ARTÍCULOS
Recepción: 30/04/22
Aprobación: 27/05/22
Resumen: En este trabajo pretendemos discutir la propuesta del lenguaje incluyente desde una perspectiva lingüística que considere la dimensión política de la lengua, esto es, cómo la lengua es un reflejo de las tensiones sociopolíticas que viven las comunidades que la hablan y, por lo tanto, expresa, difunde y conserva ideologías, en este caso, la desigualdad basada en la división binaria del sistema sexo-género. Así también abordamos el fenómeno del lenguaje incluyente como un cambio lingüístico que no tiene que ser “natural” (si es que se puede hablar de naturalidad), sino que proviene de factores extrasistemáticos, como un cambio social que incide en la planeación lingüística en aras de respetar la diversidad identitaria.
Palabras clave: incluyente, estrategia política, planeación lingüística, cambio extrasistemático.
Abstract: In this paper, we discuss the proposal of nonsexist language in Spanish from a linguistic standpoint that considers the political dimension of language, that is, the fact that language is a reflection of the socio-political tensions of the speakers community. We also explore the phenomenon of nonsexist language as a linguistic change that does not have to be considered “natural” (if we can even talk about naturality)- Instead, we perceive it as a social change that influences linguistic planning in the interest of respecting the diversity of identities.
Keywords: nonsexist, political strategy, linguistic planning, extrasistematic change.
Introducción
Una de las características inherentes al ser humano es el lenguaje. Desde etapas muy remotas el hombre desarrolló la capacidad de comunicarse con un lenguaje doblemente articulado, de tal suerte que la capacidad comunicativa se considera un universal lingüístico. El desarrollo de las sociedades humanas conllevó necesariamente llegar a acuerdos para no estar en constante pugna, esos acuerdos son las primeras manifestaciones de orden político. Si tuviéramos que definir al hombre por sus propiedades intrínsecas tendríamos que señalar que entre sus rasgos se encuentran la capacidad de comunicación, la socialización y el actuar político.
La lingüística ciertamente es una disciplina joven, pues tiene poco más de un siglo de existencia como ciencia. A pesar de su relativa corta edad, se ha desarrollado exponencialmente, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, a partir de los estudios tipológicos, la lingüística computacional, la neurolingüística y los estudios en lingüística cognitiva. El estructuralismo concebía la lengua como un sistema autosuficiente, y hasta cierto punto ajeno a sus hablantes, lo que condujo a que sólo se analizaran fenómenos lingüísticos descontextualizados de los niveles discursivo, social y político. Ocurrió algo similar dentro del modelo generativista, pues al centralizar la sintaxis, escatimó los análisis a nivel semántico y pragmático. No es sino hasta los estudios funcionalistas que la pragmática comienza a cobrar relevancia en los estudios lingüísticos. Posteriormente, la lingüística cognitiva considera que la lengua está conformada por las experiencias humanas y que estas experiencias se presentan en un marco social y, nosotras, agregaremos, político.
Dimensión política de la lengua
En los estudios lingüísticos, como en toda disciplina vista desde la perspectiva positivista y eurocentrista, se ha pretendido la “objetividad” en la descripción y análisis de las lenguas. Esta pretensión conlleva mirar a las lenguas desde las categorías lingüísticas establecidas a partir del conocimiento y propiedades de las lenguas indoeuropeas, sin considerar que dichas categorías no necesariamente son pertinentes para aplicarlas al análisis del resto de las lenguas. El conocimiento de las lenguas no indoeuropeas nos ha llevado a concluir que muchas de éstas carecen, por ejemplo, de preposiciones, de adjetivos, de determinantes, de marcas de género gramatical e incluso hay algunas para las cuales la noción de sujeto es extraña.1 Así también, esta pretensión, especialmente desde las perspectivas lingüísticas de corte formal, ha llevado a la idea de que el lenguaje es un sistema bastante autónomo de las tensiones político-sociales, especialmente en lo que se refiere a los niveles más internos de la lengua y que se manifiestan a través de procesos de gramaticalización. No obstante, habría que advertir que, como sugiere la hipótesis de la gramática emergente propuesta por Hopper (1987), ésta no consiste en un sistema dado y estable sino que se construye constantemente, a partir del uso que hacen de ella los hablantes. Este uso es discursivo y pragmático, recoge gran parte de las circunstancias o contexto situacional que, sin duda alguna, está permeado por lo social, cultural y político. Así, los elementos situacionales inciden en la gramática y generan nuevas formas que, tras un cierto periodo de difusión y sedimentación, pasan a convertirse en formas gramaticalizadas. Las lenguas reflejan ideologías políticas, las reproducen y las conservan, sobre todo en el caso de las ideologías dominantes. El patriarcado es una de las ideologías más dominantes en la historia de la humanidad.
El mundo es asimétrico, la lengua también
La dominación masculina (Bourdieu, 2000) dio origen a la desigualdad entre géneros y debido a su reiteración discursiva es que se ha pretendido naturalizarla,2 arguyendo que se trata de una “verdad” biológica3 (Laqueur, 1987; Segato, 2003 y 2018), la cual se justifica por la mayor fuerza física de los hombres que ha dado lugar a la hegemonía patriarcal. Esa fuerza se tornó simbólica (Bourdieu, 2000), de tal suerte que los hombres son privilegiados sólo por el hecho de nacer, pues se les considera más valiosos que a las mujeres, no sólo en términos físicos sino también morales, es decir, son los hombres quienes son acreedores del honor y de la credibilidad. Este ordenamiento desigual del mundo se encuentra representado en el lenguaje, tanto en el nivel léxico como en la gramática.
En los años más recientes, a raíz de la lucha feminista y de los movimientos LGBTTTIQA+, se ha presentado un arduo debate4 acerca de si las lenguas son sexistas (Bosque, 2012; Barrera y Ortiz, 2014; Burneo, 2018; Sarlo y Kalinowsky, 2019; Company, 2019; Gaffoglio, 2019; Santoro, 2020; Cáceres, 2020; Escaja y Prunes, 2021) en virtud de que a través de ellas se manifiesta la discriminación hacia las mujeres y personas de identidades divergentes del sistema binario sexual que permea el pensamiento, al menos occidental. En español, el género masculino es la forma no marcada de esta categoría gramatical, en tanto que el femenino es la forma marcada. Concebimos el género gramatical masculino como la forma no marcada a partir de tres aspectos (Ambadiang, 1999, p. 4860): i) el masculino no requiere de ninguna marca o puede no estar marcado (abad/abadesa, señor/señora), mientras el femenino regularmente requiere una marca; ii) el masculino es la solución en los procesos de coordinación que implican también nominales femeninos (los bonitos pueblos y aldeas de la región), y iii) ocurre típicamente en las nominalizaciones de las formas verbales (es un decir/el saber/el sálvese quién pueda); además, es la forma empleada como genérico en nominales animados. Así también, Harris (1991, p. 44) sugiere que el género femenino es la aplicación de una marca sobre los nominales, en tanto que el masculino es la ausencia de marca, es la forma por default.
El carácter genérico (que incluye al masculino como al femenino) del género gramatical masculino se asume como un ordenamiento “natural" de las lenguas. No obstante, algunas mujeres e identidades divergentes del binarismo, han señalado que no se sienten incluidas e incluides, pues la marca masculina invisibiliza lo diverso y constituye una clara manifestación de la supremacía masculina
Sistema sexo-género y género gramatical
Dada la evidente exclusión de las mujeres y de las identidades divergentes en la marcación del morfema masculino genérico, y como estrategia de lucha política, el feminismo y el movimiento LGBTTTIQA+ optaron por trastornar las marcas de género gramatical, con una serie de estrategias lingüísticas cuyo objetivo es el de visibilizar a la diversidad sexo-genérica. Esta serie de estrategias también busca eliminar los usos discursivos con cargas sexistas para ayudar a frenar la discriminación hacia estos grupos marginados. De este modo, las modificaciones propuestas competen al ámbito léxico (trabajadora sexual vs. prostituta, la humanidad vs. el hombre), el ámbito discursivo (el rechazo al uso de sexo débil y a frases hechas y refranes como “primero difuntas que juntas”) y al morfológico (el uso innovador de la desinencia -e como marca de neutro y el desdoblamiento). Dichas estrategias atienden igualmente al lenguaje escrito, para el cual se ha sugerido el uso de la -x y la -@ en artículos, pronombres personales y sustantivos.
De todas las modificaciones propuestas por el lenguaje incluyente, indudablemente, el cambio flexivo, en forma de la desinencia -e, en los sustantivos que designan personas y las clases de palabras que concuerdan con ellos, ha sido el más polémico en tanto que ésta significa una modificación en la estructura de la lengua. Las modificaciones léxicas y discursivas han sido notablemente menos controvertidas y, por lo tanto, la mayoría de los hablantes las ha aceptado como necesarias y están mucho más dispuestos a implementarlas. Por ello, el debate más enérgico se ha centrado en esta modificación morfosintáctica.5
El género gramatical en los nominales del español
El español es una lengua que cuenta con una categoría de género abierta, es decir, se trata de marcas explícitas que clasifican a los nominales en general en dos clases: masculino y femenino. La marca de género (Camacho, 2021) controla la concordancia entre los nominales y sus modificadores (adjetivos y determinantes) y se manifiesta morfológicamente como un sufijo de flexión nominal. El femenino conlleva un sufijo -a (niñ-a) y el masculino un sufijo -o (niñ-o). Este último también puede carecer de marca (rey, señor, actor), de manera que su identificación como nominales masculinos se aprecia en los determinantes o adjetivos que los modifican (el rey poderoso, el señor mentiroso, el actor extraordinario). Si bien las formas más frecuentes para distinguir ambos géneros, son típicamente -o para el masculino y -a para el femenino, como se ha señalado, es importante destacar que en el español hay nominales cuyas marcas de género no corroboran lo anterior, por ejemplo mano (femenino) y tema (masculino). Algunos nominales producto de un proceso de derivación morfológica, por ejemplo, los nominalesdeverbalesolosdeadjetivalesnomuestranunamarcadegéneroasociadaalosmorfemastípicos (animación, promoción, lealtad, fealdad, etc). Así también, hay un grupo importante de nominales que tampoco expresan una marca abierta de género, los terminados en -e (cantante, estudiante) que adquieren el género a través de la concordancia con los modificadores (el cantante exitoso/la cantante talentosa).
De acuerdo con Camacho (2021), la animacidad desempeña un papel importante en la distribución del género gramatical, así como en el significado de los nominales. En los nominales cuya referencia es un humano, el género gramatical coincide con el sexo biológico (hijo/hija). La distinción de género en nominales de referencia humana también se presenta a nivel léxico en los contrastes hombre/mujer, padre/madre, por ejemplo.
Aun cuando, como se aprecia, el género en la gramática del español no constituye una categoría homogénea, es evidente que la mayoría de los nominales de esta lengua contrastan entre el género masculino marcado con -o y el género femenino marcado con -a y que, en el caso de los nominales de referencia humana el género gramatical coincide con el sexo biológico.
Si consideramos que el masculino es la expresión no marcada de género, de acuerdo con lo explicado, se puede pensar en una correlación entre la asimetría sexo-genérica a nivel social y la asimetría expresada en la gramática, en la que la forma que “incluye” a ambos géneros es el masculino, de manera que la lengua parece expresar, a través de formas gramaticales, el binarismo sexo-genérico, tal como lo sugiere Violeta Demonte:
En las lenguas indoeuropeas, en efecto, donde se señalan desde muy pronto las diferencias de género gramatical, existe alguna conexión (aunque sea con muchos matices) entre el género de los sustantivos y el sexo de sus referentes y, más específicamente, entre género gramatical y propiedades estereotipadas. (1991, p. 291)
Según la lingüística cognitiva, las experiencias humanas construyen patrones cognitivos que tienen un correlato lingüístico. A partir de esto, es posible plantear, al menos como una posibilidad, que la experiencia humana en torno a la organización social asimétrica entre hombres y mujeres pudo dar lugar a una conceptualización que tiene correlato en el sistema genérico gramatical del español puesto que la gramática, de acuerdo con las teorías lingüísticas basadas en el uso, consiste en una sedimentación de las prácticas discursivas.
Es importante señalar que la marca gramatical de género, en la mayoría de las lenguas, además de marcar la pertenencia a una clase formal, también conlleva diferencias a nivel semántico (Greenberg, 1963; Frawley, 1992), tales como animacidad, forma, dimensión, entre otras. Contrástese las formas barco/barca, manzano/manzana, cuchillo/cuchilla, leño/leña, en las que no solo se expresa una marca formal de género, sino que se distinguen propiedades semánticas que incluso aluden a entidades distintas. Obsérvese cómo, además, las formas masculinas se emplean para las entidades de mayor dimensión o de mayor valor.
Por otra parte, estudios sobre la interpretación del masculino genérico (Martyna, 1980) señalan que dicho morfema se interpreta por los hablantes la mayoría de las veces como de referencia masculina y no como genérico, y que son los hombres quienes emplean mayoritariamente el masculino genérico. Un ejemplo de lo anterior es la siguiente frase citada por García Meseguer (1994, p. 63): “Los ingleses prefieren el té al café. También [...] prefieren las mujeres rubias a las morenas” o [...] “Era indispensable contar con compañías de soldados lo mejor preparados: hombres profesionales, disciplinados, armados y bien suministrados de lo básico para entrar en acción cuando se requiriera”, en donde la primera parte parece un uso genérico del masculino, pero, la segunda deja ver claramente que, en realidad, se trataba de un masculino.
Más allá del género gramatical, el contraste mujer/hombre se encuentra gramaticalizado en otros aspectos de las gramáticas de las lenguas, así por ejemplo, la marca de animacidad se aplica, de manera más o menos general en las lenguas, a sustantivos con el rasgo de humanidad; no obstante, la lengua kirwina (Papúa Nueva Guinea) asigna a las mujeres la marca de inanimacidad. El criterio para asignar la marca de animado, de acuerdo con Frawley (1992) es la relevancia cultural o discursiva de las entidades. Así también, de acuerdo con McConnell-Ginet (1988 apudDemonte, 1991), en kurux (lengua dravidiana), se emplea una conjugación verbal femenina si quien habla es una mujer, y si un hombre emplea esta conjugación se asume que está hablando como mujer. En ruso existen dos formas verbales para hacer referencia al acto de casarse, si se alude a que un hombre se casó se emplea un verbo que literalmente significa “hacerse de mujer”; mientras que si quien se casa es una mujer, se emplea otro verbo que literalmente significa “ir tras el marido”. En muchas lenguas las mujeres se clasifican como entidades menos relevantes culturalmente. En algunas lenguas (Frawley, 1992, p. 101) las mujeres están marcadas además por su estatus matrimonial y su función reproductiva.6
Todos los ejemplos expuestos son evidencia de que la diferencia sexo-genérica entre hombres y mujeres también se encuentra codificada en la lengua, no sólo en el nivel pragmático-discursivo sino también en niveles más profundos como el morfológico.
Visto así, el reclamo de los grupos feministas y de la comunidad LGBTTTIQA+, por marcar los nominales que hacen referencia a las personas y, con ello la concordancia, con un sufijo neutro, parece tener todo el sentido. Como se ha señalado antes, la propuesta atiende a la necesidad de usar una forma que incluya no sólo a los hombres y a las mujeres, sino también a quienes no se identifican con ninguna de estas etiquetas. La solución incorpora un morfema neutro -e. Desde nuestro punto de vista, se trata de un morfema debido a que ocupa la posición típica del morfema de género, es decir, sufijal en el caso del español; se trata de una forma ya presente en la lengua en nominales invariables o que no distinguen inherentemente género, por ejemplo, cantante, danzante, amante. Si bien, el sistema género en español no incluye una forma neutra, este sufijo parece funcionar como un morfema de valor pragmático (Cantero, 2021, p. 427), ya que aunque carece de valor semántico, expresa las intenciones de los hablantes por disolver el binarismo sexo-genérico.
El lenguaje incluyente como cambio lingüístico
Dado que en raras ocasiones se explicita la naturaleza y funcionamiento específicos del lenguaje incluyente, las discusiones en torno a él suelen ser infructuosas. Ocurre que se discute un fenómeno cuyas características se ignoran o, por lo menos, no se puntualizan. Si, en cambio, buscamos ser claras en cuanto a lo que esta propuesta constituye, de inmediato nos encontramos ante la necesidad de ahondar en la razón por la cual se le ha llamado lenguaje. Es claro que el lenguaje incluyente no se ha denominado así puesto que tenga correspondencia con alguna de las definiciones de lenguaje propias de la teoría lingüística, más bien, sucede que lenguaje se utiliza como una metonimia parte-todo, es decir, se refiere a una serie de estrategias (el desdoblamiento, la utilización del morfema -e y restricciones y propuestas léxicas), que son parte del todo que sería el lenguaje.
Ahora bien, es común que, para referirse al lenguaje incluyente, se manifieste apriorísticamente que este constituye un cambio lingüístico. Esto ha tenido la consecuencia de que, quienes por razones políticas se oponen a esta propuesta, le nieguen su calidad de cambio lingüístico a razón de que no tiene posibilidades de gramaticalizarse, mientras que quienes se alinean con las propuestas del lenguaje incluyente defienden este carácter e inclusive predicen que eventualmente formará parte del paradigma flexivo nominal.7 Ambas aseveraciones son aventuradas y merecen una revisión más detallada.
En efecto, nos encontramos ante una innovación lingüística, esto es, una forma lingüística previamente inexistente en la lengua, que fue propuesta en los años sesenta por Álvaro García Meseguer8 y que comenzó a ser utilizada desde entonces por grupos feministas, así como por la comunidad LGBTTTIQA+. Sin embargo, no toda innovación, ni léxica ni morfológica, logra formar parte de la lengua, es decir, no logra gramaticalizarse, y los factores que determinan si esto sucede o no son múltiples e intrincados.
Es cierto que todo cambio inicia con una innovación, pues, en efecto, podemos entender al cambio lingüístico como la difusión de una innovación lingüística (Coseriu, 1978). En ese sentido, una pregunta más valiosa que la afirmación o negación del potencial del morfema -e de gramaticalizarse es, ¿qué tan extendido se encuentra su uso? En principio, podemos afirmar que los grupos que comenzaron a utilizarla, a saber, parte de los feminismos y la disidencia sexo-genérica han cobrado mayor visibilidad política y relevancia social desde que se propuso esta modificación al grado que, dichos movimientos ya forman parte de la discusión en la arena pública. Como consecuencia de ello, las poblaciones simpatizantes inevitablemente han aumentado y el número de personas que se vuelcan por utilizar el morfema -e lo ha hecho con ellas.
Es importante contemplar que la teoría de cambio lingüístico (Hopper, 1987), que confluye con la idea coseriana de que “[la] lengua está determinada constantemente (y no de una vez por todas) por su función, no está hecha sino que se hace continuamente por la actividad lingüística concreta”, propone que la gramática está en constante formación. Para Coseriu, en realidad, el cambio es la naturaleza de la lengua y esta existe y es funcional para los hablantes exactamente por esta razón, pues los cambios son la expresión de los ajustes y adaptaciones de la lengua a las necesidades de los hablantes, que son siempre cambiantes, pues están situados en contextos mutables.
En la teoría del cambio lingüístico ya se ha demostrado que son estas necesidades, en conjunto con tradiciones discursivas, lo que da origen a nuevas formas cuyo uso en principio es esporádico pero eventualmente se vuelve rutinario y termina por moldear a la lengua (Hopper, 1978). Esta idea de que la lengua está siendo moldeada por necesidades comunicativas y prácticas discursivas da lugar a la noción de emergencia, ya mencionada, que se contrapone a las percepciones de la lengua como un sistema sincrónico dado en el que el cambio no solo es improbable sino indeseable.
Esto quiere decir que toda innovación es candidata para formar parte de la lengua. Lo estático y lo fijo de la lengua es sólo aparente pues el movimiento y reajuste se puede constatar en que los hablantes atestiguamos cambios en curso. Como manifiesta Coseriu:
en efecto, los cambios se manifiestan en la sincronía, desde el punto de vista cultural, en las formas «esporádicas», en los llamados «errores corrientes» con respecto a la norma establecida y en los modos heterosistemáticos comprobables en un hablar; y desde el punto de vista funcional, en la presencia, en el mismo modo de hablar, de variantes facultativas y modos isofuncionales. (1978, p. 117)
Lo natural y lo artificial
Dado que el lenguaje incluyente forma parte de una propuesta manifiesta, una buena parte de los detractores, como Company (2019) y Bosque (2012), sostienen que esta modificación es artificial y que, por esa razón, o no ha de ser tomada en cuenta o que su deceso es inminente.
Antes de describir específicamente cómo enredan al lenguaje incluyente las nociones polares de lo artificial y lo natural, hemos de recordar que estos conceptos están construidos socialmente y responden a las consideraciones particulares de cada época y lugar. Estas categorías no son hechos dados, observables ni discernibles, sino que se erigen en función del contexto y los valores circunstanciales. Incluso cuando estas categorías estén bien definidas dentro de las teorías, lo “normal” y lo “artificial” nunca son objetivos.
Además de ser sensibles al contexto, crucialmente, la escala de lo natural-artificial se alinea con las ideas hegemónicas y las élites que detentan el poder político. La punta natural del extremo ha sido el arma de la justificación pues está al servicio del poder y apunta lo que debe ser, mientras que lo artificial se utiliza para la invalidación, y vulnera epistémicamente todo lo que no debe ser. Lo que se describe como natural es aceptable y se asocia con ideas de normalidad y necesidad, mientras que lo artificial, atenta contra esta primera categoría y se caracteriza justamente por sus antónimos: anormal, antinatural e innecesario. Lo artificial desestabiliza a lo natural y, con el tiempo, lo modifica.
Un ejemplo claro es la visión del cuerpo en el discurso biomédico, en el cual, se hace gala de una información obtenida de forma neutral y de que la definición de lo natural se establece por medios imparciales. En palabras de Mishler (1971, p. 1) “el modelo biomédico es tratado como la representación de la realidad más que entendido como una representación”. No obstante, como dicen Lock y Nguyen (2010, p. 35), lo normal en la medicina no es más que un promedio estadístico, esto es, aquello que ocurre con mayor frecuencia y, sin embargo, se entiende como normativo, lo que debe ser. Así, lo que es normal en la medicina es sano y lo que es sano es moralmente adecuado.
Una situación social cruzada por la escala natural-artificial y por este discurso es la forma en que, en la cultura occidental, se entiende que la existencia de dos sexos –y, por lo tanto, dos géneros, mujer y hombre– es “natural”. Esta naturalidad se defiende desde las lógicas hegemónicas de la ciencia natural y los discursos imperantes. La única clasificación aceptada es la de hombre y mujer. No obstante, fuera de la medicina, nos encontramos con que la oposición polar es, de hecho, un continuum donde encontramos todas las manifestaciones sexo-genéricas que han sido anuladas socialmente con el argumento de que su existencia es artificial. Sin embargo, en otras culturas la presencia de otros géneros no se percibe como antinatural, existen, por ejemplo, los berdaches en las culturas amerindias, los hijras y sadhins en India, los kathoeys (o ‘‘ladyboys”) en Tailandia y los xaniths en Oman, quienes configuran un tercer sexo con sus particularidades en cada cultura (Pitts-Taylor, 2008, p. 218).
Algunos de estos grupos son intersex, es decir que presentan características genitales asociadas tanto a las mujeres así como a los hombres. Dado que, en occidente, el criterio primordial para la clasificación sexual es el genital, los intersexuales provocan una crisis en esta división binaria. A través de la medicalización de los cuerpos y la inserción de la diferencia corporal en el terreno de lo patológico, y por lo tanto de lo curable, es que se construye lo binario como “normal” y todo lo demás como artificial y/o patológico. En un caso como este, es notorio que las nociones hegemónicas coinciden con la “naturalidad”, mientras que se anula a las categorías que se advierten innovadoras denominándolas “artificiales” y patológicas.
Los factores sistemáticos y extra sistemáticos de la lengua
Dicho esto, no es inofensivo dotar de mayor relevancia a los cambios lingüísticos naturales y augurarles un futuro próspero dentro de la lengua, mientras se descartan aquellos percibidos como artificiales afirmando que son transitorios. Estos argumentos configuran un método poco novedoso que busca descalificar lo innovador por ser discrepante.
Dicho método está basado en una concepción obsoleta del cambio lingüístico, que considera que el sistema existe de forma independiente a los hablantes y sólo los cambios provenientes de la desorganización del mismo sistema realmente constituyen cambios. Frente a ello, cabe recordar que el cambio lingüístico se caracteriza por tener factores sistemáticos y extrasistemáticos. Para Coseriu:
Es “sistemático” todo aquello que pertenece a las oposiciones funcionales y a las realizaciones normales de una lengua: a su sistema funcional y normal. Es “extrasistemático”(pero no “externo”) todo aquello que se refiere a la variedad del saber lingüístico en una comunidad hablante y al grado de este saber, o sea, al vigor de la tradición lingüística. (1978, p. 115)
Desde luego, el lenguaje incluyente no es un cambio que resulte de las tensiones de las oposiciones funcionales, sino que tiene un origen extrasistemático. Quienes rechazan la naturalidad del cambio lingüístico en el caso del morfema -e, establecen una equivalencia entre cambios lingüísticos sistemáticos y cambios lingüísticos naturales, y olvidan, o conscientemente soslayan, el motor extrasistemático de cambio, igualmente importante para explicar la mutabilidad de las lenguas.
Ciertamente, aun cuando el cambio lingüístico tenga un origen sistemático, no hay modo de que no pase por la valoración extrasistemática. Los hablantes opinan y tienen actitudes sobre su lengua puesto que poseen competencia metalingüística que les permite, bajo ciertas condiciones, percibir cambios en curso y variación en las formas. Cuando es así, tienen el poder de promoverlos o de detenerlos de tajo. Esto puede ocurrir con menor o mayor nivel de consciencia, por ejemplo para el caso de las innovaciones léxicas donde hay una consciencia más alta que en los cambios fonéticos. Los hablantes no perciben todos los cambios en curso ni todos los que perciben les son relevantes, por lo tanto, ellos y ellas no siempre tienen este tipo de influencia. No obstante, no cabe duda, que la reflexión metalingüística y el posicionamiento social en cuanto al lenguaje incluyente ya están en curso.
Una forma en la que se detiene de tajo un cambio lingüístico es a través de la normatividad. Las academias de las lenguas y los organismos reguladores de estas tienen por objetivo expreso el impedimento de la difusión de ciertos cambios lingüísticos: el lema de la Real Academia de la lengua es: “Limpia, fija y da esplendor” (el destacado es propio). Es importante que consideremos que la autoridad de estas academias no es desdeñable y que los hablantes se sujetan a los decretos de estos organismos, pues hacerlo les beneficia en el nivel social.
Dado que las academias y los mecanismos reguladores son poderosos en términos políticos, sus decretos tienen un peso social. A este respecto, los hablantes que incorporan formas de hablar que les son ajenas (inadvertido por desapercibido) o que, por el contrario, eliminan formas de hablar que les son propias (dijiste por dijistes), lo hacen por las ventajas sociales que representan.
El lenguaje incluyente es impuesto
Otra objeción frecuente es que los grupos que utilizan el lenguaje incluyente buscan imponerlo al resto de la población. Recordemos que los hablantes de los grupos que han promovido el uso del lenguaje incluyente no son percibidos como hablantes prestigiosos en su comunidad de habla. Es, de hecho, su condición de subalternidad lo que engendra la misma exigencia de ser reconocidos lingüísticamente a través de las estrategias del lenguaje incluyente.
En la discusión previa sobre la naturalidad del cambio, argumentamos que el lenguaje incluyente, irrespectivamente de si es natural o artificial, constituye un cambio extrasistemático. Las características de la propuesta del uso del morfema -e tienen su origen y objetivos en el ámbito social, como se dijo, forman parte de una estrategia para mitigar la discriminación por razones de género y sus efectos.
De imposiciones lingüísticas
La manera en que se encuentran distribuidas las lenguas en razón del número de hablantes, su extensión territorial y su empleo como lenguas francas o internacionales obedece a criterios políticos. Las lenguas dominantes lo son debido a su poder político, económico y militar que les ha permitido imponerse sobre las lenguas denominadas minoritarias. Esta imposición, debemos recordar, se implementó por la fuerza en un proceso de colonización que no sólo impuso la lengua del conquistador sino sus estructuras políticas, sociales, culturales y económicas. Este fenómeno ha conducido a la desaparición de múltiples lenguas, no por razones naturales, sino por razones políticas. Incluso, las lenguas que en algún momento fueron habladas por los ciudadanos de grandes e importantes ciudades desaparecieron por el declive político y económico de los imperios9 bajo los cuales se organizaban.
Esto mismo ocurre con la distinción entre variedades de prestigio y variedades no prestigiosas. El uso de las variedades prestigiosas, en determinados contextos, como el académico, por ejemplo, es impuesto por una élite cultural que evidencia su poder a través de unas formas específicas de expresarse lingüísticamente:
Las élites tratan de convencer a los dominados que los símbolos que despliegan son más valiosos, prestigiosos y que se debe aspirar a ellos y, por ende, renunciar a los símbolos heredados por la cultura en la que se nace y se crece, entre ellos, la lengua. (Calvo, 2017, p. 87)
Las variedades de prestigio no constituyen formas mejores o más correctas de un sistema lingüístico. Las variedades no prestigiosas no sólo son un instrumento eficaz de comunicación, también tienen una gramática y un léxico complejo, rico y cambiante. No hay razones de corte lingüístico que nos conduzcan a pensar que las variedades prestigiosas son más eficientes en la comunicación. Su prestigio está determinado por motivos políticos, sociales y económicos.
Los registros cultos versus los populares o bajos también se organizan en estos términos. La clase dominante es la que tiende a emplear el registro culto, mientras que las clases populares usan las formas no cultas de la lengua, pero igual se comunican eficientemente.
Lo anteriormente expuesto conduce a afirmar que la estratificación de las lenguas en distintos niveles constituye una imposición extralingüística, es decir, proveniente no de las propiedades de las lenguas mismas, sino de un ordenamiento socio-político.
La comunicación es fundamentalmente un hecho social y político, porque al interactuar lingüísticamente los significados se negocian, se comunica de acuerdo con la posición social que se ocupa y se dirige el mensaje de acuerdo con el rango al que pertenece el interlocutor. Adaptamos el lenguaje, para alcanzar determinados propósitos, porque el hecho comunicativo es siempre intencionado. Los propósitos van más allá de los actos de habla señalados por los estudios pragmáticos, pues mediante el lenguaje se construyen realidades y se condiciona la psique individual y colectiva. Visto así, el lenguaje posee innegablemente una dimensión política. La fuerza de las palabras ha permitido a los grandes líderes de la historia mover a poblaciones enteras, crear ideologías con buenas o perversas intenciones. Así, por ejemplo, la lengua del Tercer Reich provocó que el pueblo alemán se convenciera de que había una “raza superior” y de que para lograr la limpieza de la raza era indispensable aniquilar al pueblo judío: El nazismo penetraba “en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas” que imponía “repitiéndolas millones de veces” y “eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente” (Klemperer, 2001, apudCalvo, 2017, p. 12).
El lenguaje es empleado tanto en el discurso cotidiano como en el discurso público para manipular, chantajear, con el fin último de ejercer dominio sobre los interlocutores. Las ideologías se trasmiten y se reproducen a partir de las prácticas discursivas a fuerza de repetición (Van Dijk, 2004) y de una campaña avasalladora que se cristaliza en las interacciones cotidianas, en la casa, en la escuela, en la iglesia, en los medios de comunicación, en la literatura, etc. De esta forma se han difundido y enraizado el racismo, el clasismo y el sexismo.
De este modo, es visible que existe un doble estándar para valorar lo impuesto: si proviene de la élite es aceptado pasivamente, mientras que cuando viene de los grupos subalternos, provoca rechazo.
Los cambios lingüísticos socialmente motivados: reforma y planeación lingüísticas
Puesto que el lenguaje es un hecho político y social, convierte a los hablantes en agentes que pueden buscar cambiar las dinámicas sociales influyendo en los usos lingüísticos.
El hecho de que este cambio se haya germinado desde lo social se explica de mejor manera si consideramos a esta serie de estrategias como una reforma con una dimensión de planeación lingüística bottom-up (Sallabank, 2018). La planificación lingüística:
[...] se refiere al conjunto de acciones deliberadas que se orientan a definir las funciones, forma (gramática, ortografía, alfabeto) y espacios de enseñanza de una lengua. En una visión que pone un mayor acento en los hablantes, se la describe como un conjunto de esfuerzos destinados a modificar las prácticas lingüísticas de una determinada comunidad de habla. (Cisternas Irarrázabal y Vallejos-Romero, 2019)
Esta reforma tiene fundamento en la idea de que “the elimination of sexist language is a necessary condition for eliminating sexism in any society”(Liddicoat, 2011) y en sus primeros estadios tuvo una característica de abajo hacia arriba (bottom up) pues provino de asociaciones, organizaciones no gubernamentales y colectivos activistas de los feminismos y la comunidad LGBTTTQIA+. En este sentido, es importante señalar que la categoría planeadores lingüísticos puede incluir a cualquiera que tome una decisión sobre prácticas o estatus lingüístico (Sallabank, 2018).
Ahora bien, aunque en general se percibe que la planeación lingüística bottom up tiene menos posibilidades de resultar exitosa, los trabajos de las asociaciones y colectivos han tenido frutos y han resultado en una planeación en donde los organismos gubernamentales ya se encuentran involucrados. La Ley General para la Igualdad de los Hombres y las Mujeres que se promulgó en el 2006 en México, manifiesta en sus fracciones IV, IX, X, y XII, que debe usarse el lenguaje incluyente en “las prácticas de comunicación social de las dependencias de la Administración Pública Federal, así como en los medios masivos de comunicación electrónicos e impresos, se eliminen el uso de estereotipos sexistas y discriminatorios e incorporen un lenguaje incluyente” (Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2022, p. 6).
Recalcamos que las propuestas de uso de lenguaje incluyente no provienen de organismos gubernamentales, sino que fueron adoptadas por ellos una vez que las exigencias de un alto porcentaje de la población fueron difíciles de ignorar.
Conclusiones
La discusión en torno al uso del llamado lenguaje incluyente debe abandonar el debate sobre el carácter natural o artificial de estas estrategias concebidas como un cambio lingüístico. La propuesta del morfema -e proviene de una reflexión metalingüística que posibilita el uso de un nuevo morfema flexivo con valor pragmático, el cual permite concretar las intenciones de cierto grupo de hablantes de disolver el binarismo sexo-genérico que, desde su punto de vista, se manifiesta en el sistema de marcación de género gramatical del español.
Las perspectivas lingüísticas que asumen que la gramática funciona de forma aislada a sus hablantes son inútiles para analizar un fenómeno cuyas raíces se encuentran en lo político y lo social. La posible extensión del uso del morfema -e tiene que ver tanto con el funcionamiento de la gramática como con el avance de los movimientos sociales que lo han motivado; así, las perspectivas de planeación y reforma lingüísticas resultan mucho más provechosas. La planeación lingüística ocurre “desde abajo”, pues viene del activismo feminista y de la comunidad LGBTTTQIA+, pero ha tenido tal impacto que existen leyes que exigen el uso de lenguaje incluyente en ciertos contextos, así como apoyo institucional en general. Lo que hace que la planeación lingüística actualmente venga también “desde arriba”.
Por otra parte, la tendencia de los sistemas lingüísticos es el cambio en favor de estrategias de comunicación más eficientes y adecuadas a las necesidades de los hablantes. Si bien el impacto de la propuesta de uso de lenguaje incluyente tiene que ver con la alteración en un nivel “más profundo” de la lengua, también es innegable que el rechazo que ha recibido tiene origen en el menosprecio que los grupos propositores han recibido históricamente.
Las implicaciones sociales y políticas del uso del lenguaje incluyente son favorables para las comunidades excluidas puesto que, como vimos, el lenguaje no es un hecho aislado. El lenguaje es la manifestación de la esfera política y, a su vez, la construye. Asimismo, el lenguaje es una actividad cognitiva que refleja las ideologías, las reproduce y las preserva. Por lo tanto, consideramos que el uso del lenguaje incluyente es recomendable para construir sociedades más igualitarias.
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