Artículos

Derretimiento de Daniel Mella. Una violenta obturación

Daniel Mella’s Derretimiento: a violent obturation

José Jorge Montaldo
Universidad de la República, Uruguay

Orbis Tertius

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 0328-8188

ISSN-e: 1851-7811

Periodicidad: Semestral

vol. 29, núm. 39, e289, 2024

publicaciones@fahce.unlp.edu.ar

Recepción: 02 Agosto 2023

Aprobación: 10 Febrero 2024

Publicación: 01 Mayo 2024



DOI: https://doi.org/10.24215/18517811e289

Resumen: Ciertas aproximaciones críticas a la novela Derretimiento (1998) de Daniel Mella realzan la presencia de la violencia como representación de compulsiones contemporáneas encarnadas en la sociedad. Sin embargo, es importante señalar que la compleja obturación que recibe la categoría ideológica de la violencia, los aspectos insólitos y la presión hiperrealista en la novela, posibilitan otro análisis que permite relacionar aspectos de los realismos extraños con otras posturas estéticas de la narrativa uruguaya. La novela Derretimiento subvierte la estética de la crueldad para someterla a la indiferencia social y al irónico fracaso de un asesino en decadencia.

Palabras clave: Narrativa uruguaya, Daniel Mella, Violencia, Hiperrealismo, Estética de la crueldad, Realismos extraños.

Abstract: Certain critical approaches to Daniel Mella's novel Derretimiento (1998) highlight the presence of violence as a representation of contemporary compulsions embodied in society. However, it is important to point out that the complex obturation that the ideological category of violence receives, the unusual aspects and the hyperrealist pressure in the novel, make possible another analysis that allows us to relate aspects of strange realisms and other aesthetic positions in Uruguayan narrative. The novel Derretimiento subverts the esthetic of cruelty and subjects it to social indifference and to the ironic failure of a decadent murderer.

Keywords: Uruguayan narrative, Daniel Mella, Violence, Hyperrealism, Esthetic of cruelty, Strange realisms.

La crítica

En 1998 se publicó la novela Derretimiento. En un pequeño artículo publicado en Brecha, Oscar Brando ejercitó una posible fundación, desde la discusión generada por el prólogo que Carlos Reyles hizo a su propia novela Primitivo. De esta polémica, que provocó la reacción de José Enrique Rodó a favor de una autonomía de las letras hispanoamericanas, recogió Brando la renovación y la agitación de una defensa que expresaba que “la patria intelectual no es el terruño” (Brando, 1998, p. 15). Estas refundaciones críticas de la literatura uruguaya anunciaban, para el crítico, la aparición de escritores como Daniel Mella. Para Derretimiento, deslizó un juicio peculiar dando un sorprendente énfasis en el descubrimiento del autor y desvitalizando la obra a favor de otro debate. El escritor —para Brando— se dejó tentar por demasiados crímenes y apostó a una dispersión poco conveniente para “las novelas psicóticas, que suelen rechazar la andadura del thriller” (p.15). Pese a esas observaciones, que desplazan una eventual lectura múltiple, más tarde incluyó al autor de Pogo (1997) en una línea narrativa identificada con la rabia y el asco, junto a Ricardo Henry y a Ricardo Prieto (2016, p.62).

Por su parte Carlos Liscano, en la contratapa de la primera edición de la novela, elogió la invención, la organización y la solidez constructiva que lograba fusionar lo cruel y lo bien escrito. Esta soltura de señales sintoniza con el consecuente llamado de atención sobre la violencia como término aglutinador de algunas estéticas contemporáneas y, especialmente, con la apelación a la crueldad con la que Ana Inés Larre Borges (1998) propuso un repertorio de la literatura de los noventa. Una serie de particularidades afines, vinculadas a la representación de la violencia y la crueldad, le permitieron a la crítica uruguaya mostrar un aspecto sensible de la época que, a su vez, la literatura uruguaya de ese tiempo parecía sintomatizar. La serie instala un rodeo sobre el patio trasero de la crueldad, extendiendo la apretada selección literaria a referencias del cine y el rock. Otros intentos de exponer esta conformación provocan reflexiones más abstractas, acompañadas por la afirmación de la caída de los grandes relatos (Alzugarat, 2014, p. 31).

En el mundo que plantea la novela, se encuentran pistas que pueden entrañar conceptos afines; pero, fuera de ella, algunas explicaciones y tentaciones se vuelven un poco arriesgadas, como la que —entiendo— propone Alicia Torres al decir que, a pesar de no frecuentar el tema de la dictadura, en Derretimiento “encontramos al niño postrado y torturado en una situación que habla de exilio y encarcelamiento, y aunque no sea lo esencial de la trama, admite una lectura metafórica” (2020). Tales determinaciones surten de límites la tensión subyacente a favor de ciertas propiedades históricas y sociales que se han sustraído del concepto de violencia. No insto a que el horizonte de relaciones históricas no deba ser postulado, ni a que esa ausencia se dé a favor de un inmanentismo de la obra. Sin embargo, una relación directa puede aislar o desatender formulaciones que relacionen, de manera más compleja, diversos planos de la obra.

En un reciente trabajo, Blas Rivadeneira ha intentado una fijación categorial para ensayar cierta operación genealógica. Para ello, critica la noción de “raros” de Ángel Rama, a la vez que la utiliza como punto de partida para encontrar una clave de lectura que opere como mediador del desconcierto, tras el intensivo corte dictatorial sobre la proyección generacional de escritores que mapeó Rama. En este enclave, Levrero supone, para el crítico argentino, el fin de la problemática dicotomía realismo–imaginación, y prefigura —mientras se va posicionando en la literatura uruguaya por diversas vías de influencia— el llamado “estremecimiento vacío”, que incluye la desconexión y reconexión multiplicadora de “distintos matices de lo levreriano”, repartidos en autores que emergen luego de la dictadura uruguaya. El artículo incluye y cita fragmentos de Derretimiento para fundamentar el desprendimiento en una verdadera derivación genealógica, como la que critica. Para Rivadeneira, una de las tantas inflexiones levrerianas incluye a Mella en la faceta de “la violencia y lo decrépito” (2020, pp. 88-89), ciertamente dos conceptualizaciones de las que rehuía Levrero.

Por su parte, Hebert Benítez ha observado el ascenso y el desvanecimiento de la categoría “raros”. En una posterior inflexión, la irrupción insólita de diversas obras de ficción se integra “a otras figuraciones de las tradiciones realistas”, casi sin oposición, como desborde de las viejas formas. Benítez pausa la proyección de ese “constructo de otro contexto” y revisa las teorías que configuran la elección de Rama. El crítico se apoya en el señalamiento del acto de enunciación que Rivadeneira plantea, pero no lo ciñe a la relación política que llevaría a desconocer “la activación de instancias de autonomía relativa en el campo literario”. Observa que la potencia negativa de la rareza ha devenido en afirmación, integrándose a flujos de tradiciones realistas y conservando la memoria de su potencia original; lo que ha permitido una nueva forma de apropiación. El realismo desaparece como oposición y se convierte en “el fantasma interferido, desautorizado y a la vez recuperado por prácticas miméticas que lo integran y proyectan desde sus restos” (2020, pp. 46-48).

Salvo la temprana y atenta reseña de Daniel Vidal (1999), la intriga sobre el móvil del personaje para dedicarse al asesinato es una pregunta que parece no poder evitarse. Sin embargo, ciertas observaciones críticas se saltean significativamente el complejo proceso de desarrollo íntimo del personaje principal de la novela, el uso mecánico de figuras y tropos, las comparaciones con relación no exótica, o la secuencia de actividades desde lo más próximo del cuerpo hacia el exterior, que verbaliza el discurso de un doble viaje íntimo.

Parece que el inmóvil e indefenso ser que puede auscultarse al comienzo de la novela Derretimiento escondiera, desde su intensa actividad interna, un verdadero acto de artificio por el cual se accede al génesis narrado de una conciencia posterior. Esta inmersión, en una primera instancia, problematiza el principio de rebelión, replegando al cuerpo el sistema familiar que lo oprime. Sin embargo, no deberían olvidarse el creciente signo de angustia parental, el progresivo desenfreno frente a la enfermedad o la debilidad excesiva —que ya había comenzado a actuar en la relación hijo–padre del cuento de Mella “Entre sombras” (1997)— y que puede leerse desde los intersticios de la potente reconstrucción de la voz narrativa de la novela.

Si bien no hay una justificación de su trasmutación en asesino, el papel del abuso familiar y la apertura de un espacio de refugio interno son insoslayables. En este sentido, el papel del núcleo familiar es en extremo determinante. Si bien en cierto sentido la institución familiar señala la estructura preestablecida del estado–nación, en Derretimiento no hay una mediación lineal que restituya un seductor campo de referencias, sino destituciones que relacionan el espacio de destrucción con la estructura socializadora familiar que señala el relato; como acertadamente lo había observado Verónica Pérez Manukian en su trabajo inédito (2015).

Para poder proponer un concepto de violencia afín, no se puede saltear la originaria construcción de la imagen de la familia (Manukian, 2018, p. 91) por medio de una focalización insólita que implanta un narrador muy consciente de la recreación, a partir del diseño de las sensaciones de un estado de somnolencia demencial vivido en la infancia. A raíz de una descabellada inmersión en la parálisis, el maltrato de sus parientes cercanos y ciertas ensoñaciones coloridas antes del despertar, surge una especie de ambiguo silencio de fondo respecto del ultraje infantil. La voz adulta del protagonista levantará la evidencia para indicarnos el origen de su odio, donde se aloja la paradoja de esta violencia que irá adaptando su ritmo a las descripciones del acontecer. El incisivo recuerdo de las torturas de sus padres volverá con claridad treinta años después, para relacionar diversos planos de aterrizaje cuando se desaten los primeros asesinatos.

Mientras alude al profundo odio que le produce un casero y su familia .a la que luego asesinará despiadadamente., la voz de la novela desarrolla un espacio de introspección vacilante e irregular, un momento de dudas, visiones y desequilibrios que conviven con las más limpias y progresivas escenas de descripción de paisajes y personajes, emparentadas con la tradición de ciertos realismos. En efecto, las descripciones del balneario que se centran en la naturaleza, tanto como la conformación del escenario del pueblo, recuerdan el progresivo comienzo de “Los cantores rusos” de Turgueniev, a quien Kosinski, la fuente inspiradora de Derretimiento, ha nombrado en algunas de sus obras. Estas recurrentes suspensiones crean un cuadro dinámico que filtra el color local (Romero, 2021, p. 85). En efecto, si nos detenemos brevemente en el momento de la comida, el cuadro nos muestra la cara complaciente de una mujer y el sondeo reprobatorio de un padre alrededor del que rezan una joven y unos niños con las cabezas gachas. Con claros devaneos ante una salteada y oblicua crítica social, retocada por el desprecio, que a veces parece detectar la inercia civilizadora de la familia o cierta ingenuidad compulsiva de los visitantes del balneario, se desarrolla un interesante tramo de convergencias. El particular encuentro consigna una atención distendida a la vida hogareña, pero imbuida de aspectos que saltan como ingredientes de la particular mirada desconcertada y despreciable del protagonista. Las interrupciones perceptivas de sobresalto o atención (la extraña similitud entre la pareja, la repulsión que le causa el bebé) están mediadas por la presencia de un fatal disparador que atraviesa el encuentro: la instalación de la fétida recepción de la producción artesanal de queso del casero. Este episodio dejará un aura de alucinaciones y despistes ligados al horror y a la duda, cuando se encuentre solo en su casa.

En definitiva, hay algunos indicios en Derretimiento que perturban la apetencia de ver una obra moralizante, en el sentido en que esta sirva para, en primer término, mostrar directamente el proceso de la mente de un psicópata y, en segundo lugar, delatar cierta tendencia de la violencia contemporánea.

Esta reducción naufraga en la estratificada rememoración de un estado anterior. Mediatizada por el carácter de la voz narrativa en primera persona, “invasora que inunda la realidad” del relato (Brando, 1998, p.15) y por los lugares borrosos de pretendida disección de la conciencia discursiva, la memoria irá revelando la presencia de un estado en el que domina la retórica del detalle estratificado y ordenado de los hechos y procesos.

La construcción del yo en el tiempo, su constitución y proyección, configuran el devenir de un discurso que irá validando, a partir de la bifurcación y la prolongación descarnada del presente, el abandono de la fricción estética hacia figuraciones más simples. Sin embargo, son determinadas inestabilidades alrededor de las instituciones realistas las que podrían considerarse como tentadores planteos a favor de la designación de la novela Derretimiento como parte de los realismos extraños, una acuñación que introdujo Benítez en su seminario de 20161 para abordar varias novelas de la literatura uruguaya en las que se presentaban “conjunciones complejas de rasgos realistas e hiperrealistas con aquellos que identifican ficciones distanciadas”.

En efecto —en un primer detenimiento—, la sorpresiva y abrupta aparición de un presente inclina la novela Derretimiento hacia cierta perplejidad. No ayudan, a la claridad del proceso, las dudas respecto de la imaginación, el sueño o el recuerdo; tampoco las visiones espontáneas salidas a andar por los contornos del dormitorio o que irrumpen desde los objetos más concretos. Las preguntas, la sensación de que algo está sucediendo o no, el aturdimiento, el desajuste temporal o los pensamientos de probabilidad o ausencia de conocimiento de motivos o razones.

Un accidente conceptual

Tomaremos de La metáfora viva de Paul Ricoeur que la mímesis como imitación es una interpretación equivocada de la Poética de Aristóteles. También Dolezel ha indicado el nacimiento y el avance de una “poética normativa” desde el Renacimiento y el Neoclasicismo, que repercutió en el desarrollo de verdaderos recetarios para la creación de obras poéticas (1997, p. 60-61). “La mimêsis es poiêsis y, recíprocamente”, “movimiento de referencia inseparable de la dimensión creadora” (Ricoeur, 1980, p. 63). Para el crítico francés, el texto como operación de disposición y codificación del discurso en una unidad irreductible, necesita una formulación apropiada de la referencia. Un intento hermenéutico “regula la transición de la estructura de la obra al mundo de la obra”. Por ello el discurso literario suspende la relación del sentido con la referencia, como sucede con la metáfora (p. 298).

En este sentido, lo que se esconde detrás de cierta interpretación alegórica es una discusión más amplia, que atraviesa la dimensión política y la propia utilidad e integración del concepto de violencia. Derretimiento ha resultado expuesto a una lectura que se ha detenido en la constitución sorpresiva de un campo de referencias, que señalan hacia una visión unívoca de la violencia en la sociedad; cuando no a una genealogía o selección de autores cuya colocación siempre depende de una general y ansiosa transacción de lectura crítica en los intentos generacionales de abarcar autores.

Benítez indicó la necesidad de desplazar la alegoría como instauración de una “fijación binaria”, que la obra de la salteña Marosa Di Giorgio rehúsa. Sin embargo, no es conveniente deshacerse de ella inmediatamente, sin darle un estatuto que restaure algo más que esa función difundida de dispositivo tropológico (2012, pp. 76-79). La interpretación alegórica así vista, tampoco permite una captación de lectura más compleja de la obra, vinculada a otras posibilidades de concretización fuera de esta clave.

Los universos enmascarados por la “categoría ideológica de la violencia” (Jameson, 1989, p. 138) arrojan luz sobre una diferencia que subraya el efecto sobre el sedimento realista que explota Mella. El autor de Derretimiento recurre a una mediación de voces que permiten el desplazamiento interno (rememoración y derivación hacia la conciencia de lo vivido y pensado) y externo (desestabilidad proveniente de un aparente desarticulado psiquismo).

Hacia la mitad de la novela que nos ocupa (cuando se produce el primer asesinato), el protagonista deja de sospechar de su comportamiento y, luego de asesinar a la familia, afirma que ya no hay incertidumbre (1998, p. 66). El contexto social de la obra no abandona los parámetros ligados a la construcción realista que sirve de escenario, pero una progresiva ausencia de sospecha recluye el lenguaje y, a su vez, aumenta el grado de incredulidad de un ambiente textual que, decididamente, procede a civilizar su propia violencia verbal, como veremos más adelante.

Para la vejez, que también irrumpe abruptamente luego del éxtasis de los asesinatos, nos enfrentamos a la profunda decadencia del personaje, a su merodeo incongruente, a la pérdida de fuerzas, al abandono, a la desconexión social por excelencia y a las consecuencias de una mirada cuasianalítica desde la perspectiva de una vida íntegramente volcada a esa peculiar condición perceptiva. Aquellas descripciones vivaces de la infancia y la experimental dinámica de la vida adulta, dan lugar a la desolación de los paisajes degradados y señalan críticamente —pero a su vez por un contraste privativo y singular— el declive de todo progreso. No es menor el tiempo que se consigna a las vivencias y pensamientos domésticos y seniles, o a los arranques enérgicos silenciados o atrofiados por las articulaciones del cuerpo. Recordemos que el asesinato de Adela es producto de un no hacer y que los demás intentos de llegar a la consumación son frustraciones; incluso los rastros del ritual de otro asesinato le son negados por un desinfectante.

Estas y otras puntualizaciones nos servirán para comenzar a proponer, desde ángulos diversos, una hipótesis que retiene cualquier válvula de escape que permita el tránsito de categorías pertenecientes a otras literaturas distanciadas de estos códigos, y que desplazará a la violencia ligada a la crueldad como esquema centralizado.

El lenguaje en el cuerpo

En el viaje inicial mediante el cual se internalizan los procesos del cuerpo y el protagonista sufre de un pensamiento sin descanso, en estado de alerta, la memoria aparece como una forma de absorción y succión de las presiones externas. Esa memoria del cuerpo se reestructurará cuando ingrese el miedo, para luego dar lugar al horror. El corte de ese proceso de la niñez cierra el viaje hacia el apagón interno y se abre de nuevo el mundo de la realidad externa del protagonista mediado por el sueño.

Mercedes Estramil resuelve la cuestión aludiendo a una “urgencia del narrador por contar su pasado” (que conecta con Pascual Duarte de Cela) en el que el “aprendizaje del dolor” del niño rememorado se devuelve al mundo violentamente (2001, p. 5). Debemos exponer una breve discordancia, más allá de una posible decantación del aprendizaje: la forma en que este se constituye por una serie de oscilaciones, por el recorte de sucesos y lagunas turbias, esquiva una limpia conclusión argumental a la que invita engañosamente el relato. La extraña presentación del fracaso de la conciencia, al querer ordenar y contar los hechos del narrador, tiene un freno constitutivo y es ilustrativa en Derretimiento (1998, p. 114). Cuando el personaje se descubre frente a la intención de querer contar su historia, las conclusiones de la experiencia precipitan toda una serie de limitaciones. Por lo tanto, solo queda la aceptación de haber sido coherente consigo mismo, no sin un final que resulta todo un acto dubitativo.

Sin embargo, aún falta profundizar en la relación de la voz adulta que representa el momento perceptivo del niño que sufre.

En una entrevista de Verónica Pérez Manukian, Daniel Mella cuenta sus primeros encuentros con Ricardo Henry y se refiere al libro de Kosinski que posibilita la escritura de Derretimiento.

Paramos en la casa de él y el loco sale y me trae un libro: “tomá te presto esto” El Pájaro pintado y me tomo el bondi y empiezo a leerlo. En cada página me empieza a cambiar la cabeza, la vida; la sensación de decir “¡pah loco yo hubiera escrito esto!”. La lectura de [Jerzy] Kosinski me abrió la puerta a Derretimiento, como a la voz, al tono. Si bien no es lo mismo, siento que estaba compartiendo esa cultura de ese libro. (2018, p. 136)

Ciertos pasajes de la novela de Kosinski y Derretimiento comparten importantes resonancias, sin despreciar ni entumecer las distancias, a sabiendas de la importancia recurrente que en algunas entrevistas da Mella a El pájaro pintado. Claro ejemplo de ello aparece en la separata Insomnia. Allí el autor remarca la familiaridad inmediata de Bret Easton Ellis y Kosinski. Sobre todo este último.

De Kosinki yo hubiera querido escribir El pájaro Pintado, Pasos, pero no se puede. Me ganó de mano, ya no se puede… (Mella, 1999, p. 5).

En El pájaro pintado, un niño comienza a vivir al cuidado de diversos personajes aldeanos que lo someten a las más crueles experiencias. Así sucede con el enterramiento curativo de la curandera Olga que lo confina, cabeza afuera, a desprenderse de los sentidos para luchar, solo con su cabeza (enrarecida por la fiebre y la inmovilidad del tronco), contra la amenaza de un grupo de cuervos, y también con la atención del niño puesta en los ojos de un jornalero que le habían sido arrancados por el molinero celoso que lo contrata. Estos episodios fijan un detenimiento y énfasis en ciertos detalles proliferantes que recurren a la independencia de partes del cuerpo. Si pensamos en el comienzo de Derretimiento, los puntos de contacto no son para nada despreciables.

En este caso, una especie de extracción racional organiza el proceso de reconocimiento, que sacude un extremo indecible de la memoria y que repercute en la sensibilidad. El siguiente fragmento, instala un movimiento de relación mecánica desde el sistema nervioso hasta un lugar indeterminado.

Mi cuerpo era un muñeco con las terminales nerviosas irritadas cuyos cables llegaban, como ríos afluentes, hasta la posición medular, mi extenso podio interior. (p.8)

En una entrevista para Brecha, Daniel Mella y Ricardo Henry deciden ser entrevistados juntos. Larre Borges los descubre como amigos y exalta la coincidencia de los “sádicos”. Al comienzo de la charla se hace presente esa tensión cuerpo–mente de manera muy peculiar. Mella confiesa la relación intensa con un cuerpo que amenaza siempre venirse abajo y Ricardo Henry lo reafirma.

RH– ¿Qué tengo más importante que el cuerpo? Escribo de lo que tengo más cerca, mi cuerpo.

DM– Y escribís con el cuerpo.

RH– ¿Quién me enseñó? Mi cuerpo. Si tengo una crisis de pánico, ¿quién me la anuncia de verdad? Mi cuerpo. El cuerpo está ahí, es lo único en lo que podemos confiar. ¿Vos a quién le creerías más, a tu cabeza o a tu cuerpo? (1999, p. 13)

La amenaza de aniquilación del cuerpo desprende la red de significantes que parece actuar por sí misma. Habrá otro sacudón en la acción del protagonista de Derretimiento, cuando la profunda incomodidad, provocada por los olores del queso, desate el asco y comience a manifestar y hacer proliferar cierta independencia física. Son los ojos de Lara lo único que quiere dejar en su lugar cuando la apuñala con una cuchara.

Lo que también debe captarse es la relación del fluir como conformación intensa. Para que el personaje funcione, Mella introduce una especie de fluctuación discursiva que contiene muy pocas metáforas de gran calado, a las que recurre para fundamentar la presencia del dolor pormenorizado y mecánico. Las comparaciones son reconocibles y bastante directas. Sin embargo, el efecto negativo de la dispersión que señalaba Brando es, en realidad, su fortaleza. Se puede constatar cierta brusquedad de las metáforas, muchas de ellas traslúcidas a la apatía de la construcción, pero que de todos modos evocan la distributiva y estructural fuente del movimiento o agrupación, en la medida en que la memoria se transforma en una gran articulación comprimida.

El disparo distributivo

La utilización de un mecanismo de escasas metáforas, o de comparaciones con relación no insólita que evoca la red de construcciones en el relato de acontecimientos, no tensiona por su disonancia radical. La diáfana propulsión que obtura el descontrol del lenguaje en la voz del narrador (justificado de antemano en su rememoración adulta) está en plena consonancia con la potencia del lenguaje utilizado en la novela.

El niño es dicho por el adulto, reconstruido. Inmediatamente esta rememoración adulta se sirve de figuras que tienen en su intento de lanzamiento verbal un freno constitutivo. Aludidas directamente en la idea de complejidad expuesta, se pueden citar las siguientes construcciones: “como un tren enorme y despiadado, rezumando un silencioso horror de sangre” (p.7), “ejercitar incansablemente el pensamiento” (p.8), “sentía calor en la cara y en el pecho, como un rubor interno” (p.13) “me tensaba como una flecha y recorría sin dirección y a una velocidad de vértigo” (p.14), “mis pensamientos parecen abejas enloquecidas” (p.43) o en la cabeza que gira como un trompo.

La apertura al mundo del cuerpo consigna dos figuras no cristalizadas que se muestran con un tono excéntrico: “Mi cuerpo era recorrido por ratones drogados” (p. 16), y lo mismo sucede con los ojos moviéndose como “topos inmundos, asfixiados, aceitosos, a ras de tierra” (p. 17). Recordemos la apertura enfática de Ricardo Henry en La depilación del ojo y la extensa atención y reflexión posterior del niño puesta en los ojos del jornalero que caen al piso cuando el molinero se los arranca en El Pájaro pintado (Kosinski, 1977, p. 78–79).

Otra hipótesis corroborable se puede fijar en la predicación desarrollada en series de asociaciones puestas en marcha para tensionar la dispersión. El trabajo de las comparaciones es, en parte, producto de una simpleza constructiva de irradiación (dando la idea de abultamiento de cosas, de agrupamiento o de extensión), que plantea el relleno del simulacro realista por medio de la convivencia de metáforas y comparaciones que se alternan y concentran, sobre todo en la primera parte de la novela; pero que luego pierden intensidad notoriamente, para dar paso a otras modalidades en consonancia con la frialdad del personaje, por ejemplo la nitidez de las descripciones.

Al despertar el cuerpo a la conciencia en la niñez, las comparaciones actúan en conjunto y parecen volver a un cauce esperado, eludiendo la expectativa: “el agua me invadió como una marea” (p.15), “todo era azul, eléctrico, como un mar ancho” (p.15), “hundirme como un barco pesado” (p.16). Y señalo estas recurrencias sin otro fin que el de habilitar la hipótesis de la asfixia–expansión que recorre varios puntos de la obra.

Incluso cuando irrumpen las raíces en escena, las figuras retoman su dimensión simplista en la comparación “parecían arañas”. La descripción, por su parte, se vuelve más distribuida que minuciosa. Para el episodio de la famosa pelea de los perros, los sucesos están contenidos por serie de oraciones cortas, que se suceden sin grandes impactos verbales; casi se podría decir por acumulación.

En una entrevista para la editorial HUM, el autor reflexiona sobre su escritura.

Uso pocas palabras, tengo un vocabulario re limitado, por lo general. Yo asocio la dificultad con el vocabulario, con expresiones complejas de pensamiento, yo no siento que lo mío sea difícil por ese lado. (Mella, 2013)

Ciertamente la paradoja de la novela se configura desde un catalizador verbal que acelera y promueve la sensación de progresión, desde el supuesto abarrotamiento enmarcado en la posibilidad del lenguaje de promover núcleos narrativos de intensidad dentro del simulacro realista (Bozzetto, 2001, p. 225). Todo ello, lejos de mecanizar la forma, matiza un pormenor del acto de creación cuando redistribuye el ritmo de la propia dispersión a la que escapa. Allí está su potencia y quizá, arriesgando ahora, el simulacro tonal del hiperrealismo en relación a la llamada “estética de la crueldad”: en esa tensión entre la representación, el simulacro realista y su intento de configuración proliferante. Ciertamente nos encontramos aquí con una tensión que ya está en la base de la discusión acerca de los realismos.

Insólito

Además de concentrar el carácter insólito en los sucesos, podríamos resaltarlos en la percepción del personaje que narra, en la disrupción de inestabilidades ligadas a la sucesiva conducta descarnada de sus actos violentos. Sin embargo, habría que señalar dónde puede alojarse transitoriamente este peculiar aspecto que, en definitiva, sucede bajo el sentido influjo de la explicación inicial de los acontecimientos. Esta especie de anomalía integrada puede suspender la consideración del término insólito como macro–categoría y resistirse temporalmente a otras posiciones que apuestan por los “géneros de lo insólito” (Ordiz, 2015, p. 12) o “literaturas de lo insólito” (Abraham, 2017, p. 301).

En este sentido nos queda considerar la idea de una figuración identificable de perturbaciones en cierta cartografía de expectativas habituale..Esta idea ya ha sido expresada en un artículo de Benítez (2018), donde se resiste la identificación de este “efecto” como parte de la literatura fantástica. Su relación en definitiva se da con diversas poéticas ficcionales (siendo esta figuración una no–categoría) a las que atraviesa. Las consecuencias de la emergencia de este acontecimiento, en obras de los escritores Mario Levrero, Felisberto Hernández y Daniel Mella, arrojan evidencias. Para el crítico uruguayo, lo insólito es un “rasgo anómalo”, acontecimiento con intención que realiza “algún tipo de asedio novedoso a lo establecido” a un continuum. Es así que el marcador insólito no opera como modificador del contexto donde aparece, sino como una distorsión. No transforma la cualidad de la categoría dominante ni la elimina; la “confirma y redescribe” a distintos niveles (pp. 135–136).

El mismo artículo señala que, en Derretimiento,lo insólito opera a través de una “hiperfocalización desrealizante”, por medio de “una técnica quirúrgica que construye la plástica de la violencia”. El apuntalamiento de su distorsión impregna la “estabilidad social de la representación” de las convenciones realistas (p. 138).

Sin embargo, el efecto insólito en la novela aún debe discutirse. La expansión y constricción hiperrealista, ligada a los núcleos violentos de la acción, también se suelda a la vivencia de los detalles más cotidianos, en los que se ejerce la prudencia de cuidar a un perro, de hacer las compras, de alquilar un lugar de veraneo, de mirar un cartel, de percibir la forma en que se mueve el humo de numerosos cigarrillos; de una cotidianeidad que irá invadiendo todo, ejerciendo presión y resistencia frente al desborde. A veces interrumpe una visión, pero a veces lo hace un dolor articular.

No es el tono que aparece en L. S. Garini. Por otra parte, parece lejano al flujo subterráneo que recorre .El corazón reversible” (1986) de Tarik Carson, y rehúye de ese peculiar carácter insólito de Desmesura de los zoológicos (1987) de Ricardo Prieto. En estas últimas alusiones, las condiciones están dadas desde la irrupción inaplazable del mundo planteado. Sin embargo, en algunos personajes de Levrero y en otros de Tarik Carson, el aspecto insólito forma parte de la figuración del desplazamiento de los personajes, afectados o afectantes del mundo que los rodea (Reis, 2018, p.7), como actitud o actividad convencional. Aunque para estos casos deberíamos aludir a personajes refractarios.

El mundo de Derretimiento también es altamente afectado por la visión y lenguaje del protagonista, que nos da el tono de la adaptación de su mirada extrañada sobre el entorno y las consecuencias que desata sobre él; pero la diferencia podría radicar en la forma en que irrumpe y se desarrolla lo insólito. El exceso de racionalización está aquí fuertemente plantado por el establecimiento poético de la causa principal, un origen saturado de donde supuestamente nacerán todos los males, y por la instalación de nexos obedientes que van plegando los olores y la repugnancia del devenir, al origen. Sin embargo, el punto de origen es una capa distorsionada por la conciencia de un narrador que suministra intencionalmente las causas, para luego abandonarse a la acción.

Adiós a la violencia

Todo este trabajo señala rápidamente en dirección a ciertos rasgos constitutivos pero problemáticos de la novela. Ciertamente algo que hemos omitido es la referencia a la pertinencia histórica, que ha sido, aparentemente, captada por un tono consensual de lectores y críticos en relación a una idea de violencia, digamos, de sugerente contemporaneidad, pero que probablemente señale en otro sentido. La visión de un asesino, las consecuencias de su dolor en la sociedad, el festejo sorpresivo o el rechazo impostado de lo que ha dado en llamarse imágenes de parte de lectores, admiradores y críticos, ha prometido en otros tiempos una identificación con una estética de la crueldad.

Quizá, cabe decirlo, el trabajo más atento en relación a la obra de Daniel Mella es en este momento la tesis de Verónica Pérez Manukian (2018), que ordena, reconstruye y crea nuevas miradas sobre toda su obra. En este artículo solo levantaremos una observación: el papel esencial de la familia (recompuesto su sentido), la relación con la naturaleza (panteísta) y un acierto insoslayable de la crítica respecto de las increíbles ausencias de aparatos represivos, de investigaciones, de persecuciones que resultan importantes núcleos de interés. La ausencia asimismo del miedo a las autoridades ayuda a la pintura de los actos de violencia y parece rezumar un exceso de energía alegórica.

Ciertamente no podemos fingir que descubrimos la violencia en la novela, tampoco es un secreto que el origen de ese “mal” o “infierno” esté colocado en el momento de la infancia. Ese lugar ya está saturado por la misma explicación literal del narrador. Sabemos, por él, de dónde surge y a dónde ha llegado. Nadie podría preguntarse cuáles son los orígenes de la violencia en la novela, si ha leído con atención el entramado enérgico de la primera parte, las confesiones tácitas y las conclusiones del discurso ornamental del narrador. Este ha necesitado mostrar enfáticamente el castigo primigenio con predisposición poética, pero indicando el camino de una transformación. Captamos sin problemas el sufrimiento del niño reducido por el voltaje de la violencia descontrolada y culposa de la familia. En definitiva, mucho de lo que podamos decir sobre la violencia forma parte de una interpretación inevitable. Sin embargo, los focos potentes de la novela, extrañamente, hacen olvidar a algunos críticos los extensos puntos muertos que los rodean.

La narración revela ciertas intencionales imprudencias antagónicas de la voz. Por un lado, las consecuencias que conlleva confesar que no es posible comunicar los recuerdos, luego de secuenciarlos y transmitirlos. Por otro, dar rienda suelta a las particulares acciones del protagonista para mostrarlo luego —más que íntimamente— perdiendo su dignidad (autoconfesada), su fuerza, su efectividad (un extenso devenir de fracasos e inconvenientes), en un contexto de marginal degradación barrial, muchas veces doméstico.

El punto esencial de la novela no es una suturada fórmula de ruptura con los diversos realismos practicados en nuestro país, aunque es un punto que deberíamos profundizar. Tampoco la esencia —entiendo— radica en la violencia de un asesino sin escrúpulos que cuenta sus comienzos, para que aceptemos un presente de la violencia. Una nueva hipótesis podría sugerir que la novela arrastra e intenta cubrir la permeable violencia ritual de la indiferencia, o la indiferencia violenta que se traga todo. Veamos este punto de vista.

El estéril trajín de una experiencia vital y la desintegración de la imagen propia del asesino, diluido en una sociedad a la que ya no le importa, terminará por confinarlo a una especie de jubilación desesperada y fallida con intensos actos de patetismo. Nótese en el episodio de las casas rodantes. Hay un momento en que el protagonista siente euforia: “mientras ellos se rinden ante el peso de la noche, yo me encuentro más despierto y agudo que nunca, hecho un animal, hambriento y poderoso” (p. 101). De inmediato intenta apuñalar a un muchacho, pero solo logra un corte. En la huida se resienten sus articulaciones. Es atrapado y lo golpean, y cuando pide más, simplemente dejan de hacerlo y su deseo se frustra.

Hay un momento en que un niño, al que quiere matar, huye de él pero se detiene varias veces y se burla, él mismo puede verse como “un sustituto divertido para la pelota de goma” (p. 94).

En una entrevista para Insomnia, Mella despacha algunas ideas afines:

–De todos los mundos posibles vos elegiste el de la violencia. ¿En qué medida es parte de tu experiencia y en cuál fue una elección estética?

Físicamente, no tuve la trayectoria del personaje de Derretimiento, pero como ese niño, sí estuve enfermo muchos años; sí asesiné a una familia, y después no pude asesinar a nadie, ni siquiera a mí mismo. De un momento a esta parte los estímulos son violentos. Un estímulo de belleza es violento. Desde que la vida eterna no existió más para mí, desde que dejé de ser inmortal, todo pasó a ser mucho más trágico. No tener la certeza de volver a presenciar la belleza de un atardecer en Zanja Honda, la playa de La Paloma, es violento.

–Para vos ¿cuál es la peor violencia?

La peor violencia es el amor. Es la mala educación que tenemos en amar y ser amados. Y todo el malentendido que puede llegar a ser el amor y todo lo que el malentendido del amor puede llegar a hacerte. Es mucho más terrible que alguien cometa un acto violento contra vos porque te ama y sin saberlo —inocentemente, casi una violencia virginal—, que alguien que lo cometa a conciencia, sabiendo y sin amor. (1999, p. 6)

Dos aspectos anotaré para concluir. En primer lugar debo señalar la culpa que sienten los padres del protagonista por las golpizas, la impotencia a la hora de controlarse, el descuido, la inmunda piedad, el entrevero del rencor y la ternura, tanto como un confesado giro de actitudes, luego de un año y medio de postración (referencia del propio narrador) con aspectos plagados de arrepentimiento. O eso podríamos filtrar de la violencia de la familia, pues esta está formada por retoques de la ausencia íntegra del ser de los familiares, por proximidades confusas y oblicuas que se revisten tanto de golpes, choques, arranques, llantos, abrazos y caricias, así como de culpas mutuas por la situación.

El personaje despierta y lo primero que percibe es el aspecto desmejorado de sus padres. Por otra parte, los pantallazos que conforman la ausencia familiar dicen mucho sobre lo que no podemos ver, pero dicen más de la voz que los recrea. El narrador no nos permite observar a la familia sino como un constructo fantasmático y lateral en el que concentrarse.

Sin embargo, luego del despertar, la familia tiene un cambio de actitud que no pasa por accidental, pero que permea cierta situación de vulnerabilidad emocional y desestabilización. Por otra parte, hay un ambiguo gesto que se filtra entre el descontrol frente a la situación desbordante de la enfermedad del niño y una preocupación ligada a la comunidad. Cuando los camiones descargan las enormes raíces en la laguna ¿qué significa la preocupación de la familia por el cuidado de los niños en el lago, cuando les gritan para que no corran peligro?

Otro acontecimiento retrata un vacío importante. En el barrio se pelean brutalmente dos perros. El padre de uno de los niños (independientemente de la mirada desagradable sobre el aspecto físicos que imprime el narrador) levanta al perro callejero que ha quedado destrozado para examinarlo, para comprobar su estado. Finalmente, viendo que no tiene salvación, busca un revólver y, luego de alejar a los niños, lo mata. Lo que podría verse como un acto de compasión —por medios un tanto brutales— está clausurado por el efecto traumático en el niño y en sus amigos. Los niños sentados en la cuneta (los tres), en shock, muestran serios signos de angustia. Alrededor no hay contención ni explicación: no existen en ningún horizonte aquellos actos por los cuales se evita que los eventos se vuelvan traumas irreconciliables. Todo queda al azar y no parece haber más conexión que la imaginación y el desamparo. En el caso de nuestro protagonista, las preguntas y las imágenes no lo condujeron a nada. Las conexiones causales del niño están en forma de preguntas y cuestionamientos, a los que se imprime una lógica propia de escasas experiencias. Nadie sugerirá una alternativa a estos pensamientos, no habrá nadie a quien preguntar. Ya no da el tiempo. En la siguiente página nos encontramos con el adulto.

Ya he hecho alusión a la familia de Pedro (un cristiano que dirige el rezo e imprime un importante control a la hora de comer). Los últimos gestos de amabilidad adulta u observación parecen diluirse en el fuego final de la casa, luego de asesinar a la familia. Esta es la primera y gran última acción, mostrada antes de hacer inmersión en el aburrido, doméstico, merodeador, fallido y desteñido último tramo de vida.

En esta última etapa, la única cualidad que lo conecta al resto es la fuerza de la indiferencia. Nada nos impide pensar en Onetti. Nótese el cartel luminoso del hotel, la ropa mojada que gotea agua con jabón en el piso (p. 71-72), el cartón con el que envuelve un lavarropa para que, el perro que adoptó, no lo rasguñe. Lo que queda de él es nuestra sensación. Respecto al episodio de la mujer que lleva a su casa para ver morir “observándola como un científico”, a modo de pulsar esa estética sensación de placer, nos coloca solamente frente a un observador que se cansa, literalmente, de golpear. El monstruoso aparato de imaginación y acción de la primera mitad de la novela se ha vuelto un diccionario dedicado a los trastos domésticos, a la vida decadente cerca de un puerto venido abajo, a una estación de trenes en desuso que descolla en el margen. Esta descripción, que reescribe un tópico sedimentado de la profunda caída del progreso de una anterior vida industrial, sirve de paisaje para un merodeador que ya no puede ver, metafórica y literalmente, por la suciedad de los vidrios de las ventanas que no puede correr y que es constantemente humillado.

La confesa falta de dignidad lo cubre todo. Ya no existe la frialdad mecánica, ni el armazón violento que impresiona desde algunas reseñas (Llatas, 2018). El personaje puede sentir la burla, el desprecio y la soledad, que no es distinta a la que se vive en las calles.

La violencia ya no parece ser el tema, no parece una categoría que delate sino una de las partes de la construcción del propio concepto.

Pérez Manukian ha señalado la ausencia de la seguridad pública, su falta de operatividad. Y debemos agregar la indiferencia. No hay miedo a ser atrapado, ni aventura de riesgo. ¿Nadie del edificio huele el cadáver en descomposición de Adela? Su ausencia no tiene ninguna repercusión. Sin embargo, para que la transgresión emerja de la novela, no parece necesaria esa “máscara social que vuelve impune al personaje” (Romero, 2014, p.69), como sucede en la narrativa de Rubem Fonseca o Fernando Vallejo, desde las que puede tentarse una estética de la violencia. Pero en Derretimiento lo esencial parece encontrarse en la decadencia de la violencia, en el freno que recibe de una sociedad que no le teme tal cual es, que no la atiende como significado y que, como a los vecinos del edificio, le es indiferente: “A nadie le importaba nada, nadie daba un carajo por nada.” (p. 90)

El mal, si fuese central, sufriría del mismo martirio; lo mismo con la crueldad. Lo exaltado tiende a derretirse. ¿Qué es entonces lo que indica el título?, ¿acaso el futuro de cualquier pasión mal entendida? La alegoría está clausurada como ecuación concluyente. El hiperrealismo comienza a atrofiarse. ¿Y si el aspecto insólito debilitara la tipificación de la figura del asesino? Por otra parte, en aquellos lugares donde la potencia no funciona como tal, ¿qué deseo se incumple al salirse de la superficie narrativa?

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Notas

1 La cita pertenece al programa de una de las orientaciones que propuso Hebert Benítez en su seminario “Realismos extraños en la narrativa reciente: Ricardo Prieto, Fernanda Trías, Daniel Mella y Felipe Polleri” en 2016 en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de Uruguay.
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