Artículos
Recepción: 28 Septiembre 2022
Aprobación: 10 Octubre 2022
URL: http://portal.amelica.org/ameli/journal/800/8004177018/
DOI: https://doi.org/https://doi.teo.59.139.2022.p263-280org/10.46553/
Resumen: La historia argentina del siglo XX está atravesada por la violencia. El desprecio del ordenamiento constitucional por el descrédito de la democracia liberal y la preferencia por gobiernos fuertes y autoritarios, dieron lugar a una espiral de barbarie atribuible, bajo responsabilidades distintas y sin distinción de ideología, a todos los actores sociales: políticos, militares, sindicalistas, periodistas, empresarios, miembros de la Iglesia, etc. Alcanzando su punto álgido de terror en el Proceso de Reorganización Nacional, el salvajismo esparció esquirlas de miedo, división y odio que llegan hasta nuestros días. Resulta preciso, por tanto, hacer una memoria común y plural del pasado –memoria del sentir subjetivo y del hecho objetivo–, con espíritu de humildad y magnanimidad, para la reconstrucción de un futuro común que nos integre a todos.
Palabras clave: Violencia, Memoria, Historia, Argentina .
Abstract: The Argentine history of the 20th century is crossed by violence. The contempt for the constitutional order due to the discredit of liberal democracy and the preference for strong and authoritarian governments, gave rise to a spiral of barbarism attributable, under different responsibilities and without distinction of ideology, to all social actors: politicians, military, syndicalists, journalists, businessmen, members of the Church, etc. Reaching its peak of terror in the National Reorganization Process, savagery spread splinters of fear, division and hatred that continue to this day. It is necessary, therefore, to make a common and plural memory of the past –memory of the subjective feeling and of the objective fact–, with a spirit of humility and magnanimity, for the reconstruction of a common future that integrates us all.
Keywords: Violence, Memory, History, Argentina.
Violencia y memoria en nuestra Argentina contemporánea[1]
La violencia de nuestro pasado reciente
La verdad histórica no es algo de naturaleza inasible sino más bien el resultado de un hallazgo plural. En efecto, responde a la aprehensión de acontecimientos debidamente constatados, pero desde cada subjetividad fragmentada. En este sentido, el acceso a la historia se da en el diálogo permanente entre hechos objetivos –ciertos–del pasado histórico e interpretaciones subjetivas –propias y/o ajenas, pretéritas o presentes– apropiadas desde distintas perspectivas complementarias.[2]
El pasado –fijo de una vez y para siempre– es complejo, y admite –de acuerdo a cada subjetividad– acercamientos incompletos pero absolutamente complementarios entre sí. La pluralidad de voces –entonces– es requisito sine quae non para aproximarse a la verdad histórica. Desde esta óptica, todo juicio sobre lo narrado históricamente debe evitar las visiones extremas tanto del objetivismo puro –pues termina siendo un idealismo– como del relativismo radical –pues existe una base histórica que no depende de nuestra subjetividad–.
Esta apropiación del hecho del pasado, por otra parte, no es algo exclusivo del historiador; cada sujeto [histórico] puede y debe hacerla, y de hecho lo hace en cada lectura de los hechos recordados. Con honestidad intelectual e imparcialidad histórica debemos decir que, hoy en día, nadie duda que el pasado reciente argentino está atravesado por una inaudita espiral de violencia.
¿Cuándo comenzó la violencia en la Argentina contemporánea? Cuando comenzó la intolerancia y el desprecio por el orden democrático republicano. Y ello fue cuando hubo gobiernos que ni observaron la soberanía del pueblo –que transfiere el poder a sus gobernantes y legitima su ejercicio–, ni respetaron los derechos inalienables de sus ciudadanos, ni garantizaron los principios de división de poderes ni de relaciones sociales establecidas de acuerdo a mecanismos contractuales, ni honraron las instituciones, la ley y/o nuestra Constitución Nacional sancionada en 1853. La voluntad de establecer el comienzo de la violencia argentina contemporánea a partir de la revolución de 1930 no es –a mi juicio– un criterio antojadizo.[3]
Efectivamente, la búsqueda –consciente o inconsciente– de otro tipo de organización jurídico-política, donde las libertades ciudadanas se restrinjan en favor de un Estado fuerte capaz de ordenar a una sociedad indisciplinada, ha sido una constante en el período 1930–1983. La precaria convivencia democrática presente solo durante breves períodos (1932–1943 [Justo, Ortiz, Castillo]; 1946–1955 [Perón]; 1958–1962 [Frondizi]; 1963–1966 (Illia]; 1973–1976 [Cámpora, Lastiri, Perón, Martínez de Perón]), fue quebrada continuamente por la incapacidad de los actores políticos por resolver conflictos de intereses. Efectivamente, acompañada por violencia verbal y física, resultaron constantes las exclusiones del proceso democrático de todo opositor político, las crisis económicas y el crecimiento del malestar social. Esa ineptitud política contribuyó a una opinión generalizada: el descrédito del orden republicano para conducir los destinos del país.
La pretensión por imponer un conjunto de ideas a la sociedad entera, no fue exclusividad de ningún actor: ni del peronismo[4] ni del antiperonismo[5]–ni de los que se mostraban fuera de esa antinomia–, ni del “partido militar”,[6] del poder económico, de los sindicatos, de la prensa o de la Iglesia. Sin embargo, todos ellos –por acción u omisión– tuvieron entre sus filas –en mayor o menor medida– germen de intolerancia y expresiones de violencia. En el plano histórico, ello abarca desde la proclama del presidente Uriburu de septiembre de 1930 («ajeno en absoluto a todo sentimiento de encono o de venganza, tratará el gobierno provisorio de respetar todas las libertades, pero reprimirá sin contemplación cualquier intento que tenga por fin estimular, insinuar o incitar a la regresión»)[7] hasta el último discurso de un presidente de facto argentino del siglo XX («La guerra librada contra la subversión y el terror organizado; esa contienda grave y cruel marcó huellas profundas en nuestra sociedad pero por sobre todo arrojó un resultado: dejo abierta la posibilidad de retornar al pleno imperio de las leyes de la república y la democracia»).[8]
Ningún sector político puede sentirse ajeno a esta responsabilidad de sembrar violencia: ni los gobiernos constitucionales (Perón y su “cinco por uno”,[9] Frondizi con el “Plan CONINTES”,[10] etc.), ni las FFAA, con su pretendido rol mesiánico asumido en pos de la moral y el orden público (Aramburu y la “Operación Masacre”,[11] Onganía y “la noche de los bastones largos”[12] o el “Cordobazo”,[13] etc.). Incluso, las presiones ejercidas por miembros de algunas corporaciones procedentes del sindicalismo combativo, de sectores integristas o tercermundistas de la Iglesia católica, de algunos medios de comunicación social o de grandes grupos económicos –dentro o fuera del poder político– hicieron de la violencia algo constitutivo de la realidad argentina. Y el silencio de muchos conciudadanos colaboró a modo de complicidad.
Ciertamente, el clima externo imperante en el marco de la “Guerra fría” (con la revolución cubana de 1959 a la vuelta de la esquina) tampoco ayudaba. Además de la política des-organizada, grupos subversivos de izquierda buscaban imponer un nuevo orden al calor de la “teoría de la dependencia” y del “foquismo”.[14] Y frente a ellos, las Fuerzas Armadas que pretendían, a partir de la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, preservar el orden y los valores “occidentales y cristianos” en nuestra sociedad, prescindiendo de las instituciones democráticas.[15]
El conflicto local –peronismo vs. antiperonismo– se insertaría en este marco. La pregunta sobre “qué hacer con el peronismo., adoptaría así diferentes alternativas: proscripción política (gobiernos de Aramburu, Guido, Onganía, Levingston), inclusión parcial –sin Perón– o progresiva (gobiernos de Lonardi, Frondizi, Illia, Lanusse), o incorporación definitiva en la escena política (gobiernos de Cámpora, Perón, Martínez de Perón); estas “soluciones” obtendrían sus correspondientes respuestas: la resistencia peronista –tanto a nivel sindical, estudiantil o de la Juventud Peronista– o las luchas por la “cuestión peronista” en las FFAA –azules y colorados, por ejemplo–[16] o desde ellas –Revolución Libertadora de 1966, por ejemplo, en pos de un proyecto fundacional de país–. A la proscripción electoral –acompañada de despojos, agravios, detenciones, asesinatos y exilios, con un espíritu revanchista– le correspondería el “luche y vuelve”[17] que incluía desde la paralización del país hasta el enfrentamiento armado. Y entre medio, grupos de poder aguzando para uno u otro lado.
Pero lo particular de la situación argentina es que todo se hallaba entremezclado. Los límites entre violencia de izquierda o de derecha política, violencia militar o paramilitar, violencia peronista o antiperonista, violencia “de arriba” (de la clase dirigente) o violencia “de abajo” (del ciudadano común) resultaban difusos.[18] Lo que ciertamente unía a todos estos grupos era la prédica antiimperialista: prescindiendo del ordenamiento constitucional, la legitimidad de gobierno y/o la unidad de la nación, debía fundar sus bases o bien en el campo social (lo popular, entendido como el “peronismo”), o bien en el campo cultural (lo religioso, entendido como lo “católico”), o bien en ambos (el “catolicismo peronista”). En estas coordenadas, las Fuerzas Armadas –la “oficial” (FFAA) pero también las “revolucionarias de izquierda” (como las Fuerzas Armadas Revolucionarias) o las “peronistas” (como las Fuerzas Armadas Peronistas)– pretendían ser garantes del orden proyectado. Como era de esperarse, este ultranacionalismo socio-cultural que busca encauzar toda la sociedad bajo un dogmatismo de ideas (llámese integrismo de derecha o de izquierda) se da de bruces contra una democracia liberal, en tanto ella puede favorecer intereses foráneos ajenos al sentir del pueblo argentino y generan confusión y desviación de algún mítico Bien Común nacional.
Cuando el asombro y el miedo por el terrorismo parecía haber alcanzado su límite –la así llamada “Década infame” de los años 30 parecía ser un cuento de hadas frente al caos del tercer gobierno peronista y la “Triple A”–[19] apareció la violencia sin límites. Un espiral orgánico de terror se consumó con el Proceso de Reorganización Nacional (1976–1983), que adoptó formas que suponen una ruptura social y ética sin simetría ni comparación con cualquier otra de la historia argentina reciente. Víctimas y victimarios, actuaciones, silencios y complicidades que hicieron tocar fondo a toda la sociedad sin exclusión alguna.
El vaciamiento del país en manos de grupos financieros extranjeros y de grandes corporaciones nacionales beneficiadas por la política económica imperante, es parte del dolor. Junto a ello, las miserias de los actores políticos y militares, las complicidades de la prensa, las tibiezas de ciertas voces que necesitábamos escuchar… Y la guerra absurda de Malvinas (1982) contra Gran Bretaña como estocada final. Aun con todo ello, fue la atroz violación sistemática de los derechos humanos por parte del Estado –supuesta necesaria respuesta frente a la barbarie ejercida por la guerrilla urbana y rural– la expresión máxima del horror. Ese Estado, que debió ser garante del Estado de derecho frente a la ciudadanía, torturó, perpetró la desaparición de personas (sin distinción de ideas, edades ni condiciones sociales o religiosas) y asesinó. Se produjo así un quiebre moral institucional, una conciencia de atravesar un umbral hacia el infierno tan temido. Y estando allí, el único deseo de que todo terminara, de acabar con ese laberinto infinito de pólvora, hastío, terror y muerte. ¿Cómo superar esa experiencia?
El lugar de la memoria en la reconstrucción de la Nación
Casi veinte años después de la finalización de aquel Proceso de Reorganización Nacional, la Comisión Permanente del Episcopado Argentino, expresaba el deseo de ser Nación en relación con la crisis inédita –coyuntural e histórica– que sufría nuestra patria y que suponía «un largo proceso de deterioro en nuestra moral social, la cual es como la médula de la Nación, que hoy corre el peligro de quedar paralizada»[20]. La Asamblea Plenaria del año siguiente (2002), retomaba esta idea señalando que «debemos pasar del deseo de ser Nación a construir la Nación que queremos. Por eso es necesario buscar los medios para que todos los ciudadanos del país determinen por consenso qué Nación queremos ser».[21] Incluso, antes de las elecciones nacionales de 2003, los obispos convocaron a los argentinos a «recrear la voluntad de ser Nación».[22] Y la misma Asamblea Plenaria, un año después de este llamamiento, iría más lejos afirmando «Hoy decimos a todos que no solo “queremos ser Nación” sino que necesitamos ser Nación, .cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común”»[23]
Diecisiete años después, esa necesidad está más latente que nunca. El endiosamiento del Estado o su envilecimiento, los proyectos sectoriales que no incluyen a todos, el populismo,[24] el cortoplacismo y la corrupción, la violencia verbal y física, la cultura del descarte –por edad o condición cultural, social o sexual–, la crisis económica del capitalismo y el crecimiento de la conflictividad, junto con un amplio abanico de etcéteras, son males que parecen ser endógenos a la realidad argentina y que requieren del compromiso de todos para la búsqueda del Bien Común, en el respeto de las instituciones democráticas. Entre todo ello, se presenta la fragmentación de nuestra sociedad fruto de aquel pasado en “eterno retorno” que nos lastima y provoca.
En conversación con el periodista Ernesto Tenembaum en Radio con Vos del pasado 4 de junio, y ante la pregunta sobre «¿cómo se sale del odio?», el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica señaló: «hay heridas que hay que ponerlas en la mochila y aprender a andar con ellas, y no ponerse a pasar cuentas porque viven para atrás y la vida es hacia adelante (…) Lo que importa es mañana, es el porvenir, lo que importa es discutir una salida, la esperanza. Lo que fue sirve para aprender, pero no sirve para cobrar, porque hay que aprender que en la vida hay cuentas que no se cobran, porque el tiempo pasa (…) Porque de lo contrario estamos paralizados (…) El fanatismo es una enfermedad, es pariente del amor porque el amor es ciego (¡y vaya que el amor es ciego!); pero el amor es creador al final, mientras que el fanatismo es destructor, destruye hacia fuera y destruye hacia dentro. Si nos pasamos la vida pasándonos cuentas no nos ocupamos de lo que vamos a hacer mañana».[25]
La violencia de la Argentina del siglo XX, es una cuenta pendiente que aún nos duele.[26] De un lado y de otro, por izquierda y por derecha, civiles y militares, obreros y empresarios, ricos y pobres, educados e ignorantes, hubo victimarios: gente que –con sus manos, su boca o su silencio– fue germen de violencia. La misma Iglesia –como actor social protagónico– estuvo, desgraciadamente, no solo en la vereda de los mártires: ¿acaso las legítimas opciones por los más necesitados o por preservar aquel orden “occidental y cristiano”, no llevó a algunos de sus miembros por caminos no evangélicos? Dentro de la esfera civil, tampoco todos fueron víctimas: una cosa es la pluralidad, discrepancia y batalla ideológica-cultural-social en el marco del respeto de las instituciones, y otra justificar que por alguna violencia sea lícita otra; una cosa es enfrentar a los elementos subversivos de la sociedad con bases legales, y otra muy distinta es desarrollar un terrorismo de Estado. Si bien las responsabilidades que le caben a cada sector y a cada protagonista –tanto en la sociedad civil como en el ámbito eclesial– son absoluta y llanamente disímiles, no es esto lo que pretendo poner de relieve.
Hoy la inmensa mayoría de los connacionales es víctima. Víctimas de una sociedad dividida que no puede reconciliarse con su pasado. Víctimas de una violencia –“felizmente”, aunque no solo– discursiva, que nos devuelve a una herida abierta que no hemos podido cicatrizar. «Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud» (Zorrilla), las disputas del pasado gozan de enorme vigencia. Porque «la ruina es la misma para vencedores y vencidos» (Demócrito), urgen, entonces, caminos de diálogo y concordia frente a la fragmentación social. Pero, ¿por dónde comenzar a construir un espíritu de fraternidad?
Ciertamente, la búsqueda de la unidad nacional no implica olvidar. Aun cuando quisiéramos callar o negar el recuerdo del dolor vivido, tampoco podríamos pues estamos construidos desde allí: por así decirlo, somos nuestra misma memoria. De allí que la memoria resulta vital para los seres históricos: nos permite asumir el pasado (condición de posibilidad para superar las heridas padecidas), entender el presente y proyectar un futuro común. Tener la vista exclusivamente estancada en el pasado, con el solo fin de cobrar la deuda generada por la violencia pasada, no es memoria: es duelo no superado –por culpa mía, suya y/o de otros– o lisa y llanamente, ideología. Como decía el escritor británico Lewis Carroll «¡qué pobre memoria aquella que solo funciona hacia atrás!» La memoria, que no implica desechar la justicia en pos de la necesaria reconciliación, exige no anclarse en el pasado.
Efectivamente, la memoria es necesaria para la construcción del futuro. En primer lugar, la necesidad de la memoria subjetiva –los sentimientos y las creencias personales– en pos de la verdad: ¿cómo desechar el dolor memorioso de una madre que ha perdido a su hijo? Pero en tanto fuertemente signada por la emocionalidad, tampoco puede ser criterio único y determinante de la memoria que ilumina mi presente y forja un futuro. Porque como sucede con todo trauma, recordamos algunos hechos y olvidamos otros. Y porque también, cuando se trata de un futuro común, esa memoria también puede ser manipulada para intenciones non sanctas.
Hace falta también la memoria de acontecimientos, protagonistas, palabras e ideas debidamente constatados. No se trata exclusivamente de hacer memoria de lo que siento o de lo que quiero (de lo que sentimos o de lo que queremos): se trata hacer memoria de lo que fue a partir de lo que podemos reconstruir de la realidad. Y para ello, como se dijo con la historia, nada mejor que una pluralidad de voces, un concierto polifónico de memorias: las huellas de la memoria colectiva transmitida por y entre generaciones son el material del conocimiento histórico.
No deberíamos pretender construir una Nación con una uniformidad de criterios y visiones sobre el pasado, como tampoco sin las diferencias objetivas del presente. ¿No es el pluralismo y la diversidad una riqueza a ser reconocida? La exclusión del otro –la “grieta”– nos empequeñece a todos –ayer, hoy y siempre– pero principalmente a nosotros. La justicia, tan largamente esperada, solo será posible a partir de la memoria común y plural en búsqueda sincera de la verdad que nos interpela. Eso desechará miradas parciales, evitando teorías de uno o dos demonios, por ejemplo, en la historia argentina reciente.[27]
Alguien dirá que estamos en la época del subjetivismo, del relativismo y de la pos verdad:[28] la época de la distorsión deliberada de la realidad objetiva y del triunfo de lo que aparenta ser verdad; siendo así, hacer hoy una auténtica memoria en conjunto resultaría imposible. Y podría tener razón… Por eso, más que nunca en estos tiempos, el camino para construir aquella Nación que queremos y necesitamos, debe ser inverso al seguido tradicionalmente: desde un común proyecto de futuro, debemos pensar el presente y rememorar –solo cuando llegue el kayrós [o tiempo oportuno]– las que serán cicatrices del pasado.
Ser Nación en la Argentina de hoy, se construye desde un proyecto de futuro, el deseo actual de seguir andando juntos y la conciencia de un pasado común fundado sobre el orden constitucional; aun cuando ese pretérito sea interpretado, vivido y sentido de manera distinta. Como decía Ernst Renán, una Nación se forja con «una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se están dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común».[29] La reconciliación no se impone, sino que exige la libertad de las partes; aunque anhelada hoy, su exigencia solo nos devuelve hacia la herida del pasado y no nos permite avanzar: mejor trabajemos en el presente por la fraternidad que nos coloca en un futuro común. El resto «vendrá por añadidura» (Mt 6,33).
En la misma entrevista a Mujica antes mencionada, y ante la pregunta sobre de dónde saca fuerza para no volver el tiempo atrás, el ex presidente uruguayo responderá: «es una actitud cultural. Yo no soy creyente, pero trato de leer los libros viejos pues a veces encierran muchísima sabiduría. Aquel decir bíblico del hombre que puso una mejilla, es una brutal manera de desarmar al iracundo. Es una metáfora que da una imagen: si quien me agrede le pago con una agresión me va a contestar igual y seguimos en la misma. La manera de desarmarlo moralmente es decirle: “¡Venga! ¡Denme un abrazo!” y le doy un saludo. “Vamos a empezar por tomar unos mates, aunque mas no sea”. A la larga es la manera de poder construir algo (…) Yo creo que se gana más con la palma de la mano, con una caricia, con un gesto que con una agresión»[30]
¿Y qué hacer hoy, entonces, con la memoria? Preservarla, alimentarla y profundizarla, conservarla paciente y fidedignamente, hasta que llegue la hora de compartirla y debatirla con el ánimo sosegado. «Todo tiene su momento oportuno y hay un tiempo para todo», dirá el Qohelet (Qo 3,1). Habrá pues que «desensillar hasta que aclare»,[31] porque lo que nos debemos ahora y de forma urgente, es el diálogo sobre el presente, que nos permita llegar a acuerdos sobre el futuro a largo plazo que nos espera. La discusión sobre la violencia del pasado –que reparte culpas a diestra y siniestra, y que muchos pretenden poner prioritariamente sobre la mesa del diálogo–, responde a visiones heridas, pero también –desgraciadamente– a otras muy mezquinas para el único beneficio de unos pocos. Sin renunciar nunca a la memoria, quizás haga falta cultivar un espíritu de renunciamiento, de humildad y de magnanimidad para superar el individualismo que corroe la fraternidad nacional.
Asumiendo esta perspectiva, en noviembre de 2012 los obispos argentinos reunidos en el marco de la 104° Asamblea Plenaria, han dado a conocer una Carta al pueblo de Dios. En el marco de algunas afirmaciones por parte del ex presidente de facto durante la última dictadura militar –Jorge R. Videla– que atribuyen a quienes entonces conducían el Episcopado alguna complicidad con hechos delictivos, señalaban que «conocemos los sufrimientos y reclamos de la Iglesia, por tantos desaparecidos, torturados, ejecutados sin juicio, niños quitados a sus madres, a causa del terrorismo de Estado. Como también sabemos de la muerte y desolación, causada por la violencia guerrillera. No podemos ni queremos eludir la responsabilidad de avanzar en el conocimiento de esa verdad dolorosa y comprometedora para todos. A pesar de que la historia vivida no se deja desentrañar fácilmente, y tampoco la responsabilidad que cabe a cada persona, nos queda la preocupación por completar un estudio demorado pero necesario».[32] Y más adelante expresan: «Nos sentimos comprometidos a promover un estudio más completo de esos acontecimientos, a fin de seguir buscando la verdad, en la certeza de que ella nos hará libres (cf. Jn 8,32). Por ello nos estamos abocando a revisar todos los antecedentes a nuestro alcance. Asimismo alentamos a otros interesados e investigadores, a realizarlo en los ámbitos que corresponda»[33]
La invitación de la Conferencia Episcopal ha hallado eco en la Facultad de Teología de nuestra Universidad. En mayo de 2018 constituyó un equipo de trabajo interdisciplinario para investigar La actuación de la Iglesia católica en la espiral de la violencia en la Argentina (1966–1983). A partir de un trabajo de relevamiento de fuentes, reflexión y elaboración de textos, los autores sometieron sus investigaciones a evaluadores internos y externos, a fin de enriquecer los propios escritos que formarán parte de un primer momento histórico – narrativo – documental. En la actualidad, se está trabajando en un segundo momento dedicado a hacer lecturas hermenéuticas – teológicas – interdisciplinarias a partir de los temas históricos estudiados en el primer momento.
Deseamos ser Nación, debemos construir la Nación que necesitamos. En septiembre de 1970 desde el exilio, Juan Domingo Perón le envió una carta al líder opositor Ricardo Balbín donde le decía: «juntos y solidariamente unidos no habrá fuerza política en el país que pueda con nosotros y ya que los demás no parecen inclinados a dar soluciones, busquémoslas entre nosotros…, ello sería una solución para la Patria y para el Pueblo Argentino». Dos años después, a su regreso del exilio (1972), esa voluntad de construir la unidad nacional quedó sellada con un abrazo entre ambos. Y ante el fallecimiento de Perón el 1 de julio de 1974, el mismo Balbín decía «este viejo adversario, despide a un amigo».
¿Estamos los argentinos tan lejos de esta actitud histórica para deponer las divisiones del pasado –que supone la memoria y la justicia –, asumir el diálogo en el presente –que se realiza en la unión de verdad y caridad– y poner nuestra mirada en el futuro –en pos de la fraternidad social–?
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Notas