proceso continuaría en el marco de la transición a la democracia, mas no evitó que se presentaran actos represivos de excesiva violencia, como el de la masacre de Aguas Blancas, nuevamente en el estado de Guerrero, el 27 de noviembre de 1995, en la que por razones no muy claras murieron 17 indígenas y 21 resultaron heridos por los policías locales cuando estos detuvieron un camión en el que miembros de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS) se dirigían a un mitin político precisamente para reclamar por una desaparición16. El suceso produjo un impacto negativo en la imagen internacional del país, fijando la atención en los abusos cometidos por agentes del Estado contra la población rural y, en particular, contra las etnias originarias, con persistencia de una estructura de impunidad que contradice la voluntad expresa gubernamental de esclarecer ilícitos perpetrados por funcionarios del Estado (Sikkink, 1996, p. 157).
Al consagrarse la derrota en las elecciones nacionales de 2000 del hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), se esperaba el cumplimiento de la promesa de campaña electoral del nuevo presidente, perteneciente al antes opositor Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox Quesada. Esta promesa estaba sustentada en la recomendación del informe de la CNDH de noviembre de 2001, respecto de la necesidad de investigar asuntos vinculados al pasado reciente sobre los que pudiera recaer responsabilidad estatal. Para ello, se creó una comisión especializada17, que fue la ya mencionada FEMOSPP. Pese al informe acusatorio que esta elaboró (primero el borrador que se filtró en 2006 y luego el oficial de 2007), no se libró de ser acusada de ciertas omisiones y, posteriormente, de que participaran en su gestión funcionarios presuntamente relacionados con los hechos investigados18.
La política que prometía corregir la impunidad al parecer fue orientada por un cálculo de costo-beneficio en el ámbito de alianzas entabladas por un gobierno que intentó, a partir del 2000, conciliar entre nuevo y antiguo régimen, configurando un cuadro inestable que determinó que las investigaciones y eventuales castigos de pasados delitos de lesa humanidad no se correspondieran con la aplicación estricta de los tratados internacionales firmados ni de las leyes promulgadas internamente ni de las sentencias logradas. Se concretó así un juego contradictorio para la institucionalidad democrática y la protección de derechos. A ello se sumó, ya entrado el siglo XXI, la presencia abrumadora del crimen organizado y sus vínculos con las estructuras de seguridad y el sistema político en general, que arrojaría un saldo de más de 27 000 personas presuntamente desaparecidas, según datos oficiales19, durante los últimos diez años, con expedientes que confirman una justicia ineficaz. Ello obliga a los agraviados, como ya se ha dicho, a recurrir a los organismos internacionales especializados20.
Como corolario de lo expuesto, en noviembre de 2009 el Estado mexicano fue sentenciado por primera vez en un caso de desaparición forzada durante la “guerra sucia”, por parte de la COIDH. Rosendo Radilla, cuya situación originó esta resolución, desapareció en el estado de Guerrero el 25 de agosto de 1974. En la sentencia, representativa por hacer pública internacionalmente la represión política de los años de “guerra sucia” en un estado que acumuló el mayor número de desapariciones y cuatro décadas después continúa sufriéndolas, se sostiene, entre otros puntos, “por unanimidad y en lo sustantivo, que el Estado mexicano: […] es responsable de la violación de los derechos a la libertad personal, a la integridad personal, al reconocimiento de la personalidad jurídica y a la vida”. Se señala también que “debe conducir eficazmente, con la debida diligencia y dentro de un plazo razonable la investigación y, en su caso, los procesos penales que tramiten en relación con la detención y posterior desaparición forzada”. Igualmente, México queda obligado a “continuar con la búsqueda efectiva y la localización inmediata del señor Rosendo Radilla Pacheco o, en su caso, de sus restos mortales” (COIDH, 2009). Se indica que en el periodo en que ocurrieron los hechos aludidos también se presentaron numerosos casos similares en otras partes del territorio mexicano, cuyo acervo probatorio consta en la CNDH. Y efectivamente, la situación de Radilla es ejemplo de la de otros cientos de víctimas ignoradas por su marginalidad social en la región sureña de Guerrero y en particular en el pueblo de Atoyac de Álvarez. El año de su desaparición fue quizá el más virulento en cuanto a represión gubernamental en esa zona: en esta época, la guerrilla encabezada por el maestro rural y líder campesino Lucio Cabañas mantenía secuestrado al senador y gobernador electo del estado, Rubén Figueroa. El ejército mexicano lanzó entonces una campaña contra dicho movimiento que afectó también a la población civil de la zona. Se buscaba información sobre el secuestro y también aislar a la guerrilla. En la detención y posterior desaparición de Rosendo Radilla es evidente que la motivación fue su manifiesta simpatía hacia el movimiento armado, que expresaba en sus canciones o corridos, dato registrado en la sentencia de la COIDH de 2009 y en los estudios al respecto citados en estas páginas.
Para las organizaciones de DD. HH. en México, el caso de Radilla se ha constituido en un símbolo de la poco conocida represión política de los años sesenta y ochenta del siglo pasado, al ser la primera demanda con esas características que accedió a la COIDH y dio lugar a sentencia luego de un inútil y largo peregrinar por instancias de procuración de justicia del país. Transcurridos muchos años y habiendo sido regularmente desestimada la denuncia, enviada a reserva en virtud de que no existían datos probatorios de responsabilidad alguna, y ante una evidente falta de voluntad oficial para generar una instrumentación efectiva de la investigación, se presentó el expediente en 2001 ante la CIDH (CMDPDH, 2008). Esta lo elevó a la COIDH, de donde devino la sentencia de 2009.
La conclusión era que pese a la señal de cambio en el ámbito de los organismos nacionales de protección de los derechos humanos, existían –y existen– fuertes obstáculos para visibilizar los hechos de la represión, sus efectos delictivos y, más aún, para señalar responsables21. El caso Radilla muestra algunos de los impedimentos que la procuración de justicia mexicana interpuso, como por ejemplo la prerrogativa del fuero militar para los acusados pertenecientes a las fuerzas armadas. La sentencia interamericana finalmente obligó a remover ese obstáculo el 11 de julio de 2014. Sin embargo, el reconocimiento a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de México otorgado por la ONU en 2013 en virtud del avance efectuado en la instrumentación jurídica de la defensa de los derechos humanos, como se apuntó anteriormente, propició una imagen internacional que no se ajusta a la persistencia de prácticas violatorias. Aunque algunas de las indicaciones de la sentencia fueron atendidas en distintos grados, los esfuerzos por aclarar las circunstancias de la desaparición y lograr localizar los restos de la víctima no han sido satisfactorios. El Estado, tanto el ejecutivo como su dependencia encargada, la Procuraduría General de la República (en adelante PGR), no asumieron la responsabilidad de actuar imparcialmente involucrando a grupos independientes que participaran en la investigación y búsqueda del detenido desaparecido.
Se aprecia desde entonces un trabajo muy lento, sin ubicación de los informantes claves: los participantes en la detención y posterior desaparición forzada de la víctima. Algunos responsables de las diligencias (encargados de las excavaciones relacionadas) coinciden en la limitación que impone la ausencia de información proveniente del sector militar22, lo que supone implícitamente un respaldo gubernamental a dicha omisión (Dutrénit y Jaloma 2014; Dutrénit, 2014).
Viejas prácticas de inoperancia en la procuración de justicia mexicana, presunción de colusión de algunos sectores políticos y de las corporaciones de seguridad con delitos pendientes de atención, se suman a la convicción de que actualmente también existen complicidades con los incesantes atropellos del crimen organizado. No es de extrañar que también desde la sociedad civil los sectores vulnerados al verse enfrentados a la irresolución de sus demandas busquen apoyo en el SIDH.
Lo sucedido a partir del 26 de septiembre de 2014 a los estudiantes de Ayotzinapa ratificó una vez más la inoperancia oficial, que no supo dar respuesta inmediata a los hechos de violencia pública y notoria en la ciudad de Iguala (otra vez en Guerrero) en los que se vieron envueltos directa o indirectamente distintos órdenes de la estructura política y de las corporaciones de seguridad municipal, estatal y federal. El mundo entero en tiempo real tomó conocimientos de los hechos consistentes en la desaparición de 43 educandos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, así como la tortura hasta la muerte de otro más y el asesinato de algunas personas ajenas por completo a los hechos, pero presentes en el lugar.
Las investigaciones producidas han generado distintas explicaciones, en particular una oficial23 que apenas ha cambiado luego de lo declarado en los días subsiguientes, cristalizada en la llamada “verdad histórica” reconstruida por las instancias de gobierno, según expresión del Procurador General de la República de entonces, Jesús Murillo Karam24, intentando así cerrar el caso. Versión ratificada en abril de 2016, al darse a conocer el tercer y controvertido peritaje del basurero de Cocula, donde se afirmaba que se habrían incinerado los cadáveres25. Una vez más, las autoridades se vieron atrapadas en la complejidad de su ambivalente juego político: al tiempo que se expresaba preocupación, voluntad y dedicación para establecer los hechos en cuestión, se hacía un discurso y una presentación engañosos de los hechos y posibles evidencias. Se incrementaba con ello la victimización de los familiares y se fomentaba a nivel nacional e internacional el descrédito (Beristain, 2017; Hernández, 2016, pp. 71-236 y 317-354).
Algunas de las recomendaciones que Amnistía Internacional (en adelante AI) realizó en octubre de 2014 señalan esta brecha entre discurso y acción: “3) Enrique Peña Nieto debe acelerar y garantizar una investigación rápida y exhaustiva sobre estos terribles abusos, y que se llegue a fondo sobre lo ocurrido a las víctimas. Las promesas de México acerca del respeto a los derechos humanos no deben quedar en meras declaraciones que permitan una serie de abusos con total impunidad. 4) Se debe garantizar el acceso pleno a las investigaciones ministeriales por parte de los familiares de las víctimas y sus representantes, y asegurar que no recaiga en las víctimas y sus familiares la obligación de obtener y proporcionar los elementos de prueba” (Amnistía Internacional, 2014).
Lo dicho por AI se basaba en una contradicción revelada por el trabajo de dos organismos independientes coadyuvantes: el Equipo Argentino de Antropología Forense (en adelante EAAF), reconocido por su labor en tareas similares desempeñadas en Argentina y en varios países, y el GIEI, formado por acuerdo entre el gobierno mexicano y la CIDH. La infructuosa búsqueda de los estudiantes, el hallazgo de los restos de uno de ellos en condiciones de dudosa ubicación que desembocó en una relación tirante con el EAAF, los crecientes reclamos de verdad y justicia y la crítica a las condiciones de parcialidad que regían la investigación, orillaron al gobierno mexicano a acordar con la CIDH. Ello posibilitó al GIEI trabajar en México durante un año aunque con ciertos candados que trabaron aspectos de la investigación, según se advierte a partir de declaraciones de sus integrantes (Beristain, Valencia, Buitrago y Cox, 2017, pp. 205-248).
En tanto, el 23 de julio de 2015 la CNDH dio a conocer 32 puntos conteniendo observaciones y solicitudes a la autoridad mexicana, apuntando a serias deficiencias en la encuesta, así fueran de carácter metodológico o científico. La Fiscalía ni siquiera contaba con una ficha de identidad para cada una de las 43 víctimas, dato esencial para la investigación (Forbes, 2016). Posteriormente, la CNDH también exhortó a abrir otras rutas:
La información que se da a conocer constituye, de facto, el punto de partida de una segunda “Ruta de Desaparición”, que deberá ser investigada por la autoridad competente para determinar con certeza lo sucedido […] una vez que agentes policiales los sustrajeron del lugar antes referido […]. Este fenómeno de posible cooptación de elementos de instituciones policiales por parte de organizaciones delictivas habría quedado evidenciado en los municipios de Iguala y Cocula, con la presunta participación de agentes de Policía pertenecientes a dichos municipios en los actos de desaparición de los estudiantes de la Escuela Normal “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. Hoy damos a conocer información que haría presumir la participación de elementos de la Policía Municipal de Huitzuco y de dos elementos de la Policía Federal en los hechos ocurridos en el denominado “Puente del Chipote” de Iguala. (CNDH, 2016)26
Todo apuntaba a que existen muchos entretelones en la investigación, así como pistas no atendidas.27 Un poco antes, en febrero de 2016, el EAAF había dado también a conocer su dictamen, indicando que en la investigación multidisciplinaria realizada, la evidencia biológica y no biológica recolectada durante los peritajes no respalda la hipótesis de la PGR acerca de la “verdad histórica” (EAAF, 2016). No era concebible, de acuerdo a los indicios, que en el lugar señalado (el basurero municipal de Cocula) se hubiera generado en esas fechas un fuego de tal magnitud que posibilitara incinerar a 43 cadáveres. Tampoco existían suficientes pruebas científicas para relacionar presuntos restos de los estudiantes con muestras analizadas recolectadas en el mismo lugar, ni se tenían elementos suficientes para vincular en forma directa los restos hallados en el basurero con los recuperados, según la PGR, en el río San Juan, donde se “encontró” la única muestra de identificación positiva perteneciente al estudiante Alexander Mora Venancio, integrante del grupo de los desaparecidos.28
Por su lado, el GIEI desde su primer informe, indicaba posibles pistas y la necesidad de que se realizaran peritajes conjuntos de la PGR con el EAAF, así como obligatoriedad de nuevos testimonios que incluyeran a militares y otras diligencias tendientes a develar distintas cuestiones relacionadas. Tales recomendaciones no fueron satisfechas y esta cooperación internacional en el ámbito de protección de los derechos humanos acabó siendo criticada, y una campaña de desacreditación dirigida recayó sobre los cooperantes extranjeros, especialmente los del GIEI y por extensión sobre la CIDH y su secretario ejecutivo, sacando a relucir fobias contra la injerencia de “lo extranjero” con el objeto de descalificar su tarea. Inevitablemente, las sospechas sobre el origen de estos infundios se orientaron al ámbito gubernamental (Sin Embargo, 2015; Ayuso, 2016; Beristain et ál., 2017).
Los dictámenes de ambos grupos de expertos son contradictorios con lo expuesto por las autoridades. En distintos momentos, los informes del EAAF y del GIEI dan cuenta documentada de sucesos que impugnan las versiones oficiales, que como es obvio, se elaboraron mediante procedimientos seleccionados y ejercidos por actores no independientes (GIEI, 2015, 2016), cuestión fundamental para una investigación como la que se tiene entre manos, así como la que aún se mantiene para el caso Radilla. En este contexto, la directora para las Américas de AI señaló que “la determinación absoluta del gobierno mexicano de esconder la tragedia de Ayotzinapa debajo de la alfombra parece no tener límites”; y el informe respectivo indica que:
Al negarse a dar seguimiento a todas las posibles líneas de investigación, manipular evidencia, no proteger ni apoyar a las familias de los estudiantes, negar el pedido de extender el mandato del GIEI y no haber estado en la presentación [del informe], las autoridades mexicanas están enviando el peligroso mensaje que cualquiera puede desaparecer en México sin que se haga nada al respecto. (Amnistía Internacional, 2016)
El acompañamiento internacional que se mantiene casi tres años después de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa ha sido clave para mantener la presión y vigilancia sobre el caso, junto a la sostenida demanda de los familiares. No ha sido, empero, suficiente para el esclarecimiento.29
Una vez entregados los informes del EAAF y del GIEI, la CIDH estableció en 2016 un mecanismo para dar seguimiento “a las medidas cautelares o de protección dictadas por la CIDH en octubre de 2014 y a las recomendaciones formuladas en los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)”.30 Ningún avance significativo se ha dado hasta el presente y como sostuvo la CIDH en 2014, “a pesar de los informes emitidos por el GIEI y las recomendaciones respectivas, las acciones adoptadas por las autoridades estatales aún no han arrojado resultados concretos o avances positivos” (DW, 2016).
A fines de agosto de 2017 se llevó a cabo la tercera visita de los comisionados de la misma CIDH como parte del mecanismo de seguimiento. Con la presencia de secretarios de Estado, funcionarios de la PGR y algunos familiares de los normalistas desaparecidos, la delegación exigió al gobierno mexicano no descartar la línea de investigación de un quinto autobús que ya había sido presentada en el informe de 2015: “Se plantea como teoría de caso la existencia del quinto autobús y la posibilidad de que estuviera cargado de heroína o de dinero, que los jóvenes tomaron sin saberlo entre el resto de los autobuses, y que eso explicaría el ataque masivo llevado a cabo contra ellos” (Beristain et ál., 2017, p. 255).
Esto vincularía el tráfico de drogas con la desaparición de los normalistas. Asimismo, se reclamó la aprobación de la Ley General contra la Desaparición Forzada, cuya tardanza fue notoriamente significativa en relación con los más de 27 000 desaparecidos y personas no localizables en el territorio.31 Su promulgación se efectuó el 16 de noviembre de 2017 con el nombre de Ley de desaparición forzada de personas, desaparición cometida por particulares y creación del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas. Frente a los reclamos del organismo internacional y los familiares, el gobierno busca afirmar su “compromiso” con un tema neurálgico: la búsqueda de los desaparecidos.32 Pero hay que entender que la ley es solo un instrumento y falta mucho para una implementación que cumpla con la demanda de familiares y organismos internacionales.
Como se ha dicho, durante el periodo de la guerra fría el Estado mexicano tuvo diferentes estrategias para relacionarse con la izquierda. Perseguidos de los autoritarismos y dictaduras en otros países de América Latina encontraron refugio en México, al tiempo que el gobierno reprimía a la oposición armada interna con métodos que investigaciones oficiales posteriores reconocieron como delitos de Estado. Sin embargo, durante mucho tiempo una alta proporción de estos ilícitos y sus correspondientes víctimas se mantuvieron invisibles, especialmente en el medio rural. Fue por repercusión de la sentencia sobre el caso Radilla que tomaron estado público las desapariciones políticas del pasado al ocuparse del tema la Organización de Naciones Unidas, aunque también de manera previa el SIDH. Luego, al presentarse el caso de Aytozinapa, el Estado mexicano volvió al banquillo de los acusados al ponerse en evidencia su débil institucionalidad en la defensa y promoción de los Derechos Humanos, pese a que anteriormente se habían creado instancias internas para ello, considerando también la desaparición por efectos multifactoriales a partir del nuevo milenio.
En términos prácticos, y tomando especialmente en cuenta el trabajo que llevó a cabo el GIEI en torno a Ayotzinapa bajo la órbita de la CIDH, ¿qué resultados y recomendaciones deja, aun cuando no se haya renovado dicho acuerdo de cooperación, contrariando el deseo de las víctimas y las declaraciones de actores internacionales sobre la grave situación de derechos humanos en México?33.
La actuación de un grupo independiente con experiencia profesional multidisciplinaria deja una lección en cuanto a la importancia de atender a las víctimas y curar las fallas de un sistema que, por razones estructurales, poco responde a su cometido. También aporta elementos de búsqueda por medio de nuevos indicios encontrados y pone énfasis en la necesidad de que el cuerpo de peritos sea independiente del Estado y combine diversas disciplinas para detectar la tergiversación de pruebas. Hace recomendable construir un sistema de justicia penal con capacidad de investigar graves violaciones de los derechos humanos en vez de producir nuevos agravios contra los afectados –y aun contra “falsos positivos”–. Exhorta, en suma, a evitar la revictimización y la criminalización, y a sostener una actitud positiva respecto de la cooperación internacional.