Resumen: Durante el primer milenio cristiano el fabuloso carisma de discretio spirituum fue ejercido con amplia libertad por muchos santos que lograron trascender las constricciones de la Iglesia institucional. Desde fines de la Edad Media, por el contrario, el don de discernimiento fue sometido al pleno control de la religión oficial: la religiosidad carismática comenzó a perder a partir de entonces gran parte de la autonomía y libertad que había gozado durante siglos. Finalmente, desde fines de la Edad Moderna el carisma de la probatio spirituum desapareció sin demasiados preámbulos del discurso oficial, que solamente aludió de allí en más al arte de discernir entendido como un know how terrenal, colectivamente construido, sustentado en probabilidades y conjeturas, ajeno a toda pretensión de infalibilidad y que no obliga a los creyentes a abrazar de manera compulsiva las conclusiones a las que el orden sacerdotal arriba.
Palabras clave: Discernimiento de Espíritus,Carisma,Profecía,Visiones,Mística,San Pablo,Jean Gerson,Benedicto XIV.
Abstract: In Early Christianity the miraculous charisma of discretio spirituum was exercised with great freedom by many holy men and women who managed to avoid the constraints of the institutional Church. From the end of the Middle Ages, on the contrary, the gift of discernment came under the full control of the official religion: charismatic religiosity began to lose from then on much of the autonomy and freedom it had enjoyed for centuries. Finally, from the end of the early modern period, the charisma of probatio spirituum disappeared without too much ado from the official discourse, which from then on only alluded to the art of discernment understood as a collectively constructed human know-how, based on probabilities and conjectures, oblivious to all pretense of infallibility and incapable of forcing believers to compulsively embrace the conclusions reached by ecclesiastical authorities.
Keywords: Discernment of Spirits, Charisma, Orophecy, Visions, Mysticism, Paul the Apostle, Jean Gerson, Pope Benedict XIV.
Artículos
Permiso para creer, licencia para dudar: el discernimiento de espíritus como dispositivo teológico clave en la historia religiosa de Occidente
Recepción: 20 Agosto 2024
Aprobación: 24 Septiembre 2024
El discernimiento de espíritus ha sido durante los últimos dos milenios una pieza clave del perenne enfrentamiento entre religión institucional y religiosidad carismática en la historia del cristianismo en general y del catolicismo en particular.[1] Por ello resulta coherente que su importancia creciera en los períodos en los que dicha rivalidad alcanzó su mayor intensidad. En efecto, mientras que la corporación sacerdotal tendió durante siglos a percibirse como un colectivo capaz de entrar en contacto con la divinidad gracias a una extensa red de rituales estereotipados cuya gestión buscó monopolizar, los místicos, visionarios y profetas con frecuencia aspiraron a conseguir idénticos resultados pero de manera directa, prescindiendo de cualquier instancia de intercesión institucional. Si la Iglesia ha funcionado invariablemente como una gigantesca red de intermediación entre los órdenes natural y sobrenatural, las manifestaciones de entusiasmo religioso con frecuencia amenazaron con transformar a la institución eclesiástica en una entidad del orden de lo superfluo y de lo innecesario.
Es en el contexto de este conflicto que debe abordarse el análisis del discernimiento de espíritus, un concepto derivado de una enigmática frase en griego, diakriseis pneumaton (διακρισεις πνευματων), traducida como discretio spirituum en latín, que aparece por una única vez en la Biblia en la Primera Carta de San Pablo a los Corintios.[2] En rigor de verdad, la doctrina del discernimiento hunde sus raíces en cuatro fragmentos del Nuevo Testamento: 2 Corintios 11, 14; 1 Tesalonicenses 5, 19-21; 1 Juan 4,1 y 1 Corintios 12, 10. El primero le atribuye al demonio una ilimitada potestad mimética: «también Satanás se disfraza de Ángel de luz». El segundo defiende, a pesar de la advertencia anterior, la existencia de la profecía verdadera: «No extingáis el Espíritu». El tercero ordena poner a prueba a los profetas y visionarios: «no os fiéis de todo espíritu, sino examinad los espíritus a ver si son de Dios».[3] ¿Pero cómo testear a los espíritus si Satán posee la capacidad de disfrazarse de ángel bueno? La respuesta la ofrece el último fragmento, que enumera un listado de carismas o virtudes extraordinarias concedidas por el Espíritu Santo, dones que la escolástica posterior caracterizaría como gratiae gratis datae.[4] Este cuarto fragmento resulta clave pues dejaba en claro que la posibilidad de diferenciar las revelaciones verdaderas de las falsas no dependía simplemente de la inteligencia humana sino que requería una asistencia sobrenatural. Aunque el planteo era claro y simple, la aplicación práctica de estos principios por lo común resultaba problemática, pues en el Nuevo Testamento los criterios de discernimiento son excesivamente imprecisos.
Una segunda complicación surgía del hecho de que ninguno de los fragmentos mencionados aclaraba el sentido de la expresión «espíritus». A raíz de esta confusión la expresión «discernimiento de espíritus» se interpretó de maneras muy distintas.[5] Un primer paradigma asimiló la discretio spirituum a la milagrosa capacidad de conocer los pensamientos ocultos y los pecados secretos de los hombres. Para mediados de la Edad Moderna esta manera de concebir el discernimiento estaba ampliamente extendida, tal como se observa en el De discretione spirituum del cardenal Giovanni Bona (1672).[6] Un segundo paradigma, que cobró particular preponderancia en la Edad Moderna, asimiló el discernimiento a la habilidad de identificar el origen de las mociones o impulsos interiores: en este caso se trataba de precisar si los pensamientos que súbitamente irrumpían en la consciencia de los individuos provenían del espíritu divino, del diablo o de la propia naturaleza humana.[7] Un tercer paradigma asimiló el discernimiento a la capacidad de ver a los ángeles, a los demonios y a otras entidades habitualmente invisibles.[8] Para mediados del siglo XVIII la gran síntesis de Scaramelli ya no consideraba a esta maravillosa facultad parte intrínseca del discernimiento de espíritus.[9] Finalmente, en su versión más modesta y en particular en el ámbito monástico, el misterioso carisma paulino fue caracterizado como un sucedáneo de la virtud cardinal de la prudencia.[10] Sin embargo, ninguna de estas interpretaciones tuvo la trascendencia de un quinto paradigma: el que identificó el discernimiento con la capacidad de diferenciar las verdaderas de las falsas profecías, apariciones y visiones. Fue este modelo el que con mayor consistencia hilvanó los cuatro fragmentos del Nuevo Testamento antes mencionados. En función de esta última interpretación el ars discernendi se convirtió en una herramienta clave de la rivalidad entre religión institucional y carismática.[11]
Así definido, resulta posible identificar dos etapas principales en la historia del discernimiento de espíritus: el período que se extiende entre el De Principiis de Orígenes (circa 230) y el Klimax tou Paradeisou de San Juan Clímaco (circa 600), y el que se extiende entre el De arte cognoscendi falsis prophetis de Pierre d’Ailly (circa 1380) y el De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione de Próspero Lambertini (circa 1740).[12] En ambos períodos, la importancia de la reflexión sobre el discernimiento espiritual se explica por la creciente acumulación de desafíos lanzados por grupos disidentes, carismáticos o para-institucionales contra el monopolio de la intermediación entre los órdenes natural y sobrenatural que el orden sacerdotal reclamaba para sí, concebido como el fundamento sobre el cual la Iglesia oficial construyó gran parte de su legitimidad social y de su autoridad simbólica.
Un primer hito en la evolución del discernimiento durante el primer milenio fue la redacción de dos textos muy influyentes en la Iglesia primitiva, la Didaché y el Pastor de Hermas, finalizados entre fines del siglo I y comienzos del II. Tanto uno como otro nos permiten apreciar la estrecha relación que existió entre el retroceso de la profecía –una autoridad religiosa carismática– y el ascenso del episcopado –una autoridad religiosa institucional.[13] La contradicción entre institución y carisma se profundizó de manera traumática a mediados del siglo II a raíz de la irrupción del montanismo, quizás la motivación más fuerte que tuvo la Iglesia primitiva para limitar los alcances del profetismo clásico.[14] Por su énfasis en la inspiración directa por parte del Espíritu Santo el montanismo fue un fenómeno mucho más en consonancia con los extraordinarios carismas paulinos que con la lógica de la Iglesia institucional.[15] De hecho, los profetas montanistas se arrogaban una autoridad superior a la de cualquier prelado individualmente considerado.[16] El desafío lanzado por Montano conmocionó de tal manera a la jerarquía eclesiástica que alteró para siempre su relación con las formas de religiosidad carismática.[17]
Tras la neutralización de la amenaza montanista la primitiva teología cristiana reanudó la reflexión teórica sobre el discernimiento espiritual. Orígenes de Alejandría (185-254) fue el primer pensador cristiano que de manera explícita relacionó 1 Corintios 12, 10 con 1 Juan 4, 1, sentando las bases de la asimilación de la discretio spirituum a la capacidad de diferenciar las revelaciones falsas de las verdaderas.[18] Más allá de su conocida falta de interés por la cuestión, San Agustín de Hipona realizó un trascendente aporte con su famosa clasificación tripartita de las visiones: corporales, espirituales e intelectuales.[19] Las visiones intelectuales, relacionadas con los conceptos abstractos cuya comprensión no requiere imagen sensorial alguna, resultan particularmente importantes porque San Agustín las consideró infalibles y seguras, fuera del alcance del demonio: sólo la divinidad podía infundir en el hombre un saber inmediato carente de toda referencia sensorial.[20] No por casualidad, durante el auge de la mística femenina tardo-medieval y temprano-moderna muchos aspirantes a santos –y sus directores espirituales– trataron de explotar esta cláusula de seguridad agustiniana para reafirmar el carácter no diabólico de sus revelaciones privadas.[21]
Luego de la extirpación de la secta montanista el siguiente fenómeno que impactó de manera directa sobre la evolución del discernimiento de espíritus fueron los Padres del Desierto. Estos monjes solitarios convirtieron a la diakriseis pneumaton en tekne, en una herramienta que dejó atrás el árido discurso teológico para convertirse en una práctica social efectiva.[22] Aislados en un escenario hostil, los primitivos ermitaños necesitaron armas que les permitieran diferenciar con certeza las visiones falsas de las verdaderas, carisma que, según los textos hagiográficos que reconstruyen sus hazañas, el Dios cristiano les concedió con generosidad.[23] El más célebre de los Padres del Desierto fue Antonio el Grande (251-356), que alcanzó una fama extraordinaria gracias a la Vita Antonii redactada por Atanasio de Alejandría.[24] Esta hagiografía resulta clave para la evolución del carisma paulino pues dedica un tercio de sus capítulos a identificar las reglas que permiten desenmascarar los engaños del demonio.[25] La tensión entre institución y carisma se percibe con claridad en la Vita Antonii pues los esfuerzos de Atanasio para conciliar ambas formas de autoridad no siempre resultan consistentes.[26] Un segundo aporte de los Padres del Desierto, en especial de las generaciones de monjes posteriores a Antonio el Grande, fue el proceso de internalización del discernimiento que se percibe ya con claridad en la Historia monachorum in Aegypto, la Historia Lausiaca de Paladio y los Apophthegmata Patrum, redactados en el transcurso del siglo V. La misma evolución se percibe la obra de Juan Casiano (360-435), quien introdujo en el Occidente latino la espiritualidad de los Padres del Desierto orientales.[27] Para Casiano, los espíritus que debían discernirse no eran malignas criaturas exteriores y objetivadas sino los pecados, las tentaciones y los deseos impuros que representaban.[28]
La decadencia del profetismo clásico durante la segunda mitad del primer milenio cristiano explica por qué la doctrina del discernimiento de espíritus se estancó y dejó durante muchos siglos de producir innovaciones importantes.[29] En el extenso periodo que se extiende entre San Juan Casiano y Santo Tomás de Aquino son pocas las reflexiones destacadas sobre la materia, con la excepción de las muy tempranas de Diádoco de Fótice (circa 400-486) y Juan Clímaco (circa 579-649), y las muy tardías de San Bernardo de Claraval (1090-1153).[30] De hecho, los sermones que este último dedicó a la discretio spirituum a mediados del siglo XII todavía se ubican en la tradición previa de los Padres de la Iglesia: no son tanto precursores de los tiempos por venir cuanto síntesis perfecta de una manera de concebir el carisma paulino que las profundas transformaciones religiosas de los siglos XII y XIII pronto tornarían obsoleta.[31]
El renovado interés por el discernimiento de espíritus de mediados del siglo XII en adelante se explica por el auge de una potente expresión de religiosidad carismática, que ha sido descripta como una verdadera invasión o inundación mística.[32] Aún cuando no se trataba de un habitus exclusivamente femenino, la gran cantidad de mujeres que comenzaron a encarnar esta nueva forma de entusiasmo religioso llevó a los propios contemporáneos a analizar el fenómeno desde una estrecha perspectiva de género.[33] Esta nueva espiritualidad no se basó meramente en la contemplación monástica sino en el deseo de alcanzar una plena identificación con la humanidad sufriente del Verbo encarnado. La meta última era la divinización del creyente aquí y ahora, hic et nunc.[34] La nueva forma de santidad parecía resistir cualquier intento de asimilación a un ordo bien definido. En la Iglesia primitiva las principales exponentes de la santidad femenina fueron las mártires. En el Alto Medioevo lo fueron las abadesas y las reinas piadosas.[35] En la tardía Edad Media, por el contrario, dicho rol le correspondió a mujeres penitentes que basaron su prestigio en asombrosos dones sobrenaturales: trances, arrobamientos, sueños, estigmas, levitaciones, inedias, bilocación, profecías.[36] Esta nueva oleada de misticismo femenino se inició en la Europa septentrional pero pronto se extendió hasta abarcar todo el continente. La Iglesia oficial comenzó observando el fenómeno con una mezcla de fascinación y temor reverencial, de la que no estuvo ausente la perspectiva utilitarista de poner el nuevo misticismo al servicio de la lucha contra la herejía.[37] Sin embargo, pronto comenzó a prevalecer una actitud de profunda desconfianza. Después de todo, lo que caracterizaba a aquellas místicas era un contacto directo con lo sobrenatural, una experiencia indescriptible e intransferible que proponía un tipo de conocimiento directo del ser divino que ni la más sofisticada teología académica podía jamás soñar con igualar.[38]
Esta explosión de entusiasmo religioso provocó un renovado interés por el olvidado discernimiento de espíritus. No sólo porque de pronto se tornó urgente supervisar nuevas formas de religiosidad carismática sino también porque las principales exponentes de la nueva santidad femenina pretendieron utilizar en beneficio propio dicha herramienta, con el objeto de legitimar su radical religiosidad para-institucional. Como San Antonio ocho siglos antes, Hildegard von Bingen, Elizabeth von Schönau o Marie d’Oignies se mantuvieron plenamente integradas a la institución eclesial mientras simultáneamente abrazaban prácticas de autodiscernimiento que colocaban sus experiencias carismáticas fuera de toda regulación exógena.[39] Por ello no puede sorprender que de mediados del siglo XIV en adelante una de las piezas principales de la re-invención del discernimiento de espíritus fuera precisamente el rechazo de la auto-legitimación heredada de los Padres del Desierto, máximos referentes de una era feliz en la que la desconfianza y la sospecha no se habían convertido aún en la actitud que por defecto cabía adoptar ante cualquier experiencia religiosa fuera de lo común. Durante el siglo XIV se agravó el conflicto entre la Iglesia oficial y los autoproclamados profetas. Desde esta perspectiva, las estrategias de legitimación puestas en práctica por Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena pueden describirse como el último gran esfuerzo por defender la autonomía de la religión carismática. Cabe recordar que durante el Gran Cisma de Occidente la invasión mística no sólo creció en tamaño sino que además adquirió una inédita envergadura política.[40]
Para fines del siglo XIV los esfuerzos en pos de la total clericalización del discernimiento de espíritus resultaban cada vez más sofisticados. Teólogos como Pierre d’Ailly, Heinrich von Langenstein y Jean Gerson se hallaban en la primera línea de un grupo de intelectuales interesados en desarrollar, si no un arte infalible, al menos una doctrina conjetural de discernimiento sólidamente anclada en el prestigio académico. Conscientes de la crisis de autoridad provocada por el Cisma, estos intelectuales trataron de transformar a las universidades en la última ratio de la ortodoxia doctrinal.[41]
Pierre d’Ailly abordó por primera vez la cuestión en De arte cognoscendi falsis prophetis (circa 1377). Hacia 1385 culminó un segundo tratado, De falsis prophetis. [42] En ambos textos resulta claro el esfuerzo en pos de la plena clericalización del discernimiento. Desde la perspectiva de d’Ailly, los teólogos eran los jueces absolutos en materia de entusiasmo religioso. De hecho, De falsis prophetis equiparaba a los doctores en teología con los auténticos profetas.[43] Heinrich von Langenstein sobrepasó a Pierre d’Ailly en un aspecto: fue el primer teólogo tardo-medieval en redactar un tratado titulado De discretione spirituum (1282).[44] Pero al igual que su colega francés también fue un implacable impulsor de la total clericalización de las formas de religiosidad carismática, pues subrayaba que cuando existieran dudas sobre si determinadas visiones o milagros provenían de un espíritu bueno se debía tomar en consideración el lugar que el visionario ocupaba en la jerarquía eclesiástica.[45]
Sin embargo, los esfuerzos de d’Ailly y von Langenstein no pueden compararse con la tarea llevada a cabo por Jean Gerson a comienzos del siglo XV, que culminó en la redacción de la influyente trilogía conformada por De Distinctione Verarum Visionum a Falsis (1401), De Probatione Spirituum (1415) y De Examinatione Doctrinarum (1423).[46] Este tríptico sentó las bases de una nueva manera de interpretar la diakriseis paulina, pues Gerson optó por emplear un estilo coloquial, ajeno a los procedimientos escolásticos y plagado de ejemplos, referencias y estudios de caso coetáneos. Por ello sus tratados pueden describirse como verdaderos ejemplos de discernimiento aplicado. El hilo conductor que liga los tres textos es el rechazo de la autolegitimación: «el examinador de las monedas espirituales debe ser un teólogo experto tanto en el arte cuanto en la práctica».[47] De Probatione, quizás el más célebre e influyente de los tres tratados, incluye una novedosa clasificación de los tipos de discernimiento: académico, empírico y oficial. El primero se lograba a partir del estudio de las Sagradas Escritura y de los grandes teólogos.[48] El segundo designaba un tipo de discernimiento basado en una inspiración inefable, asimilada a determinados sabores o aromas internos que dispersaban la duda gracias a una misteriosa iluminación sobrenatural.[49] El tercero remitía al antiguo carisma sobrenatural mencionado por San Pablo en la Primera Carta a los Cristianos de Corinto. ¿En qué se diferenciaba el discernimiento empírico del oficial? Según Gerson, el tercer método se denominaba oficial «por cuanto se confiere por medio de un don especial [a quienes ocupan] cargos jerárquicos [eclesiásticos]».[50] Las diferencias entre el segundo y el tercer tipo de discernimiento, ambos milagrosos, son obvias: el discernimiento oficial, entendido como un don infuso, sólo era concedido por la divinidad a funcionarios eclesiásticos. Pero las originalidades del De Probatione no concluían aquí, pues Gerson sostenía que existía una cuarta clase de discernimiento, que podríamos llamar «discernimiento experiencial»: «nadie puede discernir espíritus meramente a partir del arte y la doctrina que deriva del conocimiento de la Sagrada Escritura, a menos de que tal persona haya experimentado en sí misma los muchos combates de las emociones del alma (…). ¿Qué saben [acerca de estas sensaciones] los inexpertos?».[51] En otras palabras, el candidato perfecto para testear a los espíritus propios y ajenos era el teólogo de sólida formación académica que simultáneamente tuviera una larga experiencia en los campos de la meditación, la contemplación y los trances místicos. Si dejamos de lado los dos tipos de discretio spirituum que dependían de dones infundidos por la divinidad (la segunda y la tercera categorías), la forma más perfecta del discernimiento espiritual, entendido como un arte o técnica construida por el hombre, era la fusión de la primera y de la cuarta categorías: el discernimiento académico y el experiencial. De Probatione no incluía, pues, uno sino dos intentos de resolución de la eterna tensión entre institución y carisma: por un lado, la atribución exclusiva del sobrenatural carisma paulino a las autoridades eclesiásticas; por el otro, la fusión de lo institucional y de lo carismático en la misma persona.[52] En el tercer tratado, De Examinatione Doctrinarum, continúan profundizándose las estrategias de la clericalización del discernimiento. En este texto Gerson proponía un listado de legítimos examinadores de espíritus ordenado según su importancia jerárquica: el concilio universal, el papa, los prelados, los doctores, cualquier hombre instruido en las Sagradas Escrituras y el discretor spirituum paulino.[53] Sin ambages, Gerson ubicaba al poseedor del milagroso carisma sobrenatural en el último lugar del listado, sometido a la autoridad de los restantes discretores doctrinarum.
Tal como resulta sencillo percibir, el paradigma gersoniano era un esquema más abiertamente disciplinario y represivo que cualquiera de los ensayos previos de domesticación del entusiasmo religioso. Por ello no fue casual que en los siglos siguientes De Probatione spirituum fuera con frecuencia impreso en las mismas compilaciones que incluían al Malleus maleficarum.[54] El nuevo discernimiento de espíritus era un dispositivo diseñado para producir, en última instancia, juicios desbalanceados y genéricamente negativos, pues repleto como estaba de objeciones, cuidadosas consideraciones e interminables dudas, tendía por inercia a producir muchas más condenas que aprobaciones.[55] Nada volvería a ser igual para los místicos, los profetas y los visionarios. Como bien lo entendieron místicas exitosas como Teresa de Ávila o Maria Maddalena de’ Pazzi, el profetismo político de alto perfil representando por las influyentes Catalina de Siena y Brígida de Suecia ya no resultaba viable. [56] Los aspirantes a santos debían optar por otras estrategias si deseaban obtener el reconocimiento oficial de la Iglesia.[57] La implementación del nuevo discernimiento favoreció del siglo XV en adelante un tipo de visionario diferente. Para alcanzar un status de verdad, la santidad debía dejar de ser un fenómeno espectacular para transformarse en una forma de vida invisibilizada, privadísima y secreta, alejada de la mirada del vulgo y desterrada de la arena pública. El contundente fracaso en el período temprano-moderna de figuras como Paola Antonia Negri, María de la Visitación, Lucrecia de León, Isabella Berinzaga, María de Jesús de Agreda o Jeanne des Anges, entre otras, demuestra que la arena pública, la alta política, las intrigas palaciegas y la exposición permanente no resultaban ya ingredientes apropiados para la construcción de una exitosa identidad carismática.[58]
Para el momento en que comienza Edad Moderna la síntesis gersoniana se hallaba sólidamente instalada como paradigma hegemónico.[59] La prueba más contundente es el hecho de que los principales aportes a la tradición del discernimiento durante el resto del siglo XV fueron todos inequívocamente gersonianos: Dionisio el Cartujo, Juan de Torquemada, San Bernardino de Siena, Girolamo Savonarola o Giovanni Francesco Pico della Mirandola.[60] Incluso Erasmo de Rotterdam resultaba profundamente afín al pensamiento de Gerson en materia de discretio spirituum.[61] Y también lo era uno de los máximos referentes de la Contrarreforma temprana, Ignacio de Loyola, con quien el modelo de discernimiento diseñado durante el Gran Cisma alcanzó su apogeo y máximo esplendor. De hecho, los Ejercicios espirituales redactados entre 1524 y 1526 se convertirían en uno de los textos sobre discernimiento más célebres de todos los tiempos.[62] Es bien sabido que los Ejercicios espirituales claramente priorizan una de las definiciones posibles del fenómeno: la habilidad para identificar el origen –divino, angélico, diabólico, humano– de las mociones interiores que asaltan a los individuos.[63] La inconmensurable astucia de Lucifer, de hecho, explica en gran medida la estructura de los Ejercicios: mientras que durante la primera semana se hace hincapié en la clásica inducción diabólica a apartarse del recto camino, en las reglas de la segunda semana irrumpe un demonio que la mayoría de las veces engaña con sugerencias en apariencia santas y devotas.[64]
Ignacio puede caracterizarse como un acabado discretor spirituum gersoniano, un férreo impulsor de la plena clericalización del antiguo carisma paulino.[65] Una lectura superficial de sus obras más autorreferenciales puede inducirnos a pensar lo contrario, pues en más de una oportunidad nos topamos con pasajes en los que Ignacio se comporta como los Padres del Desierto o como las grandes místicas bajomedievales, campeones del autodiscernimiento por fuera de la supervisión de la jerarquía eclesiástica. El propio Loyola narra, por caso, que fue la divinidad misma la que le enseñó a discernir los espíritus con eficacia.[66] Sin embargo, estas impactantes anécdotas no deben hacernos perder de vista que la habilidad de Ignacio para desenmascarar al demonio no fue solamente producto de la milagrosa inspiración del Espíritu Santo sino también de la experiencia.[67] San Ignacio encarnaba así a los dos perfectos discretores spirituum identificados por Jean Gerson: por un lado, al eclesiástico que en función de la posición que ocupaba en la jerarquía de la Iglesia recibía el sobrenatural carisma paulino y, por el otro, al teólogo de sólida formación académica que simultáneamente experimentaba raptos místicos, visiones y revelaciones. La forma en que los Ejercicios espirituales debían utilizarse en el seno de la Compañía de Jesús también ubicaba a su autor en la tradición gersoniana orientada a la total clericalización del discernimiento, pues según Ignacio no correspondía a los religiosos inexpertos conocer el texto en su integridad ni aplicar las reglas por sí mismos. No en vano quince de las veinte anotaciones con las que comienza el libro remiten pura y exclusivamente al rol del director de conciencia, cuyo rol recibió una suerte de institucionalización definitiva gracias a la redacción de los Ejercicios.[68] Una vez concluidas las cuatro semanas se esperaba que los ejercitantes hubieran internalizado uno de los principios estructurantes de la obra: la importancia y la necesidad de contar con un guía permanente que asistiera a los creyentes en su recorrido espiritual cotidiano. Si las reglas se aplicaban de la manera apropiada, bajo la total, absoluta y despótica supervisión de los superiores eclesiásticos, la posibilidad de alcanzar una certeza probable y moralmente válida en materia de discernimiento de espíritus se hallaba garantizada. En síntesis, el texto fundamental de la espiritualidad ignaciana puede describirse como una máquina de fabricar carismáticos por vía institucional, santos capaces de comunicarse con Dios sin intermediarios pero sólo tras un severo entrenamiento regulado hasta en sus más mínimos detalles por los confesores y directores de consciencia. Tal como quería Gerson a comienzos del siglo XV, la propuesta de Ignacio abría la posibilidad de que institución y carisma coincidieran en la misma persona. Quizás ello explique los motivos por los que los Ejercicios espirituales recibieron la pública aprobación de un largo listado de pontífices, desde Paulo III (1534-1549) hasta Francisco, el primer Papa jesuita de la historia.[69]
Tras la edad dorada del discernimiento moderno entre el Gran Cisma de Occidente y la Contrarreforma católica, comenzó a fines del siglo XVI un período crítico caracterizado por el debilitamiento de los consensos alcanzados en la fase anterior. La sólida confianza respecto de la capacidad humana sobrenaturalmente aumentada de derrotar las argucias de Satán, que transmitían figuras claves de la primera Contrarreforma como Ignacio de Loyola o Teresa de Jesús, dio paso a una actitud por completo diferente, más radicalizada tanto en sus extremos eufóricos como pesimistas.[70] Varios fenómenos históricos permiten explicar esta crisis de confianza en el seno del paradigma de la discretio spirituum. En primer lugar, a partir del cierre del Concilio de Trento la invasión místico-profética se transformó en un fenómeno de masas, pues el número de beatas, místicos y aspirantes a santos comenzó a incrementarse hasta niveles nunca vistos en el pasado.[71] A ello hay que sumarle la profunda crisis epistemológica provocada por la Reforma, que invalidó para siempre el criterio doctrinal como mecanismo de discernimiento de espíritus.[72] También cabe aludir a la necesidad de reformular los protocolos de canonización, en los que el arte de discernir jugaba un rol primordial.[73] Tampoco puede faltar en esta enumeración un fenómeno como el inaudito auge de la posesión diabólica y la cuestión conexa de la multiplicación de manifestaciones espirituales ambiguas, de difícil identificación o clasificación, como los aparecidos, los fantasmas y los revenants.[74] Por último, jugó un rol destacado en la crisis del arte de discernir el crecimiento de la demonología radical, pues los demonios que seducían a las brujas utilizaban disfraces, simulacra y corpora virtuales que debían diferenciarse de las genuinas manifestaciones sobrenaturales.[75] Esta superposición de desafíos en la transición entre el Renacimiento y el Barroco provocó que la formulación de juicios a partir de percepciones sensoriales, en particular en un área tan sensible como la de las intervenciones de ángeles y demonios, se convirtiera en una tarea sustancialmente más ardua y compleja que en el pasado.[76] Por este motivo muchos teólogos comenzaran a adoptar una actitud de profunda desconfianza hacia las manifestaciones religiosas para-institucionales.
Fue el surgimiento de este ethos anti-visionario (ya que aún no explícitamente anti-místico), el que provocó el quiebre del consenso en relación al discernimiento de espíritus. En un lado se ubicaron los continuadores del esquema gersoniano, que continuaron defendiendo la posibilidad de alcanzar un conocimiento probabilístico y conclusiones moralmente válidas en materia de visiones, revelaciones y profecías. Un ejemplo extremo y particularmente optimista de esta primera postura es Jerónimo Planes y su Tratado del examen de las revelaciones verdaderas y falsas (1634).[77] En un segundo grupo se ubican quienes, abrumados por las dificultades hermenéuticas del discernimiento espiritual, optaron por descalificar in toto las vías extraordinarias de comunicación con el orden sobrenatural basadas en percepciones sensibles o en discursos inteligibles: desde esta perspectiva, los únicos medios seguros de alcanzar la salvación individual era el camino ordinario de los sacramentos, las penitencias y las obras de caridad, o bien la vía unitiva o contemplación infusa, sucedánea de las antiguas visiones intelectuales agustinianas cuya indiscutible certeza neutralizaba el peligro de la interferencia diabólica. Un ejemplo extremo, particularmente pesimista de esta segunda postura, es San Juan de la Cruz, como puede verse especialmente en la Subida del Monte Carmelo redactado entre 1578 y 1583.[78]
Sin embargo, no fueron posturas como la neo-gersoniana de Jerónimo Planes o la negacionista de San Juan de la Cruz las que serían finalmente avaladas oficialmente por la Iglesia católica. De mediados del siglo XVIII en adelante la postura oficial del catolicismo en materia de profecías, visiones y discernimiento seguirá los lineamientos de Próspero Lambertini, que como Benedicto XIV reinó como papa entre 1740 y 1758. Este prestigioso jurista impulsó una revolución en materia de discretio spirituum que puede compararse con la realizada por Gerson a comienzos del siglo XV.[79] Para comprender el paradigma lambertiano es necesario tomar en cuenta el contexto histórico en el que se produjo. Para el momento en que Lambertini se convirtió en Papa la deslegitimación de las formas más extremistas de religiosidad carismática estaba muy avanzada en gran parte del mundo católico.[80] Fue en las décadas finales del siglo XVII que la Iglesia logró algunos éxitos resonantes en esta interminable guerra: la inclusión en el Index de varios de los tratados del cardenal Pier Matteo Petrucci (1679-1683), la condena formal de Miguel de Molinos (1687) y las caídas en desgracia de Madame Guyon y de Fénelon (1698-1699).[81] El paradigma de discernimiento espiritual diseñado por Lambertini no fue sino la coronación de esta contundente victoria de la religión oficial. Con la revaloración de la vida activa y de las vías ordinarias de salvación (sacramentos, obras de caridad, misiones), la jerarquía eclesiástica lograba una ansiada y postergada revancha sobre los caminos extraordinarias de perfeccionamiento individual, que con su ambiciosa pretensión de entablar un diálogo directo con la divinidad relativizaban la intermediación de la Iglesia institucional.
La importancia de Lambertini en la historia del discernimiento se relaciona con el tratado que revolucionó el procedimiento de canonización de los santos católicos: el De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, cuya primera edición fue dada a la estampa entre 1734 y 1738. Una segunda edición corregida y aumentada fue publicada en 1743.[82] La posición de Lambertini sobre la religiosidad carismática era de moderada desconfianza. Un claro ejemplo fue su actitud ante el caso de Sor María de Ágreda († 1665), monja concepcionista del siglo XVII de gran influencia personal sobre el rey español Felipe IV.[83] En una carta del 14 de febrero de 1748 dirigida a su amigo el cardenal Pierre-Paul Guérin de Tencin, Lambertini explica los motivos por los que se negaba a canonizarla: «si yo aprobara [el expediente de Ágreda], cuanto menos me ganaría la mácula de crédulo y visionario, por no decir de supersticioso».[84] Benedicto XIV no confiaba en los signos exteriores y espectaculares de santidad: siguiendo los criterios formulados un siglo antes por Urbano VIII (1623-1644), sostuvo entonces que no eran ni los milagros ni los prodigios extraordinarios los que debían determinar el resultado final de un proceso de canonización sino el ejercicio heroico de las virtudes cristianas.[85]
En lo que respecta a las revelaciones privadas Lambertini optó por favorecer una vía intermedia: el discernimiento espiritual no tenía la infalible capacidad cognitiva que le asignaban los más optimistas seguidores de Gerson pero tampoco podía considerarse una actividad peligrosa e innecesaria como pensaba San Juan de la Cruz. Resulta sencillo percibir las diferencias entre los paradigmas gersoniano y lambertiano. En primer lugar, no hallamos en la propuesta de Lambertini el entusiasmo conciliarista de Gerson. En segundo lugar, Benedicto XIV no asigna ningún papel preponderante al discretor spirituum paulino, concebido como poseedor de un carisma milagroso infundido por el Espíritu Santo: el único examinador viable era la comisión cardenalicia designada por el Papa reinante.[86] Para Lambertini el discernimiento era una ciencia humana institucionalizada y encarnada en la máxima autoridad de la Iglesia católica.
Pero la mayor innovación aportada por Lambertini son los aspectos del problema que Gerson no resolvió, como la cuestión del asentimiento que los fieles cristianos debían dar a las decisiones tomadas por la Santa Sede en materia de revelaciones privadas. Según Benedicto XIV «a estas revelaciones así aprobadas no se debe ni se puede acordar un asentimiento de fe católica, sino un asentimiento de fe humana según las reglas de la prudencia».[87] Resultaba posible para los fieles no dar asentimiento a las revelaciones aprobadas por la Iglesia siempre y cuando se explicitaran los motivos, se lo hiciera con la debida modestia y sin despreciar las creencias de los demás fieles.[88] La perspectiva del paradigma lambertiano era esencialmente negativa: el modelo no pretendía tanto acercarse a la verdad cuanto alejarse todo lo posible del error.[89] Lo que el esquema expresaba, en última instancia, era una duda radical atemperada por las obligaciones sociales de la Iglesia.[90] Con esta postura Benedicto XIV admitía sin ambages que en materia de apariciones y profecías la Iglesia Católica no poseía el sello de la infalibilidad.[91] Es por ello que en términos técnicos, las beatificaciones y canonizaciones no suponían tanto una promotio ad gloriam cuanto una promotio ad cultum del candidato.[92] El obispo de Roma no sostenía de manera indubitable que determinado individuo era un santo del Cielo. Simplemente autorizaba que se lo venerase como tal en la tierra. Es por ello que Hans Christian Hvidt califica a estas sentencias papales como simples «permisos para creer».[93]
Diversos ejemplos de los siglos XIX y XX confirman la solidez del consenso que se construyó en torno del paradigma lambertiano. El 6 de febrero de 1875 la Congregación de Ritos, respondiendo a una consulta del arzobispo de Santiago de Chile, reafirmó que las apariciones no son aprobadas ni reprobadas por la Sante Sede sino solamente permitidas, para que se pueda creer en ellas piadosamente a partir de una fe meramente humana.[94] En 1882, el erudito cardenal Jean-Baptiste Pitra admitió que los fieles tenían libertad de creer o no en las revelaciones privadas, pues aún cuando la Iglesia las aprobara no se las avalaba como si estuvieran más allá de toda duda sino como hechos meramente probables.[95] En 1901, el jesuita Augustin Poulain repetía la misma tesis y la fundamentaba con el argumento de que incluso las revelaciones de los santos canonizados contienen errores ocasionalmente.[96] Pio X, en la encíclica Pascendi del 8 de septiembre de 1907, defendió las mismas ideas: «[la Iglesia] no afirma la verdad de los hechos sino simplemente no impide creer algo si para ello no faltan argumentos de carácter humano».[97] Similar moderación se observa en el mensaje radiofónico que Juan XXIII pronunció el 18 de febrero de 1959 en ocasión del centenario de la aparición de Nuestra Señora de Lourdes.[98] El 21 de noviembre de 1987, Pio Bello Ricardo, obispo de Los Teques, en Venezuela, aprobó de manera oficial las apariciones de la Virgen Maria en la Finca Betania, con las siguientes palabras: la Iglesia católica «no obliga a los fieles a admitir esta declaración como “de fe católica” o “eclesiástica”, sino que los orienta para que prudentemente puedan admitirla por fe humana».[99] En 1999, el cardenal Joseph Ratzinger, por entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, repitió los mismos fundamentos en un reportaje a la revista Communio a propósito de la polémica mística y visionaria Vassula Ryden.[100]
No faltaron en el transcurso del siglo XX teólogos que manifestaron sus dudas sobre la excesiva laxitud del paradigma lambertiano.[101] El suizo Laurent Volken sostuvo que incluso la fe de carácter humano posee más fuerza y autoridad que una simple opinión.[102] Karl Rahner también encontraba deficiencias en las enseñanzas de Benedicto XIV: por un lado consideraba a su propuesta excesivamente negativa, por su tendencia a definir a las revelaciones privadas en función de sus carencias; por el otro, le criticaba la falta de diferenciación entre las revelaciones que habían tenido lugar antes y después del nacimiento de Jesucristo: resultaba ilógico, injustificable y peligroso exigir a las revelaciones privadas un grado de certeza que si se aplicara a las revelaciones públicas custodiadas por la Iglesia, dejaría al cristianismo sin fundamento creencial alguno.[103] De todos modos, más allá de estos cuestionamientos puntuales, el consenso mayoritario entre los teólogos católicos continúa avalando la doctrina lambertiana.[104]
La postura de Benedicto XIV estiraba hasta sus mismísimos límites lógicos el modelo de Jean Gerson, que había defendido el carácter conjetural y probabilista del saber humano en materia de revelaciones privadas sin arribar a las consecuencia lógicas que de esta postura se desprendían: que la Iglesia militante podía equivocarse y que por lo tanto los fieles no estaban obligados a creer en lo que la institución eclesiástica decidía al respecto. Fue un Papa de la Iglesia Católica quien se atrevió a dar ese paso. En tiempos de Gerson, la jerarquía clerical y los fieles conservaban, al menos, un consuelo: se admitía la eventual existencia de individuos dotados con un carisma de discernimiento sobrenatural milagrosamente infundido por el Espíritu Santo. A mediados del siglo XVIII, por el contrario, las máximas autoridades de la Iglesia ya no aludían con similar insistencia al portentoso carisma. Invisibilizado la mayoría de las veces por la institución, el don paulino abandonaba el escenario en beneficio del humano y falible arte de discernir. Durante el primer milenio cristiano, el fabuloso carisma de discretio spirituum fue ejercido con amplia libertad por muchos santos que lograron trascender las constricciones de la Iglesia institucional. Desde fines de la Edad Media, por el contrario, el don de discernimiento fue sometido al pleno control de la religión oficial: la religiosidad carismática comenzó a perder a partir de entonces gran parte de la autonomía y libertad que había gozado durante siglos. Prácticas clásicas, como el autodiscernimiento, perdieron toda legitimidad. Finalmente, desde fines de la Edad Moderna el carisma de la probatio spirituum desapareció sin demasiados preámbulos del discurso oficial, que solamente aludió de allí en más al arte de discernir entendido como un know how terrenal, colectivamente construido, sustentado en probabilidades y conjeturas, ajeno a toda pretensión de infalibilidad y que no obliga a los creyentes a abrazar de manera compulsiva las conclusiones a las que el orden sacerdotal arriba.