Artículos

Voz, pueblo y alteridad: sobre dos reescrituras del Martín Fierro en el siglo XXI

Voice, people and otherness: about two rewritings of Martín Fierro in the 21st century

Juan Ignacio Pisano
Instituto de Literatura Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina

Orbis Tertius

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1851-7811

Periodicidad: Semestral

vol. 28, núm. 37, e261, 2023

publicaciones@fahce.unlp.edu.ar

Recepción: 09 Febrero 2022

Aprobación: 24 Abril 2023

Publicación: 01 Mayo 2023



DOI: https://doi.org/10.24215/18517811e261

Resumen: El regreso al Martín Fierro es una constante en la literatura argentina. En este texto trabajaremos dos reescrituras específicas del clásico de José Hernández que fueron escritas en la década de 2010 Las aventuras de la China Iron (2017), de Gabriela Cabezón Cámara, y El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña. Ambas permiten leer una serie a partir de una constante, esto es, que pueden ser leídas como intervenciones en la tradición nacional a partir de un elemento que en sí arrastra un litigio: la definición de los límites del pueblo, el cuerpo místico de la Nación. Siendo considerado como un suplemento simbólico que se aplica sobre la población, el pueblo, en tanto espacio de disputa, es parte constitutiva de los debates contemporáneos. El clásico de la Nación Argentina constituye una textualidad cuya reescritura, en los casos trabajados, abre un disenso en torno de los límites y alcances de ese significante clave. Y allí se juega una disputa por la construcción de lo común. Esta disputa es central en los textos considerados.

Palabras clave: Poesía gauchesca, Martín Fierro, Literatura argentina, Siglo XXI.

Abstract: The return to Martín Fierro is a constant in Argentine literature. In this text we will work on two specific rewritings of the classic by José Hernández that were written in the 2010s: Las aventuras de la China Iron (2017), by Gabriela Cabezón Cámara, and El guacho Martín Fierro (2011), by Oscar Fariña. Both allow a series to be read from a constant, that is, they can be read as interventions in the national tradition from an element that in itself drags a dispute: the definition of the limits of the town, the mystical body of the Nation. Being considered as a symbolic supplement that is applied to the population, the town, as a space of dispute, is a constitutive part of contemporary debates. The classic of the Argentine Nation constitutes a textuality whose rewriting, in the cases worked, opens a dissent around the limits and scope of that key signifier. And there a dispute is played for the construction of the common. This dispute is central in the considered texts.

Keywords: Poesía gauchesca, Martín Fierro, Argentine literature, 21st century.

El retorno al Martín Fierro es uno de los gestos más insistentes que, como vuelta y reescritura, se ha producido (y se sigue produciendo) en la literatura argentina. Es una constante: termina "el ciclo de la gauchesca pero no las operaciones con ella en la cultura argentina" (Schvartzman, 1996, p. 174). Ese gesto pervive hasta nuestro presente, teniendo en cuenta que el siglo XXI ha sido profuso en textos en torno a un poema que se evidencia "capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones", como señala (elípticamente) el narrador en "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz" (Borges, 2000, p. 41). De entre esos textos,1 serán dos los considerados en este trabajo: Las aventuras de la China Iron (2017), de Gabriela Cabezón Cámara, y El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña. ¿Por qué estos y no otros? Porque en ellos se juega de un modo central un elemento clave para la poesía gauchesca: la voz. Pero, además, porque coinciden en funcionar como intervenciones en torno al poema de Hernández que habilitan un debate acerca de la Nación y sobre la configuración de su "cuerpo místico" (Palti, 2018, p. 179): el pueblo. En estos textos, reescribir/reversionar/regresar al Martín Fierro supone la posibilidad de una intervención sobre el canon y, a la vez, sobre la tradición cultural de la Nación dado el lugar de relevancia que el poema presenta para la construcción de una identidad nacional y en la consolidación del gaucho como sujeto nacional, ese sujeto que, en sus propias paradojas constitutivas como símbolo (Adamovsky, 2019), deja fisuras entre las cuales la literatura se sumerge para brindar alternativas. Desde la voz de la China Iron y desde la voz del guacho Martín Fierro el pueblo es postulado de un modo diverso respecto de la mirada metafísica de la generación nacionalista del 1900, con Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones a la cabeza de una carrera por canonizar al poema de Hernández, así como también del pueblo esencializado mediante las instituciones estatales a lo largo del siglo XX.2 Por el contrario, en estos textos el pueblo es trabajado como "una forma de simbolización suplementaria en relación con cualquier conteo de la población y de sus partes" que no se esencializa, sino que se afirma en una lectura sobre la configuración de la comunidad política bajo "una forma litigiosa" (Rancière, 2019, p 236). La postulación de ese pueblo diverso no pasa por una mención explícita o un programa dispuesto en los marcos de esas ficciones: es la propia acción de la ficción, que reconfigura lo dado para proponer otras formas de mundo, donde reside la potencia de sus formas de intervención. Resulta un dato más que sugestivo que ambos textos hayan sido publicados en la década del 2010, precisamente cuando se cumplían los bicentenarios de la Revolución de Mayo y de la Declaración de la Independencia y cuando el debate y la conflictividad por la significación de esas fechas, centrales para la construcción política y cultural de la Nación, estaban a la orden del día para pensar y reflexionar sobre las condiciones bajo las cuales se formó la propia Nación. En efecto, ambos textos actualizan al Martín Fierro mediante discusiones que tienen que ver con poner en juego, de modos diversos pero igualmente litigiosos, a las formas de comunidad como lo que se encuentra en permanente proceso de inacabada conformación: en el caso de la novela de Cabezón Cámara, la comunidad política y sus márgenes se debate mediante identidades de género no binarias anclando la posibilidad de una narración histórica y nacional no centrada ni en la masculinidad gaucha ni en la afirmación territorial de la Conquista del Desierto; en el poema de Fariña, al trazar una identificación textual entre el gaucho y el guacho mediante la reescritura verso a verso del poema de Hernández, se expone la constante producción de cuerpos marginales, desechados o desheredados de las posibilidades de vida plena prometida en la Constitución Nacional.

Frente al consenso establecido bajo la mirada esencial de una Nación Argentina reconocida en el gaucho y anclada en los productos agropecuarios de la pampa, en la conquista sobre el indio y en la segregación de sectores de la población exceptuados de vivir una vida de posibilidades, se abren dos lecturas del clásico nacional que pautan formas del disenso, diferencias que se posibilitan desde la ficción y la voz, y que proponen otros modos de pensar a la comunidad de la Nación, el pueblo, desde el centro mismo de su canon cultural.

0. Algunas consideraciones preliminares

Cuando Josefina Ludmer (2000 [1988]) postuló lo que ella denominó la fórmula del género gauchesco, puso en el centro de su propuesta al significante voz. Así reza su definición para esta literatura: uso de la voz (del) "gaucho" (2000, p.33). El significante en cuestión adquiría una doble valencia de sentido, podría agregarse, teniendo en cuenta que la fórmula encerraba dos interpretaciones: un uso de la voz del gaucho, en tanto el letrado despliega en su escritura la mímesis del habla de ese sector social (es decir, un modo de reconstruirla ficcionalmente); y, por otro lado, en tanto que en esa voz del gaucho, dice Ludmer, se define a la voz, como sinónimo de palabra, gaucho. Se da así un doble juego: se usa a la voz del gaucho para definir a la entidad subjetiva que la porta, esa figura de la que parte la literatura gauchesca. Se confía en la performatividad de la palabra literaria. Esa misma voz, precisamente, que viajaba en la letanía del desierto, nuestro más pingüe patrimonio, que se movía en los meandros de la guerra o en las coyunturas de lo cotidiano, y que a Bartolomé Hidalgo tanto cautivó para la escritura de sus cielitos y diálogos. En las reescrituras del Martín Fierro aquí consideradas, se trata de voces que no responden al estándar literario gauchesco sino que lo eluden para postular otra voz la cual, sin embargo, irradia de la matriz sensible del poema: ya sea por la reconstrucción de la vida de la China, madre de los hijos de Fierro y personaje mudo del poema, en su propia voz narradora, o porque se produce una identificación en la marginalidad del gaucho del siglo XIX con el guacho del XXI que se expresa formalmente en la reescritura verso a verso del poema de Hernández de 1872. Es decir, bajo una forma estética u otra, la novela o el poema, ambos textos del siglo XXI guardan una relación estrecha con un rasgo definitorio del original: la voz. Y ese aspecto permite sostener un vínculo estrecho entre voz y subjetividad.

Reescribir/reversionar (total o parcialmente) al poema nacional en los modos bajo los cuales tanto Las aventuras de la China Iron como El guacho Martín Fierro lo realizan no puede eludir, como se anticipó, una discusión por la propia Nación y por su objeto, el pueblo. La novela de Cabezón Cámara, al narrar la historia de la China en una primera persona de la voz narrativa, brinda protagonismo a ese personaje mudo y prácticamente ausente en el poema de Hernández, proponiendo un ajuste de cuentas con un silencio del poema que en la novela deviene sonoridad singular e ineludible al punto, en efecto, que esa voz narra su historia. Pero, a la vez, al considerar la constitución subjetiva del personaje y los rasgos de la comunidad (plural y diversa en las identidades de sus integrantes) que hacia el final de la novela se conforma, el debate por el pueblo soberano emerge disputando el sentido de la canonización del poema; como si la ficción propusiera que no hay pueblo completo mientras no haya narración de esas alteridades ausentes en la historia y en la conformación de la Nación. Y es mediante ese significante, pueblo, que la propia novela lo enuncia: "imagínense un pueblo que se esfuma, un pueblo del que pueden ver los colores y las casas y los perros y los vestidos y las vacas y los caballos y se va desvaneciendo como un fantasma" (2017, p.185). El poema de Oscar Fariña, por su parte, actualiza el sentido disidente de El gaucho Martín Fierro (1872), el primero de los poemas que escribe Hernández y el que ha sido pensado por la propia Ludmer como el texto anti-estatal frente al consenso que propone La vuelta de Martín Fierro (1879). Esa actualización se produce en tanto que si el gaucho era el marginal de 1872, la reescritura verso a verso que lleva a cabo Fariña coloca en esa posición a un nuevo Martín Fierro, uno tumbero, cantor de cumbias, negro y consumidor de sustancias ilegales: "Si uno aguanta es guacho mulo / si no aguanta es guacho malo. / ¡Dele murra, dele palo, / porque así lo necesita! / De todo el que nació pobre / esta es la suerte maldita" (2017, p.115). Para producir esa identidad entre los personajes se toma un elemento disparador: la marginalidad que persiste, a pesar del cambio subjetivo del personaje, en el centro mismo de la Nación; en un fragmento de su fundación como comunidad imaginada (Anderson, 1999).

Ambos textos actúan sobre lo faltante en la plenitud de un imaginario nacional. Trabajan sobre el vacío que encierra el peso fundacional del clásico literario nacional, en tanto esa tradición se piensa como intento por hacer coincidir su esencia con una forma de pueblo que, a pesar de los intentos por plenificar al significante, siempre se trata de un suplemento simbólico, una operación de lectura y una determinación político-cultural. Por eso, estos retornos al Martín Fierro señalan lo que aún está por realizarse: ese pueblo que falta.

I. Es o se hace: una voz, y nada más

La voz, desde la mirada que aquí se sostiene, no será vista como la presentificación de una subjetividad en la ficción. La voz habita un entre-medio que se instala en el punto de articulación que vincula a la presencia y la ausencia, al cuerpo y el lenguaje, al sujeto y el Otro, la phoné y el logos, zoe y bios, sin pertenecer por completo a ninguno de esos planos (Dolar, 2007). No implica ni la pura y esencial presencia del sujeto, ni su borramiento en el fluir del significante. "La propuesta política de Cabezón Cámara es darle voz a los sin voz […]; y la apuesta ética es reconocer la fundamental imposibilidad de la misma propuesta" (2020, p. 392): el enunciado de Laura Arnés encierra el núcleo del conflicto estético que abre la novela. Porque, en efecto, la apuesta del texto de Cabezón Cámara (en tanto narra la historia de un silencio, de una no-voz, en el Martín Fierro) reside en desarmar el vacío que la voz femenina porta en el poema de Hernández, y hacer del silencio un espacio de enunciación. Pero esa apuesta, ese dar voz, es la manifestación de una imposibilidad. La literatura no da voz desde la altura de una instancia letrada porque, aun en el efecto de visibilización que una novela puede producir, permanece activa la pregunta que formulara Gayatri Spivak: ¿Puede hablar el subalterno? (2011). Y permanece, aún como un espacio de debate, su respuesta: no. Las aventuras de la China Iron constituye una apuesta futura para una comunidad política por venir en donde el subalterno tenga vida emancipada y tenga, en consecuencia, voz. No será, entonces, la acción del letrado(a)/escritor(a) quien, desde una jerarquía supuesta y un mercado de visibilización, dará voz a los sujetos que representa en la ficción. La literatura puede imaginar ese futuro, pero no realizarlo: la voz, en tanto elemento relacional, proyecta al cuerpo que ficcionalmente pronuncia la voz del texto a un futuro posible donde la comunidad sea otra. La voz actúa entre tiempos: el pasado del silencio femenino en el poema, el presente de la enunciación textual novelesca, el futuro de un proyecto otro de comunidad y de pueblo que el final de la novela anuncia.

En su sentido material, la posibilidad de percibir una voz en un texto escrito reside en el trabajo con el significante. En la gauchesca, el reconocimiento de la voz de un gaucho se da por la inflexión singular que el trabajo de escritura produce sobre el significante imitando los sonidos de un grupo social (o los sonidos que están codificados como pertenecientes a ese sector en un momento determinado de la historia: caídas vocálicas y consonánticas, contracciones de sonidos, intercambios vocálicos, entre varias opciones posibles). Pero hay otra forma de vincular subjetividad y voz en la ausencia de la escucha: en dar un nombre. La literatura se sirve de ese bautismo original que es la conformación de un personaje. Allí, la voz "sostiene un vínculo íntimo con la noción misma de sujeto" (Dolar, 2007, p. 36). Al ser inhallable como elemento pleno ni en el discurso hablado ni en la cadena significante, en sí misma la idea de voz funciona (en una de sus facetas) como un shifter que apunta a una instancia que emite el enunciado. Así, la voz no pertenece de un modo pleno ni al cuerpo que la emite ni al lenguaje del habla, sino que opera en el espacio entre que los une en la separación. La voz señala un cuerpo del que nace, a la vez que opera como instancia que, en el plano humano, funciona como soporte del lenguaje y la comunicación, y así señala a la cultura desde la cual esa voz ha sido enunciada, y ante la cual, inevitablemente, actúa. Por eso, la voz puede funcionar tanto para identificar a un sujeto individual como para señalar una pertenencia social: está en el espacio intermedio entre el cuerpo del sujeto y el lenguaje que lo habla, entre el individuo y la institución que lo funda intersubjetivamente. Una lectura que ve a la voz como una forma entre, la observa a su vez en la producción de espaciamiento e interdicción; es decir, permitiendo el advenimiento del(os) otro(s). El trabajo de reescritura que realiza Fariña, al sobreimprimir la voz del guacho en el poema de la voz del gaucho por excelencia, Martín Fierro, abre esa fisura a una posibilidad de voz que acorta la distancia temporal y asimila posición de enunciación del gaucho a la del guacho.

Estos textos trabajan sobre la fisura tanto de lo no dicho en el poema nacional como de lo ocultado en su canonización. Abren la voz del cantor a otros agenciamientos posibles, presentes en la parte silenciosa del tejido del poema, en sus vacíos, en los restos que deja la voz plena del cantor de la tradición. Demuestran, así, que la voz no solo supone la presencia del ser, sino la huella de alteridad que el lenguaje siembra en cada una de sus apariciones, en cada rincón de humanidad: y esa diferencia es una de sus formas de acción. Operan, así, en el campo de la posibilidad irrealizada en la ficción de comunidad que sostiene a la Nación.

II. La voz (como) política de la literatura. O una posibilidad para la ficción

Estas reversiones del clásico nacional actúan, hacen, intervienen el presente de su enunciación con vocación por participar en la construcción de lo común. Estas intervenciones, o estos modos de hacer presente una voz en el entramado contemporáneo de lo literario, son inescindibles de una lectura por la tradición nacional, como se señaló al inicio. Pero aquí esa tradición adquiere una valencia particular: no se trata solo de otras sensibilidades que irrumpen casi un siglo y medio después de que Hernández publicara la primera parte de su poema, sino de reescrituras o versiones del Martín Fierro que operan sobre la tradición en un sentido amplio, cultural y político, y en cuyo centro se fija la imagen de una alteridad de figura canonizada del gaucho, devenida en ícono y, por eso mismo, susceptible de ser reterritorializada como esencia. Es el otro el que ocupa el centro de esa revisión de lo nacional, entendido como un capítulo dentro de un sistema de injusticias que actúan sobre el guacho/negro, la mujer y la diversidad de género. No es casual que el poema nacional sea, aún hoy, el foco de un debate en torno a la conformación de un pueblo. Se interviene en el centro de la cristalización de una mirada segregativa del otro que ha actuado en la construcción de la Nación: el gaucho como protagonista de una ficción de comunidad que ha permitido excluir otras subjetividades.3 Simplifiquemos: estos textos están acá para decir que el otro (como posibilidad a realizar) importa y no que se trata de una forma de vida que no debería emerger en la superficie de lo social, oculta en una identidad esencial, masculina, gaucha y blanqueada. Si esas alteridades no fueron importantes a la hora de definir los pactos básicos que constituyeron la matriz sobre la que se construyó la nación, las reescrituras actuales del poema nacional, ese sin cuya entronización no habría habido nación completa, señalan los límites vivientes de esa construcción patriótica. Discuten lo decible por, lo visible en y el aspecto ontológico de la comunidad política. En definitiva, esa es una de las disputas centrales de la democracia a partir del elemento disruptivo que ellas instauran con las revoluciones del siglo XIX: la igualdad (Rancière, 1996). Entendida no como homogeneización de lo humano, sino como aparición de lo heterogéneo o potencia disruptiva, la igualdad como fuerza de lo democrático irrumpe como tarea nunca acabada, siempre por realizarse. Por eso su sujeto, el demos, es susceptible de ser tensionado y torsionado una y otra vez. Es decir, señalan algo que le falta (por algún tipo de exclusión previa) a la vida política. Son elementos de fricción, que tensionan límites sobre los que se formó la nación moderna. Y esa operación, volviendo al punto inicial, se sostiene en la voz para estos textos literarios: en la voz narradora de la China, en el yo lírico cantor del guacho cumbiero. Hay una trama en cada uno de ellos, hay conflicto, hay resolución, hay espacios abiertos, sensibilidades por transitar; pero nada de eso tendría el mismo sentido sin una intervención directa sobre la voz como elemento articulador del texto. De eso nos ocuparemos a continuación. De la voz como elemento no de la presencia o de la ausencia, tampoco plena forma individual ni absoluta determinación de lo simbólico, sino como espacio entre: instancia de posibilidad e inquietud.

III. Las aventuras de la China Iron: la voz (de la) otra



como una especie de casa que en vez de hacerse de tela o de paja o de adobe o de cuero de cangrejo, se iba haciendo de lazos que se tejían con palabras y con gestos.
Las aventuras de la China Iron, Gabriela Cabezón Cámara

Otras lecturas han destacado el valor que la voz tiene en esta narración. Lucía de Leone ha señalado que la novela "construye la voz de quien no tuvo palabra escrita" (2020, p. 200), y Laura Arnés muestra, además de lo ya citado, cómo allí se construye una "voz de la revuelta" (2020, p. 389). La voz de la China, para diferenciarse de su hombre protector, del toro en cualquier rodeo, no canta: narra. Ese sería el gesto inicial, el punto de partida de una diferencia estética. No tiene, prioritariamente, una opinión que dar sobre el mundo, tiene un mundo para dar en la voz (narradora) de la novela. Es cierto: el canto de Fierro también narra. Pero es canto y es forma de una tradición. En la voz de la China existe narración, relato, cuento: dos prácticas de lenguaje se oponen, y esa diferencia instala una diferencia sensible.

Pero también hay diferencia con el Martín Fierro en el tono de la voz. Si, como señala Ludmer, los tonos de la gauchesca oscilan entre el desafío y el lamento, y si en el Martín Fierro vemos a ese cantor serio y de palabras graves que en 1872 es disidente y en 1879 se integra al pacto del Estado, en la novela de Cabezón Cámara hay una clara inflexión del tono hacia otro sentido y otra realización de la voz, aspecto que propone, a su vez, otro mundo y otra mirada instalando una heterogeneidad estética en relación a la acción homogeneizadora de la tradición y el canon. Aquí, el tono es (mayormente) festivo, cautivado por los descubrimientos gozosos en placeres mundanos, gracias a la mediación de Liz, la inglesa con quien se encuentra y cambia su vida; el tono es, como señala Laura Arnés respecto de este texto y de otros de Cabezón Cámara, de una "desobediencia alegre" (2020, p.390). Es un tono que no teme al goce: lo busca. La narración se articula, así, como una exposición del modo de gozar de una subjetividad a la que ese paso hacia "lo que satisface un cuerpo" (Miller, 2011, p. 181), es decir, el goce, se da en la interacción misma entre el hecho y su relato:

acercó mi cara a la suya con las manos y me besó en la boca. Me sorprendió, no entendí, no sabía que se podía […]; me gustó, me entró la lengua de Liz tan imperiosa, esa saliva picante y florida de curry y té y perfume de lavanda, hubiera querido más yo pero ella me apartó cuando la agarré fuerte de los pelos y le hundí mi lengua entre los dientes (Cabezón Cámara, 2017, p. 39)

Así, desobediencia alegre y voz narradora no se mezclan como dos materias diversas que se encuentran en el espacio regido por la continuidad del texto. El encuentro de la voz y del tono conforman un espaciamiento que opera sobre el poema nacional y la tradición propiciando una grieta de sentido donde el goce de la China se vuelve posible y donde la voz está allí para testimoniarlo, para dejar sentencia de lo hecho y lo sentido: de una experiencia y una vida en construcción. De hecho, en el modo de narrar, la forma que adopta esa voz (barroca, pliegue sobre pliegue, dispuesta al encuentro sorpresivo con la palabra extraña, con otros cuerpos y otros paisajes) es en sí un foco de goce sensible (Moreno, 2017). Es una voz dispuesta a la alegría como matriz para conformar formas de comunidad, y que en el encuentro entre el cuerpo y el lenguaje (y los cuerpos y las lenguas) instituye las derivas de un placer que no acaba. Esto es particularmente detectable, más allá del efecto metonímico del acabar y de las lenguas, en las escenas de sexo y de alimentación.

Pero, además, la voz de la China no es una voz agauchada. Aunque sí lleva marcas de plebeyización, no coinciden con lo que podría denominarse, de un modo general, una voz rural, no en términos verídicos sino estéticos, es decir, en la mímesis que la palabra literaria habilita y que, en el caso de este tipo de voces, contamos con una amplia tradición en la Argentina a partir de la poesía gauchesca.4 Es, por el contrario, una voz de tono celebratorio, entramada en una forma de vida que se vuelve disidente de su origen y esa diferencia encarna en la voz, en su modo de funcionar como andamiaje entre un cuerpo y el lenguaje: en su condición entre. En el espaciamiento que se abre entre, precisamente, la historia nacional, en cuyo centro está el gaucho, y la ficción que la novela instala, se da la posibilidad de otro relato, de uno en el que lo vivido se narre en una voz diversa: en la voz de la otra, la ausente, la sin nombre y sin voz en el poema del canon y de la épica nacional. En ese sentido, la voz y la forma de vida adoptada (y adaptada en el mismo viaje que se narra) conforman un enlace permanente, un vínculo de simultaneidad en donde aparición y final, continuidad y desvío, instalan una misma máquina de acción narrativa.

El punto de clivaje puede leerse a poco de comenzar la novela, un momento que marca la instancia del silencio que contrasta con la vivacidad de la voz narradora: “Llamar, no me llamaba: nací huérfana, ¿es eso posible?, como si me hubieran dado a luz los pastitos de flores violetas que suavizaban la ferocidad de esa pampa” (2017, p. 12). Entre el escuchar y el decir, se ubica un cambio de estatuto de la voz que va del silencio a la enunciación, o del hablar para sí (pensar) al hablar para otros (narrar). La novela puede ser leída así como el recorrido singular en el que una voz (femenina, rural, plebeya y decimonónica) pasa de la invisibilidad a la potencia de un decir. Es en ese decir que la voz narradora abre, además, donde adviene al personaje de la China del Martín Fierro lo otro, la alteridad, aquello que no conocía pero que, desde lejos y otro lugar, la modifica. Porque "Llamar, no me llamaba" es una frase que adopta un doble sentido: no tenía nombre, pero tampoco se convocaba a sí misma. Era una vida sin llamamiento, sin voluntad. La construcción de esa voz es el modo en el que adviene la otra que no es pero que será. Ese llamar, ese nombre atribuido en su voz, es además un llamado que se produce en el contacto con el otro: el de la posibilidad de otra ficción, de otro ordenamiento del mundo, otro reparto de lo sensible diverso al instaurado en el canon y la tradición: "Ahora bien, otra comunidad de sentido y de lo sensible, otra relación de las palabras con los seres, es también otro mundo común y otro pueblo" (Rancière, 2011, p. 31).

Si la China no tiene voz en el poema no es porque esa voz no fuera posible,5 sino porque en la propuesta hernandiana ella habita el silencio, el vacío de mujer que se presiente solo en su haberse ido con un "gavilán" (Hernández, 2005, p. 69). Ese proceso de construcción y reconstrucción es indisociable de la postulación y realización de una voz narradora como esta, ya que la “voz no es un elemento primario dado, que luego se ajusta al molde del significante; es el producto del significante mismo, su propio otro, su propio eco, la resonancia de su intervención” (Dolar, 2007, p. 187). El clivaje se produce en torno a un significante extraño, como extraña es la voz de la China para la tradición. La intervención de Liz como portadora de otra posibilidad de vida abre lo instituido para cederlo a un devenir no dado a priori Esa que viene de otra tierra y otra lengua, y no de unas cualquieras: de la tierra del Imperio de "Inca-la-perra" (Hernández, 2005, p.46). Se toma una influencia extranjera (¡y qué influencia!) para de ese modo provocar un efecto de desmarcamiento aún mayor de la historia de la China respecto de la del Fierro de la tradición. Es decir: hay allí una hipótesis de política cultural que lee desde el siglo XXI. Esta forma de leer la novela, esta irrupción de la voz narradora, es también un modo de debatir las formas de comunidad en la Nación y los lugares que la diversidad de lo humano ocupa en su entramado político y cultural. De pronto, algo sí la llamaba: la voz de Liz, la posibilidad de vida que junto a ella se abría y el nuevo nombre, el nuevo modo de llamarse y de ser llamada (por el otro, pero también desde el Otro). Y no deja de ser sugerente, vale la pena insistir sobre esto, que ese llamado hacia una nueva vida provenga de una voz inglesa. Hay como una lectura borgeana de la tradición, de la relación entre el (la) escritor(a) argentino(a) y la tradición: desde la minoridad de una relación circunstancial, no desde la molaridad de una tradición Nacional, es como la escritura que emerge del país debe ser. La primera irrupción de la voz de Liz ante la narradora opera en el malentendido de las lenguas: “Me miró con desconfianza y me alcanzó una taza con un líquido caliente y me dijo “tea”, como asumiendo que no conocería la palabra y teniendo razón. “Tea”, me dijo, y eso que en español suena a ocasión de recibir, “a ti”, “para ti”, en inglés es una ceremonia cotidiana” (2017, p. 14). Aquello que allí se inicia en lo cotidiano es un contacto con el otro que transforma y revitaliza, como una apertura indefinida, una cierta forma de hospitalidad (Derrida, 2021).

El final de la novela se agencia de un modo estricto a la conformación de la voz de la China, tal como se ha desarrollado hasta aquí. Porque si la misma voz en su intervención narrativa ya instituía otro modo de vínculo, otra forma de humanidad para la Nación, ese final ficcionaliza una forma posible de (otra) comunidad para habitar el territorio nacional. La co-existencia, no solo pacífica sino festiva y no esencialista, de esa diversidad humana en donde indios, indias, "Mujeres y varones y almas dobles" (2017, p. 172), gauchos, gauchas, Martín Fierro travestido, entre otras formas de vida, despliega una forma inédita de habitar el territorio nacional. Forma de comunidad que no debe pensarse ni como destino ni como obligación, dado que si eso fuera así se repetiría el gesto institucionalizador de la Nación. Por el contrario, es una comunidad que se manifiesta como posibilidad o, en otras palabras, que intenta encarnar a la posibilidad misma, como si lo humano debiera entenderse en esa potencia y esa afectividad donde lo posible ocupa el centro de la escena, desterrando a lo instituido. Se trata, además, de una comunidad irrealizada, y de ahí su potencia de intervención en la conformación de lo común; volvemos a la cita del inicio, para enfatizarla. Ahí, en la imaginación de lo posible que se escapa, o que viaja, ahí mismo, en ese espacio entre, que es la forma de la voz, ahí actúa la novela:

Hay que vernos, pero no nos van a ver. Sabemos irnos como si nos tragara la nada: imagínense un pueblo que se esfuma, un pueblo del que pueden ver los colores y las casas y los perros y los vestidos y las vacas y los caballos y se va desvaneciendo como un fantasma: pierden definición sus contornos, brillos sus colores, se funde todo con la nube blanca. Así viajamos (2017, p. 185)

III. I. Dos agregados sobre la voz y la China

El primero

Algo que no pasa inadvertido para ningún lector ni ninguna lectora que conozca sobre crítica literaria gauchesca, es que el nombre de la narradora remite a Josefina Ludmer, no solo por el nombre mismo (Jo, Josephine, Josefina) sino por el apodo: ambas son "la China". Este punto, que podría parecer anecdótico, no lo es en una consideración de la voz. No solo porque se trata de un elemento que Ludmer colocó en el centro de su lectura por el género gauchesco, sino porque ella misma constituye una voz inevitable para hablar de la gauchesca. Tanto la narradora como Ludmer pueden ser consideradas voces femeninas potentes para el universo literario gauchesco. Así, la versión canónica y patriarcal del poema nacional queda cercada por voces femeninas que lo leen de manera crítica. Hay allí una voz que amplifica las potencia de su intervención en otras voces: la China, Liz, Rosario, el propio Fierro con plumas de flamenco, Josefina Ludmer, y más.

Así actúa esta voz, aquí nos interpela: en otras posibilidades.

El segundo

Por último, cabe una mención a la voz de Hernández, el personaje de la novela que reconstruye no solo al autor del Martín Fierro, sino a una relación del letrado con la voz y, de ese modo, propone una relectura de la gauchesca en clave de subalternidad. Porque el Hernández de la novela no escribe El gaucho Martín Fierro escondido en una pieza del Hotel Argentino para matar las horas de tedio mientras aguarda un acuerdo político para su regreso público al país luego del derrotado alzamiento federal encabezado por Ricardo López Jordán. Este personaje Hernández roba los versos a Martín Fierro bajo pretexto de representación: “No entendió nunca lo que yo hice, tomar algo de sus cantos y ponerlos en mi libro, llevar su voz, la voz de los que no tienen voz, inglesa, a todo el país” (2017, p. 119). Así, en este punto la novela discute con la propia Ludmer, la relee. Porque si en el prólogo a El género gauchesco en su edición del año 2000 Lumder señala que "usarle la voz" al gaucho sería equivalente a "dársela" (2000, p. 10), la novela explicita la hipótesis contraria: no hay dar voz, y el subalterno permanece en el silencio, como había respondido Gayatri Spivak ante la pregunta por si puede hablar el subalterno (2011).

En todo caso, el subalterno, podríamos pensar junto con Las Aventuras de la China Iron, solo podrá hablar cuando haya otro pueblo, uno en el que la posibilidad sea su condición misma de existencia. La posibilidad, claro está, de (toda) voz.

IV. El guacho Martín Fierro, o de los pliegues del tiempo

El poema de Fariña presenta la particularidad de establecer una superposición constructiva: donde estuvo el gaucho, está el guacho. Mediante un mínimo juego con el significante en el intercambio vocálico de la -a- por la -u-, del gaucho al guacho hay tan solo una variación leve que, sin embargo, esconde una operación de mayor alcance. Un proceso de relectura en clave epocal habilita el paso del gaucho perseguido y cantor al guacho marginal, negro y cumbiero. Lo cual equivale a un salto temporal y material del uso de la voz gauchesca al uso de la voz tumbera. Este pasaje se brinda en tanto que el guacho se constituye como un representante de una marginalidad que se equipar: la que en el gaucho del siglo XIX denunciaba José Hernández mediante su poema, cuando señalaba "todos los abusos y todas las desgracias de que es víctima esa clase desheredada de nuestro país" (2005, p. 31). El paso del tiempo y la transformación de la Nación y de su pueblo ha dado paso a la emergencia de otra subalternidad que se toca con aquella en su condición social. Mejor dicho: se ha dado paso a la posibilidad de establecer ese cruce, del gaucho al guacho. Pero, a la vez, esa leve variación del significante, la . intercambiando lugar con la ., es el gesto que permite plegar al tiempo, curvarlo, y de ese modo ese salto temporal es un contacto: gaucho (del siglo XIX) y guacho (en el siglo XXI) conforman una discontinuidad que, en el pliegue de una historia que tiende a la repetición, se superponen. Esta lectura en tanto superposición constructiva no es nueva para el poema nacional. Ya Pino Solanas la había encarnado en su película Los hijos de Fierro (1972), y Alberto Ghiraldo había hecho lo suyo con la primera revista de título Martín Fierro (1904-1905), por tomar solo dos casos entre muchos posibles. Así, Oscar Fariña recurre a una operación realizada previamente (la equiparación de Fierro con otras subalternidades no gauchas, pero consideradas iguales en su posición de marginalidad) pero le brinda un plus estético a su realización y que se da en la reescritura verso por verso del poema de Hernández; es decir, en la superposición material (ya no solo simbólica) de las subjetividades en juego mediante la voz. Y, de ese modo, escribe una especie de neo-gauchesca que se constituye como intervención directa sobre la materialidad significante del poema original para resignificarlo: es decir, actúa allí donde la subjetividad del gaucho (la voz de Fierro) alcanzó estatuto de esencia nacional. Y todo acontece mediante un trabajo sobre el significante que propicia el contacto de las épocas. Como se señaló al inicio, el significante es la entidad material en la que la ficcionalización de la voz del gaucho se da, ya que de ese trabajo depende el reconocimiento de la voz escrita como gaucha. Sobre esa materialidad interviene Fariña, sobre la misma voz del sujeto nacional, sobre la posibilidad de realización del propio poema del canon. La superposición temporal adquiere estatus material en el trabajo textual: por ejemplo, en la supervivencia de versos que de un poema al otro permanecen intactos, juntos a otros que aportan la variación. Solo por mencionar algunos: "Aquí me pongo a cantar" (2017, p. 7); "Que no se trabe mi lengua" (9); "Él anda siempre juyendo" (111). Si en la voz del gaucho se definía la palabra gaucho, el proceso equivalente actúa en la escritura de Fariña, pero para el guacho. Aunque, vale decirlo, sin perder ese dejo de simultaneidad, esa superposición que, entre los tiempos de la escritura y la materialidad de la letra, acerca ambos textos dadas la propia operación de escritura de Fariña. Esa transformación, que es una transformación sobre el poema de la Nación, es un trabajo también sobre cómo imaginar a la comunidad política, cómo pensar las posibilidades que en ella se brindan a las vidas que comparten la trama simbólica de la Nación: la reescritura de Fariña tensiona esos límites, e, incluso, se propone desde la tapa del libro como la lectura más fuerte del poema hernandiano, dado que se propone trabajar sobre el “poema del que todos hablan, pero nadie lee”. Hay, allí, una disputa por el sentido, disputa que es también una forma de quebrar los límites sensibles que la canonización del poema nacional impuso para el cuerpo viviente de la Nación.

Guacho y negro constituyen palabras (voces, diría Ludmer, definidas en lavozdel) equivalentes en el poema de Fariña. Y, en este punto, el texto abre una doble lectura en un gesto de desplazamiento temporal. Porque si bien refiere al presente, leyendo al poema hernandiano mediante el intercambio entre gaucho y guacho, al mismo tiempo se planta ante la tradición de la crítica y del Estado canonizantes: este guacho, negro y villero, enfrentándose a la trama racial que se esconde detrás de la lógica del sujeto nacional, aquella que blanqueó al gaucho en el mismo proceso de su canonización (Adamovsky, 2019). Así, el poema de Fariña actúa en tanto señalamiento hacia la vida comunitaria no solo el hecho de marcar que el gaucho de antes es el villero-negro-guacho del presente en su semejanza de condición de marginalidad. Además, indica que la lógica racial de la nación, que ha ocultado los matices que brindan aquellos cuerpos que no se ajustan al parámetro instituido, resulta puesta en cuestión en su continuidad. La re-lectura del poema nacional actúa así en un doble frente temporal, no solo en el pliegue de un pasado sobre el presente de la enunciación. En este punto, la voz señala no solo una situación actual, sino que interviene en un proceso histórico que la excede e incluye, proyectándola al futuro.

Se ha señalado más arriba que la voz puede ser entendida como un articulador, un elemento relacional que habita un espacio entre, sin pertenecer por pleno derecho a ninguno de los planos involucrados. No solo la voz articula la relación lenguaje/cuerpo, sino también otra que, en una "política de la voz" (Dolar, 2007, p. 129) establece un vínculo entre la vida desnuda y la vida cualificada, o entre zoe y bios, phoné y logos. Donde analizar eso: en el tratamiento que recibe en la cárcel el Martín Fierro guacho como voz no humana: "la paga ya se acabó, / che pedazo de animal" (63). Se radicaliza la posición que el poema de Hernández critica en relación al trato recibido en la frontera por Martín Fierro. El cambio de escenario es significativo en ese sentido en ese pasaje de la frontera a la prisión, que establece un cambio de régimen en torno a la ficcionalización de la marginalidad. Porque a pesar de que la frontera sea descripta como un infierno, eso se debe a que aquello que tiene mal sus cimientos, desde el poema de Hernández, es el gobierno mismo del entonces presidente Domingo F. Sarmiento. Pero, en términos estrictos, ese debería ser un espacio de defensa del territorio nacional contra el avance del indio, con lo cual Fierro podría estar prestando servicio a la Nación y a su pueblo. El guacho, por su parte, va a la cárcel, un espacio de castigo por antonomasia. El punto que enlaza ambas espacialidades es el proceso por el que llegan a ese lugar: de la leva a la razzia se establece una línea de continuidad en la acción del Estado por sobre sectores desfavorecidos de la población: "Ahí todito va al revés: / los milicos y sus peones / buscan en las poblaciones / reclutas pa trabajar; / te sacan para afanar / porque ellos son los ladrones" (2017, p. 69).

Un aspecto clave de esta reescritura, sostiene Isabel Stratta, y que la diferencia de otras como la de Pablo Katchadjian (2007), reside en que en el texto de Fariña "encierra juicios sobre cómo el clásico argentino debe ser entendido, lo cual lo coloca en una serie ya larga de pujas por el sentido el poema hernandiano" (2021, p. 211). Esas pujas (como las que ya fueron mencionadas en torno a Ghiraldo y Solanas) disputan el sentido del poema en torno a la Nación y, en consecuencia, en torno a la formación posible de un pueblo: las lecturas de Ricardo Rojas, de Leopoldo Lugones, así como comparación de Jorge Luis Borges con el Facundo, de Domingo Sarmiento, en los setenta (Gamerro, 2019, p. 11), son algunos de los puntos centrales de esa lectura histórica. El Martín Fierro, ya sea en la década del centenario o en la del bicentenario, en la convulsionada década de los ´70 o en el final del siglo XIX, atraviesa una discusión por el sujeto social de la nación, por el lugar que el plebeyo y su voz adquieren en esa trama. El poema de Fariña forma parte, así, de una larga cadena de giros en torno al poema de Hernández que se caracteriza por una pulsión orientada a intervenir en el espacio central de la vida común de una nación: la conformación de su pueblo; es decir, de ese suplemento simbólico que se adosa como conteo a las partes que componen la población. De la población al pueblo, entonces, se ubica un proceso histórico de conformación simbólica y una disputa por sus límites, sus inclusiones y sus exclusiones. El guacho Martín Fierro es una experiencia estética radial en esa cadena de intervenciones.

De la relectura del poema nacional en clave presente, a la puesta en cuestión de la tradición nacional del gaucho y a la voz del guacho Martín Fierro como espacio entre, el poema de Fariña excede a la propia intervención en tiempo presente para cuestionar a la tradición nacional. Si la literatura, con José Hernández y el Martín Fierro, fue un sólido terreno sobre el que asentar las bases de una sociedad de criolla y blanca, que veía con desconfianza el arribo de la inmigración masiva, incluso desde la propia contradicción que el gesto encerraba por la condición social del protagonista del poema, el texto de Fariña vuelve al canon literario para intervenir desde una política de la literatura cuyo principal acto performativo reside en una lengua popular y plebeya que intenta socavar los principios del modo esencialista de pensar al sujeto nacional. Como si Fariña dijera: ahora, la atención debe estar puesta en estas subjetividades que ya han sufrido el proceso de una apropiación cultural en los usos de la cumbia. Estas son las formas de vida que la tradición nacional deja afuera de su marco simbólico en una relación de exclusión inclusiva. Porque si la Nación gesta su sujeto representativo en una figura marginal del siglo XIX como lo fue el gaucho, esa operación cultural y política oculta otras subalternidades; como la del guacho Martín Fierro, que en la equiparación con el cantor que con el canto se consuela intenta hacer acto de presencia para exponer la trama de invisibilización que la tradición oculta al exponerse. La voz del guacho Martín Fierro aparece así como una forma de la extimidad, es decir, un señalamiento de que "hay precisamente un afuera en el interior" (Miller, 2020, p. 31), una manera de puntuar "nada menos que un hiato en el seno de la identidad consigo mismo" (p. 26) del sujeto de la Nación.

Ese pasaje de época, ese cambio del gaucho en el proceso de la construcción de la Nación y del guacho en el siglo XXI, implica un cambio de fronteras (que son siempre convenciones, trazos de límites simbólicos). El guacho ya no va de leva a la frontera sino de razzia a la cárcel, como dijimos, pero las fronteras igualmente se instalan: "Era un cheto e Capital, / que nada se le entendía, / que flor de papa tendría / en la boca, ese marciano: / lo único que repetía / es que era palermitano" (2017, p. 72). El juego del significante, que se desplaza del Papo-litano al palermitano, implica un corrimiento de corte social: ya no el del sujeto nacional con el inmigrante, sino uno que supone un criterio de clase. Esto no significa que no hubiera conflictos de clase en el siglo XIX, sino que la lectura que los textos suponen en este punto indican contraste y señalan no solo formas de construcción de subjetividades en la diferencia y el corte que va del nos- al -otros, sino que marca, en esta relectura que discute el sentido del poema, una transformación epocal que el poema está leyendo: un corte antagónico interno a la formación del pueblo de la Nación. Ese corte también se manifiesta en un sentimiento xenófobo del guacho Martín Fierro, que aquí se toca, en una línea de continuidad que ahora excede el mero lugar marginal de gaucho del XIX y del guacho del XXI: "Como nunca, en la ocasión / por peliar me chifló el orto / y me la agarré con un boli / que trajo una negra en moto" (2017, p. 97). El guacho repite la famosa frase del gaucho que asimila a la negra con la vaca, y el "boli" se dispone a la pelea para defender a la mujer que lo acompaña: efectos de aquel proceso de blanqueamiento mencionado más arriba en el interior mismo de una voz que se reconoce como la de un negro, cumbiero y villero.

La asimilación entre el gaucho y el guacho no se constituye solamente en la negatividad de la diferencia identitaria, ya sea de clase o de nacionalidad, sino, fundamentalmente y como se dijo al inicio, en que los une un vínculo que atraviesa el tiempo y se fija en una condición: "Él anda siempre juyendo, / sin un cobre y perseguido; / no tiene cueva ni nido, / como si fuera maldito; / porque el ser pobre… ¡karajo! / el ser pobre es un delito" (2017, p. 111). En este punto es donde la lectura por el sentido del clásico nacional cobra especial relevancia por la sustitución de "gaucho" (Hernández, 2005, p. 78) por "pobre". Aquello que se mantiene como constante en la historia de la Nación para esta relectura del clásico es el gesto de exclusión que marca la trama simbólica de la conformación de una comunidad habitada por una forma de la extimidad, es decir, por la presencia de lo otro en lo mismo, de lo excluido en la inclusión. Así, en la voz del cantor gaucho que cada año se repite en las aulas de las escuelas y en el refranero donde se confunden poema y palabra popular (Martínez Estrada, 2005), emerge un murmullo, o alguna forma de palabra ahogada, que es la presencia de la alteridad en la identidad cerrada del orden simbólico donde se conformó y se consolida, en cada nueva repetición, la comunidad imaginada de la Nación. Esa es la voz que el guacho activa. Una voz que emerge como cumbiera y tumbera pero que bien podría ser travesti y callejera, obrera y metalera, o en la tonada del peón de campo que se deleita con una zamba de Atahualpa Yupanqui. La voz del guacho, en su discusión por el sentido de poema nacional, enfrenta un debate mucho más amplio: el del sentido mismo del término pueblo y sus límites simbólicos, cuando al sujeto de la nación se refiere.

IV. I. Últimos temas en el recital del guacho

Un gesto estético que Fariña implanta en su libro son las ilustraciones. Al igual que ocurría con la protagonista-narradora de la novela de Cabezón Cámara y su intertextualidad con el nombre de Josefina Ludmer, acá tampoco ninguna lectura atenta al Martín Fierro puede dejar pasar algo: el dibujo, dado que este se introduce como novedad y lujo en la publicación de La vuelta de Martín Fierro, el poema de 1879. En las "Cuatro palabras de conversación con los lectores", José Hernández mismo se vanagloria de este hecho cuando señala que el libro "lleva también diez ilustraciones incorporadas en el texto, y creo que en los dominios de la literatura es la primera vez que una obra sale de las prensas nacionales con esa mejora" (2005, p. 113). De las imágenes que reflejan ciertas escenas simbólicamente determinantes del poema nacional, pasamos a imágenes propias de una vida de cultura tumbera: enfrentamientos mano a mano, sustancias de consumo ilegal, ropa deportiva, bailes de cumbia, botellas de cerveza, policías como enemigos, entre tantas otras ilustraciones realizadas por el propio Fariña. Existen "diferenciales de tiempo que operan en cada imagen" (Didi-Huberman, 2015, p. 40) poniendo en juego capas heterogéneas de temporalidad. Las imágenes del libro de Fariña no solo remiten a la forma de vida tumbera, también trazan una línea de apertura hacia aquellas imágenes de la segunda parte del clásico nacional, de las que Hernández se vanagloriaba. Esto sin olvidar que Fariña opta por reescribir la primera parte del poema, la disidente del orden estatal, con lo cual establece un contrapunto con el poema de Hernández ya que en la edición original solo tenía imágenes el texto estatal —de acuerdo a la caracterización que hace Josefina Ludmer estableciendo diferencias entre la primera parte del poema y la segunda—.

Para el final, el final del poema: el guacho, en lugar de romper la guitarra y salir hacia el exterior de la nación que implicaba el territorio de las tolderías, se va con Kruz a Paraguay: y así lo indica no solo la palabra cantada, sino también la ilustración. El gesto se repite, pero en lugar de ir hacia el desierto, ese más allá vacío de nación, van hacia otra nación. Ese viaje implica, también, una mirada sobre la situación rural y agropecuaria de la Nación: "Kruz y Fierro, de una estancia / bolsas de soja se alzaron; / al hombro se las echaron / como peones entendidos" (2017, p. 189). Si en el siglo XIX la frontera en El gaucho Martín Fierro se presentaba como un terreno poroso al ingreso de indios, la frontera nacional en el siglo XXI es una superficie agujereada para el contrabando. Una imagen más que permite inferir que el cierre que sobre los límites de la Nación se intentan establecer no son más que la ficción que sostiene un modo de ser para el pueblo que la habita.

V. Breve coda, en la fricción: del lado del goce

No deja de ser sugerente que estas reescrituras sean voces dispuestas al goce. Porque algo que sostiene ese reclamo por la igualdad que el poema de Fariña arrastra es la igualdad en el goce. En efecto, la relación entre racismo y goce es constitutiva: aquello que se odia en el racismo es el modo de gozar del otro (Miller, 2010, p. 43-58). El goce prohibido de la mujer y el goce repudiado del guacho (el negro, para seguir en la línea planteada) se abren a la posibilidad en la voz y en esa apuesta que ponen en juego hay una disputa y una lectura que prioriza la diferencia por sobre la mismidad, al otro por sobre el sí mismo y a lo colectivo por sobre lo individual. Estas subjetividades que reclaman su lugar en el pueblo soberano no se reivindican ni como dignos trabajadores ni como sujetos modélicos que en sus consejos brindan una herencia simbólica: reclaman una vida en la que el goce y el disfrute del cuerpo y el lenguaje estén presentes. Y el punto preciso de articulación de esa diversidad ha sido, en todo momento, la voz: su posibilidad, su derecho a la existencia.

Referencias

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Notas

1 Para un desarrollo detallado de las diversas re-escrituras del Martín Fierro en los últimos años, ver: Stratta (2021).
2 Para una lectura de la canonización estatal del poema de Hernández ver: Cataruzza y Eujanian (2002).
3 Vale recordar, en ese sentido, que el auge nacionalista del 1900 se ve acompañado de una fuerte impronta xenófoba (Rubione, 2006).
4 Incluso una voz de gauchas como las que hablan en parte de la producción gacetera de Luis Pérez y también en el teatro gauchesco (extraído el dato a los fines de evaluación).
5 De hecho, la propia tradición gauchesca, Luis Pérez mediante, habilitaba la posibilidad de una voz de gaucha (extraído el dato a los fines de evaluación).
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