Artículos
Recepción: 04 Agosto 2018
Aprobación: 15 Noviembre 2018
Publicación: 04 Marzo 2019
Resumen: En el presente artículo se indaga acerca de las formas dominantes de socializar a niños y niñas dentro del sistema patriarcal, en sectores de clase media de la ciudad de Córdoba, Argentina. La investigación se sustenta en un interés profundamente subjetivo, personal y desde una posición particular: somos mujeres heterosexuales, feministas y madres. Reflexionamos de manera situada sobre la crianza y las diferentes maneras en las que se llega a ser varón; especialmente, sobre la reproducción de la masculinidad dominante.
Palabras clave: paradigma sexista de crianza, autoetnografía, educación igualitaria.
Abstract: In this article we look into the dominant forms of socializing children within the patriarchal system in middle-class sectors of the city of Cordoba, Argentina. It is a research that is based on a deeply subjective, personal interest and from a particular position: we are heterosexual, feminist women and mothers. We think so located on parenting and the different ways it becomes male, especially on the reproduction of dominant masculinity.
Keywords: sexist paradigm of mannerliness, autoethnography, egalitarian education.
Introducción
Preguntarnos acerca de las formas dominantes en las que socializamos a los niños y las niñas en este sistema, no es solo una curiosidad o una preocupación académica. Este artículo se genera desde la propia experiencia de la maternidad y de la vivencia de la importancia política de transformar nuestros paradigmas de crianza.
Desde que nuestro embarazo se hace visible para los/as otros/as, las primeras interpelaciones que recibimos son acerca del género y del nombre que tendrían nuestros/as hijos/as. La pregunta «¿qué te gustaría que fuera, nena o varón?» suena en todos los sitios. Comentarios del tipo: «Si es varón va a ser compañero de la mamá, pero si es nena va a ser de su papá»; o creencias que giran en torno a la belleza: «El varón te vuelve más hermosa, estás bella embarazada. La nena, en cambio, le roba la belleza a la mamá»; «la panza del varón es más linda que la de la mujer», entre otros mitos y expectativas, fomentan sexismos, rivalidades y mandatos durante los meses de gestación.
En el caso del hijo sexualmente considerado varón, luego de las primeras ecografías en las que se visibilizaban sus genitales comenzamos a recibir prendas de vestir de color azul, autitos y juguetes «para varones», junto con presagios sobre las supuestas conductas que tendrá por el solo hecho de ser varón: «Va a ser el niño de mamá hasta que consiga novia», «que suerte que sea un varón y no una nena que son más difíciles de criar», «los varones se crían solos, no son como las nenas, tan dependientes». Mitos, mandatos y supuestos de género que condicionan el lugar de madre y la posición del pequeño como varón.
A pesar de los mandatos, cuando el niño comenzó a caminar y a buscar sus propios juegos quiso usar la escoba e imitar a los/as adultos/as en la acción de barrer. Por eso fuimos y compramos lo que siempre se le regala a una niña: el juego de la escoba y la palita. Todos los días el niño juega con esa escoba, intenta recoger la basura y contribuir, sin ser consciente, con las tareas del hogar. Eso nos demostró, entre tantas otras experiencias, que lo de gustos, los intereses y los juegos según el género son un artificio de nuestra cultura sexista. Tal como lo vemos en él, no existen tendencias naturales por ser varón, sino que vamos condicionando su subjetividad a partir de nuestras propias expectativas, mandatos y reglas de lo que se espera de una persona, de acuerdo a los que consideramos «su sexo».
Al contrario del apoyo que esperábamos del entorno en los intentos de criar al niño de un modo menos opresivo, más flexible y crítico con las asignaciones de género, surgieron cientos de reproches, de cuestionamientos y de rechazos: «No lo presiones con tus cuestiones feministas», fue lo primero que escuchamos de un familiar. «Lo vas a hacer gay», oímos de otro. Expresiones de miedo y de rechazo hacia acciones que consideraban que podían atentar contra la masculinidad del niño y tornarlo «raro», «homosexual», posible objeto de burlas y de segregación de sus pares.
En el caso de la niña, desde pequeña desea juguetes tradicionalmente considerados «de varón»: pelotas, autos y superhéroes (Spiderman y Superman). Al verla con ellos, la gente suele decir: «Es que imita a su hermano». Lo mismo ocurre cuando observan en ella conductas «masculinas» como correr, pelear o gritar… Dichas prácticas serían esencialmente masculinas, por lo que vistas en una mujer solo pueden ser imitaciones de la masculinidad. También se escuchan, cotidianamente, comentarios dirigidos a su hermano mayor: «Tenés que cuidar a tu hermanita», «¡cómo la va a celar!», lo que fomenta tareas de control disfrazadas de cuidado, bajo la consigna de que los varones deben proteger a las mujeres porque son el «sexo débil», e incitan a la celotipia.
Asimismo, cuando el niño disfruta de jugar con una cocinita, y de preparar el té y la comida, familiares y amigos dicen: «Va a ser chef», un oficio que en los últimos años se popularizó como masculino, pero que es diferente a lo que sucede con la mujer que solo puede ser «cocinera», lo que marca una desigual distribución del estatus y del reconocimiento. En relación con los hábitos, cuando nació su hermana el niño comenzó a usar un chupete que era de color rosa. También hubo cuestionamientos por el color del chupete, junto con actitudes corporales y con miradas de desaprobación frente al niño.
Estos ejemplos pretenden ilustrar cómo desde lo cotidiano marcamos género y condicionamos la vida de los/as niños/as, en una lectura binaria de la sexualidad y de la distribución de las tareas según se entiende que estamos ante la presencia de un/a niño/a varón o mujer. Así, mientras las/os adultas/os nos empeñamos en reproducir el sexismo a diario, con la experiencia de la maternidad comprobamos que el rechazo y el miedo viven más en la cabeza de los/as adultos/as ya socializados y víctimas de este sistema opresivo de género que en las/os niñas/os. Sucede que, tal como señaló hace mucho tiempo Simone de Beauvoir ([1949] 1999), nadie nace siendo varón o mujer, sino que el género «se hace». Las conductas que se esperan de los/as niños/as, las maneras en las que deben vestirse y comportarse, lo que deben sentir y expresar, no son naturales o innatas, son producto de expectativas, de mandatos y de normas sociales que se van introduciendo en nosotros/as, corporal y psíquicamente, desde que estamos en el vientre y nos colocan un nombre según el sistema binario con el que clasificamos el género: mujer o varón.
En el presente trabajo reflexionamos sobre las diferentes maneras por las que se llega a ser varón y mujer, especialmente sobre la reproducción de la masculinidad dominante, tanto desde la experiencia personal, a través del método de la auto-etnografía, como desde el aporte de autores que indagan en la temática (Bonino, 2001; Aguayo & Kimelman, 2012, entre otros).
Tomamos como insumo de reflexión los datos obtenidos de la observación y del diálogo con madres y con padres de sectores medios cordobeses (Argentina), quienes se encuentran en la etapa de crianza de bebés, de niñas y de niños menores de 5 años, etapa central en la formación de la identidad. Hablamos de niños y de niñas de familias heterosexuales y nucleares, compuestas por profesionales, muchas de los cuales tienen madres y/o padres feministas que intentan desmitificar mandatos de género así como otras configuraciones familiares que igualmente reproducen las lógicas dominantes de la crianza sexista.
Sostenemos que reflexionar y que accionar sobre los valores con los que criamos a nuestras hijas e hijos, sobre todo a los varones, puede ser clave para enfrentar varias de las problemáticas de género que urgen en la actualidad, como la violencia de género. Nos referimos tanto a la tragedia de los femicidios como a los micromachismos que sufrimos todos/as los/as sujetos feminizados.1
A lo largo del artículo intentamos mostrar que las y los sujetos no solo reproducen género, sino que se resisten, luchan por expresarse y por dar lugar a la diversidad. Hablamos de la capacidad de agencia que es innata en las y en los sujetos desde niños/as, al tiempo que no podemos dejar de señalar que las relaciones de género se articulan con otras formas de violencia social como las de clase, de raza, de religión, hacia personas con capacidades diferentes, entre otras posiciones de sujeto. Es decir, el género es uno más de los sistemas de opresión que nos condicionan y que deben ser visibilizados para contextualizar los procesos que estudiamos.
Finalmente, el desafío que nos proponemos en este artículo es que al finalizar su lectura hayamos logrado problematizar y (de)construir algunos de los sentidos que circulan en la crianza bajo paradigmas sexistas que acaban produciendo «machos violentos y mujeres víctimas».
Enfoque metodológico
Para realizar este trabajo, dispusimos de la auto-etnografía como enfoque de investigación y escritura, que apela a principios de la autobiografía y de la etnografía (Ellis, 2004). Es un método que pretende, a través de la descripción de la experiencia personal, comprender el universo cultural. Se basa en las emociones y los sentimientos que experimenta quien investiga y no solo en su racionalidad, por lo que las propias experiencias son cruciales en el análisis de la realidad social.
La auto-etnografía es una propuesta que confronta con la investigación positivista y con aquella que se cuida de parecer subjetiva. Discute con las formas canónicas de hacer y de escribir investigación, y denuncia que aquella investigación que se dice neutral, en verdad, defiende el punto de vista del varón blanco, heterosexual, cristiano, de clase media/alta y sin discapacidad. De hecho, la auto-etnografía se asume subjetiva, personal y «conscientemente centrada en valores antes que pretender estar libre de ellos» (Bochner, 1994). Este tipo de indagación intenta empatizar con quienes viven situaciones similares e interpelar a quienes son diferentes a nosotras/os mismas/os (Ellis & Bochner, 2000).
En la auto-etnografía, quien investiga es un/a participante activo/a capaz de hablar sobre un objeto que conoce y del cual posee un distinguido acceso porque lo experimenta. Justamente,
[…] el «gesto» auto-etnográfico consiste en aprovechar y en hacer valer las «experiencias» afectivas y cognitivas de quien quiere elaborar conocimiento sobre un aspecto de la realidad, basado en su participación en el mundo de la vida en el cual está inscripto dicho aspecto (Scribano & De Sena, 2009, p. 5).
En el caso particular de este artículo, la información analizada surge de nuestra propia experiencia y del diálogo con pares, del análisis de teorías y de investigaciones previas sobre el tema, y de observaciones e interacciones con nuestro entorno inmediato y mediato (familiares, amigas y amigos, grupos de crianza, colegas, madres y padres de jardines maternales).
Sobre las relaciones de género en el sistema capitalista / patriarcal
El género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales, basado en las diferencias que se perciben entre «los sexos», como una manera primaria de significar las relaciones desiguales de poder, producto de las múltiples instituciones por las que transitamos y de los discursos sociales que nos van constituyendo.
Como plantea Heidi Hartman (1979), las relaciones de género son constitutivas de un sistema de explotación y de opresión que es el patriarcado, como conjunto de relaciones sociales entre las personas que tiene una base material y jerárquica, en la que se establece una interdependencia y una solidaridad entre los hombres que permite dominar a las mujeres y al resto de los géneros.
Si bien el patriarcado es jerárquico y los hombres de las distintas clases, razas o grupos étnicos ocupan distintos puestos en el patriarcado, también les une su común relación de dominación sobre sus mujeres; dependen unos de otros para mantener esta dominación. Las jerarquías «funcionan», al menos en parte, porque […] los que están situados en los niveles superiores pueden «comprar» a los que están en los inferiores, ofreciéndoles poder sobre los que están aún más abajo. En la jerarquía del patriarcado, todos los hombres, sea cual fuere su rango en el patriarcado, son comprados mediante la posibilidad de controlar, al menos, a algunas mujeres (Hartmann, 1979, p. 12).
En el sistema capitalista, la base material sobre la que se asienta el patriarcado estriba, fundamentalmente, en el control de los hombres sobre la fuerza de trabajo de las mujeres. Los hombres mantienen este control, excluyendo a las mujeres del acceso a algunos recursos productivos esenciales, sujetándolas al ámbito de lo llamado doméstico y restringiendo su sexualidad (Hartman, 1979).
La división histórica y sexual del trabajo condiciona a las mujeres a hacerse cargo de las tareas de reproducción cotidiana y generacional de los/as miembros de la familia, recluidas en el ámbito de lo doméstico. Mientras que los hombres son designados a ocupar la conducción de la sociedad desde la producción, enfocados en el ámbito público. Si bien en la vida cotidiana la esfera pública y la privada no se encuentran separadas dicotómicamente, las mujeres efectivamente son inducidas a ocuparse de la familia, del cuidado y la reproducción, de los vínculos naturales de sentimientos y de consanguinidad, fundados en el estatus sexual de la esposa.
La dominación de género atraviesa todos los sectores sociales, pero cambia en grado y en modo de producirse de acuerdo a la posición ocupada en la estructura social y en relación con atributos como la raza, la religión, la edad, entre otros. Hay un sistema sexo/género que establece ciertas «posiciones de sujeto» (Laclau & Mouffe, 2010, p. 159): «El sistema sexo/género es un sistema de relaciones sociales que transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en el que se encuentran las resultantes necesidades sexuales históricamente específicas» (Rubin, 1975, p. 159).
En tanto, según Joan W. Scott (1990), es fundamental entender el contexto que atraviesa la condición de los géneros, ya que ningún tipo de opresión patriarcal es independiente de los factores de clase, etnia y religión; así como las identidades de género no son independientes de causas estructurales de un sistema de dominaciones.
A pesar de las múltiples maneras de vivir el género según las intersecciones que hemos mencionado, de manera general, en la mayoría de las culturas conocidas las mujeres son consideradas inferiores a los hombres. Cada cultura realiza esta evaluación en sus propios términos, a la vez que genera las regulaciones y los discursos necesarios para su mantenimiento y su reproducción. Asimismo, la conformación de la identidad de género se realiza en la primera infancia, donde se aprenden las principales normas de género, que para el caso de los varones puede resumirse en el mandato de «no ser como las mujeres».
Elisabeth Badinter (1993) señala que los varones, nacidos de una mujer y generalmente criados por ella, están condenados a marcar las diferencias frente a su madre y al resto de las mujeres. Para la autora, a lo largo de su vida, los varones sienten que deben convencer a los demás de tres cosas: que no son una mujer, que no son un bebé y que no son homosexuales. Son forzados a identificarse con su padre o con las figuras masculinas adultas que los rodean.
Este tipo de condicionamientos, más la capacidad de los niños para imitar a padres que no lloran, a hermanos que se muestran fuertes y masculinidades que se expresan violentas, se constituyen en presiones sociales que condicionan al niño. Conocer estos mecanismos, propios de la socialización de género, nos muestra que la violencia del hombre, su masculinidad, es una construcción social y no una cuestión biológica o natural.
Masculinidades hegemónicas
El concepto de masculinidad patriarcal se puede definir como un conjunto de atributos, valores, conductas, maneras de lucir y de vivir el cuerpo que se consideran esenciales al varón en una cultura determinada. Es «[…] un esquema culturalmente construido, en donde se presenta al varón como esencialmente dominante, que sirve para discriminar y para subordinar a la mujer y a otros hombres que no se adaptan a este modelo» (de Keijzer, 1997, p. 3).
Los condicionantes que van constituyendo el «ser varones» se encuentran presentes desde los primeros momentos de socialización,2 incluso en el vientre de la madre los bebés reciben información en ese sentido. Luego, las diferentes instituciones por las que las personas circulan a lo largo de sus vidas se encargarán de continuar reforzando las normas en relación con el género. En esa socialización son relevantes los mandatos y las expectativas familiares, los juguetes que se regalan y que condicionan lo que niños y niñas pueden y no pueden hacer, los mitos que se inculcan y que producen la propensión a ciertos gustos, intereses, profesiones u oficios: varones educados para el espacio público y mujeres para el privado. Los primeros, inteligentes y agresivos, las segundas, sensibles y cuidadoras.
Durante el crecimiento, los niños varones aprehenden el desprecio por lo que es «propio de las niñas» y por las actividades que se consideran típicamente femeninas, como tareas domésticas y juegos relacionados con la belleza corporal. Lo que es considerado como de mujer es rechazado y colocado en el lugar opuesto del ser varón. En el sistema patriarcal, la identidad masculina se construye por exclusión y por negación: los hombres tienen que concentrarse en no ser mujeres y en negar cualquier vestigio que en sus prácticas y en sus discursos pueda aparecer como femenino. Viven en la negación de sus emociones, de sus sentimientos, de lo que se considere síntoma de debilidad. Niegan la ternura, el pedido de afecto o de ayuda, la necesidad de recibir cuidados y de ser escuchados.
Desde niños, los varones escuchan mandatos que provienen de personas allegadas: «Usted es el hombre de la casa» y de las instituciones a las que asisten: «Eso es de nenas, no puedes jugar con muñecas» (en jardines maternales este tipo de mandato es habitual). Diariamente, a los niños se les exige que sean fuertes y competitivos para ser capaces de «controlar» a «sus mujeres», a quienes se las educa dependientes y serviles. Esto forma una identidad donde la racionalidad y la agresividad son valores indispensables en los varones; mientras la fragilidad y la emotividad son características de las mujeres.
Entre los mandatos más potentes, la heterosexualidad es indispensable para la masculinidad hegemónica. Los varones deben relacionarse con mujeres y demostrar su hombría a través de la procreación y el control; y estas deben ser relaciones de dominación, donde el varón sea amo y señor de su mujer (Lagarde, 1999). A esto se suma el mandato de ser trabajadores y proveedores como muestra de su virilidad.
Para reforzar las supuestas características opuestas y naturales entre varones y mujeres, el sistema de género se esfuerza en generar y en marcar diferencias, que además se jerarquizan, estableciendo que todo aquello que concierne al varón es mejor que lo que haga, diga o sienta una mujer. Esta realidad no es independiente de condicionamientos de género, clase, edad, raza o religión. Dichas variables influyen en los modos en los que se vive el género, aunque de manera transversal estos valores impregnan la masculinidad dominante.
En el caso particular de los niños varones, ellos se encuentran subordinados a los varones mayores y sufren la presión patriarcal de «no ser varones adultos». El hombre es una figura relacionada estrictamente con la adultez, por tanto, los niños son considerados sujetos débiles y necesarios de controlar, porque no son «hombres de verdad». Esto último se encuentra asociado al hombre proveedor, protector, fuerte, agresivo y sujeto a rígidos códigos de honor: «hombre de verdad» solo se llega a ser después de superar pruebas, de aprender conductas y de reprimir sentimientos.
En tal sentido, tanto la violencia física y psicológica, como el control sobre la sexualidad de las mujeres, son considerados a menudo como parte de «la naturaleza de los varones», cuando en verdad responden a aprendizajes y a construcciones sociales que dependen de la cultura.
La niñez es una escuela de género
Desde temprana edad, las personas se encuentran expuestas a censuras de género sutiles, como la manera en la que deben vestirse o comportarse. Particularmente, si son varones el ojo se centra en controlar que no sean «delicados» o «muy llorones». Esto se traslada, luego, a censuras más explicitas como las bromas sobre su manera de hablar o de caminar, hasta llegar a la represión abierta que castiga un deseo que no se corresponde con las expectativas de género: «No pidas más que te compre ese coche porque es de varón. Si sigues insistiendo no te compro nada» (cuaderno de campo, mujer en un supermercado, 2015).
Las/os adultos/as que dicen tomar conciencia sobre el daño que ocasiona este tipo de conductas de todos modos reproducen mandatos y se justifican argumentando que previenen que sus hijos/as sean discriminados/as o que se burlen de ellos/as en el tiempo: «Ahora le duele, pero más adelante me lo va a agradecer. Va a pasarla muy mal si no consigue entender cómo tiene que ser» (cuaderno de campo, padre frente a un niño al cual le reprime sus supuestos «comportamientos femeninos», 2016).
Es menester señalar que las expectativas de quienes se encargan de la crianza de niñas y de niños condicionan el comportamiento de sus hijas e hijos de manera diferencial y desigual. También los vínculos entre las parejas, el modo en el que se reparten el trabajo en la casa y el tiempo de ocio se constituyen en ejemplos y en modelos de género.
En ese sentido, la identidad binaria de género, es decir, saberse varón o mujer, es previa a la identidad sexual, y se produce entre los dos y los tres años de edad. Leonor Jaramillo (2009) sostiene que a esa edad los niños y las niñas no reconocen cuerpos sexuados ni comprenden su propio cuerpo, pero sí aprenden los significados que la cultura otorga a lo femenino y a lo masculino, a través de la apariencia, los juegos, los colores, etcétera.
En relación con los niños varones, ellos aprenden que la sociedad espera que sean «naturalmente» osados, inquietos, agresivos y competitivos. Desde temprana edad son «bombardeados» por mensajes que destacan la fortaleza y la competitividad, no se los involucra en las tareas domésticas ni de cuidado —como puede ser atender a sus hermanos menores, tarea que con mayor frecuencia se exige a las niñas—. Los varones crecen en la convicción de que las mujeres son las encargadas del cuidado de los/as otros/as, aprenden que ellas están a su servicio y que, en definitiva, «les pertenecen».
Desde la infancia, los varones son socializados para el cálculo de imponerse y de someter a los/as otros/as a quienes se considera más débiles. En tal sentido, es interesante rescatar la investigación que realizó el nicaragüense Oswaldo Montoya Tellería (1998) con hombres que ejercen algún tipo de control y de maltrato físico, emocional o sexual contra sus parejas mujeres. El autor visibilizó que las expectativas que comparten los varones en torno a sus relaciones de pareja son: que las mujeres los atiendan, ser ellos quienes dirijan la relación, que la pareja dependa de él económicamente y que sea «fiel». Finalmente, esperan que puedan tener hijos/as y la cantidad que ellos decidan.
Las expectativas que mencionaba Montoya Tellería (1998) tanto como los valores, las prácticas y los deseos que expresan los varones, no guardan relación alguna con su biología o su naturaleza, son expectativas heteropatriarcales que se perciben y se aprenden desde los primeros años de vida, con la socialización de género y con la interiorización de lo permitido, lo esperable y lo razonable según el sexo biológico. No obstante, estas dimensiones de la expresión del género deben ser contextualizadas en las diferentes intersecciones como sucede con la clase. No en todos los sectores sociales se espera que los varones desarrollen capacidades competitivas y de acumulación capitalista, ya que el contexto de desigualdad económica no permite aspirar a adquirir dichas habilidades y a la concentración de recursos.
Entre la población en situación de pobreza, las niñas cargan con mayores responsabilidades familiares que los varones, pero también frente a mujeres de otros sectores sociales: cuidan de sus hermanos, limpian y cocinan a diario. Muchas jóvenes quedan embarazadas a temprana edad (muchas veces lo deciden junto con su pareja) y no pueden finalizar sus estudios. El documental «La escuela del silencio. Una mirada a la desigualdad de género en la educación» (unicef, 2014) muestra la realidad de las niñas de las zonas rurales del Perú y la exclusión que viven las mujeres de la educación formal debido al ingreso temprano al trabajo y a la maternidad.
Cuando las niñas se encuentran escolarizadas, viven la desigualdad de género en las tareas que se les asignan, así como en la distribución del espacio. Son ellas quienes barren las aulas, se ocupan de ayudar a otros niños en las tareas o reparten el desayuno mientras que son los niños quienes se ocupan de la lectura. Es decir, las tareas manuales son realizadas por mujeres, mientras las intelectuales por varones. Además, en relación con las lecturas sobre la historia que proponen los manuales escolares, estas se presentan organizados en torno a próceres varones, lo que fomenta una idea de subordinación y de escaso protagonismo por parte de las mujeres.
En relación con la distribución del espacio, en el documental se indica que en escuelas como las registradas «es común que los niños ocupen el centro del salón de clases y que las niñas permanezcan relegadas a la periferia» (unicef, 2014, 14′:52″), donde pasan desapercibidas. Lo mismo sucede durante los recreos: «Son los niños los que toman este espacio y juegan desarrollando grandes desplazamientos», mientras que las niñas «caminan agrupadas, se trasladan por los márgenes o, en muchos casos, solo observan a los niños jugar» (unicef, 2014, 15′:18″). Diferentes ejemplos de distribuciones físicas que expresan desigualdades de género en la vida cotidiana, y que forman y condicionan el desarrollo en la niñez y el crecimiento de la persona.
Criar machos violentos y princesas dependientes
En el contexto de producción de este artículo, realizamos un recorrido por locales de ropa infantil y de alquiler de disfraces ubicados en áreas urbanas donde reside población de clase media, con el fin de relevar de qué maneras se expresan las desigualdades de género en la moda infantil. Lo primero que advertimos es que la indumentaria destinada a varones posee estampas sobre escenarios de la vida real tales como paisajes, coches o animales. Entre los disfraces, se encuentran principalmente los de bomberos, constructores, oficinistas y superhéroes. La ropa para las niñas, en tanto, suele incluir estampas de princesas, de hadas o de bailarinas, con telas animal print y mucho brillo. Los disfraces rondan en torno a las princesas, la enfermera y la cocinera.
Advertimos, en estos ejemplos, cómo a los niños se los forma para la vida «real», para el mundo del trabajo y el liderazgo. Mientras que a las niñas se las encierra en una burbuja de fantasías y de colores rococó, se les ofrecen disfraces y juegos en los que su mayor aspiración es convertirse en princesas a ser rescatadas o en enfermeras que cuidan de los/as otros/as. Asimismo, se observa cómo tempranamente se sexualiza a las niñas, a partir de vestimentas que corresponden a mujeres adultas (como zapatos con plataforma, vestidos con detalles en encajes y lentejuelas, colores negro, dorado y plateado), que expresan modelos de belleza estereotipada y en los que el cuerpo de las niñas también es pensado como un objeto para el deseo de otro. Esta sexualización tiene diferentes fuentes como la publicidad, que muestra a niñas posando y actuando como modelos, las series de televisión y los programas infantiles, donde las protagonistas están excesivamente maquilladas. Las niñas aprenden que su valor como persona tiene estricta relación con su papel como objeto sexual.
Este fenómeno, llamado «hiper-sexualización» de las niñas, es denunciado por los movimientos feministas desde hace varios años, pues se educa a las pequeñas bajo el mandato de que atraen a los varones por sus atributos físicos y por su capacidad sexual. De hecho, los mercados fomentan estos consumos sexistas que funcionan, en el peor de los ejemplos, como formas de legitimar «el consumo de niñas» por parte de varones adultos a través de la pornografía o la prostitución infantil (Díaz Bustamante & Llovet, 2017).
Escuchamos a madres y a padres hablarles a sus hijas sobre su aspecto físico, su belleza y su vestimenta, como sus únicos atributos a destacar. Pocos/as señalan su inteligencia, su capacidad crítica e inventiva o sus habilidades en la escuela. Les compran trajes de princesas, coronas, varitas mágicas y pintan su habitación de rosa. Son princesas a la espera de un príncipe que las rescate, se case con ellas y les resuelva la vida (en el mejor de los casos). Finalmente, todas acaban siendo «cenicientas», pero nadie lo dice desde un comienzo.
Mientras, los niños juegan a ser dueños del mundo, tienen pistolas y se enfrentan en guerras, construyen edificios, disfrutan del barro y se trepan a los árboles. Muchos juegan agresivamente frente a los ojos de sus padres y madres, quienes celebran la violencia como parte del rito de «hacerse hombres». Se les dice que sean fuertes, se los felicita si juegan a la pelota y se los reprende si lloran. «Los hombres no lloran» es un mandato que pesa sobre generaciones de varones a los que se les niegan la emoción y los sentimientos. Como dice Laura (30 años), docente y madre de un niño de dos años: «Lo que más me duele, me molesta, es la cuestión de que por ser hombrecito se tiene que aguantar cosas como el dolor y no llorar» (entrevista, 2016).
En este mismo sentido, una colega (32 años) que intenta criar a su hijo «desde la mayor libertad posible de las ataduras del género», nos planteó que estaba preocupada porque el entorno familiar y de amigos no acompañaba sus intenciones de transgredir los mandatos de género y la contradecían cuando ella estimulaba en su hijo juegos que no eran esperables en un varón. «Cuando juega con otras nenas y sostiene muñecas yo lo dejo, pero sus abuelas no quieren, tampoco quieren dejarle el pelo largo… Lo que más me interesa es que exprese en casa todo lo que siente, pero lo encasillan en varón, le prohíben colores de nena, juguetes de nena y cosas así (cuaderno de campo, 2016).
Desde niños, los varones aprenden un tipo de código masculino que implica esconder sus sentimientos y sus necesidades de contención emocional-afectiva, se los convence de la autosuficiencia o de aparentarla. Sergio Sinay (2000) sostiene que los varones conocen poco de sí mismos, ya que para cumplir con el papel de proveedores, productores, protectores y competidores eficaces, aprendieron a no reconocer sus sentimientos porque «eso» distrae, debilita, los hace vulnerables y es cosa de mujeres.
La siguiente situación ejemplifica la manera en la que se perpetúa los roles estereotipados de género en la educación de los/as niños/as. Nos encontrábamos en la casa de una compañera de trabajo (31 años), quien tiene un hijo de 4 años y una niña de 2 años. Por un lado, al varón se le celebraba que quisiera besar a otras niñas, particularmente que presionara a una de ellas que no quería ser besada, ante la mirada pasiva de su papá; por otro lado, la madre nos comentaba en privado la preocupación que tenía por su hija, ya que la niña besaba a todos sus amigos de guardería y a los adultos. En su discurso, se preguntaba qué dirían otros adultos sobre el comportamiento «seductor» de su hija y sobre qué posición social ocuparía ella en la adolescencia: «Podría terminar siendo cualquiera… ¿me entendés?» (cuaderno de campo, 2016).
En la escena anterior, observamos cómo se celebra la agresividad y el «acoso» en un niño, pues denotan su «virilidad masculina»; mientras que el mismo acto en una niña se torna un asunto de preocupación para la madre, quien teme que su hija se considerada «precoz sexualmente», y luego de joven, «una mujer fácil». En ese sentido, es notable cómo a los niños se les permite transgredir los límites sociales en mayor grado que a las niñas. Ruth Goodenough (1987) señala que, con la edad, las niñas se van haciendo más reservadas y tímidas, ya que tempranamente experimentan la dominación masculina en su entorno, desde los acosos que le propician sus compañeros, hasta el espacio físico que acaba siendo ocupado plenamente por ellos. Eso mismo lleva a que antagonicen más entre ellas y que les cueste constituirse en «fraternidades» como sí lo logran los varones.
Esta mayor represión social que pesa sobre las niñas explica su escaso conocimiento acerca de su sexualidad y su cuerpo, un cuerpo que es censurado y castigado. Por ejemplo, en colegios públicos, las niñas deben llevar guardapolvo (que tiene que tapar la cola) y los varones no. Ellas ocultan su cuerpo sexuado para «no provocar». En escuelas religiosas, las niñas deben ir de falda (aunque haga frío, llueva o nieve) y los varones con pantalones, como una marca de la femineidad y un modo de subrayar diferencias genéricas. Además, varían las expectativas de los adultos: se espera que las niñas sean buenas alumnas y compañeras, y que los varones tengan peor comportamiento y rendimiento. Ellas aprenden que ser niña implica ser delicada, silenciosa, respetable y, sobre todo, obediente y reservada (Jordan, 1995).
En otra conversación, una compañera (37 años) comentó que su hijo de 8 años ya presenta actitudes propias de la masculinidad hegemónica, principalmente en sus intenciones de dominio sobre las mujeres de la casa, su abuela y su mamá: «Es increíble, el niño piensa que yo debo atenderlo, que su abuela tiene que cambiarlo, que tengo que estar a su servicio sin importar si estoy enferma o cansada… A su padre no le pide nada» (cuaderno de campo, 2016). En el mismo sentido, una colega (36 años) relata una anécdota sobre su hijo de 4 años: «Íbamos subiendo las escaleras de casa y me dijo: nosotros (refiriéndose a él y su papá) nos bañamos y vos anda a hacer la comida» (entrevista, 2016).
Las prácticas y las actitudes de estos dos niños, así como la violencia o la agresividad que vemos en los adultos, se aprenden desde la infancia y se refuerzan durante el crecimiento. Ya sea por la imitación que los niños hacen de los adultos, por los modelos de éxito que ofrecen los medios de comunicación, tanto en las propagandas como en los juegos, los varones aprenden cómo deben comportarse para ser hombres. Por eso sostenemos que no se nace siendo un varón, se aprende, se goza como privilegio y se padece, en una reproducción permanente, a lo largo de la vida.
Los/as niños/as como productores de prácticas
Es habitual oír sobre niños que solicitan a sus madres usar su ropa, pintarse las uñas o llevar el pelo largo; y de niñas que quieren jugar a la pelota, que se interesan por jugar con coches, con armas o a la «lucha libre». Ese desplazamiento en los juegos asignados por género expresa la diversidad de maneras en las que las y los sujetos experimentan el mundo más allá de los mandatos y del peso de las estructuras.
En la Argentina, y a través de las redes sociales como Facebook, se difundió el relato de una mamá sobre una emocionante experiencia en el transporte público. La mujer narró que se encontraba con su hijo de tres años en el micro cuando una mujer mayor se sentó a su lado y le comentó «que su nena» era muy bonita. Ella le contestó que no era una niña sino un niño y le aseguró que no la sorprendía la confusión, pues le sucedía a diario. La señora preguntó por el cabello largo y por las uñas pintadas de su hijo, y la mamá respondió que el niño se lo había solicitado, al verla llevar el pelo largo y pintarse la uñas. La mujer hizo un silencio prolongado, mientras la madre imaginaba la cantidad de barbaridades que, seguramente, la señora le diría por su comportamiento. Pero, ante su sorpresa, la señora exclamó: «Te felicito. Ojalá mis padres me hubieran criado en esa libertad… Me hubieran ahorrado muchas desgracias», y se sumió en un emotivo silencio.
Como muestra el relato, lejos de ser sujetos pasivos/as u homogéneas/os, tanto los/as adultos/as como las/os niñas/os no siempre responden a las expectativas dominantes de la sociedad respecto al género; todo lo contrario, en numerosas ocasiones crean y recrean los mandatos de género que los atraviesan desde la cultura, se posicionan y se rebelan. El asunto es que precisan del acompañamiento de quienes son su referencia.
Así, notamos que existen diversidad de formas de ser varones y mujeres, ya que si bien todos/as aprendemos los mensajes y los mandatos de género hay diferencias en cómo se experimenta la sexualidad de acuerdo a múltiples factores, según el entorno social y las intersecciones de la clase, la raza, la religión, entre otras.
Mención aparte merecen niños y niñas que podemos nombrar como sexualidades disidentes o que realizan prácticas que desplazan radicalmente los mandatos de género. Estas expresiones de la sexualidad disidente, cuya existencia misma es una crítica frente a los modelos estereotipados y binarios de género, suelen ser censuradas y conducidas violentamente a cambiar de posición. Sin embargo, existen sujetos que desmienten la sexualidad binaria desde el cuerpo y que no pueden ser invisibilizados fácilmente. Hablamos por ejemplo, de niñas y niños transgénero.
Según la Child Welfare League of America (Liga Americana de Protección de Menores) y Lambda Legal (2014), en los Estados Unidos, al menos una de cada cuatro familias tiene algún integrante que es transgénero, lesbiana, homosexual o bisexual. Y es posible que más familias tengan hijos/as que están en duda sobre lo que le dicen de su sexualidad. Específicamente, niños y niñas transgénero experimentan una desconexión entre lo que dice el paradigma médico-hegemónico que es su sexo, el de su anatomía y su género, el cual implica el deseo, las prácticas y las actividades que les gusta realizar. Muchas/os niñas y niños son determinados en un sexo binario por la intervención quirúrgica y hormonal de la ciencia, antes de poder hablar o decidir. Otros/as van modificando sus expresiones de género con el correr del tiempo. Sucede que el género no es estático, porque tampoco el deseo es el mismo a través de los años. Hay momentos en los que una persona puede definirse como heterosexual y otras como homosexual, o sencillamente no querer ni poder definirse. Sin embargo, exigimos de niños y niñas una claridad absoluta en relación con las posibilidades binarias que ofrece el sistema heteropatriarcal: se es varón si se desea a una mujer y viceversa.
A pesar de las presiones, en la vida cotidiana vemos como niños y niñas desafían los estereotipos de género y, mediante pequeños gestos, logran expresar sus gustos en contextos de fuerte opresión como la escuela y, finalmente, desde la adolescencia, cuando construyen sus propias maneras de vivir la sexualidad, el trabajo y las relaciones sociales en general. Las sanciones suelen ser muy duras e incluso trágicas (como el femicidio, la discriminación y la exclusión social) pero eso no evita que las personas continúen empeñándose en vivir en libertad.
Cambiar algunas de las reglas del juego
Tal como señalaba la campaña en las redes sociales #porunaeducaciónNOsexista, cuando un niño juega con muñecas está aprendiendo a ser responsable, compasivo, empático y educador. Ello colaboraría en acompañar la potencialidad que todo niño tiene de una paternidad responsable, como durante siglos se ha educado a «buenas madres», jugando a la muñeca y a la casita. El aprendizaje de estos valores desde temprana edad, permite que los niños crezcan en un ambiente donde la expresión y el afecto son valorados.
En ese sentido, estimular en los niños este tipo de actividades permite que desarrollen sus capacidades de cuidar de otros/as, ya que las mujeres, en cuanto madres, y los varones, como padres, habitualmente socializan a sus hijas en el deseo de cuidar, pero no a sus hijos. En ellos se reprime sistemáticamente cualquier vestigio de paternidad o de responsabilidad por el cuidado de otros/as. Con estas pequeñas apuestas políticas, como abrir las oportunidades de juego y de recreación sin condicionamientos de género, estamos contribuyendo a una sociedad más igualitaria.
Asimismo, hablar de educar de un modo no sexista implica reflexionar sobre la desigualdad y la opresión que afecta a mujeres y a varones no blancos, heterosexuales y burgueses. En tal sentido, hay cuestiones que podemos tener en cuenta para concretar esta perspectiva.
En primer lugar, revisar las expectativas que se tienen sobre los/as niños y niñas según su clase y su raza, de acuerdo a las religiones y a las capacidades físicas, para no continuar con la reproducción de la desigualdad social. Además, pensar en nuestros/as hijos e hijas como personas en crecimiento, evitando que los mandatos de género sean condicionantes que limiten su desarrollo. Por ejemplo, apoyando el disfrute de juegos, de gustos, de deseos, independientemente de su género, abandonando mandatos de juguetes, de roles y de actitudes diferenciados. Cuidar nuestro lenguaje, porque este es esencialmente sexista e implica, por tanto, una desvalorización hacia quienes no son varones. Nombrar a los y las otros/as no varones como protagonistas en el lenguaje es, también, una manera de incluir. También, fomentar en las niñas elogios sobre su inteligencia o su astucia, y no exclusivamente sobre su belleza.
En segundo lugar, fomentar actitudes igualitarias en el tratamiento hacia niñas y niños, demandar las mismas responsabilidades ―por ejemplo, en las tareas escolares o en los quehaceres domésticos― y ofrecer las mismas oportunidades de ocio. Asimismo, valorar y enseñar a responsabilizarse por el cuidado de los/as otros/as como tareas prioritarias.
Una cuestión de extrema importancia es problematizar los chistes y las expresiones sexistas que circulan cotidianamente en el lenguaje popular. Además, expresar frente a niños y niñas el desacuerdo con la publicidad machista y con los programas televisivos que tornan a la mujer un objeto para otros/as. Todas estas expresiones de la cultura son clave en la constitución de los estereotipos y en las expectativas sociales respecto de los géneros.
Finalmente, para el caso particular de los niños, José Ángel Lozoya Gómez (2008) señala que los varones necesitan modelos masculinos igualitarios que les muestren otras maneras de ser hombre, más afectuoso y menos violento. Deben acompañar los Estados, los medios de comunicación, el sistema educativo, las familias y toda persona o institución que ocupe un lugar de referencia simbólica.
Algunos caminos y reflexiones
Aunque parezca una expresión pesimista, debemos señalar que existen dimensiones estructurales del sistema género de las cuales no podemos despegarnos solo con voluntad política. Dar batallas en dimensiones como la economía, la legislación y las representaciones de género en la salud, el empleo, entre otras, se torna fundamental, lo cual no niega la importancia de contribuir a transformar la realidad en el plano de la prevención y la educación temprana de las nuevas generaciones, porque transformar las relaciones de género implica, necesariamente, modificar las prácticas de crianza y de educación.
Tal como lo recordara Nancy Chodorow (1984), el sistema de género puede separarse analíticamente de la organización de la producción, pero ambos sistemas se encuentran empírica y estructuralmente entrelazados. Los cambios del sistema sexual pueden provocar modificaciones en el modo de producción y viceversa. Por ejemplo, el desarrollo del capitalismo ha alterado el sistema sexual a través de la estimulación del empleo para las mujeres, por lo que se ha reducido la familia a través de los métodos anticonceptivos y de la planificación de la natalidad.
Hay que responsabilizar al Estado, al mercado y a los medios de comunicación por la urgente trasformación de la desigualdad de género. De lo contrario, solo un pequeño sector de la sociedad tendrá la oportunidad de socializar a sus hijos/as a contracorriente de la sociedad machista, desigual y violenta, lo cual resulta útil para continuar con la lucha, pero acaba siendo una novedad para ser registrada en artículos o en fotos testimoniales. Intervenir en los efectos de la violencia de
género, en las desigualdades sociales que condicionan a las mujeres y a quienes no responden al modelo de masculinidad dominante, será inútil si no conseguimos transformar las matrices más duras del sistema de género. Por ejemplo, debemos esforzarnos en que la heterosexualidad deje de encontrarse sobrevalorada en relación con otros deseos sexuales. Insistir en lo importante, lo valioso y lo humanitario de la diversidad.
En ese sentido, preocupa que en las instituciones educativas se hable de educar en igualdad, pero los modelos de educadoras siguen siendo «mujeres madres» o varones «sabelotodo». Mientras que travestis, personas transgéneros, etc., continúan invisibilizados no solo como alumnos/as sino como posibles educadores/as y cuidadores/as. Estos espacios tienen que abrirse a la circulación de nuevos cuerpos, no solo de discursos, si realmente queremos transformar la desigualdad.
Cada familia tiene un lugar fundamental en la lucha por la igualdad de género, pero si las instituciones públicas, la economía y la política no acompañan estas iniciativas, las posibilidades de éxito son escasas y se reducen al ámbito particular de una familia y de un sector social que accede a las discusiones de género y que tiene la oportunidad de plantearse otras maneras de vivir y de relacionarse. Es decir, necesitamos universalizar la oportunidad de problematizar los modos sexistas en los que continuamos educando a las nuevas generaciones.
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Notas