Cátedra Internacional Ley Natural y Persona Humana
Recepción: 01 Febrero 2024
Aprobación: 08 Febrero 2024
Resumen: El trabajo que ahora se presenta fue redactado por John Mitchell Finnis, actualmente Profesor Emérito de la Universidad de Oxford y titular hasta hace pocos años de la Cátedra Biolchini de Derecho de Familia de la Universidad de Notre Dame du Lac, en los Estados Unidos, y es el desarrollo de una conferencia pronunciada por el pensador australiano en la Thomas More Society de Melbourne, Australia. Se publicó originalmente en la revista australiana The Priest y posteriormente fue reeditado, con correcciones, en el volumen V de los Collected Papers del profesor Finnis, con el título de Faith, Morals, and Thomas More
Palabras clave: John Finnis - Tomás Moro - Fe - Moral.
TOMÁS MORO, SOBRE LA FE Y LA MORAL
John M. Finnis
Aprobado: 1 de febrero de 2024
Recibido: 8 de febrero de 2024
Para citar este artículo:
Finnis, John M. “Tomás Moro, sobre la fe y la moral”.
Prudentia Iuris, 97 (2024):
DOI: https://doi.org/10.46553/prudentia.97.2024.1
Presentación de Carlos I. Massini-Correas (Traductor) al trabajo: “Tomás Moro, sobre la fe y la moral” de John Finnis[1]
Tomás Moro (Thomas More) nació en febrero de 1478 en Londres, en el seno de una familia burguesa de comerciantes y abogados, firmemente partidaria de los Tudor, como hijo del juez Sir John More, un personaje destacado del reinado de Enrique VII[2]. Luego de estudiar las primeras letras en Saint Anthony’s Grammar School, continuó su formación oficiando como paje-estudiante en la corte del entonces Arzobispo de Canterbury y Canciller de Inglaterra, el Cardenal John Morton, para pasar luego a la Universidad de Oxford, en la que cursó el trivium y el cuadrivium. Terminados sus estudios universitarios, ingresó primero al New Inn y luego al Lincoln’s Inn, las escuelas gremiales londinenses de Derecho, graduándose en esta última con honores y donde llegó a ser profesor (reader) a los veinticuatro años.
Se destacó luego como abogado de los comerciantes e industriales de Londres, en especial de los empresarios textiles, en cuya representación ejerció una serie de encargos diplomáticos en los Países Bajos, y fue electo, en 1504, como su representante en la Cámara de los Comunes. Al mismo tiempo, trabó amistad con los humanistas más importantes de su tiempo, en especial con Erasmo, y tradujo al inglés varias obras humanistas, entre ellas, la Vida de Pico de la Mirándola, escrita en realidad por el sobrino de este, Gianfrancesco. Dudando por un tiempo si entregarse a la vida religiosa o permanecer como laico en el mundo, vivió un largo período como huésped en la Cartuja de Londres, donde escribió un Diálogo sobre las realidades últimas y preparó un ciclo de conferencias sobre La ciudad de Dios de San Agustín, que pronunció en la iglesia de Saint Lawrence Jewry.
En 1505, ya acreditado como abogado, se casó con la joven Jane Colt[3], hija de un caballero de Essex, con quien tuvo tres hijas y un hijo y que murió en 1511, a los veintitrés años, probablemente como consecuencia del último parto. Prácticamente sin demora, Moro se casó a los pocos meses con una adinerada viuda madura de Londres, Alice Middleton, quien lo sobrevivió a su muerte. Interrogado por Erasmo por las razones de su segundo casamiento con una mujer tan mayor y autoritaria, le respondió que no lo hacía por la concupiscencia de la carne, sino por la necesidad de tener a alguien que le cuidara los hijos y le administrara la casa, cosas en las que la señora Middleton era muy solvente. Moro tuvo también dos hijas (al menos de hecho) adoptivas: Margaret Giggs, que había sido puesta por su familia carnal a su ciudado y Alice Middleton (h), hija del primer matrimonio de su segunda esposa y que actuó siempre de un modo estrictamente filial.
En 1513 escribió una breve Historia del Reinado de Ricardo III, muy negativa para ese rey y que sirvió de base a la obra homónima de Shakespeare y sobre todo para la pésima fama que ha ostentado desde entonces ese monarca. Y en 1515 fue enviado en misión comercial a Flandes, donde permaneció varios meses y aprovechó su abundante tiempo libre para escribir Utopía, la más célebre de sus obras, que se publicó por primera vez en Lovaina en 1516. Esta obra –escrita originalmente en latín– es uno de los textos más impresos, traducidos, comentados y citados de la historia de la literatura y vale la pena leerla en la excelente edición elaborada por Andrés Vázquez de Prada, que se cita más adelante.
Al año siguiente, el Rey Enrique VIII lo convocó a formar parte de su Consejo, en cuyo carácter lo acompañó en varias misiones diplomáticas en el extranjero, hasta ser designado Vicecanciller del Tesoro y ascendido a Caballero (Knight), lo que le permitía usar el título de Sir. En 1523 escribió una enérgica Respuesta a Martín Lutero, en la que defendía los principios del catolicismo frente a los postulados de la reciente Reforma Protestante.
Luego fue designado Administrador de la Universidad de Oxford y Juez en la Cámara de la Estrella, uno de los tribunales más importantes del Reino. En 1529 publicó un muy extenso Diálogo acerca de las herejías, en el que atacaba muy meticulosamente las obras de varios de los reformadores, y un precioso libro de piedad, titulado Súplica de las almas. En ese mismo año dimitió el Cardenal Wolsey a la cancillería del Reino y Moro fue designado por Enrique VIII Canciller de Inglaterra.
En el año 1532 Moro escribe la Refutación a Tyndale, un teólogo protestante inglés y, simultáneamente, el Parlamento aprueba el Acta que establece la supremacía del Rey sobre el Papa en la Iglesia de Inglaterra (Act of Supremacy), por lo que Moro renuncia a su cargo, alegando razones de salud, y se retira a su casa de Chelsea, territorio que en ese entonces quedaba fuera de los límites de la Ciudad de Londres. A pesar de que desde ese momento solo se dedicó a estudiar y escribir y nunca dijo ni publicó nada sobre el matrimonio del Rey con Ana Bolena, en 1534 fue acusado de oponerse al segundo matrimonio de Enrique y conminado a jurar el Acta de Sucesión, que traspasaba los derechos al trono a los hijos de Ana. Moro, que siempre había considerado ilegítimo el divorcio del Rey de la Reina Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, se negó a prestar el juramento y el 17 de abril fue encarcelado en la Torre de Londres. En la Torre escribió varias obras: Tratado sobre la Pasión, Diálogo de la fortaleza frente a la tribulación y Acerca de la agonía de Cristo, además de muchas cartas profundas y emotivas[4].
El 1º de julio de 1535 fue sometido nuevamente a proceso, esta vez por negarse a jurar el Act of Supremacy, que confirmaba el gobierno total de Enrique sobre la Iglesia de Inglaterra. Encontrado culpable de alta traición, sobre la base del evidente perjurio de Richard Rich, fue decapitado en la colina de la Torre el 6 de julio de ese año. Sus últimas palabras fueron “muero como un buen servidor del Rey, pero mejor servidor de Dios”. En 1935 fue canonizado por el Papa Pío XI y en 2001 Juan Pablo II lo proclamó Patrono de los Gobernantes y Políticos, a petición de un grupo de hombres de estado, encabezados por el expresidente de Italia, Francesco Cossiga.
A lo largo de toda esta rica y multifacética vida, Tomás Moro puso siempre de manifiesto una muy profunda y sabia religiosidad, sustentada en el estudio riguroso de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y en la serena meditación personal. Pero esta intensa religiosidad no le impidió participar muy activa y eficientemente en las cosas del mundo: políticas, comerciales, intelectuales, familiares, etc. Puede decirse que todo lo que encaró en su vida lo hizo con una competencia y una energía sobresalientes, destacándose en todo ello siempre de modo relevante. Fue, por otra parte, un humanista notable, no solo como pensador agudo y polemista temible, sino como activo promotor del humanismo en Inglaterra y en los Países Bajos; su obra Utopía ha quedado para toda la posteridad como modelo de la concepción humanista de la política y como la obra fundacional de un género de literatura política[5].
Pero también corresponde destacar aquí la afabilidad de su carácter, siempre dado a las chanzas y bromas, y su sincero cultivo de la amistad, muy especialmente de la amistad familiar; en este ámbito, se mostró siempre como un padre dedicado y afectuoso, como un esposo ejemplar y como un amigo fiel hasta las últimas consecuencias. Su personalidad enérgica y vigorosa, su mansedumbre en el trato y su fortaleza frente al martirio configuraron una personalidad que permanece como modelo de hombre público probo y eficaz, de intelectual comprometido con la verdad, de padre y esposo excepcional y de cristiano cabal, valiente, íntegro y consecuente.
En este punto, es conveniente agregar, con palabras de Juan Pablo II, que “es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro, que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades e instituciones legítimas, precisamente porque en ellas quería servir, no al poder, sino al ideal supremo de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el Estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de la equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; y promovió la educación integral y humanista de la juventud. El profundo desprendimiento frente a los honores y las riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito político, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte”[6].
El trabajo que ahora se presenta fue redactado por John Mitchell Finnis[7], actualmente Profesor Emérito de la Universidad de Oxford y titular hasta hace pocos años de la Cátedra Biolchini de Derecho de Familia de la Universidad de Notre Dame du Lac, en los Estados Unidos, y es el desarrollo de una conferencia pronunciada por el pensador australiano en la Thomas More Society de Melbourne, Australia. Se publicó originalmente en la revista australiana The Priest y posteriormente fue reeditado, con correcciones, en el volumen V de los Collected Papers del profesor Finnis, con el título de Faith, Morals, and Thomas More[8]. Finnis, originalmente anglicano y luego agnóstico, se convirtió al catolicismo a los 26 años, a poco de casarse con Carmen McNally, una profesora de literatura católica de origen irlandés. A partir de su conversión se comprometió activamente en la defensa de la filosofía y de la doctrina católica, habiendo sido designado miembro de la Comisión Teológica Internacional y del Consejo Pontificio Justicia y Paz de la Santa Sede, así como integrante de la Pontificia Academia Pro Vita.
En el trabajo que ahora se presenta, el profesor Finnis destaca con solvencia varios puntos relevantes de la vida y especialmente de la obra de Tomás Moro. Ante todo, pone de manifiesto que la lucha llevada adelante por el humanista inglés contra las ideas de los reformadores protestantes no tiene solo un valor histórico, reducido al contexto temporal en el que fue llevada a cabo, sino que reviste una especial importancia en nuestros días, toda vez que varias de las ideas que Moro refutó con enjundia tienen correlatos muy similares en nuestro tiempo. En efecto, ideas como la de la “opción fundamental”, elaborada originalmente por Martín Lutero, han sido reiteradas en estos días por varios pensadores sedicentemente católicos, aunque de un modo más pulimentado, velado y subrepticio. Lutero tenía un estilo directo y casi brutal que en nuestros días resultaría chocante, por lo que sus mismas o similares ideas son difundidas actualmente de un modo más “políticamente correcto”, es decir, más conforme a las modas intelectuales hodiernas.
Otro tanto ocurre con la deriva subjetivista de algunas corrientes de la teología, tanto en el aspecto dogmático como en el moral. Finnis pone aquí de relieve cómo la fe pierde en estos últimos intelectuales su fundamental raíz objetiva para transformarse en la mera expresión de sentimientos o emociones estrictamente individuales, generalmente conformes con las modas más arraigadas en la cultura contemporánea. De este modo, el aborto, la eutanasia, el laxismo sexual, la “ideología de género” y otras ideas y prácticas aceptadas por la ética secular de nuestros días, que en la tradición católica han sido consideradas siempre como “intrínsecamente malas”, pasan a ser tenidas por aceptables para los cristianos en nombre de una “misericordia” entendida de modo extremadamente laxo y meramente subjetivo.
La necesidad de que tanto las verdades dogmáticas, como por ejemplo la transubstanciación, o las morales, como en general los denominados “absolutos morales”, estén siempre enraizadas en la tradición de la Iglesia, es reafirmada firmemente por Finnis en este trabajo frente a las corrientes de ideas que, basándose las más de las veces en inexactitudes o simples falsedades, intentan adaptar el depósito de la fe a las exigencias, a veces tiránicas, de la cultura en boga tardo-moderna y posmoderna. Otro tanto ocurre con el concepto de conciencia, que de significar el acto por el cual se aplican las normas morales objetivas a las situaciones concretas, ha intentado concebirse como un bill de indemnidad frente a ellas y como la consagración del valor irrefutable de la opinión meramente subjetiva en cuestiones de moralidad concreta.
Más aún, muchas de las ideas morales difundidas desde fines del siglo XXI son el resultado de un mero constructivismo ideológico, tal como ocurre paradigmáticamente con la ya mencionada “ideología de género”, o con las derivaciones “trans” o “pos” humanistas, para las cuales la realidad objetiva de las “cosas humanas”, como decía Aristóteles, desaparece completamente del horizonte antropológico, ético y ontológico. Es más, en varios países y ámbitos culturales, estos constructos ideológicos intentan imponerse por la fuerza de un pseudo-derecho o por la simple opresión cultural o mediática. La razón principal de este intento de imposición forzada de esquemas morales o antropológicos ha sido muy bien resumida por Hannah Arendt al explicar que la razón por la que las ideologías intentan implantarse por la fuerza radica en su incapacidad de convencer racionalmente a los hombres para que acepten el supuesto acierto y conveniencia de sus contenidos. Además, es preciso no confundir las ideologías con las utopías, en especial con la Utopía redactada en 1516 por Moro en Flandes.
Finalmente, corresponde consignar que Finnis pone especialmente de relieve en este texto la actualidad y las virtualidades del ejemplo intelectual y personal de Tomás Moro para la hora presente. Y esto, en primer lugar, porque se trata de un ejemplo de vida cristiana que desarrolló todas sus actividades en medio del mundo: actuando como abogado, diplomático, padre de familia, pensador y escritor humanista, polemista religioso y político de especial relevancia. Pero en segundo lugar, lo importante es que, a pesar de estar y vivir activamente en medio del mundo, no se rindió a él ni a los desvaríos de su época, y esto último a pesar del deplorable ejemplo dado por los obispos ingleses (solo uno, San John Fisher, se negó a jurar el Act of Supremacy) y por la gran mayoría de los sacerdotes, que entregaron la prelacía religiosa del Papa de Roma a cambio de su inclusión en el nuevo régimen absolutista instaurado por Enrique VIII.
Por esta razón, el ensayo de John Finnis que ahora se presenta aparece como una valiosa contribución al esclarecimiento de las ideas religiosas de nuestro tiempo en materia de los contenidos y actitudes en el ámbito de la fe y la moral. Y contribuye también a la reivindicación de una figura como la de Tomás Moro, que ha sido atacada varias veces como intransigente y cerrada[9], cuando en realidad, como lo muestra Finnis, fue siempre un ejemplo de sencillez, apertura a la mejor inteligencia de su época y de ductilidad en las opiniones y en el trato con sus contemporáneos. Por todo esto, vale la pena leer con detenimiento este breve ensayo, que seguramente será para sus lectores de enorme provecho intelectual y personal.
Carlos I. Massini.
Tomás Moro, sobre la fe y la moral (Por John M. Finnis)
Preámbulo
En la tarde del domingo 12 de abril, una semana después de la Pascua de 1534, Tomás Moro fue citado para presentarse la mañana siguiente en el Lambeth Palace, para prestar el juramento público requerido a todos los súbditos adultos por la nueva Act of Succession –un juramento de mantener y observar “el completo efecto y contenido” de ese Acta, que declaraba que el matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón era contrario a la ley de Dios y completamente nulo a pesar de la dispensa papal, en virtud de la cual se había celebrado veinticinco años antes. Ese domingo por la tarde, y nuevamente en la mañana siguiente, Moro fue a confesarse. Después de la Misa matutina, le dijo adiós a su familia y fue al Lambeth Palace, entonces como ahora la residencia del Arzobispo de Canterbury. Los comisionados para la administración del juramento habían citado, ese lunes por la mañana, a un gran número de clérigos londinenses y a un solo laico, Moro. Y fue Moro a quien llamaron primero. Él leyó silenciosamente el Act of Succession, así como el juramento consignado bajo el Gran Sello, y se negó a prestar ese juramento. Después de fracasar tratando de que él dijera las razones de su negativa, los comisionados lo enviaron a una habitación contigua a reflexionar.
A través de las ventanas de la habitación, mirando abajo al jardín, pudo ver –como sin dudas le habían dicho que hiciera– a la clerecía de Londres pasando a través del jardín; la mayoría estaban bastante alegres, palmeándose unos a otros en la espalda y pidiendo cerveza en la taberna del Arzobispado[10]. Todos prestaron el juramento, salvo uno que fue despachado rápidamente a la Torre de Londres, donde languideció por tres días hasta que aceptó el orden reformado y protestante.
¿Por qué se negó Moro a prestar el juramento, incurriendo así automáticamente en la pena de prisión (que comenzó, efectivamente, esa misma mañana) y de confiscación de todos sus bienes? Su razón, creo yo, fue una que ni entonces ni después Moro podía explicar sin incurrir inmediatamente en la pena de muerte por traición. Y cuando, más de un año después, fue encontrado culpable de traición y estaba entonces en posición de hablar libremente, el problema central había cambiado, en virtud de la sanción de un estatuto posterior, el Act of Supremacy, bajo el cual quien no lo juraba resultaba condenado a muerte. Por lo tanto, Moro nunca explicó directamente su decisión verdadera y originaria, la de rehusarse al juramento. Y los historiadores y biógrafos han permanecido generalmente en la oscuridad sobre este punto. Pero la razón, pienso yo, es clara y no está en duda. Moro creía, en 1534 así como en 1529, cuando llegó a ser Lord Canciller, que el matrimonio de Enrique con Catalina era congruente con la ley divina y perfectamente válido, ya sea por la dispensa papal que lo autorizó, ya sea porque el matrimonio de Catalina con el hermano de Enrique, Arturo, nunca había sido consumado.
Moro no pensaba que la referida a la validez del matrimonio de Enrique y Catalina fuera una cuestión acerca de la cual todas las personas honestas y competentes debían concordar; pero él había hecho sus propios estudios de los correspondientes problemas teológicos y había llegado a la conclusión de que el matrimonio era válido. (Y si necesitaba alguna confirmación, la podía encontrar en el juicio del Papa, expedido solo unas pocas semanas después de Pascua, luego de años de demora: el matrimonio era, por lo tanto, válido). Prestar el juramento hubiera sido jurar que él, Moro, sostenía que el matrimonio era inválido, cuando en su propia mente creía que era válido. Por lo tanto, prestar ese juramento habría significado, para él, asegurar públicamente y con Dios como testigo ante los hombres, una falsedad deliberada, intentando engañar a otros acerca del estado de sus creencias –en definitiva, habría significado mentir.
Por lo tanto, Moro fue a la Torre por una cuestión de moralidad: la absolutidad, la verdad incondicional y la fuerza de la norma moral común y universal (aunque específica) que excluye la mentira, y más específicamente, mentir bajo juramento.
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Moro y la Reforma Protestante
La Reforma, cuya creciente marea podríamos ver si miráramos con Moro abajo en el jardín, o si volviéramos con él a enfrentar los comisionados otra vez, era entre otras cosas una crisis de moralidad –simbolizada en una forma amable pero real y representativa por el jefe de los comisionados, Thomas Cranmer, obispo cismático de Canterbury, cuyo 500 aniversario de su nacimiento fue celebrado (bastante tibiamente) en 1989 en Inglaterra. Allí estaba sentado (Moro prefirió permanecer de pie) el Arzobispo de Canterbury, que menos de un año antes había prestado públicamente juramento de obediencia al Papa, habiendo jurado previamente y en secreto no intentar prestar ni significar ese gran juramento –en otras palabras: que mintió, públicamente y bajo juramento, en orden a asegurarse una oportunidad de promover decisivamente la causa protestante en Inglaterra.
El catálogo de Moro de las que él llamaba “conclusiones y más vergonzosas opiniones de Lutero”, un catálogo que incluyó en su Dialogue Concerning Heresies de 1529, otorga un lugar de honor a la crisis de la moral inaugurada por las enseñanzas de Lutero:
“Ítem: él enseñó que la sola fe es suficiente para nuestra salvación, con nuestro bautismo, sin obras buenas. Él dijo también que es un sacrilegio tratar de agradar a Dios con cualquier obra y no con la sola fe.
Ítem: ningún hombre puede hacer alguna obra buena.
Ítem: que el hombre recto y bueno siempre peca haciendo el bien.
Ítem: que ningún pecado puede condenar a cualquier cristiano, sino solo la falta de creencia. Porque sostiene que nuestra fe suple [consume] todos nuestros pecados, por grandes que ellos sean.
Ítem: enseña que ningún hombre tiene [alguna] voluntad libre, ni puede hacer nada libre, no sin la ayuda de la gracia, sino que todo lo que hacemos, bueno y malo, no lo hacemos por nosotros, sino que solo corresponde a Dios hacer todas las cosas en nosotros, buenas y malas, así como la cera es trabajada por las manos del hombre en una vela o una imagen, sin que haga nada por ella misma.
Ítem: afirma que Dios es verdaderamente el autor y la causa de la mala voluntad de Judas al traicionar a Cristo, así como de la buena voluntad de Cristo al sufrir su pasión”.
El Concilio de Trento, veinte años después, recogerá esta última afirmación de Lutero para una condena explícita, junto por supuesto con varias otras. Hoy en día, el movimiento “ecuménico” nos alienta a suponer que una lista de los errores de Lutero, como la de Moro o la de Trento, es un elenco de repudiables malentendidos. Pero esta suposición sería precipitada. La posibilidad de que un laudable deseo de reconciliación entre los cristianos de hoy en día lleve a aquellos que revisan las controversias de la Reforma a comprender mal los datos históricos, es por lo menos una posibilidad tan viable como la de que la cólera y el enfrentamiento del disenso y la controversia lleven a los participantes en esas disputas a comprender mal los fundamentos de las posiciones de sus oponentes.
La posibilidad de que alguien de la inteligencia, estudio, auto-disciplina y equilibrio de Tomás Moro entendiera a Lutero mejor, y presentara sus puntos de vista de modo más preciso, que lo que lo hacen la mayoría de los teólogos de fines del siglo XX, resulta muy incrementada por este hecho innegable: que las principales posiciones de los primeros reformadores, como Lutero, Zuinglio, Tyndale y Ecolampadio (Oecolampadius), son posiciones que durante los siglos subsiguientes, y en algunos casos durante las siguientes décadas, fueron casi completamente abandonadas por las principales iglesias protestantes. ¿Quién sostiene hoy en día algo parecido a la posición de Lutero acerca de la predestinación, sobre la total ausencia de voluntad libre, sobre la total depravación del hombre, sobre la salvación por la sola fe o aún sobre la suficiencia independiente y completa de la Escritura?
La Reforma Protestante pretendió ser sobre todo un movimiento en favor de la sinceridad y simplicidad en la fe y la vida cristiana. ¿Por qué atrajo la oposición preeminente de un hombre cuya fe y vida cristianas fueron de verdadera y especial sinceridad, de interioridad, abierta simplicidad y liberación de las formas vacías? Permítaseme discutir este asunto mientras planteo la cuestión sugerida por el repetido, casi burlón, comentario del último biógrafo de Tomás Moro, Richard Marius, en su muy interesante y en ciertos aspectos perceptiva e importante biografía: el comentario de que los miles de páginas escritas por Moro en controversia con los protestantes (varios cientos de estas páginas escritas mientras fue un Lord Canciller que resolvió y puso al día la gran cantidad de casos atrasados en la Cancillería) fue una labor inútil y sin sentido. ¿Por qué Moro escribió esas páginas? ¿Por qué él vio a los reformadores y a su causa con un horror que lo hizo llevar adelante su vasto proyecto de refutar todas y cada una de sus enseñanzas?
No fue un amor conservador o un simple respeto por aquello en lo que había sido educado, y sus padres antes que él, o por las formas sociales en las cuales había crecido, un amor y un respeto que excluyera el cuestionamiento de sus fundamentos y la búsqueda de una comprensión de lo que era esencial y accidental en ello, así como de su vulnerabilidad a la crítica y la Reforma. Por ejemplo: la misma jerarquía de la Iglesia de Inglaterra, que a mediados de 1530, habría de defeccionar abyectamente, junto con la mayoría de su clerecía, había, en la década anterior (como también antes), rechazado el proyecto de traducir la Biblia a la lengua vernácula; pero este fue un proyecto calurosamente apoyado por Moro (y cumplimentado por los católicos en Francia, Alemania y Venecia, varios años antes de la Reforma). Más aún, la reflexiva y crítica valoración de los fundamentos morales, políticos y económicos de la organización social realizada por Moro en su Utopía no necesita ser ahora recordada.
Por lo tanto, la respuesta de Moro a los reformadores no fue meramente conservadora. Es la respuesta de quien, a la inversa de los obispos ingleses (menos sabios que él) y de su amigo Erasmo (más erudito que él), comprendió que las demandas protestantes por una Reforma en fe y moral ponían en cuestión los fundamentos mismos de la Cristiandad, de la creencia en un Dios que creó todo desde la nada y que se manifestó a sí mismo en la historia humana a través de la revelación pública y definitiva constituida por la encarnación, vida y obras de Jesús de Nazareth, Dios hecho hombre. La protesta de Moro es contra la subjetivización de la fe, contra la búsqueda del criterio de la fe en la propia creencia interior, más que en la recepción de la revelación de Dios por los apóstoles y su transmisión a lo largo de la historia por el cuerpo común de la Cristiandad, la Iglesia congregada y guiada por los sucesores de los apóstoles, tal como fue dispuesto por Jesucristo.
II
La Reforma y la fe católica
La Reforma tuvo éxito en desacreditar (overthrowing) la fe católica, los sacramentos y el culto en la medida en que convenció a los cristianos de someter la fe y el orden sacramental al test de la experiencia, del sentimiento, de lo que afecta o no a cada uno. Tal como lo dijo Tyndale en su Answer to Sir Thomas More (1531), la cuestión de si el Papa y los obispos en comunión con él son la Iglesia, con la autoridad de enseñar definitivamente, ha de ser sometida al test de la propia experiencia:
“Juzguen si es posible que algún bien pueda provenir a sus almas de sus estúpidas ceremonias y sacramentos. Juzguen si sus penitencias, peregrinaciones, perdones, purgatorio, rezo a postes, bendiciones estúpidas, absoluciones tontas, sus idiotas farfullas y aullidos, sus imbéciles y extraños gestos sagrados, como todas esas estúpidas vestimentas, satisfacciones y justificaciones. Y como encontrarán todo eso falso en muchos aspectos, ténganlos a todos por nada”[11].
Los sacramentos católicos son estúpidos (Tyndale espera que sus lectores estén de acuerdo) porque, en el sentido preciso del lenguaje contemporáneo, ellos no me hablan a mí, ellos no me hacen nada a mí. El catolicismo me ofrece, dice Tyndale, solo una “fe histórica”, una fe que define como dependiendo de “la verdad y honestidad del que la cuenta”, o “de la opinión común y consentimiento de varios”. Lo que yo quiero y puedo tener (dice Tyndale) es una “fe sentida” –“una fe segura, y por lo tanto siempre fructífera–”[12].
Moro acepta que por supuesto la fe católica es una fe histórica, una fe confiada a aquellos que fueron testigos de las obras y las palabras de Cristo, de sus milagros, su oración, su sufrimiento, su resurrección, y que testimoniaron su realidad predicándola aun hasta el martirio, y comunicándonos a nosotros su suprema fe histórica, a través de la transmisión del completo depósito de la fe, en las tradiciones no escritas y en las Escrituras de la Iglesia. Los reformadores pueden creer que su sentimiento de fe es verdadero, objetivo, común y comunicable, porque es comunicado por el Espíritu Santo. Pero no pueden saber nada acerca del Espíritu Santo, salvo por las enseñanzas de Jesús; y ellos admiten que no pueden conocer estas enseñanzas, salvo por las Escrituras; y a estas Escrituras ellos no pueden racionalmente juzgarlas como confiables y verdaderas, salvo descansando en los juicios realizados, hace muchos años, por la Iglesia, cuyos juicios fueron y son, que esos libros determinados, en todas sus afirmaciones, son confiables y verdaderos, mientras que otro gran número de presuntos testimonios acerca de Jesús son engañosos y falsos. Y la misma Iglesia que realizó este juicio definitivo sobre el canon de la Escritura ofrece, asimismo, sus juicios definitivos acerca del sentido de esas Escrituras, y acerca de materias (como el aborto) sobre las que las Escrituras no dicen nada explícito, pero acerca de las cuales la tradición de la Iglesia ha tomado posición, desde aun antes de que los escritos del Nuevo Testamento fueran medianamente completados.
Lo que espoleaba a Moro adelante en su lucha era entonces la convicción de la pura tontería, el embrollo, la confusión intelectual, de un movimiento que no reconocía su propia incoherencia al descansar en el juicio definitivo de la Iglesia acerca de lo que son y no son Escrituras, negando al mismo tiempo que la Iglesia pueda juzgar acerca de la verdad de algo de modo definitivo. De un modo similar, eran manifiestos para Moro los embrollos existentes en el rechazo del libre albedrío y en otras posiciones principales de Lutero y sus seguidores.
También era claro para Moro que esas confusiones podían ser atractivas y efectivas solo porque cada componente intelectual, cada proposición, en esa enseñanza en general incoherente, era necesaria para racionalizarla posición alcanzada y sostenida, no por razones, sino para responder, satisfacer y expresar sentimientos.
Moro escribía y escribía. Él lo hacía porque escribir para la publicación es actuar en el ámbito público, participar en el ámbito de lo común, idealmente del discurso universal, acerca de realidades que están en ese ámbito, tal como lo es supremamente la fe en el Evangelio. Lo que es razonable puede integrar sentimientos si no está dominado por los sentimientos, por la experiencia privada, sino que expresa las comprensiones y los juicios que cualquier ser racional puede hacer con la evidencia disponible, incluyendo la evidencia de testigos. Lo que la Iglesia católica instruye y practica en su fe y culto expresa las comprensiones y juicios de una vasta sucesión de personas humanas razonables que reciben, verifican y transmiten la tradición completa (incluyendo las Escrituras) en la cual el acto divino de revelación accesible y pública es efectivizado hasta el fin de la historia humana. Porque ese acto no es efectivo salvo que lo que fue enseñado por Jesús haya sido oído y apropiado, y lo que fue hecho por él haya sido conocido y apropiado. La apropiación por los apóstoles de lo que habían oído y visto les tomó tiempo. Pero el acto de revelación divina se completó cuando su apropiación por ellos fue completa, en otras palabras, al momento de la muerte del último de los apóstoles. Desde ese momento en adelante, nuestro acceso a la revelación divina se realiza por la apropiación de lo que los apóstoles se habían apropiado, no menos ni más; y una interpretación de ella es aceptable solo si es consistente con su totalidad y con el hecho de que esa revelación haya nacido en la historia por medio de la comunidad cuyo nacimiento fue uno de los principales objetos del discurso y acción de Jesús.
El depósito de la fe está disponible para cada miembro individual de esa comunidad, y por supuesto para cualquiera que quiera devenir miembro suyo por su propia y libre elección; pero la comprensión privada por parte de cada individuo de ese depósito será irracional si no es coherente con la comprensión que ha sido aceptada y propuesta definitivamente por aquellos que han sido encargados de transmitirlo en su integralidad, y aquellos santos, padres de la Iglesia y doctores de la Iglesia que la han asumido integralmente. Todo el Evangelio habla al corazón individual –por el poder del Espíritu, insiste Moro, y no “inútilmente”– pero pertenece esencialmente al vasto espacio público habitado por los creyentes de todas las épocas. Los creyentes de todas las épocas, por lo tanto, participan en un vasto y común discurso público con cada uno de los otros, y con el más o menos descreído mundo al cual el Evangelio debe ser propuesto (como por San Pablo a la intelligentzia ateniense), así como con los “hombres nuevos” (novi homines, “gente nueva”, tal como Moro los denomina), cristianos que han caído en lo que nosotros llamamos disenso y Moro denominaba herejía.
III
Moro y la conciencia moral
Voy a volver a Moro, en el Lambeth Palace, en aquel cálido lunes de abril por la mañana. ¿Qué les dijo a los comisionados cuando le exigieron prestar el juramento? Tal como lo escribió a su hija pocos días después:
“Yo les mostré que mi propósito no era imputar alguna falta, ni al Acta, ni a cualquier hombre que la haya redactado, ni al juramento, ni a cualquier hombre que lo haya prestado, ni condenar la conciencia de alguna otra persona. Pero en cuanto a mí mismo y en buena fe, mi conciencia me movía de tal manera en el asunto […] que no podía aceptar el juramento que se me proponía sin poner mi alma en peligro de condenación eterna”[13].
En los últimos años del siglo veinte, el término “conciencia” es posible que sea entendido como es usado por muchos, de un modo influido profundamente no solo por la apelación protestante a la experiencia interna, sino también por la concepción posiluminista de un mundo en el cual la única fuente de sentido y valor es la mente humana, que establece el sentido y el valor por un propio acto autónomo, auto-constituyente y auto-constituido, un acto expresivo de su propia experiencia interna, de su sentido de individualidad y de mismidad. Esta concepción de la conciencia es la atribuida a Moro por Robert Bolt en la obra de teatro y en el film A Man for All Seasons. Pero tal como Anthony Kenny alega en el último capítulo de su pequeño libro Thomas More, esta concepción de la conciencia es diametralmente opuesta a la de Moro. Para Moro, como para San Pablo, Tomás de Aquino, John Henry Newman y el Concilio Vaticano II, la conciencia es nada más que: (i) la propia captación inteligente, la propia comprensión de las formas fundamentales del bien y del mal intrínsecos y de los principios fundamentales de la razonabilidad práctica, de lo correcto e incorrecto, y por lo tanto (ii) el propio juicio, en situaciones particulares, acerca de cómo esos principios verdaderamente se aplican a la situación. Cuando el propio entendimiento del bien y el mal, de lo correcto e incorrecto, ha sido estabilizado y clarificado, y suplementado por la revelación divina que predica la Iglesia, se ha de entender a esos principios como preceptos o normas de la ley divina. Tal como dice el Aquinate, y Tomás Moro ciertamente estaría de acuerdo:
“La fuerza vinculante de la conciencia, aún de la conciencia errónea, es idéntica a la fuerza vinculante de la ley de Dios. Porque la propia conciencia no dice que X ha de ser hecho o Y evitado salvo que uno crea que Y es contrario a, o X está de acuerdo con, la ley de Dios”[14].
Al rehusarse al juramento, Moro se apoyaba (pienso yo) en dos juicios muy serios: (a) que el casamiento con Catalina era válido y conforme a la ley divina, y (b) que declarar bajo juramente que algo no es de un modo determinado cuando en realidad uno juzga que es de ese modo determinado, es mentir, lo que es siempre en contra de la ley divina. Al decir que él no denuncia la conciencia de otros, estaba diciendo nada más que él consideraba posible que alguien arribara a una convicción equivocada acerca del matrimonio de Catalina (por ejemplo, que ese matrimonio era inválido) sin deshonestidad, mala fe o corrupción de su conciencia. Esa persona, si prestara el juramento, no estaría ni mintiendo (como lo hubiera hecho Moro si él hubiera prestado el juramento), ni manifestando una conciencia voluntariamente corrupta –si bien esa persona, en el juicio de Moro, estaría equivocada. Pero por supuesto, Moro no estaba negando en absoluto que varios de los que prestaron el juramento estuvieran –sin dudarlo– mintiendo, y muchos otros, aunque no estuvieran mintiendo, eran de mala fe pecaminosa, al haber preferido la conveniencia política, o algo semejante, a una investigación imparcial y cuidadosa acerca de la verdad del matrimonio de Catalina, en particular, o sobre la teología y disciplina de la Iglesia acerca del matrimonio, en general.
Una de las más brillantes historias del magnífico Dialogue of Comfort Against Tribulation de Moro, escrito en el año final de su prisión en la Torre, recuerda en términos simples cuán susceptible es la propia conciencia a la corrupción, ya sea por el cinismo y egoísmo del Padre Zorro y el Maestro Lobo, o por la cegadora estupidez del pobre y escrupuloso Maestro Asno[15]. La verdadera opinión de Moro acerca de los líderes reformadores de sus días era que varios de ellos, aunque él hubiera querido que no fuera así, eran de mala fe, habían pecaminosamente “conformado su propia conciencia” (cfr. Dialogue, 187) para seguir los dictados del orgullo, el resentimiento o la lujuria. Pero hay que recordar que esa opinión de Moro se refería no a aquellos que juzgaban un asunto discutido, como la validez del matrimonio de Enrique, de modo diferente al suyo, sino a aquellos que dejaban de lado todo el consenso común de la fe cristiana histórica, salvo en cuanto coincidía con sus sentimientos y sus demasiado fácilmente supuestas inspiraciones directas y privadas del Espíritu Santo.
IV
Moro en nuestros días
La crisis de nuestros días en la fe y la moral es en ciertos aspectos más profunda y de mayor alcance que la crisis en la que Moro vivió y murió. Una de sus manifestaciones es la incomprensión y el abuso de la idea de conciencia en relación con las enseñanzas morales cristianas –particularmente aquellas acerca del sexo y del respeto por la vida humana inocente, que contradicen la moral de la cultura no-cristiana y semi-cristiana vigente. Por supuesto que es verdad, tal como lo dice el Aquinate en los términos más explícitos, que si alguno, luego de una seria reflexión, considerase que debería practicar la contracepción o abortar su bebé (los ejemplos del Aquinate son: fornicar o negar la divinidad de Dios), pecaría gravemente no actuando de acuerdo con su conciencia. Pero si uno va a recordar esa verdad, sería mejor recordar a su compañera: si uno formula un juicio de ese tipo, ha realizado un error moral grave, se ha involucrado en una incoherencia y corrupción ética, se ha alejado de la ley de Dios y por lo tanto de la divina sabiduría y de los términos de la oferta divina de amistad y filiación adoptiva; y si uno ha escuchado el Evangelio, predicado en su integridad, este error es difícilmente posible sin una pecaminosa falta de fe, esperanza y amor, amenazando la salvación en sus raíces. Porque, para repetir, al formar la propia conciencia, uno no está principalmente tratando de formarse a sí mismo, o de asegurar la propia y personal integridad y autenticidad, sino de discernir la verdad acerca del significado y valor de la existencia humana que su divino autor ha deseado que tenga, y que de hecho tiene en cada vida humana, para bien o para mal, para su refugio celestial o su naufragio eterno.
Pero las insensateces de una teología moral y pastoral legalista, que se mueve entre la presentación de la moralidad como si fuera una ley eclesiástica y la propuesta de la conciencia como una licencia para husmear vacíos legales, son insensateces un tanto superficiales, comparadas con otras expresiones y fuentes de la actual crisis en teología moral y práctica pastoral.
Algunas de estas expresiones y fuentes son interesantemente cercanas, aun en contenido, a las enseñanzas morales que primero Moro y poco después el Concilio de Trento tuvieron que confrontar y repudiar. Ávido del sentimiento de certeza en la salvación, Lutero glorificó y convirtió en central para la vida cristiana una cierta rendición experiencial a Cristo en la fe, una fe emotiva que no es en sí elegida y que transforma a las elecciones particulares del bien y el mal morales, lo correcto y lo corrompido, al menos en irrelevantes. Una cierta reminiscencia de esto es la enseñanza de aquellos que hoy en día profesan como católicos una teología en la cual ningún pecado puede ser mortal, ni puede excluir a uno de la gracia de la amistad de Dios, por más libremente y a sabiendas que se lo haya cometido, salvo que implique una reversión de la así llamada “opción fundamental” de cada uno, una orientación de todo el yo hacia, o según el caso, contra Dios, una orientación que (en una teológicamente difundida versión de la teoría) tiene lugar, misteriosamente, bajo el nivel de la conciencia y de la autoconciencia reflexiva, y que no es en sí misma por supuesto una libre elección entre alternativas.
La teología católica por supuesto que conoce una opción fundamental, y la identifica de modo suficientemente claro: es la opción de la fe, y es una opción libre de aceptar, conscientemente, la propuesta de creer en Dios y de admitir su oferta de adopción en su familia, aquí en la tierra, su Iglesia. Esta fe no resulta abandonada en sí misma cuando uno libre y conscientemente realiza una opción seriamente inmoral, tal como el adulterio, el aborto o la contracepción: pero deviene inefectiva –“muerta” es el término que usa Trento (siguiendo a Santiago 2: 20)– porque a través de una elección inmoral de ese tipo uno vuelve la espalda a la amistad divina, cuya existencia y viabilidad la fe de cada uno reconoce. Solo la elección, por la Gracia de Dios, del arrepentimiento –nuevamente una elección particular sin misterio alguno–, hace posible volver a esa amistad. Es por lo tanto Trento, Juan Pablo II[16], la práctica sacramental milenaria de la Iglesia, la tradición de los dos caminos –de la vida y de la muerte– que encontramos aun antes de que finalizara la redacción de la mayor parte del Nuevo Testamento…
Pero en la enseñanza de los “hombres nuevos”, que cualquiera de ustedes podría encontrar ampliamente representada, virtualmente sin oposición, en los estantes catequísticos y teológicos de su (me animaría a llamar) librero católico, la concepción neo-luterana de la opción fundamental es solo un hilo en la red de posiciones que se ofrecen para reemplazar la concepción católica de la moral, que Moro habría reconocido como la suya propia, tanto en los Padres de la Iglesia del siglo segundo como en los documentos del Concilio Vaticano II. Todos los hilos en esta red de reemplazo se irradian a partir de, y circundan a, cierto estado de experiencia y cierta concepción del rol fundacional de la experiencia en la realidad de la fe.
La difundida pero injustificable teoría de la opción fundamental como la única posibilidad de concreción del pecado mortal, articula un rehusarse, con una apasionada mala voluntad, a aceptar la tensión de vivir en una relación (con Dios) que puede ser rota por una individual, singular elección de hacer lo que nuestros amigos hacen, y que puede ser restaurada por una única elección de arrepentirse, de ser reconciliado, por ejemplo, a través de un acto sacramental. ¿Y qué podemos decir de la difundida teoría según la que no existen absolutos morales específicos, ni normas o preceptos negativos inexcepcionables, sino que la totalidad de los preceptos que todas las generaciones previas de judíos y cristianos asumían (cuando estaban bien establecidas) como incondicionales y sin excepción, no son en realidad sino generalizaciones del modo en que, sujetos a las excepciones que identifica la propia conciencia, el único principio moral se aplica –el principio de que uno puede realizar los estados de cosas que envuelven o implican un mayor bien o un menor mal en el mundo–? Esta teoría, que no tiene fundamento ni en la tradición de la Iglesia ni en la Escritura, y que queda expuesta a objeciones filosóficas devastadoras, bien desarrolladas tanto por filósofos cristianos como seculares, es sostenida en concreto por una apelación a la “experiencia de los fieles hoy en día”, de aquellos cristianos contemporáneos que sienten que hay situaciones en las que podrían hacer más bien o evitar un mayor mal abortando bebés, probando la compatibilidad sexual antes del matrimonio, ganando guerras o asegurando la paz realizando o planificando masacres de civiles, buscando un nuevo compañero sexual luego de un matrimonio fallido, practicando la contracepción para evitar los malos efectos de tener otros hijos, y así sucesivamente.
Estas opiniones de los cristianos contemporáneos son atribuidas por los “hombres nuevos” teológicos a una moción del Espíritu Santo, que guía a los fieles a reflejar fielmente las opiniones morales de la cultura pagana dominante, ante todo en el rico Occidente, y que no está guiando [el Espíritu Santo] al Papa y a los obispos fieles a su enseñanza en estas materias. La revelación divina que ellos ubican en la experiencia religiosa y en los juicios de conciencia, testimoniada por un supuesto “consenso” o “sensus fidelium” contemporáneo, y que resulta solo imperfectamente simbolizado en las Escrituras y en los dogmas tradicionales en materia de fe y moral. En la medida en que el Magisterio se aferra (como ellos dicen) a una concepción diferente de la Revelación y por lo tanto reafirma las antiguas doctrinas, incluyendo las doctrinas morales, en el verdadero sentido y con el mismo contenido que tienen en la tradición –eodem sensu, eadem sententia[17]–, en tal medida el Magisterio (dicen) es un testimonio menos confiable de la Revelación que el “consensus theologorum”, el consenso de aquellos teólogos que reflejan la “experiencia cristiana contemporánea” y la articulan a través y para los “católicos contemporáneos”, corrigiendo de ese modo al Magisterio (en parte expresamente y en parte y principalmente a través de amplias omisiones y negaciones tácitas).
Si esta visión de la Revelación y la fe no encuentra apoyo en el Vaticano II o en la tradición, no importa –se le puede dar el apoyo de una versión del discurso de apertura de Juan XXIII a ese Concilio, en el cual (ellos dicen) el Papa declara que lo que realmente importa es (solamente) la sustancia de esa tradición. El Papa (afirman) nunca dijo al Concilio lo que fue recogido en las Acta Apostolicae Sedis y en Gaudium et Spes 62 (el documento final del Concilio) como dicho a ese Concilio: que la Iglesia, el Concilio y los creyentes deben sostener –eodem sensu, eadem sententia– el verdadero sentido de y la posición afirmada por las doctrinas tradicionales. La versión favorable a los “hombres nuevos” del discurso del Papa Juan XXIII puede encontrarse en la edición de Abbott & Gallagher de los Documents of Vatican II, en la p. 715 (en el parágrafo cuarto; y también en el primer parágrafo de la p. 715)[18]. Se argumenta también que esta versión es auténtica en la biografía ampliamente comercializada de Juan XXIII elaborada por Peter Hebblethwaite y publicada en 1984, que sostiene que la burocracia vaticana falsificó con posterioridad el discurso de apertura del Papa insertando en el Acta, la gaceta oficial del Vaticano, las palabras que se encuentran atribuidas al Papa Juan allí, en Gaudium et Spes y en el documento oficial del Concilio del discurso del Papa.
Pero cuando se descubre que ningún cambio fue hecho en la versión del Acta; que el reporte de L’Osservatore Romano del discurso de Juan XXIII el día siguiente de haber sido pronunciado (Oss. Rom., 12 de octubre de 1962, p. 2, col. 3) dice exactamente lo mismo que el Acta dijo semanas después [y exactamente lo mismo que la cinta grabada de la Radio Vaticana del discurso del Papa]; que la historia de Hebblethwaite de la falsificación de la curia es en sí misma, por lo tanto, una irresponsable falsedad; y que la mítica versión del discurso de Juan XXIII es por mucho más ampliamente conocida y citada que la que realmente se pronunció (reafirmando, en este punto preciso, la enseñanza del Concilio Vaticano I acerca de la Revelación y la inmutabilidad del ya afirmado contenido doctrinal); uno entonces experimenta algo semejante a la exasperación de Moro frente a la falsificación lisa y llana de la enseñanza católica que se encuentra en los escritos de los reformadores, y frente al éxito de la moneda falsa en expulsar la buena en el intercambio de la moneda teológica, que encuentra su lugar en el bolsillo o la billetera de todos.
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Los “hombres nuevos” y la opinión de Moro
Contra la concepción de la Revelación, de la fe y de la doctrina propuesta, o mejor presupuesta, por los “hombres nuevos” habría mucho para decir. Pero en el nivel en el cual y al cual esa concepción apela, la constantemente reiterada apelación de Tomás Moro es máximamente útil –su apelación al verdadero sensus y consensus fidelium. Este no es el juicio de nuestra generación de cristianos, más o menos confortables en medio de la cultura secular. Es el juico de varias generaciones de cristianos antes de nosotros, la mayoría de los cuales, como Moro, sabían de memoria amplios trozos de la Escritura, rezaban diariamente no por minutos sino por horas, y que vivían en culturas que planteaban cuestiones morales no menos complejas que las de hoy en día.
Esta apelación de Moro no niega, ni ignora el desarrollo de la doctrina cristiana. El desarrollo de la enseñanza moral puede implicar la identificación de nuevas opciones para la elección moral correcta, como cuando emergió, junto a la antigua opción por la usura como inmoral, la nueva opción clarificada de cargar intereses como renta sobre los préstamos, establecida por el mercado de capitales, que refleja adecuadamente el título del acreedor a una compensación por sus riesgos y por renunciar a una participación en las ganancias de otras empresas económicas. O bien ese desarrollo puede ocurrir allí donde una indiferenciada y errada posición o concepción es reemplazada por dos –tal como la única concepción de “libertad religiosa” de los revolucionarios franceses afirmaba ser incompatible con los votos religiosos y por supuesto con cualquier profesión religiosa incondicional, así como con cualquier restricción moral sobre el discurso o la conducta religiosa, y que fue por lo tanto condenada por los Papas, fue reemplazada por dos posiciones diferenciadas: una, la todavía errónea y condenada “libertad religiosa” del indiferentismo, o sea, del rechazo racionalista de los compromisos religiosos o de los votos, o de la libertad de cualquier restricción moral, y la otra, claramente distinguible de la primera, y afirmada como la libertad religiosa proclamada por el Vaticano II.
Pero estos desarrollos, aunque ellos puedan incluir ciertas enmiendas o aun reversión de ciertas formulaciones verbales, no suponen una contradicción o revisión de alguna proposición, o de una posición (sententia, juicio) que sea aceptada en la tradición como una posición que los cristianos deben definitivamente sostener –posiciones como la de excluir la muerte intencional de cualquier persona inocente, ya sea como un fin o como un medio, el adulterio o cualquier otro medio de obtener satisfacción sexual fuera del matrimonio, o la de evitar que el propio acto de interacción sexual tenga las consecuencias procreativas que tendría de otro modo. En materias como las mencionadas, nuestra situación es, en todo lo esencial, humanamente la misma que la de nuestros ancestros cristianos; nuestras opciones, aunque estén muy elaboradas a nivel técnico, son, en términos de intencionalidad (y, por lo tanto, de valoración moral), las mismas opciones; y el juicio moral que ha de hacerse sobre ellas se encuentra, en todo lo esencial, en la revelación pública completada en Cristo y en la recepción de sus palabras y obras por sus Apóstoles, y a partir de allí por la comunidad apostólica establecida por Cristo para transmitir esas palabras y obras a lo largo de lo que resta de la historia humana.
En la concepción católica de la fe por la que murió Moro, la propia fe personal, que cada uno tiene por la gracia del Espíritu Santo, es una respuesta adecuada y apropiada a esa gracia solo cuando es una participación en la fe de la Iglesia. Y esta fe es (a) una recepción de la revelación divina completada por las palabras y obras de Jesús, y (b) la transmisión de lo que Dios confió a la comunidad de aquellos, los Apóstoles, que lo recibieron en la fe. Por lo tanto, Moro, en su última obra, De Tristitia Christi .Sobre la tristeza de Cristo), en la misma mitad de lo que es una meditación devota sobre la Pasión, y en gran parte con un propósito devocional, establece: (a) la verdad factual de las afirmaciones del Evangelio, reivindicando su credibilidad histórica contra cualquier duda escéptica. Y en todas sus defensas de la fe, se esfuerza por (b) ponernos en presencia de la gran compañía de nuestros camaradas cristianos de todos los tiempos pasados: como si hiciéramos nuestro camino por la vida “a través de la ancha calle principal de un gran ciudad”[19], acompañados de un lado por las voces y gestos de nuestros contemporáneos disidentes, pero del otro lado por una mucho más numerosa y honorable compañía, la comunión de aquellos que han ido antes de nosotros al cielo por este camino y de aquellos cuyas voces podemos oír en los escritos de los santos y doctores de la Iglesia, y en las actas de sus concilios, que nos llevan directamente a los sucesores de Pedro.
VI
La presente crisis de fe
La presente crisis de la fe y la moral, así como la crisis de los tiempos de Moro, se centra en la clerecía, su formación, su esprit de corps, su predicación. ¿Cuándo hemos oído un sermón últimamente que trate de explicar, reivindicar o hacernos real la verdad factual de lo que comúnmente –y equivocadamente– se denominan las “historias” del Evangelio? ¿O que explique las correspondientes lecturas escriturarias poniéndonos en presencia de las meditaciones o explicaciones de alguno o varios de los padres de la Iglesia, o nos muestre la interpretación dada al correspondiente texto por los concilios? ¿O por supuesto, que exponga para nosotros una afirmación, sin hablar de parágrafos, páginas o capítulos, de alguna de la Constituciones del Vaticano II, un Concilio que simplemente nunca ha sido predicado y que permanece sin ser leído en lo sustancial aún por varios clérigos medianamente eruditos? Cualquiera que hoy en día quisiera aprender de Tomás Moro, no podría hacer nada mejor que leer y releer (idealmente con los textos citados en sus precisas notas al pie de página) las veinte páginas de la Constitución Dogmática Dei Verbum del Vaticano II sobre la Revelación divina, sin prejuicios motivados por los erróneos reclamos de quienes, lejos o cerca, nos invitan a impresionarnos menos por los textos que por sus diferencias (que exageran enormemente) con los borradores previos.
Si Moro se esfuerza en ponernos en presencia de Jesús de Nazaret y en presencia de los santos y doctores que vinieron antes de nosotros, se esfuerza también por mostrarnos los verdaderos horizontes de nuestra existencia terrenal, el verdadero alcance y profundidad de nuestras elecciones moralmente significativas. Quiere poner siempre en nuestra mente al cielo y al infierno, que han desaparecido de los tratados moral/teológicos de los “hombres nuevos” y que en la mayoría de la predicación contemporánea aparecen solo en la forma de una fatua y no examinada presunción de que Dios, ante el cual nadie debería presentarse con santo temor, con la irresponsabilidad e indulgencia sin límites de un padre de fines del siglo veinte, de algún modo extenderá el confort de nuestra prosperidad para siempre.
Pocas cosas son más tontas que el reclamo de los “hombres nuevos” de que la Biblia haya sido nuevamente abierta a nuestra generación de católicos, cuando de hecho nunca antes había sido tan fuertemente censurada como lo es hoy por una teología y una catequesis que cubre con un manto de silencio temas supremos de la Biblia, como el Génesis o el Apocalipsis, de la creación que inició el tiempo y de la redención que se completa solo en la eternidad al cierre de los tiempos históricos. La fe y la visión de Tomás Moro están cerradas a las personas de hoy si no vivimos en los horizontes así fijados para nosotros.
Ahora cruzamos el río Támesis desde el Lambeth Palace hacia Westminster donde Moro, el jueves 1º de julio de 1535, después de cerca de dieciséis semanas de prisión, compareció delante de dieciocho jueces (que incluían el padre y el hermano de la nueva reina). Ellos acababan de condenarlo a la pena capital por la traición que significaba tratar (supuestamente en una conversación casual en la Torre con el Subsecretario de Justicia mientras los sirvientes del Consejo Privado del Rey retiraban todos los libros de Moro) “de privar completamente a nuestro soberano Señor el Rey de su dignidad, título y nombre de Suprema Cabeza en la tierra de la Iglesia de Inglaterra” (el título conferido estatutariamente por el Act of Supremacy de 1534, junto con el poder real para juzgar definitivamente errores y herejías). Moro había sido recientemente condenado a ser colgado, desentrañado vivo y descuartizado. Pero se le concedió una alocución final:
“No tengo nada más para decir, mis Señores, pero así como el bendito Apóstol San Pablo, tal como leemos en los Hechos de los Apóstoles, estaba presente y consintiendo el martirio del Protomártir Esteban, guardando las ropas de los que lo apedreaban hasta la muerte, y sin embargo ahora son ambos santos en el cielo y continuarán siendo amigos hasta la Eternidad; del mismo modo yo confío verdaderamente, y rezaré por ello de corazón, que aunque sus Señorías hayan sido en la tierra los jueces de mi condenación, podamos nosotros en adelante encontrarnos alegremente juntos en el cielo para nuestra Salvación eterna […]”[20].
Aunque sin decirlo, pero permaneciendo en el aire entre Moro y sus jueces, por la conciencia cristiana que compartían, estaba la precondición de la salvación de Pablo: su conversión y arrepentimiento. En su De Tristitia Christi Moro había rezado para que los “hombres nuevos” se arrepintieran y volvieran a la casa de Dios, como se podría haber arrepentido Judas luego de su traición a Jesús. En los márgenes superior e inferior de su libro latino de oraciones, Moro redactó en la Torre una plegaria: “Dame tu gracia, buen Señor”, comenzaba, y luego de varias otras peticiones decía: “Dame tu gracia, buen Señor…
Para caminar el camino angosto que lleva a la vida;
Para cargar la cruz con Cristo;
Para tener las últimas realidades en el recuerdo;
Para tener siempre frente a mis ojos mi muerte, que está siempre a la mano;
Para hacer que la muerte no sea algo extraño para mí;
Para prever y considerar el eterno fuego del infierno:
Para pedir perdón antes de que llegue el juez […]”[21].
La reflexión final de esta oración es que los pensamientos expresados en las peticiones “deben ser más deseados por cada hombre que todos los tesoros” de los gobernantes de este mundo, aunque estén reunidos en un montón.
VII
Conclusión
La tarea más urgente para una teología verdaderamente cristiana y una catequesis de la fe . la moral es la de recuperar, para todos nosotros, el tesoro de verdad transmitido en tantas palabras por Jesús, y presupuesto por su disposición a permanecer fiel a su vocación al costo de una horrible ejecución: la verdad de que esta vida es vivida hacia un destino que, juntos cuerpo y alma, largamente supera la existencia de todos los demás seres conocidos, la totalidad de la materia de nuestro universo aparentemente en expansión; y que este destino de adopción en la familia del Creador es, para aquellos que pueden libremente elegir, condicionado a nuestras propias elecciones. Y es condicional, no en relación con el querer, el orden y juicio judiciales, conformes con las resoluciones, juicios u órdenes o mandatos (aunque sean justos) de los legisladores humanos y de los jueces, sino por su coincidencia, su ajuste, su inevitabilidad (teniendo en cuenta, por una parte, la promesa de salvación de Dios y, por otro lado, el poder inherente a la elección libre de terminar una relación interpersonal) en la estructura de las relaciones interpersonales entre el Creador y las personas creadas. Esa estructura es una vasta red de relaciones para vivir en las cuales completa y eternamente existe el cielo, y romper con ellas significa el comienzo de una pérdida que, cuando las cosas son vistas y sentidas sin distracciones, es todo lo que Jesús sostenía antes que nosotros como el fuego del infierno. (El discurso del Señor aquí no es, como les gustaría a algunos teólogos decir displicentemente, un “discurso-amenaza”; es un discurso-advertencia, totalmente serio pero desprovisto de amenaza. Dios hace advertencias pero no amenazas)[22].
El Dialogue of Comfort Against Tribulation de Moro muestra cómo él sabía que los ateos no son escasos[23], y que también sabía cómo aun los más fieles retroceden con repulsión frente a la perspectiva del infierno[24]. Los cuatro siglos y medio que nos separan de la muerte de Moro no solo han puesto al ateísmo más cerca de la conciencia cristiana, sino que también han profundizado esa repulsión, han hecho más intolerable todo lo que tenga sabor a arbitrariedad, a voluntarismo divino, en la estructura del destino humano y, por lo tanto, han hecho más urgente y necesaria la responsabilidad de tomar en serio esta parte del Evangelio. La omisión de tomar esta responsabilidad en serio, una omisión que tiene muchos más aspectos y orígenes de los que he sido capaz de mencionar, es el centro de la crisis de la fe y la moral. Solo si comprendemos y tenemos en cuenta esa responsabilidad podemos tener una esperanza, más allá de las meras palabras, de encontrarnos con Santo Tomás Moro, alegremente, en el cielo.
Bibliografía
Bibliografía
2] Existen numerosas biografías de Tomás Moro, pero las más completas y eruditas parecen ser las siguientes: Peter Acroyd, The Life of Thomas More (New York: Anchor Books-Random House, 1999); Andrés Vázquez de Prada, Sir Tomás Moro, Lord Canciller de Inglaterra (Madrid: Rialp, 2004); P. Berglar, La hora de Tomás Moro (Madrid: Ediciones Palabra, 1993); y el clásico del yerno de Moro, William Roper, La vida de Sir Tomás Moro (Pamplona: EUNSA, 2001).
[3] En realidad, Moro estaba enamorado de una hermana menor de Jane, pero cuando el joven fue a pedirle la mano a su padre, este le recordó que él tenía una hija dos años mayor y era conveniente (al menos para él) que se casara primero. De modo que, si quería casarse con alguna de sus hijas, habría de ser con la mayor. Tomás, respetuoso de las costumbres de la época, aceptó la propuesta de Mr. Colt, y se casó con la hermana mayor, con la que tuvo un matrimonio feliz y bien avenido, aunque lamentablemente demasiado breve, ya que Jane murió muy joven, probablemente en ocasión del parto de su hijo menor.
[4] Acerca del contenido y sentido de las cartas de Moro, véase: A. Sardaro, La correspondencia de Tomás Moro. Análisis y comentario crítico-histórico (Pamplona: EUNSA, 2007).
[5] T. Moro, Utopía (Madrid: Ed. Andrés Vázquez de Prada, Rialp, 1989.) Los mejores estudios sobre la obra de Moro se encuentran en el volumen editado por George M. Logan, The Cambridge Companion to Thomas More (New York: Cambridge University Press, 2011).
[6] Juan Pablo II, Carta Apostólica, del 31/10/2000.
[7] Acerca de la vida e ideas del Profesor Finnis, véase: C. I. Massini-Correas, “Estudio Preliminar”, en J. M. Finnis, Estudios de Teoría del Derecho Natural (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2017), XXI-LXIII.
[8] J. Finnis, Collected Essays. Volume-V-Religion & Public Reason (Oxford: Oxford University Press, 2011), 163-178.
[9] Sobre esta polémica, véase: L. L. Martz, Thomas More. The Search of the Inner Man (New Haven & London: Yale University Press, 1990), 3-27.
[10] Kenny, Thomas More, 72. El resumen de Kenny sigue ajustadamente el informe dado por Moro en una carta escrita por él desde la Torre a su hija Margaret Roper el 17 de abril de 1574: véase Wegemer y Smith, A Thomas More Source Book, 311-15.
[11] Campbell, 203, citando a Tyndale, Works, III, 8-9; para la respuesta de Moro, véase su Confutation of Tyndale’s Answer, bk VI, 631-4.
[12] Campbell, 204, citando a Tyndale, Works, III, 50; para la respuesta de Moro, véase Moro, Confutation, bk VII, 741-63, 780-3.
[13] Se ha tenido a la vista la traducción española de esta carta efectuada por Álvaro de Silva, en A. Sardaro, La correspondencia de Tomás Moro. Análisis y comentario crítico-histórico (Pamplona: EUNSA, 2007), 224-225 [Nota del Traductor].
[14] In epistolam ad Romanos, c. 14, lectio 2 (ad v.5).
[15] Dialogue of Comfort against Tribulation, 93-8 (en la muy legible, modernizada pero no “editada” versión de Monica Stevens).
[16] Juan Pablo II era el Papa reinante al momento de la redacción de la primera versión de este ensayo [Nota del Traductor].
[17] 1 Corintians 1:10 (Vulgata); More, Dialogue Concerning Heresies, II, 9; GS 62.
[18] El origen de esta versión es una no-oficial traducción italiana [de un borrador temprano del discurso] publicada por L’Osservatore Romano junto con las propias palabras latinas del Papa, el día posterior al discurso. [Acerca de la completa fabricación y falsificación realizada por Hebblethwaite de la historia, véanse mis cartas publicadas en The Tablet (London) el 14 de diciembre de 1991, el 4 y el 18 de enero y el 1º de febrero de 1992, y las cartas de Hebblethwaite del 11 y el 25 de enero de 1992; el verdadero contenido de la cita grabada (al cual apela el libro de Hebblethwaite) surge, junto con varios otros datos en el mismo sentido, en el curso de esta correspondencia].
[19] Dialogue of Comfort against Tribulation, 237.
[20] A Complete Collection of State Trials (3ª edición, 1742), I, 62.
[21] Thomas More Prayer Book, xxxvii.
[22] Véase el Ensayo en J. Finnis, Collected Essays-V-Religion & Public Reasons (Oxford: Oxford University Press, 2011), 373 ss.
[23] Dialogue of Comfort, 194.
[24] Ibid., 249.
Notas