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Visiones de lo negro y lo moreno en la Encuesta Nacional de Folklore (Argentina, 1921): sus conexiones con España y el Atlántico afrohispano
Visions of black and brown in the National Folklore Survey (Argentina, 1921): their connections with Spain and the Afro-Hispanic Atlantic
Cuadernos de Historia de España
Universidad de Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0325-1195
ISSN-e: 1850-2717
Periodicidad: Anual
núm. 90, 2023
Recepción: 15 Febrero 2023
Aprobación: 25 Octubre 2023
Resumen: Este trabajo se propone indagar en qué medida los modos de representar lo negro y lo moreno en la Argentina retoman o replican influencias transnacionales del triángulo que formaron durante siglos la península Ibérica, África y el Caribe. Se trata de evaluar la posibilidad de que hubiese en el país un substrato cultural heredado del Atlántico afrohispano por vía de España del que procediesen, al menos en parte, las visiones sobre los habitantes de tez oscura, especialmente las que son afectivamente positivas. ¿Es posible que las ambivalencias en la valoración de la tez oscura presentes en la cultura española –en especial en el romancero tradicional, en la música popular y en las zarzuelas y el teatro de género chico– hayan tenido una influencia apreciable en la cultura popular en la Argentina, que pudiera haber facilitado, a su vez, la revalorización de lo negro/moreno? Para responder esta pregunta analizaremos la totalidad de la Encuesta Nacional de Folklore realizada en todo el país en 1921, en busca de rastros, en el acervo oral de la población, de tradiciones folklóricas y de otras expresiones culturales procedentes de España (o de otros sitios el Atlántico afrohispano por mediación de España). Luego de demostrar que los hay, las Conclusiones ofrecen algunas reflexiones sobre lo que ello significa para la comprensión del funcionamiento de las jerarquías raciales en la Argentina.
Palabras clave: Afrodescendientes, Argentina, España, folklore, mestizaje.
Abstract: This article investigates the extent to which representations of black and dark-skinned people that emerged in the transnational space that linked the Iberian Peninsula, Africa and the Caribbean over centuries affected Argentinean culture. Does Argentina have a cultural substratum inherited from the (afro)Hispanic Atlantic via Spain that may have (at least partially) shaped perceptions of dark-skinned inhabitants, especially the positive ones? Is it possible that the ambivalences of Spanish culture with regards to blacks and “morenos” –to be found in Spain’s traditional romancero, popular music and theatre plays– had a distinct influence on Argentina’s popular culture that helped challenge dominant, negative appraisals of dark-skinned people? In order to answer these questions, we shall analyze the whole of Argentina’s National Folklore Survey of 1921, looking for hints and traces of Spanish and/or of (afro)Hispanic Atlantic influences on the oral culture of common Argentineans. Once those influences become clear, the Conclusion offers some insights into its meaning for the understanding of racial hierarchies in Argentina.
Keywords: Afro descendants, Argentina, folklore, miscegenation, Spain.
I. Introducción
La Argentina se distingue por haber sido uno de los pocos países latinoamericanos que sostuvo una narrativa oficial que imaginaba la nación como exclusivamente blanca y europea. Sin desbancarla, voces marginales o subalternas, intelectuales, activistas y creadores erosionaron sutilmente o incluso impugnaron esa narrativa, reponiendo la presencia de lo no-blanco como parte de la nación. A su vez, esas impugnaciones se apoyaron en visiones positivas de lo negro o lo moreno, tanto en lo moral como en lo afectivo y lo estético, que anidaban desde mucho antes en las clases populares y que convivieron obstinadamente y en tensión con las miradas denigratorias y racistas (Adamovsky, 2012, 2016 y 2017).
El objetivo de este trabajo es indagar en las posibles fuentes de esas miradas positivas de lo negro y lo moreno que colaboran con la impugnación de la Argentina blanca y europea. Se trata de evaluar la posibilidad de que hubiese en el país un substrato cultural heredado del Atlántico afrohispano del que procediesen, al menos en parte, esas visiones ¿En qué medida los modos de representar lo negro y lo moreno en la Argentina retoman o replican influencias transnacionales del triángulo que formaron durante siglos la península Ibérica, África y el Caribe? Nos interesa aquí verificar si hubo elementos heredados de la común pertenencia a una cultura popular transnacional hispanoamericana que pudiesen haber aportado visiones sobre las diferencias de color, capaces de condicionar la efectividad de los discursos blanqueadores. ¿Es posible que las ambivalencias en la valoración de la tez oscura presentes en la cultura española –en especial en el folklore peninsular, en la música popular y en las zarzuelas y el teatro de género chico– hayan tenido una influencia apreciable en la cultura popular en la Argentina que pudiera haber facilitado, a su vez, la revalorización de lo negro/moreno?
Para responder esas preguntas analizaré la Encuesta Nacional de Folklore (en adelante ENF) realizada en todo el país en 1921, en busca de rastros, en el acervo oral de la población, de tradiciones folklóricas y de otras expresiones culturales procedentes de España o de otros lugares el Atlántico afrohispano por mediación de España. En otro sitio tuve la oportunidad de probar que esa influencia –especialmente por vía de las zarzuelas y habaneras españolas que llegaban al Río de la Plata– fue decisiva en los modos de representar a los negros durante los carnavales porteños (Adamovsky, en prensa). Se trata, en esta ocasión, de comprobar si también lo fue más generalmente en la conformación del acervo oral de los habitantes de todo el país.
La primera sección presenta una explicación sintética de las maneras en las que se tramitó la diferencia étnico-racial en España y en sus colonias americanas. La intención es poder visualizar la circulación, en tensión, de valoraciones negativas de la tez oscura junto con otras de sentido contrario, que paulatinamente se fueron abriendo camino. La segunda parte se detiene en un amplio conjunto de referencias a negros y morenos en la ENF. De cada una se demuestra una procedencia española, por vía del señalamiento de versiones iguales o similares en recopilaciones de cantares tradicionales, obras de teatro del Siglo de Oro, literatura de cordel, zarzuelas del siglo XIX o habaneras. Las conclusiones ofrecen algunas ideas acerca de lo que significa la presencia de ambivalencias similares respecto de lo negro y lo moreno en la Argentina y en el espacio del Atlántico (afro)hispano.
Es preciso aclarar que este trabajo apunta a reconstruir genealogías de las visiones positivas de lo no-blanco. Que ese sea el foco no implica de manera alguna poner en duda el predominio que han tenido las de sentido contrario, ni mucho menos relativizar el racismo que existe en la Argentina y en el mundo hispanoamericano. De hecho, iluminar los signos de resistencias culturales a ese racismo es otra manera de resaltar su presencia.
Conviene asimismo una aclaración terminológica. “Étnico/etnicidad” refiere aquí a colectivos que comparten (o a los que se atribuye) un sentido de distintividad grupal: ser un pueblo con características determinadas. “Raza/racial”, en cambio, remite a la idea –errónea, pero compartida por muchos– de que hay pueblos que transmiten sus atributos morales o culturales intergeneracionalmente por vía de fluidos corporales como la sangre, el semen o la leche. El “racismo biológico” moderno es su manifestación más conocida, pero se trata de una idea que, expresada con otros vocabularios, es muy antigua. No necesariamente se recortan grupos étnicos distinguiéndolos como “razas”: muchas veces alcanza con imaginarlos aglutinados por su educación o su crianza. La serbia y la croata son etnicidades diferentes, pero no se las suele imaginar como razas aparte. En cambio, es habitual que a los judíos de ambos países se les atribuya una diferencia racial, algo que la mera crianza no puede borrar. La idea de que existen “razas” con frecuencia se apoyó en la observación de que existen fenotipos diferentes, pero no es ese un ingrediente indispensable. Serbios y croatas no se imaginan razas diferentes, pero muchos de ellos se sienten parte de una “raza blanca”, la que comparten con otros pueblos de origen europeo y que los distingue de quienes portan otro color de piel. En cambio, no necesitan observar diferencias físicas en sus vecinos judíos (muchas veces no las tienen) para pensarlos parte de otra raza. Usaré “étnico-racial” para describir contextos en los que hay etnicidades y colores de tez diversos, combinados de manera compleja con un pensamiento racial.
“Negro” y “moreno” son, en principio, términos que aluden a un rasgo fenotípico: la tez oscura. Pero, como veremos, se vinculan con lo étnico y con lo racial de maneras complejas. El primero suele usarse para designar a toda una “raza negra”, opuesta a la “blanca”. Pero no siempre es el caso y mucho menos vale para “moreno”, que puede utilizarse como sinónimo de “negro”, pero también para designar el matiz de la tez más oscuro posible dentro de la “raza blanca”. Si pasamos al modo en que se vinculan con las etnicidades, “negro” se usa en general en relación con los grupos étnicos del África Subsahariana. Pero también se ha utilizado para otros pueblos, incluyendo amerindios, lo mismo que “moreno”, aplicable a personas de diversos orígenes: afrodescendientes, gitanos, indígenas, magrebíes o simplemente europeos meridionales. Estas ambivalencias, como veremos, son cruciales.
II. Lo negro y lo moreno en el Atlántico (afro)hispano
Espacios conectados durante siglos, España y América Latina experimentaron procesos comparables en lo que refiere al modo en que tramitaron la multiplicidad étnico-racial que las caracterizó. Según varios especialistas, fue en la España medieval donde apareció por primera vez un pensamiento propiamente racial. Fue la convivencia estrecha con extensas comunidades de judíos y musulmanes lo que, por el interés de asegurar privilegios para los católicos, dio la ocasión para que se desarrollasen concepciones de ese tipo. El temprano proceso de centralización política a manos de reyes que tomaron el catolicismo como bandera de unidad implicó fuertes presiones para que los no católicos se asimilasen. Tras las resistencias que ello trajo, las sospechas de que las conversiones arrancadas bajo presión escondían la continuidad de lo Otro fueron expresadas en términos raciales. Las garantías de “pureza de sangre” que en el siglo XV las autoridades exigieron a quienes deseaban acceder a ciertos beneficios, de modo de excluir a los “cristianos nuevos”, fueron su expresión más visible. Tal racialización de las diferencias étnicas no hizo inicialmente foco en la apariencia física; de hecho, se patrullaba el linaje precisamente porque no se podía distinguir a simple vista cristianos nuevos y viejos. Pero esa lógica racial sentó las bases para la organización de las jerarquías entre españoles, amerindios y afrodescendientes en los dominios americanos, donde el fenotipo sí fue una marca de diferencia importante (Schaub, 2019; Goode, 2009: 11-26; Stallaert, 1998).
Inicialmente, los españoles intentaron establecer en América una rígida separación étnica. Como un imparable proceso de mestización complicó esos planes, a partir del siglo XVII se erigió un sistema de castas, que terminó de consolidarse en el siglo XVIII con la exigencia de una certificación de “pureza de sangre” para acceder a los privilegios que venían con ser blanco. Los no-blancos fueron asignados a diversas categorías, cada una con diferentes prerrogativas y restricciones. En la escala valorativa, cuanto más lejos se estaba de la condición de blanco y más cerca de la de negro, peor la posición. Tras las revoluciones de independencia el sistema de castas fue eliminado; con posterioridad, cada país fue aboliendo la esclavitud y estableciendo la igualdad de los ciudadanos ante la ley. La desigualdad y la opresión étnico-racial continuaron, pero ahora apoyadas en mecanismos informales y en un sistema de diferencias más sutil y móvil. Durante el siglo XIX, la posición de cada quien en la jerarquía racial quedó establecida menos por criterios de “pureza de sangre” que por una compleja relación entre color de piel/fenotipo, origen étnico, lugar de residencia, credenciales educativas y clase. Ser “blanco” sigue significando en la América hispana el acceso a privilegios de todo tipo. Pero, al mismo tiempo, la franquicia de entrada a la categoría es mucho más baja que en el pasado y que en otros sitios, como por caso los Estados Unidos: no requiere linajes étnicos europeos “puros”, no excluye a priori ningún origen, y, a veces, ni siquiera demanda una tonalidad de piel particularmente clara. En el otro extremo, los de tez muy oscura suelen ocupar el peor lugar en la jerarquía racial. Entre medio se despliega un continuum de posiciones designadas por decenas de etiquetas –negro, preto, indio, moreno, caboclo, mulato, pardo, mestizo, criollo, morocho, trigueño, cholo, café con leche, etc.– que se superponen y cambian situacionalmente, lo que habilita canales de movilidad entre una y otra. Por caso, alguien puede ser “moreno” o “mestizo” y al mismo tiempo ser tenido por “blanco” (lo mismo que un afrodescendiente si su piel es clara) (Sansone, 2003; Telles, 2014; De la Cadena, 2008).
Por otra parte, al menos desde el siglo XIX las sociedades latinoamericanas se han mostrado ambivalentes en las valoraciones morales y estéticas que asociaron a los colores. Por supuesto, la tez muy oscura ha sido y sigue siendo objeto de minusvaloración y de agresiones racistas. Pero, al mismo tiempo y en convivencia con eso, con frecuencia lo moreno, lo negro, lo mestizo son celebrados por su valor estético y/o por su aporte a la formación de las comunidades nacionales. De la música popular a las visiones de los intelectuales, en ocasiones lo moreno ha llegado a desplazar a lo blanco del lugar de ser arquetipo del “nosotros” nacional. En la América Latina moderna, en fin, conviven en tensión un fuerte racismo centrado en la exaltación de lo blanco con miradas positivas respecto de lo negro/moreno e incluso identidades nacionales que lo colocan en su corazón (Wade, 2009; Chasteen, 2004).
Con sus peculiaridades, la sociedad española experimentó cambios comparables. Luego de la expulsión de los judíos en 1492, tras fuertes ambivalencias respecto de qué hacer con ellos, la mayoría de los moriscos corrió la misma suerte a comienzos del siglo XVII. Pero una porción considerable consiguió quedarse en España, donde, por otra parte, el proceso de mestizaje con los cristianos viejos ya había dejado una marca indeleble. Además, las influencias culturales del pasado moro eran tan grandes que siguieron alimentando ambivalencias y una oscilación constante entre la maurofobia y la maurofilia. Y aunque posiblemente la mayoría de los moros fuesen físicamente indistinguibles de los cristianos viejos y sólo una minoría portase una tez más oscura, la diferencia entre unos y otros a veces se representó como alteridad cromática (una línea divisoria que el mestizaje impedía fijar con claridad (Epalza, 1992; Fuchs, 2008).
A la presencia morisca debe agregarse la de los africanos subsaharianos, numerosos a comienzos de la era moderna. En el siglo XVI las principales ciudades españolas tenían comunidades visibles de afrodescendientes, tanto libres como libertos y esclavos. En Sevilla, negros y mulatos llegaron a representar más del 10% de la población y posiblemente fuesen más en Cádiz (Navarro, 1997: 144; Morgado García, 2010). Por un ingreso menor de esclavos, pero también porque se fueron mestizando con el resto de los españoles, en siglos posteriores su presencia fue menos visible; para comienzos del siglo XIX la esclavitud estaba en franca desaparición en España (no así en sus colonias como Cuba, donde la sostuvo hasta el final) (Martín Casares y Barranco, 2010). Hasta fines del XIX, como había sido el caso por cuatro siglos, la trata a través del Atlántico continuó dando numerosas ocasiones en las que españoles alternaron con negros en los puertos, mercados, fuertes, plantaciones y ciudades coloniales.
Por vía del contexto colonial y por su presencia en la propia España, los negros dejaron una marca cultural. Sus historias diaspóricas, el bozal o “habla de negros”, sus ritmos y danzas, tuvieron una presencia extraordinaria en la literatura y en el teatro del Siglo de Oro y anteriores e influyeron en el desarrollo de los bailes populares. La crítica tradicional interpretó esa literatura escrita por blancos y la mímica coreográfica como una expresión de denigración, una bufonería racista que infantilizaba a los negros, resaltaba su carácter servil o su exuberancia sexual (Fra-Molinero, 1995; Lipski, 2005). Los últimos años, sin embargo, han visto el surgimiento de interpretaciones alternativas. Nicholas Jones mostró que, indirectamente, a través de su mera presencia en la ciudad o como espectadores de teatro, los afrodescendientes condicionaron los mensajes que transmitía. El “habla de negros” y los bailes y cantos teatrales ciertamente podían contener elementos denigratorios, pero fueron al mismo tiempo vehículo para visiones positivas sobre los negros, que desafiaban estereotipos, exhibían su diferencia cultural y destacaban su independencia. Desestabilizaban así la supremacía de los blancos, empoderaban a los negros y los mostraban como parte de la comunidad (más aún, en sus bailes y cantos, como una parte capaz de gozo y plenitud envidiables) (Jones, 2019). En el siglo XIX muchos más personajes negros, junto con danzas y músicas de origen afro, aparecieron en la zarzuela, que además fue uno de los canales por los que se produjo el furor por el que los ritmos afrocubanos del tango y la habanera, irónicamente, terminarían identificados como típicos de la cultura popular española. La asociación entre el bajo pueblo andaluz y ese legado cultural con influencias africanas y afro-caribeñas se reforzaría todavía más con el surgimiento del flamenco, que terminaría convertido en expresión cultural emblemática de españolidad (García de León Griego, 2002; Guerrero Fernández, 2005; Ortiz Nuevo y Nuñez, 1999; Corrales, 2000).
En esta historia participó centralmente, además, el pueblo roma, los llamados “gitanos”. Llegados a Andalucía a mediados del siglo XV, sufrieron persecuciones diversas y se los presionó a la asimilación. Al igual que los judíos, moriscos y afrodescendientes, también sumaron su aporte moreno al crisol de la España meridional. Como mediadores culturales, los roma contribuyeron a hibridar el folklore español medieval con las tradiciones moras, africanas y afrocaribeñas (además de las propias), hasta arribar a lo que fue la cultura popular andaluza que alumbró el flamenco y popularizó los tangos y habaneras. Como los moros y negros, también los gitanos fueron objeto de gran interés literario y teatral, de ambivalencia comparable. Si las miradas discriminatorias no faltaron, la fascinación por su vida libre y despreocupada y la musicalidad que los caracterizaba dio lugar a una verdadera “gitanofilia” por la que, irónicamente, ese grupo étnicamente ajeno al mundo europeo terminaría convertido, en el siglo XX, en encarnación de la nación española (Starkie, 1935; Charnon-Deutsch, 2004; Goldberg, 2019; Baltanás, 1995; Cantos Casenave, 1996).
Por esta larga historia de mestizajes biológicos y culturales, de influencias afrocaribeñas y de ambivalencias respecto de los cuerpos no-blancos, las visiones acerca de la tez oscura eran en la España moderna extraordinariamente inestables. Debido al mestizaje, en la península, tanto como en sus dominios, la piel más o menos morena –no así la muy oscura– dejó de ser índice autoevidente y suficiente de alteridad étnico-racial. Los fenotipos claramente “negroides” seguían siendo rechazados como algo ajeno a lo español, pero con el gradiente que seguía desde allí hasta lo evidentemente blanco las cosas no estaban tan claras: especialmente en el sur había españoles perfectamente españoles de tez amarronada. Si, por un lado, ese rasgo fue tomado como índice de impureza racial, extranjería y deficiencia moral, por el otro asumió sentidos alternativos. Con el correr del tiempo, la cultura española fue desarrollando impulsos hacia una valorización positiva de la tez morena, que por supuesto convivieron con otros de sentido opuesto. Las primeras recopilaciones del folklore español, como veremos, son pletóricas en reivindicaciones del hombre y la mujer morena, en ocasiones, en oposición explícita al valor supuesto de la tez blanca. Lo mismo vale para el teatro y la música de consumo popular del siglo XIX. Lo moreno adquirió una valoración particularmente ambivalente cuando la figura del gitano –a la que con frecuencia se imaginaba de esa coloración– se transformó en emblema nacional. Y aunque “moreno” fue el término que habitualmente definió su particularidad cromática, como en la siguiente copla, su cuerpo podía encarnar indistintamente también lo negro: “A mí me llaman el negro,/ el moreno y el gitano;/ yo soy el que me divierto/ con todo el género humano” (Jiménez de Aragón, 1925: 58).
III. La Encuesta Nacional de Folklore
¿Tuvo todo esto impacto en la Argentina? La ENF es el mejor corpus para la indagación que propone este trabajo. En 1921 el Estado argentino convocó a los docentes de las escuelas de todo el país a recopilar información sobre las costumbres, leyendas, cuentos, poesías, canciones, danzas, juegos y conocimientos populares de la población. 3250 de ellos se entregaron a la tarea de entrevistar especialmente a pobladores de edad avanzada y a transcribir lo que les contaban. El resultado compone una impresionante colección de más de 88.000 folios manuscritos agrupados en 3200 carpetas, cada una de un sitio diferente, una ventana incomparable al acervo oral de esa época. No es sin embargo una fotografía completa: las indicaciones que se dieron a los docentes contenían preconceptos respecto de qué era la cultura “folk” que interesaba recopilar, lo que introducía un sesgo contra las expresiones extranjeras, “modernas” o de origen comercial. De todos modos, como los docentes no necesariamente compartían las premisas de los folklorólogos o no tenían herramientas tan claras como para discriminar, y como fueron tantos, inevitablemente la ENF resultó en una colección más abierta y permeable que las otras recopilaciones de la época hechas por estudiosos comprometidos con visiones más estrechas.
Para este trabajo analicé 3197 carpetas correspondientes a la totalidad del territorio, cada una con una cantidad de registros variable. Una primera constatación llama la atención: de la gran variedad de temáticas y personajes que podían verse reflejados, las que nos competen tenían un lugar bien destacado. Algo más del 6% de las carpetas incluye menciones a “negros/as” o “morenos/as”, un porcentaje bastante sorprendente para un país cuyos discursos oficiales, por entonces, suponían blanco. En otras palabras, hacia 1921 parecía existir un hiato entre esos discursos, que tendían a minimizar o negar la existencia de negros como parte del pueblo argentino, y los gustos e intereses de las clases populares, que con insistencia aludían a ellos en canciones, poesías, refranes, cuentos o creencias.
El segundo dato que llama la atención es la heterogeneidad de las valoraciones que se ponían en juego al referir a ese tipo de personajes. Realicé una clasificación simple de todas las menciones a negros y morenos según fuesen afectivamente positivas o negativas. Tomé como positivas las que los relacionaban con el amor o los describían destacando su belleza o vinculándolos con lo argentino. Por el contrario, consideré negativas todas aquellas que los despreciaban, los hacían objeto de violencia o los representaban como una población fea, torpe, de sexualidad desbordada, delincuencial o viciosa. Dejé fuera una pequeña cantidad de menciones neutras, en las que no se puede determinar intención valorativa. El resultado del ejercicio muestra la convivencia de valoraciones de signo opuesto, ambas muy bien representadas en todo el país, aún si predominan las positivas. De tipo negativo las hallé en 62 registros (60 carpetas). Las positivas casi triplican ese número. Cabe destacar que visiones de uno y otro signo pueden convivir en una misma carpeta, a veces aportadas por un mismo informante.
La gran mayoría de las valoraciones positivas aluden a negros/as y morenas/os afectuosamente como las personas amadas por el enunciante, lo que es muy frecuente en las canciones y bajo formas posesivas y a veces diminutivas (“Mi negro…”, “mi morenita…”). Con esa u otras modalidades predominan las que refieren a mujeres: 89 registros (en 81 carpetas) encomian a “negras”, mientras que otros 39 prefieren “morena” como término. Hay que aclarar que “morena” y “negra” (y en ocasiones también “china”, “mulata” y “morocha”) aparecen a veces como vocablos intercambiables. La importante presencia de valoraciones positivas en las que el objeto de valoración es femenino y se expresan en formas posesivas o diminutivas convoca a una lectura de género. Como han mostrado otros autores, es habitual que en tales apreciaciones se ponga en juego una erótica del poder en la que las mujeres no-blancas pasan a ser objeto de posesión de los varones blancos, no solo con fines de satisfacción sexual sino también como parte de proyectos de blanqueamiento en los que es la semilla masculina/blanca la que impone su ley (Kutzinski, 1993; Wade, 2009). No caben dudas de que esta interpretación podría ser aplicable a algunos de los materiales que aquí analizo. Sin embargo, hay dos razones que me llevan a encontrarla no del todo adecuada. En primer lugar, los informantes de la ENF no necesariamente fueron varones blancos embarcados en proyectos de esa naturaleza: la mayoría era de clase popular y muy posiblemente mestizos ellos mismos. Pero, más importante, el mismo tipo de valoraciones de la mujer morena, también en formas posesivas y diminutivas, aparece con mucha frecuencia en referencia a varones negros y morenos. Aunque las exaltaciones en masculino son menos, de todos modos, están muy bien representadas: se quiere a “negros” en 33 registros (de 28 carpetas) y a “morenos” en otros 8. El diferencial entre femeninas y masculinas (89 sobre 33) puede parecer notorio, pero debe tenerse en cuenta que hay un sesgo en la muestra: ya que la mayoría de las fuentes originales españolas habían sido escritas por varones, no es esperable que las personas amadas aludidas fuesen mayoritariamente también varones. Sobre la cuestión de género volveremos en las Conclusiones.
Adicionalmente, en 15 registros se encuentran afirmaciones implícitamente antirracistas, en las que un negro/a afirma su dignidad por oposición a los blancos o se queja de la discriminación. En la sección siguiente se ofrecen ejemplos de todo ello.
IV. La influencia (afro)hispana
La influencia de España (o del Atlántico hispano por su intermedio) es muy evidente en cada uno de esos tipos de representación de lo negro. Aunque no es el objeto de este trabajo, para hacer al menos una mención a las visiones negativas, cabe señalar que una parte de ellas se hacen presentes en una canción/poesía recurrente que describe un “casamiento de negros” en términos grotescos, en el que todos eran de ese color y que concluye con el asesinato de uno de ellos; con el cadáver hicieron una morcilla (negra, claro) que todos devoraron, antes de volverse cada uno a sus casas a seguir haciendo “cosas de negros”.[1] Con variaciones, la pieza se repite en otro registro de Entre Ríos, [2] dos de Catamarca, [3] en Santa Fe [4] y en Tucumán.[5] Otras dos versiones retoman la historia en tono más picaresco y sin el episodio del asesinato y canibalismo.[6] Titulada “Milonga en negro” y también sin los aspectos más lúgubres, en 1950 registró una versión el cantante de tango Edmundo Rivero (Dalbosco, 2012). En diversas reformulaciones, la pieza circuló en otros países de la América hispana. Su procedencia ibérica es indudable. El romancero español conoció varias versificaciones con casamientos de negros como tema, todas más o menos denigratorias (Martín Casares y Barranco, 2008; Jones, 2016). Pero todas las halladas en la ENF provienen de la misma, el romance “Boda de negros” que Francisco de Quevedo compuso en 1643 (que era ciertamente satírico, pero que no incluía el episodio del homicidio ni el canibalismo, aunque sí una mención a las morcillas). Los profundos cambios que las versiones locales tienen respecto de ese original sugieren que se transmitían oralmente desde tiempos muy anteriores.
En lo que refiere a las visiones positivas, las concordancias más evidentes con el legado ibérico aparecen en la reivindicación de la morenez. Varios de los elogios a las morenas o los versos en los que se llama “morena” a la mujer amada tienen ese origen. Algunos ejemplos:
“Si me pierdo que me busquen/Bajo el sol de Andalucía/Donde nacen las morenas/Y donde la sal se cría” y “Ay morena/Ay morena de mi corazón/Dame un beso y me aparto/Dadmelos por Dios”,[7] “Todo el hombre que se muere/ Sin amar a una morena/ Va desde este mundo al otro/ Sin saber lo que es canela”,[8] “Los ojos de mi morena/Se parecen a mis males/ Grandes como mis penas/ Negros como mis pesares”,[9] son todos versos que pertenecen a una canción andaluza muy popular en España, “La flor de la canela”, hasta donde sé registrada por primera vez en un pliego de cordel en 1847 (“La flor de la canela”, 1847) y retomada en recopilaciones folklóricas posteriores. La imagen de la “flor de la canela” como alusión a la belleza de la mujer de tez oscura –que en la canción original era gitana– daría lugar a una larga tradición, incluido el famoso vals de ese título que en 1950 la peruana Chabuca Granda compuso en honor de una amiga afrodescendiente. Nótese cómo una apreciación del fenotipo moreno formulada en las mismas palabras vale para la etnicidad gitana, para la afro y en sentido genérico.
Esa misma imagen reaparece en “Morenita y no gustarles/Que se lo cuente a su abuela/Que es la flor de la canela/Una morena con sal”,[10] antes recopilada en un cancionero de Castilla (Vergara y Martín, 1912: 72).
“De tus ojos morena/no tengo quejas/ellos quieren mirarme/tú no los dejas”[11] aparece en un cancionero español de 1865 (Lafuente y Alcántara, 1865: 97).
La composición titulada “A una morena” contiene los versos “En tu jardín morena/ Planté claveles/ Y ortigas se volvieron/ Por tus desdenes”,[12] que están presentes en un manual madrileño de 1875 (Campillo y Correa, 1875: 263).
Si pasamos al masculino, la ENF provee ejemplos similares. “Morenito soy señora/moreno de Tucumán /negrillo es el trigo/blanco sale el pan”[13] retoma una larga tradición de versos españoles que valorizan lo moreno por su relación con los cereales o con la tierra fértil que da el pan. Por ejemplo, en estos versos, “Morena es la cebada, Moreno el trigo, Moreno es el espejo/ En que me miro” (Rodríguez Marín, 1882: 60) o en “Aunque soy morena/ no soy de olvidar/ que la tierra negra, / pan blanco suele dar” (Alín, 1991: 469).
La ENF también contiene ejemplos de valorización genérica de la morenez, como en “Lo moreno lo hizo Dios/Lo blanco lo hizo un platero/Por eso niña del alma/Me muero por lo moreno”,[14] presentes en varios cancioneros españoles del siglo XIX (Lafuente y Alcántara, 1865: 126; Caballero, 1859: 265; Rodríguez Marín, 1882: 61). Lo mismo vale para “Moreno pintan a Dios/ Morena es la Magdalena/ Moreno es el ser que adoro/ ¡Viva la gente morena!”,[15] hallables en otros tantos (Caballero, 1859: 255; Lafuente y Alcántara, 1865: 125; Rodríguez Marín, 1882: 64; Jiménez de Aragón, 1925: 155) y reimpresos en una compilación de canciones españolas editada en Buenos Aires (Rolleri, 1889). La ovación “¡Viva la tez morena y el zalero!”, por otra parte, también figura en una canción andaluza difundida en la Argentina luego de 1857 (La perla de Triana, 1854; Steingress, 2013).
Algunas reivindicaciones de lo negro en la ENF también provienen de fuentes hispanas. Uno de los principales versos contra el prejuicio racial, registrado en ocho carpetas de cuatro provincias, dice “El ser negro no es afrenta/ ni es color que quita fama/ también el zapato es negro/ y luce en el pie de la mejor dama”.[16] La misma formulación se encuentra en un pliego de cordel impreso en Madrid en 1849 (Nuevas rondeñas, 1849) y tiene réplicas en los folklores chileno, peruano, ecuatoriano, colombiano y en tradiciones afro del Pacífico. Hay que decir, sin embargo, que cuando pasamos de lo moreno a lo negro las correspondencias con España son muchas menos. No hay nada extraño en esto: como vimos, la cultura española fue desplazando la valorización positiva de la tez oscura a la figura de la “morena”, encarnada especialmente en las gitanas. De hecho, en el folklore peninsular en ocasiones el encomio de las morenas podía ser a costa de las negras, como en la jerarquía que organizan estos versos: “Las morenas hizo Dios, / las blancas un platero, / Las coloradas un sastre,/ Las negras, un zapatero” (Lafuente y Alcántara, 1865: 341), que también registró Carrizo en Salta (Carrizo, 1933: 579).
Como vimos, lo que más abunda en la ENF son las visiones positivas de negras y negros, que más que duplican las que reciben morenas y morenos. De la mayoría no hallé contraparte en España. Sin embargo, es muy significativo que varias retoman una forma española, introduciéndole una referencia a lo negro que no estaba allí. Por ejemplo, en Santiago del Estero aparece “Me dicen que soy negro/Yo no niego mi color/Entre perlas y corales/Moreno luce mejor”.[17] Nótese cómo “negro” y “moreno” son intercambiables. La misma copla se registra en otras provincias, pero usando “moreno” ambas veces [18] o, en versión femenina, “morena”. [19] Esta última variante se encuentra en las tradiciones españolas (Vergara y Martín, 1912: 63) y –en versión masculina también– en las de México, Colombia, Panamá, Puerto Rico y otros países de la América hispana. También se registra en Perú “Yo soy negro mi señor/y no niego mi color/ entre perlas y diamantes/ el negro es el mejor”, una copla que los especialistas consideran perteneciente al folklore afroperuano (Carazas Salcedo, 2018: 132).
Otro ejemplo de forma española en la que se inserta la referencia a negros es “Que es aquello que relumbra/Debajo de aquella peña/ Son los ojos de mi negro/ Que me está haciendo señas”,[20] la que es más frecuente en su versión femenina. [21] Los versos se encuentran también en el folklore chileno, peruano, venezolano, cubano y de otros sitios. Y aunque no lo hallé en España, son allí frecuentes este tipo de cantares que comienzan por la pregunta por aquello que relumbra, para rematar con respuestas variadas (Devoto, 1999). Lo mismo vale para “Esa mi negra querida/ Dónde estará/ Si me tendrá en la memoria/ O me habrá olvidado ya”, [22] preguntas que, a propósito de otras figuras (como “mi amante”) se reencuentran en el folklore español (Doporto, 1900: 91) y de algunos países hispanoamericanos.
Un caso interesante es el de la habanera “Me gustan todas”, de la zarzuela española El joven Telémaco, que tuvo un éxito extraordinario luego de su estreno en Buenos Aires en 1869 (Saraiva, 2020). La letra original incluía esta estrofa: “Me gustan todas/ me gustan todas/ me gustan todas en general/ pero esa rubia/ pero esa rubia/ pero esa rubia me gusta más” (El joven Telémaco, 1867). En su oralización, tal como lo registra la ENF, sufrió un giro copernicano: “Me gustan todas/ Me gustan todas en general/ Pero las negras, / pero las negras/ Me gustan más”. [23] Nótese que el giro no involucra solo el proceso de oralización, sino también un desplazamiento geográfico, de Buenos Aires a una provincia de fuerte presencia de afrodescendientes.
Cabe destacar, en el mismo sentido que, así como las canciones o romances españoles podían derivar de “moreno” a “negro” (o dar lugar a esto último sin siquiera haber aludido a lo primero), también hay algunos ejemplos en referencia a “morocho/a”, vocablo sudamericano que, en Argentina, puede usarse como equivalente. Por ejemplo, “Morenita y no gustarle/Que se lo cuente a su abuelo/Que es la flor de la canela/Una morocha con sal”[24] y “Los ojos de esta morocha/ Se parecen a mis males/ Grandes como mis suspiros/ Negros como mis pesares”[25] introducen el término en lugar del “morena” de los versos españoles ya referidos más arriba. En masculino hay ejemplos similares, como “Dicen que los morochos/Son más dulce que el caramelo/Y yo como soy golosa/Por los morochos me muero”,[26] presente en el folklore español con una “morena” como objeto (Lafuente y Alcántara, 1865: 125; Rodríguez Marín, 1882: 211), versión femenina que por otra parte también registra la ENF.[27] La presencia de “tangos americanos” o habaneras en la ENF es otro indicio del influjo no solo del romancero tradicional español, sino también de producciones más recientes, que podían llegar por vía de compañías teatrales o de las partituras y libretos que vendían las casas editoriales especializadas, para las que, en la segunda mitad del siglo XIX, había ya un mercado local (Saraiva, 2020). También son prueba de que lo que llegaba de España no era necesariamente “español”, sino factoría del Atlántico (afro)hispano. En efecto, las menciones a negros y mulatos en este tipo de canciones conectaban con composiciones de origen afrocubano que, además, solían evocar el mundo caribeño y las experiencias de los afrodescendientes de esa región. Por ejemplo, la siguiente estrofa, repetida varias veces en la ENF, reflexionaba sobre la posibilidad de movilidad social interracial: “La Habana se va perder/ La culpa tiene el dinero/ Los negros quieren ser blancos/ Los mulatos caballeros”. [28] La estrofa no es otra que el comienzo del conocido tango americano “María Dolores”, que Sebastián Iradier dio a conocer en Madrid en 1860 y que posiblemente haya copiado de una canción que circulaba desde antes en Cuba. El resto de la letra (que no he hallado en la ENF) refería con picardía a una mulata que deseaba casarse con un blanco (María Dolores, 1860).
La que sí termina casada con un blanco es Trinidad, la “morena/mulata” de La Habana que protagoniza una canción registrada dos veces en San Juan.[29] Nuevamente en este caso procede de un tango/habanera que formó parte del sainete El gorro frigio, estrenado en Madrid en 1888 (Paseando una mañana…, 1888). Otra canción de amor interracial, esta vez dictada en Catamarca, es “El Mulato”, en la que un criado se despide de su patrona con un lamento de afecto no correspondido.[30] Como la anterior, viene de una obra de teatro española de 1840 (El mulato, 1840, 40), que no sabemos si fue estrenada en Argentina, pero sí que su libreto se vendía en Buenos Aires y que la canción fue impresa por entonces en un cancionero uruguayo.[31]
Otra habanera de elogio a una “morena”, registrada en San Juan,[32] retoma parcialmente versos de una titulada “Mi niña”, publicada en Valencia en 1868 (López, 1868). Lo mismo vale para otra habanera que también elogia a una “morena”, esta vez en Mendoza,[33] que procede del cancionero popular español (Montalbán, 1893; Sevilla, 1921: 46-47). Y en la enumeración cabe agregar una canción hallada en tres provincias que refiere a una “cubana” de la que no se dice explícitamente que sea de tez oscura; comienza con los versos “Salí de Cuba con rumbo a España/ en un paquete de Nueva York”[34] y procede de una zarzuela española (Peydró, 1902).
Otro ejemplo interesante es la siguiente canción, titulada “La Negrita”, que una anciana catamarqueña recitó:
Allá en los bosques de cocotero una mañana del mes de abril me mecieron en una cuna hechas (sic) de plumas de colibrí.
Mi padre fue mulato mi madre del Brasil y yo negrita simarroncita (sic) simarroncita vine a nacer.
Josefa me llamo, nací en la Habana por mi desgracia negra nací con una suerte tan altanera que ni a mi padre lo conocí.
Mi padre fue mulato, mi madre del Brasil y yo negrita simarroncita simarroncita viene a nacer.
Tengo la cara negra como la tinta y estoy conforme con mi color, soy la negrita simarroncita, que duerme en cueva como el chacal,
a la luz de la luna, y al resplandor del sol soy la negrita simarroncita que a nadie ofendo con mi color. [35]
La canción apareció también en Jujuy, con alguna diferencia (la madre era “carberí” y no de Brasil)[36] y otras recopilaciones la ubican en Salta. Se trata de una habanera muy conocida en España y en otros países de la América hispana. La letra más antigua que pude localizar la reproduce un relato de viaje a Puerto Rico que un escritor español publicó en 1868. Las dos primeras estrofas y la tercera coinciden con la de la ENF, con la precisión de que la madre era “carbalí”, es decir, de Calabar, actual Nigeria (del Palacio, 1868: 38). La línea “a nadie ofendo con mi color” no parece haber estado en la composición original, pero es habitual en otras del folklore hispanoamericano.
Al menos en una ocasión se puede documentar una influencia del Atlántico (afro)hispano que llegaba sin mediación de España. En 1867, luego de interpretar una obra teatral española, el actor panameño Germán Mackay, de visita en Buenos Aires, estrenó la canción "El negro Shicova", cuya letra le pertenecía (la música, descrita como un tango americano, era del argentino José María Palazuelos). Salió a escena con la cara tiznada, disfrazado de negro vendedor de escobas, y haciendo piruetas cantó su creación. En estilo picaresco y con algunas palabras en bozal, la letra ofrecía escobas a las “niñas” y las “amitas” y se quejaba de que, por su color, ninguna se las quería comprar. Fue un éxito inmediato: la siguió interpretando en otras funciones y ese mismo año se imprimió la partitura en Buenos Aires, en varias ediciones (Saraiva, 2020). Poco después otro actor, también tiznado, la estaba cantando en Córdoba (Ramés, 2018). La pieza se oralizó y, con variaciones, la ENF la registró en dos provincias distantes.[37] Carrizo la halló también en La Rioja, pero en versión femenina, una “negra chicoba” (Carrizo, 1942: 42).
La presencia del bozal o “habla de negros” es otro indicio de la influencia afrohispana. Como vimos, había aparecido tempranamente en la península ibérica y algo después en toda la América hispano-lusitana. De todas las piezas que se conocen, el corpus de bozal del Río de la Plata en el siglo XIX es el segundo más importante de toda América Latina, luego del de Cuba (Lipski, 2005: 100). Aunque en la Argentina tiene una presencia temprana, una buena parte de ese nutrido corpus es más tardía y procede de letras de comparsas de carnaval; tanto las compuestas por afroargentinos como las de blancos tiznados utilizaron el bozal para sus canciones. En otro sitio pude documentar la influencia que tuvieron las zarzuelas españolas en las prácticas de las comparsas de ambos tipos. Faltan aún estudios específicos, pero no sería extraño que el uso del bozal, muy habitual en las zarzuelas, fuese una de sus fuentes de inspiración (Adamovsky, en prensa). Los registros de “habla de negros” en la ENF confirman que la influencia peninsular fue tanto o más importante que la de las memorias del habla de los afrodescendientes en suelo argentino.
En la ENF ubiqué 18 registros que utilizan palabras en bozal o están enteramente escritos en ese estilo. De ese total, de cinco (incluyendo las dos de "El negro Shicova") se puede demostrar una procedencia (afro)atlántica. Un informante de Santa Fe aportó la copla, “Nací en la Habana / Domingo e yamo [domingo de Ramos]/ Como azabache nego nací / Con una suelte tan pendenciela/ Que ni a mis pades yo conocí”,[38] registrada anteriormente en un cancionero español (Guerrero, 1895: 96). En Córdoba se transcribió lo que se describe como una “Canción criolla” con esta letra picaresca:
El neguito que quiso escucharlo
Dijo la nega tienes razón
¿Qué hace el negó?, dijo la nega
Dándole cuerda a tu reloj.
Jujuy que tiene la nega
Jujuy que está tan hinchá
Jujuy que dice la gente
Que pica el ají guagua [39]
Sin embargo, los versos pertenecen a un cuplé popularizado antes en España, titulado “Ají gua gua”, con la diferencia de que es la exclamación “Ju-juí” la que va en lugar del nombre de la provincia argentina (Tonadilleras y tonadillas…, 1919: 20).
En la Provincia de Buenos Aires un informante reprodujo un extenso “tango americano” que le había enseñado una anciana de su familia que contaba la historia de un “nenguito malo”, un “guachirandingo” que se armaba en Cuba contra “los blancos”, para lograr “de los negritos, la libertad”; sus riesgos eran causa de tierna preocupación para su amada Panchita (Buenos Aires, 156). De nuevo en este caso, la canción había circulado en el siglo XIX en Barcelona, impresa en un pliego de cordel, antes de ser retomada en un cancionero porteño y aparecer, oralizada, en la ENF (“Nenguito malo”, s/f; Rolleri, 1889: 55-58).
Finalmente, la ENF incluye varias piezas de las que no he podido hallar contraparte en España, pero sí en otros países hispanoamericanos distantes (en los limítrofes son bastante más numerosas y no las listo aquí). Eso puede querer decir que hubo algún vector directo desde, digamos, el Caribe, o simplemente que llegaron por mediación de la península ibérica pero no pude localizar la fuente. El ejemplo más claro es el de una canción infantil
La negra Simona y el negro Simón
Andan por la calle en conversación
La negra le pide por un peinetón
El negro enojado le da un arañón
La negra se aflige de verse arañada
Y el negro le dice: “Cállate, no es nada” [40]
Con variantes, se registró en otras provincias [41] y es bastante conocida en México y Centroamérica. Lo mismo vale para la copla “La mujer que quiere a un negro/ negro tiene el corazón/ hace de cuenta que quiere/ a un perro negro rabón”,[42] hallable en los folklores de Ecuador, Colombia o Nicaragua. Algo similar sucede con una composición titulada “El negrito”, que un anciano de Entre Ríos dictó y que incluye la estrofa “El negro se puso flaco/ Como un mejugo de manatí/ No quiere mascar tabaco/ Y el mas melugo sale a lucir”.[43] Con alguna diferencia la registra el folklore cubano (Alzola, 1961: 94). Para concluir, una cueca de letra picaresca registrada en Tandil, en la que una mujer le canta a “mi negro/negrito” reprochándole con cariño sus infidelidades,[44] contiene estrofas muy conocidas en Chile y halladas antes en Guatemala (Batres Jáuregui, 1892: 400).
Para finalizar, conviene añadir que los hallazgos que describí para la ENF pueden hacerse extensivos a los cancioneros tradicionales de cada provincia recopilados por folklorólogos como Juan Alfonso Carrizo, Juan Draghi Lucero, Jorge Furt, Rubén Pérez Bugallo, Agustín Zapata Gollán, etc. También ellos permiten ver la extensa presencia de valoraciones positivas de negros/as y morenas/os (en convivencia con otras negativas), varias de las cuales se reencuentran en el romancero tradicional español. Lo que esas recopilaciones no permiten observar tan claramente es la circulación del “habla de negros” y de expresiones (afro)hispanas más recientes, como las habaneras, cuplés y canciones de zarzuelas y sainetes.
V. Conclusiones
No es novedad constatar que el folklore argentino retoma elementos del romancero tradicional español, algo que ya habían notado pioneros como Juan Alfonso Carrizo o Ismael Moya y que confirmaron otros académicos luego (Chicote, 1996; Atero Burgos, 1996; Mancha, 2003). Entre las pervivencias que registró, Vilma Arovich mencionó incluso la de los elogios a la “morenita” procedentes de la literatura hispánica y sefardí de los siglos XV-XVII (Arovich de Bogado, 1995). Este trabajo confirma y documenta con mayor detalle la importancia de esas tradiciones en lo que respecta a las percepciones respecto de lo negro/moreno y nos da una visión más cabal sobre su peso en la Argentina, que, como vimos, es muy notable.
A su vez, la tesis sobre la influencia española se expande y modifica aquí en dos sentidos. Por una parte, temporalmente, con la comprobación de que elementos llegados más tardíamente desde España –incluso hacia fines del siglo XIX– siguieron incidiendo en el acervo oral argentino. Por la otra, geográficamente, con la puntualización de que no era en verdad España la entidad cultural que aportaba esas influencias, sino más bien el Atlántico (afro)hispano. Como en los cantes “de ida y vuelta” que el flamenco conoce bien, es difícil deslindar una procedencia única en un espacio cultural (afro)atlántico en verdad compartido. Al Río de la Plata, zona marginal como era, todas estas influencias llegaban sobre todo por la mediación de España (aunque, como vimos, algunas llegaban sin ella y/o haciendo un ingreso no por Buenos Aires, sino desde países limítrofes). Pero es importante recalcar que la usina cultural era transnacional: la del Atlántico (afro)hispano.
Por supuesto, eso no quiere decir que el territorio que hoy ocupa la Argentina no hiciese aportes propios. Por caso, como hemos visto, mientras que en las fuentes españolas las figuras más mentadas eran la morena y el moreno, en Argentina predominaron las alusiones a negras/os (y se agregaba el término “morocha/o”, que no se utilizaba en la península). Posiblemente esa preferencia tuviese que ver con la mayor concentración local de afrodescendientes, los que, como vimos, habían ido decayendo demográficamente en España. Sería un error, sin embargo, considerar que las alusiones a negros/morenos en el folklore analizado refieren exclusivamente a ese origen étnico. Así como en España el término “moreno” fue utilizado para describir a personas de etnicidades diversas –moros, africanos, gitanos–, también en Argentina “moreno”, “morocho” y hasta cierto punto incluso “negro” adquirieron un uso genérico similar; se aplicaron sobre gentes de tez oscura, del origen que fuesen (Adamovsky, 2016 y 2017).
El sentido genérico de las alusiones al color y las fuentes (afro)hispanas que aquí hemos relevado nos advierten sobre la necesidad de analizar el corpus del folklore argentino con precaución. Sin las contextualizaciones y filiaciones que aquí propuse se corre el riesgo de no comprender correctamente los modos en los que la cultura popular lidió con las diferencias étnico-raciales. Por caso, un trabajo sobre el cancionero tradicional santafecino publicado hace algunos años afirma haber hallado 31 registros “vinculados a la población afrosantafecina”, que darían cuenta tanto de su presencia como de la manera en que los blancos la percibieron. Toda mención a “negros/as” y “morenas/os” se toma en ese trabajo como alusión directa a los afrodescendientes de la provincia, incluso algunas de las que quedó probado aquí su origen (afro)atlántico. Y aunque las citas textuales provistas evidencian el carácter laudatorio de algunas de esas alusiones, el estudio concluye que el folkore no fue sino un canal más para la discriminación de los afrodescendientes (Cirio, 2010).
En este trabajo sugerimos una interpretación diferente, más atenta a las ambivalencias y a la matriz transnacional referida. Aunque tenga rasgos particulares, la Argentina participa de la experiencia hispanoamericana en lo que a la tramitación de las heterogeneidades étnico-raciales respecta. Ciertamente, se distingue por ser uno de los pocos países de la región que sostuvo una narrativa oficial que imaginaba la nación como exclusivamente blanca y europea. La expulsión imaginaria de lo no-blanco, sin embargo, no consiguió erradicar los patrones centrales de aquella experiencia, que venían de mucho antes. También en la Argentina la categoría “blanco” se expande hasta integrar personas de cualquier origen –salvo los de tez muy oscura– que puedan demostrar las credenciales culturales y de clase adecuadas, incluso si son de piel amarronada. Pero éstos pueden perder derecho a una membrecía plena si se apartan de los comportamientos aceptables, en cuyo caso son clasificados como “negros”, “morochos”, “chinos”, “morenos”, “indios” o “criollos” (etiquetas hasta cierto punto intercambiables que no necesariamente implican que se los perciba como racialmente otros, aunque a veces sí es el caso) (Frigerio, 2006; Geler, 2016). Como en el resto de América Latina, el lugar de la piel oscura tiene una enorme ambivalencia. Con frecuencia la alusión al color funciona como insulto y forma parte del arsenal de las agresiones racistas. Pero, al mismo tiempo, tal como sucede en otros países de la región, “negro” puede ser usado en sentido inverso, como expresión de afecto y –lo que es menos común– en referencia a personas de cualquier origen étnico y coloración, incluyendo algunas percibidas como blancas (Adamovsky, 2017). En fin, “negro” es en la Argentina un término étnicamente indeterminado y afectivamente ambivalente. El análisis del folklore local y de sus fuentes nos da algunas pistas adicionales para entenderlo.
Por otra parte, incluso siendo un país tan identificado con lo blanco, en la Argentina lo moreno/morocho y lo mestizo también han conseguido disputar un lugar como encarnación privilegiada de lo popular y también de la nación. La narrativa oficial de la nación blanca y europea coexiste en tensión con visiones alternativas, menos articuladas, que la imaginan morena y latinoamericana (Adamovsky, 2012 y 2019). La música popular argentina incluso generó su versión de la “Eva morena”, para decirlo en los términos que propuso John Chasteen. En su iluminador estudio sobre las músicas y danzas de la región que terminaron convertidas en emblemas de sus respectivas naciones, Chasteen llamó la atención sobre el hecho de que se trataba, justamente, de ritmos “transgresivos” en términos de color y de clase. De raíz afro, originados en las clases bajas y considerados “indecentes”, fueron eventualmente abrazados por las élites blancas, que veían en ellos un posible símbolo de unidad nacional. Y aunque las élites tenían sus propias agendas, la entronización de ritmos de ese tipo también significaba dotar de una nueva legitimidad a los grupos subalternos que los habían generado y que tenían el lugar protagónico en sus sitios de baile y en las letras de sus canciones (Chasteen, 2004: 199-200).
En el argumento de Chasteen, la figura de la morena, la “mujer oscura”, ocupa un lugar central. En efecto, la glorificación de la morena es tema de innumerables canciones de diversos ritmos a lo largo de América Latina, que la celebran por su belleza, su sensualidad, su alegría y vitalidad, su gracia para el baile. Como figura mítica, su atractivo reside precisamente en que habilita “el placer erótico de la unión interracial”. Como los ritmos que las exaltan, funcionan como promesa de unidad en sociedades marcadas por profundas divisiones étnicas y de clase. En el atractivo que ejercen sobre los varones de todo color que las observan, evocan la posibilidad y la oportunidad del mestizaje; simbolizan la fertilidad en una comunidad que se imagina unida en la mezcla (de allí que Chasteen la considere una “Eva morena”). Por supuesto, ese tropo tiene una dimensión opresiva, toda vez que convierte a las mujeres reales de tez oscura en objetos sexuales bajo la mirada masculina. Sin embargo, posee al mismo tiempo un costado ambivalente: a las morenas de carne y hueso las pone en riesgo, pero también las empodera (Chasteen, 2004: 202-203).
En otro sitio demostré que el argumento de Chasteen se sostiene también para el caso de la Argentina, incluso si sus élites nunca abrazaron visiones de la nación mestiza. También allí la música comercial y de consumo popular durante todo el siglo XX produjo innumerables canciones, de los ritmos más diversos, que glorificaban a “morochas”, “chinas”, “morenas” o “negras”, bellas, danzantes, sensuales, plenas, vitales. De hecho, a través de la música la “morocha argentina” se convirtió en arquetipo, un verdadero emblema no oficial de la nación que, como pude verificar, era racialmente ambiguo: en sintonía con las propias ambivalencias de la cultura local, a veces se la representaba como mujer de tez oscura, otras como blanca (Adamovsky, 2016). El análisis de la ENF que pudimos realizar en este trabajo refuerza esa hipótesis, a la vez que permite visualizar las raíces más antiguas que le dieron a la “morocha argentina” el lugar de arquetipo que hoy ocupa.
Para finalizar, conviene decir que ni esas ambivalencias y ambigüedades, ni el hecho de que en la ENF hayamos encontrado menciones afectuosas sobre negros/as y morenas/os tanto como otras derogatorias (a veces aportadas por un mismo informante) debe llamar la atención. Como sostuvo Antonio Cornejo Polar, las cruzas e hibridaciones étnicas y cultural que caracterizan el espacio latinoamericano no dan lugar (al menos por ahora) a resoluciones armónicas ni a síntesis inclusivas. Antes bien, han generado identidades y visiones contradictorias, incompatibles, esquizofrénicas, mutuamente excluyentes que, sin embargo, conviven como parte de una misma cultura, incluso en una misma persona. América Latina persiste como un territorio abigarrado y fragmentado, un territorio incongruente, a la vez unificado y recorrido por líneas de fractura profundas. Un todo sin embargo dislocado (Cornejo Polar, 1996).
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Notas