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Jorge Chen Sham (Ed.). Cartas de Eunice Odio a Rodolfo. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2017, 194 páginas
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol.. 45, núm. 1, 2019
Universidad de Costa Rica

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica
Universidad de Costa Rica, Costa Rica
ISSN: 0377-628X
ISSN-e: 2215-2628
Periodicidad: Semestral
vol. 45, núm. 1, 2019


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Jorge Chen Sham (Ed.). Cartas de Eunice Odio a Rodolfo. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2017, 194 páginas

Jorge Chen Sham inicia esta obra con un ensayo debidamente documentado titulado “El valor de una correspondencia privada y sus avatares”. Este ensayo sirve de introducción y explica el origen de estas cartas que el destinatario mismo, el pintor mexicano Rodolfo Zanabria, cedió a Asunción Lazcorreta, que se las dio a Rima de Vallbona quien, considerando el valor intrínseco de ellas, se las entregó a Jorge Chen Sham para que las diera a conocer. Chen Sham admite que dada la naturaleza íntima de esta correspondencia que Eunice Odio mantuvo con Zanabria, su último compañero sentimental y esposo, debería permanecer guardada en el ámbito de lo privado. Estos mismos escrúpulos acuden a la mente del escritor venezolano Juan Liscano (Odio, E. y Liscano, J. Antología: Rescate de un gran poeta. Caracas: Monte Ávila Editores, 1975, p. 69), gran amigo de Eunice Odio con el cual ella mantuvo una nutrida correspondencia de naturaleza confidencial, la que Liscano luego publicó. Sin embargo, ambos Chen Sham y Liscano concluyen que el valor antropológico y biográfico de la correspondencia de esta poeta, cualquiera que sea su naturaleza, justifica su publicación. Esta colección epistolar servirá para documentar futuros estudios sobre la poeta y, a la larga, enaltecerá su figura, poniendo en evidencia sus sentimientos más íntimos y su calidad humana.

Chen Sham incluye en su libro treinta y ocho cartas más nueve adicionales que la escritora adjuntó a las cartas principales. El editor se vio obligado a organizar este material para darle un orden cronológico que no existía en las cartas, ya que la poeta no acostumbraba fechar su correspondencia. Además, el editor no contaba con la colección completa porque veintitrés cartas se habían perdido o no aparecen (xiv). Él aclara también que algunas de las cartas aparecían bastante deterioradas y en consecuencia su contenido resultó difícil de determinar y hubo otras en peor estado en las que el papel estaba roto y aunque a veces fue posible discernir el contenido basándose en el contexto, otras veces no fue posible. Él hubo de explicar estos casos entre corchetes (xxvi). Asimismo, la prisa con que escribía la escritora o tal vez el cansancio que la agobiaba a menudo hacían que a veces ella no se cuidara de los aspectos mecánicos de la lengua. El editor comenta esto diciendo, por ejemplo: “ En cuanto a los signos de puntuación o de exclamación, a veces se le olvida el inicial, los he corregido en estos casos entre corchetes” (xxvi).

El trabajo minucioso de organización que ha realizado Chen con estas cartas logra que se perciba en la colección una suerte de trama que se centra en la progresión emocional de la relación entre Odio y Zanabria. Dicha progresión sigue una trayectoria que se desplaza desde la cúspide del enamoramiento de ella hasta llegar gradualmente a un doloroso desengaño que da fin a la correspondencia. Las cartas que incluye el editor dan a conocer varios aspectos del estado emocional y la vida diaria de la poeta. Se la contempla en extremo prendada de Rodolfo dado que ella se lo figura tan luminoso como sus pinturas. “Esa luz que uno puede ver en ti no se tiene así no más” (30), dice. Expresa que le parece vivir en un “palacio encantado” (30), porque su casa está “tapizada” (30) de las pinturas de Rodolfo.

Además de revelar sus impulsos emocionales, las cartas dan a conocer también la extremada dureza de la vida que llevaba y la soledad en que vivía. Muestran también su insaciable amor por el arte y sobre todo por la poesía. Ella se sostenía económicamente de su trabajo de traductora y a veces intentaba hacerle saber a Zanabria la verdadera naturaleza de su quehacer, relacionándolo con la confección de un poema perfecto. La carta 3, que contiene varias de las características de la temática general de la correspondencia, contiene el siguiente comentario sobre una de las obras que está traduciendo: “Este libro, por sí mismo, ya es material de gran trabajo ¡no sabes hasta dónde, porque cada palabra hay que pesarla en esa especial balanza que usamos los poetas, para medir cada palabra de tal modo, que el resultado sea un poema insustituible, quiero decir grande” (13). En esta misma carta Odio muestra también su preocupación por el bienestar físico y emocional de su amado Zanabria, a quien llama Oso u Osito, y asimismo se observa en ella su obsesión por la poesía. Aquí expresa: “No te destroces, Oso, te lo ruego en el nombre de Dios y de su representación en la tierra, la Sagrada Poesía” (14).

En esta carta número 3 surgen algunas nociones de desconfianza e ideas de que el amado no es del todo leal, hecho que se va a poner muy en claro al final de la correspondencia. Ella le dice: “Podría ser que en realidad, yo no sea nada para Ud., o sea muy poca cosa, tan poca que no no vale la pena, y, en ese caso, tal vez no quiera Ud que que yo vaya a París” (13). Sin embargo, aunque continúa con dudas sobre la lealtad del amado, está tan prendada de él que su solo deseo es estar a su lado: “...he trabajado como loca, estoy cansada lo quisiera a Ud. aquí. No está. Quisiera llegar pronto a su lado, sin la –para mí– definitivamente destructora esencia de la deslealtad, presente entre nosotros” (14). Pronto vuelve al tema del cansancio en una carta adicional que adjunta a la número 3 y por casualidad le pone fecha cuando se refiere a las largas horas que ha estado trabajando. Aquí también vuelve a expresar su amor por Rodolfo, su Oso, del cual ella no se fía por entero, pero al que ama ciegamente sin reparos: “Voy a dormir. Son las 2 menos cuarto de la mañana del 14 de noviembre. ¡Buenos Días, osito de peluche. ¡Qué lástima que no me pueda conseguir por ahí, en las jugueterías, otro “igualito a Ud.”. ¡Qué lástima que no los haya en las enormes jugueterías del invierno!” (18).

El tema del cansancio y el exceso de trabajo surge de nuevo en la carta que sigue, pero la idea que prevalece es el dolor de la ausencia y el pesar que le causa la falta de noticias. Este silencio le produce una profunda mortificación. Así inicia la carta 4: “¿Qué es lo que sucede? Hace unas dos semanas que no recibo ni una letra. Yo he escrito tres cartas a la dirección que indicas, sin quitar ni poner comas. ¿Es que no llegan?” (20). Y luego continua: “Me desasosiega pensar que puedes estar enfermo y que por eso no escribes. ¿Qué es lo que pasa?” (20). Y concluye la carta con las siguientes enunciaciones desesperadas: “Escribe, porque si no, creo que estás moribundo y me acongojo. Me imagino que tienes pulmonía, gripe, lata y media.

¡Qué pasa! ¡Escribe, escribe, escribe ya, pero ya!” (48). Es evidente que en estos momentos de desesperación no se puede imaginar que tal vez sea simplemente desidia lo que tiene Rodolfo. El bienestar del amado es lo único que le preocupa.

Pasando a otro aspecto de esta colección epistolar, es de notar que en la carta 3 así como en todas las otras ella se dirige al destinatario mediante la segunda persona singular “Ud.”, cuyo uso resulta incongruente con el contenido de la carta y la relación íntima que existe entre ella y Zanabria. Sin embargo, en la carta número 13 deliberadamente la escritora se acerca al amado mediante las palabras, dirigiéndose a él a través del uso exclusivo de “tú”, hecho que sí resulta natural y esperado. La alternancia intermitente pero constante entre el “usted’ y el “tú” es una de las características más curiosas del estilo de esta correspondencia. A veces los saltos de una forma a la otra ocurren en un mismo párrafo mediante el uso de complementos o adjetivos posesivos. En la carta número 13 donde surge otro reclamo por la falta de noticias le dice al destinatario: “Y ahora es necesario que le diga que, el hecho de haberse ido a Bruselas no justifica el que me haya dejado de escribir. Me sentí muy mal en esos días en que no recibía noticias tuyas” (66). Estos enunciados representan una explicación poco apropiada, demasiado simple ante la profunda mortificación que la ausencia de comunicación le ha causado a la poeta. Es un reproche, que casi no lo es y que ofrece una muestra más de los sentimientos de afecto desaforados de la que escribe.

En cuanto a la curiosa mezcla de la segunda persona singular, otro ejemplo que utiliza formas verbales se hace evidente en la carta 26. Aquí ella le confía a Zanabria las maravillosas luminosidades que ve en el aire (101) y los eventos extraordinarios que se hacen presentes en su vida diaria tal como el misterioso dibujo que se produce en una vela que le pone a San Miguel Arcángel, su divino protector (114). Ella exclama embelesada:“¿No te parece maravilloso? ¡No se imagina lo que me entretengo viendo todo eso!”(116). A propósito de estos eventos extraordinarios, Jorge Chen Sham los explica como “Sucesos extraordinarios y parapsicológicos con los que ella quiere interpretar su vida” (83). Se trata de un “mundo mágico y ‘extraordinario’” que ella se inventa (83).

Otro aspecto curioso en esta correspondencia es que en ella a veces se vislumbra una cierta nostalgia del pasado, de su niñez y de sus admirables antepasados masculinos, su padre, su abuelo. Este aspecto aparece muy claro en la carta adicional 1 que ella adjunta a la número 3. Habla de estos parientes de la siguiente manera: “Mi papá me amaba con amor muy apasionado, porque era algo así como un arquetipo de la familia, algo así como la quintaesencia física de su raza; pero, más todavía: según él, yo era el vivísimo retrato de su padre de él (mi abuelo), que mi padre adoraba...” (15). Y luego pasa a relatar una anécdota que alude a la enorme fortaleza de su abuelo quien soportó una intervención quirúrgica seria sin el uso de anestesia (15). Ella pasa a explicar que en El Tránsito de Fuego, el “Proyecto de un Antepasado” se basa en ese admirable abuelo legendario (16). Curiosamente, en su correspondencia con Juan Liscano (165) ella explica que en El Tránsito solo incluye un hecho autobiográfico que aparece en el segmento en el cual alude a las múltiples fugas de la niñez (Liscano, 1975, p. 165). Evidentemente ella se habría olvidado que su obra maestra también contenía huellas de la imagen de su abuelo.

Un aspecto especialmente interesante de esta correspondencia es que de vez en cuando surge en ella un espíritu lúdico fogoso cargado de humor que constituye un aspecto poco visible en los otros escritos de Eunice Odio. En la carta 24, por ejemplo, cuenta que alguien le ha traído unas margaritas que la han llenado de júbilo. Y en efecto, tal es su felicidad que de pronto la prosa salta, se vuelve risueña y se da a crear palabras a la Vicente Huidobro, deleitándose en un juego verbal inesperado. Esto es evidente en el segmento en que se refiere a una de las margaritas que ha recibido y así dice: “(apenas entreabierta, parecía un nido de pájaro que yo quería que tú miraras prodigioso), se me manifestó como Margarita, Margaluna, Margalinda, Margaliebre, Margalirio, Margalumbre, Margadulce, Margatrino, Margatorredemarfil” (111). Aquí las palabras se convierten en una suerte de jitanjáforas, ya que empiezan a brotar como “flores verbales”, como diría Alfonso Reyes, que tanto se divirtió con las jitanjáforas de Mariano Brull (Arenas Monreal, R. “Alfonso Reyes y Julio Cortázar: el género de las jitanjáforas, un guiño alfonsino en Rayuela”. Hispanismos del mundo: diálogos y debates en (y desde) el Sur. Congreso celebrado en Buenos Aires en Julio de 2013, pp. 17-20).

En la carta 12 se encuentra tal vez el mejor ejemplo de humor en un juego lúdico memorable. Ella le cuenta a Rodolfo sobre una traducción que está haciendo de un libro cuyo texto es “una solemne porquería” (59) pero que si embargo, “los héroes del libro son los animales de la selva del Amazonas, y, ellos sí que son maravillosos” (59). A ella le llama la atención especialmente una Rana Cornuda Gigante que es tan fea que parece venir de otro mundo y “¡Es divina!” (59), dice. Le sorprende que la rana tenga la pupila de los ojos de forma rectangular; luego exclama: “Si usted no existiera, me haría traer la rana, le pondría Casa, y me casaría con ella. Y la llevaría a pasear por la Reforma y otros lugares elegantes, con el cuello aprisionado por una cadenita de oro torcido, y los cuernos llenos de diamantes rosa” (60). Ella se imagina, regocijada, la admiración que tal espectáculo produciría entre el público, pero también en tono de burla, piensa en la vergüenza que sentiría su familia. Sin embargo, el aspecto más interesante de este segmento es que remite directamente a una anécdota cómica que se cuenta de Gérard de Nerval al cual en una ocasión se vio paseándose por los jardines del Palais-Royal en Paris con una langosta viva, su mascota, Thibault, sujeta por una cinta azul (Apollinaire, G., “La vie anecdotique”. Oeuvres en prose complètes. En P. Caizergues y M. Décaudin (Eds.), 1988, p. 75).

Antes de dar fin a este vistazo de la excelente edición de Jorge Chen Sham a Cartas de Eunice Odio a Rodolfo, es necesario mencionar cuánto revelan estas misivas la intensa capacidad de amar de Eunice Odio. La imagen de Rodolfo Zanabria aparece siempre rodeada de una plétora de apelativos saturados de afecto. Él es su “osito mío”, “amadísimo pintor” (60). Este afecto se extiende a amigos de la calidad de Juan Liscano, quien es a veces su “chiquito mío” (Liscano, 1975, p. 77); también el amor se desborda hacia los animales que para ella son “Unas criaturas llenas de gracia, inteligencia, belleza física y moral” (59). Todo este afecto se manifiesta como una suerte de amor maternal innato que cubre a sus seres amados.

Jorge Chen Sham ha hecho bien en publicar esta correspondencia tan fielmente documentada. Ella servirá para que se produzcan más estudios sobre la obra y la figura humana de la singular Eunice Odio. Si alguien ha obrado mal sacando a luz estas cartas, el único culpable habrá de ser el destinatario, el pintor mexicano Rodolfo Zanabria que tanto pesar le causó a la poeta.

Felipe Gómez Gutiérrez y María del Carmen Saldarriaga (Eds.). Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, Opera Eximia, 2017, 272 páginas

Escribir sobre Evelio Rosero ha significado un reto mayor, que comparto con entusiasmo y reconocimiento en mi lectura, esperando se propague el espíritu del libro que reseño: celebrar la obra narrativa de Evelio Rosero a través de la crítica literaria, expresando y develando sentidos que alternan voces y gestos literarios. El libro se titula Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria (2017), editado por Felipe Gómez Gutiérrez y María del Carmen Saldarriaga, investigadores que han dado vida a un texto valioso, publicado en la Pontifica Universidad Javeriana, en Bogotá. La portada identifica la fotografía del rostro de Rosero con la mirada fija, de modo que su rostro está construido por varias fotos que dividen el paisaje y la realidad colombiana.

Considero que este texto será un punto de partida para estudiar y leer su narrativa en Latinoamérica, puesto que su obra ha tenido mayor recepción en otras partes del mundo que en su natal Colombia. Los editores apuntan el silencio de la crítica en Colombia previo a este loable esfuerzo: “Su respuesta, inusitadamente a la abrumadora, nos confirmó que el silencio crítico sobre la obra del autor no era más que la carencia de un medio de difusión que se prestara a coordinar esfuerzos particulares en un objetivo en común” (11). Este es un libro propositivo, que rodea las visiones en una excelente presentación; además de la pluma de los ensayistas, accedemos a una entrevista con el autor, que propone una antesala a la interpretación académica: ““Soy una consecuencia literaria de mi país”: conversación con Julia Martínez y María del Carmen Saldarriaga con Evelio Rosero”. El escritor evidencia su “desesperación” por la violencia, así como el proceso de escritura, sus anécdotas, sus silencios, integrando lo humano mediante sus memorables personajes: “Esto es, queríamos que el autor del que tanto íbamos a hablar tuviera “primero la palabra”” (29), lo que brinda un equilibrio al quehacer de la crítica. También se incluye al final, la bibliografía de su obra (1984-2017) y sus premios. Evelio José Rosero Diago (Bogotá, 1958) ha escrito novela, cuento, poesía, teatro y ensayo; ganó el Premio Nacional de Literatura en 2006, a lo que continúa Los ejércitos (2007), momento en que su reconocimiento trasciende allende las fronteras y recibe el premio Tusquets Editores; con una amplia producción desde Mateo solo (1984), Los almuerzos (2009), La carroza de Bolívar (2012), último texto con el que obtiene el Premio Nacional de Novela en 2014, y una larga lista de obras hasta Toño Ciruelo (2017). De un modo coherente en el título se evocan “los ciclos” como una forma geométrica que delinea y expande momentos claves, momentos que se reiteran, y que en su entrevista Rosero nombra varias veces: “El Evelio Rosero que leemos hoy en día, es entonces, uno que se repite constantemente en forma cíclica, más en espiral. De sus cuentos nacen sus novelas, de sus novelas surgen los personajes adultos de otras más que luego se convierten en niños y regresan a los cuentos. Este tránsito no surge de un escenario narrativo sino de un personaje” (17).

Las publicaciones de libros de crítica literaria respiran a través del ensayo y sus posibilidades teóricas y reflexivas. El objetivo es colocarse en lo “central” de la obra, pero así también desplazarse hacia otras miradas, reconocidas o ajenas al escritor, a su estilo, y a su lugar dentro de la crítica hispanoamericana. Los investigadores editan de una manera valiosa este libro y nos comunican su conocimiento privilegiado del autor al identificar temas claves, sobre todo, relacionados con los desaparecidos, la poesía, el cuerpo y la enfermedad, lo gótico, la novela histórica, así como varias aproximaciones interpretativas a la novela de Los ejércitos, y finalmente, encallan en la narrativa infantil. El hincapié de las miradas se sitúa en un tema relacionado con la memoria, la identidad y la construcción del mundo dentro del relato: “Rosero no trabaja con estos personajes la idea de la identidad, ni nacional ni personal; para él, la identidad, entendida como algo que cohesiona al sujeto fragmentado, es tan mitológica que tal vez no tenga origen en la realidad. No hay elementos en el mundo, por arcaicos y primigenios que sean, que la representen o sustenten” (17).

En mi lectura se han acumulado conceptos para analizar las constantes, representaciones, ciclos, tradiciones en la narrativa y la poesía de Rosero. De este modo, apreció una radiografía de la profundidad y la densidad al detenerme en algunos trabajos que me han brindado la reconstrucción de la memoria del olvido, y me han propuesto una estructura a través de la argumentación y la fluidez del libro mismo. En el primer apartado, “La obra como senda: estéticas, espacios y representaciones”, el primer texto titulado ““La mirada sin perspectiva de la niebla”: antología y desaparición en En el Lejero”, de Juliana Martínez, que inicia de una manera tajante en relación con la violencia en Colombia, los secuestrados y los desaparecidos al confrontar la memoria histórica, el espacio, la geografía y la gramática de la violencia: “De 1998 a 2002, la época de la escritura de la novela, el número de secuestros alcanzó su punto más alto al superar los tres mil secuestros anuales, es decir, más de ocho al día” (43). La tesitura de este ensayo me lleva a pensar en la reconstrucción de la memoria desde los cuerpos ausentes: “...sin restos, sin epitafio, sin duelo; una desaparición que se pensó a sí misma sin huella, total” (52). Según esta investigadora, Rosero invita a pensar y trastocar “la crisis de la representación (política, conceptual, estética) producida por la violencia” (54); esto a través del concepto de Espectro de Derrida. Sigue el texto, “Razón, sublimidad, desposesión: El gótico de Evelio Rosero en Los almuerzos”, de Julio Quintero. Otro ensayo revelador fue la “Enfermedad, cuerpo e institución en la producción narrativa de Evelio Rosero”, de María del Carmen Caña Jiménez, donde se explora la corporalidad y la enfermedad en Los ejércitos, La carroza y En el Lejero, aquí se detiene de manera puntual en cómo la enfermedad incide en el “cuerpo individual (como espacio dialógico) y el cuerpo social (más específicamente, la nación)” (79). Este ensayo revisa a profundidad un análisis que devela “las máscaras de la Historia”, discurso del cual Rosero aprovecha para reconstruir la memoria colectiva a través de las imágenes corporales y las enfermedades como el cáncer, la tuberculosis y la locura desarticulando los cuerpos y nombrando el dolor, continuidad del silencio y la violencia. La primera sección cierra con el excelente texto, “La mirada del Flâneur y los motivos de la tarde/ noche en los primeros poemas de Las Lunas de Chía”, de Jorge Chen Sham; trabajo que revive el placer poético de la figura del voyerista y del cuerpo femenino a través de la noche, la luna, y la luz transfigurada en deseo y soledad. Ensayo que recupera el gozo de la palabra y divaga en las galerías de la poesía: “El flâneur se pone en la perspectiva de la periferia, la diferencia y la marginalidad para mirar con simpatía a los que son desfavorecidos” (97).

En el segundo apartado, “La encrucijada del estilo: Novela histórica o historia ficcionalizada”, se inicia un recorrido que identifica la narrativa de Rosero en torno la novela histórica y la desmitificación de figuras emblemáticas: “La carroza de Bolívar: entre la verdad histórica y la verdad novelesca”, de Iván Vicente Padilla Chasing; “En nombre de la memoria: los oficios del recordar en Los Ejércitos y La Carroza de Bolívar”, de Caroline Hounde; “La obra de Evelio Rosero y la reinscripción de la historia”, de Cecilia Caicedo Jurado. Esta sección, bien cuidada, gira en torno a varios conceptos que cuestionan el discurso histórico oficial, atribuyendo caminos alternos dentro de la ficción y cuestionando los usos de “lo histórico” en el presente de la producción textual del autor, entre la memoria colectiva y la falta de memoria. La pregunta: ¿qué es una novela histórica?, según Padilla Chasing en su profundo texto, se responde de la siguiente manera: “Una novela no es histórica por el hecho de introducir situaciones y personajes históricos, sino por la forma de tratarlos” (118); dice el mismo ensayista: “Rosero se decide por una narrador-contador-reconstructor de la memoria, cuya mirada recae no tanto sobre lo sucedido (historia), sino sobre aquello que no sucedió porque fue menospreciado, deliberadamente ignorado en el proceso cientista-historicista” (119- 120). Del mismo modo, en “Ecos críticos sobre Los ejércitos”, se sigue la trayectoria de una de las novelas más leídas de Rosero: “”Ahora nos toca a nosotros”: fantasmas y violencia en Los ejércitos”, de Alberto Fonseca; “Erotismo, obscenidad y abyección de Ismael Pasos en Los ejércitos”, de Carlos-Germán van der Linde; y “Derechos humanos, sujeto liberal y empatía en Los ejércitos”, de Carlos Gardeazábal Bravo; de hecho, este último texto alude al tratamiento de una narrativa que trabaja con la “empatía, los traumas y derechos humanos”, involucrando ideas en torno a las “reflexiones corporeizadas” y a “una fenomenología encarnada, corpórea”: “ La invitación de Rosero a su lector a llevar a cabo el “desasosiego empático” de La Capra se enfatiza en ese silencio, como una forma de lograr el reconocimiento respetuoso de la diferencia entre la pérdida del otro y la propia, de modo que crea una empatía reflexiva y evita la cosificación del dolor de las víctimas” (206-207).

En el último apartado, “Literatura transparente: narrativa infantil y juvenil”, se concluye con dos ensayos: “La literatura transparente de Evelio Rosero: ¿Liberación de la mente o huida de la realidad traumática”, de Polina Golovátina-Mora y Ana María López Carmona. Este delicado trabajo me devela una propuesta que no simplifica la literatura infantil: “La violencia resultante se resume en diferentes formas, como en la pelea en “El monstruo mentiroso” [...] se manifiesta la muerte metafórica del alma, como una consecuencia de la pérdida de los sueños y de la elección de un camino diferente, o en la ausencia de entendimiento y de compañía en el orden social, como ocurre, por ejemplo, en El aprendiz de mago, la duenda y La princesa calva. El reemplazo del ser vivo por un objeto ayuda a resaltar lo absurdo de la violencia” (220-221). Finalmente, “Un escultor de transparencias: la figura de la infancia en la novelística temprana de Rosero”, de María del Carmen Saldarriaga, cierra en un perfecto tono de reencuentro con la narrativa de este autor.

En total es un conjunto de doce ensayos que abordan la construcción estética y la reconstrucción histórica en sus novelas. Afirman los editores: “Como lo sugerirá la lectura de estos ensayos, para mediar entre la dicotomía entre la tradición y la modernidad, Rosero recurre a la memoria como pieza de su poética” (18). La reconstrucción de la memoria del olvido sugiere, según lo intuyo, una necesidad de reconstruir la realidad social e histórica para ubicar el silencio y el olvido, es decir, de aquello que no se nombra, lo que se deja fuera de la historia oficial; se propone enunciar los intersticios que puedan transmutar lo vivido en un halo mágico. En este tenor creo que la literatura infantil de Rosero, “la literatura transparente”, es una forma armoniosa y amorosa de afrontar la violencia real; en mi percepción el que sea infantil no garantiza la transparencia -mediada por la ficción-, más bien pienso que es la única manera de recrear con vitalidad y sorpresa todo aquello que se olvida, que se calla por miedo, por no saber cómo nombrarlo; esta “memoria del olvido” que los ensayistas rescatan, de una forma o de otra, y que el mismo Rosero logra al “evidenciar y dignificar” en el uso de la palabra hacia una verdad que sigue el camino de la imaginación; a final de cuentas esta verdad “transparente” resignifica lo humano. El camino de Rosero, según lo advierto, atraviesa una prosa poética y una memoria poética para dignificar “los significados” de la paz que florecen en cada lector al compartir sus novelas, sus cuentos y poemas; por lo que afirmo que la literatura infantil no es un género menor, en absoluto, pues al concluir este libro de crítica literaria todo adquiere sentido, entonces uno podría empezar a leer los primeros ensayos desde otro ángulo.

Escribo desde México, lo que me permite expandir un tiempo y un espacio. Escribo desde un ritmo de lectura que intenta transmitir la mirada de otros lectores especializados, de quienes he aprendido a partir de sus subjetividades y textualidades de la obra de Rosero, pero no puedo evitar posicionarme desde mi subjetividad geográfica. Escribo desde la violencia mediatizada, la violencia real, la violencia de género, la violencia que genera miedos y olvidos, la violencia hacia sí mismos/as. Mi país ha sufrido la violencia de manera cotidiana desde hace varios años, “México se colombianizo”. Las generaciones olvidan, y ante la ausencia de la memoria es necesario rescatar la memoria del olvido y del silencio que han dejado las diferentes atrocidades humanas. La literatura de Rosero es una voz poética para la paz, porque es imposible evadirse de una “intuición imaginativa”, de “escribir contra viento y marea”, cuando “nunca ocurre lo que yo premedito; eso es lo mágico de escribir. Sin fórmulas”, frases que sostiene en su entrevista.

Los editores agradecen a los ensayistas que se reúnen para evadir el silencio de la crítica literaria en Colombia, dignos de elogiarse por su calidad y el tono riguroso de la mayoría de los textos; agradece Rosero la entrevista, y a los lectores; agradezco yo también el privilegio de reseñarlo, pues es un autor que no me era tan cercano como lo siento ahora. Entre la controversia y el vértigo, me propongo compartir este autor con mi hija (quien ha leído cuentos infantiles de Clarice Lispector); ahora podemos leer juntas el Aprendiz de Mago y otros cuentos de miedo (1996), para atravesar los ciclos de la creación literaria, en una íntima conexión con la narrativa de Evelio Rosero.

Brigitte Adriaensen y Marco Kunz (Eds.). Narcoficciones en México y Colombia. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2016, 258 páginas

La representación del narco y sus redes tentaculares han invadido no solo los productos masivos de la cultura, sino también ha permeado la narrativa latinoamericana para quedarse. Ya no puede ser considerado un epifenómeno como tampoco una tendencia que marca una literatura de corte popular y de ratings audiovisuales; es ya objeto de investigaciones académicas como el libro que reseñaremos a continuación. En la “Introducción“ (9-24), firmada por Brigitte Adriaensen, se comienza apuntando esa extrañeza y malestar de que el narcotráfico irrumpe, con sus tentáculos de poder y de violencia, en los imaginarios culturales; se trata de un tragedia de orden social o de la justicia ligada al flujo y a redes internacionales, más allá del reduccionismo estereotipador de que sea un problema endémico de Latinoamérica. Ahora bien, Adriaensen plantea el término de “narcoficciones”, para designar aquellos productos culturales, cine, música, telenovelas, teleseries o literatura que “versan sobre el narcotráfico” (11). Su impacto cultural y mediático se observa desde los narcorridos mexicanos de los Tigres del Norte o Los Tucanes de Tijuana, hasta las teleseries como El cartel de los sapos (2008, Caracol Televisión) a Pablo Escobar, el patrón del mal (2012, Caracol Televisión), en donde se reivindica la figura del “narcotraficante” (12). Estas producciones seriales se cuestionan porque no ofrecen una perspectiva más antropológica o de crítica incisiva a ese “espectáculo de la violencia” (13). Este balance inicial, Adriaensen lo complementa con el cine, en donde películas como la colombiana María, llena eres de gracia (2004) o la mexicana Miss Bala (2011) abordan la cuestión humana del narcotráfico y la inmigración; pero no superan los circuitos de festivales, mientras la “narconovela” apenas se vende, en detrimento de los reportajes periodísticos y crónicas como la de Carlos Castaño, Mi confesión (2001), la cual vendió más de 110 000 ejemplares (15).

Estereotipos abundan, como aquel relacionado con la preeminencia de la narcoliteratura en el regionalismo norteño mexicano, o con la “representación estereotipada y a veces banalizada de la violencia” (15), a lo que hay que agregar también una “despolitización” o una “fetichización de la figura del narco”. Ante este panorama se impone un discurso más analítico que estudie las relaciones centro-periferia en el caso mexicano, o la experiencia de la violencia, más allá de la ostentación, el sentimentalismo o lo melodramático. Eso es lo que han realizado los participantes de este volumen. En el primer artículo, Margarita Jácome se interesa por la recepción de este tipo de novelas y la percepción del narcotráfico en Colombia; su “¿Narco-novela o novela del narcotráfico? Apuntes sobre el caso colombiano” (27-52) precisa ese malestar e incomodidad tanto de la crítica como de la opinión pública para aceptar y reconocer a un escritor como Hernán Hoyos, quien desde Coca: novela de la mafia criolla (1977) abordaba esta temática y fue relegada a las ventas del quiosco de revistas. Pero a a partir de los 80 del siglo pasado, estas novelas llegaron para quedarse de la mano de Juan Gossaín y Gustavo Álvarez Gardeazábal. Leídas como retrato muy poco cambiado de la realidad, el éxito de La bestia desatada (2007), de Guillermo Cardona, merece la atención con el auge de las teleseries de principios del XX, en donde la violencia desatada por Pablo Escobar muestra las tretas y las mañas del sicariato dentro de una “vorágine”. Otro panorama general para el caso mexicano lo ofrece Marco Kunz en “Vuelta al narco mexicano en ochenta ficciones” (53-79), quien además de ofrecer un catálogo de narrativa de ficción y no ficción, hace un listado de películas sobre esta temática. Abordar este fenómeno implica tomar en cuenta también la extorsión, el secuestro, la impunidad y la corrupción; pero estos grupos mafiosos o delicuenciales operan de una manera en que sus redes y actos en general deben someterse al sigilo y a la clandestinidad. Por esa razón, toda representación del narco “es siempre parcial y borros[a]” (54) y, ante esa invisibilidad, la literatura y el cine crean. Para Kunz, no hay una “narconovela”, porque sus formas son muy disímiles y prefiere hablar de una narrativa que trata “el narcotráfico y los problemas que genera” (58), a partir de Diario de un narcotraficante (1967), de Ángelo Nacaveva, aunque las primeras de éxito editorial son El cadáver errante (1993), de Gonzalo Martré, y La vida de un muerto (1998), de Óscar de la Borbolla. Kunz pone atención a la hibridez genérica del nuevo milenio en donde la forma del relato de detectives y novela gótica alían las investigaciones sobre crímenes sin resolver o en ambientes marginales. Por su parte, Glen Close en “Restos del narco: el impulso necropornográfico en la narconovela mexicana” (81-105) analiza la relación genérica propiamente dicha con lo “negro” y lo “necro” (81), partiendo de ese descompromiso que muestra con la novela policiaca clásica, más en concreto, con su conciencia crítica frente a los gánster y a la criminalidad organizada. Así, la profusión y el muestro de cadávares para llamar la atención desembocan en una retórica de lo abyecto, al mostrar pornográficamente la muerte en directo; esto que en cine se denomina smuff, Close lo desarrollará en ese acto de mostrar “la tortura y el asesinato de una mujer” (82), de cadáveres femeninos en una trama despiadada en Cementerio de trenes (2001), de Gonzalo Martré o de desnudos de cuerpos femeninos erotizados y violentados en Balas de plata (2008) o La prueba del ácido (2010), de Élmer Mendoza.

Continúan una serie de estudios particulares sobre algún autor y obra. Brigitte Adriaensen analiza, en “Turisteando en Narcolandia: la comodificación de la violencia en Arrecife de Juan Villoro” (109-124), el auge del “tanaturismo”, la visita de lugares relacionados con la muerte, con una pretensión al voyeurismo y al morbo generado por el “capo” y los “cárteles”; la novela del mexicano Juan Villoro, Arrecife (2012), pone a unos turistas de un resort de la región maya en contacto con la guerrilla y la mafia; su búsqueda se canaliza hacia sensaciones fuertes para estar “viviendo con el peligro”. En “Juegos, aguafiestas y mascaradas en Mi nombre es Casablanca” de Juan José Rodríguez (125-149), Kristine Vanden Berghe analiza esta novela del mexicano del año 2003 desde la noción del juego, la representación lúdica que el ser humano hace y realiza, para que la guerra sea una forma de juego, en este caso degenerado de un combate signado por la “guerra florida” de dos capos en Mazatlán. Importa destacar la presencia del detective Luis Ayala, quien narra la historia desde una perspectiva un poco borrosa y nada transparente (139). Para el caso colombiano, François Degrande se propone analizar la relación dinero-sexo-drogas en esta novela del año 2001 en “Los riesgos del juego. Efectos secundarios de la lectura en La lectora de Sergio Álvarez” (151-169). El secuestro de una estudiante universitaria, para que les lea a sus secuestradores una novela en donde están las claves para encontrar un maletín con dos millones de dólares del narco, desencadena una narración a dos niveles, cuyo segundo realiza una descripción del mundo del narcotráfico en Colombia. A la novelista mexicana Orfa Alarcón, quien publica este relato perturbante en 2010, Verónica Saunero-Ward dedica su estudio sobre “Perra brava: una historia de amor perversa” (171-184). En ella la protagonista es una joven universitaria, Fernanda Salas, quien se encuentra traumatizada desde su infancia al presenciar el asesinato de su madre por parte de su padre. El conflicto con este último y su enamoramiento por parte de un narco de Monterrey marcan una historia recapitulativa y de liberación personal en su desenlace, para que el machismo, la perversidad y el sadomasoquismo indaguen sobre la violencia y la transformación posible del sujeto femenino. Otro caso mexicano estudia Margarita Remón-Raillard en “Trabajos del reino de Yuri Herrera: la narcoliteratura en México como reflexión identitaria, crítica del presente e interrogante sobre la autonomía del arte” (185-202). El protagonista de esta historia es un cantante de corridos, Lobo, que se deja deslumbrar por el mundo de la droga y empieza a componer como “músico personal” de su mecenas. Las referencias al narcotráfico y a la frontera son escasas para que el cantante haga toda una exposición sobre el papel del artista y la autonomía del arte a manera de autojustificación de su mala conciencia; es más, llega a naturalizar la violencia y el papel de la muerte en el contexto mexicano. La novela es del 2003. En esta misma línea, Reindert Dhondt se interesa por la impronta de este género popular de la música sobre la ficción narrativa en “La narcoficción mexicana entre novela y corrido” (203-220), el cual ha impregnado fuertemente los estereotipos y mitos sobre el narco, a partir de los 70 del siglo pasado. El tono panegírico a su figura, emulado en una épica que alaba sus proezas en tanto traficante o bandido, exalta la lealtad, el honor, la virilidad en tanto valores por inmortalizar, frente a su función indirecta de apología al consumo y al tráfico de estupefacientes (203); ese es no solo el riesgo del narcorrido, sino también de novelas como Juan Justino judicial (1996), de Gerardo Cornejo, o Trabajos del reino, ya analizada.

Dos trabajos más cierran el volumen. “La preocupación por la literatura en la narcoliteratura” (223-235), de Felipe Oliver, y el de Hermann Herlinghaus, uno de los especialistas pioneros en el estudio de esta temática, con el título de “Narcocorridos-narconarrativas-narcoépicas: espacios heterogéneos de imaginación/ representación” (237- 253), los cuales pueden servir de cierre conclusivo. En el primero, Oliver descubre la presencia, en muchas de estas novelas, de personajes venidos del mundo de las letras, para luego analizar tres casos en particular, Trabajos del reino, ya citada, y las colombianas Cartas cruzadas (1993), de Darío Jaramillo, y La Virgen de los Sicarios (1994), de Fernando Vallejo. En el segundo, Herlinghaus nos invita a ubicar la narco-representación fuera del contexto regional, porque se trata de un problema de tentáculos globales y que no puede circunscribirse a la maniquea oposición entre Bien/Mal, o a la oposición socio-económica de Norte/Sur y, para ello, nos recuerda la presencia de narcóticos en la literatura a partir del siglo XVIII, ligada al comercio mundial y a la dominación geopolítica de Europa imperial (241).

Lope de Vega. Las bodas entre el Alma y el Amor Divino. El hijo pródigo. Edición de J. Enrique Duarte. Kassel: Reichenberger, 2017, 282 páginas

La edición de los “Autos sacramentales” de Lope de Vega tiene en este primer volumen un loable e ingente esfuerzo que termina por justificar la necesidad de publicar este corpus de piezas menores dramáticas con “suficiente anotación que proporcione al lector moderno los instrumentos textuales para entender su riqueza” (13). Se trata del primer volumen que firma y edita J. Enrique Duarte y que contempla, para este caso, la edición crítica de los siguientes autos sacramentales, Las bodas entre el Alma y el Amor Divino y El hijo pródigo, los cuales aparecen insertados en El peregrino en su patria (1604) de Lope de Vega.

La edición ofrecida por Duarte es impecable, profusa en notas y en detalles explicativos para comprender la red de alusiones históricas, idiomáticas y culturales sobre las que se sostiene el entramado bíblico y teológico de estos autos, aunque a veces se apegue tanto a ese guion filológico en el que las sendas introducciones a las piezas desemboca para presentar un cierto mecanicismo (esquema métrico, síntesis argumental, crítica, variantes, ediciones modernas) del que es difícil, hay que confesarlo, sustraerse también. El apartado 7, “Estudio textual conjunto: Las bodas y El hijo pródigo” (27-40), permite comparar el texto base que ofrece Duarte para explicar las erratas y variaciones en relación con la príncipe; pero echo de menos un elemento de peso en la historia literaria y la recepción textual de estos autos sacramentales y que hubiera podido Duarte, al menos, dedicarle unos párrafos.

Como él indica son dos autos sacramentales que aparecen insertados en un texto mayor, El peregrino en su patria, respectivamente, al final del “Libro segundo”, acota para Las bodas (17), mientras que para el segundo, El hijo pródigo, extrañamente no lo indica. Entonces, son piezas que, si bien es cierto pueden leerse e interpretarse independientemente y pueden por lo consiguiente adquirir una autonomía textual, deberían ubicarse primeramente en esa novela de tipo bizantino que las cobija y les da su coherencia argumentativa y estilística. Porque sendos autos tienen una función en el clímax y acentuación no solo de las emociones/ pasiones del conflicto psicológico de los personajes en la novela de Lope de Vega, sino también de la experiencia propiamente religiosa, que ambas piezas resaltan y subrayan para que vengan a ser un soporte y un intensificador de lo que se juega en el plano narrativo.

En cuanto a los textos, en Las bodas entre el Alma y el Amor Divino el ambiente de epitalamio y de ambiente pastoril dominan para que se introduzca como tal la representación teatral, que el trono y la maquinaria refuerzan: la propaganda fidei y los personajes alegóricos se instauran en ese mundo de oposiciones morales que hace de la salvación divina el centro de ese camino para que el Alma inicie su periplo hacia la divinidad, el Amor Divino, crucificado y centro de la redención posible. Se trata de una pieza catequística, en donde todo está subordinado a lo doctrinario. Más interesante es El hijo pródigo, cuya dependencia intertextual con la parábola neotestamentaria nos hace descubrir una pieza de más intensidad humana, aunque el hipotexto encauza narrativamente la variante de Lope de Vega para que sea también la expresión del perdón y el arrepentimiento cristianos. Aquí hubiera sido importante explicar en qué momento y en qué situación de la novela bizantina aparece esta pieza, cuyo carácter doctrinario, fuerte y redundante, está asegurado en esa introducción de músicos y del personaje del “Prólogo”; su peso ideológico dentro del tópico del desengaño barroco es innegable. Al fin y al cabo esa carga moral y catequística es lo que más llama la atención al lector moderno para el cual estas piezas son de difícil recepción frente a la desacralización galopante de la vida contemporánea. Esperamos los siguientes volúmenes de la colección.



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