Artículos
La dimensión intersubjetiva de la esperanza en Gabriel Marcel
The intersubjective dimension of hope in Gabriel Marcel
Tábano
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN-e: 2591-572X
Periodicidad: Semestral
núm. 24, 2024
Recepción: 18 Noviembre 2023
Aprobación: 14 Diciembre 2023
Resumen:
comunitaria El presente artículo desarrolla la comprensión marceliana de la esperanza como fruto de una experiencia de comunión intersubjetiva. De tal modo que la esperanza nos abre un nuevo horizonte de sentido para el itinerario vital, anunciando ya una plenitud intersubjetiva imperecedera. Así, podremos reconocer una fuente de renovación personal y comunitaria en la vivencia de la intersubjetividad, como condición metafísica de la existencia personal que responde a la profunda exigencia de trascendencia del hombre.
Palabras clave: Esperanza, intersubjetividad, comunión, sentido.
Abstract: This article develops Marcel's understanding of hope as a result of an experience of intersubjective communion. In such a way that hope opens up a new horizon of meaning for the life itinerary, already announcing an imperishable intersubjective plenitude. Thus, we will be able to recognize a source of personal and community renewal in the experience of intersubjectivity, as a metaphysical condition of personal existence that responds to man's deep demand for transcendence.
Keywords: Hope, Intersubjectivity, Communion, Meaning.
1. Introducción
En el presente artículo, buscaremos acentuar en qué medida Gabriel Marcel considera la esperanza como fruto de una profunda experiencia de comunión interpersonal. Para lo cual haremos un análisis hermenéutico tanto de sus reflexiones filosóficas como de sus obras dramáticas, buscando reconocer de qué modo la esperanza se nos revela en el desarrollo de una recíproca afirmación intersubjetiva, vivenciada como germen de una plenitud eterna, que responde a la exigencia de sentido más profunda del hombre. Así lo afirma Marcel (2005) en la que es su definición más completa de la esperanza:
La esperanza es esencialmente, se podría decir, la disponibilidad de un alma tan profundamente comprometida en una experiencia de comunión como para llevar a cabo el acto que trasciende la oposición entre el querer y el conocer, mediante el cual ella afirma la perennidad viviente de la cual esta experiencia le ofrece, a la vez, la prenda y las primicias. (p. 79)
De este modo, para nuestro autor, en la vivencia plena del amor humano late una promesa de eternidad que anuncia la impotencia de la muerte; en cambio, esta última devora todo lo que no esté animado por el amor (Urabayen, 2001, p. 196). Por otro lado, Marcel (1969) reconoce que la esperanza es realmente difícil de definir, ya que implica abrirse a una realidad que “no depende de nosotros”. Y agrega: “esperar es dar crédito a la realidad, afirmar que hay en ella algo que nos hará triunfar del peligro” y exige apelar a “la restauración de cierto orden vivo en su integridad” (p. 93).[1] De este modo, el pensador francés reconoce que la esperanza es intersubjetiva, y no puede acontecer sino como consumación de una sincera apertura al encuentro interpersonal (Urabayen, 2001, p. 158).
En su autobiografía Marcel (2012) nos ha dejado un testimonio personal de esta experiencia luminosa de la esperanza, que paradójicamente resplandece en lo profundo de la oscuridad humana:[2] “la angustia había dado paso a un sentimiento singular, no exento de dulzura: era como si, habiendo desaparecido todas las seguridades humanas, pusiéramos nuestra confianza únicamente en lo invisible” (p. 143).[3] De este modo, la vivencia de la esperanza, nos anima a levantar la mirada del corazón hacia esa “vida del más allá”, la cual “imantó” de un modo creciente el itinerario existencial de nuestro autor (p. 111).[4]
En el desarrollo del presente artículo buscaremos identificar cómo la esperanza implica, para Marcel, ser fieles a una exigencia profunda de trascendencia, que se hace invocación y que posibilita abrirnos a la plenitud intersubjetiva. Esto nos permitirá iluminar, a su vez, la relación pedagógica como alumbramiento de la esperanza.
1. La persona como invocación y encuentro
En primer lugar, debemos reconocer que la intersubjetividad es, para el pensador francés, una condición metafísica de la existencia personal que consuma la búsqueda de trascendencia de su ser itinerante. Ya que “es la exigencia de un espíritu de intersubjetividad y de comunidad lo que está detrás del reconocimiento de la trascendencia” (Grassi, 2014, p. 216). El hombre es un ser abierto a la realidad, que sólo en relación con los demás se encuentra y realiza plenamente como persona. Así lo resume el mismo Marcel (1956a):
La problematización o la interrogación sobre sí mismo se trasmuta al límite en un llamado que es en el fondo el acto único de la conciencia religiosa [...] es lo que yo siempre llamé la invocación, esa invocación cuya fórmula podría enunciarse así: tú que eres el único que posees el secreto de lo que soy y de lo que puedo ser. (p. 70)
En este sentido, según nuestro autor, el egocentrismo es cegador y conduce a traicionarnos,[5] en cambio la conciencia plena de sí mismo debe ser heterocéntrica, ya que, paradójicamente, sólo nos comprendemos verdaderamente a partir de los demás (Marcel, 2002, p. 204). Además, la claridad sólo podrá resplandecer en la medida en que la invocación “sé conmigo” sea recibida y se realice como comunión, como un “co-esse misterioso”, cuya realidad es inverificable pero ineludible para la reflexión filosófica (Marcel, 1957, p. 172).
En numerosos ejemplos de su obra dramática, Marcel pondrá de manifiesto la imposibilidad de conocerse a uno mismo sin el otro, el descubrirse insoluble desde la soledad y la necesidad de transformarse en invocación para reencontrarse en la comunión interpersonal (p. 145). Precisamente la referencia al ser personal como invocación es esencial en la antropología marceliana. Ya que la misma etimología de existencia, anuncia con su prefijo “ex” un movimiento centrífugo de apertura que es esencial al ser: “yo existo, indudablemente apunto a algo más, apunto oscuramente al hecho de que no soy sólo para mí” (Marcel, 2004, p. 23). Esta comprensión de la existencia personal como invocación se fundamenta en una metafísica del “somos”, que contrasta con la ontología cartesiana del “yo pienso” (Marcel, 2002, p. 205), y que implica una comprensión de la realidad como misterio, la cual nos constituye como sujetos en la medida en que nos abrimos y entregamos a ella (Marcel, 2004, p. 192).
Por otro lado, la invocación como apertura intersubjetiva se direcciona hacia la trascendencia como expresión de un llamado que, desde lo profundo (De profundis), orienta al pensamiento hacia su consumación, al transformarse en una solicitación a un Tú absoluto (Marcel, 2005, p.158).[6] Esta llamada, impulsada desde el fondo de nuestra indigencia, de nuestra humildad radical, y que apela ad summa altitudinem, es un recurso absoluto en el que se unen el compromiso total y la esperanza auténtica.[7] De este modo, la esperanza se revela como la apertura de un crédito infinito a Aquél con quien me he fielmente comprometido (Marcel, 2004, pp. 177-178). Además, es necesario reconocer, que esta invocación suprema, que se intenta balbucear en el desarrollo de las relaciones interpersonales, no tendría sentido sin la “íntima presencia del Invocado en el mismo invocante” (Blázquez, 1988, p. 184)[8].
Agregando a lo anterior, en su tercer Diario metafísico, Marcel (1959) afirma con claridad el primado de lo intersubjetivo, reconociendo como principio fundamental “una cierta unidad de un nosotros, un no-aislamiento radical del sujeto”. Así, el nosotros se nos revela como el fundamento profundo del yo, y descubrimos que nuestros seres amados forman parte de nosotros mismos, superando cualquier monadismo o solipsismo (p. 159).[9] A tal punto es esto verdad para Marcel, que llegará a afirmar: “si los otros no existen, tampoco existo yo [...], si los otros se me escapan de las manos, yo también me escapo de mí mismo, porque mi substancia está llena de ellos” (p. 22). Podemos reconocer el claro contraste entre la intersubjetividad marceliana de un nosotros que crea al yo, y el pesimismo sartreano para quien el infierno son los otros (Blázquez, 1988, p. 155).[10] Así, las personas no se reducen a mónadas incomunicadas, o a compartimentos estancos y aislados, sino que la misma dinámica intersubjetiva es la que posibilita la emergencia de la conciencia personal (Marcel, 2012, p. 89).
En la medida en que desarrollamos el pensamiento de Marcel, podemos identificar de qué manera su antropología está íntimamente ligada con la ontología. En efecto, la intersubjetividad se fundamenta en una metafísica del nosotros somos, que se opone al idealismo del yo pienso cartesiano (Parain-Vial, 1969, p. 69). De tal modo que, para nuestro autor, conocer verdaderamente implica apertura, participación y encuentro;[11] y sólo podemos acceder a la plenitud del ser, a la riqueza interior, a través del “tú” (López Quintás, 2009, p. 133). En el siguiente fragmento de la obra de Gallagher (1962), encontraremos sintetizada la íntima unión entre ser e intersubjetividad en la antropología marceliana:
El acceso al ser se alcanza mediante la intersubjetividad. Pues ¿qué es el ser? Es la fuente de mi seguridad, de que mi situación existencial tiene un fundamento eterno. Pero esta seguridad [...] no es una proposición expresable. Es, por así decir, la cara inteligible de la participación [...] que es el producto de todo el yo expresándose a sí mismo, y manifestando de ese modo el ser. Sólo puedo caer en la cuenta de la salvadora presencia del ser en la medida en que soy un sujeto espiritual singular, libre y creador. Y sólo lo soy como miembro de una sociedad espiritual, no como un yo aislado. Por tanto, se sigue que los actos que me constituyen como sujeto en comunión son también los actos que me dan acceso al ser. (pp. 124-125)
En su autobiografía, Marcel (2012) reconoce que toda su vida y su obra reflexiva permanecen abiertas y tienden al encuentro con aquellos que se podría considerar lejanos y diferentes (p. 226). Vemos así la correlación entre su itinerario vital y su pensamiento, el cual siempre buscó testimoniar el “valor inestimable” de los sinceros encuentros interpersonales (Marcel, 1971a, p. 56). En este sentido, Marcel considera que cuando estas relaciones llegan al nivel de la interioridad despliegan las dinámicas de un desarrollo creador (Marcel, 2002, p. 133), e incluso pueden llegar a superar las coordenadas espaciotemporales accediendo a una claridad superior (Marcel, 1967b, p. 72).[12]
Por otra parte, la condición necesaria para que pueda acontecer el encuentro interpersonal, es abrirse a una relación que rompa los esquemas de la “topografía egocéntrica” trastocando las perspectivas habituales (Marcel, 1987, p. 74).[13] De este modo, Marcel insistirá en el enriquecimiento recíproco que acontece en el encuentro, por medio de la categoría “influjo”, despojándola de cualquier comprensión excesivamente material:
Un ser me es dado como presencia, como ser [...] entre él y yo se anuda una relación [...] tal ser no está solamente ante mí, está también en mí [...] la palabra influjo traduce [...] la especie de aportación interior, de aportación desde dentro, que se realiza desde el momento en que la presencia es efectiva. (pp. 69-70)
Así, en la medida en que se alcance este nivel de reciprocidad profunda, se desplegarán plenamente las dinámicas creadoras del amor (Prini, 1963, p. 128), las únicas que pueden salvar al hombre de la desesperación, ya que perder al prójimo implica irremediablemente perderse a sí mismo (Marcel, 1969, p. 33). Según Marcel, la fuente última de esta dinámica creadora se encuentra en el hecho de que el amor verdadero recibe y se deja animar por “la mediación de lo divino” (Marcel, 1957, p. 70). Precisamente es esa mediación amorosa la que añora Marc-André, personaje de la obra Roma ya no está en Roma: “tal vez si ese Dios [...] en una fulguración, se hubiera convertido en un Dios común a ti y a mí…” (Marcel, 1953, p. 35).
2. La intersubjetividad
Por otro lado, la comprensión marceliana de la esperanza está íntimamente unida a su antropología de la intersubjetividad. Ya que sólo puede ser posible la esperanza donde hay interacción y mutua entrega, condiciones propias de toda vida espiritual (Marcel, 2005, p. 61).[14] Para Marcel “la esperanza siempre está vinculada a una comunión, tan interior como pueda ser”, de tal manera que la desesperación coincide con el aislamiento y la soledad (p. 70). En este sentido, según el pensador francés, la expresión más acabada de la experiencia de la esperanza se resume en la afirmación “Yo espero en Ti para nosotros”, la cual incluye una referencia al Tú absoluto como garante, como cimiento, del vínculo vivo que nos une a nosotros mismos y a los demás.[15] A tal punto, que Marcel llega a afirmar: “Desesperar de mí mismo, o desesperar de nosotros es esencialmente desesperar de Ti” (p. 72).[16] A su vez, en su ensayo titulado La estructura de la esperanza, Marcel (1951) afirma que, cuando comienza a amanecer la amistad, la esperanza se despierta “como una melodía que brota en el fondo de la memoria” y que, trascendiendo nuestra conciencia aislada, crea una comunión superior (p. 76). De este modo, sólo el amor verdadero –como comunión profunda ontológicamente enraizada– puede garantizar la inmortalidad y la esperanza (pp. 79-80).
Además, nuestro autor reconocerá que desarrolla su reflexión permaneciendo fiel a aquellos pensamientos que lo hacen vivir y que le ayudan a elevar su mirada hacia la trascendencia, concentrándose en lo que interiormente “es un sursum mucho más que un sum” (Marcel, 2012, p. 52). La esperanza es, precisamente, esa fuerza que eleva nuestros corazones hacia la meta última de nuestro peregrinar, hacia la cual nos atrae una “iluminación venida de más arriba del hombre” (p. 93). En este plano, que es el del amor, nos movemos dentro de la esfera de lo metaproblemático, del misterio, donde se diluyen las fronteras entre el “en mí” y el “delante de mí”, ya que nos encontramos plenamente implicados (Marcel, 1987, pp. 39-40)
En el desarrollo de su obra filosófica, Marcel (1955b) va identificando cómo la universalidad que el espíritu ansía, no se encuentra en la extensión sino en la profundidad, la cual sólo es auténtica cuando se realiza plenamente la comunión (p. 208). Esto nos exige multiplicar a nuestro alrededor las relaciones de ser a ser propias de la fraternidad, como camino de desarrollo espiritual de la humanidad, contrario a cualquier anonimato devorador (p. 161). De este modo, se consolidará una alternativa social auténtica frente a todo tipo de masificación, la cual nos conduce a lo infra personal. Por el contrario, el desarrollo integral de la persona, siguiendo el ritmo ascendente del espíritu, tiende hacia lo supra personal (Marcel, 1955a, p. 62).[17] Así, para nuestro autor, la necesidad natural del encuentro interpersonal se sublima en una espiritualidad de comunión (Moeller, 1960, p. 184), que termina revelando el misterioso “sello de eternidad” propio de la identidad personal, marcada por la búsqueda profunda de la trascendencia (Blesa, 2008, p.190).
Por otro lado, Marcel (2002) insiste en que el desarrollo de la dimensión intersubjetiva le permite al pensamiento humano descubrir el espesor del ser, el cual sólo puede ser vislumbrado en la medida en que nos despojamos de la opacidad del egocentrismo: “sólo reparo en el ser en tanto que tomo conciencia más o menos distintamente de la unidad subyacente que me une a los demás seres cuya realidad presiento” (pp. 210-211). Precisamente, la experiencia de la intersubjetividad implica lograr percibir esta profundidad latente, esta “comunidad hondamente arraigada en lo ontológico” que fundamenta los vínculos humanos (p. 211).[18] Así, en el seno del “nosotros” el otro deja de ser un mero “él” para convertirse en “tú”,[19] y la comunicación que se entabla va disolviendo cualquier resto de egocentrismo, para abrirse camino de la dialéctica juzgadora a la invocación amorosa.[20] De esta manera, para Marcel (2004), la conciencia replegada y deformada por la autorreferencialidad logra abrirse a una relación viva, impregnada por el amor, que termina revelándose como el único camino para encontrarnos verdaderamente a nosotros mismos (p. 41). En este sentido, Marcel (2012) hará referencia a la palabra española “convivencia” como especialmente evocadora de esta dinámica comunión interpersonal (p. 58), que implica la convergencia del amor, la fidelidad y la esperanza (Cañas, 1998, p. 33).
A su vez, a la hora de comprender el acontecimiento educativo como experiencia de intersubjetividad, nos ayudará la referencia marceliana a la esperanza como aquella lealtad contagiosa que “acrecienta en el mundo la fe del hombre en el hombre”, desde una vivencia de fraternidad profunda (Marcel, 2005, p. 168).[21] Sin esta lealtad, sin esta confianza profunda en la humanidad, no es posible sostener el compromiso por el desarrollo personal y social.[22] Ciertamente, según Marcel (1955b), en la medida en que se fomenten pequeñas comunidades que reconstruyan el tejido viviente de los lazos interpersonales, la humanidad podrá desarrollarse plenamente como Cuerpo Místico, y no como enfermizo hormiguero. Allí se expresa la dramática alternativa final entre la masificación deshumanizadora de la Babel tecnocrática y la plenitud intersubjetiva de la Jerusalén Celeste (pp. 146-149).
Por otro lado, es destacable la comprensión marceliana de la oración como misteriosa experiencia de comunión que afirma la interdependencia mutua en un plano espiritual (Marcel, 1957, p. 137): “en el fondo de la plegaria hay una voluntad de unión con mis hermanos, sin lo cual estaría desprovista de valor religioso” (p. 259).[23] De este modo, la oración, superando cualquier pragmatismo supersticioso, implica una verdadera renovación creadora, fruto de una apertura esperanzada al misterio en el cual estamos implicados (p. 260).[24] Misterio de la realidad y del propio ser, cuya savia profunda está animada por una entrega infinita que todo lo sustenta, y que sólo el místico logra vislumbrar. Precisamente a partir de esta experiencia Marcel llegará a preguntarse: “¿Acaso puede pensarse el ser fuera del Amor y del Ser?” (p. 139).
3. La esperanza como misterio de comunión
Habiendo desarrollado la comprensión marceliana de la intersubjetividad como una dimensión antropológica fundamental, nos enfocaremos en la consideración de la esperanza como dinámica comunional que orienta y da sentido al itinerario vital. Para Marcel (2005) el misterio de la propia identidad sólo se revela al amor y esto nos exige valorar la vida como un don sagrado (p. 144). De tal modo que no se puede comprender nuestra existencia sino como fruto de una comunión que nos fundamenta y que nos trasciende. Y precisamente es la esperanza la que explicita esta exigencia de inmortalidad propia del amor. Como afirma uno de los personajes de la obra La mort de demain (1931): “Amar a un ser es decirle: tú no morirás” (p. 159). De este modo, el amor humano verdadero es “una prenda y una semilla de inmortalidad” y está orientado hacia una comunión universal fundada en el Tú absoluto (p. 164).[25] De tal manera que, según Marcel, el nexus en el cual se desarrolla la exigencia de inmortalidad es el del amor (Marcel, 2012, p. 230); el del misterioso entramado ontológico de la fraternidad universal (Marcel, 1969, p. 177), que fundamenta justamente la esperanza en el reencuentro definitivo más allá de la muerte (Marcel, 2012, p. 96).
Por otro lado, que la esperanza sea comprendida, por nuestro autor, como intersubjetividad, significa que no sólo se revela como testimonio de la consumación escatológica de la fraternidad, sino también como experiencia actual de comunión con los amados que han muerto.[26] De este modo, la misma nos permite vislumbrar que “somos sobrevividos por aquellos a los que creemos sobrevivir”, y se realiza con ellos una comunión misteriosa, donde su presencia nutre profundamente nuestra vida (Marcel, 2005, p. 310).[27] Los indicios de este misterio, según Marcel, salen al encuentro de nuestra espera, de nuestra exigencia de trascendencia que nos constituye, de tal manera que nuestra vida en este mundo se haría irrespirable y desesperada sin este vínculo espiritual con las personas amadas que ya han muerto.[28] Así lo afirma precisamente un personaje de su obra El dardo: “Si no hubiera más que los vivos, creo que la tierra sería inhabitable” (Marcel, 2002, p. 438). Pero el testimonio más elocuente, en este sentido, nos lo dejó Marcel (1953) en la voz de Antonio Sorgue, uno de los personajes de su obra El emisario, en su diálogo final:
He descubierto una cosa después de la muerte de mis padres, y es que lo que llamamos sobrevivir, es en realidad un sub-vivir y aquellos a quienes no hemos dejado de amar con lo mejor de nosotros mismos, son como un bóveda palpitante, invisible, pero presentida y hasta palpable, bajo la cual avanzamos siempre más inclinados, más desarraigados de nosotros mismos, hasta el momento en que todo sea sumergido en el amor. [...] no se inquiete por Regis, madre, elévese hacia aquellos por quienes no hay ya que sentir ninguna inquietud. (p. 216)
Así, el descubrimiento de la propia identidad implica, para Marcel, el reconocimiento de estar comprometidos in concreto en un orden misterioso, que no podemos abarcar ni problematizar, porque al mismo tiempo nos excede y nos comprende (Marcel, 1969, p. 158). Para nuestro autor, esperar implica dejarse involucrar en la dinámica supra racional y supra relacional propia del misterio (Marcel, 2005, p. 47), y este dinamismo no es otro sino el del amor (p. 306).
En consecuencia, para el pensador francés, en la medida en que descubramos y realicemos nuestra vocación creadora, nuestro servicio fraterno, nos aproximaremos “a la unidad pleromática de ese todo en todos que es la resolución por excelencia” (Marcel, 2012, p. 234). Constatamos así la íntima unión entre la esperanza, la comunión y el sentido en la reflexión marceliana. Y precisamente el nexo de unión es el mismo misterio ontológico, como realidad incomprensible que tiene la potencia de irradiar luz en la medida en que se configura como lugar de comunión auténtica. De tal manera, que Marcel apelará al testimonio de los grandes músicos, cuyas obras “apasionadamente amadas”, logran trasmitir esa “especie de certeza implícita” de una comunión superior que anima y reconforta nuestro caminhar.[29] De este modo, toda la obra filosófica y dramatúrgica de nuestro autor intentó traducir al lenguaje de la reflexión esta experiencia fundante (p. 235).
Además, según Marcel, la intersubjetividad está animada por un vínculo de amor incondicional, que posibilita que la duración temporal sea trascendida, y que la eternidad misma entre en el tiempo; comprendiendo la eternidad como profundidad del tiempo, el cual no es mera duración sino “manifestación histórica de la existencia” (Marcel, 2004, p. 239). En este sentido, en su autobiografía, Marcel (2012) rememora la amistad con el filósofo W.E. Hocking, la cual sintetizaban con la expresión “compañeros de la eternidad”,[30] implicando así una verdadera victoria de la intersubjetividad sobre la dispersión (pp. 52-53). A su vez, nuestro autor llegará a afirmar filosóficamente “la indisolubilidad de la fe, la esperanza y la caridad”; ya que esta última, como realización plena de la intersubjetividad, es la piedra angular de la ontología concreta y en donde convergen la fidelidad y la misma esperanza, la cual no puede concebirse sino como fruto de la universalidad polifónica de la comunidad humana (Marcel, 2002, p. 334). De este modo, para Marcel no sólo la esperanza implica la entrega confiada,[31] sino que la misma vida en su sentido pleno no se reduce a un mero existir o subsistir, sino que exige disponer de sí para donarse: vivir, en definitiva, es darse (Marcel, 2005, p. 138).[32] Y sólo quien se disponga a la entrega plena de sí mismo podrá descubrir la misteriosa equivalencia entre dar y recibir que se manifiesta en el vínculo amoroso (p. 157).
4. La eclosión del sentido
Por otro lado, la vivencia concreta de la esperanza implica para Marcel (1987) el reconocimiento de una dialéctica ascendente que se alza sobre los desmentidos empíricos de nuestra condición, y que nos permite descubrir, en lo profundo de nosotros mismos, un principio misterioso que se conjuga con lo más auténtico de nuestro ser (pp. 52-53). De esta manera la aurora del sentido, el resplandor de nuestro horizonte último, eclosiona en nuestro interior, iluminando, orientando, e “imantando” nuestro caminar (Marcel, 2005, p.16; 2012, 205). Así, la esperanza se nos revela en toda su fuerza como auténtico “resorte existencial” que moviliza hacia la plenitud (Cantero, 2015, p.255). A tal punto que, para el pensador francés, nuestro itinerario vital es totalmente incomprensible sin cierto interés por la vida, el cual florece a partir de una articulación interior con una realidad que la justifica y le da sentido (Marcel, 2002, p. 153). Además, podemos descubrir de qué forma el sentido aflora de lo profundo favoreciendo una articulación entre la vida y la verdad, comprendida esta última como autenticidad (p. 174).
De esta manera, para Marcel, la revelación del sentido de la vida está ligada a una experiencia de lo profundo, como abismo misteriosamente luminoso. Se podría comparar con el descubrimiento de un manantial subterráneo, que al surgir a la superficie nos permite irrigar la tierra de nuestro caminar, desertificado por el sinsentido. La profundidad misma es, según nuestro autor, la dimensión propia de la vida espiritual (Marcel, 1959, p. 24), en la que se esconde un sentido que exige ser desvelado y que compromete nuestra misma esencia personal (p. 33). Así lo sintetiza el mismo Marcel (2002):
La idea profunda [...] desemboca en un más allá apenas entrevisto; la imagen que se me presenta al espíritu es la de un canal como esos que separan ciertas islas de Dalmacia, en cuya desembocadura entrevemos algo así como un ensanchamiento luminoso. Es decir, que la experiencia de lo profundo estaría ligada a una promesa cuya realización casi no puede más que vislumbrarse [...] esa lejanía entrevista [...] es toda ella cercanía [...] nos parece algo interior, como un lugar del que diríamos que es nostálgicamente nuestro, de la misma manera en que hablaría un exiliado de la patria perdida [...] debemos pensar en la condición de un ser que tiene conciencia de no coincidir con su aquí [...] en oposición a un centro determinado que sería su verdadero sitio [...] que sólo puede ser evocado como un allá, como objeto de nostalgia. (p. 175)
En esta elocuente aproximación a la experiencia del sentido, podemos reconocer de qué forma para Marcel, en el seno de la profundidad, convergen el pasado y el futuro, integrándose en un presente absoluto, latente de eternidad. La profundidad del futuro se manifiesta así, como auténtica novedad, que anima un camino de búsqueda e inmersión intuitiva en lo supratemporal (p. 176). De este modo, en lo profundo se puede llegar a vislumbrar un más allá que se nos presenta como promesa de plenitud que imanta incesantemente nuestra vida (Urabayen, 2001, p. 127). Esta referencia marceliana a la profundidad como fuente de sentido, nos ayuda a comprender el pulso vital de la misma historia, tanto personal como comunitaria, la cual no se reduce a una mera sucesión temporal, sino que en su corazón “hay algo que está más allá de la historia y que le da su sentido y alcance” (Marcel, 2012, p. 155). Por otro lado, este sentido de la profundidad histórica nos ayudará a recuperar y salvaguardar el valor eminente de la persona humana, siempre en peligro de ser denigrada y envilecida (pp. 159-160).[33]
A su vez, según Marcel, en la medida en que el hombre trasciende la superficialidad de un presente cerrado en la mera posesión, y descubre la dimensión profunda de su vida, puede encontrar el sentido de la misma. De tal manera que el descubrimiento del sentido está íntimamente ligado a la esperanza como afirmación de la fecunda vitalidad del tiempo, y como radical confianza en el futuro, el cual es anunciado proféticamente como restauración de una integridad original perdida (Blázquez, 1988, p. 224).[34] En este sentido, la esperanza misma tiene para Marcel un carácter profético, ya que afirma como si viera una realidad última que sólo de un modo encubierto vislumbra: “la esperanza [...] es en realidad una potencia profética; no se refiere a lo que debería ser, ni siquiera a lo que deberá ser; dice simplemente: será eso” (Marcel, 1969, p. 98).[35] Así, en contraste con el tiempo que implica separación, el misterio de la esperanza nos anticipa una reconciliación y convergencia definitivas, que ya ahora experimentamos como una verdadera memoria del futuro (Blázquez, 1988, p. 65).
Para el pensador francés, la búsqueda del sentido es esencial a nuestra condición humana, de tal manera que, si negamos esta íntima orientación, nos traicionamos a nosotros mismos. Como afirma, Silvia, uno de los personajes de la obra El emisario: “Yo no busco causas, sino un sentido [...] me parece que no somos seres humanos sino con la condición de buscarlo. No debemos consentir al azar… al sinsentido” (Marcel, 1953, p. 207). Precisamente, para Marcel (2005), uno de los síntomas de una sociedad marcada por la desesperanza y el nihilismo, es la extensión de la “tierra de nadie” del sinsentido generalizado (p. 218). De tal modo, la alternativa a esta verdadera desertificación espiritual, es la extensión de la “tierra común” de la intersubjetividad, fruto de la esperanza en una misteriosa consumación última de la fraternidad. Debido a esto, según nuestro autor, sólo conservando y trasmitiendo a las nuevas generaciones el sentido del misterio del Más Allá, que envuelve y plenifica nuestra vida, podremos liberarnos de las dinámicas de autodestrucción y desvitalización que actualmente nos rodean (p. 297). De lo contrario, quedaremos sumidos en una existencia totalmente desvalorizada, marcada por el absurdo y la disolución (Marcel, 2004, pp. 102-103); o incluso podríamos dejarnos arrastrar por la deserción absoluta del suicidio (Marcel, 1987, p. 49).
Fernando López Luengos (2012) dedica toda una investigación a desarrollar la comprensión marceliana del sentido de la vida. En la misma, afirma que, para el pensador francés, el mismo se manifiesta como irradiación luminosa que nos permite constatar la positividad de nuestra existencia, siendo una alternativa al absurdo (p. 126). Así lo afirma el mismo Marcel (1971b): “Si la vida resiste a la desesperación, es únicamente en la medida en que en el seno de esta existencia actúan en su favor ciertas potencias secretas que son como irradiaciones del Ser” (p. 309). El descubrimiento del sentido de la vida, implica de este modo, superar la inmanencia del mero deseo, dejándose llevar por el dinamismo trascendente de la esperanza, la cual nos conduce hacia la plenitud del amor. Así, paradójicamente, lo más íntimo sólo se realiza, en la trascendencia (López, 2012, p. 128). En este sentido, la referencia de Marcel (1959) al mito de Orfeo y Eurídice, como “el corazón mismo” de su existencia (p. 132), se comprende como el reconocimiento de que la plenitud ansiada trasciende el mero deseo: “sólo si Orfeo consigue caminar hacia la luz, sin consentir al deseo de mirar el rostro de Eurídice, entonces podrá alcanzar la dichosa posesión de su amor” (López, 2012, p. 128). De este modo la eclosión luminosa del sentido implica, según nuestro autor, la referencia última de la vida a un resplandor misterioso, que se manifiesta como su fundamento ontológico radical. Por otro lado, Marcel apelará a la distinción entre la luz y lo que es iluminado por ella para diferenciar al ser de los entes. Así, se reconoce la inaccesibilidad del ser, el cual no puede ser poseído por nosotros, así como no podemos ver la fuente misma de la luz, aunque sí podamos vislumbrar todo lo que es alcanzado por ella (p. 129).
Esta vivencia del sentido como iluminación, no está exenta, según el pensador francés, de ciertos “eclipses de la seguridad existencial”, y de dramáticas intermitencias entre la noche de la angustia y el día de la esperanza. Así lo experimentó muchas veces el mismo Marcel (1959), reconociendo que “es esencial a la presencia el no estar siempre manifestada”, debido a su carácter fundamentalmente intersubjetivo (p. 155). En definitiva, para nuestro autor, la certeza existencial de la exigencia de ser que nos constituye, se convierte en un camino de búsqueda de sentido, el cual responde a nuestro anhelo más profundo, confiriéndole plenitud y autenticidad a nuestro itinerario vital (López, 2012, pp. 132-133).
En su obra teatral La sed (1938), Marcel nos ilustra “el drama de la pobreza interior” (Blázquez, 1988, p. 5), propia de la infidelidad a una profunda exigencia de sentido que puede terminar siendo totalmente desoída. Pero, sin embargo, esa misteriosa sed permanece. Es una condición antropológica fundamental, la cual finalmente se revela como anhelo de encuentro interpersonal y de amor. Según Marcel, en la medida en que no se sacia esta sed profunda de intersubjetividad, nos terminamos traicionando y autodestruyendo. Como afirma Arnaud, uno de los protagonistas, sobre su padre: “La especie de sed irreconocible que lo devora, él mismo la ignora, precisamente porque lo ha devorado [...] él es para mí como una isla a la cual no le he encontrado todavía la manera de abordarla” (Marcel, 2002, p. 521). Por otro lado, el mismo Arnaud se verá sumido también en esta asfixiante oscuridad: “¿no crees que todos evolucionamos a ciegas entre enigmas… no sé… como en una habitación oscura, entre muebles que no distinguimos y contra los cuales tememos golpearnos?” (p. 510).[36] Frente a esta trágica situación, de una vida desarrollada entre inertes objetos y oscuridad, sólo podemos ser salvados si se nos revela el tú, el cual irrumpe como resplandor luminoso en las tinieblas de nuestra triste autorreferencialidad, haciéndonos descubrir que el sentido de nuestra vida sólo se manifiesta al amor. Así lo experimentó justamente Eveline, otro de los personajes de la obra, quien luego de un dramático proceso interior afirma:
Me parecía que no había amado a nadie, que había visto a través de los sentimientos [...] y cuando los vi a los dos… nunca olvidaré ese día [...] fue como si mi corazón comenzara de nuevo a latir. Tenía ganas de reír y de llorar… No sé… los dos entraron en mi vida. Como en una habitación triste. Habéis abierto las persianas, las ventanas; entró el sol. (p. 519)
5. Conclusión
A partir de este recorrido por las diversas reflexiones de Marcel sobre la esperanza, podemos reconocer no sólo que la misma se nos revela a partir de una experiencia de comunión interpersonal auténtica, sino que también la dimensión intersubjetiva le es plenamente esencial. Ya que, desde la antropología marceliana, la intersubjetividad no sólo es una condición metafísica de la existencia personal sino también característica profunda de la misma realidad; la cual se revela, a partir de una metafísica del nosotros, como fruto de un misterioso entramado relacional.
Por otra parte, para Marcel, la realización plena de la vida humana implica superar la dinámica autorreferencial y egocéntrica, y consumar la propia identidad en la apertura invocante al otro y en el encuentro interpersonal, como concreción de la búsqueda profunda de trascendencia. En este sentido, la esperanza se nos muestra como un misterio de comunión que no sólo posibilita el descubrimiento de nuestro sentido vital, sino que también testimonia la consumación escatológica de la fraternidad. La cual ya podemos vislumbrar en la experiencia intersubjetiva, cuya promesa de perennidad se nos anuncia como más fuerte que la misma muerte.
Por último, las reflexiones marcelianas sobre la esperanza nos han ayudado a reconocerla presente como dinámica ascendente que subyace en la búsqueda y realización del sentido de la vida que nos orienta hacia la plenitud del amor, y como profundidad luminosa que irradia todo compromiso concreto por los demás.
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Notas
ANTONIO: Es necesario que alguien me haga la caridad…
SILVIA: ¿Qué caridad?
ANTONIO: De no desesperar de mí.
SILVIA (tiernamente): Usted está mucho más cerca de mí desde hace diez minutos que durante estas horribles semanas. Precisamente porque ha dudado de sí mismo. Es singular. Como si esa especie de vacío que se ha hecho en usted, fuera una llamada a la que me ofrece la posibilidad de responder [...] todo está incomprensiblemente ligado. (Marcel, 1953, p. 210)