Tema Central
¿PROTECCIÓN SOCIAL COMO DERECHO O SOBREPROTECCIÓN QUE ANULA DERECHOS? La oportunidad de un cambio de paradigma de la vejez a partir del contexto de pandemia por el COVID–19
Escenarios. Revista de Trabajo Social y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2683-7684
Periodicidad: Semestral
núm. 32, 2020
Recepción: 15 Julio 2020
Aprobación: 07 Septiembre 2020
Resumen: El presente artículo presenta un análisis crítico de las políticas de protección social como derecho de las personas adultas mayores en el Perú situado en el contexto de pandemia por el COVID–19, en el marco de su contexto demográfico y características socioestructural. Asimismo, desde de una mirada propositiva, se enfatiza en la relevancia de los procesos de deconstrucción de imaginarios viejistas/edadistas que contribuiría a un cambio de paradigma de la vejez en su diversidad. Y, finalmente, presenta un alcance de la intervención en lo social del Trabajo Social desde un abordaje crítico de lo singular y territorial que contribuya concretamente al reconocimiento de derechos de las personas adultas mayores en la sociedad peruana.
Palabras clave: Personas adultas mayores, Envejecimiento, Vejeces, Protección, Derechos, Universalidad, viejismo, edadismo.
Abstract: This article presents a critical analyse of the social protection policies as a right for older people from Peru, within the context of pandemic for COVID–19, and its demographyc context and social-structural features. Moreover, from a propositive view, it emphasize in the relevance of de-construction process of ageism imaginaries that contribute for a paradigm change for old age in its diversity. And, finally, it presents an scope of the Social Work’ social intervention within a singular and territorial critical approach that contributes specifically for the elderly rigths recognition in the peruvian society.
Keywords: Older people, Ageing, Old ages, Protection, Rights, Universality, Ageism.
El envejecimiento como proceso global universal y heterogéneo
“Cuando se ha comprendido lo que es la condición de los viejos, no es posible conformarse con reclamar una política de la vejez más generosa, un aumento de las pensiones, alojamientos sanos, ocios organizados. Todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida" (Simone De Beauvoir, 1983)
A nivel mundial nos encontramos en un fenómeno de envejecimiento demográfico en marcha y, con él se evidencia un cambio en la estructura de edades que ha sido muy significativa en las últimas décadas sobre todo en los países que conforman la región Latinoamericana. Este fenómeno poblacional, como menciona Bárcena (2018, p. 11), tiene sus variaciones subregionales y entre países –incluso dentro de cada país–, pero está –sin lugar a dudas– bien establecido[2]. América Latina y el Caribe se encuentra en la antesala de un cambio sin precedentes en su historia: en el 2037 la proporción de personas de 60 años a más sobrepasará a la proporción de quienes son menores de 15 años. La disminución de las tasas de natalidad así como de mortalidad –lo que conlleva al incremento de la esperanza de vida– son las principales causales del fenómeno en mención. Por lo que, irreversiblemente se está produciendo una disminución de la población joven y un aumento de la población vieja[3].
Europa es y seguirá siendo el continente más envejecido del mundo; sin embargo, en América Latina este proceso se está desarrollando de manera más rápida, pasando de 70 millones a 119 millones de personas adultas mayores del 2015 al 2030 respectivamente; en consecuencia, dicha población etaria se está incrementando a un 59% en un mismo periodo (Bárcena, 2018, p. 12).
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2017, p. 11) afirma que el proceso de envejecimiento poblacional en nuestra región ocurre en paralelo a la estabilización numérica de la población, que dejará de crecer alrededor del 2060. Si bien las proyecciones aún suponen un aumento de la población a unos 730 millones de personas en 2050, se espera que hacia el final del siglo XXI se haya reducido a cerca de 690 millones de personas.
El Perú, junto a 12 países de la región, se encuentra con un nivel moderado de su proceso de envejecimiento poblacional (Huenchuan, 2017, p. 27). Cabe mencionar que, además de ser un fenómeno de carácter demográfico, el envejecimiento como proceso individual es intrínseco al curso de vida; es decir, envejecemos desde que nacemos y vivir es igual a envejecer y a cambiar (De Beauvoir, 1970, p. 23). Asimismo, como afirma Osorio (2006, p. 3), envejecemos de acuerdo a cómo hemos vivido, nos “hacemos a sí mismos” a lo largo de la vida; por lo tanto, aprehender el curso de la vida y sus cambios, sus significados y experiencias de vida cotidiana, nos lleva a las trayectorias biográficas de las personas que envejecen. Cada vez somos más envejecientes y, si no morimos antes, llegaremos a viejos, viejas. La vejez es un estado -así como una construcción social (Sommer, 2013; citada por Ludi, 2018)-, pero no deja de ser también un proceso que se extiende cada vez más. Como afirma, De Beauvoir, no es un hecho estadístico, es la conclusión y la prolongación de un proceso (1970, p. 17).
El envejecimiento además es intrínseco, heterogéneo, progresivo, universal e irreversible. Las sociedades envejecen de manera distinta, cada ser humano envejece de forma diferente. Y, por lo tanto, la vejez no es homogénea; es, por el contrario, muy heterogénea. De hecho, de acuerdo a la evidencia, es la etapa del curso de la vida con más diversidad en las características de los sujetos que son parte de ella. Por eso, pluralizar el término vejez a “vejeces”, como lo propuso Lalive d´Epinay (1999, citada por Ludi et.al, 2012, p. 56) tiene mucho sentido simbólico. La vejez es una realidad transhistórica, vivida de manera variable según el contexto social (De Beauvoir, 1970, p. 16).
Las vejeces en el Perú de hoy
En el Perú, el 12.7% de la población total está conformada por personas adultas mayores (INEI, 2020). Al primer trimestre del año en curso, el 43.9% de los hogares del país tenía entre sus miembros al menos una persona de 60 y más años de edad. Del total de hogares, el 27.4% tiene como jefe/a de hogar a una persona adulta mayor. Según sexo, existen más mujeres que hombres adultos/as mayores cumpliendo el rol de jefatura de hogar[4]. Así, del total de hogares que son conducidas por mujeres el 31% son adultas mayores y, en el caso de los hogares con jefe hombre el 25.9% son adultos mayores. Esto resalta más en el área rural, donde el 35.2% de los hogares son conducidos por mujeres adultas mayores, y en el caso de los hombres es el 24.9%. Asimismo, el 48.7% de personas adultas mayores vive solo/a o con su pareja. Y, el 30.6% vive en situación de pobreza o pobreza extrema.
Por otro lado, es sumamente alta la tasa de morbilidad y comorbilidad en las vejeces peruanas; el 82.3% de mujeres mayores presenta algún problema de salud crónico, y en el caso de hombres, el 72.9%. Cabe mencionar que, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) 2017 del INEI, solo tenían seguro de salud el 18% de hombres adultos mayores y el 17.2% de mujeres adultas mayores en el país[5]. Y, respecto del acceso a educación, el 15% de este grupo etario no sabe leer ni escribir. Esta situación es más elevada en las mujeres; el 22.4% de adultas mayores son analfabetas, siendo más de tres veces que en sus pares los hombres (6.8%). Esta situación es más notoria en el área rural, donde el 37.8% de la población adulta mayor es analfabeta, siendo la incidencia del analfabetismo en mujeres (58%) que en hombres (18.5%).
Finalmente, de acuerdo a la ENAHO 2017 del INEI, el 78.6% de hombres adultos mayores no contaba con la afiliación a un sistema de pensiones (ONP o AFP) y en el mismo caso, 94.7% de mujeres adultas mayores. Del mismo modo, el 45.9% de hombres adultos mayores no recibía una pensión (ni Pensión 65), ocurriendo esta misma situación en el 56% de las mujeres (Defensoría del Pueblo, 2019).
Como se visualiza en las cifras, existen grandes brechas de desigualdad en la vejez que dan cuenta de la presencia de una cuestión social de la vejez; por lo que, a palabras de Isolina Dabove (charla virtual, 2020), se presenta una situación de múltiple discriminación a las personas adultas mayores, la cual se agudiza en las mujeres adultas mayores y mayores LGTBIQ, a razón de estereotipos y prejuicios propios del machismo y sexismo[6] y el viejismo[7] arraigados histórica y estructuralmente en la sociedad. Cabe mencionar que, paralelamente al proceso de envejecimiento poblacional, se está produciendo el fenómeno de feminización de la vejez, por lo que, son más las mujeres adultas mayores que sus pares etarios. Esta múltiple discriminación se complejiza aun más al presentarse situaciones que “no encajan” en los estándares de corporalidad normalizadas en clave de etnicidad y diversidad funcional.
En concordancia con el planteo de Bárcena (2017, p. 13), eliminar la discriminación de las personas adultas mayores, que caracteriza por la negación de derechos o el uso de narrativas e imágenes viejistas de este grupo social y los sujetos que son parte de él, es una de las tareas que siguen pendientes a nivel de la región. En ese sentido, los distintos Estados han tomado medidas al respecto, en algunos casos con mayor antelación y prioridad que en otros. En el caso del Estado peruano, este define en su normativa la promoción y protección de las personas adultas mayores a nivel nacional, que les permitan mantenerse en actividad, con capacidad de seguir desempeñando sus actividades cotidianas y continúen siendo sujetos activos, participativos en el ámbito de la toma de decisiones.
Es preciso mencionar que, en el país, como en todo el mundo, en contraste con la proporción de personas adultas mayores que se encuentran en una situación de fragilidad y dependencia (leve, moderada o severa)[8], existe una proporción significativamente superior de quienes viven un envejecimiento saludable[9] y activo, es decir, que gozan de funcionalidad física y mental que les permite realizar sus actividades de vida diaria. Visibilizar esta diferencia de proporciones no significa bajo ningún sustento desmerecer o no dar importancia a la que es menor; por el contrario, permite analizar críticamente la diversidad funcional en las vejeces para no homogeneizar y, en ese sentido, garantizar un trato diferenciado que se manifieste a través de servicios de prevención y tratamiento diferenciados de calidad para estos diversos grupos. Por todo ello y en el marco del enfoque de derechos humanos, es relevante concebir y tratar a las personas adultas mayores como sujetos de derechos y con capacidad de agencia[10]; es decir, que se respete su autonomía como agente activo en su vida individual y colectiva.
La protección social presente en la normativa peruana
Por lo antes mencionado, se trae a colación el Artículo 8 del Reglamento de la Ley N°30490 Ley de la Persona Adulta Mayor, en el que se plantea que el Estado garantiza en todos sus niveles de gobierno, la promoción, protección y el ejercicio de los derechos de las personas adultas mayores sin discriminación de ningún tipo; para lo cual, promueve, entre otras cosas, acciones para un envejecimiento digno, activo, productivo y saludable a lo largo del curso de vida, a fin de prever contingencias o riesgos en él y evitar la desprotección en la vejez[11].
El marco normativo peruano en relación a la vejez presenta la protección social para personas adultas mayores dentro de las políticas, programas y servicios del Estado en su conjunto, dirigidas a personas de este grupo etario que se encuentran en situación de riesgo y vulnerabilidad, con el fin de garantizar el ejercicio de sus derechos, fortaleciendo su autonomía e independencia a fin de mejorar su calidad de vida[12]. Es importante señalar que, la normativa en mención presenta tres situaciones de riesgo: pobreza o pobreza extrema, dependencia o fragilidad, y ser víctima de cualquier tipo de violencia[13],[14]. Por lo que, desde la protección social como uno de los derechos fundamentales, se determinan medidas de prevención y control frente a las situaciones de riesgo mencionadas.
Las personas adultas mayores peruanas en el contexto del COVID-19
A raíz del aumento de casos registrados y de países afectados por el COVID-19, el 30 de enero de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional (ESPII). El 15 de marzo se planteó el Estado de Emergencia por parte del Gobierno Peruano. Como se ha visto anteriormente, existe un alto índice de morbilidad en la población adulta mayor. A nivel general en este grupo etario, el 76% presenta una enfermedad crónica[15] (enfermedades cardíacas, infartos, cáncer, enfermedades respiratorias y diabetes) y 1 millón 236 mil 646 de personas mayores a 60 años tiene alguna discapacidad[16]. En nuestro país, del total de personas fallecidas por el COVID–19, 1702 son personas de 60 años a más[17]. Son 735 personas fallecidas de 60 a 69 años (188 mujeres y 547 varones); 577, de 70 a 79 años (176 mujeres y 401 varones); 324, de 80 a 89 años (119 mujeres y 205 varones) y 66, de 90 a más años (25 mujeres y 41 varones).
Tal y como señala el informe de la CEPAL[18], las variables que ponen en riesgo a las personas adultas mayores son múltiples. Entre ellas, las condiciones de salud subyacentes tales como enfermedades cardiovasculares, enfermedades respiratorias y diabetes, las que hacen más difícil la recuperación una vez que se ha contraído el virus. Asimismo, la condición de fragilidad o dependencia funcional –física y/o mental– (un sistema inmune más debilitado) que tienen varias personas de este grupo etario, la cual las encuentra con una dificultad mayor para combatir nuevas infecciones, como el COVID–19. Sin embargo, la falta de respuesta del sistema de salud –caracterizado por su precariedad agudizada en los últimos tiempos– en términos de recursos y accesibilidad también puede ser un factor coadyuvante para empeorar la situación de riesgo de la población adulta mayor. Del mismo modo, la soledad no deseada como emoción y el aislamiento como situación estructural en la que viven muchas personas adultas mayores juegan un papel importante frente a su capacidad de responder a todo tipo de enfermedad, como este virus. Cabe mencionar que, a palabras de Carballeda (Conferencia virtual, 2020), toda enfermedad es social; por lo que tiene causales y fuertes implicancias sociales y políticas.
Las personas adultas mayores que viven en Centros de Atención Residencial (CAR)[19] se encuentran en una situación aun de riesgo mayor, por la recurrente situación de hacinamiento, falta de recursos, capacidades técnicas y trato centrado en la persona, agregando a estas variables el hecho de que, como sucede a nivel mundial, muchos no están acreditados (reconocidos y calificados) por la entidad rectora nacional. En América Latina, se asume que el riesgo de muerte para esta población sería aun mayor que lo registrado en Europa y Estados Unidos (Naciones Unidas, 2020). Asimismo, existe una situación latente de riesgo en las personas adultas mayores de comunidades indígenas y residentes de zonas rurales del país, por la situación de pobreza y por el escaso acceso a servicios de comunicación y, por lo tanto, de protección social integral, entre otros aspectos, que ha caracterizado de manera estructural a esos territorios fruto del centralismo nacional.
La OMS (2020) insiste en que hay que garantizar que las personas adultas mayores sean protegidas de COVID–19 sin estar aisladas, estigmatizadas, dejadas en una situación de mayor vulnerabilidad o sin poder acceder a las disposiciones básicas y a la atención social[20]. Este planteo conlleva, en el caso peruano, a que determine medidas de prevención, control y mitigación del virus con un enfoque claro que las sitúe territorial e institucionalmente, planifique suministros de medicamentos y alimentos de acuerdo a los servicios de competencia, y protocolos de seguimiento, orientación y consejería a las personas adultas mayores así como a sus familias, que contemplen, entre otros aspectos, pautas para mantener la distancia física y que al salir de casa (si es necesario) sea de forma informada y segura, manteniendo contacto con otros a través de llamadas telefónicas u otros medios posibles de comunicación. El distanciamiento físico no tiene que significar aislamiento y desvinculación. Se vienen tomando medidas, como el DL N° 1474 “Decreto Legislativo que fortalece los mecanismos y acciones de prevención, atención y protección de la persona adulta mayor durante la emergencia sanitaria ocasionada por el COVID–19”, aprobado el 3 de mayo del presente; sin embargo, estas deben reforzarse permanentemente para el adecuado abordaje – en clave de derechos humanos– de las diversas situaciones de complejidad que se presentan y, para a su vez prevenir y mitigar situaciones fatales como se ve en otros países.
El sutil límite entre la protección social como derecho y la sobreprotección que anula derechos en la vejez
Como se ha visto, la protección social es un derecho humano presentado por organismos internacionales así como en la normativa nacional, específicamente, en la política social. Sin embargo, en acuerdo con la afirmación de Béjar (2011, p. 459), es importante repensar un nuevo enfoque para la política social, en este caso, en relación a las personas adultas mayores del país. Y sí, este contexto de crisis sociosanitaria puede permitirnos repensar las políticas sociales para contribuir a un cambio de sistema, de modelo, que apueste por, sobre otros aspectos, la integralidad y valoración de la vida sin distinción alguna.
Béjar nos dice que este nuevo enfoque de la política social tiene que ver, entre otras cosas, con partir de las posibilidades y no de las carencias. Señala que en lugar de partir de la pobreza y las carencias, conviene apoyarse en la cultura, posibilidades y experiencia de las comunidades de base. Así, podemos contextualizar esta última característica a las voces de las personas adultas mayores, a partir de sus trayectorias vitales, deseos, sentires, demandas y propuestas. La normativa peruana en materia de protección social para personas adultas mayores nos dice que está dirigida a personas de este grupo etario que se encuentran en situación de riesgo y vulnerabilidad, y ¿Por qué no hablar de un derecho universal de protección social para todos y todas los/as mayores? Sin que esto signifique dejar de considerar su diversidad en clave de funcionalidad, entre otros aspectos. La focalización es importante bajo determinados contextos, pero puede, evidentemente, generar una mirada reduccionista de la pobreza[21] o, como en este caso, de la vulnerabilidad en la vejez. Cabe mencionar que, desde la universalización de los derechos y de los servicios sociales se puede –y debe– garantizar el abordaje interseccional de la complejidad social.
A palabras de Béjar (2011, p. 11), se trata de hacer un tratamiento integral, que abarque a toda la sociedad y que no aísle a las personas a las que denomina pobres y “vulnerables”, despojándolas de identidad –cosificándolas– en áreas focalizadas, a la manera de modernos guettos donde los tecnócratas experimentan instrumentos funcionales a los que “denominan” el mundo. Como afirma el autor, “una política para pobres, se ha dicho, siempre será una pobre política (…) vez caridad, será siempre caridad”. En ese sentido, propone abordar las causas, ir a las raíces y construir justicia, dignidad y ciudadanía desde la base espiritual, mental, social y económica de las personas.
No debemos homogeneizar a los grupos sociales que son parte del país, como es el grupo de los viejos, de las viejas, y aun más al caracterizarse por su multiculturalidad y tener múltiples realidades territoriales. No se puede catalogar a todos y todas como vulnerables, asumiendo que la vulnerabilidad como amenaza para la salud y riesgo es una serie de situaciones extraordinarias –pandemias, guerras, desastres naturales y otras eventualidades prácticamente impredecibles–, con posibilidad de afectar a una persona o población[22]. Cuando los grupos poblacionales se encuentran de manera continua en situaciones desfavorables sin contar con los recursos mínimos para enfrentar los riesgos o emergencias humanitarias –como en este caso–, no deben considerarse vulnerables sino vulnerados. Esta situación refleja brechas de desigualdad muchas veces producidas por poco o nulo acceso a servicios públicos y, en consecuencia, una vulneración de derechos.
La OMS (2015, p. 78) señala que ante un riesgo o emergencia humanitaria, las personas adultas mayores pueden ser más vulnerables a las lesiones y a las enfermedades transmisibles como lo es el COVID – 19 a razón de condiciones de comorbilidad. Frente a esta situación, es importante aclarar que la vulnerabilidad no es un estado ni intrínseco ni permanente exclusivo de la población adulta mayor. Como se ha descrito anteriormente, si bien la tasa de morbilidad en los distintos grupos etarios pero sobre todo en el de las personas adultas y mayores es alta en el Perú, es mucho mayor la proporción de personas de 60 años a más que viven de manera saludable y activa, teniendo muchas –sobre todo mujeres– el rol de jefatura de hogar, el cual muchas veces conlleva situaciones de abuso y maltrato.
De esta manera, no se debe usar la palabra “vulnerable” de forma invariable ni generalizadora, pues esto conlleva a reforzar prejuicios y estereotipos, y por ende, reproducir imaginarios negativos de la vejez. En suma, refuerza la discriminación por edad hacia los viejos y las viejas: el viejismo (también llamado edadismo).
A pesar de esfuerzos por cambios de paradigmas sobre la vejez, en muchas sociedades, como la peruana, persiste una imagen medicalizada de las personas adultas mayores, que proviene de la geriatrización[23] de esta etapa del curso de vida. Esta visión medicalizante refuerza, a palabras de Osorio (Conversatorio virtual, 2020), la concepción de un cuerpo débil, deteriorado y que se enferma por el hecho de ser viejo, vieja; generando así que su identidad se vea reducida a “población de alto riesgo, población vulnerable”. Asimismo, esta visión refuerza mitos tales como la idea de que las personas adultas mayores prefieren estar en sus casas y no salir –o salir poco–, por lo que un periodo de confinamiento no sería para ellas un problema. Por el contrario, se ve actualmente que muchas personas adultas mayores tienen relaciones sociales fuera de la esfera privada, las cuales contribuyen concretamente a su bienestar y calidad de vida.
Entonces, cuando aparecen narrativas sociales y discursos públicos que hacen el llamado a las familias[24] a “proteger a sus personas adultas mayores, cuidar a los abuelitos, asegurarse de que no salgan de casa” como parte de las medidas de protección social del Estado a esta población etaria, se puede estar cruzando sutilmente (aunque no tan sutilmente) la frontera de la protección como derecho fundamental de las personas adultas mayores y la sobreprotección hacia ellas que, como afirma Osorio (Conversatorio virtual, 2020), genera una ideología de la protección de la vejez, la cual a su vez resulta una limitación o incluso anulación de derechos. Se trata de una protección social como derecho, que no permita la desprotección ni conlleve la sobreprotección.
¿Por qué cuando se habla de la protección y cuidados que deben tener las personas adultas mayores no hay mensajes que se dirijan hacia ellas? ¿Es acaso que se piensa que ellas no tienen capacidad de decidir ni tampoco de darse cuenta de la situación en la que se encuentran? ¿Por qué tiene que haber un tercero que decida por ellas? Situándonos en el contexto de la pandemia por el COVID–19, las personas adultas mayores, al recibir información veraz transmitida de manera asertiva, pueden decidir por ellas mismas no salir de casa o, en su defecto, si deciden salir, hacerlo responsablemente. Esto no niega que hay personas que no por ser mayores sino por hábitos y costumbres no acepten cumplir las directivas, a pesar de haber sido informadas de manera oportuna.
Evidentemente, nos encontramos en una situación de cuestionamiento y autocuestionamiento acerca de cómo estamos pensando las vejeces y cómo estamos pensándonos en nuestra vejez. Y, en este “sutil” cruce de fronteras descrito, es importante tener en cuenta que si como sociedad y Estado peruano –a través de la normativa– hemos asumido la protección social de las personas adultas mayores y la promoción de un envejecimiento activo, entendiéndose como un proceso de optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad con el fin de mejorar la calidad de vida a medida que las personas envejecen (OMS, 2015, p. 5); debemos entonces tener mucho cuidado con reforzar –paradójicamente– lo que Cummings y Henry (1961, citados por Sánchez, 2000, p. 82) afirmaban en los años 60 en su teoría de la separación o desvinculación de la vejez, que supone que las personas adultas mayores se separen de la sociedad y no sean partícipes de procesos en ella por la declinación inevitable de sus habilidades y expectativa universal de la muerte.
Las personas adultas mayores tienen como derecho autonomía e independencia, lo que conlleva a decir que, son agentes de su vida y pueden tener el control sobre sus cuerpos y sus cuidados, ejerciendo derechos y asumiendo responsabilidades como ciudadanos/as. En ese sentido, es sumamente necesario que demos mensajes de agencia y no autoritarios ni despersonalizantes (Odonne, Conversatorio virtual, 2020). El envejecimiento global y las sociedades multigeneracionales[25] instalan con toda claridad la necesidad de contar con instrumentos jurídicos normativos humanistas y eficaces (Dabove, 2013, p. 25), que dignifiquen la vejez en su gran diversidad. Que protejan y no sobreprotejan. Para ello, se necesita consolidar un sistema público para el cuidado y adecuar las políticas fiscales con el fin de lograr un buen equilibrio intergeneracional de las transferencias, recibiendo un tratamiento integral que incluya la consideración de las tendencias demográficas e incorpore trasversalmente las perspectivas de curso de vida, género, interculturalidad, derechos y procesos intergeneracionales de manera apropiada al contexto nacional con horizonte a largo plazo (Huenchuan, 2017, p. 49.).
Y, ¿Cómo atraviesa este análisis crítico en la praxis del Trabajo Social?
Como bien señala Carballeda (2020), las y los trabajadores sociales sabemos que como toda enfermedad, el COVID–19 es una enfermedad social, es decir, no puede ni debe ser pensada solo desde la medicina, la biología o los efectos psicológicos. Lo social la atraviesa totalmente, dándole sentido, visibilizando la heterogeneidad de su desarrollo, y analizando sus impactos tanto a nivel singular como territorial. Desde el Trabajo Social se tiene la capacidad de mirar lo singular (los individuos, los colectivos en su cotidianidad) sin perder de vista lo estructural y sistemático situado territorialmente; se tiene la capacidad de analizar y hacer visible lo micro y lo macrosocial desde una perspectiva situada e interseccional. Por eso, para la intervención en lo social no hay un solo COVID–19, como afirma Carballeda, sino muchísimas expresiones sociales de este que dialogan con otras problemáticas sociales de las personas –de todas las edades– que se contagian o que están desarrollando –individual y colectivamente– cuidados para no contagiarse y/o para controlar y mitigar el contagio. Asimismo, desde nuestra in-disciplina científica social se visibiliza la cuestión social, es decir, las desigualdades sociales que parten de un sistema capitalista neoliberal, aquellas brechas, en clave de ejercicio de derechos, en relación a la accesibilidad de servicios. Y, en este caso en particular, las brechas de accesibilidad a servicios de salud y protección social que tienen las personas adultas mayores, como forma de situaciones de discriminación hacia ellas.
El Trabajo Social desde una mirada singular de lo social tiene la posibilidad de visibilizar características heterogéneas del tema en cuestión, haciendo, de esta manera, mucho más realista el abordaje del mismo desde una perspectiva centrada en las personas. Por otra parte, desde lo territorial-estructural, la capacidad del Trabajo Social de comprender el territorio desde sus diferentes expresiones, aporta, en un contexto de crisis sociosanitaria como este, la posibilidad de trabajar en la recuperación de los lazos sociales en clave de relacionalidad, su fortalecimiento y, fundamentalmente, la posibilidad de conocer los problemas sociales desde una perspectiva situada cultural y socialmente. En ese sentido, desde la intervención del Trabajo Social se puede –y debe– incidir políticamente en la garantía de la protección social como derecho a una vida digna, tanto a nivel de la intervención social situada así como de las políticas sociales y la gestión social de programas y servicios públicos.
Los procesos de deconstrucción de paradigmas acerca de la concepción de los sujetos sociales y las diversas realidades situadas en la estructura social también son posibles –y sumamente importantes– desde la intervención en lo social de las y los trabajadores sociales que, para ello, será importante tener una mirada crítica y propositiva hacia las problemáticas que han persistido y generado desigualdades en la sociedad así como hacia las nuevas complejidades de los escenarios actuales, como el de la pandemia del COVID–19. En este caso, podríamos decir que, es muy relevante generar procesos de deconstrucción hacia la nueva longevidad y las nuevas vejeces, dentro de los cuales se cuestionen –y autocuestionen– estereotipos y prejuicios que se han arraigado en la sociedad hacia las personas adultas mayores. Como pensamos y como concebimos nombramos, y del mismo modo, tratamos. Todos y todas somos ciudadanos/as. Todos y todas tenemos el derecho de ser tratados/as con respeto, sin que se nos infantilice, sin que se nos silencie, sin que se nos aísle, sin que se nos quite identidad, sin que se nos vulneren derechos. Podemos apuntar hacia un proceso de deconstrucción que apueste por un reconocimiento de derechos de las vejeces, para así construir una sociedad para todas las edades[26], en donde cada persona –sin distinción de edad–, con sus propios derechos y responsabilidades, tenga protección social integral y ejerza el rol social que desea desempeñar en su comunidad, en igualdad y justicia social.
Nada es más imprevisto que la vejez. Las personas adultas o jóvenes se comportan como si nunca hubieran de llegar a viejas. En el futuro que nos aguarda está en juego el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos. Reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad nuestra condición humana (Inspirado en la afirmación de Simone De Beauvoir, 1970).
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Notas