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LA (RE)AFIRMACIÓN DEL HABITUS HOMOFÓBICO: “UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS”, DE PABLO PALACIO
THE (RE)ASSERTION OF THE HOMOPHOBIC HABITUS: “UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS”, BY PABLO PALACIO
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol.. 45, núm. 1, 2019
Universidad de Costa Rica

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica
Universidad de Costa Rica, Costa Rica
ISSN: 0377-628X
ISSN-e: 2215-2628
Periodicidad: Semestral
vol. 45, núm. 1, 2019

Recepción: 22 Enero 2018

Aprobación: 06 Abril 2018


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Resumen: En este artículo se pretende analizar la representación de la categoría patológico-criminal del homosexual propia de principio del siglo XX, en el cuento “Un hombre muerto a puntapiés” (1926), del ecuatoriano Pablo Palacio. Para ello, se identifican los elementos narratológicos de voz, focalización, tiempo y modalidad; así como el título, el epígrafe, el íncipit, la intradiégesis y la hipodiégesis. Una vez identificados, se describe la forma como estos elementos y recursos contribuyen con la generación de la experiencia y realidad homofóbicas. Tal análisis se apoya en algunos principios teóricos de la narratología, la teoría queer, la sociocrítica y la semiótica, a fin de ofrecer una lectura hermenéutica. Se concluye que a través del narrador se da una (re)afirmación transindividual del habitus homofóbico y la injuria, hasta llegar a constituir todo el cuento como un asesinato de carácter. Se demuestra, además, hasta dónde el prejuicio homofóbico, el relato injurioso y el doble asesinato del narrador han permeado la crítica literaria pues esta ha llegado a aceptar el estereotipo y estigmatización del homosexual.

Palabras clave: Literatura latinoamericana, narrativa ecuatoriana, Pablo Palacio, homofobia, injuria.

Abstract: This article analyses the representation of the homosexual pathologic-criminal category of early 20th Century, in the tale “Un hombre muerto a puntapiés” (1926), of the Ecuadorian Pablo Palacio. To that end, narratological elements of voice, focus, time and modality, as well as title, heading, incipit, intra-diegesis and extra-diegesis, are identified. Once these have been identified, the way in which these textual elements and resources contribute to the creation of the homophobic experience and reality is described. Such analysis is supported by some theoretical principles of narratology, queer theory, social criticism and semiotic, in order to provide a hermeneutic reading. It concludes that a transindividual (re)affirmation of the homophobic habitus and injury is given through narrator’s voice. This comes to constitute the whole tale as a character assassination. In addition, how far the narrator’s homophobic prejudice, injurious story and double assassination have permeated literary critics is demonstrated, because it has accepted the homosexual’s stereotype and stigmatization.

Keywords: Latin American literature, Ecuadorian narrative, Pablo Palacio, homophobia, injury.

1. Por los orígenes del homosexual, la homofobia, el habitus homofóbico y la injuria

La categoría “homosexual” deja escuchar aún hoy en el siglo XXI los ecos y efectos de aquellos discursos que en el siglo XIX le dieron origen. En este último siglo, el discurso médico relevó al religioso en nombre del progreso moderno, pero asegurando prejuicios. En tal coyuntura, Tardieu (1863) describió médicamente, en 1857, al pederasta como una especie con rasgos físicos, tendencias y hábitos propios. Sus datos reforzaron la retórica sobre la criminalización de la sodomía. Sin embargo, era necesario clasificar mejor taxonómica y clínicamente este desastre natural que transgredía las leyes naturales del sexo biológico, el determinismo del género. Por eso, Kertbeny creó en 1869 el término “homosexual”, a fin de establecer una categoría de perversión sobre determinadas conductas y sujetos (Vázquez y Moreno, 1997; Mira, 2004; Robb, 2012; Téllez-Pon, 2015; Campos, 2015). Tal categoría vino a implantar socialmente el adoctrinamiento higiénico de las familias y los escolares, a través del peritaje psiquiátrico, la divulgación de la prensa escrita y la literatura de ficción (Vázquez y Moreno, 1997). Como resultado, la moral burguesa decidió territorializar hábitos, deseos y placeres ante la decadencia y degeneración de la nueva enfermedad social: el homosexualismo (Mira, 2004; Robb, 2012). Dicha enfermedad constituía para el discurso religioso el pecado nefando. Con base en estos cuatro discursos, pues, surgieron las representaciones hegemónicas y homofóbicas de lo homosexual como enfermedad, delito, depravación moral y pecado mortal; al mismo tiempo que sus respectivas soluciones: la cura, la sentencia penal, el rechazo y la condena espiritual (Dyer, 1993; Mira, 2004; Robb, 2012).

En el contexto finisecular, la figura de Óscar Wilde encarnó el estereotipo del homosexual. Pese a su laudable idea de self-fashioning: el poder crearse a uno mismo y hacer de su vida una obra de arte (Eribon, 2001), a través de la figura de Wilde se llegaron a conceptualizar, percibir y popularizar el sujeto homosexual y sus signos (afeminamiento, narcisismo, compañía de jóvenes, lujuria, depravación moral, mendacidad, corrupción, proselitismo, obsesión sexual, frivolidad, melancolía, repugnancia...). Se creó así a un ente polifacético y confuso que mezclaba preferencias sexuales (más que homosexualidad, pederastia), comportamientos, hábitos y apariencia inaceptables. En consecuencia, se instauraron la visibilidad pública, la voz y la presión homofóbicas como un frente común, cuyo impacto público jamás se había visto antes. La figura de Wilde, en suma, representó al “hijo degenerado de la modernidad” y, por tanto, alimentó la paranoia homofóbica (Mira, 2004; Robb, 2012).

Desde entonces, el prejuicio social contra los sujetos homosexuales se viene desplazando a través de las estructuras sociales y mentales, dominando de forma negativa y perjudicial el desarrollo personal y sociocultural (Acuña y Oyuela, 2006). La homofobia deriva de la heteronormatividad –el conjunto de prácticas sexuales e identidades sexo-genéricas reales o imaginarias, naturales o generadas por una historia común (Butler, 2007)– y su prejuicio de que los sujetos homosexuales son anormales y, por eso, merecen rencor, odio, exclusión y discriminación. Tales prejuicios se transfieren por medio de acciones impropias o vía institucional, cuando se despliegan influencias contra la comunidad homosexual a través de entidades educativas, empresariales, profesionales, religiosas, entre otras (Mercado- Mondragón, 2009). La homofobia ha constituido –si bien no exclusivamente– un fundamental rechazo masculino por la homosexualidad masculina y una relación sistemática contra esta, aunque también contra mujeres y otros hombres independientemente de su orientación sexual (Parrini y Brito, 2012).

Sin importar cuál sea el caso, la homofobia se genera y reproduce a través de un conjunto de estructuras sociales, políticas, ideológicas y colectivas que constituye la experiencia homofóbica y su realidad. Tal conjunto es denominado por Mira (2004) como habitus homofóbico1. Este busca garantizar que el homosexual comporte siempre abyección, estigma, exclusión y censura. De ahí que estereotipar y desautorizar sean dos de sus mecanismos principales.

Valiéndose de este habitus, la heteronormatividad obliga a que los sujetos se reconozcan como hetero (“normal”) u homo (“perverso”) (Mira, 2004). En el caso de que el sujeto se reconozca conscientemente o sea reconocido –señalado, estigmatizado, denigrado– como homo, él comienza a sufrir la injuria. Este es un mecanismo disuasorio de control de toda expresión homosexual, aunque también afecta a todos los sujetos de una sociedad, ya que influye sobre gestos, gustos, comportamientos, tanto heterosexuales como homosexuales, para acercarlos a la matriz heterosexista (Eribon, 2001). “En el principio hay la injuria” dice Eribon (2001, p. 29), de ahí que cualquier homosexual en algún momento de su vida haya padecido el insulto, la retórica, la hostilidad, la desautorización, el apresamiento y la desposesión de la injuria, porque esta es el signo de su vulnerabilidad psicológica y social.

2. En la homofobia del siglo XX

Los inicios del siglo XX son un momento clave en la aparición de nuevos campos de acción de un discurso homofóbico basado en una injuria que hoy es más familiar en sus detalles que cuanto era a finales del siglo XIX. Mientras en este siglo se tendió a silenciar los detalles del sujeto homosexual, el nuevo homófobo del siglo XX practicaba el insulto y un exceso de tales detalles desde los discursos médico, criminalista y artístico. El homosexual del siglo XX no necesita hacer absolutamente nada para ser injuriado. Se buscaba que los hombres aceptaran marcas externas y explícitas de virilidad y contuvieran rasgos ilegítimos. La experiencia y expresión reales de ser hombre debían demostrarse: ser todopoderoso, físicamente fuerte, insensible, preñador, sexualmente activo y proveedor. De ahí que, por ejemplo, el afeminado al exhibir su desprecio por las convenciones de la virilidad fuera objeto de escarnio público y este, a su vez, constituyera uno de los mecanismos para legitimar una idea específica de virilidad: la agresiva, poderosa y activa. El nuevo homófobo no se limitaba a reírse, sino que planteaba su injuria como auténtica agresión. Por lo anterior, en síntesis, Mira (2004) establece que los discursos médico, criminológico y artístico del siglo XX se utilizaron para adjudicar al hombre heterosexual una posición de superioridad y agresividad, así como para (re)producir una homofobia expresa en términos de repugnancia, solemnidad, asco y odio.

2.1 Hacia el cuento de Palacio

La anterior categoría patológico-criminal del hombre homosexual se encuentra claramente (re)presentada y (re)afirmada a través de los elementos narratológicos (voz, focalización, tiempo y modalidad) en el cuento “Un hombre muerto a puntapiés”, del ecuatoriano Pablo Palacio.

Este autor nació en Loja en 1906 y se trasladó a Quito en 1923 para estudiar Medicina; sin embargo, en 1924 se matriculó en Derecho en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central. Nutrido por discusiones académicas, tertulias literarias y debates políticos, aprovechó episodios con alguna relevancia jurídica para componer sus nuevos textos literarios, entre ellos “Un hombre muerto a puntapiés”, escrito en 1926 y publicado en el cuentario homónimo en 1927 (Salvador, 2013).

A partir de 1926, la nueva producción de Palacio se distanció del romanticismo, el modernismo y el realismo social, y se decantó por una perspectiva cínica, subversiva, grotesca e insólita de lo urbano; por eso, (re)presenta realidades distorsionadas y burlonas, feas y brutales, incómodas y discordantes, donde la ciudad aparece como teatro de violencia y horror (Corral, 2000; Vallejo, 2005; Oviedo, 2001; Salvador, 2013). Por lo anterior, la crítica insiste en ubicar la producción palaciana en el canon de la vanguardia, ya que potencia la participación del lector y cuestiona el orden y la autoridad de la sociedad y la cultura. Por su cualidad iconoclasta, además, se la ha reactualizado dentro de la posmodernidad, aunque encajándola en definiciones de posmodernidad a priori, que por sí mismas son imprecisas (Robles, 2000). Martí Casanovas, editor de la Revista de Avance, caracterizó, en 1927, el cuentario

Un hombre muerto a puntapiés como psicológico, debido a la forma aparatosa y trágica de representar las luchas internas de los personajes (Vallejo, 2005). Particularmente, el cuento homónimo es –según Salvador (2013)– el más emblemático de Palacios por su relevancia jurídica; además de que –y en esto coincide con Oviedo (2001)– inaugura el nacimiento de la narrativa ecuatoriana moderna en medio de una literatura nacional que venía comprometiéndose socialmente, orientada al panfleto y pro el indigenismo. Este cuento inclusive ha sido adaptado al cine (Fernández, 2000b) y al teatro2. Por su parte, Oviedo (2001) afirma que “Un hombre muerto a puntapiés” sería el primer cuento en tratar francamente el tema de la homosexualidad en América Latina; sin embargo, hay que analizar, justamente, los francos términos con que lo hace.

Junto a otros intelectuales, escritores y artistas, Palacio fue construyendo los nuevos decires con creaciones diferentes e inquietantes para un medio conservador como el ecuatoriano (Artieda, 2002). Por esta razón, su perspectiva cínica y aun el empleo de la homosexualidad como tema literario llevaron a que su narrativa recibiera cierto rechazo del público; verbigracia, la nota anónima titulada “Los ideales de la juventud”, publicada el 24 de enero de 1927 en el diario El Comercio, en la cual se cataloga el cuentario de Palacio como:

librito de narraciones tóxicas [...] Creímos que se trataba de una tomadura de pelo [...] El autor es un tanto burlón [...] con la amarga punzadura que deja algo corrosivo en el alma [...] Son casos patológicos los que exhibe, para recrearse en ellos con cruel alegría. Revelan intención perversa, que está a mucha distancia de los ensueños juveniles de color de rosa [...] Suponemos que el de Palacio es un temperamento soberbio; pero si se serena ha de comprender que ha empezado por mal camino: por donde otros acaban, impulsados por los vicios [...] Nuestras leales observaciones [...] anhelan que los mozos agiten en la cumbre un ideal capaz de aspirar al mejoramiento del individuo y a la reforma social (p. 3, citado en Artieda, 2002, pp. 6 y 15)

Estas palabras demuestran cómo el cuentario en general incomodó al conservadurismo nacional (Artieda, 2002). Sin embargo, parece que cuanto más molestó fue que el cuento “Un hombre muerto a puntapiés” presentara como central a una figura homosexual, que venía a impugnar la petición de virilidad que la ética y estética dominantes hacían (Manzoni, 2000). Aun así, por qué hubo de molestarles, si el tratamiento que dicho texto ofrece de la categoría patológico-criminal del hombre homosexual se encuentra en sintonía con la experiencia y realidad homofóbicas que una sociedad como la ecuatoriana estructura, al estar influenciada y construida principalmente tanto sobre las raíces de la homofobia heredadas en Iberoamérica –la intolerancia contra la sodomía y su represión legal por parte de la monarquía absolutista española a través de la Justicia Real, la Santa Inquisición y el Foro Episcopal; su trasplantación a las culturas indoamericanas, y las regulares inspecciones y denuncias relativas al pecado nefando en las colonias españolas y portuguesas (Mott, 2005; Sebreli, 2015; Mori Bolo, 2017)–, como sobre los cimientos de la ideología judeocristiana y la penalización de la homosexualidad (Artieda, 2002).

Vallejo (2005) afirma que este texto desenmascaró, mediante un ácido sentido del humor, los prejuicios sociales sobre la homosexualidad. Empero, ¿acaso buscaba generar el texto, a la inversa de la homofobia que (re)presenta, una nueva actitud crítica y una aceptación de esta orientación sexual? Pareciera que la respuesta es no, ya que el cuento resume lo no dicho: a nadie le interesa la muerte de Ramírez, porque se trata de un pervertido y, como tal, ha recibido el castigo que merece (Vallejo, 2005). Para comprobar con mayores detalles este no rotundo, considérese el siguiente análisis.

3. Análisis textual

En relación con “Un hombre muerto a puntapiés”, existen estudios previos desde las teorías sociológica, estructuralista, psicoanalítica (Corral, 2000), y aun desde el biografismo (Fernández, 2000b). Frente a este panorama, y como se ha sugerido, el presente artículo pretende analizar la representación de la categoría patológico-criminal del homosexual propia de principio del siglo XX en dicho cuento. Para ello, se identifican los elementos narratológicos de voz, focalización, tiempo y modalidad; así como el título, el epígrafe, el íncipit, la intradiégesis y la hipodiégesis. Una vez identificados, se describe la forma como estos elementos y recursos contribuyen con la generación de sentidos –en este caso, la experiencia y realidad homofóbicas–. Por último, se valora el cuento de Palacio como (re)afirmación transindividual del habitus homofóbico y la injuria. Este análisis se apoya en algunos principios teóricos de la narratología, la teoría queer, la sociocrítica y la semiótica, a fin de ofrecer una lectura hermenéutica.

3.1 El título

El título es el recurso paratextual con que más se encuentra en contacto el lector, debido a su circulación y aparición primera en el texto. En tanto metasigno, programa la lectura (Amoretti, 1992).

El título “Un hombre muerto a puntapiés” constituye un sintagma nominal, en que el artículo y el núcleo sustantivo presentan a un sujeto común indefinido; mientras que el adjetivo y su modificador directo (la locución adverbial), una determinación factual. En conjunto, dicho sintagma invita al lector a interesarse por la identificación de tal sujeto y las causas o móviles que lo condujeron a aquella determinación factual. Sobre todo, esta resulta la parte más llamativa del sintagma, debido a que vuelve significante la escandalosa manifestación de violencia, al exponerla intensamente sugestiva y morbosa. Por esta razón, “Un hombre muerto a puntapiés” podría clasificarse como un título sensacionalista o amarillista.

Dicho sintagma es el título no solo del cuento, sino también de “la crónica roja del Diario de la Tarde” (Palacio, 2013, p. 26), la cual funciona como íncipit del relato. Por tanto, este título informa al lector de que: 1) en forma total o parcial, el cuento dialoga intertextualmente con el género de la crónica periodística y 2) que, cuando dialogue con este género, el cuento combina sensacionalismo e ironía con humor, como lo suele hacer, según Vega (2015, p. 30), la prensa amarillista.

A pesar de que el título de la crónica es “Un hombre muerto a puntapiés”, resulta significativo que esta nada dice sobre puntapiés. Así comienza a gestarse el desconcierto (López Alfonso, 2000). O podría decirse, mejor, que así la crónica comienza a saturarse de contenidos discriminatorios y reproductores de estereotipos, tal y como sucedió con el nacimiento del sensacionalismo de la prensa estadounidense después de 1920 (Vega, 2015, p. 21). Bien podría afirmarse que con este gesto se parodia el género de la crónica periodística, ya que no se cumplen sus características de objetividad, precisión y exactitud de los datos.

3.2 El epígrafe

Antes de analizar el íncipit, atiéndase el epígrafe. Este, como recurso paratextual al igual que el título, dirige la comprensión hermenéutica del texto y define las relaciones entre los distintos actantes de la situación comunicativa (Amoretti, 1992).

El cuento presenta un doble epígrafe –según Corral (2000) es apócrifo; según López Alfonso (2000) los críticos no han podido probarlo–: “«¿Cómo echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?» «Esclarecer la verdad es acción moralizadora» El Comercio de Quito” (Palacio, 2013, p. 25). Según López Alfonso (2000), la primera cita ubica la literatura de Palacio en el seno de la miseria de la modernidad, ya que esta es la belleza del nuevo tiempo; mientras la segunda permite visualizar que la literatura de este autor se interesa por la problemática dualidad verdad/moral, que en su criterio la estética idealista ha abandonado y la prensa falsea. Esa misma tensión entre el idealismo y la realidad sórdida es señalada por Adoum a lo largo de la obra palaciana (Fernández, 2000b). Según Robles (2000), este doble epígrafe, junto al de los otros cuentos de Un hombre muerto a puntapiés, indica que de los asuntos comunes y vulgares se deriva una concepción del mundo contraria a la mantenida en la esfera pública.

Considerando parte de estas interpretaciones, es posible afirmar que, por un lado, la primera cita apunta a que un asunto tan vulgar y vil como el asesinato de un homosexual resulta indiferente para la moral, pues tanto la víctima como los victimarios son indignos, dado que “la calle es una jaula de fieras desalmadas” (Oviedo, 2001, p. 430). Esta sugerencia coincide plenamente con la idea e imagen de ciudad que Palacio buscaba construir y representar en Un hombre muerto a puntapiés. Por otro lado, la segunda cita propone que aclarar no es dar la verdad, sino juzgar y emitir una visión moralizante. Hacia estos dos puntos se dirige el relato, pues la grotesca superioridad del narrador se fundamenta en la óptica moral que condena cualquier actitud o gesto que no coincida con ella: “Su pasión, entonces, no es otra que juzgar, tiene que juzgar, necesita juzgar” (López Alfonso, 2000, p. 378).

3.3 El íncipit

El comienzo de un texto es un lugar estratégico de condensación de sentidos. Desde el arranque, el texto organiza una serie de códigos que pueden orientar la lectura crítica [...] El incipit, entonces, lanza las huellas de un trabajo textual productor de ideología y, al ser la iniciativa de la palabra, fija sus presuposiciones y jurisdicción (Amoretti, 1992, pp. 66-67)

A la luz de esta definición, resulta clara la función de “la crónica roja del Diario de la Tarde” que se transcribe, a modo de extradiégesis –acto narrativo que engendra la narración (Genette, 1989)–, en los primeros tres párrafos del relato. Para Salvador (2013), este es un inicio banal, sin embargo, en él se inscriben las trazas de la homofobia3, la nominación del sujeto homosexual y se proyecta asimismo el código que dirigirá el relato hipodiegético del narrador al final. Dice el primer párrafo:

Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas (Palacio, 2013, pp. 25-26)4

Estructuralmente, esta extradiégesis presenta un narrador heterodiegético editorial: una voz que –según Molina (2006)– es explícita y ofrece descripciones (adjetivaciones, índices espaciales, deícticos), comentarios (observaciones filosóficas o ideológicas, así como generalizaciones, saliéndose del mundo de la ficción y llegando hasta el universo real) y a veces correcciones (enmiendas sobre el propio tejido discursivo). En este párrafo, el narrador se vale principalmente del discurso indirecto para hacer suyas tanto las palabras de Ramírez como las del Celador, a medida que valora el estado de la víctima. Debido a esto, se presenta una focalización externa, pues el narrador se limita a comunicar lo que la nota periodística enuncia en sí misma, sin penetrar en la conciencia ni percepciones de los seres de papel (Molina, 2007).

Lo primero que ofrece la voz narradora es una constante en la prensa que comunica los crímenes de odio por homofobia: la relación entre homosexualidad, violencia y aparatos policiales. Esta relación no solo refleja la realidad social, sino que también da cuenta de una propensión de asociar a los sujetos homosexuales con la violencia como víctimas o por una secular inclinación a la sordidez y la muerte. Es, sobre todo, una construcción ideológica que posiciona a la homosexualidad en los límites del orden social, ya sea mediante una muerte violenta, un delito o una nota ridiculizante (Parrini y Brito, 2012). Tal posicionamiento queda claro en el relato a través del título amarillista de la crónica y la muerte violenta de Ramírez, los cuales oscilan entre lo escandaloso y lo gracioso como expresará el narrador de la intradiégesis. En segundo lugar, obsérvese que la víctima únicamente es identificada por su apellido.

Él recibe la agresión de parte de unos hombres que permanecerán siempre indefinidos. Sus golpes se debieron a un motivo insignificante. Justamente por esta insignificancia, es menester que Ramírez se apersone a la comisaría a declarar y establecer la denuncia. Sin embargo, Ramírez se niega, pareciera que porque en el acto de prestar declaraciones estaría implícito el declararse: informar sobre la naturaleza y circunstancias del hecho implicaría manifestar su condición o estado ante las autoridades jurídicas. Esta, sin duda, es una parte del cuento llena de implicaturas que el lector extraerá.

Tercero, si bien Ramírez murió por las lesiones provocadas, no fue “a puntapiés” in situ como informa el título de la crónica. Resulta sugerente que haya muerto en la estación policial “a pesar de las atenciones del médico”. ¿Acaso el valor de la conjunción concesiva relativiza la preocupación y la atención que los agentes de los discursos tanto jurídico como médico le hayan prestado realmente interesados a Ramírez? Continúan los párrafos segundo y tercero de la crónica:

Esta mañana, el señor Comisario de la 6ª ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.

Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho (Palacio, 2013, p. 26)

En el segundo párrafo, aparece estratégicamente el catalizador de todo el cuento: el adjetivo “vicioso”. Su aparición no es nada accidental, obsérvese la ironía. Se trata de una ironía de uso: aquella presente en los estereotipos sociales (Pérez Yglesias, 2002). En aquel calificativo, el narrador evidencia lo que Castillo de Berchenko (2000) señala en la prosa de Palacio: un estilo narrativo breve y conciso que genera intensidad, efectismo y provocación. En el “dato accidental [de] que el difunto era vicioso”, la ambigüedad comienza a potenciar la plurisignificación de lo literario y lo social y, en consecuencia, la socialidad del texto5. Así, aquel adjetivo constituye un espacio conflictivo en el que se conden(s)a lacónicamente lo que socialmente se piensa es un hombre homosexual. En él se inscribe materialmente el insulto. Esta es una sentencia casi definitiva porque distingue a un sujeto de los demás: le dice que es el otro; es decir, el extraño, el raro, el anormal (Eribon, 2001), el “vicioso”, en el caso del homosexual.

La repetición sistemática de que el homosexual es un “vicioso” (enfermo, criminal, degenerado, pecador...) demuestra la profundidad del prejuicio y la simplicidad de su representación, aunque también colabora con la naturalización de la violencia contra las minorías sexuales ya que, en la reproducción fáctica de los hechos, el lenguaje mezcla empirismo y burla, y deja ver que la característica determinante –en este caso el adjetivo “vicioso”–:

es señal de que las vidas de las víctimas y las razones de la violencia que experimentaron se pueden entender de manera llana, mediante el sentido común. Que los homosexuales mueran víctimas de las pasiones o del enojo no merece explicación alguna. [...] Que cualquier intento de seducción de un hombre, supuestamente heterosexual, amerite una reacción violenta, tampoco es motivo de interrogación. Se da por sentado que la masculinidad debe defenderse de las aproximaciones seductoras y desviadas (Parrini y Brito, 2012, p. 19)

Con el adjetivo “vicioso”, por consiguiente, Ramírez queda nominado como homosexual. Como señala Mira (2004), siguiendo a Foucault, la homosexualidad pasa a ser situada en el interior del sujeto, por eso cualquiera está bajo sospecha y de ahí que todos los hombres tengan algo que demostrar porque la sospecha de homosexualidad forma parte de la retórica de la injuria. Aquel adjetivo coloca indudablemente a Ramírez ante la sospecha. La nominación pública que la prensa hace de él como “vicioso” lo convierte en el dominado, el “definido, pensado y hablado por el lenguaje del otro, o el que no logra imponer la percepción que tiene de sí mismo, o ambas cosas” (Mira, 2004, p. 108). La nominación produce en el homosexual una toma de conciencia de uno mismo como otro, ese que los demás transforman en objeto ya que, a través del insulto, el gay se convierte en un sujeto otro sobre el cual, dentro de la asimetría fundamental del acto hegemónico del lenguaje, se puede decir algo, se le puede decir qué es, se le comunica información sobre él, porque pasa de ser alguien a ser un objeto de miradas y divagaciones estigmatizantes (Eribon, 2001).

Con el adjetivo “vicioso” Ramírez pasa a ser para la voz heterodiegética de la extradiégesis, el narrador alodiegético de la intradiégesis y aun para la crítica un homosexual, un objeto. La vida de Ramírez no importa, solo su nominalización como objeto homosexual. Al respecto, los críticos coinciden en ratificar tanto la homosexualidad de Ramírez como su pederastia. Sin embargo, parece que ellos no han deparado en que en realidad no se sabe absolutamente nada sobre este personaje, solo Corral (2000) plantea que nada en el texto puede determinarse con seguridad. Lo único con que se cuenta es la aparente y ambigua indicación que el Diario de la Tarde redacta. De todos modos, los críticos parecen haber aceptado, en su pacto narrativo, la palabra del narrador heterodiegético sobre Ramírez: han aceptado y (re)afirmado la homosexualidad de Ramírez e, (in)conscientemente, los prejuicios sociales sobre la homosexualidad al seguir valorando al personaje desde la perspectiva del narrador. Ningún crítico parece que se haya cuestionado que la nominación de Ramírez es una imposición no de una voz singular, sino de la voz transindividual de la homofobia y la injuria que a través de la prensa se inscribe sobre un sujeto irreal. Y recuérdese: “¡Qué más irreal que un sujeto homosexual pues [...] está relegado a la irrealidad (la inexistencia e irrealización) dentro del ámbito real: el orden (hetero)patriarcal!” (Campos, 2017, p. 26).

Retómese la idea de que la nominación de Ramírez es producto de la voz transindividual de la homofobia y la injuria expresada a través de la prensa. En primer lugar, entiéndase con la sociocrítica que el sujeto real de un texto es la colectividad: más que de un sujeto personal, se trata de un sujeto transindividual, ideológico, que “inscribe en su discurso los signos de su inserción espacial, social e histórica y, en consecuencia, genera una microsemiótica específica” (Cros, 2017, p. 6). Esta microsemiótica se vierte en las consciencias individuales por medio de signos o prácticas discursivas que transcriben las aspiraciones, frustraciones y problemas vitales de un grupo. De ahí que el sujeto transindividual se manifieste en programas de conductas, comportamientos y representaciones colectivas. La transindividualidad, pues, viene a ser lo no-consciente, la parte psíquica, no reprimida, de un sujeto colectivo. Su función, en tanto sujeto ideológico, es asegurar la entrada de los sujeto-soporte en los diferentes procesos sociales. Por esta razón, el sujeto transindividual, ideológico, se acepta como tal, no se objeta ni cuestiona, a menos que se explicite su funcionamiento mediante el distanciamiento (Cros, 1986, 2010, 2017; Amoretti, 1992; Chen, 1992).

En segundo lugar, considérese que la prensa ha contribuido notablemente a expresar y divulgar los intereses de los sujetos o sectores sociales que detentan el poder. Así, la opinión de estos se convierte en la opinión de la mayoría, en consecuencia, la opinión pública se enuncia contra las minorías. Desde las redacciones, la prensa en occidente ha tendido a dictar modas y hábitos, reforzar y (re)crear prejuicios, pretendiendo la homogeneización de las conciencias. Esta labor ha sido desarrollada sobre todo por el patrón burgués universal de la Belle Epoque, cuyas crónicas alarmistas contra la criminalidad, la prostitución, el alcoholismo y la homosexualidad fueron tan frecuentes como los aplausos a la persecución policial (López Alfonso, 2000).

Aunando estos dos últimos puntos, pues, se debe revisar la función que la prensa ha tenido con respecto a la (re)creación y divulgación de la categoría “homosexual” desde el siglo XIX. Junto con otras formas de producción cultural, la prensa cooperó con la invención de la homosexualidad en cuanto tema de opinión pública. Su efecto fue no solo volver visibles o soslayar a determinados sujetos, sus relaciones y modos de vida, sino también crear una forma de pensarlos (Parrini y Brito, 2012). De ahí que el Diario de la Tarde conden(s)e la homosexualidad como una conducta viciosa, una condición anómala que contraviene las normas legales y morales, cuyo vínculo con la violencia queda naturalizado, por consiguiente, en la prensa, pues lo mediático informa y genera estereotipos.

Por tanto, tras la nominación de Ramírez como “vicioso” vía el Diario de la Tarde, se inscribe y reproduce la injuria. El relato extradiegético, a fin de cuentas, no es simplemente palabras de una voz personal, sino la precisa expresión transindividual de la homofobia cultural. Tal expresión se comprueba en la “crónica roja” a través de las tres características fundamentales que Parrini y Brito (2012) identifican en la retórica presente en las notas periodísticas relativas a crímenes de odio por homofobia: 1) descripción casi objetiva del tipo de crimen cometido; 2) reproducción de las versiones policiales preliminares; 3) relación sistemática del asesinato de un homosexual o una persona trans con su identidad sexual. En el relato extradiegético, se observa, respectivamente, cómo 1) se describe cuasiobjetiva el percance; 2) el Celador da su reporte; 3) se nomina a Ramírez como “vicioso” y se aceptan por sentido común la violencia y causas de su muerte, aunque los detalles sobre estas sean mínimos.

Pese a “las diligencias convenientes”, no se descubre ninguna información sobre los asesinos de Ramírez, ni su procedencia. Por eso, procurarán obtener más datos sobre el “misterioso hecho”. Obsérvese cómo la voz heterodiegética editorial emplea la primera persona plural para comentar la intención de comprender y explicar mejor lo misterioso, lo extraño, lo anormal, lo retorcido, lo queer, lo raro de las costumbres de la víctima –esta es una de las justificaciones o explicaciones usualmente atribuidas a fuentes policiales o judiciales en la relación sistemática del asesinato de un homosexual con su identidad sexual (Parrini y Brito, 2012)– y el acontecimiento. Al respecto, vale recordar que la prensa ha cumplido dos funciones clave en la historia de los crímenes de odio contra la diversidad sexual. Por un lado, ha sido el archivo de este tipo de violencia, a veces casi el único registro disponible públicamente para reconstruir fragmentos de la historia, por eso ha sido un registro escueto, pero sistemático. Por otro lado, ha sido un recurso de (re)producción de una ideología en torno a este tipo de violencia, por lo que ha sido un discurso sensible a las transformaciones históricas del estatus de los colectivos LGBTIQ, así como un reproductor tenaz de estereotipos y prejuicios (Parrini y Brito, 2012). Con base en esto, se observa que el relato extradiegético, aun con sus vacíos y deseos de hallar más datos, funciona no solo como un archivo de la violencia por homofobia, sino como un reproductor de la injuria.

3.4 La intradiégesis

De acuerdo con Genette (1989), la intradiégesis corresponde al relato en primera instancia, constituye la diégesis misma. En el cuento de Palacio, la intradiégesis presenta una voz alodiegética. Esta es uno de los tipos de las voces homodiegéticas, y se caracteriza por corresponder a un actor secundario que desempeña un rol de mero testigo u observador (Valles Calatrava, 2008); o bien, como en este cuento, a una persona externa a un acontecimiento y un personaje, la cual se interesa por estos.

Esta voz alodiegética se configura como un sujeto anónimo quien, en su rol de lector, ejecuta una lectura directa sobre las articulaciones de la anécdota hasta avanzar al desvelamiento del enigma. El contenido, estructura y lógica mimética del lenguaje hegemónico lo satisfacen. Por eso, “la crónica roja del Diario de la Tarde” constituye para él un texto de placer: “el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura” (Barthes, 1993, p. 25). De ahí que su reacción inmediata sea la risa: “Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder” (Palacio, 2013, p. 26). Obsérvese el júbilo sumado a tal risa mediante la exclamación. Sin duda, esta risa es muestra del cinismo y ácido humor del narrador alodiegético, no del autor como señala la crítica. Pero, ¿qué más hay detrás de esta risa? ¿Qué es la risa? ¿Quién se ríe? ¿De quién lo hace? ¿Por qué motivos? ¿Acaso se puede considerar satisfactoriamente hilarante la muerte de una persona?

De acuerdo con Bolaños (2009), la risa es un elemento no verbal constituido por una parte auditiva y otra facial. Su análisis habitual expresa una interpretación positiva en cuanto a su efecto social. Desde la pragmalingüística, la risa es considerada una estrategia dentro de la interacción comunicativa, ya que puede ser analizada en relación con nociones de poder, solidaridad en relaciones sociales, principio de cortesía, máximas conversacionales, implicaturas, ironías, imagen pública de los hablantes, actos de habla, contexto y co-texto. En todo caso, la presencia de la risa está ligada a la solidaridad y no a eventos humorísticos, y en los intercambios entre dos o más personas, funciona como un mecanismo para mostrar afiliación. Considerando estos principios, se puede afirmar que con su risa el narrador alodiegético busca sociabilizar con el lector: acordar con él una relación equitativa pero jerárquicamente superior en relación con el “vicioso”, el otro, el inferior, para finalmente garantizar su afiliación con respecto a la categoría “homosexual”, su prejuicio, la homofobia y su violencia.

Quien se ríe no es únicamente una persona, sino justamente el sujeto colectivo heteronormativo que no solo a través de la prensa, sino también ahora a través de la risa, persevera en controlar la homogeneización de las conciencias, las creencias y los comportamientos legítimos de la identidad, la sexualidad, el deseo y las instituciones. Quien se ríe es el sujeto ideológico que desea asegurar al lector dentro del proceso social de la homofobia. La ironía se hermana con el humor (Pérez Yglesias, 2002) y, en el presente caso, ironía y humor son conservadores de la heteronormatividad. Como prácticas culturales de una voz transindividual, ambos dan cuenta de la socialidad y la sociabilidad. De ahí que el narrador o sujeto colectivo busque con su ironía que el lector ría y, sin objeciones, pacte con el habitus homofóbico. “«El homosexual» puede surgir de cualquier sitio y hay que permanecer en guardia” (Mira, 2004, p. 67); por esto, la injuria no necesita justificarse y, en consecuencia, le ríe al lector: hay que reírse, ser solidarios ante el “vicioso”, el otro, quien ni siquiera es un ciudadano, sino un criminal, un paria, que ha merecido, eugenésicamente, su castigo.

Se puede colegir, por tanto, que la risa del narrador alodiegético (el sujeto colectivo) se encuentra motivada por la injuria y su control encaminado a afiliar a los sujetos a la matriz heterosexista. De esta manera, la risa homofóbica constituye una afirmación de prejuicios, una acreditación del desprecio, puesto que lo humorístico en ella se produce en oposición a aquello que contraviene la norma y las proporciones naturales. De esto deriva que la práctica narrativa de la injuria se traduzca en risa: obsérvese que justamente la risa del narrador surge después de haber leído la “crónica roja”. Así, al ocupar una posición al final de la nota periodística, la risa indica que es el turno de que el lector confirme el enunciado; podría contradecirlo o debilitarlo, pero el habitus homofóbico esperaría preferiblemente que lo confirme6. En definitiva, la risa, en tanto manifestación de la injuria, parece (con)fundirse con desprecio, afiliación, invectiva, pero también con la ironía, la caricatura, el chiste o lo grotesco según se verá más adelante; siempre contra lo repulsivo, lo no real, lo no normativo, es decir, contra lo utópico, lo ridículo, y en esto encuentra su satisfacción al reír el narrador.

Su risa, sin embargo, no se detiene ahí. Los días pasan y nada se vuelve a saber sobre el crimen de Ramírez: “Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García(Palacio, 2013, pp. 26-27). Su caso, como el de otros crímenes de odio por homofobia, parece quedar archivado, en el silencio, oculto, como le corresponde a todo lo “misterioso”, lo raro, lo queer. No interesa esclarecer el caso porque, al tratarse de un homosexual, resulta jurídica y moralmente indiferente. De por sí, sería consecuente el desenlace de Ramírez según su condición. No obstante, y como profesaba el epígrafe, no interesa tanto el esclarecerlo como sí el juzgarlo. De ahí que la curiosidad del narrador se active sobre su objeto. Obsérvese el valor subrayado del adjetivo posesivo en la cita anterior. Así pues, la curiosidad del narrador llega a convertirse en obsesión “Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés!” (Palacio, 2013, p. 27), en “furor” dice López Alfonso (2000).

Hay algunos estudiantes –puesto que se ha trabajado este texto en el curso Explicación de Textos, de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura, de la Universidad de Costa Rica– quienes opinan que el narrador podría ser el criminal, pues se defendió del acoso de Ramírez y, por esto, conoce con certeza todos los detalles que a continuación relatará; o bien que el narrador sublima en el crimen de Ramírez su homosexualidad reprimida y marginación. Ambas interpretaciones parecen apresuradas.

El narrador reitera explícitamente su objetivo: “reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula”, averiguar “las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés”7(Palacio, 2013, p. 27). Él desea inquirir la verdad hasta descubrirla, para luego reconstruir desde la perspectiva hegemónica la historia y muerte de Ramírez, un aparente sujeto homosexual. Esta es, en su criterio, una idea “original y beneficiosa para la especie humana” (Palacio, 2013, p. 27). Obsérvese en las dos citas de este párrafo guiños de ironía: 1) al remarcarse en cursiva en la versión original a los asesinos, pues ellos como la víctima no son ciudadanos, sino parias, marginales; 2) al indicarse que la acción benéfica del narrador es la de juzgar, decir la verdad con respecto al otro, de modo que esta “verdad, este conocimiento –como afirma López Alfonso– no es más que el disfraz de la moral” (2000, p. 377). En los dos casos se manifiesta, pues, una ironía pragmática: aquella que relaciona la intencionalidad evaluativa de un codificador o manipulador (el narrador alodiegético) y un receptor decodificador (lector), de forma que el acto de lectura vaya más allá del texto, encaminado hacia una evaluación casi siempre peyorativa (Pérez Yglesias, 2002).

A manera de un héroe capaz de resolver enigmas y con un macabro humanismo, según López Alfonso (2000), el narrador alodiegético retoma el caso de Ramírez porque le resulta gratificante (de)mostrar cómo se castiga al sujeto homosexual, cómo se expurga la sociedad. Él no se interesa accidentalmente por este caso en concreto: ningún otro asesinato le despierta interés como este, porque el morbo, el prejuicio de que se trataba de un “vicioso” y la graciosa forma en que murió lo llevan a generar la historia del otro y, con esta, (re)afirmar el habitus homofóbico del cual participa y del cual le proviene (in)conscientemente el goce de injuriar al otro que por su condición de “vicioso” violenta el orden heterosexista.

Castillo de Berchenko (2000) opina que el objetivo del narrador responde a la retórica del capricho propia de la producción de Palacio. Esta consiste no solo en una arbitraria decisión de ejercicio de la libre creación, sino también en el deseo de comunicación, de acción conjunto con lo otro, el receptor: “La búsqueda de una virtud social, de una ética deseada de comprensión, de tolerancia, de afección del hombre por el hombre se encuentra en el seno mismo de este proyecto de escritura” (2000, p. 306). No obstante, el objetivo del narrador es encarnizarse contra la persona de Ramírez. Según la categoría del sexo, la persona de un sujeto es a medida que su cuerpo encarna y conserva coherentemente la unidad de las características que le son atribuidas de acuerdo con su sexo biológico y político. De esta manera, una persona se concibe como inteligible en tanto comporta obligatoriamente el orden sexo-género-deseo que le corresponde a su cuerpo dentro de la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre “femenino” y “masculino”, “mujer” y “hombre” (Butler, 2007). De ahí que el narrador, en realidad, se proponga perseguir y perjudicar la dudosa persona de Ramírez y su género incoherente, discontinuo, ininteligible. Él penetrará el misterio: el sexo activo heteronormativo agredirá el cuerpo pasivo de lo queer, no sin incluir en su acto violento cuotas de comicidad: “Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente” (Palacio, 2013, p. 27).

La heteronormatividad legitima que sus sujetos reales empleen la retórica de la injuria contra los sujetos irreales, impuros, inentendibles; es su deber social. Por eso, el narrador alodiegético emplea una estrategia de reconstrucción degradante y grotesca de Ramírez, con el propósito de retratar lingüística, social, moral, jurídica, médica y religiosamente el estereotipo del homosexual y encarnarlo en la figura de “Octavio Ramírez”. Su estrategia consistirá, pues, en volver visible y reconocible tal figura, situándola en el lugar que le corresponde: el del otro.

Aquí es donde entra en juego la focalización interna: “En ella la voz asume el punto de vista de los personajes: el universo diegético se representa a través de la percepción y la cognición de las criaturas” (Molina, 2007, p. 51). En la intradiégesis de este cuento, se manifiesta sobre todo una focalización interna fija, ya que se configura desde el punto de vista de un solo personaje: el narrador alodiegético. Gracias a este elemento narratológico, el narrador propone su mirada sobre Ramírez, a la vez que orienta el punto de vista del lector (Castillo de Berchenko, 2000) y aun el de la crítica, como se ha dicho. Aquel elemento faculta que siempre actúe y recaiga la mirada y voz transindividual del habitus homofóbico sobre el sujeto homosexual. En otras palabras, la focalización interna fija del narrador permite observar el funcionamiento de la injuria, en tanto toda verdad sobre el gay está siempre dada no por él mismo, sino desde los que sí están autorizados para decir. El homosexual no puede decirse, él es el otro y está fuera de los discursos sexual, moral, jurídico, religioso; por tanto, su palabra no es válida, él no existe. De ahí que resulte necesario inventarlo con la voz y la mirada, y definir sus signos: “vicioso”, “pederasta”...

La estrategia de reconstrucción del narrador presenta cinco etapas: el problema del método, la revisión y relectura del Diario de la Tarde, el interrogatorio al comisario, el escrutinio de las fotografías y las abducciones. La progresión de estas etapas evidencia el incremento de la injuria.

3.4.1 El problema del método

El narrador alodiegético se plantea la utilidad y pertinencia del rigor científico y filosófico de los métodos de investigación, para su búsqueda del porqué del crimen de Ramírez: “La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método” (Palacio, 2013, p. 28). Por esta razón, sopesa las virtudes de la deducción y la inducción (López Alfonso, 2000), remitiendo respectivamente a Aristóteles (Órganon) y a Bacon (Novum organum) (Holst, 2000). Sin embargo, vacila entre cuál método usar. El primero ayuda a investigar desde lo más conocido hacia lo menos, y el narrador no sabe nada sobre el “misterioso hecho”. El segundo permite trabajar desde las premisas particulares hacia la elaboración de una conclusión, y el narrador parece apostar por este método porque: “Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven” (Palacio, 2013, p. 28).

A propósito, obsérvese en esta última frase una metalepsis retórica o discursiva. Genette (1989) definió primeramente la metalepsis como una intrusión del narrador o el narratario extradiegético en el universo diegético; o bien de personajes en el universo metadiegético, o a la inversa. Entre vacilaciones y enmiendas, luego propuso entenderla como una transgresión del umbral de la representación, de modo que se traspasa la frontera entre el nivel diegético y el mundo real (Genette, 2004). En torno a este procedimiento narratológico, las definiciones y tipos varían, por eso su estudio y reformulaciones están abiertos. Aun así, la metalepsis llamada retórica o discursiva resulta una convención más de la literatura realista y constituye un acto discursivo en que la voz narrativa se dirige al lector (Lutas, 2015). Pues bien, el narrador alodiegético de la intradiégesis aprovecha este recurso para hacerle un guiño al lector e invitarlo, como anteriormente con la risa, a afiliarse a su forma de analizar, pensar, mirar y decir respecto del homosexual, ya que como sugirió el mismo Genette:

Lo más sorprendente de la metalepsis radica en esa hipótesis inaceptable e insistente de que lo extradiegético tal vez sea ya diegético y de que el narrador y sus narratarios, es decir, ustedes y yo, tal vez pertenezcamos aún a algún relato (1989, p. 291)

En otras palabras, la metalepsis empleada por el narrador alodiegético contribuye con su deseo de volver partícipe al lector del relato homofóbico que está enunciando y performando.

Volviendo al penúltimo punto, Robles (2000) observa en la vacilación del narrador frente a la deducción y la inducción una actitud humorística y una desmitificación contra la tiranía de la razón instrumental y la momificación del pensamiento, los procedimientos, métodos y actitudes. Aun así, aquel parece decantarse por la inducción, pero de forma paródica (Corral, 2000). Esta lo lleva, según Robles (2000), a burlarse de sí mismo en su pose de investigador:

Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. −Esto es esencial, muy esencial. [...] Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer. [...] Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio −¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención! (Palacio, 2013, pp. 28-29)

Nótense en el fragmento anterior la relación intertextual con la narrativa policíaca y su parodia (Corral, 2000). Aparece la clásica pipa asociada al pensamiento reflexivo, la meditación y a Sherlock Holmes. Por esto, tras el adjetivo en la frase “Esto es esencial”, parece resonar “elemental” (querido Watson) (Holst, 2000). Por su afán detectivesco, pose de ceño fruncido, su necesaria y encendida pipa para llevar a cabo la indagación, el narrador asume el carácter de Holmes, o bien el de Auguste Dupin (López Alfonso, 2000; Holst, 2000), pero ridiculizando todo rigor lógico y uso de la filosofía como método de investigación. De ahí que, más bien, como dice López Alfonso (2000), el narrador aparente ingenio (“en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. [...] En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?” [Palacio, 2013, pp. 27-28]) y por eso, finalmente, termine por inventar.

Con sus invenciones, reniega de los métodos de investigación y plantea que la objetividad no resulta la cualidad apropiada para resolver el caso, sino la subjetividad. De esta manera, recurre a la literatura y compone un obsesivo relato prejuicioso que, en sintonía con el epígrafe del cuento, se traduce en un sojuzgamiento moral. Este, como se demuestra en la siguiente subsección, está fundamentado en la intuición del narrador.

En fin, como parte de su estrategia de reconstrucción, el narrador alodiegético rechaza y parodia los métodos de la razón y apuesta en su lugar por una ficción, un relato que, aunque inventivo, resultará mimético de los discursos hegemónicos heteronormativos. La libertad que la palabra literaria le ofrece le permitirá comprobar, desde la injuria, su verdad intuida: la verdad transindividual.

La crítica ha leído esta preferencia que “Un hombre muerto a puntapiés” plantea de lo ficcional frente a la razón como una poética de Palacio, pues observa en ella un interés metaliterario por: 1) negar los esquemas de pensamiento al uso y desmontar con ironía los procedimientos de producción tradicionales del realismo y el naturalismo (Fernández, 2000a; Corral, 2000; López Alfonso, 2000); 2) cuestionar la génesis y verosimilitud de cualquier texto literario (Corral, 2000); 3) presentar al cuento como un espacio de la escritura y la reescritura, la autocita y la autointertextualidad (Castillo de Berchenko, 2000); 4) proponer la literatura como un artificio (Vallejo, 2005).

Como se ha dicho, más que una lectura poética o metaliteraria de esta preferencia, lo que interesa aquí es estudiar cómo el narrador se apropia de la palabra para construir, en tanto agente del habitus homofóbico, un retrato y una historia de Ramírez con base en la imagen colectiva del homosexual.

3.4.2 Revisión y relectura del “Diario de la Tarde”

Resuelto el problema del método, el narrador procede a retomar el Diario de la Tarde con el propósito de hallar algún otro indicio sobre Ramírez. Revisa en busca de otros archivos escuetos, en busca de otra manera como el estereotipo y prejuicio del homosexual hubiera sido (re)producido. Asume esta labor con la misma actitud y pose detectivescas parodiadas:

Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero –no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario– y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada8(Palacio, 2013, p. 29)

Sin embargo:

Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.

Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6a...” fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.

Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio9 tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era...No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras...

Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas(Palacio, 2013, pp. 29-30)

Aquí el narrador comienza a fundamentar su sojuzgamiento moral de Ramírez en la intuición. Según Jung, esta facultad

se basa en un proceso inconsciente en la medida en que su resultado es una ocurrencia, una irrupción de un contenido inconsciente en la consciencia. De ahí que la intuición sea una especie de proceso perceptivo, pero, a diferencia de la actividad sensorial y la introspección conscientes, se trata de una percepción inconsciente (2004, p. 132)

De acuerdo con Ferrater Mora (1993), la intuición permite alcanzar una visión directa, inmediata, completa (no siempre se aprehende por entero el objeto por intuir, pero toda intuición aprehende totalmente lo aprehendido) y adecuada de la verdad, las realidades sensibles o no, conceptos o proposiciones. En todo caso, el conocimiento obtenido a través de la intuición constituye una verdad. Al respecto, afirma Jung: “no sé cómo ha llegado [un sujeto] a este conocimiento, pero sé que es real” (1994, p. 135).

Obsérvese, primero, la expolición (“casi deslumbrado”, “me maravilló”, “hizo brillar mis ojos”) que el narrador emplea para reforzar el carácter fascinante e inevitable de lo intuido. En segundo lugar, considérese que la intuición faculta asimismo un descubrimiento o un (re)conocimiento de lo sagrado en la acomodación objetiva del mundo (Otto, 1925). Quizá por esto el narrador asocia su verdad con una fuerza secreta: una revelación de Astartea o Astarté (Holst, 2000). No en vano había leído que se trataba de un “misterioso hecho”. Sin embargo, no es accidental tampoco que para él su intuición provenga de esta diosa, a la cual los fenicios asociaron con la sexualidad (los placeres carnales más propiamente), de ahí que su culto fuera la prostitución (Yarza, 2000). Es decir, la sexualidad llevada a un nivel abominable según algunos: justamente uno de los atributos en juego en la nominación de Ramírez como “vicioso”. Por eso, a pesar de que lo relacione intertextualmente con algo sagrado, en realidad lo intuido por el narrador no es más que una profana imagen colectiva del homosexual que ha sido enseñada a la psique individual por el habitus homofóbico. De ahí que, de nuevo, el narrador utilice la metalepsis para convocar al lector, quien sí habrá entendido cuanto aquel intuye. Valiéndose de la ironía, el narrador enuncia una antífrasis y una lítote fusionadas: cuando expresa que se trata de una verdad que “Ud. no puede comprender”, está queriendo decir más bien una que “Ud. sí puede comprender”.

¿Y por qué la comprende? Gracias a la palabra “vicioso” presente en la nota periodística –nótese el relieve grafémico que mediante las mayúsculas adquiere este signo en la focalización10–, aquella imagen trasciende desde el imaginario colectivo hasta la consciencia del narrador, y desde esta hasta la del lector, porque dicha imagen se encuentra sujetada en el primero y este busca que también en el segundo. Dicha imagen se encuentra implicada, pues, en una inmersión en el contexto antropológico-vital del que los discursos hegemónicos homofóbicos forman parte y donde la homosexualidad se (re)afirma como un tabú. Por lo anterior se explica que el narrador emplee la reticencia y la elipsis para no nombrarla y evitar conflictos con la moral heteronormativa. La homosexualidad incomoda. Palacio –dice Artieda (2002)– evita el uso de palabras como homosexual o marica, o simplemente hace alusión a ellas, a pesar de que estas hayan sido tan comunes en textos de otros autores ecuatorianos que abordaron la misma temática décadas más tarde.

En fin, podría afirmarse que el narrador alodiegético acude de nuevo a la única nota periodística sobre Ramírez, publicada por el Diario de la Tarde, con el fin de ratificar, por medio de su intuición, la imagen del homosexual construida y reforzada (in)conscientemente por el habitus homofóbico. Su certeza, empero, no se detiene ahí. Por eso, procede a comprobar su verdad.

3.4.3 Interrogatorio al comisario

Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:

¡Ah!, sí... El asunto ése de un tal Ramírez... Mire que ya nos habíamos desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame... mi más sincero...

No, señor —dije yo indignado—, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más...

Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia.” ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! (Palacio, 2013, pp. 30-31)

En esta escena –intento de representar, en una sincronía temporal, los acontecimientos, de modo que el tiempo del discurso emule el tiempo de la historia, generalmente mediante el diálogo (Molina, 2007)–, resulta significativo señalar cuatro aspectos.

En primer lugar, el abandono o la irresolución en que cae el caso de Ramírez demuestra cómo la nominación realizada por el Diario de la Tarde ha calado en las autoridades judiciales y, en consecuencia, poco necesario les es investigar o decir algo en relación con un crimen de odio. Lo comprueban las nueve reticencias cometidas por el comisario.

El concepto de “crimen de odio” surgió en Estados Unidos en la década de los 80 a raíz de conflictos étnico-raciales (Boivin, 2015). Desde entonces, se encuentra en construcción teórica, jurídica y política; por eso, entre tanto, se ha llegado a considerar como crimen de odio aquel motivado por el odio que el perpetrador siente contra una o más características de una víctima (color, género, identidad sexual, religión), a quien identifica como perteneciente a un grupo social específico (Parrini y Brito, 2012). Si bien los perpetradores son individuos o grupos, los crímenes de odio se sostienen sobre una trama cultural de discriminación, rechazo y desprecio (Perry, 2001). El odio es necesariamente la expresión de un complejo psíquico- social, en el que las motivaciones y comportamientos individuales (agresión, desprecio, violencia, muerte) están inscritos en un orden social y simbólico que los permite y, en alguna medida, los justifica (Parrini y Brito, 2012).

La noción de crimen de odio se ha adoptado principalmente en América Latina para describir los homicidios anti-LGBTIQ, a pesar de las confusiones terminológicas que jurídicamente existen entre asesinatos políticos, ejecuciones extrajudiciales y otros crímenes anti-LGBTIQ no motivados por el odio. En el continente, se ha abordado el crimen de odio por homofobia como un homicidio más; se ha perdido de vista la base principal de este tipo de crimen: el prejuicio con respecto a las sexualidades minoritarias. De acuerdo con los informes sobre los derechos humanos, en América Latina tiende a no existir distinción jurídica alguna entre los términos “asesinato anti-LGBTIQ” y “crimen de odio”, o bien este último no se usa. Ecuador, por ejemplo, es uno de tales casos. Aun para 2010 no se ha dado ningún avance por emplearlo o por diferenciar aquellos crímenes motivados por el prejuicio hacia las minorías sexuales del resto de delitos o asesinatos universales (Boivin, 2015).

Por lo anterior, ¿qué problemas surgen ante el concepto de “crimen de odio”? A menudo la orientación sexual de la víctima es el único criterio utilizado para incluir homicidios en las listas de crímenes de odio, ya que no se explicitan con rigor muchas veces los criterios para distinguir entre un crimen motivado por el prejuicio homofóbico y un homicidio derivado de una riña, intento de robo o conflictos interpersonales. En otras palabras, usar de esta manera el concepto “crimen de odio” insiste en centrarse en la violencia ejercida sobre los cuerpos y las existencias trans, gays y lesbianas. Otro de los problemas en cuanto al uso de dicho concepto estriba en la selección de los homicidios anti-LGBTIQ, ya que la orientación, la práctica y la identidad sexuales muchas veces son categorías invisibles y no asumidas por las propias víctimas antes de ser asesinadas, o no reconocidas por sus familiares y pares después de su muerte (Boivin, 2015).

Con el afán de definir y caracterizar mejor el crimen de odio por homofobia, se puede afirmar que existen tres constantes a lo largo de informes latinoamericanos que tienden a teorizarlo: 1) la identidad sexo-genérica de la víctima; 2) la saña con que el crimen fue ejecutado; 3) el móvil, relacionado con la orientación sexual e identidad de género de la persona asesinada, y a menudo la fuerza física desplegada para cometer el crimen. Sin embargo, en varios países ha bastado alguna de estas características para identificar los posibles crímenes de odio por homofobia, aún sin reunir otras pruebas u olvidar otros aspectos como la falta de vínculo afectivo anterior al crimen. Es decir, como explica Boivin (2015), se da una confusión entre las características de los homicidios y, por un lado, los criterios de identificación de las víctimas LGBTIQ; por otro, los criterios de selección de aquellos crímenes motivados por el prejuicio y la homofobia. Esto genera imprecisión a la hora de identificar un crimen de odio por homofobia como tal.

En fin, con el caso de Ramírez, la cosa está oscura, dice el comisario. La imprecisión nominal y el hermetismo sugerido por lo oscuro contribuyen con la indefinición o ambigüedad no solo de Ramírez, sino también del crimen. El comisario, en tanto metonimia de la autoridad jurídica, parece haber asumido la supuesta orientación homosexual de la víctima, aunque vacilando en si se habrá tratado de un homicidio generado por una riña, robo o conflicto interpersonal. Como se anotó, las reticencias conducen a que la primera suposición sea la más exacta, pues estas dan a entender el sentido de lo que no se dice, y a veces más de lo que se calla; o sea, la (re)afirmación de una orientación, práctica e identidad sexuales que ni siquiera el propio Ramírez parece haber asumido. Así pues, se justifica que su crimen de odio haya quedado archivado, silenciado, oculto, porque, como se dijo arriba, así debe quedar lo relativo a lo “misterioso”, lo oscuro, lo raro, lo queer, dado que se aprueba la violencia cometida contra cuerpos y existencias gays.

En segundo lugar, y en apoyo de lo anterior, se identifica un cambio en la focalización cuando el comisario agrega su saber acerca del crimen de Ramírez (datos sobre la irresolución y complicación del caso, las horas y las fotografías), su entredicho punto de vista y una valoración sobre la víctima (“pobre”), siempre dentro de los márgenes que la ambigüedad proporciona cuando se trata de un sujeto homosexual. Por tanto, se cambia de la focalización interna fija, que caracteriza la mayor parte de la intradiégesis, a una interna variable. Esta ocurre “cuando la fábula discurre ante el lector a través de la mirada y cognición de distintos personajes” (Molina, 2007, p. 51).

En tercer lugar, llama la atención la reacción del narrador cuando el comisario lo emparenta o relaciona de forma cercana con Ramírez. Su sobresalto se debe, por un lado, a la misma vergüenza que significa tener a un homosexual en la familia, por otro, al descrédito que implica el ser relacionado con él o la sugerencia de cierto afecto hacia él, de modo que ello deje en duda o sospecha la heterosexualidad del narrador. La indignación de este con respecto a las palabras del comisario, por tanto, se traduce en una (re)afirmación de que la heterosexualidad es la forma normativa, legítima y valorada de sexualidad y deseo en la sociedad, la cual no solo incumbe a las identidades individuales, sino que compromete también la participación de los sujetos en una amplia trama heteronormativa institucional (Parrini y Brito, 2012).

En cuarto lugar, y como consecuencia de lo anterior, el narrador irónicamente se perfila como agente público de la justicia, casi más oficial que el propio comisario, pues él sí busca aportar la verdad sobre el crimen y la persona de Ramírez. A él no le interesa encontrar ni identificar a los agresores, sino demostrar y juzgar la criminalidad de aquel: volver reconocible la homosexualidad de Ramírez y su estigmatización.

Como se ha mencionado, el discurso jurídico está en la génesis de la cuentística y cosmovisión de Palacio y recorre su narrativa. De acuerdo con Corral (2000), sus relatos no instruyen con respecto a la ley, más bien ofrecen una mirada al caos y abismo causado al romperla; de ahí que sus personajes muestren historias amorfas de obsesiones y comportamientos limítrofes, destructivos y que no puedan desarrollar un sistema que les permita vivir de acuerdo con la ley.

Este componente ideológico llevaría a que el narrador no solo juegue a investigador, sino también, en otro momento adelante, a periodista ocasional al interesarse por la justicia. En consecuencia, se perfila a él mismo como un hombre superior que pretende encontrar la verdad y reivindicar el conocimiento hegemónico. Sin embargo, debido a su ironía y actitud paródica, el narrador termina siendo un grotesco superhombre en términos nietzscheanos: resulta un simulacro ridículo (López Alfonso, 2000).

Aun así, cuanto está en juego a través del narrador es la penalización del homosexualismo. El Código Penal ecuatoriano castigaba este desde 1906 hasta 1997 cuando, después de una década de activismo, finalmente fue derogada la ley relativa a esta enfermedad social (Corral, 2000).

3.4.4 El escrutinio de las fotografías

En su testimonio, el comisario le comenta al narrador sobre las fotografías que se le hizo tomar a Ramírez. Se las proporciona “con cargo de devolución” (Palacio, 2013, p. 31). Una vez guardadas, el narrador le pregunta si recuerda algún dato sobre el difunto. El comisario responde: “—Una seña particular... un dato... No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura— el Comisario era poco alto; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al menos que yo recuerde...” (Palacio, 2013, p. 32). Ante esta falta de datos e imprecisión descriptiva del primer plano de Ramírez (las características de su silueta), el narrador se propone trabajar con las únicas pruebas disponibles; así, confronta dichas fotografías con la nota periodística a fin de ejercer la mirada injuriosa sobre el difunto, intuir la imagen del homosexual y llenar el vacío de su historia:

Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.

Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.

¡Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi11 fonda, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado! (Palacio, 2013, p. 33)

Obsérvense dos aspectos significativos en este fragmento. Por un lado, yéndose al segundo plano de la descripción de una persona, el narrador compone una prosopografía de la cabeza de Ramírez. Nótese que la frase “protuberancia fuera de la frente” hace referencia implícita a la frenología, presente en la construcción de los retratos criminales durante el siglo XIX. Con esta referencia frenológica, pareciera justificarse la desviación sexual de Ramírez. De este modo, una vez más, se reforzaría la relación entre patología y criminalidad en torno al sujeto homosexual. Asimismo, obsérvese en dicha prosopografía el uso del símil, un recurso con que Palacio tiende a caracterizar a sus personajes (Hadatty Mora, 2000). En este caso, el narrador alodiegético lo emplea para la construcción de la otredad. En el relato hipodiegético se aprovecha mucho más este uso y potencialidad del símil, pero, por el momento, nótese cómo se cercena el rostro de la víctima y se cosifica su nariz (“tapón de cristal”). Tal cosificación, como se verá en los símiles subsiguientes, le quita esencia humana a Ramírez (Hadatty Mora, 2000).

Por otra parte, ante tanto remirar y tenerla en frente, la imagen fotográfica parece haberse convertido en la consciencia del narrador en un bosquejo que dialogaría intertextualmente con el género de la sátira, ya que las proporciones del chichón y las cualidades de la nariz, los bigotes, la barbilla y el cabello se exageran, de modo que al final le resultan emotiva e irónicamente risibles, ridículos, grotescos –obsérvese al respecto el valor de la exclamación–. En este caso, se manifiesta la ironía retórica: aquella en que la ambigüedad se resuelve y, por violenta, puede acercarse a la sátira (Pérez Yglesias, 2002). Su exageración de tales cualidades, por tanto, está en sintonía con el exceso de detalles que las prácticas homófobas de inicios del siglo XX manifestaban.

Las fotografías, no obstante, siguen siendo insuficientes. Según López Alfonso (2000), estas fotografías revelan poco, ya que dentro de la poética de Palacio aquellas representan la insuficiencia de las evidencias modélicas del arte y la lógica realista-naturalista para resolver el crimen. De ahí que el narrador comience a ejercer sobre aquellas una mirada modernista: “Los modernistas, como el narrador de nuestro relato, reaccionaron contra el modo de observación del realismo y naturalismo y emplearon la facultad de la visión” (López Alfonso, 2000, p. 376). Sin embargo, tanto el artista modernista como el realista tomaban sentimientos ya confeccionados, conformando un universo de estereotipos (López Alfonso, 2000). En todo caso, este crítico se basa en la afirmación de Díaz Rodríguez de que la intención primera de un escritor modernista era “la fuerza de adivinación con la que penetra el alma de los seres, y aun el alma de las cosas con apariencia inanimada” (1962, p. 62). No es de extrañar, entonces, que el narrador, en tanto detective, señale que la intuición se lo revelaba todo (López Alfonso, 2000).

En atención a su intuición, o su mirada modernista, pues, el narrador da un paso más y elabora, a partir de las fotografías, un dibujo de Ramírez:

Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo: que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.

Después... después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.

¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez! (Palacio, 2013, pp. 33-34)

“El dibujo de un hombre afeminado «representa» a los homosexuales masculinos, a todos los homosexuales, aunque se sepa que eso no corresponde a la realidad”, dice Eribon (2001, p. 103). El narrador, por su parte, parece omitir la concesión de esta cita y ratificar absolutamente la primera proposición. Por eso, su dibujo se propone como una figura donde la injuria se deja ver, ya que se intuye la imagen del homosexual y se (re)construye, se completa, por consiguiente, con repugnancia y satisfacción, una imagen esperpéntica de Ramírez: una caricatura suya.

Antes de continuar con el análisis de la caricatura, obsérvese que se la homologa con un busto, en el que fácilmente se lee la mezcla irónica que el narrador hace de las dos segundas acepciones que de esta palabra presenta el diccionario (RAE, 2014): pintura de la parte superior del tronco humano y pecho de mujer. Robles (2000) ha leído esta referencia al busto y la Academia como parte de la poética de Palacio: un desdén por los gestos aprendidos, vulgares, copiados, sin sentido, productos de la imitación burda de las normas impuestas sobre el arte por una razón instituida. Por eso, en esta descripción aquel injerta lo solemne y serio con lo ridículo y la desmitificación de la institución. Sin embargo, ¿podría leerse el enunciado del narrador de otra manera? ¿Acaso no plantea esta, dentro de los mismos parámetros de la risa homófoba y la caricatura, una reproducción mimética y, por tanto, infamante, de la imagen colectiva del homosexual la cual, sin duda, no desentonaría con los discursos hegemónicos heteronormativos, de los que la Academia figura como sinécdoque?

Entrando en el terreno de la caricatura, Eribon (2001) afirma que esta presenta visualmente las agudezas: los exutorios para las pulsiones hostiles y las alusiones a un insulto no dicho (Freud, 2016). Por eso, la caricatura constituye una auténtica agresión simbólica, ejerce una violencia y se enmarca en la filiación de las imágenes difamatorias. Particularmente, la caricatura homófoba refuerza la injuria verbal; funciona como una imagen degradante y desvalorizante, cuya injuria vehiculiza la representación infamante del homosexual. Ella se inscribe en el horizonte de la injuria y apela a los esquemas mentales que permiten hacer reír a propósito de los homosexuales. Expresa la inferioridad asignada a la homosexualidad en la sociedad y perpetúa las estructuras mentales que sustentan dicha inferioridad (Eribon, 2001, p. 103)

Con base en lo anterior, se puede afirmar que la caricatura no solo ejerce una burla sobre un sujeto en específico, sino que también pretende decir verdad objetiva sobre todo un colectivo a través de una imagen humorística. Por eso, la caricatura termina siendo siempre un retrato de grupo: de una “especie” definida por rasgos inmediatamente reconocibles para todos (Foucault, 1980; Eribon, 2001). De ahí que el narrador le proporcione en su caricatura rasgos afeminados de Ramírez.

Tales rasgos parecen venir de la imagen colectiva de homosexual intuida y también de la “crónica roja” leída por el narrador. Una de las constantes presente en las narraciones de las notas periodísticas sobre crímenes de odio por homofobia es la feminización de la víctima mediante un lenguaje despectivo y burlesco: “Si en términos empíricos el asesinado es un hombre, en términos simbólicos parece que lo es una «mujer»” (Parrini y Brito, 2012, p. 15). Para el narrador es evidente el carácter femenino, débil, poco agresivo, pasivo de Ramírez en la nota periodística. Los rasgos afeminados siempre resultan insultantes y descalificantes, puesto que el afeminamiento legitima ejecutar sobre el homosexual un escarnio público. Por eso, los rasgos afeminados contribuyen a construir una imagen infamante, en la cual la virilidad se encuentra enfrentada. En ella, el afeminamiento es manifestación de la diferencia. Prácticamente, lo femenino es signo de inferioridad, debilidad, abyección, porque la mujer es lo otro dentro de la matriz cultural falogocentrista (Butler, 2007). Por esta razón, el afeminamiento que supone el homosexual lo lleva a ser concebido a través de la imagen de la persona dominada: una especie condenable, más o menos monstruosa o ridícula. Su (re)construcción caricaturesca evidencia la concepción de que el homosexual es un desorden contranatural, una mutación, una farsa, una irrealidad, una imagen impugnable, ya que los rasgos identitarios y genéricos de un hombre y una mujer deben ser estables, nunca movedizos, y en su imagen presentan desestabilidad interna (psicológica y sexual), se combinan de forma aberrante. La de un homosexual afeminado, por tanto, es siempre una imagen desvalorizada, difundida por la voz hegemónica y sostenida por la asimetría absoluta entre la heterosexualidad deseable y la homosexualidad lamentable. La homosexualidad castigable.

Quizá en apoyo de esto último, el narrador deja oír y ver en su enunciación y caricatura ecos y trazos intertextuales de la imagen de san Sebastián. Al aureolar a Ramírez, el narrador no está performando un acto hagiográfico, por el contrario, ejecuta un rebajamiento paródico, tratando de homologar la violencia padecida por Ramírez con la de aquel santo, bajo una lluvia de flechas, atado a un poste, por orden del emperador Maximiliano. Desde el Renacimiento, dicho santo ha sido retratado pictóricamente como un joven desnudo quien sufre a la vez placer y dolor y, en consecuencia, se lo ha considerado el primer ícono homoerótico; de ahí que, con este sentido, su figura haya sido empleada en literatura, por ejemplo, en textos autobiográficos de Wilde, poéticos de Federico García Lorca o dramáticos de Tennessee Williams. El narrador, pues, parece valerse de tal significado para presentar visualmente una farsa del sujeto homosexual quien experimenta la injuria, a modo de un mártir: un ser despreciable que continúa defendiendo sus prácticas desviadas, a pesar de que socialmente se señala su categorización patológico-criminal y se lo obliga a callar, a desaparecer. ¡Antes mártir que confesor!

Tal acto paródico demuestra, una vez más, cómo no basta quedarse en el nivel de la risa, sino plantear injuriosamente una auténtica agresión, no solo física, sino también simbólica, contra el homosexual. Por eso, el narrador expresa que se ha ensañado contra Ramírez. De ahí que su dibujo no solo articule una caricatura, una farsa, sino también un sarcasmo, al exaltar cruel e insultantemente mediante la exclamación final del fragmento anterior lo esperpéntico de Ramírez.

En fin, no importa si el difunto era o no en realidad homosexual: aun cuando no es cierta, la injuria sigue siendo efectiva (Mira, 2004), y ello se puede observar con mucha más frecuencia en los casos mediados por el afeminamiento. El narrador se esfuerza, o más bien le sale natural (poco se esfuerza porque la injuria le es natural) intuir, describir estilísticamente y dibujar sarcásticamente a Ramírez como un afeminado a partir del escrutinio de sus fotografías. Con tal caricatura, el narrador convierte la susodicha prosopografía de Ramírez en una etopeya.

3.4.5 Las abducciones

Como señala López Alfonso (2000), la contemplación obsesiva de las fotografías de la víctima desde la óptica de un prejuicio nato de una ambigüedad de la crónica (“ERA VICIOSO”) le permite al narrador llegar a “lógicas conclusiones”:

El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);

Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;

Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;

Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero. Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad. Solo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades12(Palacio, 2013, pp. 34-35)

La injuria, en su objetivo de moldear las relaciones con los demás y el mundo, perfila la personalidad, la subjetividad y al mismo ser del individuo. Por eso, la injuria es simultáneamente apresamiento y desposesión. De ahí que la conciencia del sujeto gay se convierta en otra al ser investida por los demás (Eribon, 2001). El narrador, en efecto, lo demuestra en el fragmento anterior, al otorgarle al objeto homosexual cuatro atributos:

  1. 1. Un nombre, a partir de una relación intertextual con la nariz aguileña y puntiaguda que presentan los bustos del emperador romano Cayo Octavio Turino; una relación, por cierto, nada arbitraria, ya que desde el siglo XIX las referencias a la cultura clásica han funcionado como un recurso de homotextualización13 para legitimar la palabra e imágenes homoeróticas (Campos, 2015).
  2. 2. Una edad calculada a partir de las fotografías, pero que –tampoco accidentalmente– es casi exacta a la de Wilde (40 años) cuando en 1895 fue acusado de sodomía, inmoralidad y condenado judicialmente. Tal edad lo acercaría a la del escritor irlandés, el estereotipo de homosexual que a finales del siglo XIX comenzó a sufrir represalias, por las que debió emigrar de su país.
  3. 3. Un estatus económico, que lo rebaja y sitúa en un estrato social menor, acorde con la inferioridad que comporta per se el homosexual en relación con la salud pública, la legalidad, la moral y la religión. El homosexual es, por excelencia, la figura de la decadencia social (Mira, 2004).
  4. 4. Una procedencia foránea porque, primero, el extranjero es el otro; segundo, es el único vicioso (Manzoni, 2000). Además, Castillo de Berchenko (2000) señala que todos los personajes masculinos de Un hombre muerto a puntapiés son ecuatorianos, de clase media urbana (profesionales, comerciantes, funcionarios, estudiantes) y se relacionan con mujeres. En otras palabras, el cuentario propone que el hombre ecuatoriano es heterosexual; por eso, únicamente se puede entender a Ramírez como un extranjero, ya que la homosexualidad no solo se asocia con un orden social bajo, sino que también viene de fuera. En el imaginario colectivo nacional prima la virilidad, no hay homosexuales.

Con estos “precisos datos”, pues, el narrador avanza en la nominación, apropiación e investidura del objeto homosexual; con ellos, unifica la prosopografía y etopeya anteriores en un retrato total de la personalidad asignada de Ramírez. Empero, como si fuera poco, necesita demostrarle al habitus homofóbico que no se equivoca: su actitud paródica e ironía lo conduce a ratificar su verdad intuida a través de una serie de abducciones.

A finales del siglo XIX, surgió en las ciencias sociales un nuevo paradigma epistemológico basado en el indicio o detalles marginales:

La abducción es el proceso de formación de hipótesis explicativas. Es la única operación lógica que introduce una nueva idea [...]. La presunción o más precisamente la abducción, proporciona al razonador la teoría problemática que la inducción verifica. Al encontrarse con un fenómeno distinto del esperado en las circunstancias dadas, examina sus características y advierte algún carácter o relación especial entre ellas, que de inmediato reconoce como característico de un concepto que ya está almacenado en su mente, de manera que se avanza una teoría que explique lo que resulta sorprendente en el fenómeno (Pierce, s. f., citado en Holst, 2000, p. 423)

Desde entonces, el modelo policial se basó en este paradigma; por eso, ante la desestima de la deducción y la inducción, el uso de este método termina de poner en diálogo intertextual al narrador alodiegético con Holmes y Dupin (Holst, 2000).

Según se ha expuesto, la intuición conduce al narrador a conclusiones que no pueden demostrarse lógicamente; no obstante, llega a ellas mediante un impecable encadenamiento de causa-efecto basado en el capricho y asociaciones mentales de carácter diverso. Palacio estaría marcando así dentro de su poética una separación entre la verdad y la creación artística elaborada con base en una lógica autónoma que no se identifica con la que rige a aquella, según Fernández (2000a).

Las posibilidades o, como las llama Vallejo (2005), la serie de elucubraciones que el narrador baraja, (re)asumen que Ramírez es homosexual e inventa su historia sobre la agresión desligada ya de cualquier referencia con la “realidad real” que la nota periodística presentara. Pero, ¿cuáles son las abducciones que aquel elabora?

Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro14 no quería, no podía decirlo. (Palacio, 2013, p. 35)

A pesar de que el tabaquismo se ha apreciado como un vicio perjudicial para el individuo y la población en general, una enfermedad genuinamente social cuya desviación de salud es encomiable corregir (Chávez et al., 2004), tanto como la del homosexualismo, el narrador ignora esta cuestión y, en su lugar, desautoriza las palabras del difunto y lo acusa de mentiroso. Pocas o muchas, no interesa cuántas haya alcanzado a declarar realmente Ramírez. Cada vez que un sujeto muestre rasgos sospechosos, la injuria recae sobre él con el propósito de restarle humanidad y estigmatizarlo. Por consiguiente, pasa a convertirse en un estereotipo y su discurso queda desautorizado. Como se trata de un enfermo o un resentido, “queda desautorizado para hablar de sí, y sus palabras siempre serán reinterpretadas y corregidas. La homofobia es un posicionamiento de autoridad. La homosexualidad es siempre una otredad” (Mira, 2004, p. 66). Así, la ejecución y reproducción de la injuria responden a un imperativo explícito y contundente: la “obligación de poner coto a las voces de los homosexuales permanece viva y, más que ser simplemente legítima y aceptable, está perfectamente interiorizada como parte del habitus” (Mira, 2004, p. 66). Sin duda, el narrador cumple, por honradez homofóbica, con tal obligación injuriosa.

El narrador examina posibilidades para revelar qué vicio comportaba Ramírez: “Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo”(Palacio, 2013, p. 35). Dentro de aquellas, descarta el alcoholismo, “porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna” (Palacio, 2013, p. 35). Rescata, por el contrario, el empecinamiento de Ramírez en no declararse ante las autoridades. Y es que frente a la injuria “el homosexual siempre pierde. Si se refugia en la mentira, queda atrapado por ésta. Si confiesa, pierde legitimidad. Por muy poco que le preocupe el insulto, queda reducido a la impotencia” (Mira, 2004, p. 66). De ahí que el narrador advierta sobre el sonrojo de Ramírez: su vergüenza de ser y decirse homosexual, ya que la injuria deja huellas en la memoria y en los cuerpos de los sujetos gays y, en consecuencia, estos comportan actitudes corporales como timidez, malestar, vergüenza, resultado de la hostilidad producida por el mundo exterior (Eribon, 2001). Si Ramírez no hubiera comportado tal vergüenza:

[...] ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones:

“Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos15, me ha puesto en este estado” o

Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí” o

Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos16”? Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.

También era muy fácil declarar:

“Tuvimos una reyerta.” (Palacio, 2013, pp. 35-36)

En la primera confesión hipotética, se encuentra implícita la demanda de que el hombre debe comprobar su masculinidad en tanto preñador y procreador, por lo que se habría lanzado a la defensa del honor de su hija, aunque hubiera perdido el combate, no por débil, sino por desventaja. En la segunda, el honor entra de nuevo en juego al estilo de los textos dramáticos del Siglo de Oro español, pero aquí Ramírez sí habría comportado debilidad frente a la fuerza física que todo verdadero hombre debe tener. En la tercera, la causa sería la promiscuidad que, aunque contraviene el contrato religioso y moral, es más permitida que la homosexualidad, porque los hombres demuestran su llamado a ser activos sexualmente, aunque ello implica aceptar hasta cierto grado la venganza o el castigo merecido dentro de una enmienda moral. Siendo la más ambigua por general, ante la cuarta confesión Ramírez habría conocido y delatado el nombre de los agresores. En resolución, lo realmente significativo sobre todo de las tres posibles confesiones es la asumida heterosexualidad de Ramírez. Al ser esta la forma normativa, coloca a los sujetos mediante el matrimonio y el parentesco dentro de una dinámica institucional legítima y valorada, ante la cual habría que sentir orgullo, no vergüenza como sí experimentó Ramírez por no ser heterosexual, según el narrador.

En fin, este construye a Ramírez de manera arbitraria, siguiendo el método de la abducción, pero también siguiendo la verosimilitud literaria respecto del estereotipo y prejuicio enseñado por el habitus homofóbico. A todas luces, siguen una verosimilitud que depende de la subjetividad del narrador: una verosimilitud falsa e independiente de la “crónica roja” y la realidad verdadera que esta pretende afianzar (Corral, 2000) y aun independiente de la vida de Ramírez, la cual deja de importar cuando este es nominalizado. Al final, su serie de abducciones constituye un collage, ya que incorpora y desecha posibilidades textuales de forma que va construyendo así la narración (Manzoni, 2000).

3.5 La hipodiégesis

De acuerdo con Genette (1989), la hipodiégesis es una narración en segundo o tercer grado, en la que el enunciado (el contenido de la enunciación) se multiplica en dependencia del acto narrativo heterodiegético o alodiegético de origen.

Tanto la extradiégesis como la intradiégesis sirven de pre-textos: marcos para una hipodiégesis a cargo del narrador alodiegético innominado. Él pasa, entonces, de una función de lector ficticio de la “crónica roja” a la de autor en términos foucaultianos (Corral, 2000). En otras palabras, más que un productor individual de texto, pasa a ser un indicador de veracidad: un principio de agrupación del discurso mimético, repetitivo y circulatorio (hipodiégesis), a medida que controla la relación de este con el poder (hegemónico heteronormativo), la disciplina identitaria (heterosexual) y la voluntad de verdad (del habitus homofóbico).

Lo anterior genera que la voz se vuelva heterodiegética editorial con una focalización cero, ya que en esta “el poder del narrador es tal que se sitúa por encima de la mente de sus personajes” (Molina, 2007, p. 52). Además, desajusta la linealidad de la narración hasta el momento: ahora se opta, en el nivel del orden, por una analepsis, para (re)discurrir sobre los hechos, reescribir los pasos y la vida de Ramírez, esclarecerlos, en el nivel de la duración, por la escena, con el fin de representar dilatada e isocrónicamente los acontecimientos reales. Después de una ardua estrategia de reconstrucción, por tanto, estos tres elementos narratológicos le permiten a la voz heterodiegética (re)construir otro texto de placer a medida que llena (con su verdad intuida, dibujo y abducciones) los vacíos generados por la ambigüedad del adjetivo “vicioso” en la nota periodística. Así pues, le ofrece al lector el placer de la realización: la proeza de mantener la mímesis del lenguaje heteronormativo y homofóbico mediante el desvelamiento de la verdad sobre “la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García” (Palacio, 2013, p. 37) en sus propios términos.

En los primeros tres párrafos, el narrador retoma los cuatro atributos con que había investido en sus “lógicas conclusiones” a Ramírez. Subraya su estatus socioeconómico inferior. Como se indicó en la nota 11, el narrador alodiegético intenta resaltar su condición económica, deseando quizás establecer, en apoyo del discurso heteronormativo, que el heterosexual es estable y, por el contrario, el homosexual, en atención del estereotipo, es miserable y de baja categoría. De ahí que venga a subrayar las limitaciones económicas de Ramírez y las dé además como causa de su imposibilidad de relacionarse con mujeres, ya que no tiene la solvencia para garantizar ni su interés, ni sus halagos y mucho menos proveerla (como demanda la masculinidad hegemónica) en un posible matrimonio: “Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres” (Palacio, 2013, p. 37). Valiéndose de este prejuicio, explicita inmediatamente la categorización decimonónica de desviación y degeneración del homosexual y la consecuente muerte lógica que, por fatum, le corresponde. Se asume que el sexo es destino, como dijera Beauvoir (2016), y si el homosexual transgrede la biología masculina, así será irónicamente su desenlace funesto: “Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos”(Palacio, 2013, p. 37).

Asimismo, presenta el escenario de los acontecimientos: “Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad, teatro del suceso”(Palacio, 2013, p. 37). Anteriormente, se mencionó que la crítica ha señalado la configuración de la ciudad como un teatro violento y horroroso dentro de la producción palaciana. Si bien ello es cierto, también vendría a representar el habitus homofóbico y su práctica injuriosa ya que:

Aunque la ciudad representa la aspiración a la libertad y a la realización de[l gay], puede ser también el lugar de la desdicha. Puesto que los homosexuales están condenados a la ciudad, lo están asimismo a toda la violencia que la ciudad puede contener: las agresiones en los sitios de ligue, el acoso policial, la transmisión de enfermedades... (Eribon, 2001, p. 64)

Igualmente, la ciudad representaría un espacio conservador opuesto a la apertura que las sociedades modernas del siglo XX ejecutaron en busca del progreso socioeconómico y a medida que se manifestaba dicha apertura, también se amedrentaban las formas híbridas y multiculturales en las que lo extranjero era un ingrediente más. De ahí que se refrendara el cierre de las fronteras sociales y emocionales para constituir mejor ciertas identidades que eran leídas ideológicamente como superiores (Parrini y Brito, 2012). Esto ayuda a comprender mejor por qué se le atribuye la extranjería a Octavio: no solo es el otro y el vicio viene de fuera, sino que amenaza con contaminar la unidad del perfil hegemónico de la identidad nacional heterosexual.

Acto seguido, el narrador heterodiegético retrata a Octavio Ramírez:

La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.

Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso. Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.

Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más.Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas... (Palacio, 2013, pp. 38-39)

Nótese de nuevo el uso de la expolición para, esta vez, insistir e intensificar el deseo homosexual. En esta descripción del deseo de un díscolo hay cierto expresionismo cinematográfico, dice Corral (2000). Por su parte, Salvador afirma al respecto:

El magnífico estilo narrativo de Palacio nos transmite la angustia del homosexual aguijoneado por sus instintos, y con ello nos permite vislumbrar la tragedia del hombre que la sociedad margina por temor a lo diferente y prejuicio hacia lo desconocido (2013, p. 14)

Como en las del narrador, se puede leer en las palabras de estos dos críticos trazas de la idea de que el homosexual siempre es y será indócil ante sus deseos y, por tanto, víctima de sus instintos desviados.

Freud (2007) definió el deseo como la manifestación de una carencia inconsciente, una falla fundamental en la historia y estructura de todo sujeto, a la cual tratan de responder distintos objetos de deseo (personas, entidades, ideales, entre otros). Sin embargo, la heterosexualización del deseo exige e instaura el binarismo masculino/femenino para especificar el deseo de un cuerpo y, por consiguiente, concebir como inteligible su persona (Butler, 2007). De ahí que el mismo Freud (2007) clasificara en tres categorías la conducta y el deseo de los invertidos, de acuerdo con el criterio de lo normal: 1) invertidos absolutos, cuyo objeto del deseo es del mismo sexo; 2) invertidos anfígenos, cuya inversión no es exclusiva porque su objeto de deseo puede pertenecer a uno u otro sexo; 3) invertidos ocasionales, cuyo objeto del deseo puede ser del mismo sexo, debido a condiciones exteriores como la carencia de objeto sexual normal o imitación. Esta heterosexualización del deseo y categorización patológica contribuyen con el cuestionamiento y la sanción del deseo homosexual ya que, como su cuerpo, no posee regulación ni validez y, por tanto, tiene que ser reprimido. Así pues, el narrador describe el de Octavio como un deseo absolutamente invertido, un pecado en tanto lujurioso, así como moralmente vicioso por lo inseguro, malsano y, en consecuencia, transgresor, destructivo: “el homosexual aparece irremediablemente «corroído» o «envenenado» por su vicio” (Mira, 2004, p. 67).

Su deseo lleva igualmente al homosexual a vagar. A modo de un flâneur, Octavio visita y recorre el centro de la ciudad, pero no encuentra cabida en este. Su forma de vida solo puede mostrarse entre la oscuridad y la multitud (Artieda, 2002). Él se pasea entre una implícita muchedumbre porque es el fantoche, el personaje de quien habla la crítica contemporánea al señalar la pérdida de centro, de integración, en las urbes modernas (Robles, 2000). De ahí que Corral (2000) afirme que Palacio vierte en Octavio al inadaptado, alienado, extraño, forastero, intruso, extranjero, siguiendo el esquema del outsider de Colin Wilson. De cierto modo, en el vagar de Octavio se aúnan la mirada modernista y realista que en algún momento se consideraron separadas y aun antagónicas; se aúnan, “pues una y otra mirada

–a pesar de sus diferencias– coinciden en una separación insalvable de la realidad” (López Alfonso, 2000, p. 376), en este caso, al separar al homosexual del centro, al sujeto irreal de lo real. Octavio vaga por el centro de la ciudad sin encontrar arraigo ni aceptación porque su sitio es la periferia. Debido a esto, regresa al arrabal, un ambiente marginal y decadente del que procede y pertenece. A propósito, obsérvese el símil que homologa al homosexual con el mendigo, pues ambos son de la bajeza social, vagabundos. El arrabal se presentaría, entonces, como un símbolo nictomorfo17 debido a su oscuridad, su negatividad, su carácter enmarañado y laberíntico, que tiende a perder a los sujetos de su condición real y los conduce a la muerte.

El deseo lleva al homosexual no solo a vagar, sino también a divagar. Octavio alcanza a padecer debilidad, palidez, desfallecimiento, en tanto lo femenino se manifiesta en él y lo impulsivo se sobrepone a lo racional. Por eso, en cierta medida, su deseo lo vuelve viscoso, resbaladizo, sobre el espacio físico de la sociedad y sobre el cuerpo real de los hombres. De ahí que su desenfreno lo lleve a acosarlos. En su descripción, en efecto, el narrador actualiza el estereotipo malditista del homosexual de finales del siglo XIX, porque su acoso explicaría la reacción de sus victimarios. La diferencia con respecto a las formas dominantes de deseo y sexualidad suele ser el factor previo y clave para entender la violencia homofóbica, ya que el deseo del homosexual es signo del odio y desprecio (Parrini y Brito, 2012). Así lo continúa presentando el narrador:

Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquél estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente (Palacio, 2013, p. 39)

Hasta aquí, Octavio Ramírez, por su insatisfacción, representa para:

  1. 1. Corral (2000) aquellos personajes raros y vacíos que recorren todo el cuentario de Un hombre muerto a puntapiés, los cuales quieren dejar de ser inadaptados, equilibrarse y olvidar su frivolidad para tener más vida dentro del orden hegemónico.
  2. 2. Castillo de Berchenko (2000) a los personajes palacianos mediocres y conmovedores, quienes muestran una estructura social degradada, corroída, desvalorizada, vacua; una adocenada cotidianidad; realidades sociales y personales desprestigiadas. El homosexual aparece como el héroe anómalo y extraño dentro de la estética de lo horrible que Palacio ofrece a través de una galería variopinta de héroes monstruosos de patética humanidad problemática y víctimas de escarnio de aquella mirada externa que los convierte en objetos.
  3. 3. Carrión (2000) y Robles (2000) el enfrentamiento entre la anormalidad y la normalidad.
  4. 4. Ruffinelli (2000) los personajes marginados de Palacio, dentro de los cuales no puede faltar, por supuesto, el pederasta.

¿Sobre qué están basadas estas lecturas de la crítica sino sobre la heteronormatividad y el prejuicio homofóbico? Ellos confirman cómo el homosexual, según Mira (2004), es la figura de la degeneración social, el estereotipo de la decadencia moderna. En este sentido, Octavio Ramírez actualiza a Óscar Wilde. Castillo de Berchenko (2000) corrobora que el homosexual es el personaje anómalo privilegiado por Palacio, ya que lo configura como tal, sin tapujos ni enmascaramientos. Por eso, el narrador elige, para modular el tratamiento de la monstruosidad, la enunciación del caso clínico y social de modo que Octavio Ramírez es el “icono representativo de la deformidad, la inarmonía y el caos, pero dotado de la más profunda humanidad” (Castillo de Berchenko, 2000, p. 302). Para esta autora, como para la mayoría de la crítica, pues, el homosexual es así: un monstruo, pero con cierta humanidad. De nada le vale la conjunción adversativa a Castillo de Berchenko: su prejuicio está (re)marcado (in) conscientemente en su lectura (transindividual). Esta continúa y recalca la monstruosidad y animalidad de Octavio Ramírez a medida que subraya el placer del narrador:

Centrada en la recreación de sensaciones intensas, la escritura avanza a sobresaltos, sobre todo porque el discurso del narrador contrapone con acierto los efectos físicos exteriores a las violentas vivencias íntimas de su criatura: el placer animal extremo subraya así la desmesura del acto evocado y la representación de la monstruosidad se completa y reconstruye con los trazos vívidos de lo horrible en el imaginario del lector (Castillo de Berchenko, 2000, p. 306)

A pesar del calado (in)consciente que el prejuicio homofóbico haya tenido en las lecturas de la crítica de este cuento, Octavio Ramírez no es un héroe, ni siquiera un héroe del subsuelo en término bajtiniano; él ni siquiera tiene voz, simplemente es (re)presentado, en tanto objeto, como un villano, un cobarde, una amenaza. Por eso, en el anterior fragmento de la hipodiégesis, el narrador trata de demostrar, principalmente, cómo el deseo homosexual intenta mancillar el honor de la masculinidad mediante insinuaciones, aproximaciones o tocamientos. Y no es el de cualquier hombre: es el del obrero, la base y fuente proveedora de la unidad e institución familiar popular. Mientras aquel, preocupado por esta, trabaja, el homosexual solo piensa en placer (Mira, 2004), o como explicita el narrador: piensa solo en el ofrecimiento sexual y la prostitución –al respecto nótese la feminización peyorativa de Octavio por medio de marcas lingüísticas de género–. Su promiscuidad se opone al compromiso y estabilidad religiosa del matrimonio (Mira, 2004). En todo caso, el honor masculino ofendido suele servir como coartada y estrategia explicativa para la violencia (Parrini y Brito, 2012), la cual puede ir desde “una carcajada”, “una palabra sucia” o un “empellón” hasta el asesinato. Y hacia aquí encamina el narrador a Octavio:

Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.

—¡Pst! ¡Pst!

El muchacho se detuvo.

—Hola[,] rico... ¿Qué haces por aquí a estas horas?

—Me voy a mi casa... ¿Qué quiere?

—Nada, nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso... Y lo cogió del brazo.

El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.

¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.

Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:

—¡Papá! ¡Papá!

Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo (Palacio, 2013, pp. 39-41)

La libertad literaria y prejuiciosa del narrador es tal, que se atreve a poner en boca de Ramírez palabras que según él aquel hubiera dicho si tuviera la oportunidad. Se vale, para ello, del discurso directo. Con esta modalidad no solo reproduce verosímilmente, inventa, las alocuciones mancillantes de Octavio, sino que también, por un lado, lo caracteriza como pederasta, y por otro, presenta sus tendencias depravadas y hábitos proselitistas. En este diálogo, el narrador busca visibilizar cómo el homosexualismo promueve la degeneración urbana a través del proselitismo, ya que cualquier sentimiento de solidaridad entre los homosexuales atrae activamente a otros a su círculo y centros de encuentro, los cuales poco a poco se vuelven más visibles y conocidos. “Esto haría que pudieran ejercer atracción sobre jóvenes inocentes o sobre quienes se entregaban erróneamente a la experimentación” (Mira, 2004, p. 56). El proselitismo, pues, parece nutrir el temor provocado por la idea de que la proliferación homosexual siempre va en aumento en ciertos períodos de la historia de las sociedades, como si antes no hubieran existido homosexuales y ahora prevalecen por todas partes (Robb, 2012). En consecuencia, el homosexual se convertía en una amenaza para el orden no solo familiar, sino social en general. De ahí la urgencia de atacarlo, erradicarlo, ejecutar un proyecto de eugenesia, inclusive con violencia, si la situación lo amerita, como desea el narrador:

Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.

—¿Que quiere usted, so sucio?

Y le asestó un furioso puntapié en el estómago.

Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.

Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.

¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!

Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!

Así:

¡Chaj!

con un gran espacio sabroso.

¡Chaj!

Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!

¡Como batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!

¡Chaj!

¡Chaj! Vertiginosamente

¡Chaj!

en tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas (Palacio, 2013, pp. 41-42)

Salvador (2013) legitima la rabia y castigo que el padre del muchacho manifiesta contra Octavio, pues considera que es la única forma que un trabajador quiteño conoce en esas circunstancias. En otras palabras, este crítico aprueba que el hombre heterosexual únicamente sepa reaccionar con violencia contra el homosexual. Como con el empellón, se nota que el victimario actúa un odio que no solo es individual y psicológico, sino también de carácter colectivo y social (Parrini y Brito, 2012).

A propósito, obsérvese el nombre que le da el narrador al victimario: Epaminondas fue un general tebano homosexual, famoso por su sentido de la justicia (Corral, 2000). Antes Cayo Octavio Turino y ahora Epaminondas: se adivinan los gustos del narrador por lo clásico. Este parece rescatar los sememas de la justicia y la virilidad militar del tebano e ignorar el de su homosexualidad. No obstante, ¿estará planteando acaso el prejuicio social (y presente aun dentro de la comunidad LGBTIQ) de que el homosexual que comporta un rol activo es superior al que comporta afeminamiento y un rol pasivo? Por otra parte, el narrador muestra en su hipodiégesis a un victimario. ¿No eran “unos individuos” en la nota periodística? Otra prueba más del método ficcional hegemónico que ejerce el narrador (agente heteronormativo) sobre el otro.

Epaminondas comienza con su serie de puntapiés la cual, por espléndida y maravillosa, constituye todo un género de violencia, que no es sino la homofóbica, la injuria. Este tipo de violencia viene a ser una especie de respuesta a la que los sujetos homosexuales ejercen de manera insana y repugnante contra el orden social, la naturaleza, las formas legítimas de la sexualidad y el afecto18(Parrini y Brito, 2012).

Sin embargo, la frase en que se aparece el término “género” resulta polisémica, ya que en ella se puede leer asimismo sexo. Históricamente, sexo siempre ha sido género: una categoría política creada por la sociedad heterosexual, para que funcione como principio unificador del yo encarnado según el orden sexo-género-deseo y conservar esta unidad por encima y contra un sexo opuesto (Butler, 2007). De modo que, sería posible leer que Epaminondas (como agente heteronormativo) le propina a Octavio un puntapié justamente en su “género”, su sexo fallido, desviado, ridículo, a fin de enderezarlo o, mejor, exterminarlo.

Aun así, el victimario se encarniza principalmente contra la “nariz”. Esta puede considerarse, desde una perspectiva psicoanalítica, una especie de alomorfo simbólico del falo, debido a su largura, dureza y representar justamente la erecta matriz cultural falogocentrista que en el homosexual se ponen en crisis. Como el falo, la “nariz” es uno de los órganos de los que depende la marcha del cuerpo físico y social: ambos mantienen la vida (Chevalier y Gheerbrant, 1988).

Como se adelantó, el uso del símil se orienta a cercenar a Ramírez, cosificar sus órganos y restarle esencia humana. Según Hadatty Mora (2000), en el fragmento anterior la “nariz” de Octavio provoca a Epaminondas: su figura y rostro en general le son risibles y, en cierta medida, justificarían su muerte. El segundo y tercer símil resultan crueles por su ubicación, ya que aparecen en el momento de la agresión. Cuatro comparaciones violentas, en una disposición progresiva, iluminan uno a uno los puntapiés. Se trata de imágenes gráficas y dinámicas, cuyos núcleos –infinitivos en función sustantiva y un sustantivo– connotan el movimiento decadente y el poder conforme aumenta la violencia. Obsérvese asimismo la cosificación presente en tales símiles: Ramírez es “naranja”, “varillas de paraguas”, “nuez”, “suela de zapato” y, tan solo al final, una nariz, pero ya partida, sin carácter humano.

A estas chirriantes imágenes las acompaña un procedimiento visual (las onomatopeyas de los golpes unidas por un corchete a una frase o adverbio), que contribuye a hacer de este relato una experiencia excepcional dentro de la literatura vanguardista latinoamericana según Oviedo (2001). El tinte jocoso de la narración alcanza su culmen en las mentadas onomatopeyas de los puntapiés según Salvador (2013). Este recurso vanguardista tan aclamado por la crítica no hace sino describir plásticamente el placer de la saña en un crimen de odio por homofobia: el excedente de violencia física y simbólica; la explicación racional –de ahí el valor del relieve gráfico y explicativo– que permite reconocer el odio, desprecio y rechazo actuantes en este tipo de crímenes (Parrini y Brito, 2012); la invitación, cuando no un mandato, a demostrar y reforzar la masculinidad heterosexual agresiva, activa sobre el sexo desviado; el escarnio contra el afeminamiento, las no-marcas externas y explícitas de virilidad; la afrenta contra la categoría patológico-criminal de principios del siglo XX. Nótese cómo, en el primer procedimiento visual, el adjetivo “sabroso” al final de la especie de didascalia describe el carácter grato, el placer de crujido de la nariz, la fractura del pederasta para el narrador y, por ende, para el habitus homofóbico.

Ambos procedimientos visuales de la saña se ven reforzados por el caricaturesco final que, a modo de un efecto de sonido-golpe representado por pajarillos revoloteando la cabeza de una víctima en las películas y cortos animados, (re)marca lo grotesco. Este se encuentra dentro de la retórica de la injuria y su vocabulario (Mira, 2004). Afirma Vax: “No se ríe ante lo grotesco de la misma manera que ante lo cómico” (1960, p. 15). Esto sucede, porque lo grotesco es una categoría estética basada en la combinación de lo humorístico y lo terrible, entendiendo en este último lo monstruoso, lo terrorífico, lo macabro, lo escatológico, lo repugnante o lo abyecto. Por tanto, la suma de la descripción plástica de la saña más el trazo caricaturesco último dejan como resultado que el retrato del narrador sobre Ramírez se eleve hasta el grado de una estigmatización sistemática, su ironía hasta el sarcasmo y su risa hasta la befa.

El narrador revive a Ramírez ante la sociedad para desprestigiarlo. Él actúa como un buen hombre (agente heteronormativo) por el bien de la patria y la mayoría. Por eso, no teme en decir la verdad. Él tiene la capacidad para (re)componer la historia del otro. Con su hipodiégesis, apela rotundamente al lector para que este no sienta compasión por Octavio y su tragedia, pues supone que el lector, como él, no (man)tiene ningún parentesco ni relación afectiva con un sujeto homosexual. Siguiendo a Barthes (1993), se podría afirmar que el narrador, desde su rol de autor, demuestra con rigor los rasgos inestables del homosexual para querer asir a los lectores con el lenguaje hegemónico y perpetuar en el tiempo los rasgos estables de la identidad heteronormativa.

Durante los estudios sobre violencia, se recomienda distinguir cuatro niveles de esta: individual, comunitario, social e institucional. Por lo general, los discursos sobre crímenes de odio por homofobia están atravesados por los dos últimos niveles, ya que evidencian cómo un sujeto asesina a otro motivado, en parte o completamente, por un odio hacia su conducta, orientación sexual o identidad de género. Considerando estos niveles, Parrini y Brito (2012) particularizan los crímenes de odio por homofobia según: 1) el contexto cultural de rechazo y discriminación hacia los sujetos LGBTIQ; 2) las instituciones de justicia y seguridad pública que permiten y fomentan (in)directamente la impunidad de los crímenes y violencia contra los sujetos LGBTIQ, y producen una doble victimización en caso de denuncia; 3) las redes sociales y comunitarias débiles o fragmentadas que no ofrecen protección y cuidado a los sujetos LGBTIQ; 4) los sujetos que viven en contextos de vulnerabilidad psicosocial y enfrentan peligros añadidos e innecesarios para desarrollar su sexualidad, deseo, identidad, sociabilidad o trabajo. Con base en lo anterior, se podría decir que los factores 1 y 2 motivan al narrador heterodiegético a componer su hipodiégesis, en la cual ilustra claramente el factor 4.

El rango de conductas criminales en estos casos va desde las amenazas verbales hasta el asesinato, pasando por los golpes y la violencia sexual (Parrini y Brito, 2012). Epaminondas ejemplificaría tales conductas, salvo la última.

Estos determinantes aunados al deseo de Octavio permiten pensar, pues, que el contado en la hipodiégesis constituye un crimen en contexto de discriminación y vulnerabilidad. Los de este tipo son crímenes donde el odio no es el principal motivo; más bien, se deben a la vulnerabilidad de la víctima dada su identidad sexual, deseo, apariencia, usos de su cuerpo y prácticas sexuales:

La vulnerabilidad es un fenómeno contextual, en el que se entrecruzan coordenadas sociales de violencia, desprecio, discriminación, estigma y marginalidad con otras individuales: ocultamiento de la identidad sexual, vinculación erótica con sujetos desconocidos, uso de trabajo sexual, consumo de alcohol o drogas, entre otras. Si aquí hay trazos de odio, es ante todo un odio social, organizado institucionalmente e inscrito simbólicamente en el lenguaje del desprecio, los insultos, las burlas, los chistes. Los homosexuales, las personas transgénero y las lesbianas, especialmente cuando asumen algunos rasgos o comportamientos que son considerados impropios en cierto orden de sexo-género, son objeto de desprecio y estigmatización sistemática y forman parte del campo de las emociones sociales negativas hacia las identidades y las prácticas no heterosexuales (Parrini y Brito, 2012, p. 18)

¿Qué finalidad persigue, entonces, el narrador con este crimen en contexto de discriminación y vulnerabilidad? Además del daño causado a Octavio Ramírez, su crimen comunica un mensaje amenazante al resto de homosexuales o integrantes de la comunidad o minoría LGBTIQ. Recuérdese que la injuria es el signo de su vulnerabilidad psicológica y social. Un crimen de odio, en sus diferentes manifestaciones, resulta del encuentro entre distintas identidades (autodefinidas o atribuidas) y las formas violentas de simbolizar la diferencia en la construcción de relaciones sociales de subordinación y marginación. La diferencia se sustenta en ciertos rasgos corporales, formas de comportamiento o modos de vestir que permiten identificar la alteridad de un sujeto o un grupo con respecto a otro, condensar el desprecio del que puede ser objeto y motivar los comportamientos violentos. De ahí que todo crimen de odio trace un mapa social que distinga a unos grupos, comunidades y colectivos de otros, y afirme los límites decisivos para su constitución y solidez identitaria. Por tanto, el mensaje que comunican los crímenes de odio va dirigido tanto al grupo al que pertenece la víctima como al del victimario (Parrini y Brito, 2012).

Mensaje similar suele lanzar la prensa con su escarnio. Recuérdese que la hipodiégesis está construida intertextualmente sobre la “crónica roja” del Diario de la Tarde. La muerte de sujetos homosexuales ha sido fundamentalmente motivo de escarnios en la prensa19. Tales suelen refractarse en dos direcciones: 1) hacia las víctimas, que son culpables de sus propias muertes, por eso el escarnio se consuma en su asesinato; 2) hacia las comunidades y colectivos de homosexuales, lesbianas o trans, dado que anuncia lo que les podría suceder. Debido a estas dos direcciones, el discurso de la prensa ha sido sistemáticamente normativo, condenatorio, ridiculizante y ha colaborado en la reproducción y justificación social de la violencia (Parrini y Brito, 2012). El narrador comparte la retórica de la prensa al explicar los crímenes de odio por la víctima y no por el victimario: sean sus pasiones, rarezas o intenciones eróticas, cualquiera de estas justifica de manera comprensible el asesinato (Parrini y Brito, 2012). De ahí que la voz heterodiegética se encarnice contra Octavio, porque él tiene el poder para reproducir la dialéctica de los sexos, el sistema sexogenérico y la heteronormatividad; él tiene la legítima potestad de ejecutar la injuria. La literatura, para él, se convierte en escarnio: tiene la función de inventar al otro desde su criminalidad, pecado, degeneración y enfermedad, y contenerlo en la marginalidad, en su armarización, su invisibilidad obligatoria, o preferiblemente en su inexistencia, su irrealidad.

En definitiva, quien dice o, en este caso, escribe el ultraje sabe que tiene el poder (principalmente el de herir) sobre el otro y aun su memoria para construir un relato que vuelva reconocible en la estructura mental colectiva la vergüenza inscrita en lo más profundo de los elementos constitutivos de su personalidad. En este sentido, el relato hipodiegético constituye un enunciado performativo, dado que la injuria

es un acto de lenguaje –o una serie repetida de actos– por el cual se asigna a su destinatario un lugar determinado en el mundo [...] La injuria es un enunciado performativo: su función es producir efectos y, en especial, instituir o perpetuar la separación entre los «normales» y aquellos a los que Goffman llama los «estigmatizados», e inculcar esta grieta en la cabeza de los individuos (Eribon, 2001, p. 31)

La finalidad del narrador, este auténtico homófobo, al componer esta hipodiégesis es –sirvan las palabras de Mira– “evitar la expresión de la homosexualidad, no la práctica de la misma” (2004, p. 71).

Como se sostiene desde el epígrafe, el narrador necesita juzgar. Según López Alfonso (2000), aquel, desde su fantasía, reconstruye sádicamente el crimen, queriendo cometer personalmente de nuevo el asesinato, porque lo trágico no se encuentra tanto en el acto de matar a Ramírez, sino en su juicio, dado que en esta historia la verdad no tiene cabida. Por este motivo, López Alfonso (2000) considera que la verdad intuida por el narrador y presentada en la hipodiégesis se mueve a través del ámbito de la escolástica tan fuertemente arraigado en el mundo hispánico. El mecanismo escolástico de explicar mediante la razón una revelación religiosa y considerarla verdad absoluta permite, sin problema alguno, ligar la intuición del narrador no solo con el habitus homofóbico del siglo XX, sino también con las raíces de la homofobia en Iberoamérica.

3.5.1 La lógica detrás de la hipodiégesis

Mucho debatió el narrador alodiegético por encontrar cuál era el método más adecuado para sus fines. Tras decantarse por la literatura, su relato hipodiegético, finalmente, termina articulando el socio-humor a través de una lógica semejante a la del chiste. ¿Por qué? Primero:

El chiste, en sus más variadas aristas y temáticas, conjura el dolor, atraviesa los sentimientos y las sensaciones, exagera, se debate entre la diversión y la crítica, toca tabúes, estereotipos y prejuicios y se desborda en risas contagiosas que incitan a continuar con la cadena del deseo. Responde al deseo de volver cómico lo trágico, débil lo poderoso, insignificante lo trascendente (Pérez Yglesias, 2002, p. 186)

Aunadas a lo anterior, se pueden dar, entre otras, nueve características del chiste: 1) es anónimo; 2) posee un carácter popular, ya que usa recursos tradicionales del habla y ni el contador ni el receptor necesitan ser alfabetos; 3) se transmite de forma oral, pero cuando se pasa a la escritura o al dibujo, la caricatura o historieta conserva una serie de rasgos que marcan la voz; 4) es mimético; 5) resulta ambiguo aún en los casos donde se resuelve la ambigüedad; 6) es humorístico; 7) es caricaturesco, pues se construye como una exageración de rasgos, defectos, debilidades, acciones; 8) tiene un referente actual, pues se refiere a un personaje, acción, fenómeno, mito, estereotipo, tabú social de actualidad; 9) es valorativo en tanto juega con los valores y prejuicios de una sociedad. Con respecto a la hipodiégesis: se desconoce la identidad del narrador; surge como un relato popular a partir de otro igual para un público popular; comparte con la caricatura de la intradiégesis marcas injuriosas de la voz; reproduce miméticamente el lenguaje hegemónico heteronormativo; parte de una ambigüedad cuyo doble sentido sigue articulando a pesar de que pretenda aclararla; exagera el retrato de Ramírez, la violencia y la saña, lo cual le genera risa al narrador; actualiza el prejuicio homofóbico y el estereotipo del homosexual al tiempo que lo estigmatiza.

Segundo, dentro de las matrices del chiste, se encuentra la fórmula básica del relato. Esta parte de algunos elementos del contexto (personajes, hechos, etc.) para jugar con la verosimilitud de lo inverosímil. Su secuencia plantea, argumenta y resuelve cierta problemática al 1) poner en situación o escena a los personajes; 2) plantear el problema por resolver; 3) responder graciosamente al interrogante. Esta última función divide al relato en serio o cómico (o absurdo) y confiere a la secuencia narrativa su existencia de relato dislocado. La risa es provocada tanto por la intertextualidad, el juego de las palabras, lo absurdo de una situación, el doble sentido, así como por la mostración de un tabú, un prejuicio o un estereotipo (Pérez Yglesias, 2002). En su caso concreto, la hipodiégesis parte intertextualmente de la “crónica roja” como contexto del que toma al personaje de Ramírez y los acontecimientos primarios, los presenta, plantea el problema de su deseo desviado e irrefrenable, juega a llenar los vacíos de la nota periodística con una ficción verosímil, a partir de la ambigüedad de “vicioso” muestra el estereotipo del homosexual y el prejuicio contra él, busca que el lector responda hilarantemente también a su risa homofóbica.

Tercero, el socio-humor o el socio-chiste posee como mecanismo ideológico estructurante la ironía. Esta, por un lado, puede presentarse como una manera de burlarse de alguien o algo, ya que la ironía implica un ataque, denuncia o agresión contra un objeto/ sujeto específico y cumple una función desvalorizante al servicio del convencimiento. Por otro lado, se puede manifestar en su relación intertextual (ironía generalizada o paródica), intratextual (ironía retórica) o extratextual (ironía satírica); así como en sus posibilidades semántica (antífrasis) y pragmática (intención evaluativa). En tanto discurso (transformaciones intertextuales paradigmáticas) y texto (transformaciones intratextuales sintagmáticas), el chiste se plantea como un mecanismo de socialización: una relación con el otro a partir del diálogo (Pérez Yglesias, 2002). Se ha demostrado cómo el narrador alodiegético emplea la ironía para burlarse de Ramírez, desvalorizarlo y tratar de convencer al lector del prejuicio homofóbico, así como para establecer relaciones intertextuales con la crónica periodística, la narrativa policíaca, la caricatura, la sátira y la farsa, intratextuales con respecto al Ramírez, el lector y el comisario, y extratextuales con la nota del Diario de la Tarde.

Cuarto, como práctica significante, el chiste es ideológico. Como productividad (el sentido se produce en el momento mismo), aquel se construye a partir de una visión de mundo particular, un código lingüístico, unos presupuestos culturales compartidos, al menos de forma parcial, por quienes participan de él. Por eso, todo chiste constituye un acto colectivo y socializador, “que requiere de un contexto común, un lenguaje y una idiosincrasia que permitan la comprensión, la emoción compartida, la sonrisa tímida o la carcajada” (Pérez Yglesias, 2002, p. 187). De ahí que interesen los procesos de producción y consumo “condicionados por un tiempo, un espacio, un grupo social, una coyuntura específica, una ideología, un imaginario colectivo, una institucionalización particular” (Pérez Yglesias, 2002, p. 188). Así pues, el narrador rescata una nota de un diario burgués que 1) (re)crea la imagen colectiva del homosexual; 2) refuerza el prejuicio homofóbico; 3) se publica en un contexto donde el Código Penal aprueba la criminalización del homosexualismo. A partir de este consumo, se esmera desde el comienzo de la intradiégesis por afiliar con su risa, humor paródico e ironía al lector a la matriz heterosexista.

Sin embargo, puede que el lector comparta o desapruebe tal afiliación. En el chiste, el receptor llega a participar en el proceso de diversas maneras: con movimientos, ruidos, gestos, observaciones, risas, o bien refutaciones. Toma un papel activo, se vuelve participante, reproductor y productor al mismo tiempo. “La ironía del chiste exige al escucha (lector) tomar una parte activa suplementaria, no sólo en el proceso de decodificación sino también en su propuesta personal como contador” (Pérez Yglesias, 2002, p. 192). En este sentido, el chiste constituye un espacio dialógico (Pérez Yglesias, 2002), es decir, una zona de conflicto, donde convergen huellas ideológicas diferentes, relativas a discursos opuestos o contradictorios (Amoretti, 1992). En quinto lugar, por tanto, el relato hipodiegético constituiría, como el chiste, un espacio dialógico en que, justamente, esta lectura hermenéutica del cuento viene a reaccionar contra la ironía del narrador y a contrariar la injuria del habitus homofóbico desde el cual él emite su voz transindividual.

Sexto, el contador de chistes por lo general repite lo que escucha, pero lo hace imprimiéndole su sello personal, por eso, se aventura a orientar el chiste por sus propios senderos, agregando a la escena sus necesidades y necedades, experiencias y sentidos preexistentes, miedos y pequeñas venganzas cotidianas (Pérez Yglesias, 2002). No hay duda de que el narrador heterodiegético asume la palabra hegemónica y su poder heteronormativo para (re)contar, (re)escribir la historia de Octavio Ramírez a través del prejuicio, el estereotipo y la estigmatización. Combinando las palabras de López Alfonso (2000) y Pérez Yglesias (2002), aquel imprime en el relato hipodiegético su sádica satisfacción de haber cometido el asesinato a modo de pequeña venganza cotidiana.

Séptimo, el chiste suele criticar la autoridad, romper con ella, se muestra crítico y transformativo al desenmascarar el poder y amenazarlo para inducir a la reflexión; pero, al mismo tiempo, (re)marca mitos, tabúes, estereotipos y prejuicios. En tanto práctica significativa, subraya la diferencia (social, religiosa, política, étnica, de género), ya para relativizar y cuestionarla, ya para reproducir y consolidarla. Así, el chiste muestra los conflictos sociales y actúa como mediación. Por lo anterior, se puede afirmar que el relato hipodiegético sobre Octavio Ramírez comparte la lógica del chiste al reproducir una ideología dominante, en este caso la del habitus homofóbico, de modo que, burlándose, (re)afirma la violencia ejercida contra el homosexual. Como el chiste, este relato mimético de la injuria supone, en términos psicoanalíticos, una ganancia de placer que puede ponerse al servicio de la agresión (Freud, 2016). Como el relato hipodiegético

el chiste agrede, critica al sujeto del que habla o al que se refiere y produce placer en los escuchas. El sujeto del chiste puede ser más o menos despreciable, más o menos popular, más o menos represivo... El chiste parte de la posibilidad de estereotipar, de generalizar rasgos físicos caricaturescos, rasgos de personalidad fuertes o actitudes repetidas y criticables (Pérez Yglesias, 2002, p. 189)

El chiste trabaja un significado más o menos particular, aunque privilegia el significante. Para ello, se construye sobre la comparación. Dentro de sus tipos, se encuentra la comparación por contraste: aquella que conduce a una toma de partido o valoración, jugando con dicotomías, por ejemplo, autoridad/subordinado, hombre/mujer (Pérez Yglesias, 2002).

En octavo lugar, por tanto, se puede afirmar que el relato hipodiegético se cimienta básicamente sobre los contrastes heterosexualidad/homosexualidad, heteronormatividad/ diferencia. Este tipo de comparación es factible, como en el chiste, en la relación entre los mitos que lo respaldan (su génesis) y un ideal por alcanzar (lo que debería ser la realidad), en otras palabras, entre la homofobia y el orden sexo-género-deseo.

4. “Un hombre muerto a puntapiés”: Un asesinato de carácter

Si bien se ha propuesto que la hipodiégesis ilustra un crimen en contexto de discriminación y vulnerabilidad, la estrategia sobre la cual sostiene el narrador el caso de Ramírez a lo largo de todo el cuento se puede interpretar como un asesinato de carácter. Este, junto con asesinato de reputación o ataque al carácter, serían traducciones del término character assassination propuesto por Davis (1950) para referirse a una estratagema, un intento deliberado de perjudicar seriamente la reputación, cualidades, estatus social o logros de una persona. Atacando la vida personal, hechos de una biografía y características específicas individuales, los agresores –ya individuos, ya organizaciones– tratan de dañar política, moral, social y psicológicamente a sus víctimas y, por tanto, dependiendo de las circunstancias, eliminarla de una contienda, influir en la opinión pública, disminuir el apoyo de seguidores potenciales o conseguir cualquier otro objetivo más (Shiraev, s. f.).

La motivación para este asesinato está arraigada en el deseo del atacante y en claras motivaciones políticas que cuentan con el temor, ignorancia, envidia, sospecha, desconfianza, malicia, celos, frustración, codicia, agresión, rivalidad económica, inseguridad emocional y un complejo de inferioridad del público (Davis, 1950). Según Shiraev (s. f.), dicho acto no se restringe contra logros profesionales o políticos, sino que se concentran en factores contextuales relacionados con la personalidad y el comportamiento de la víctima. La mayoría de los intentos asocia estos dos últimos con lo inapropiado y, por ende, con su reputación. Para ello, los atacantes se valen de mentiras anónimas, citas incorrectas, silenciamiento, vandalismo, insultos, asociaciones con presuntas actuaciones (incluyendo enfermedades mentales, desviaciones sexuales o acusaciones de traición). Sus medios de expresión van desde artículos publicados, difusión masiva, declaraciones escritas u orales, testimonios oficiales, libros y entrevistas; hasta rumores, insinuaciones y otras formas de (des)información.

Shiraev (s. f.) tipifica los asesinatos de carácter de acuerdo con el objetivo (una persona o un colectivo), el tiempo (en vida o ataques post mortem) o el impulso (planeado o espontáneo) y plantea modelos como el proceso de actualización, el proceso ad hoc o el híbrido.

Con base en lo anterior y el análisis realizado hasta ahora, resulta absolutamente pertinente definir el caso de Ramírez, más que como un ataque, como un asesinato de carácter, ya que la injuria y la violencia homofóbica han involucrado, de forma maliciosa, injusta y despiadada, la exageración o manipulación de hechos, un doble discurso basado en ambigüedades, la formulación y propagación de rumores, insinuaciones o falsas acusaciones, así como la premeditada información errónea sobre la moral, integridad, reputación y memoria de Ramírez.

En todo momento se ha tratado de un fallecido. Shiraev (s. f.) afirma que los asesinatos de carácter contra personas difuntas están conducidos a desacreditar una idea, condición o ideología que aquellas representaran o sostuvieran. El narrador ataca a Ramírez post mortem y lo asesina una vez más, porque el poder de la injuria no se limita únicamente a dañar la reputación (Mira, 2004), sino que llega a transformar a un sujeto como Ramírez en una no-persona, en un sujeto irreal, vulnerable a abusos graves como la difamación, la agresión física y el homicidio, al igual que en una víctima de un acto difícil de revertir o rectificar. Ramírez no tiene la posibilidad de decirse y representarse, o bien de replicar porqué ha sido designado, insultado, abatido, silenciado y exterminado. Él no puede defenderse de la estigmatización que se le alega en tanto paria, enfermo, inestable y desviado sexual. No solo es víctima de la homofobia de principios del siglo XX, sino también de los asesinatos de carácter que, particularmente en el siglo XX, respondieron a la creciente influencia de la opinión pública por que el comportamiento moral era la norma deseable de toda vida personal, de modo que cualquier desviación sexual habría de convertirse en excusa para el asesinato (Shiraev, s. f.). En fin, claro es el descrédito de Ramírez, pero también la intención de debilitar lo que él representa: a todos los homosexuales y, por qué no, a la comunidad LGBTIQ en general.

Este cuento de Palacio, pues, sigue, de los modelos de asesinato de carácter, el proceso de actualización, puesto que la verdad del narrador es formada desde el inicio por un recuento de prejuicios homofóbicos e implicaciones evaluativas que el adjetivo catalizador “vicioso” actualiza en la memoria transindividual, debido a que su molde está profundamente influenciado por las preferencias heteronormativas y las prácticas que realmente son las existentes. Este modelo beneficia que los acuerdos compartidos sean duraderos, por eso, ayuda a actualizar la información sobre las enfermedades mentales y serios problemas psicológicos de las víctimas (Shiraev, s. f.). De ahí que, dígase una vez más, la crítica, por ejemplo, haya actualizado la (des)información del narrador y, por consiguiente, aceptado el asesinato de carácter de Ramírez.

5. La gran pregunta. Conclusiones.

Arriba se mencionó el carácter transformativo que puede presentar el chiste. Salvo Corral (2000), quien dice que en la producción cuentística de Palacio no hay ningún valor didáctico a pesar de convertir sexo y violencia en temas que revelan algo sobre su país, la crítica ha observado no solo con respecto a la hipodiégesis, sino al cuento en general, una intención del autor por transformar la sociedad ecuatoriana moderna.

Cierta idea de humanismo llega desde Ruffinelli, cuando afirma que al inscribir vía el narrador “ese humor «deshumanizado», de la «anormalidad» que consiste en dar igual categoría a seres sociales y a patrias, [Palacio] alienta un desesperado humanismo cuya primera acción concreta es desmentir los falsos humanismos” (2000, p. 446). En esta misma línea, Robles (2000) asegura que Un hombre muerto a puntapiés (2013) ofrece un humanismo vanguardista.

Los secunda López Alfonso (2000) quien aclara que Palacio presenta una violencia que, sin dejar de ser juego, literatura, es la respuesta defensiva a la falta de libertad y violencia creciente e institucionalizada en el país debido a la modernidad y su tiempo devorador. Por eso, observa en los cuentos palacianos un nihilismo nietzscheano, más filosófico que psicológico, pues apunta a la falsedad de los valores supremos, barniz hipócrita de todas las instituciones burguesas y a la necesidad de crear nuevos valores. Así, la narrativa de Palacio busca zafarse de la literatura conductora, liberarse del dominio especialmente el ejercido por el poder alimentado desde la familia, la escuela, la religión, los medios de comunicación de masas y también desde la literatura. En fin, Palacio ofrece una protesta inscrita no en un programa político, sino en un cuadro humanista macabro, respondiendo a una actitud y voluntad reformadora de actuar estéticamente sobre el mundo.

Castillo de Berchenko (2000) sostiene que la literatura de Palacio constituye un proyecto ético y estético. Sus monstruos pueden parecer aberrantes o caricaturescos, sobre todo porque “la mirada de los Otros les convierten (o deforman) en fenómenos” (p. 307). Sin embargo, este es un recurso que Palacio usa para mostrar complacencia a través del narrador: aunque “lo grotesco o la caricatura marcan al adefesio, el procedimiento se impone siempre para denunciar mejor la crueldad, la injusticia o la gregaria deshumanización del normal” (p. 307).

Robles (2000) asevera que Palacio propone una modificación de actitud ante la vida, una negación consciente de los valores establecidos, mediante relatos fundamentalmente cómicos. Dispara contra el automatismo que yace al fondo de su sociedad. Por eso, todos sus cuentos están hechos a punta de risa: lo humorístico se produce en contraposición a las normas de la realidad y las proporciones naturales. La revolución de Palacio está en ese esfuerzo: atacar la moral imperante, la marginalización resultante de un mundo controlado por el ejercicio de la razón y la sujeción a la moral burguesa. El objetivo de su estrategia jocosa es, pues, invitar al asco de la verdad social y cultural de Ecuador de ese momento.

En esta dirección Holst (2000) señala el esfuerzo de Palacio por llegar desde lo marginal hasta el centro, desde el mal o lo torcido hasta el bien y lo recto, ya que el autor prioriza lo rechazado y reprimido, lo marginal, vulgar, común, admitido, trillado, corriente, ordinario, todo cuanto en el sistema binario oposicional tiene carga negativa.

En síntesis, estos seis críticos han concentrado sus lecturas en torno a las intenciones transformativas de Palacio, de modo que “Un hombre muerto a puntapiés” vendría a proponer, opuesto a todo el análisis realizado en este artículo, un reparo y enmienda de la homofobia y otros vicios sociales. Empero, ¿qué validez teórica y metodológica tiene hoy el estudiar las intenciones del autor? No se debe partir de que este posee la verdad y la interpretación únicas del texto. Además, muchas veces se suponen sus intenciones o se las encauzan hacia proyectos políticos, por ejemplo. En la actualización textual, teórica y metodológicamente no deben entenderse las intenciones del sujeto empírico, sino las intenciones virtuales del sujeto del enunciado (Eco, 1987). De ahí la gran pregunta: ¿busca transformar o (re)afirmar el narrador alodiegético/heterodiegético de “Un hombre muerto a puntapiés” el habitus homofóbico?

En conclusión, él lo (re)afirma intencionalmente con su intradiégesis e hipodiégesis. El análisis textual lo revela y el estilístico lo corrobora: el narrador emplea en su mayoría figuras intencionales (ironía, lítote, antífrasis, reticencia, elipsis, expolición, sarcasmo), aunque también figuras descriptivas (prosopografía, etopeya y retrato), para (re)construir a Ramírez, (re)producir el prejuicio, la injuria, la violencia homofóbica, hasta llegar a constituir su caso como un asesinato de carácter. No hay ni explícita ni implícita una sola marca textual que sugiera la denuncia y transformación del habitus homofóbico. Este cuento no se libera del poder hegemónico alimentado por los aparatos ideológicos del Estado (familia, escuela, religión, medios de comunicación, literatura) según señala López Alfonso (2000). Por el contrario, con el doble asesinato de Ramírez, el narrador busca evidenciarlo, a medida que el sintagma homosexualidad, muerte y escarnio se fija como un lugar común, un artefacto ideológico inconmovible que participa de la larga historia de discursos sociales que repiten el tópico de la violencia contra las minorías sexuales. El narrador de este cuento demuestra, una vez más, cómo la homofobia no tiene límites precisos (Mira, 2004), cómo se asienta, nutre y fortalece en las fronteras que diferencian al otro frente a las formas legítimas de la sexualidad y su binarismo sexogenérico. Dice Salvador:

El cuento escrito por Pablo Palacio en 1926 nos sigue interpelando en 2013: ¿han cambiado sustancialmente las cosas en los últimos 87 años? A pesar de los avances que se han logrado en la integración a la sociedad de homosexuales, lesbianas y personas de otras orientaciones sexuales, ¿no seguimos mirándolos con el mismo temor y prejuicio que llevaron a Octavio Ramírez a su muerte salvaje? No obstante la destipificación de la homosexualidad en 1997, ¿no seguimos adoptando la actitud de jueces de 1926, cuando esa condición aún era un delito? (2013, p. 15)

Tratando de responder a estas interrogantes, expóngase que interpretar la hipodiégesis como un crimen de odio por homofobia en un contexto de discriminación y vulnerabilidad, y el cuento en su totalidad como un asesinato de carácter, implica revisar la violencia homofóbica institucionalizada y cometida por agentes públicos, la impunidad de los discursos prejuiciosos y las prácticas discriminatorias de las entidades que procuran la justicia, así como las estructuras cognoscitivas y simbólicas heterosexistas generadoras de prejuicios. Como afirma Boivin (2015), la denuncia y documentación de los crímenes de odio por homofobia son el producto de una problematización pública contra las minorías sexuales y una manifestación por un mayor reconocimiento de las identidades sexuales periféricas por los Estados latinoamericanos. Aunque debiera decirse no solo latinoamericanos, ni occidentales siquiera, sino mundiales.

En este contexto, urge señalar que, lamentablemente, el prejuicio homofóbico, el relato injurioso y el doble asesinato del narrador de “Un hombre muerto a puntapiés” han permeado inclusive la crítica literaria, la cual ha aceptado, a través de la risa, la metalepsis y el relato hipodiegético, el estereotipo y estigmatización del homosexual. Esto se ha demostrado a lo largo de este estudio al analizar aseveraciones de distintos críticos que se han pronunciado sobre el cuento y la producción narrativa de Palacio.

Mientras la intención del narrador es clara con respecto al lector (invitarlo a afiliarse a la matriz del habitus homofóbico), este, ojalá, pueda leer en el crimen de Octavio Ramírez la urgencia de combatir y erradicar la homofobia, mediante lecturas, análisis y acciones que permitan, primero, identificar el funcionamiento de los discursos hegemónicos heteronormativos no solo en los textos literarios, sino también en la textualidad social; y, segundo, incidir en un cambio del patrón cultural que ha establecido la heterosexualidad como la única opción válida para el ejercicio del amor y de la sexualidad. Si la sociedad sigue sin reconocer a la homosexualidad como otra opción, los homicidios homofóbicos continuarán argumentando que con el asesinato de homosexuales liberan a la sociedad de entes depravados que no tienen derecho a vivir (Mercado-Mondragón, 2009, p. 152)

El narrador de este cuento presenta la literatura como un medio mimético y (re) productivo de la verdad transindividual y los alcances ideológicos de reconocer y aprobar los crímenes de odio por homofobia y el asesinato de carácter como vías de eugenesia social. Sin embargo, y por suerte, esta no es más que una verdad, cuestionable como todas. Por eso, allende las pretensiones del narrador, la literatura y el trabajo filológico están llamados a contribuir con el cambio del habitus homofóbico como parte de un verdadero humanismo fundamentado en el texto y desde él.

Paradójicamente, es el paso desde la literatura comprometida hacia la urbana el que marca el nacimiento de la literatura moderna ecuatoriana: en concreto, lo promueve un relato jurídicamente ejemplar que legitima la homosexualidad como un crimen y, por tanto, autoriza su sentencia y castigo, sin importar si este constituye un acto de brutal agresión o si niega toda condición de humanidad al sujeto gay. Si “Un hombre muerto a puntapiés” es posiblemente el primer cuento en la literatura latinoamericana en abordar francamente el tema de la homosexualidad, como dice Oviedo (2001), el lector debe darse cuenta de los términos en que está llevando a cabo tal franco abordaje.

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Notas

1. Mira (2004) toma las formulaciones de Pierre Bourdieu sobre la misoginia y se refiere al habitus

homofóbico en los términos generales anteriores.

2. La compañía ecuatoriana Un hombre muerto a puntapiés, Danza Teatro no solo ha nombrado a su colectivo de artistas con el título del cuento de Palacio, sino que también lo ha representado en distintas funciones en 2016. Véase su página de Facebook: https://www.facebook.com/pg/ danzateatrounhombremuertoapuntapiescolectivoz/photos/?ref=page_internal
3. Recuérdese que, según Derrida (1986), la escritura constituye una inscripción de trazas, es decir, huellas instituidas. En el lenguaje oral se imprimen huellas sucesivamente reiteradas e institucionalizadas a fuerza de ser repetidas, que a la escritura pasan en forma de trazas. Estas justamente afirman la différance, la diferencia: el elemento marginado y desterrado por el logocentrismo.
4. El destacado por medio de la cursiva en esta cita y subsiguientes es del investigador. Específicamente en esta cita, solo el vocablo chaufferes se encuentra en cursiva en el original del cuento.
5. De acuerdo con Cros (1986), la socialidad es la forma como se inscriben los discursos sociales en la forma del texto literario, en su literaturidad. Establece una relación entre lo social, lo material y el significante, de modo que se demuestra la especificidad social de la literatura al poner en escena la semiosis o la figuración ficticia. Así pues, el texto literario se convierte en sociedad y la sociedad, en texto.
6. Según Bolaños (2009), la posición de la risa en el enunciado se considera una forma de colaborar en la dinámica, pues cumple con el objetivo de regular la conversación al servir de indicador de toma o finalización de turno, de dar apoyo o pedirlo. Si la risa es producida al final del enunciado, indica que el interlocutor puede iniciar el turno, pues las confirmaciones, contradicciones o debilitamientos se presentan, por lo general, al final. Si la risa se emite al inicio del enunciado, sirve para conectar el turno con el que lo precede.
7. En estas citas, las palabras “por qué” y “unos individuos” se encuentran en cursiva en el original del cuento.
8. En esta cita, las referencias al diario se encuentran en cursiva en el original del cuento.
9. La palabra “vicio” ya aparece marcada en cursiva en el original.
10. De acuerdo con López-Casanova (1994), el relieve grafémico corresponde a un remarcado de los grafemas de una palabra o frase.
11. En cursiva en el original. Quizá con el subrayado, el narrador quiere dar a conocer su condición de dueño de un establecimiento y servicio públicos y, en consecuencia, resaltar su estatus económico frente a las limitaciones o escasos ingresos que atribuirá a Ramírez en la hipodiégesis. Esta valoración del estatus socioeconómico se comentará adelante.
12. “posibilidades” se encuentra en cursiva en el original.
13. Los recursos de homotextualización son aquellos con que se construye, según Losada (2013), la homopoética, la escritura homoerótica, dentro de los cuales se pueden encontrar el hermetismo, el miedo, el silencio, el desdoblamiento, los añorados paisajes de la juventud, los ambientes oníricos, el frenético amor ante el paso del tiempo, la fugacidad perturbadora, entre otros.
14. “Lo otro” se encuentra en cursiva en el original.
15. En cursiva en el original. El investigador no pretende enfatizar nada con esta cursiva.
16. Aplica en este caso lo mencionado en la nota anterior.
17. De acuerdo con Durand (1982), los símbolos nictomorfos están asociados con el ámbito de las tinieblas y la oscuridad. Dentro de sus arquetipos se encuentra el lazo, cuyas ataduras temporales y físicas se pueden observar de forma análoga en el laberinto. El laberinto, por tanto, sería un alomorfo del lazo.
18. Si bien el concepto de crimen de odio por homofobia intenta dar cuenta de la violencia que afecta a distintos sujetos por su identidad de género u orientación sexual, se debe considerar y reflexionar el hecho de que un hombre homosexual, una persona transgénero y a una mujer lesbiana sufren violencias específicas (Parrini y Brito, 2012).
19. El escándalo y escarnio de la prensa permanecieron a lo largo del siglo XX y únicamente comenzaron a transformarse hacia finales de este siglo y principios del XXI, cuando los discursos por los derechos humanos y la ciudadanía se infiltran en algunos periódicos (Parrini y Brito, 2012).


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