Articulos de investigación
El neoliberalismo y sus replicantes. Sobre las transformaciones del neoliberalismo luego de la crisis subprime
Neoliberalism and its Replicants. On the Transformations of Neoliberalism after the Subprime Crisis
O neoliberalismo e suas reproduções. Sobre as transformações do neoliberalismo pós-crisedo subprime
El neoliberalismo y sus replicantes. Sobre las transformaciones del neoliberalismo luego de la crisis subprime
Revista Razón Crítica, núm. 5, 2018
Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano
Recepción: 16 Febrero 2018
Aprobación: 27 Abril 2018
Publicación: 15 Junio 2018
Resumen: El neoliberalismo, en esta última década, ha sido presentado como la bisagra ideológica –esto es, la promesa que hizo posible el paso– entre el fordismo y el posfordismo, entre las sociedades disciplinarias y las de seguridad/control. Consecuentemente, como todo pasaje, fue apresurado desde su enunciación a su anacronía, como fragmento conector y desgastado. El neoliberalismo “se ha desacreditado”, “ha perdido relevancia”, “está en apuros, cuando no definitivamente muerto”, sostuvieron algunos teóricos en el albor de la crisis (Fisher, 2017; Fumagalli, 2010; Harvey, 2008). Sin embargo, cuando hablamos de capitalismo neoliberal, lo hacemos cuando menos de dos cosas: de una ideología y de un modo de gobernabilidad. Quisiéramos por ende pensar en este artículo cómo estos elementos se vieron distintamente afectados en la anunciación de este pasaje que, tras la última crisis, se ha tornado metamorfosis.
Palabras clave: capitalismo, crisis, metamorfosis, neoliberalismo.
Abstract: During the last decade, Neoliberalism has been claimed to be an ideological hinge –the promise that enabled the passage– from Fordism to Post-Fordism, from disciplinary societies to security/control societies. Consequently, like every other passage, it was rushed from its enunciation to its anachronism as a worn connecting fragment. In the rise of crisis some theorist argued that Neoliberalism “has been discredited”, “has lost relevance”, “is in trouble, if not definitively dead”. However, when discussing about neoliberal capitalism, we imply at least two things: An ideology and a mode of governance. In this article we aim to study how these elements were distinctly affected in the announcement of such passage, which, after the last economic crisis, has become more of a metamorphosis.
Keywords: Neoliberalism, capitalism, crisis, metamorphosis.
Resumo: O neoliberalismo, nesta última década, foi apresentado como uma ponte ideológica –a promessa que possibilitou a passagem– entre o fordismo e o pós-fordismo, entre as sociedades disciplinares e as da segurança/controle, e, em consequência, como todas as passagens, foi apressada desde sua enunciação até sua anacronia, como um fragmento conector e gasto. O neoliberalismo “foi desacreditado”, “perdeu a relevância”, “está em apuros, quando não está definitivamente morto”, argumentaram alguns teóricos no início da crise. No entanto, quando falamos do capitalismo neoliberal, falamos pelo menos de duas coisas: de uma ideologia e de um modo de governança; portanto, pretendemos pensar, neste artigo, como esses elementos foram afetados de forma diferente no anúncio dessa passagem que, após a última crise, se tornou uma metamorfose.
Palavras-chave: capitalismo, crise, metamorfose, neoliberalismo.
DELIMITACIONES INTRODUCTORIAS
Ante todo, es preciso recordar desde un inicio que “[…] el capitalismo jamás ha sido liberal, siempre ha sido capitalismo de Estado”, como señaló muy tempranamente Gilles Deleuze (1971). Esto quiere decir que, más allá de cualquier enunciación autonomista de los principios establecidos por la Escuela de Chicago o por la Sociedad de Mont Pelerin, tanto el liberalismo como el neoliberalismo son modulaciones de los estados en su proceso de adaptación constante a las reglas capital. Como tales, dichas modulaciones, en cuanto discursos de presentación y justificación de un conjunto de políticas, nunca son –ni pueden ser– del todo coherentes consigo mismas. Su autenticidad está dada por su funcionalidad para con su objetivo: facilitar y asegurar la expropiación desigual (a través de las ganancias, las rentas financieras y los impuestos) de las poblaciones y la necesaria sumisión de las sociedades. Esto agencia la producción de subjetividades dóciles e interviene permanentemente en las relaciones entre capital y trabajo. Como dicha intervención está histórica y políticamente situada, su contextualización es la que nos hace hablar del paso de las racionalidades gubernamentales liberales vinculadas a la gestión de estados sociales, como el ordoliberalismo1, a las modulaciones neoliberales iniciadas en los ochenta.
Dado que planeamos establecer las continuidades, los agotamientos y las transformaciones de la variación política que llamamos neoliberalismo, inicialmente debemos poder especificar algunas de las constantes de nuestro objeto de estudio. El neoliberalismo nació como una modulación política del capitalismo posterior a su crisis económica, social y política de los setenta, es decir, como una inflexión propia del capital financiero tras la autonomización del dólar con respecto del patrón oro y tras la victoria neoliberal2 sobre los movimientos obreros y estudiantiles de izquierda. El neoliberalismo es bien conocido como un programa de adaptación al capital que llevó adelante la liberación del mercado bajo el control de los bancos centrales, emitiendo moneda fiduciaria; la privatización de empresas y servicios públicos; la conversión de deuda privada en deuda pública; la transferencia masiva de ingresos a empresas que se trasnacionalizaron; la descentralización y desregulación de funciones estatales junto con la centralización de recursos; el canje de “derechos sociales por acceso al crédito” (Lazzarato, 2015, p. 27); la represión y el desarme del movimiento obrero y estudiantil; la disolución de las formas de soberanía política, y la exposición reiterada del sinsentido del dirigismo económico. El neoliberalismo basó su propuesta a las clases dominantes en la promesa de un crecimiento sin topes, ni trabas, en la disolución de las molestias de la política; en asegurar la representación de un Estado mínimo, ágil y eficaz, a la vez que consolidaba un Estado que fuera tan amplio, capilar y confiable como lo requiriese su iniciativa de saqueo. La promesa a la clase obrera movilizada fue la de controlar su propio tiempo y producción; la proposición de la meritocracia como el acceso a las formas de ascenso –como intento de incremento salarial, pero también como huida de las labores repetitivas– y a la pacificación.
No obstante, los deseos a veces pueden tornarse en una terrorífica versión de sí mismos: no solo los sobreexplotados empresarios de sí que caminamos por esta tierra lo recordamos, sino también los restos de la clase dominante, que ya no es clase –más bien un bloque rearmable de intereses privados compatibles, un ‘playmobil’ de ricos–, cuyo deseo de dominio ya no ruge, encerrado en sus paraísos fiscales. El proletariado dio paso como identidad al universo de deudores y la burguesía al tropel de ceo que cobran abultados plus-salarios.
El neoliberalismo se distancia del liberalismo en muchos puntos álgidos, uno de ellos es que el neoliberalismo nunca se enunció como identidad –nadie se reivindica neoliberal (Boas y Gans-Morse, 2009)– o siquiera como entidad –podemos asociar un conjunto de ideas, libros y políticas a este programa, pero su plasticidad pondría más temprano que tarde a cada uno de estos elementos en contradicción–. En consonancia con esta hábil plasticidad, que le es propia a su indeterminación, lo que advertimos a partir del despliegue inicial de la crisis del 2007 es la anunciación de su agotamiento, pero no necesariamente la de su fin. Podemos tomar el ejemplo de las siguientes intervenciones hechas desde la teoría política de izquierda, para ver a qué nos estamos refiriendo:
Andrea Fumagalli escribió en el 2007:
La crisis de las finanzas es, por lo tanto, crisis de gobernanza financiera del biopoder actual. Al mismo tiempo, ha perdido relevancia el mecanismo de gobernanza socioeconómica, basado en el individualismo y la ideología neoliberal que habían caracterizado el paso del capitalismo industrial-fordista al capitalismo cognitivo bioeconómico (2010, p. 20).
Por su parte, David Harvey señaló:
El mero hecho de que los dos principales motores de la economía global –Estados Unidos y China– acusen un tremendo déficit financiero es, sin duda, una señal irrefutable de que el neoliberalismo está en apuros, cuando no definitivamente muerto, en tanto que pauta teorética para garantizar el futuro de la acumulación de capital. Esto no impedirá que continúe desplegándose como una retórica adecuada para apoyar la restauración/creación del poder de clase en la élite (2008, p. 196).
Finalmente, Mark Fisher sostuvo en el 2009:
Al mismo tiempo que un neoliberalismo ya desacreditado pergeñala intensificación de su proyecto, emerge una especie de autonomismo de derecha para el que la crítica de la burocracia socialdemócrata o neoliberal va de la mano de un llamado arestituir las tradiciones. El éxito del neoliberalismo tuvo como condición la captura de los derechos de los trabajadores, que querían desesperadamente liberarse de las restricciones del fordismo, aunque el consumismo individualista miserable en el que nos encontramos inmersos hoy en día no es la alternativa que buscaban (2017, p. 138).
Son sintomáticas, en estos diagnósticos al borde del colapso, dos cosas. Primero, la ansiedad por diagnosticar el ocaso de la eficacia del discurso neoliberal como forma de justificar y explicar el capitalismo global, sin que esto suponga en ninguna medida la presunción del fin del capitalismo, como sí había ocurrido ante otras crisis de menor magnitud incluso. Segundo, nunca aparece la noción de revolución3 o siquiera una propuesta socialista realmente redistributiva como parte del universo de lo posible en medio de una transformación económico política tan radical. Una década más tarde del inicio de la crisis estamos en condiciones de sostener, sin necesidad de grandes justificaciones, que lo que obtuvimos fue una versión remasterizada, más efímera, aunque más autónoma, del neoliberalismo, un verdadero replicante, en términos de Blade Runner.
Las dos versiones cinematográficas de la novela de Philip Dick4 –la de 1982, de Ridley Scott, y la del 2017, de Denis Villeneuve– actúan el pasaje que queremos pensar en este artículo, si repasamos con cierto detenimiento los siguientes puntos en los que la ciencia ficción, como tantas otras veces en la historia, actualiza su capacidad de prognosis. En la nueva versión. A) Los cazadores (blade runners) y los cazados (nexus clandestinos) ahora forman parte de la misma especie5; solo son versiones diferentes de androides. La producción de una subjetividad que se mata a sí misma como estrategia para poder sobrevivir excede la metáfora. B) Las preguntas por lo real siguen estando, pero no ya como una duda sobre lo similar, lo humano y lo no humano, sino como, por un lado, la pregunta por la reproducción del cuerpo-capital y, por otro lado, como una desestimación de la verdad en pos de la identificación (real es lo que puede generar empatía en medio de la anestesia, es decir, lo que horada el principio de realidad). C) Una mayor eficiencia para la extracción de valor supone la comercialización de los estímulos que ya no tienen como soporte cardinal al cuerpo: el capital se expande vendiéndoles máquinas a subjetividades maquínicas. La centralidad del trabajo inmaterial en cuanto experiencia virtual es absoluta6. D) El sistema político ya no tiene la necesidad de hacer promesas, el apagón –apocalipsis ecológico y humanitario– ya pasó, la única preocupación es cómo acelerar el ritmo y la calidad de reproducción de cuerpos. Mientras tanto, como una garantía de esta infinita carrera tecnológica que superó la escala mundo, el orden político establece un gobierno autoritario que hace vivir y morir. E) El cortoplacismo es asolador; el relato no termina como tragedia ni como promesa, sino en la dilatación de una guerra intestina que siempre está en ciernes (como en la postergación indefinida kafkiana), que en el momento menos pensado puede volver a activarse. Se trata de una guerra que siempre hacen los otros, con quienes nos podemos identificar, pero que no somos nosotros. Los humanos no hacen la guerra de la rebelión, solo la de la caza7, no se modifican, son modificados. F) El único placer que aparece como tangible –el carácter de autenticidad es ya una pieza anacrónica, y lo tangible no se opone a lo virtual, sino a lo trivial– en medio del caos es el reconocimiento de formas de vulnerabilidad y de desposesión compartidas, no de una humanidad, en el conflicto y no, en el encuentro.
A lo largo de este escrito volveremos teórica y políticamente sobre estos puntos, ingresándolos como categorías que dan cuenta de la metamorfosis del capitalismo neoliberal luego del estallido de la crisis de los créditos subprime. Notaremos cómo, más allá de que observemos la reproducción del neoliberalismo con mayor facilidad que en sus inicios, ese apuro, esa pérdida de relevancia, esa desacreditación que se anunciaba a comienzos de la crisis del 2007, dio lugar a la identificación de aspectos centrales de su mutación actual. Por ende, planteamos cuáles son las características de este tránsito, qué tipo de producciones subjetivas promueve esta nueva versión del neoliberalismo. ¿Hay más de una? ¿qué características adquiere la resistencia frente a estos diagnósticos? Señalamos, asimismo, que no es el propósito de este artículo, aunque sí una cuestión apremiante –especialmente tras los nuevos acuerdos entre D. Trump y Xi Jinping–, analizar la situación actual del capitalismo, sino, exclusivamente, pensar en términos micro el estado de situación de sus estrategias ideológicas de control social.
El neoliberalismo como ideología. Entre la meritocracia y el empresariado de sí mismo
En liberalismo, con su envidiable aptitud sincrética, logró rápidamente hacer del baluarte distintivo de la aristocracia, la meritocracia, la estrategia discursiva apropiada para naturalizar las desigualdades. No fue necesario hacer demasiado esfuerzo, ya que la meritocracia suponía desde sus inicios un modo legítimo por el cual algunos contados ilegítimos entraban por la ventana a la reducida reunión de iguales, sin trastocar un ápice las jerarquías y los límites de promoción social instituidos. Era una excepción displicente y aliviada, que convertía a sus promotores en mecenas y que llenaba circunstancialmente las arcas, siempre a medio vaciar, de estados deficitarios. El liberalismo blanqueó esta situación y puso tarifas generales para cada uno de estos servicios de clase, y el reconocimiento se compró y se vendió junto con el mérito. En el siglo XIX, cuando la burguesía pasó a ser la clase dominante, los nuevos ricos de la era del capital compraron los signos y los colgaron en el living; la ficción del mérito –ya sea como don o como producto del laborioso esfuerzo inhumano– adquirió así nuevas dimensiones: se trataba de una clave de acceso, cuya posesión generaba una autoafirmación subjetivante muy poderosa. Si el mundo no nos debe nada, quizás alguien sí. El “me lo merezco” supuso desde siempre, esencialmente, que otros no se lo merecen.
Con el taylorismo y el fordismo, con la lógica de la producción por jornal, con las formas de disciplinamiento del salario como instrumento de reproducción del trabajo (salario justo y el five dollars day), junto con la comprensión del trabajador como consumidor –a la que se le suma el esfuerzo del keynesianismo por hacer que el salario dependa del incremento de la productividad–, reforzó y moralizó8 la idea de mérito, tanto en la clase obrera como en todo el sistema. Cuando Betty Friedan (2016) analizaba el “malestar sin nombre” de miles de mujeres de clase media y alta en los suburbios norteamericanos de los cincuenta, quienes pese a su nivel alto de vida se sentían miserables, relataba la historia de este reforzamiento y moralización por su anverso, como si se tratase de la angustia de la obtención de un conjunto de beneficios sin mérito o con méritos que, a pesar de ser socialmente muy efectivos, eran vividos como una farsa9, es decir, sin sentido, donde ya no había “nada que desear”.
Las transformaciones políticas que sacudieron al mundo durante los sesenta y setenta trajeron consigo formas de afirmación que disputaban el sentido al mérito como dispositivo disciplinar. Desde la idea del arte por el arte hasta las proclamas de los Black Panthers, pasando por los psicodélicos enunciados del mayo parisino, la nueva izquierda y sus alrededores buscó a sus modos quebrar esa nefasta alianza que signaba el sentido de la vida a una fórmula productivista, que aislaba en escenas solitarias a las angustias personales. La derrota del socialismo, como gran paraguas de esas izquierdas, supuso el éxito de esa parcelación de la vida y de la degradación de lo público en favor de la realización privada. En esta sintonía, la denuncia de las desigualdades sociales se volvió reconocimiento de las diferencias culturales10, y en su paulatino abandono de una crítica a la economía política capitalista, se particularizó y privatizó, como versión progresista del reconocimiento (Fraser, 2015) de los derechos personales del empresario de sí. El neoliberalismo emergió entonces como una modulación capaz de hacer eco de aquellas reivindicaciones políticas diferenciales de los sesenta y setenta (feministas, ecologistas, antiburocráticas, raciales, étnicas, etc.), congelarlas en formas identitarias, analizar sus deseos de reconocimiento y hacerlos parte intestina de su nueva propuesta social.
El coste que la crítica [al capitalismo] ha de pagar por ser escuchada, al menos parcialmente, es ver cómo una parte de los valores que había movilizado para oponerse a la forma adoptada por el proceso de acumulación es puesta al servicio de esta misma acumulación mediante el proceso de aculturación que hemos evocado anteriormente (Boltanski y Chiapello, 2002, p. 220).
Esto no quiere decir que dicha inclusión de la crítica –contracara de la agudización de la exclusión social– haya sido inmediata, ni pareja, ni gratuita, ni siquiera acabada, para los colectivos que las promovieron y promueven, sino que todas ellas forman parte de la flexibilidad litigiosa del capitalismo, que canta como en un bolero “no me pidas cosas que no puedo darte”. La desarticulación –a través de esta identificación y una nueva producción subjetiva– del perfil antisistémico de los movimientos sociales acompañó la atomización de la lógica empresarial en la vida en unidades individuales para las cuales el beneficio, el mérito y el sentido iban en tándem. El estudio de las conductas y sus maneras de inducción estratégica en medios siempre hostiles marcó el giro económico político de los estudios neoliberales de la Escuela de Chicago, que tradujeron la vida entera –cada una de sus interrelaciones y posibilidades– como parte de un ajustado conjunto de cuentas que llevaría adelante el empresario de sí mismo, en su interminable intento de capitalización. En palabras de Foucault (2007): “la vida misma del individuo –incluida la relación, por ejemplo, con su propiedad privada, su familia, su pareja, la relación con sus seguros, su jubilación– lo convierta en una suerte de empresa permanente y múltiple” (p. 277).
La característica de esta microempresa caminante es que la han largado a la calle con todas las responsabilidades de su bienestar, con una deuda impagable antes de empezar –que no hace más que abultarse durante toda su vida–; con un manual de satisfacciones diluidas por conquistar; con un profundo resentimiento por quienes están en los bordes o el reverso de su agenciamiento –es decir, por los pilares externos de su mérito–; con el mandato de competir a perpetuidad como una forma de asegurar un lugar –afectivo, social, laboral, etc.–, el cual está siempre en disputa, y con una estrategia de ascenso que presupone un trabajo fino de alienación y desposesión permanentes. La producción de empresarios de sí ha sido un gran éxito, que se filtró en todos los vínculos vitales, en todos los aspectos de la vida y la muerte, y en todos los niveles de la sociedad, y esto mina nociones políticas sustanciales tales como clase, derecho o trabajo esclavo. Cada uno de estos conceptos ha estallado tras perderse en un pliegue complejo (a veces reflexivo, a veces petrificante) sobre sí, en el cual las herramientas teóricas de resistencia política que poseíamos se disipan bajo impulsos espasmódicos que marcan el ritmo del capital. Esto lleva, por ejemplo, a que casi nadie quiera definirse como “trabajador”11; a que los derechos sean observados con cauta sospecha (Brown, 1995); a que lo que entendíamos por trabajo esclavo sea una autoexplotación, y no presuponga planamente un dominio, sino también una posibilidad, para los propios afectados. La distancia con la que nos miramos a nosotros mismos, empresarios de lo impropio, sin reconocernos como tales es parte de ese pliegue infinito que todo el tiempo vence el lenguaje 69 de la resistencia, bajo una sospecha que vuelve sobre sí y vigila lo dicho. Sin embargo, a pesar de la constatación del éxito penetrante de esta forma de autoconcebirnos, tras los eventos del 2008 Maurizio Lazzarato anuncia la crisis del empresariado de sí:
La crisis no es solo económica, social y política. También es, y en primer lugar, una crisis del modelo subjetivo neoliberal encarnado por el “capital humano”. El proyecto de reemplazar al asalariado fordista por el empresario de sí mismo, que transforma al individuo en empresa individual (…) se ha hundido en la crisis de las subprime (2015, p. 15).
Coincidimos a medias con este diagnóstico, decimos que lo que se ha puesto en crisis –sin llegar a hundirse– claramente no es el empresariado de sí como un alienante modo de control y producción subjetiva. Que los principios que sostienen una idea de progreso sean falseados está lejos de poner en crisis una forma de reproducción del deseo que engarza tan bien con las necesidades del capital y la impotencia colectiva para imaginar otras formas posibles de realización. No obstante, en al menos tres formas la subjetividad neoliberal, el empresariado de sí mismo, se ve tensionada a partir de la crisis.
En primer lugar, la crisis trae consigo el aumento exponencial de los aparatos disciplinarios estatales, lo que hace patente cómo la necesidad de “gobernar lo más posible” es parte de las necesidades de la gubernamentalidad neoliberal, de modo que el empresario de sí pasa a estar inmediatamente coaccionado por un patrón muy visible, contundente e intrusivo, por encima de su superyó económico. La ficción del laissez faire no deja de romperse, sin que por esto su potencia performativa –que subraya el aislamiento de los trabajadores/deudores– disminuya. Esta cuestión nos debe llevar a replantearnos el vínculo entre las ficciones de la política y la gobernabilidad de nuevo.
En segundo lugar, las transformaciones del posfordismo después de la crisis, que ha ampliado el ejército de desocupados y acentuado las condiciones de precariedad, subrayó –como parte de la flexibilización– la fragmentación del sí mismo en partes y funciones corpóreas. Habitamos un mundo donde el capital humano se compra, vende, distribuye y consume como paquetes de datos12 y servicios. En este sentido, “los dispositivos de poder del capitalismo contemporáneo […] configuran y modulan un dividuo, cuyas operaciones pueden ser expresadas en muestras, bancos de datos, etcétera, y que no actúa sino que funciona como elemento humano de un mecanismo que no controla” (Saidel, 2016, p. 147).
En tercer lugar, se ha puesto en crisis al empresariado de sí mismo como ideología exitosa para el conjunto minoritario de personas que se manejan en las áreas expectantes del capitalismo cognitivo. La propuesta de libertad, creación imaginativa y descontracturada de las empresas del capital tecnológico pregonada por Bill Gates se tornó un cínico argumento de explotación de élite, en un mundo donde el tiempo de invención determina no solo las irrepresentables ganancias, sino la producción de nuevos sujetos13: los operarios, junto con multitudes de trabajadores inmateriales, se sumergen en montañas rusas de ansiolíticos, antidepresivos y drogas de hipersensibilización (James, 2008).
Estas formas de desmembramiento del empresariado de sí mismo muestran, en realidad heterogénea, metamorfosis dispares, que, a su vez, se vuelven a diferenciar en las disímiles capas sociales y en los distintos espacios geopolíticos. En este contexto, el mérito es para un sector restrictivo (que incluye a una parte de los trabajadores calificados) una farsa que ayuda a justificar su lugar en el juego y demandar desde allí –desde la exhibición de la conquista de ciertos reconocimientos sociales– más beneficios (McNamee y Miller, 2003). Pero la meritocracia es también para buena parte de la población la forma de explicitar su resentimiento, un instrumento de alienación útil para hacer caso omiso a las desigualdades que la atraviesa e identificarse con los bloques enriquecidos. Esto se debe a que el propietario de sí mismo se reconoce a sí mismo y a sus pares, antes que por la posesión en y para sí, por la de desposesión del otro, preponderantemente para y por terceros; esta es una de las fuentes del a primera vista inexplicable éxito de los actuales gobiernos.
En todos los casos, la meritocracia incide en la construcción ideológica del principio de realidad, como elemento justificativo, explicativo y de litigio. Lo hace gracias al proceso de despolitización que la sostiene: la enunciación de un merecimiento per se anula la reivindicación de una conquista social y política colectiva.
Frente a esta situación las resistencias de izquierda tienen, además de las conocidas complicaciones, la dificultad adicional de no caer en una disputa de poder dentro del reconocimiento meritocrático de los beneficios, algo que Nancy Fraser ha denominado como “neoliberalismo progresista”14. Respecto del vínculo entre los movimientos sociales y el neoliberalismo, a través del discurso de la meritocracia, Fraser (2017) sostiene:
La principal corriente [de esta versión del neoliberalismo] se ha convertido en un feminismo corporativo, del “techo de cristal”, que llama a las mujeres a escalar posiciones en las empresas. Ha renunciado a toda concepción amplia y sólida de lo que significa la igualdad de género o la igualdad social en general. En lugar de eso, parece estar centrado realmente en lo que yo llamaría la “meritocracia”. Y eso significa solo eliminar las barreras que impiden que las mujeres talentosas avancen hacia las posiciones más altas de las jerarquías corporativas, militares, etc. […] No es solo un problema del feminismo. Es un problema en los movimientos antirracistas, que también incluyen un aparato político de la elite negra, por lo menos hasta la irrupción de Black Lives Matter (las vidas negras importan, movimiento contra la brutalidad policial racista, NE). Creo que tenemos un ala corporativa y neoliberal del movimiento ecologista que promueve el capitalismo verde. Dentro de los movimientos LGTBI tenemos sectores que solo promueven la inclusión de homosexuales en las fuerzas armadas y en la vida corporativa, etcétera.
Como habíamos marcado antes, la aterradora maravilla del neoliberalismo, en cuanto modulación del capitalismo financiero, es su increíble capacidad para tomar parte de los reclamos y darles un lugar restallante; la meritocracia sigue teniendo en esta estrategia de cooptación un importante papel. Esto es siempre que, como dijimos antes, no le pidamos nada que no nos pueda dar. Entonces: ¿debiéramos dejar de reclamarle prerrogativas que mejoran la existencia para sectores de la población que antes no accedían si estas encuentran su lugar en la reproducción sistémica del capitalismo una vez otorgadas?; ¿habría que centrar nuestras demandas en aquellas exigencias que el capitalismo neoliberal no puede satisfacer?; ¿qué es lo incómodo para este sistema de goces múltiples y expansivos?; ¿qué importancia tiene la actuación de esa incomodidad? Fisher propone desafiar la burocratización de la vida, no llenar más planillas, ni presentarse a promociones, ni participar de sistemas de inspección laboral. Lazzarato pregunta qué pasaría si simplemente no pagáramos más. Judith Butler llama a conectar desde nuestras vulnerabilidades, a movilizarnos masiva y pacíficamente. Bell hooks propone una educación feminista de masas. El desafío principal que enfrentan estas propuestas es su apelación a un sujeto esquivo, fronterizo y en crisis, que aún siendo producido por los regimenes de subjetivación neoliberal pueda responder colectivamente a la violencia que le es propiciada en su precariedad. La dificultad se actualiza: la apuesta al cambio se sitúa en una torsión ante y sobre las condiciones mismas de la imposibilidad de enunciación de ese sujeto, con el agregado de las condiciones cada vez más desesperantes de existencia actual. Para comprender mejor las características de los nuevos bretes y posibilidades de la resistencia política observaremos más de cerca las transformaciones de las que el neoliberalismo dispone actualmente como modo de gubernamentalidad.
La gubernamentalidad neoliberal. Mutaciones
Mark Fisher, en su libro Realismo capitalista ¿No hay alternativa?, complementó la tesis de Gilles Deleuze y Félix Guattari sobre el carácter esquizofrénico del capitalismo en sus bordes, ingresando el trastorno bipolar –expresión de “la ansiedad perpetua y la insatisfacción”– en su interior. En la producción del empresario de sí actúa así un vaivén que va de la imposición de rendimiento constante a la búsqueda permanente de goce. En este vaivén, Fisher identifica una tensión trágica entre la búsqueda del goce como móvil absoluto y el carácter escurridizo e inacabado del disfrute de este, cuyo estado subjetivo resultante nombra como “hedonía depresiva”. Pierre Dardot y Christian Laval identifican a esta oscilación no como una encerrona, sino como un crucial dispositivo afirmativo de la producción de empresarios de sí mismo: “lo que se requiere del nuevo sujeto es que produzca cada vez más y goce cada vez más” (Dardot y Laval, 2013, p. 360). En la tónica de la producción de la potentia gaudendi, que describe Paul Preciado, en un mercado que comercia estímulos, el individuo se particiona en sus capacidades de darlos, recibirlos o hacerlos circular. Pero mientras Preciado describe este proceso como parte de un diagnóstico de época irrefrenable, el cual es mejor decodificar cuanto antes para saber cómo sacarle partido, otras autoras feministas intentan no abandonar al sujeto indiviso como categoría política. Por ejemplo, Carole Pateman (2002), en su crítica a la noción de propiedad de sí, llama la atención sobre la laceración a la autonomía que supone este proceso de posesión de sí mismo, que extraña, agencia y alquila las capacidades de un cuerpo devenido capital.
La indivisibilidad y la divisibilidad subjetiva, sin embargo, no se escinden (no marchamos necesariamente a la borradura de la primera por la segunda), como parecieran mostrar las teorías políticas en boga: estas se complementan. Por un lado, la responsabilidad, la deuda y la culpa –todas ellas inscriptas política, social y económicamente, no como principios metafísicos, sino a modo de mandatos, cuentas y reclamos específicos– sujetan al individuo como unidad. En tanto que las formas de responder a cada una de estas demandas lo fragmentan en las respuestas y expresiones somáticas, libidinales, químicas y neuronales que el cuerpo experimenta al intentar suturar estas cargas imposibles e infinitas, en su servidumbre maquínica. Si bien es cierto que “la gubernamentalidad de la servidumbre no se ejerce sobre la subjetividad como unidad” y que, en rangos generales y mayoritarios, “estamos muy lejos del individualismo y de la racionalidad del homo oeconomicus y también del capitalismo cognitivo” (Lazzarato, 2015, p. 173), también se puede afirmar que los diferentes procesos de desposesión a los que nos expone el neoliberalismo presuponen –aunque sea como ficción– un individuo posesivo a quien fisurarle, mediante una quita, su comprensión subjetivante de la autosoberanía. Incluso ciertos actos de extracción, autoritarios, no hacen más que afirmar la clásica idea liberal del propietario de sí, pero bien podrían ser una posibilidad de reconocimiento que implique nociones políticamente nocivas juntas: como la de meritocracia y la de autonomía, entendida como autosuficiencia individual.
Los ecos de la crisis y su catastrófica expansión en sitios como Grecia dieron lugar a los intercambios, en esa dirección, de Athena Athanasiou y Judith Butler (2013) sobre la categoría de desposesión. De manera genérica, sostienen estas filósofas, nacemos desposeídos en la medida en que no controlamos las condiciones y limitaciones con las que nacemos –nuestra precariedad inicial–; sin embargo, el régimen de desposesión neoliberal suma a esta situación un proceso de violenta apropiación desigual de los valores de los cuerpos precarizados por el gobierno de la deuda (debtocracy), el desempleo, el subempleo, la migración forzosa, la negación política, etc15. Pero la desposesión, a la vez que es parte de la barbarie de la gubernamentalidad del capitalismo neoliberal, que se vuelve masiva en estados de crisis16, puede también interrumpir la “hedonía depresiva” en la búsqueda de mecanismos de sobrevivencia.
En este contexto surgen movimientos políticos de resistencia consciente que luchan por sobrevivir a las masacres y la desposesión –grupos sin tierra, migrantes, The Woman in Black, Ni una menos, militantes contra los asesinatos del narcoestado mexicano, Okupas, etc.–; también formas de agenciamiento subalternas que se apropian de elementos disociados de las distintas fases del neoliberalismo y los unen, sincréticamente, componiendo expresiones distópicas de resistencia. Son distópicas en el sentido de aparecen como una proyección negativa y monstruosa de la versión progresista del reconocimiento, dado que producen un tipo de subjetividad individual y de colectividad que responde eclécticamente a las premisas del empresariado de sí. Resisten entonces en principio a la miseria, a la inexistencia; luego, a las formas a la tecnocracia corporativista, y, finalmente, a las extensiones de la violencia estatal y paraestatal. Sobre estas excéntricas expresiones, propias de las formaciones de economías populares subalternas latinoamericanas, Verónica Gago (2014) describe un neoliberalismo desde abajo:
[…] hablar de neoliberalismo desde abajo es un modo de dar cuenta de la dinámica que resiste la explotación y la desposesión y que a la vez se despliega en (y asume) ese espacio antropológico del cálculo. Esta hipótesis está a la base de una ampliación (temática y conceptual) de la noción misma de neoliberalismo y, por tanto, de la proyección de una nueva afectividad y racionalidad para trazar el mapa político de estas economías fuertemente expansivas de las abigarradas ciudades latinoamericanas (p. 15).
El análisis de Gago se centra en el estudio minucioso de las “tecnologías de la autoempresariedad de masas” en medio de la crisis, que tienen lugar en La Salada: la feria ilegal más grande de América Latina, radicada en Buenos Aires, preponderantemente compuesta por migrantes bolivianos, ensamblada y reproducida entre la Villa 1.11.14 y el taller clandestino. El devenir de La Salada expone la respuesta de esta nueva modulación del neoliberalismo, luego de la crisis del 2008, como modo de gubernamentalidad, como un ataque abierto a estas formas de resistencia distópica a la desposesión. El macrismo azoró reiteradas veces contra La Salada, en un proceso de desmantización, con operativos policiales, de migraciones y topadoras. Esto confirma cómo en el posfordismo las formas más sutiles y las más bestiales de dominación y explotación se funden, dependen mutuamente unas de otras. Por ende, el tránsito que estamos estudiando –entre sociedades disciplinarias y de control, entre autoritarismo y empresariado de sí– ofrece ante cada crisis una nueva y extremadamente territorializada síntesis.
Maurizio Lazzarato (2015) complementa, en este sentido, la noción de Michel Foucault (2007, 2006) de gubernamentalidad neoliberal –como aquella que direcciona capilarmente las conductas y prácticas de los individuos sin una intervención abiertamente coercitiva del gobierno–, con las estrategias de control poblacional propias del racismo y del disciplinamiento (desarrolladas en escritos anteriores del francés). Esta misma complementariedad es señalada por Wendy Brown (2016), cuando esta autora demuestra cómo las distancias reales entre los principios del neconservadurismo y neoliberalismo, la incompatibilidad estructural de sus racionalidades, fueron actuadas estratégicamente en la apuesta conjunta a la desacreditación de la esfera pública y en la conversión del ciudadano en consumidor. No es que Foucault erre en su diagnóstico del neoliberalismo como tecnología de gobierno mediante un orden de autodeterminación guiado por micropolíticas del deseo, sino que la crisis del 2008 relativizó las verdades de este enunciado, haciendo que el capitalismo volviera a la violencia desatada de sus fuentes17.
Yendo en contra de la idea de que en algún momento los estados hayan dejado de reprimir hacia afuera y hacia adentro, cabe decir que que desde la mega crisis la represión es parte intrínseca, deseada y exhibida de su forma de gobierno. Si tomamos el caso de Argentina, lo que observamos desde el último periodo del kirchnerismo y el comienzo del macrismo es una escalada importante en la aceptación pública de la represión de la policía y la gendarmería, que avala el uso creciente de estas fuerzas de choque frente a las protestas (y ante hechos delictivos, defendiendo el gatillo fácil y el linchamiento callejero). El éxito de estas medidas se hace patente en la posibilidad de que se pueda atravesar la barrera de clase y el escudo moral de los antiguos prestigios profesionales y posiciones sociales, hiriendo a diputados, docentes, científicos, ancianos, etc. Esto sucede junto con el azuzamiento de un conjunto de dispositivos neoliberales destinados a fortalecer la alienación del empresariado de sí mismo, peleando por incentivos, fortaleciendo las formas burocráticas de acreditación y promoción, alentando la desindicalización y vendiendo la meritocracia en propagandas oficiales como la buena nueva de la autorrealización. Lo mismo sucede si observáramos las situaciones de Brasil, Colombia o México. Sabemos que el neoliberalismo, como racionalidad política, no tiene nada que ver con la democracia, ni siquiera con la versión liberal, representativista y formal de esta (Brown, 2013). Empero lo que observamos hoy, a escala global, es la vanagloria de los gobiernos tecnocráticos en la demostración pública de los usos antidemocráticos del poder estatal, como contrapartida de la impotencia para dirigir económicamente y como posibilidad abierta por el desprestigio de lo público.
Conclusiones
En el neoliberalismo no hay diagnóstico que no sea praxis. La crisis de la capacidad propositiva de la teoría política –anunciada a mediados de siglo xx por Peter Laslett–, cuando hablamos de neoliberalismo, se debe distanciar de las posibilidades de la capacidad programática: el neoliberalismo programa en su diagnóstico, no son operaciones separadas, no propone, dispone. Dentro de su caja de herramientas tiene un prolífero conjunto de dispositivos biopolíticos y tanatopolíticos disciplinares, de control y de seguridad, y lo que nos demuestra la crisis es que ha aprendido a reciclarlos muy bien. Por ende su saber se explica primordialmente como un saber-hacer que guarda, en la rapidez de la mutación, del acompasamiento instrumental de la política al ritmo del capitalismo, esa característica sobrehumana que Maquiavelo le solicitaba al príncipe nuevo. Sin embargo, es peligroso creer, tras las demostraciones de sobrecogedora plasticidad, dado que esas modulaciones que llamamos neoliberalismo son irrepresentables en su inmanencia y ubicuidad, que ahora el neoliberalismo ha colado tan hondo que es el nombre de nuestro de deseo o de nuestra falta de él. Esta extendida creencia es el síntoma que nos indica su éxito constante y nos empuja a ampliar el enunciado thatcherista, “no hay alternativa”, del neoliberalismo al capitalismo, del capitalismo hasta la catástrofe, de la catástrofe (humana y ecológica) a la extinción. Ante la crisis de la representación política la irrepresentación del capital ha internalizado esta sensación de falta de salida y ha facilitado el surgimiento de versiones dentro de esta imposibilidad de imaginar una disyuntiva radical, las cuales analiza Fraser (como el “neoliberalismo progresista”) o recorre Preciado (como las formas autonomizadas de consumo, producción y circulación de estímulos, fluidos, pulsiones, etc.).
A pesar de todo esto, la crisis no ha transcurrido sin más: esta ha traído consigo formas paroxísticas de sus estrategias de gubernamentalidad que escapan a las reglas de los estados y abrieron la posibilidad de al menos plantear como necesidad imperante alternativas al mientras tanto del capitalismo, las cuales no suponen condiciones subhumanas. En este punto, el neoliberalismo no es el único que ha aprendido y se ha movido en la crisis y desde esta. Los errados augurios que utilizábamos como puntapiés iniciales de este texto son parte del registro de una nueva vitalidad política, ya que no solo la opresión ha renovado su instrumental. Los conceptos clásicos que indican la forma por antonomasia de inscripción del sujeto moderno en el mundo –propiedad, posesión, apropiación, desposesión y deuda– han vuelto a resonar en la teoría política contemporánea de la crisis, como contrapunto que intenta sacar partido del proceso de desintegración del sujeto en las operaciones del capitalismo financiero y tecnológico. Los mismos conceptos que sirvieron para forjar los cimientos del individuo posesivo resuenan ahora de manera distinta, siendo parte de elementos críticos, principalmente del feminismo –movimiento político internacional de resistencia más importante de la actualidad–, pero también del anticolonialismo, del antirracismo, etc.
El capitalismo no expropia nada sin dar algo a cambio: ese es su encanto. Como los personajes principales de las series que nos tienen en vilo, el capitalismo “es bueno y malo al mismo tiempo; es la fuerza más productiva y a la vez la más destructiva que encontramos hasta ahora en la historia” (Jameson, 2013, p. 19). Como hemos revisado, como parte de esta regla, atravesamos un tiempo en el que las armas de la crítica –haciendo uso de nuevas tecnologías y posibilidades– se han encendido con una virulencia, un nivel de debate y una masificación nunca antes registrados. Como contrapartida a los intentos de control sobre nuestros cuerpos, se han tornado más bestiales que nunca (Segato, 2016). Aquello que intentamos revisar en estas páginas son las transformaciones que la crisis ha impuesto a algunas de las formas de la gubernamentalidad neoliberal –el empresariado de sí como subjetividad imperante; la meritocracia como discurso despolitizante; la imposición del par goce/rendimiento y la desposesión como estrategias de sometimiento y docilidad, y los modos represivos del control estatal– en medio de la extremización de esta tensión, que rasga y obliga a mutar a cada una de estas formas. Sin embargo, la racionalidad política de estos cambios está lejos de ser coherente consigo misma. Incluso llamarla racionalidad tiene sus inconvenientes, dado que sabemos que el capitalismo construye versiones de sí mismo cuya imponente pregnancia libidinal radica en la creciente falta de control de sí. La bancocracia dirige una nave que tiene sus propias pulsiones y necesidades, en la cual el amo y el esclavo son indistinguibles. Los ecos de la crisis debieran decir: ¡aprovechemos!
Referencias
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Notas