Resumen: Este artículo profundiza en la recepción y maduración del carácter orgánico de la eclesiología del Pueblo de Dios. Destaca la igualdad de todos los christifideles enraizada en la dignidad bautismal, al tiempo que reconoce las diferencias funcionales en un marco de corresponsabilidad diferenciada. El sacramento fundacional del bautismo se destaca como elemento clave que fomenta las relaciones de mutua completitud (AA 6) entre todos los fieles. La dignidad bautismal se concibe como el carácter común y la condición compartida para reconfigurar la identidad de todos los christifideles y sus dinámicas relacionales, incorporando la igualdad de derechos y deberes para todos. Del Vaticano II surgió una figura y forma distintiva de la Iglesia, que expresa el vínculo orgánico y permanente de todos los fieles por necesidad recíproca, superando así una comprensión piramidal y clerical de la Iglesia. El artículo pretende contribuir a la comprensión y a las implicaciones de la categoría de christifideles en el estado actual de la recepción de la eclesiología del Concilio Vaticano II y, a la luz de la sinodalidad, haciendo hincapié en sus repercusiones para la renovación y reconfiguración de las identidades y las relaciones de todos los sujetos eclesiales en una Iglesia Pueblo de Dios.
Palabras clave: Eclesiología del Pueblo de Dios,Concilio Vaticano II,Sinodalidad,Christifideles,Fieles,Lumen gentium.
Abstract: This article delves into the reception and maturation of the organic character of the ecclesiology of the People of God. It emphasizes the equality of all christifideles rooted in baptismal dignity, while acknowledging functional differences within a framework of differentiated co-responsibility. The foundational sacrament of baptism is highlighted as a key element fostering relationships of mutual completeness .AA 6) among all the faithful. Baptismal dignity is conceived as the common character and shared condition for reconfiguring the identity of all christifideles and their relational dynamics, incorporating equal rights and duties for all. There emerged from Vatican II a distinctive figure and form of the Church, expressing the organic and enduring bond of all the faithful by reciprocal necessity, therefore overcoming a pyramidal and clerical understanding of the Church. The article aims to contribute to the understanding and implications of the category of christifideles within the current state of the reception of Second Vatican Council ecclesiology and, in light of synodality, emphasizing its repercussions for the renewal and reconfiguring of the identity and the relationships of all ecclesial subjects within a Church, People of God.
Keywords: Ecclesiology of the People of God, Second Vatican Council, Synodality, Christifideles, Faithful, Lumen gentium.
Artículos
La reconfiguración de las identidades y las relaciones de los sujetos eclesiales en una Iglesia Pueblo de Dios
The Reconfiguration of Identities and Relationships of Ecclesial Subjects in a Church People of God
Recepción: 10 Noviembre 2023
Aprobación: 20 Febrero 2024
La recuperación del carácter orgánico de la eclesiología del Pueblo de Dios replantea el modo como entendemos la constitución de las identidades eclesiales. Estas no pueden ser consideradas sólo en función del qué son o quiénes participan en la vida eclesial, sino, también, del cómo se van constituyendo y reconfigurando mediante relaciones recíprocas y necesarias que las vinculan co-constitutivamente a todas entre sí. De este modo, la interacción orgánica entre todos los christifideles —Papa, obispos, presbíteros, religioso/as y laicos/as— va configurando las identidades propias de cada uno en razón del vínculo identitario generado por el bautismo. Este sacramento fundacional hace que todos los christifideles se necesiten mutuamente de modo que no pueden no actuar en conjunto. De aquí emerge una forma orgánica de ser y hacer Iglesia que encuentra su fuente en el bautismo habilitando a todos los fieles para que actúen según el principio de la corresponsabilidad diferencia en función de la misión evangelizadora compartida.
La recuperación del carácter orgánico de la eclesiología del Pueblo de Dios replantea el modo como entendemos la constitución de las identidades eclesiales. Estas no pueden ser consideradas sólo en función del qué son o quiénes participan en la vida eclesial, sino, también, del cómo se van constituyendo y reconfigurando mediante relaciones recíprocas y necesarias que las vinculan co-constitutivamente a todas entre sí. De este modo, la interacción orgánica entre todos los christifideles —Papa, obispos, presbíteros, religioso/as y laicos/as— va configurando las identidades propias de cada uno en razón del vínculo identitario generado por el bautismo. Este sacramento fundacional hace que todos los christifideles se necesiten mutuamente de modo que no pueden no actuar en conjunto. De aquí emerge una forma orgánica de ser y hacer Iglesia que encuentra su fuente en el bautismo habilitando a todos los fieles para que actúen según el principio de la corresponsabilidad diferencia en función de la misión evangelizadora compartida.
La recepción actual de la categoría Pueblo de Dios nos ayuda a definir el ser y el hacer Iglesia, pero no como una totalidad pasiva o una agregación de fieles, sino como sujeto orgánico en el cual las muchas formas de christifideles confluyen con sus subjetividades humanas concretas —que siempre son contextualizadas, cultural y eclesialmente— y se completan mutuamente (AA 6). De este modo las identidades eclesiales no quedan definidas por relaciones de complementariedad o cooperación, sino de completitud. Todo esto tiene implicaciones para la comprensión de la identidad y el ejercicio del ministerio ordenado al interior del Pueblo de Dios. Teniendo esto en mente, el presente artículo pretende contribuir con la recuperación y maduración de la categoría christifideles en la actual recepción del Concilio Vaticano II.
Introducción
El gran giro eclesiológico del Concilio Vaticano II surgirá a partir de la incorporación de la categoría Pueblo de Dios que afirmaba, tanto la igualdad de todos los fieles a partir de la dignidad bautismal, como la desigualdad funcional entre ellos. La dignidad bautismal pasaba a ser el criterio vinculante y estructurante para la reconfiguración de la identidad de todos los sujetos eclesiales —christifideles— y los modos relacionales entre ellos.
Con ello, se estaba apuntando a la emergencia de una hermenéutica que partía de concebir a la Iglesia como un conjunto orgánico, es decir, que, esa totalidad que es el Pueblo de Dios, carecería de sentido y no existiría sin la interacción necesaria y recíproca de cada fiel respecto de los otros para el funcionamiento del conjunto. En la interacción permanente de todos los christifideles se va generando un tejido relacional que los va vinculando entre sí y completando de modo orgánico. De este modo se van constituyendo en un único pueblo de Dios, incluido ahí el colegio episcopal y el sucesor de Pedro. Todos en igualdad de derechos y deberes.
La emergencia de esta conciencia no suponía que todos los padres conciliares comprendieran que estaba aconteciendo una nueva comprensión de la configuración de las identidades y los modos relacionales de todos los sujetos eclesiales —laicado, presbiterado, vida religiosa, episcopado, pontificado— y su respectivo reposicionamiento al interior del único Pueblo de Dios, como veremos.
A lo largo del primer período del Concilio se fue generando la conciencia de que el esquema sobre la Iglesia tendría que ocupar un lugar central. El obispo Huyghe, en su intervención del 3 de diciembre de 1962, sostuvo que «el esquema sobre la Iglesia que se nos ha presentado es de tal importancia en este momento que se puede afirmar que es el tema central del Concilio Vaticano II». Sin embargo, continúa Huyghe, «la verdad está en esto, que, si la Iglesia es odiada por muchos, es por nuestra manera de presentarla; y en esto hemos pecado todos. El mundo de hoy está esperando a ver qué dirá la Iglesia sobre sí misma cuando se reúna en Concilio. El mundo pregunta así a la Iglesia: ¿Qué dices de ti misma?».[1] La tarea no era fácil, pero, en palabras de Philips,
«desde el comienzo del Concilio Vaticano II, todo el mundo tuvo la clara impresión de que la declaración dogmática sobre la Iglesia sería su pieza central. En el momento de escribir estas líneas, el Concilio no ha terminado, pero es poco probable que la Constitución Lumen gentium se vea eclipsada. Más bien, los demás decretos conciliares se articulan en torno a este gran centro de interés: los misterios de la Iglesia, y reciben de él su iluminación».[2]
El primer paso lo dio la Comisión Antepreparatoria del Concilio constituida por Juan XXIII el 7 de mayo de 1959 con el fin de realizar una consulta a los obispos de todo el mundo para que expresaran sus vota o propuestas. A partir de las propuestas recibidas, la Comisión Teológica Preparatoria, creada el 5 de junio de 1960, procedió a elaborar un primer schema de trabajo. Los trabajos fueron coordinados por el cardenal Ottaviani. El primer esquema, titulado De Ecclesia, fue criticado duramente luego de ser presentado en el Aula conciliar porque mantenía el estilo y la doctrina preconciliar de una eclesiología jurídica y desigual, antes que mistérica y comunional.[3] No se había tomado en cuenta el criterio que dio el papa Juan XXIII en su discurso inaugural del Concilio donde llamaba a mantener la sustancia de la doctrina, pero presentándola en una forma y con un lenguaje nuevo. Tampoco expresaba que «el tema general propuesto por el Papa Juan en su inesperado: la iniciativa de convocar un Concilio no era otro que una actualización de toda la vida de la Iglesia, una renovación que debía partir de una profundización de la fe común y de la adaptación de toda la pastoral eclesial a los nuevos tiempos».[4]
Una de las intervenciones más decisivas para tomar conciencia del giro eclesiológico conciliar que se necesitaba fue la de Mons. De Smedt, para quien el De Ecclesia debía superar el triunfalismo, el clericalismo y el legalismo. Sobre esto señala que «la Iglesia se presenta en la vida común como si fuera una cadena de triunfos de los miembros de la Iglesia Militante ... este estilo es poco conforme con la realidad, con la situación real del pueblo de Dios, a quien el humilde Señor Jesús llamó: pequeño rebaño».[5] Por ello advierte: «debemos tener cuidado al hablar sobre la Iglesia para no caer en un cierto jerarquismo, clericalismo, y obispolatría o papolatría. Lo que viene primero es el Pueblo de Dios».[6]
Para el obispo de Brujas, el schema seguía respondiendo a la eclesiología desigual representada por una «pirámide: papa, obispos, sacerdotes, cada uno de ellos responsables; ellos enseñan, santifican y gobiernan con la debida autoridad. Luego, en la base, el pueblo cristiano, más que todo receptivo, y de una manera que concuerda con el lugar que parecen ocupar en la Iglesia».[7] El Card. Döpfner aludió a que no se podía considerar a la jerarquía y al laicado como dos sujetos distintos y aislados sin ningún vínculo al interior del Pueblo de Dios, por lo que pide que se sitúe lo carismático antes que lo jerárquico.[8] En este contexto, podemos destacar la crítica que hizo el Cardenal Suenens al decir que el esquema enfatizaba el aspecto jurídico y jerárquico, así como la autoridad de los obispos y del sumo pontífice, sin traer a colación otros «elementos constitutivos de la iglesia, como por ejemplo los fieles».[9] A la luz de esta última expresión, la nueva eclesiología podía encontrar un punto común y vinculante a todos los sujetos eclesiales y así romper con el esquema piramidal.
El gran giro —referido como una auténtica revolución copernicana-[10] surgirá a partir de la incorporación de la categoría Pueblo de Dios. El 23 de enero de 1963, en una reunión de la comisión teológica, el Cardenal Suenens explicó el nuevo plano arquitectónico del esquema De Ecclesia[11] comparándolo con otro alternativo en el cual integraba lo ya trabajado por la comisión, pero reordenando la secuencia de los capítulos.[12] Esto también se discutió en una reunión de la comisión de coordinación los días 3 y 4 de julio de 1963.[13] El nuevo esquema será examinado durante un mes a partir de la apertura del segundo período conciliar, el 29 de septiembre de 1963.[14] Suenens había agregado un capítulo intitulado De Populo Dei al esquema De Ecclesia.[15] Su aportación aparece en una Praenota al comienzo del capítulo III del textus prior[16]. Finalmente, el cambio será incorporado en el textus emendatus colocando el capítulo sobre el Pueblo de Dios (De Populo Dei) antes del otro dedicado a la jerarquía.[17] Grootaers explica que
«esta reestructuración tenía un sentido eclesiológico fundamental, que ponía fin a la visión piramidal de la Iglesia. Demostraba, en particular, que los obispos, los laicos y los religiosos formaban todos parte del pueblo de Dios, que se trataría en un capítulo previo al del episcopado. En esta nueva disposición, los capítulos I y II sentaban las bases de la pertenencia a la Iglesia desde una perspectiva espiritual, de manera que, por el bautismo, todos los miembros de la Iglesia son iguales antes de diversificarlos según sus funciones (los dos capítulos siguientes)».[18]
El obispo Gargitter fue quien primero mostró su apoyo público al nuevo esquema propuesto por Suenens, diciendo que: «el capítulo II no debe tratar de la Jerarquía, sino del pueblo de Dios, y nos parece que se debe hablar sobre él de forma más clara y positiva. Después del pueblo de Dios se debe hablar de los que de ese mismo pueblo de Dios han sido elegidos y constituidos para su servicio (..). Verdaderamente ha llegado el momento de resaltar la gran dignidad del pueblo de Dios».[19]
La nueva secuencia de los capítulos «permite afirmar a la vez la igualdad de todos los fieles en la dignidad de la existencia cristiana y la desigualdad orgánica o funcional de los miembros».[20] Esto tendrá implicaciones en torno al ministerio jerárquico porque los padres conciliares optaban por partir de la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios en los tria munera (LG 10-13.31; AA 2) de Cristo —sacerdote, profeta y rey— estableciendo, así, la igualdad de todos por medio de la dignidad bautismal como criterio vinculante y estructurante para la configuración de la identidad de todos los sujetos eclesiales y los modos relacionales entre ellos. De este modo, el ministerio jerárquico quedaba considerado al interior del Pueblo de Dios. Esta propuesta presentada por el cardenal chileno Silva Henriquez, fue suscrita por más de 30 obispos latinoamericanos.[21]
El obispo Romolo Compagnone da un paso más y explica esta visión emergente de la Iglesia a partir de los siguientes argumentos. Primero, comprende a todos los sujetos eclesiales en cuanto universam christifidelium multitudinem. Segundo, en esa totalidad los fieles no están reunidos separada o aisladamente, como tampoco indiscriminadamente, sed ordinate in unum collectam, es decir, de forma tal que cada uno se comprende respecto del otro según su condición propia, de forma conjunta y ordenada, pero sin que uno pueda ser y actuar sin el otro. Tercero, la jerarquía se entiende al interior de este concepto junto al resto de los fieles en un régimen de complementariedad según la identidad propia de cada uno. [22]
En la medida en que avanzaron los debates se apreciaba, cada vez más, la conciencia de lo que Congar había escrito antes del Concilio. A saber, que «el plan total de Dios no se agota en el principio jerárquico, sino que supone el complemento y la reciprocidad de un régimen comunitario, dependiendo de ambos la plenitud final».[23] Una intervención a considerar en este sentido fue la del obispo Wojtyla durante la segunda sesión del Concilio, quien consideraba que la estructura jerárquica de la Iglesia sólo tenía sentido si había un Pueblo de Dios, lo cual permitiría una mejor articulación de la identidad de los sujetos eclesiales de tal modo que la presidencia de la jerarquía se definiera a partir del servicio.[24]
Un dato fundamental se ofrece en la Relatio generalis de la Congregación general LXXX que presenta una nueva versión del Schema De Ecclesia. En la exposición de motivos sobre el II capítulo dedicado al Pueblo de Dios, destaca que «los pastores y los fieles pertenecen a un solo Pueblo» y este concepto siempre debe ser considerado como una «totalidad»[25] en la que cada fiel aporta lo suyo al otro. De aquí se desprende el carácter normativo para la interpretación de la eclesiología conciliar el hecho de colocar el capítulo II [Pueblo de Dios] entre el I [De Mystero Ecclesiae] y el III [De Hierarchia] con la finalidad de, primero tratar lo que es común a todos los fieles y, segundo, reafirmar que la jerarquía se comprende al interior del Pueblo de Dios.[26] Con todo este giro, dirá Congar años después, «no se trataba simplemente de exponer lo que es común a todos los miembros de la Iglesia en cuanto a la dignidad de la existencia cristiana, antes de cualquier distinción de oficio o de estado de vida, lo cual es un buen método; se trataba de dar prioridad y primacía a lo que es una cuestión de ser cristiano, con sus responsabilidades de servicio y de testimonio, con respecto a lo que es organizativo».[27]
En general podemos decir que «la enseñanza del concilio quiso otorgar el primado a la eclesiología del pueblo de Dios».[28] «Según G. Philips, uno de sus intérpretes más cualificados, la noción Pueblo de Dios no debe ser entendida como una semejanza o comparación de la Iglesia, porque designa su misma esencia: la Iglesia es el pueblo de Dios».[29] La radicalidad del giro eclesiológico que se estaba produciendo se encuentra en la recuperación que hacen los padres conciliares de la primacía del bautismo como la condición común que nunca se pierde e iguala en dignidad. De Smedt lo describe como una suerte de vínculo generacional[30] que no se pierde y, a través del cual, los sujetos eclesiales quedan vinculados permanentemente entre sí.
En todo esto se aprecia que está emergiendo una comprensión de la vida eclesial a partir de lo relacional y complementario, es decir, por una reciprocidad y mediante un estilo y un modo de proceder eclesial que pide favorecer el «trabajo común (...), la participación de todos según la diversidad y originalidad de los dones y servicios»,[31] en las funciones de enseñanza, santificación y gobernanza. Sin embargo, la gran novedad radicaba en la superación de lecturas hermenéuticas fragmentadas que definiesen a las identidades eclesiales de modo aislado y a las relaciones entre ellos de forma funcional o auxiliar.
Se estaba apuntando a la emergencia de una hermenéutica que partía de concebir a la Iglesia como un conjunto orgánico, es decir, que, esa totalidad que es el Pueblo de Dios, carecería de sentido y no existiría sin la interacción necesaria y recíproca de cada fiel respecto de los otros para el funcionamiento del conjunto, porque, es, esa misma interacción permanente, la que va vinculándonos entre sí de modo orgánico y constituyéndolos en pueblo de Dios, incluido ahí el colegio episcopal y el sucesor de Pedro. La emergencia de esta conciencia no suponía que todos los padres conciliares comprendieran de modo exacto lo que estaba aconteciendo[32], a saber, una reconfiguración de las identidades y los modos relacionales de todos los sujetos eclesiales y su respectivo reposicionamiento al interior del único Pueblo de Dios.
Introducción
La noción de Pueblo de Dios no puede ser reducida a una mera totalidad inclusiva y representativa de fieles. El cardenal Suenens explicó, luego del Concilio, que: «si se nos preguntara cuál consideramos que es la semilla de vida derivada del concilio más fecunda en consecuencias pastorales, responderíamos sin dudarlo: es el redescubrimiento del pueblo de Dios como totalidad, como una única realidad; y luego, a modo de consecuencia, la corresponsabilidad que ello implica para cada miembro de la Iglesia».[33]
La unidad de estos dos criterios —totalidad y corresponsabilidad— expresa una condición orgánica entre todos los fieles que es constitutiva y constituyente de un modo de ser y hacer Iglesia. Sin embargo, hay que matizar que esta unidad no puede entenderse como una suerte de homogeneización o pacificación que anule las diferencias y las tensiones entre los fieles. Por el contrario, siempre existirá una unidad orgánica, aunque diferenciada, entre todos los christifideles al interior del Pueblo de Dios, pues la diversidad de funciones existe en relación a la unidad de la misión (AA 2).
El concepto de totalidad no puede comprenderse de modo estático como una suerte de agregación de sujetos. Antes bien, la unidad es fruto de la común dignidad bautismal que se realiza por medio de relaciones de recíproca necesidad que van creando una vinculación permanente entre todos los fieles. De este modo se entiende que no cabe exclusión alguna en la Iglesia, porque cada christifideles necesita del otro para realizar su propia vocación y todos juntos participan de «unus Dominus, una fides, unum baptisma». Así, el Concilio logra afirmar que «cada miembro está al servicio de los otros miembros... [de modo que] los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad»(LG 32).
Esta unidad orgánica supone también una diversidad, pero «la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios implica también su conjunción —secumfert coniunctionem» (LG 32). Los padres conciliares emplean el término coniunctio para explicar este vínculo recíproco. Es importante destacar que no hubo cambios en la redacción. Se mantuvo la frase completa: «secumfert coniunctionem, cum Pastores et alii fideles inter se communi necessitudine devinciantur».[34] Se aprecia, así, que la distinción entre los sujetos eclesiales implica su unidad en razón de una conjunción o dinámica relacional conjunta —secumfert coniunctionem. Como explica Eloy Bueno de la Fuente,
«aquí encontramos la más significativa de las revoluciones copernicanas operadas por el Concilio (...). La diversidad de sus miembros (obispos, presbíteros, laicos, religiosos) adquieren protagonismo autentico y eclesial en el seno del Pueblo de Dios. La diversidad y diferenciación no puede justificar la pretensión de arrogarse un protagonismo inmoderado, ya que la pertenencia común al pueblo es la base y garantía de una igual dignidad».[35]
En consecuencia, la relación que existe entre los fieles no es utilitarista ni funcional, sino constitutiva y constituyente, es decir, reconfiguradora de sus identidades y modos relacionales, a tal punto que los padres conciliares llegan a comprender «que un miembro, que no trabaje por el crecimiento del cuerpo según su actividad, debe ser considerado inútil para la Iglesia y para sí mismo».[36] Por ello, cada uno, suo modo et pro sua parte (LG 31), se da al otro para poder ser, haciendo posible que el otro sea. Como sostiene Routhier, la lógica conciliar es la de «la participación de todos según la diversidad y originalidad de los dones y servicios»[37] de cada uno.
Algunos autores como Villar hablan de la cooperación orgánica[38] que debe darse entre los pastores y de ellos con el resto de los fieles (LG 32: «los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles»). En todo caso podemos decir que los sujetos eclesiales no se definen ni constituyen por sí mismos ni a partir de sí mismos, como tampoco por el orden sacramental en sí como si el ministerio jerárquico pudiera ejercerse fuera del Pueblo de Dios. Incluso, podemos señalar la repercusión histórico-escatológica que pudieron haber pensado los padres conciliares cuando llegaron a la conclusión de que «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo» (LG 9).
De todo esto va emergiendo la conciencia de una comprensión orgánica y situada de la Iglesia. Esto será explicitado con el término christifideles que sitúa la configuración de las “partes” (sujetos) a partir del “todo” (Pueblo de Dios) mediante relaciones “vinculantes”[39] inter, cum et pro fidelium. De este modo se producen los procesos de construcción de las identidades eclesiales en orden a su participación en la misión de la Iglesia[40]. Es precisamente el carácter vinculante de las relaciones entre todos los fieles lo que hace que «en el Pueblo de Dios, las funciones, las tareas, los ministerios, los estados de vida y los carismas están unidos orgánicamente en una red multiforme de lazos estructurales y de relaciones vitales».[41]. Así, «cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad» (LG 13).
Se puede, entonces, distinguir entre lo permanente, que radica en la única vocación cristiana, y lo transitorio o temporal, que corresponde a las funciones y los roles para realizar la misión de la Iglesia en el mundo. Esto permite superar la visión preconciliar de la sociedad desigual y da paso al espíritu de lo que luego se afirmará en el texto de Apostolicam Auctositatem: «hay en la Iglesia diversidad de funciones y unidad de misión» (AA 2). En razón de esta misión, que es común a todos, surge la necesidad de la cooperación unánime, es decir, de todos y entre todos, como lo expresa LG 30 («ad commune opus unanimiter cooperentur»).
Las intervenciones de Mons. De Smedt aluden a las implicaciones de esta opción conciliar[42] por una hermenéutica orgánica de la Iglesia como Pueblo de Dios. El obispo de Brujas señala que «en el Pueblo de Dios, todos estamos unidos los unos con los otros, y tenemos las mismas leyes y deberes fundamentales. Todos participamos del sacerdocio real del pueblo de Dios. El Papa es uno de los fieles: obispos, sacerdotes, laicos, religiosos, todos somos [los] fieles».[43] Esta visión no se tuvo sólo en Europa, ni se extrajo exclusivamente de una teoría teológica. En América Latina también surgió a partir de la praxis de una eclesialidad ambiental vivida en un contexto misionero. Es el caso de monseñor Leonidas Proaño, de Ecuador quien, en sus vota o propuestas enviadas a la comisión Antepreparatoria del Concilio, sostiene que «la Iglesia no es sólo el pontífice. No es el pontífice con la Jerarquía. La Iglesia somos todos los fieles bautizados en Cristo».[44]
Con el término christifideles se optaba por expresar la condición común de todos los fieles[45] desde donde se definen las diversas identidades eclesiales y, a su vez, se destacaba la naturaleza pluriforme y corresponsable de las relaciones entre todos los christifideles[46] —obispos, sacerdotes, laicos, religiosos. Bonnet habla de un «communis christifidelium status» y lo explica del siguiente modo:
«En realidad, esta admirable articulación del pueblo de Dios acaba así por encontrar, antes que cualquier diversificación, su centro en el christifidelis, que se descubre, así, como el verdadera y eficaz protagonista humano de la Iglesia. En una perspectiva tan unitaria, la condición básica de la christifidelis está destinada a no cambiar nunca de manera esencial, aunque necesariamente deba saber adaptarse con toda flexibilidad a las múltiples exigencias de la diversidad, sobre todo cuando ésta adquiere connotaciones muy especiales como en el ejercicio de los ministerios jerárquicos. Sin embargo, incluso en este último caso, tales variaciones nacen únicamente de la necesidad de favorecer de la mejor manera posible el ejercicio ministerial, y por tanto de razones “objetivamente” funcionales y no “subjetivamente” personales. Para apreciar adecuada y convenientemente, sin embargo, esta centralidad de los fieles en Cristo, en la economía eclesial, es necesario examinar, después del contexto general en el que se inserta, la condición básica del mismo christifidelis, a saber, el communis christifidelium status».[47]
El gran aporte de esta categoría es que de ella deriva una forma de Iglesia. Eloy Bueno de la Fuente comenta que «esta renovación eclesiológica exige por tanto una renovación de la figura eclesial, que no puede lograrse mas que desde la doble perspectiva indicada: que todos los bautizados se sientan pueblo de Dios y que descubran y asuman que el poso y la misión de la Iglesia recae sobre todos ellos, y que se exprese de modo real la inserción en la historia concreta de los hombres y de los pueblos».[48]
No podemos afirmar que esto haya sido fácil de recepcionar en el postconcilio. Sin embargo, encontramos algunos casos significativos en los que la recepción de la figura de Iglesia como Pueblo de Dios contribuyó a dar identidad y rostro común a las Iglesias locales de toda una región o continente.[49] En particular, «la denominación de Pueblo de Dios referida a la Iglesia y la comprensión adquirida por la jerarquía como órgano de servicio y solidaridad, son dos aspectos interesantes que contribuyen en cierto modo a comprender las transformaciones eclesiales de América Latina».[50]
Introducción
Lo que estaba surgiendo era una figura o forma de Iglesia, ya que, para el Concilio, «en torno a la categoría Pueblo de Dios se centró el proyecto de reconfigurar la imagen de la Iglesia en lo concreto, tanto en sus relaciones internas como en sus relaciones externas (potenciadas estas sobre todo en la línea de Gaudium et Spes)».[51] Con el fin de lograr esto, la noción de christifideles jugaba un rol determinante, porque no se refería sólo a un sujeto eclesial, como puede ser el laicado. Ella expresaba la unión orgánica y permanente de todas las identidades y los modos relacionales que hacen Iglesia y, por tanto, suponía su reconfiguración permanente.
No hay un momento en el que se llega, de modo pleno, a ser Pueblo de Dios. Es una realidad en permanente construcción que supone caminar juntos. Por tanto, es una dimensión constitutiva y constituyente del ser y hacer Iglesia en cada lugar y tiempo que se construye con y entre todos los fieles, y no sólo con algunos.
Introducción
Si los christifideles se completan mutuamente mediante relaciones de recíproca necesidad que son siempre vinculantes, entonces todos, sin excepción, son necesarios y corresponsables en cualquier cosa que se relacione con la vida eclesial en razón de la horizontalidad diferenciada que surge de la dignidad bautismal.[77] Incluso, como explica el documento sobre el Sensus fidei en la vida de la Iglesia de la Comisión Teológica Internacional,
«en virtud de esta igualdad todos, según su propia condición y oficio, [los fieles] cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, todos los fieles tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia».[78]
Es aquí donde juega un rol fundamental la profundización de la noción de christifideles a la luz de la actual recepción de la teología y la práctica del sensus fidei fidelium. Esta es la base para comprender, hoy, que la forma de cualquier consenso eclesial es la de un consensus omnium fidelium porque se construye en conjunto, de forma comunitaria, mediante dinámicas comunicativas —como la escucha y el discernimiento, entre otras— que vinculan a todos los christifideles y habilitan la manifestación del Espíritu. Aquí aparece una novedad o maduración en la forma de comprender los procesos que hacen vida eclesial a la luz de las relaciones vinculantes que existen entre todos los fieles en razón de la común dignidad bautismal.
Hasta el Concilio Vaticano I el sensus fidei estaba más relacionado con el discernimiento del contenido de la fe. Luego, Newman y otros enfatizaron el acto de la fe o el acto de creer. Será con el desarrollo de la teología del laicado que el sensus fidei deje de ser sólo una cuestión epistemológica y pase a ser considerado eclesiológica, de modo que se puede decir que «el sensus fidelium postula un nuevo concepto de Iglesia: la Iglesia es todo el pueblo de Dios, pastores y fieles. El interés, por tanto, no es tanto qué o cómo se conoce, sino quién conoce. El quién se convierte entonces en todo el cuerpo eclesial, hecho partícipe de la tria munera Christi».[79]
Hoy en día la maduración de esta teología del sensus fidei y su correspondiente práctica aparecen como un elemento fundamental de la eclesiología porque habilita la reciprocidad necesaria entre todos los fieles, sin excepción, sobre la base de la participación de todos ellos en los procesos de ser y hacer Iglesia Pueblo de Dios.[80] Para evitar cualquier visión que pueda considerar al ministerio ordenado como dueño e intermediador de la presencia del Espíritu, los padres conciliares reafirman que «el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición» (LG 12).
El Concilio Vaticano II destaca dos acepciones del sensus fidei. En tanto sensus fidei fidelis es la capacidad connatural en cada fiel recibida en el bautismo que le permite ofrecer consejos y hacer discernimiento en cuestiones de fe[81]. Sin embargo, esta solo se activa como sensus fidei fidelium, es decir, en la interacción mutua y recíproca de todos los fieles entre sí por medio de dinámicas comunicativas.[82] Por tanto, la Iglesia se hace Pueblo de Dios por medio del sentido de la fe que supone la interacción orgánica de la totalidad orgánica de los christifideles —bautizados—, y así realiza «la forma primaria de la comunión cristiana».[83] Esto queda recogido en Lumen Gentium 12 al afirmar que
«la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (LG 12).
Dicha totalidad orgánica de fieles está constituida por la diversidad de sujetos eclesiales según los carismas, dones, servicios y ministerios de cada uno. Además, todos estos sujetos son personas diversas en cuanto a género, cultura, experiencia, formación.[84] Es en la interacción de todos ellos con sus subjetividades humanas como se hace Iglesia teniendo como horizonte la construcción de consensos eclesiales por medio de la acción del Espíritu que «distribuye a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia» (LG 12), no sólo en cuestiones de doctrina sino también en la práctica de la fe.[85]
Por todo esto, la representatividad eclesial y sociocultural de los sujetos que participen es esencial, hoy en día, para que se construya Iglesia y se logre cualquier consenso eclesial, ya que no se trata sólo de reconocer la fe ya vivida y creída, como en el caso de los dogmas de la Inmaculada y la Asunción, sino de construir algo nuevo que permita avanzar en las formas de la vida eclesial y en la comprensión de la fe en función de la misión de la Iglesia.
Esta perspectiva se aprecia en Dei verbum 10 ya que todos los sujetos eclesiales están llamados a interactuar para alcanzar la singularis antistitum et fidelium conspiratio, y es en esa interacción donde se disciernen y reinterpretan los contenidos de la fe a la luz de la tradición y con la ayuda de la reflexión teológica desde un contexto particular, produciendo así algo nuevo. Es este acto en conjunto el que sella y otorga autoridad al consenso eclesial alcanzado por todos los christifideles.
Esta visión tiene particular importancia para la identidad y el ejercicio del episcopado, así como en la reforma del ministerio ordenado[86] en una Iglesia sinodal, porque los obispos son christifideles llamados a construir junto al resto de los fieles el consenso eclesial que luego deben custodiar y enseñar. Nuevamente destacamos que no estamos ante algo optativo. Antes bien, se trata de poner en práctica las implicaciones del bautismo recibido, de donde brota el carácter vinculante entre todos los fieles para que cada uno complete y realice su propia vocación en la relación con los otros. De hecho, siguiendo esta lógica el obispo De Smedt explicaba que
«el cuerpo docente [los obispos] no recibió desde el principio una expresión perfectamente explícita de las verdades católicas que fue presentando gradualmente al Pueblo de Dios. En la Iglesia hay un cierto desarrollo de la doctrina. ¿Esta visión más profunda del Evangelio se logra sólo por la acción del Espíritu Santo sobre los obispos? No, toda la Iglesia —obispos y fieles— están en cierto modo implicados en este crecimiento en la comprensión de la Palabra».[87]
A esto se puede añadir otra implicación. Este vínculo identitario entre los fieles hace que los procesos de discernimiento y toma de decisiones para el desarrollo de la vida y la misión de la Iglesia sean también responsabilidad de la totalidad de los fieles, y no sólo de los obispos o el Papa de forma aislada. El episcopado y el primado son modos de vivir y realizar la única vocación cristiana en una diversidad funcional que tiene como finalidad servir a la misión compartida de la Iglesia. Nadie queda exento de participar en los procesos de planificación, decisión y realización de dicha misión porque todos los christifideles son corresponsables de y para ella. Este es un aspecto fundamental para la reforma del ministerio ordenado. Al respecto, escribe Noceti que
«los ministros ordenados, su función y su poder, sólo son comprensibles a la luz de esta reubicación en el cuerpo eclesial en el que todos son portadores de la exousia de la palabra de anuncio que hace Iglesia (LG 12 sobre el sensus fidei); todos están implicados en la comprensión del evangelio que configura la traditio ecclesiae (DV 8), con una palabra especifica de teólogos y obispos (DV 8). Con el Vaticano II asistimos a la superación de la distinción que contrapone una ecclesia docens y una ecclesia discens, entre los que tienen ‘poder sobre’ y los que obedecen, entre un sujeto activo (el clero) y los sujetos subordinados. Más profundamente, se cuestiona (y se supera en parte) la dinámica comunicativa y decisoria unidireccional top-down, que estaba en el centro y mantenía una autocomprensión piramidal y jerárquica de la Iglesia católica: el uno ‘sobre’ todos, por mediación de unos pocos/algunos».[88]
Esto es fundamental para comprender los sujetos que han de participar al momento de construir consensos eclesiales que afecten dicha misión de la Iglesia. No se trata, pues, de algo opcional porque «la autoridad formal de un cargo oficial no dispensa al que lo ejerce [...] de la obligación de procurar efectivamente [...] el consentimiento de quienes son afectados por una decisión».[89] Así lo explica Hünermann:
«si una decisión es asumida por la comunidad de creyentes en su conjunto, entonces esa decisión lleva el sello de su validez: bajo las circunstancias dadas, en la situación histórica existente, bajo la presuposición de las formas y las condiciones generales del conocimiento y el pensamiento, esta decisión debe verse así y no de otra forma. El consensus ecclesiae lo confirma».[90]
Para el canonista Borras «sería mejor decir que los órganos consultivos elaboren la decisión, cuya responsabilidad final compete a la autoridad pastoral que la asume». [91] El canon 127 explica que la toma de decisiones se hace en conjunto y su resultado es lo que se entrega a la Iglesia. Así lo expresa con claridad al decir que [el obispo]
«no se opondrá a lo que ha expresado la comunidad eclesial a menos que haya una razón significativa. En virtud de su ordenación y de acuerdo con su oficio, los pastores tomarán las decisiones. La toma de decisiones significa que lo que se desarrolló en conjunto se entrega a la Iglesia; la decisión en realidad la toma la autoridad de quienes cumplen este rol de articulación entre las comunidades… Según esta perspectiva, los pastores no ejercen su ministerio de manera aislada; lo hacen con los demás fieles y no sin ellos. Se redescubre así una modalidad comunitaria en el ejercicio del ministerio».[92]
De lo visto podemos concluir diciendo que el corazón actual de la eclesiología del Pueblo de Dios encuentra en la teología y la práctica del sensus fidei su maduración en cuanto, por medio de ella, nos constituimos en Iglesia Pueblo de Dios. De hecho, es la interacción orgánica entre todos los fieles la que configura y reconfigura las identidades propias de cada sujeto eclesial en razón del vínculo identitario generado por el bautismo. Esta visión eclesiológica supone un proceso que no responde sólo al qué se define en la vida eclesial, sino a quiénes participan en dicha definición y cómo se llega a un consenso eclesial en conjunto, entre todos los fieles, y no sólo por algunos.
Esto requiere de procesos eclesiales complejos que pueden tardar. Newman decía que «estamos obligados a soportar durante un tiempo lo que nos parece un error, en vista de la verdad que se resuelve al final»[93] del proceso. Además, como advirtió Rahner, puede surgir un problema cuando, en la Iglesia, «los grupos se forman de tal manera que ya no viven juntos, oran juntos ni trabajan juntos».[94] Esto no es sólo una labor que se resuelve con la teología o el magisterio. También es necesario un trabajo sociocultural, ya que puede haber individuos o grupos aislados que se opongan a este modo de proceder o no les sea connatural una cultura del encuentro y de la convivencia en la que todos los christifideles sean tratados en calidad de bautizados, es decir, como sujetos activos.
En ese caso, puede ser que haya fieles que no acepten formas y dinámicas eclesiales comunales y, en consecuencia, no vivan su identidad como christifideles de modo vinculante respecto a los otros fieles. No es una tarea fácil, pero es la vía que ha sido asumida y puesta en práctica por el Sínodo de la sinodalidad con el fin de lograr un proceso de reformas de las estructuras mediante dinámicas comunicativas que vayan generando la conversión de las mentalidades y de la cultura eclesial.
La recepción actual de la eclesiología del Pueblo de Dios abre nuevos caminos de profundización y maduración a la luz del carácter orgánico y vinculante de las relaciones entre sujetos eclesiales para los procesos de configuración de sus identidades manifestadas en una diversidad funcional de dones, servicios, carismas y ministerios que derivan del bautismo. Uno de los nuevos desafíos de esta hermenéutica orgánica radica en la búsqueda de modalidades para poner en práctica el principio clásico según el cual lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos.[95] Las modalidades que se propongan deben realizar una auténtica corresponsabilidad diferenciada de todos los fieles para la misión de la Iglesia.[96]
No se trata sólo de aplicar un método, sino de construir una forma de ser y hacer Iglesia que dependerá de una labor conjunta entre todos los christifideles en la integración corresponsable de sus subjetividades propias y diferenciadas. Esto también implicará retomar con seriedad el estudio del Concilio Vaticano II en seminarios y otros ámbitos de formación.[97] Quizás sea este, el siguiente paso en el camino de maduración de la Iglesia Pueblo de Dios a la luz de la sinodalidad. Vale la pena recordar —y así concluimos esta reflexión que dejamos abierta— las palabras, aún vigentes, del Card. Suenens durante la apertura del Congreso Teológico organizado por la revista Concilium en ocasión de sus primeros cinco años de fundación:
«el futuro de la Iglesia dependerá, en gran medida, de la visión de la Iglesia que tengamos nosotros, en la teoría y en la práctica, en los años futuros. Esta visión está dominada, a mi parecer, por el capítulo segundo de la Lumen gentium, que nos muestra a la Iglesia como pueblo de Dios. Se ha dicho que, al invertir el capítulo, inicialmente previsto como tercero, para ponerlo como segundo, es decir, al tratar primero del conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios y a continuación de la jerarquía como servicio a este pueblo, hemos hecho una revolución copernicana. Creo que es verdad: esta inversión nos impone como una especie de constante revolución mental, cuyas consecuencias no hemos terminado aún de medir».[98]