Dossiê
Recepción: 18 Abril 2020
Aprobación: 11 Junio 2020
Resumen: el objetivo de este trabajo es ensayar una historia basada en la relación del estudio del paisaje geográfico - entendido éste en amplio sentido- y de las personas que en él intervinieron, ofreciendo algunos datos desconocidos, así como interpretaciones y conclusiones novedosas en torno al proceso que denominamos construcción intelectual del paisaje, en la Intendencia Mayor de Guanajuato, Nueva España, antes del Grito de Dolores de 1810. A través del análisis de los intelectuales que participaron y/o analizaron este proceso, pretendemos aportar nuevas miradas a la cada vez más conocida evolución de la economía y realidad socio-cultural de El Bajío novohispano, en una coyuntura que originó uno de los hechos más importantes de la historia de América, y que también transformó su paisaje para siempre. Un lugar singular, considerado la joya económica de la Corona a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX que, no casualmente, se convirtió en el entorno paisajístico donde comenzaron las luchas contra el absolutismo de la Corona, primero, y en favor de la Independencia, después.
Palabras clave: Grito de Dolores, Intendencia de Guanajuato, Sociedad.
Abstract: the objective of the present work is to test a story based on the relationship between the geographic landscape- in a wide sense understanding-and the people who lived in, offering some unknown data as well as some original interpretations and analysis on it. An essay on history applied to the Intendencia Mayor de Guanajuato, Nueva España, before the Grito de Dolores in 1810. We pretend to contribute with new points of view to the, more and more, known evolution of the social-cultural economy and reality in El Bajío novohispano considering that it was the origin of one of the most important landmarks in American History and that it transformed its landscape for ever. A singular place that was considered as the economical jewel of The Crown between the end of the XVIII and the beginning of the XIX centuries. And so, it was not by chance that it become the scenic sorrounding where, first, the fights against Absolutism and them for the Independence took place.
Keywords: Grito de Dolores, Guanajuato, Society.
Introducción
Durante mucho tiempo, los historiadores nos acostumbramos a construir y leer como Historia, unas historias basadas en construcciones teóricas con base en conocimientos previos compartidos durante décadas. Conocimientos alcanzados por investigaciones de diverso tipo, a lo que añadimos nuestras interpretaciones utilizando nuevos semilleros documentales, o reinterpretando los mismos con innovadoras técnicas y metodologías.
Es bien conocido que, en las últimas décadas del siglo XX, la Historia incorporó nuevas formas de investigación y de presentación de resultados. Desde acercamientos multidisciplinares, con métodos como los matemáticos, estadísticos, climatológicos, geológicos, sociológicos, antropológicos, lingüísticos o económicos, entre otros y, no menos importante, desde el planteamiento de nuevas y sugerentes preguntas que responder. Es así que se ha avanzado considerablemente en el conocimiento histórico.
Se observa la aparición de importantes tipos de Historia, desde la separación
más clara de cuantas ya existían, la Historia del Derecho, la Historia Económica, la
Historia de la Ciencia, etc., y las escuelas que las cultivan; hasta otras de nuevo cuño
como la Historia Medioambiental, Historia de Género, Historia Oral, Historia Postcolonial entre otras más y, consistente a la disponibilidad de distintos tipos de fuentes, a la preferencia por ciertos marcos teóricos, a la afinidad con unas u otras disciplinas y, por supuesto, por la necesidad de responder a nuevas incógnitas propias de nuestro tiempo.
Nosotros, aquí, ensayamos una historia basada en el estudio del paisaje geográfico -entendido éste en amplio sentido al incorporar datos del medio natural, del económico y cultural- y de las personas que en él se desenvolvieron. Se trata, entonces, de una historia de la construcción intelectual del paisaje, es decir, del proceso por el cual fue transformado por la intervención de la acción humana en su forma intelectual distintiva, el trabajo. Un estudio focalizado en un lugar y población concretos, en momentos de importantes cambios históricos: la Intendencia Mayor de Guanajuato antes del Grito de Dolores de 1810. A través del análisis de los intelectuales que participaron y/o analizaron este proceso (en particular, Alexander von Humboldt, Lucas Alamán y José María Liceaga), pretendemos aportar nuevas miradas a la cada vez más conocida evolución de la economía y realidad socio-cultural de la Sierra-Bajío
novohispano, cuya transformación originó uno de los hechos más importantes de la historia de México. Ubicamos un lugar singular, considerado la joya económica de la Corona, centro de mayor producción argentífera del planeta en aquel momento, la principal región motor de la economía novohispana, que, no casualmente se convirtió en el entorno donde comenzaron las luchas contra el absolutismo de la Corona, primero, y en favor de la Independencia, después.
Es decir, una necesidad de cambios iniciados en la zona central del Imperio, minusvalorada en términos políticos y sociales, cuando que en términos fiscales era sobresaliente su aportación. El nacimiento de una mentalidad por parte de élites conocedoras de las novedosas ideas que se estaban difundiendo desde Europa, desde Estados Unidos y que, nos atrevemos a decir, también se construían allí mismo. Una población y una sociedad en cambio evidente desde mediados del siglo XVIII, donde ciudades como Guanajuato consiguieron su elevación al rango de ciudad. Donde aparecieron familias capaces de destacar a nivel virreinal e imperial con reconocimientos nobiliarios, insertadas en redes de grupos sociales opulentos. Donde el desarrollo de la educación y la cultura eran más que significativos ya a la llegada del
primer intendente, Andrés Amat y Tortosa en 1786¹. Una realidad que desembocaría en
la Insurrección de 1810, en distintas reacciones a la Constitución de 1812, en la elección de nuevos ayuntamientos y en la implantación de un estado de guerra prácticamente constante hasta 1821. Una violenta coyuntura que provocó, a la postre, un cambio paisajístico, económico y social.
En efecto, El Bajío era esa joya de la Corona, sobre todo por sus innumerables bondades naturales, perfectamente explotadas desde antiguo. Una región que ofrecía uno de los mejores campos de cultivo del imperio, tanto para usos extensivos como intensivos. Una serranía generosa en bosques de múltiples rentabilidades, como la madera y el carbón. También enormes sus capacidades pecuarias, donde haciendas y
ranchos dedicados al ganado bovino, equino y caprino se multiplicaban. Todo ello generaba una destacada producción de carnes para el abasto de ciudades, tanto de ganado como de caza, de piel para la industria, de animales de tiro y de cabalgaduras. Usos del ganado de los que, sin duda, los más importantes eran cargas y arrastres de materiales, norias, molinos de minas y haciendas de minas, corazón de todo ese complejísimo y bien engranado organismo económico regional. Un organismo, además, ventajosamente comunicado por caminos en los que eran distribuidos los insumos, capitales, recursos humanos y mercancías que se ponían, especialmente, al servicio del imperio y de sus élites locales (BRADING, 1973; CAÑO ORTIGOSA, 2011: 58-80).
Paisaje productivo que, finalmente, se transformaría en poblados fantasmas, industrias arruinadas, campos de cultivo arrasados, túneles de minas inundados, caminos abandonados e inseguros, villas y ciudades diezmadas por la guerra y la emigración. Los que se quedaron, difícilmente sacaban adelante sus campos y ganado ante la falta de mercado, al que los comerciantes llegaban arriesgando sus mercancías y su vida. Todos, campesinos y mercaderes, pagaban protección a unos u otros
combatientes y autoridades según quiénes fueran los que controlaban la región en cada
momento. Violentos años de insurrección que, a golpe de guerra y de saqueo, derivó en
un escenario de extrema inseguridad, de producción y consumo imposibles, donde los excedentes eran requisados, donde cualquier animal de corral o mazorca de maíz era automáticamente devorado por los soldados de cualquier bando.
En definitiva, un cambio de orden que se evidencia, claramente, en la documentación de carácter económico y social generada alrededor de 1810, que ya se venía intuyendo, también, en la de años antes². Iniciado en el pueblo de Dolores el levantamiento, tras descubrirse las conspiraciones contra el régimen absolutista, comenzó un drama que, visto desde entonces como una epopeya necesaria para la consecución de libertades, alcanzó a grandes centros de producción, de almacenaje y de comercio, como Guanajuato, San Felipe, Irapuato, Celaya, Acámbaro o Salvatierra,
entre otras poblaciones menores. En todas se formaron tempranamente complejas organizaciones secretas anti-absolutistas; siendo Querétaro y San Miguel el Grande las que dejaron más documentación..
Veamos entonces su paisaje y su paisanaje, profundicemos en características económicas, sociales y culturales menos estudiadas que hicieron de aquellas tierras lugar propicio para encender la mecha de la revolución en Nueva España.
Paisaje (y paisanaje)
Es El Bajío una región fisiográfica privilegiada, relieve final del Altiplano central, entre sierras y tierras bajas, entreverada por ríos y arroyos y con numerosos recursos naturales. De todo se derivan enormes posibilidades agrícolas, ganaderas, cinegéticas y mineras; utilizadas desde los primeros pobladores, que también la consideraron una buena región de asentamiento, comunicaciones y comercio. Su explotación intensiva comenzó con la colonización española, al principio por
estancieros y religiosos a partir de 1530.. Una riqueza natural que se explotaba y, de
manera acomodada a los tiempos, se intentaba conservar. De hecho, ya el intendente
Riaño hacia 1794 dictó la protección de sus bosques, obligando a plantar tanto número de árboles como se talasen.
No era tampoco escasa la red de caminos que encontraron los castellanos a su llegada, los cuales acrecentaron y acondicionaron para el tipo de transporte europeo. Así, comunicaron de la mejor manera los llanos con las poblaciones serranas, permitiendo una buena conexión entre los productores de insumos y minerales, campos de explotaciones agropecuarias y poblaciones manufactureras. Una red viaria que facilitó las comunicaciones, el comercio, el intercambio y el abaratamiento de los productos necesarios para el consumo y su elaboración. Recuas de arrieros, cabalgaduras y carretas que se desplazaban con facilidad desde bosques situados a alturas de 3.000 msnm como los de la sierra de Santa Rosa, hasta las poblaciones como
San Felipe, Dolores y San Miguel, en la planicie. Sin olvidar los caminos que llevaban a las centenas de bocas de minas esparcidas por sierras y montañas. Un espléndido sistema viario que, no olvidemos, se convertiría en el de la insurrección a partir de 1810.
No extraña entonces que, en esta región, a partir de todas esas ventajas geográficas, naturales y humanas, se configurara como uno de los circuitos urbanos más densos y complejos del imperio español. Lugares establecidos aprovechando el agua abundante de las cuencas de los ríos Lerma, Laja, Guanajuato, Turbio; los generosos recursos forestales de sierras y montañas como las de Agustinos, Piñícuaro, Xerécuaro, Cuerámaro y Pénjamo; los fértiles valles agrícolas de Pénjamo, Yuriria, Acámbaro, Salvatierra, Celaya y Salamanca; y la prosperidad de la producción artesanal, obrajera y comercial de León, San Felipe, San Miguel el Grande, Tierra Blanca, Victoria, San Luis de la Paz y Dolores. Un claro ejemplo, éste último, de la abundancia del momento al fundarse hacia 1730 al calor del desarrollo económico. Y todo ello sin olvidar el enorme factor económico que suponía la extracción argentífera en las minas de Guanajuato y
otras cercanas, las de San Luis Potosí al norte, de Michoacán al sur y las vecinas de
Xichú. Un desarrollo económico, y el consecuente demográfico, que permitió a
poblaciones como Silao e Irapuato, -incluidas en la demarcación de Alcaldía Mayor de Guanajuato desde finales del siglo XVI-, solicitar su reconocimiento formal como ciudades. A tal efecto, los habitantes de la antigua Congregación de Naturales de Silao elaboraron un mapa que fortaleciera su solicitud, pero nunca llegó debido a que su custodio, López de Cancelada, quedó atrapado en el puerto de Cádiz en 1810..
Para recaudar la parte de prosperidad correspondiente a la Corona, el primer intendente de Guanajuato, Andrés Amat y Tortosa, llegó en 1786 y dio inicio inmediatamente a la aplicación de las reformas fiscales propias del régimen borbónico. Pero, para optimizar esas medidas recaudatorias necesitaba reunir cuanta información socioeconómica y de organización administrativa hubiera disponible de la Intendencia, que abarcaba las antiguas Alcaldías Mayores de Celaya, León, San Miguel, San Felipe, San Luis de la Paz y la propia Guanajuato.
Aparte, como es bien conocido, los intendentes tenían la orden de organizar el ejército allá donde gobernaran, por lo que poseían el rango de Capitanes de Mar y Tierra. A partir de esas competencias militares, podemos obtener datos valiosos. Así, gracias a la información dada al Intendente Amat y Tortosa por un antiguo regidor del Ayuntamiento de Guanajuato, Juan Hernández Chico, sabemos que antes de 1786 la jurisdicción estaba protegida por la Legión del Príncipe, unas milicias de carácter provincial compuestas por dieciséis compañías de infantería y de caballería, tanto de españoles como de castas, repartidas en distintas poblaciones y con sede en la ciudad capital. Las compañías, decía el regidor, estaban bien organizadas por sus capitanes, surgidos éstos de entre los vecinos más ilustres. A modo de ejemplo, en la ciudad de Guanajuato había un cuartel muy bien pertrechado de ropas y armamento que, según el informe, podía responder a cualquier requerimiento (FLORESCANO y SANCHEZ GIL, 1976: 20-22).
A partir de 1792, el nuevo intendente José Antonio Riaño y Bárcenas profundizó en las reformas y mejora de la administración, del sistema de fiscalización y en el aumento de la milicia. Así, se encargaron planos para nuevas instalaciones militares en
distintas poblaciones, de obras públicas y la orden de organizar las villas y ciudades en
cuarteles y barrios. Para el cumplimiento de esta última orden los vecinos de cada población debían elegir un “juez”, que luego necesitaba el aval del intendente para llevar a cabo su misión. Obviamente, fueron medidas que afectaron enormemente al paisaje urbano, toda vez que muchas de las construcciones se acomodaron a las disposiciones y al nuevo gusto neoclásico surgido en la Real Academia de San Fernando. A modo de ejemplo, en Guanajuato vieron edificarse o reformarse construcciones emblemáticas y de alta funcionalidad, como la Alhóndiga de Granaditas,
-una de las más imponentes del imperio por su tamaño y capacidad- cuarteles militares, cárceles, etc. Una dinámica constructiva que, por afinidad discursiva del poder social, tuvo su continuación en los palacios nobiliarios, como el del Conde de la Valenciana, el de Casa Rul o el de Pérez Gálvez, así como en los edificios eclesiásticos como el Colegio de la Purísima Concepción, el atrio de la Parroquia de Nuestra Señora de Guanajuato y las Casas de Gobierno, con que se configuró la Plaza Mayor..
Desde luego, sabemos que ya era Guanajuato una ciudad próspera antes de la llegada de los Intendentes, y gustaba también de demostrarlo en su fisionomía pública. Así lo atestiguaban sus edificios de administración pública, como el cuartel de la Legión del Príncipe, las Casas Reales de la Renta del Tabaco, Naipes, Pólvora, Papel Sellado y Colores, Real Lotería, Real Renta de Correos y Real Renta del Pulque. Aparte, a su llegada, el intendente Riaño rehusó habitar las Casas Reales para ese uso, ordenando su reconstrucción y levantar otra casa justo a la entrada de la ciudad, dominando el camino de los arrieros que partía hacia El Bajío y muy próximo al cuartel de la Legión del Príncipe (LARA VALDES, 2001).
Una fiebre constructiva y un arte al servicio del poder en el que destacó por su intensa actividad el celayense Francisco Eduardo Tresguerras, cuyas obras pueden aún hoy contemplarse en poblaciones del Bajío y en otras cercanas como Querétaro o San Luis Potosí. La calidad del trabajo de este arquitecto, además de dar cuenta del nivel cultural alcanzado en la región, permite confirmar las posibilidades que existían para formarse y ubicarse en la vanguardia de las corrientes estéticas del momento, aunque
fuera de forma autodidacta. Sirva de ejemplo el monumento que se le encargó construir
en Celaya para celebrar la coronación de Carlos IV, que paradójicamente acabaría
siendo la primera Columna dedicada a la Independencia. Lo importante es que era ya tan evidente el cambio de mentalidad entre las élites regionales que él, para su disciplina, no dudó en despreciar a sus antecesores denominándoles “arquitetes”. Las ciudades y sus dirigentes estaban cambiando, en muchos sentidos, y este nuevo gusto, aplicado a los nuevos edificios, alamedas, fuentes, alumbrados y todo tipo de equipamiento y embellecimiento urbano, era la plasmación de ello.
Así lo atestiguó Humboldt a su paso por Celaya, elogiando el nuevo puente sobre el río Laja y la iglesia de los carmelitas, “de bella composición, adornada de columnas de orden corintio y jónico”. De igual forma se impresionó con la arquitectura de gusto moderno que abundaba en la región, explicando que “modernamente se han construido varios edificios suntuosos en Celaya, Querétaro y Guanajuato” (LARA VALDES, 1999: 48-49). En efecto, la estética urbana era una de las más claras exteriorizaciones de las nuevas políticas. La mejora de las calles, los ensanches, la distribución espacial de la población para su mejor administración, los lustrosos edificios públicos, se acompañaban de obras para la mejora de la salud y de la eficacia económica, construyendo y adecuando caminos, plazas, locales e infraestructuras como puentes, caminos y presas.
Intervenciones urbanísticas en la ciudad de Guanajuato
Fuente: Archivo General de la Nación de México: Ramo civil, vol. 2157, 1800, Exp. I. Distribución de la ciudad en cuarteles y Ordenanzas para Jueces de barrio.Por tanto, puede concluirse que todos esos cambios no fueron inocentes, sino la exhibición de las nuevas políticas. En este punto del siglo, después de décadas de intentos, los Borbones empezaban a conseguir que su impronta se viera más allá del funcionamiento interno de las administraciones imperiales. En políticas que afectaban directamente al conjunto de la sociedad, a las localidades. Los paisanos de la intendencia experimentaban ya la nueva eficacia de la fiscalidad, la mayor presencia del Estado en sus quehaceres diarios. También las mejoras de la higiene y habitabilidad de sus ciudades, así como la mayor diligencia de más autoridades mejor organizadas y dotadas. En las nuevas Ordenanzas de la capital guanajuatense, si bien se redactaron para el especial contexto urbano de la ciudad minera, se identifica la clara voluntad del Intendente Riaño por hacerlas útiles para el resto de las poblaciones de la jurisdicción.
Por ejemplo, era obligación de cada juez de cuartel o barrio, primero, elaborar “un libro de a folio. con la información de los vecinos y de las casas que integraban cada Cuartel, nombre de las calles, números de las casas, cantidad de personas que ocupaba cada una, actividades que ejercían, si eran “de trato, o Comercio de Minería, obrador, figón, cocina, vinatería” u otra que sea de “causa pública”. Aparte, el libro debía dejar varias “fojas en blanco.para seguir apuntando lo que fuera sucediendo. Y, segundo, los mesones y hospederías de “los pasajeros y trajinantes de comercio” debían entregar al juez una lista “de los que allí residen, entran y se hospedan”. Así pues, cada juez levantaría un padrón, casa por casa, anotando el nombre de las personas, su parentesco, edad, sexo, condición o calidad social, actividad, “sin distinción de personas ni estado, aunque sea de eclesiásticos, pues todos son vecinos, como tales, sujetos a estas Providencias” (LARA VALDES, 2001: 108-109)..
Testigo privilegiado de todo ello lo fue también Humboldt, alojado en la Casa del Conde de Rul, esposo de la Condesa de Valenciana. Fijémonos que, precisamente, al producirse la unión de ambos títulos nobiliarios, una de las exhibiciones que procuraron
fue la reforma del palacio y, en especial, de su fachada, de manera que el nuevo escudo
de la Casa dominara la Plaza Mayor. Tan lujoso alojamiento se encontraba justo
enfrente de la vivienda de la potentada familia Alamán. Es decir, es más que probable que el alemán viera jugar en la calle al pequeño Lucas Alamán, quien acabaría convirtiéndose en prominente político e historiador, y que le escuchara en las disertaciones públicas de matemáticas en el Colegio de la Purísima Concepción, ya que el viajero fue invitado a presenciar estos actos en 1803. Se nos antoja difícil que esta concentración de cultura fuera casual, y que los agentes sociales de esta Intendencia fueran un actor pasivo en la conformación de los nuevos ideales políticos y sociales que acabaron influenciando al resto de Nueva España y culminando en un alto compromiso por las libertades..
Humboldt recopiló abundante información, viajó y describió el paisaje de prácticamente toda la región, incluyendo poblaciones como Celaya, Salamanca, Irapuato, San Felipe o el Valle de Santiago. La obtuvo a partir de las “estatística” –que
así le llamó él- proporcionada por las autoridades fiscales de la Real Tesorería y Hacienda de Guanajuato. Los funcionarios facilitaron al viajero las cuentas de los años 1786 a 1802, y es que el intelectual germano contaba con la autorización real para ver y copiar cuantos documentos pudieran interesarle. Es seguro que hizo copias de muchos de ellos, realizadas por amanuenses o, quizá, por sus compañeros de viaje, Carlos Montufar y Aimé Bompland, disponiendo a su regreso en Europa de los datos necesarios para sus escritos. Todo ello resulta de especial interés, como la información correspondiente al año de 1793, cuando se elaboró el censo de Nueva España ordenado por el virrey Conde de Revillagigedo, incluyendo la Intendencia que nos ocupa.
Entre los datos obtenidos, Humboldt se detuvo en los demográficos, contabilizando 70.600 habitantes en Guanajuato y destacando que “la población en todas castas se inclina a un exceso de varones” a diferencia de otras Intendencias. No se olvidó incluir las poblaciones mineras de Santa Ana, Valenciana, Rayas y Mellado; así como las de Marfil, cuyas actividades principales eran las agropecuarias y comerciales, y Santa Rosa, importante para la zona por su producción de carbón y leña. Una información relevante al comparar, con la aportada por el propio viajero, de otras partes
de la América española, Lima, Santa Fe, Quito o Caracas, para calificar a Guanajuato
como la ciudad de mayor población, sólo superada por México y La Habana (HUMBOLDT, 1993).
Población de la Intendencia de Guanajuato según Humboldt
Fuente: Alejandro Humboldt, Tablas geográfico políticas del reino de Nueva España. México: UNAM, 1993.Humboldt describió el paisaje humano guanajuatense que observaba, incluyendo la composición étnica, y distinguió que había una evidente mayoría de naturales sobre blancos y cualquiera de las castas. No es una cuestión menor al objeto que nos interesa, puesto que las comunidades de indios establecidas desde el siglo XVI fueron importantísimas para la fundación de poblaciones de españoles, como la villa de
Salamanca, la ciudad de Salvatierra en el siglo XVII y Dolores en el XVIII. Según el viajero, era esta Intendencia la que mayor cantidad de “indios” registraba, un dato que publicó en 1811 en su Ensayo político, siendo conocedor del levantamiento de Hidalgo. Una insurrección que ya entonces se quiso relacionar con la condición social de la mayor parte de los partícipes, “indios”.
Además, podemos ampliar nuestro conocimiento del paisaje humano guanajuatense no sólo a través de testimonios de la burocracia imperial o de observadores autorizados. Otras fuentes, como las eclesiásticas, son de una enorme riqueza. Hasta ahora, ha sido frecuente la consulta de documentos sobre curatos para trabajos como este (RUIZ GUADALAJARA, 2004). No obstante, otras actuaciones generaban expedientes que hoy adquieren dimensión para la comprensión del contexto socioeconómico, incluyendo a grupos humanos olvidados durante mucho tiempo por la historiografía tradicional, como los grupos subalternos. Entre esos, en El Bajío se encontraban las poblaciones que engrosaban la República de Naturales, organizadas desde la proclamación de las Leyes Nuevas de Indias por Felipe II.
Expedientes como el de fundación del “convento para Capuchinas Cazicas”,
hijas de naturales, en el pueblo de Dolores en un buen ejemplo. El proyecto se inició en
1803, e incluía construir una iglesia que comprendiera entre sus posesiones una finca anexa. Nunca se terminó de concretar la erección del convento, debido al informe negativo del fiscal, y el fondo provisto para su consecución acabaría siendo usurpado por las autoridades. Pero, lo más sustancioso para nosotros, es que las excusas de apropiación fueron las necesidades derivadas del secuestro del Rey por Napoleón, la proclamación de la Junta que le debía representar y mantenimiento del ejército contra los franceses. Es decir, se priorizó el apremio del Estado frente a las necesidades espirituales y de recogimiento de las doncellas de la élite indígena.
Aparte, como era costumbre en la época y asegurar la viabilidad del convento, se hacía un llamamiento para incorporar compromisos de ayuda y donaciones. Unos listados que aportan información relevante. Por ejemplo, eran promotores la familia Abasolo y Taboada, quien llegaría a ser general de la Insurgencia, el sanmiguelense José Mariano Abasolo, entonces, acomodado militar que servía en el Regimiento de Dragones de la Reina de Querétaro y que aparecía consignado como “Capitán Comandante de las Armas de este Cuartel”, entendiéndose por este cuartel el de la Congregación de Dolores. Por tanto, un proyecto en el que aparecen Abasolo, sus padres y el cura Hidalgo.
También formalizaron su compromiso propietarios y arrendatarios de haciendas de la región y, en perfecta armonía, las autoridades de tres de las Repúblicas de Naturales cercanas, las de San Luis de la Paz, San Luis Potosí y Dolores. Sirva como ejemplo de actitud la rúbrica de la de Dolores que, representada por su gobernador, cinco regidores y un escribano que firmaba en nombre de todos los que no sabían hacerlo, terminaban su compromiso “informando al mismo tiempo cuanto fuera concerniente a la Suprema Junta de Sevilla que representa a Nuestro Amadísimo Soberano el Señor don Fernando Séptimo” (Newberry Library de Chicago, Ill. USA, Ayer Ms. 1147, 1809-I-1810-V)..
Por su parte, de la República de Naturales de San Luis de la Paz acudieron en representación de la comunidad su gobernador, alcaldes y regidor, mostrando su padrinazgo con condiciones:
en el que solo se admitan indias caziques o principales, esto es hijas de indios puros sin mezcla alguna de otra casta… Nosotros a la verdad, nos llenamos del mayor regocijo, siempre que se consiga... un convento de vírgenes, que siendo de nuestra sangre, estén dedicadas a el Culto de Dios … pedir continuamente a su Divino Esposo por la felicidad de la Iglesia Católica, y de su suprema cabeza el Romano Pontífice, como también por la Restauración a su legítimo trono de muestro muy amado y deseado Rey de España e Indias el Señor Don Fernando Séptimo (Newberry Library de Chicago, Ill. USA, Ayer Ms. 1147, 1809-I-1810-V).
El interés de esas repúblicas de naturales en conjunto se entiende mejor cuando se pone de relieve la conexión de intereses que existía entre ellas, incluyendo los económicos. Y es que, compartían llanuras de cultivo, red viaria e, incluso, la misma agua, ya que bebían del sistema hídrico situado entre sus serranías vecinas. No obstante, el beneficio del convento para jóvenes indias trascendió la propia región, interesándose otras comunidades de naturales más alejadas, como las de Tlaxcalilla y Santiago del Río, situadas en otra Intendencia, la de San Luis Potosí. Esta circunstancia, quizá, también podría asociarse a un compromiso que todavía hoy observan antiguas congregaciones, informalmente denominado “ser compadritos”. Sea como fuere, los comisarios de todas estas congregaciones se manifestaron dispuestos “a contribuir con
sus limosnas y trabajo personal para la fábrica, e igualmente los demás indios laboríos repartidos en las haciendas de este Curato”.
A los anteriores donantes, se sumaron otros perfiles que completan el universo humano que componía la demarcación y que se demuestran capaces de actuar unidos. Así, aparece la rica vecina de Guanajuato María Antonia de Torrescano y Otero, propietaria de la hacienda San Antonio de los Cevallos. También Nicolás Aguilar, vecino de la Congregación, firmó “contribuir anualmente con parte de los frutos que produjeren mis tres labores que tengo en esta jurisdicción, y son, la de los Silleros, Perea y el Capulín”. Ana María González de Acosta, que arrendaba la hacienda del Gallinero y San Pablo, se obligaba “a contribuir con parte de las semillas”. Lo mismo que Narciso Francisco de Alday, dueño de la hacienda de Señor San José de la Noria y María Antonia Sánchez, vecina de la Congregación y dueña de la hacienda del Salitre. Los dueños de la Hacienda de Santa Bárbara, José Bernardino, Félix Venancio y José de las Nieves Gutiérrez, aseguraron “contribuir anualmente con parte de las semillas que produzca esta hacienda […] y por lo que respecta a la hacienda nombrada el Gusano
perteneciente al Señor mariscal de Castilla Márquez de Siria que tenemos en
arrendamiento hacemos la misma obligación”. Efectivamente, cada cual contribuía en la
medida de sus posibilidades e interés, como Manuel Vicente de Salas “con diez fanegas de maíz y cinco de frijol del producto de mis labores” o José María Hernández “anualmente con dos fanegas de maíz y dos de frijol y media arroba de chile, del producto de mis labores en la hacienda de San José de Rodulfo”. Unas cantidades que, en el caso del Capitán Comandante de Armas José Mariano de Abasolo y su madre se elevó a 31,630 pesos.
Por consiguiente, se observa que el paisaje humano de la jurisdicción comprendía un abanico heterogéneo de grupos sociales muy bien diferenciados. Unas diferencias entre castas, indios, españoles criollos, peninsulares, autoridades, subordinados, campesinos, militares, propietarios, arrendatarios, etc. que no condicionaron su actuación mancomunada bajo un mismo acuerdo: “de tan piadosos fines conviniendo todos en que examinadas las circunstancias locales, carácter y disposiciones devotas de los vecinos tanto de razón como de indios, creen que jamás llegara el caso de que falte a las monjas lo necesario para su subsistencia” (Newberry Library de Chicago, Ill. USA, Ayer Ms. 1147, 1809-I-1810-V).
Aparte, el proyecto de fundación del convento, más allá de ser otra prueba de la evolución constante de la región, a nuestro entender tiene mayor significancia. Y es que,
aunque en 1809 se obtuvo, por fin, la licencia de erección por parte de los obispos de Michoacán y de México, todavía quedaba el visto bueno de la Corona. Algo difícil de conseguir en aquellas fechas no habiendo rey. Era una Junta la que gobernaba en nombre de Fernando VII, y ésta convocaba a Cortes. Por si ello fuera poco contratiempo, el fiscal de la Audiencia de México tampoco ayudó con su dictamen, cuyo estudio inició un año antes del grito liderado por uno de los curas que firmaba la solicitud. En efecto, no ayudó mucho la decisión del fiscal en el apaciguamiento de las voluntades levantiscas que se venían fraguando desde hacía tiempo (GARCIA DIAZ y BOSQUE LASTRA, 2007; LARA VALDES, 2010) que, con su rechazo de 9 de abril de 1810, contravino el deseo de una heterogénea comunidad que había logrado ponerse de acuerdo en un proyecto común. Además, en su informe puso en duda la seguridad del régimen en el que se encontraban las propiedades y arriendos de los firmantes, la ausencia de gravámenes en las mismas propiedades e, incluso, que el templo fuera a quedar en propiedad de la Tercera Orden. Al fin, vistos juntos los documentos de los solicitantes y del letrado imperial, se evidencia la convivencia de dos formas muy distintas de entender la sociedad y la realidad guanajuatense. Premonitorios argumentos
que no necesitan más interpretación que la que surge de su propia lectura: “la reunión de
indias y españolas […] atendida la diversa índole e inclinación de una y otra clase, y la subordinación que las segundas regularmente imponen a las primeras, de que nace su poca conformidad”.
No obstante, quizá lo más condicionante fuera el hecho de que el fiscal ignoró los argumentos de los prelados de Michoacán y México, a la par que instaba a los interesados a que, en forma de crédito, dedicaran los capitales comprometidos para pagar la guerra contra Francia:
mandar que a los interesados en la mencionada solicitud se les excite por medio del oficio oportuno para que aquellas cantidades que tienen prontas para la fundación las apliquen y destinen a lo menos en calidad de préstamo para las urgencias de la actual guerra y por el tiempo que duraren, manifestándoles la importancia del servicio que en esto harán a la Religión, al Rey y al Estado.
¿Cómo recibieron los vecinos de Dolores, de toda condición social, esta decisión? ¿Qué explicación pudo dar el cura Hidalgo para acatar la orden del fiscal y no
dar solución a una necesidad social y espiritual? Sin duda, más allá de otras muchas y más trascendentes explicaciones, tales como la sucesión de malas cosechas y la no relajación de la intensa presión fiscal a la que veían siendo sometidos los campesinos (CANO ORTIGOSA, 2011: 201-202), creemos que resulta oportuno enfatizar que se trató del lugar preciso y de los protagonistas exactos que dieron inicio al levantamiento. El cura del lugar, acompañado por las élites locales y las autoridades de las comunidades indígenas, en el pueblo y en la fecha que se decidió no fundar el convento para capuchinas cacicas.
Paisanaje (y más paisaje)
Es fácil coincidir que los aspectos económicos son fuertes condicionantes del devenir histórico, incluyendo la conformación de las sociedades y de su cultura. No escapaba de ello El Bajío de fines del siglo XVIII y principios del XIX, donde el comercio, la agricultura y la minería jugaban un papel preponderante. Una próspera
región que, incluso contraviniendo las leyes escritas y no escritas del más básico
colonialismo, se mostraba autosuficiente. Producía los alimentos, el ganado, los objetos
y los insumos que sus gentes, sus artesanos y sus industrias necesitaban, a excepción de algunos imprescindibles como la sal o el azogue para las minas que, en el primer caso se importaba de la costa sur mexicana o de la región zacatecana, y en el segundo desde Europa, Perú o China (LIDA, 1965; GAVIRA MÁRQUEZ, 2015).
Consecuentemente, llegaban gentes de todas partes en busca del éxito económico y social. Españoles de todas partes del imperio, indios en busca de trabajo, religiosos, artistas, profesionales, maleantes, etc. conformaban una compleja sociedad que se alimentaba de las mayores rentas del imperio: grano y plata. Atendiendo a la demanda de otros artículos que se podía permitir una sociedad que generaba excedentes y extraía plata en abundancia, también llegaban géneros como “vino, aguardiente y otros licores […] papel, la canela, azafrán, fierro, acero, cera, cacao y ropa de toda clase” (HUMBOLDT, 1993: 78).
Un comercio que normalmente practicaban mercaderes peninsulares, que en casos no eran más que eslabones de largas cadenas de intercambio formadas a partir de complicadas redes articuladas en torno a vínculos familiares, de compadrazgo, de amistad, de paisanaje o de simples intereses económicos. Unas redes cuyos miembros se
enriquecían surtiendo a la región de productos europeos, americanos y asiáticos. A la larga, incluso unos pocos consiguieron ennoblecerse, además de permitir el asalto de esos mercaderes, individualmente o como gremio, a los poderes locales. Una situación ésta en la que se encontraba la jurisdicción guanajuatense en el tiempo que tratamos, cuando esos peninsulares se habían integrado profundamente en las enriquecidas familias criollas que habían hecho fortuna (BRADING, 1975; CAÑO ORTIGOSA, 2011: 383-456).
No obstante, como observó Humboldt, durante la guerra con los ingleses a fines del siglo XVIII se produjo escasez e inflación, debido a las dificultades de la importación. Al acabar la guerra volvió a aumentar la entrada de mercancías al puerto de Veracruz, llegando 588 buques sólo en 1802. El virreinato pudo abastecerse de nuevo y poner en el mercado los artículos cotidianos de la vida novohispana. Un abastecimiento el de Guanajuato que según Humboldt estaba menos afectado que otras partes del imperio gracias a las posesiones en Oriente, administradas desde México, y que enviaban productos hasta Acapulco por valor de 1,5 millones de pesos. Una cantidad viable para la generosa productividad de la región en aquellas fechas
(HUMBOLDT, 1993: 78-80; FLORESCANO y SANCHEZ GIL, 1973).
Quizá, de las mejores maneras para reconocer la evolución real de aquella economía sea el estudio de su fiscalidad, especialmente la dependiente de esa productividad. Siendo la minería el motor económico guanajuatense, las distintas actividades agropecuarias, en cómputo total, generaban mayores cantidades de dinero, como ya lo indicaba Humboldt y era lógico en una economía de carácter agrario como la del Bajío en su conjunto. Por ello, los diezmos son un buen indicador de la salud de la economía guanajuatense de ese tiempo, una información que complementa las cuentas de plata y azogue ya conocidas (CAÑO ORTIGOSA y LACUEVA MUNOZ, 2008).
En 1808 había en la región veintiséis curatos pertenecientes al Obispado de Michoacán y dos al Obispado de México, los de Xichú de Indios y Xichú de Españoles. Los principales de Michoacán eran Acámbaro, Apaseo, Jaral, León, La Luz, Pénjamo, Salvatierra, San Diego del Bizcocho, San Miguel el Grande, Guanajuato, Yuririapúndaro y San Felipe (ROMERO, 1949). Precisamente, de éste último fue juez eclesiástico Hidalgo entre 1793 y 1803, para pasar posteriormente al Curato de Dolores, donde ejerció entre 1803 y 1810. Dato importante, porque disfrutar de autoridad judicial eclesiástica permitía ser confesor del alto clero.
El de San Felipe, ejemplo por ser el que administró Hidalgo, explotaba una extensión de tierra de considerable tamaño, incluso en comparación con las seculares del mismo tipo situadas en zonas de beneficio agropecuario. Destacaba por su excelente ubicación geográfica, entre regiones y ciudades importantes que se complementaban económicamente, con un sistema viario privilegiado que le ponía en contacto fácil y rápido con cualquier lugar del centro del virreinato. Cruzaban la jurisdicción dos caminos reales que se unían en la estancia San Juan del Vaquero, uno proveniente de Nueva Galicia y el otro de San Miguel el Grande. Justo ese cruce era el inicio del camino de Tierra Adentro. Pues bien, fue este eje viario el que frecuentó Hidalgo durante diez años y en donde surgieron los primeros cuerpos montados que atendieron su convocatoria de levantamiento en armas la noche del 15 de septiembre de 1810. Unos caminos en los que, necesariamente, se estuvo cruzando frecuentemente con los insurgentes hermanos Ortiz, además de ser la carretera por la que discurrían las armas importadas y las fabricadas en la zona.
Así, era frecuente el paso de recuas, siendo la arriería una actividad destacada y
el comercio uno de sus pilares económicos. Desde mediados del siglo XVI la zona era
ganadera y las estancias caracterizaban su paisaje, pero también disfrutaba de sistemas
de irrigación de sus llanos, de huertas frutales y de ganadería menor en las sierras.10 Una riqueza agropecuaria que se evidenciaba en sus diezmos a fines del siglo XVIII. De los diezmos, para nuestro propósito, utilizaremos unas cuentas escasamente exploradas, para seguir aportando información poco conocida. Éstas son las correspondientes a las huertas frutales urbanas de la villa de San Felipe en 1789, que nos permiten contemplar un paisaje y paisanaje con el que Hidalgo interactuaría poco después. Es decir, nos interesa conocer quiénes eran los pagadores y qué situación socioeconómica presentaban, más allá de lo meramente cuantitativo (Archivo Histórico Manuel Castañeda Ramírez (Morelia, Mich.): Fondo Cabildo. Sección Administración Pecuniaria. S. XIX./Colecturía/Diezmos/San Felipe/07090/1800-1836/26/640/1459).
Sorprende el escaso número de propietarios o arrendadores, lo que evidencia el monopolio y la concentración parcelaria en manos de pocas familias. Familias de reconocidos apellidos que, por su riqueza, podían permitirse poseer huertas urbanas, en
un contexto de creciente valor del mercado inmobiliario. Así, tampoco extraña que la nómina de pagadores venga asociada a personas con cargos en la administración, regidores, oligarcas y otros cuyos nombres se hacían preceder con el “don”, lo que indicaba mayor dignidad. El primero en aparecer, como era habitual, fue el más importante representante del rey, el alférez real, Velarde Luego, otros cuatro prestigiados vecinos, don Juan Antonio Núñez, don José Martínez, el alguacil mayor don Ángel Manuel Lorena y don Sebastián Peredo. Y detrás los vecinos más importantes, José Antonio “el hortelano”, Francisco Carranco, Ángel Pérez, Mariano Puente y Antonio Romero. Fuera de la población, otros vecinos también cultivaban huertas y frutales, incluso dentro de haciendas y congregaciones como Arperos, Rincón de Ortega o Arroyo Grande.
Todos los anteriores, junto con los que citaremos a continuación, fueron quienes compartieron su cotidianeidad con Hidalgo y a los que frecuentaba mientras maduraba su movimiento subversivo. Efectivamente, además de los ya mencionados, eran don Antonio Gutiérrez Alcalde, propietario de la hacienda Señor San José del Molino; José García de Velazco, propietario de las haciendas San Pedro del Blanquillo y de La
Laguna, que confiaba su firma en el mayordomo de la hacienda Pedro de Orta,
propietario a su vez del rancho San José, y Cristóbal Ramos, su administrador de hacienda. No debe extrañar tal confianza, pues era frecuente encomendar a subalternos ejecutar estos pagos, como también lo hacía el Conde de Casa Loja, propietario de la hacienda Santa Bárbara con su mayordomo Juan Manuel Negrete. Otros mayordomos de la nómina fueron Juan Francisco Reyes, de la hacienda Tlachiquera de San Martín; Narciso Redondo, de la hacienda La Deseadilla; José Antonio Sánchez de la hacienda San José de la Obra; Manuel Carbajo de la hacienda La Quemada; Matías Moncayo de la hacienda San José de Payán; José Rafael de la Torre de la hacienda de Santa Teresa de Monjas; y Miguel Antonio Caraveo de la hacienda de San Andrés del Cubo.
Otros pagaban en nombre de propietarios ya fenecidos, como el apoderado Vicente Aguiar en nombre del difunto bachiller Javier Marmolejo, propietario de la hacienda San Isidro. Precisamente, sería el apellido Marmolejo uno de los que posteriormente seguiría aportando intelectuales a la región, atentos a las nuevas ideas y adaptadores de ellas a la realidad local, entre otras cosas por las posibilidades económicas que disfrutaban. Tampoco eran éstos los únicos ilustrados de aquella villa, con todo lo que ello significaba en esos tiempos de cambio, ya que otros propietarios con estudios eran, por indicar alguno más, el licenciado Andrés Fernández de Madrid,
prebendado de la Iglesia de México, que poseía las haciendas de Ovejas del Copudo, Trasquila y la de San Diego de los Altos. También este eclesiástico utilizaba mayordomos y administradores, como José Antonio Guzmán y Salvador Antonio Sánchez.
Por último, aparecían como pagadores directos Carlos Antonio Gutiérrez, arrendatario de la labor de Maguei, y Francisco Antonio Velarde, por las huertas frutícolas de sus haciendas de San Isidro de la Troje y La Palma. Y otra circunstancia que no debe sorprender es la presencia de pagadoras, pues ya es bien conocida la importancia que las mujeres tuvieron en la región como grandes propietarias y administradoras de haciendas, minas y todo tipo de capitales y medios de producción (CAÑO ORTIGOSA, 2005; 2006). Para el caso de San Felipe aparecen Juana Gertrudis Sánchez, dueña de la hacienda El Pájaro y Juana María Guerra, propietaria de la hacienda de La Cañada.
Todo ello corrobora nuestra afirmación de que la sociedad de aquella región era
compleja, diversificada, bien insertada en su tiempo y con todo tipo de intereses y necesidades que atender. Ahora bien, una sociedad que, viviendo en el mismo centro de
la producción de plata, no contaba con el circulante monetario necesario para su intensa
actividad económica, lo que ponía trabas a su desarrollo. Prueba de ello se encuentra en los diezmos comentados, donde encontramos con frecuencia su entrega en especie. Géneros como la lana y sus derivados, o cabezas de ganado, suelen aparecer como pago. Mismos artículos con los que se pagaba el salario de peones, gañanes y vaqueros en las haciendas, de negros libres que rentaban su fuerza de trabajo e, incluso, de sirvientes domésticos en las ciudades. Es decir, obtenían lo que podrían consumir directamente o intercambiar por algunas manufacturas básicas.
Pero el estudio del diezmo ofrece aún un universo social más complejo y diverso. Podemos saber que, por iniciarse su cobro, los empleados encargados obtenían salarios fijos establecidos por el Tribunal de Hacienda, si es que los oficios no habían sido previamente beneficiados en subasta. Sabemos también que era habitual contratar personas foráneas como dependientes, contadores, administradores, custodios, amanuenses, etc. También, por ejemplo, eran necesarios carpinteros para la fábrica de las medidas de granos, albañiles para la adecuación de los almacenes o arrieros para el traslado de los productos hasta la colecturía del clero. Estas casas de almacenaje, llamadas Casas de Diezmo, las hubo en villas y ciudades, llegando a ser las de San
Felipe y Dolores lugar de alojamiento del cura Hidalgo y otro más de encuentro con todos esos paisanos.
Aparte, a los trabajadores del cobro de diezmos, además de su salario, se les permitía vender porciones de los géneros recibidos como impuestos, y es ahí donde nos encontramos con informaciones que ahondan en las maneras de pensar de los actores de esa sociedad. Sirva como muestra el hecho de la permisión dada a algunos de esos empleados para vender “un almud” de chile en mal estado, apuntando que “aunque inservible acaso se expenderá entre los indios” (Archivo Histórico Manuel Castañeda Ramírez (Morelia, Mich.): Fondo Cabildo. Sección Administración Pecuniaria. S. XIX./Colecturía/Diezmos/San Felipe/07090/1800-1836/26/640/1459).
En tales circunstancias, es fácil entender que encontremos antecedentes en la región de lo acaecido en la Congregación de Dolores, donde es evidente la connivencia política de la República de Naturales. Uno se dio, precisamente, en San Felipe en 1767 con motivo de la expulsión de los jesuitas por Carlos III; pero otros fueron también las rebeliones de El Venado y Hedionda, congregaciones muy cercanas, en esas mismas fechas (MARTINEZ ROMERO, 2015; AGI, México, 1684. Privilegio de pueblos El
Venado y La Hedionda, 1795-1796). En el primer caso, los indios de Analco
participaron activamente en la negativa a entregar a los religiosos expulsados y, considerados en rebeldía, el castigo ejemplar fue la abolición de su régimen republicano, la puesta en subasta de las propiedades y el reparto de los hombres en las distintas haciendas de la jurisdicción (GÁLVEZ, 1990: 46). Como sabemos, Hidalgo llegó a San Felipe a ocupar la Casa del Diezmo y la parroquia, antigua fundación franciscana. Una actividad que, precisamente, le hizo frecuentar también la parroquia de Analco, donde aún se reunían los descendientes de aquellos rebeldes.11
Por otro lado, como recordaremos, el cura tenía jerarquía de juez, razón por la que se encargó del casamiento de Félix Joaquín de Ezain , teniente del Regimiento Provincial de la Reina y comandante de la villa de San Felipe. También, entre sus labores, examinó a José Esteban Licea, José María Moctezuma, Gaspar Calvillo, José María Olvera y Anastasio Guardiola, en materias como Latinidad y Moral o lengua otomí. Es decir, tenía el cura una estrecha relación con la élite de la jurisdicción, a los que acompañaba en actos tan íntimos como lo eran la administración de los distintos
sacramentos e, incluso, en su formación intelectual (VAN YOUNG, 1998: 75, 79, 80 y 86).
Un paisano testigo de la transición
Presentadas algunas reflexiones relacionadas con el paisaje y paisanaje de la región guanajuatense en aquellos fundamentales años para el nacimiento de la nación mexicana,12 atendiendo al espíritu de este trabajo, analizaremos los aportes que con esa misma intención de observación dejó un valioso testigo del proceso. Creemos que resulta más pertinente cuando, durante nuestro discurso, hemos utilizado las valoraciones de un viajero extranjero, como Humbodlt. Una voz autorizada que, si bien no fue testigo directo del cambio, sí conoció en profundidad las condiciones previas del lugar y luego las escribió mientras recibía las noticias de los hechos que se estaban produciendo.
En este sentido, se nos antoja difícil encontrar un locutor mejor que José María
Liceaga. Vecino de la ciudad de Guanajuato al que, aunque resulta un dato más que
avala su idoneidad como sujeto de análisis, no debe confundirse con su primo hermano
del mismo nombre y apellido. Este otro, vecino de la colindante población de Silao, de familia acomodada propietaria de haciendas agropecuarias, como la de La Gavia, es uno de los más afamados insurgentes. Conocido como “El Bronco de Silao”, formó parte de la Suprema Junta Nacional Gubernativa como vocal, fue diputado en el Congreso de Chilpancingo, firmante del Acta de Declaración de Independencia de la América Septentrional y del Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana (GUZMÁN PÉREZ, 2001).
El José María Liceaga que nos ocupa nació en la ciudad de Guanajuato en 1785, siendo buen estudiante en los conventos de franciscanos y oratorianos. Por esa misma razón, al igual que dijimos que Humboldt pudo llegar a ver al pequeño Lucas Alaman, es posible que también llegara a conocer a Liceaga, joven de dieciocho años cuando el alemán visitó algunas escuelas de la ciudad. En cualquier caso, Liceaga pronto se instaló en México, pues era la Real y Pontificia Universidad de la capital la única licenciada para otorgar el título de Derecho Canónico y Civil y donde podía cursar la
Cátedra Prima que daba derecho al grado de bachiller en Cánones, previo a los estudios universitarios. Unos estudios nada fáciles, que ponen de manifiesto la capacidad de Liceaga, quien superó los cinco años de Vísperas y de Instituta.13
Los aspirantes, como él, se incorporaban al Real Colegio de Abogados de la Ciudad de México, donde realizaban prácticas y observación como asistentes en despachos. Con estas prácticas se aseguraban el mérito académico, además de la necesaria carta de recomendación para presentar su disertación de grado. Conseguido su título de abogado, Liceaga regresó en 1810 a la entonces opulenta sociedad de Guanajuato, sólo unos días antes del Grito de Dolores. No le habían llegado sus cartas de autorización para desempeñar el oficio, cuando le sorprendieron los sucesos, impidiéndole ejercer. Tampoco podía esperarse que llegaran pronto desde la Corte virreinal, donde la situación tampoco permitía la más mínima normalidad, toda vez que el nuevo virrey Venegas acababa de llegar a la capital el mismo día del levantamiento. Se dedicó entonces a narrar por escrito cuanto acontecía.
Importa que se trataba de un personaje bien preparado y de mente analítica, testigo privilegiado de acontecimientos tan relevantes como las dos violentas tomas de
la ciudad de Guanajuato, por parte de los insurgentes primero y por las fuerzas de
Calleja después. Vivió aquellos hechos formando parte del personal del Cabildo, estuvo presente en la muerte del Intendente Riaño, del nombramiento del multifacético alférez real Fernando Pérez Marañón14 y, todo ello, deambulando de casa en casa de amigos y familiares que le mantenían mientras se dilucidaba qué autoridad sería la competente para habilitar su título de abogado.
Era, pues, un criollo de familia acomodada que, una vez establecido en las capas intermedias del poder y del prestigio social, por sus propios méritos y esfuerzo, se encontró ante una realidad que le abocaba al desastre personal. La invasión napoleónica de la península y la extrema violencia desatada en su ciudad natal por un eclesiástico y sus desordenadas huestes provocaron en él un desengaño y una deconstrucción personal que, se nos antoja, podría ser fácilmente trasladable a otros muchos contemporáneos. Quizá, una traslación del contexto histórico, de la evolución de los acontecimientos, a la vida de sus protagonistas.
Unos ideales, unos principios morales adquiridos desde pequeño que, al igual que le estaba ocurriendo en el mismo momento y lugar a Lucas Alamán, se les estaban destruyendo. Sirva de ejemplo sus distintas experiencias ante el mismo hecho del día 28 de septiembre de 1810 en la toma de Guanajuato por parte de los insurgentes. Alamán, más joven, había sido tomado por la turba y arrastrado fuera de su casa paterna. Únicamente la figura de Hidalgo, a caballo llegando al lugar en la Plaza Mayor en el momento justo, le salvó y le permitió regresar a la seguridad de su casa. A la vez, un Liceaga sin oficio se mantenía en casa de un pariente al que había acudido a atender de una enfermedad, escuchando el desastre que sucedía en el exterior.
La familia de Alamán emigró a la ciudad de México, y él siguió hasta Europa para realizar estudios de ingeniería bajo la tutela de Humboldt, en París. Una preparación que dio frutos tan generosos como la publicación de su experiencia de 1810 (ALAMAN, 1849). Una historia la de Lucas Alamán que a José María Liceaga le mereció la opinión de inexacta e insuficiente, aseverando que sólo él podía dar una visión completa desde un análisis intelectual y de conjunto. Decía, “soy el único que ha
quedado en Guanajuato de los que presenciaron lo ocurrido desde el año de diez hasta el
de veintiuno; por lo que creo fundamentadamente, que soy el único que puede hablar
con algún conocimiento en la materia” (LICEAGA, 1985).
Sin duda, dos visiones distintas de una misma realidad vivida en primera persona. Dos formas de entender unos mismos sucesos, aun siendo paisanos, partícipes y contemporáneos de un mismo paisaje socioeconómico y cultural. Dos visiones distintas que también, ahora, dos historiadores de escuelas diferentes, con perspectivas distantes, se complementan en una única explicación de la historia. Una historia que, una vez más y por todo lo expuesto, necesita de revisión, de estudio profundo, analítico, desde ópticas y metodologías diversas y complementarias. Una historia que merece más aclaraciones y novedosas maneras de ofrecerlas.
Fuentes
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Ramo Historia, v. 523.
Ramo Padrones, 1792, v. 23.
Fondo Cabildo. Sección Administración Pecuniaria. s. XIX./Colecturía/Diezmos/San Felipe/07090/1800-1836/26/640/1459
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