ARTÍCULOS
Recepción: 11/08/22
Aprobación: 06/12/2022
Resumen: En el presente artículo, parto de la reinterpretación del Himno Nacional que Leónidas Lamborghini publica en 1975. En este poema, el ruido ocupa un centro compositivo fundamental y funciona como directriz metodológica de la operación de reescritura. A partir de acá, me pregunto por las modulaciones del ruido y la escucha en la poesía actual, la posibilidad de pensarlas como figuras que convocan distintas políticas del lenguaje. Como variación de la línea lamborghiniana, analizo dos libros en los que Gabriel Reches trabaja con los discursos públicos que Mauricio Macri y María Eugenia Vidal impartieron durante su gobierno. Pienso un abordaje inverso pero complementario: la poesía como forma de despejar la cacofonía política. Más adelante, analizo las políticas de reducción del ruido presentes en el objetivismo argentino a partir de la “Poética” de Giannuzzi, para considerar luego la posibilidad de una alternativa que incorpore lo ruidoso a partir de dos libros de Diego Vdovichenko. Por último, me centro en Edición Bilingüe, de Silvana Franzetti, para formular una concepción del lenguaje desde una escucha asociada al ruido. El marco teórico está constituido por estudios específicos sobre el tema en sentido amplio (Attali, 1995; Cussen, 2009; Hendy, 2013; Murray Shafer, 2013; Russolo, 2021). Metodológicamente, me remito, principalmente, a los trabajos críticos de Ana Porrúa (2001, 2011), Gerardo Jorge (2015), Nancy Fernández (2020) y Martín Prieto (2006).
Palabras clave: ruido, poesía argentina reciente, escucha, política.
Abstract: In this paper, I address the reinterpretation of the National Anthem that Leónidas Lamborghini published in 1975. In this poem, noise represents a fundamental axis for the composition of the poem and it functions as a methodological guideline for the rewriting operation. On this basis, I wonder about the modulations of noise and listening in current poetry, and the possibility of considering noise as a figure that summons different language policies. As a variation of Lamborghini's perspective, I analyze two books in which Gabriel Reches works with the public speeches that Mauricio Macri and María Eugenia Vidal gave during their government. In these, I believe there is an inverse but complementary approach: poetry as a way to clear the cacophony of politics. Further on, I analyze the noise reduction politics present in Argentine objectivism based on Giannuzzi's “Poética” to consider, then, the possibility of a noisy alternative based on two books by Diego Vdovichenko. Finally, I focus on Edición Bilingüe, by Silvana Franzetti, to formulate a conception of language from a kind of listening associated with noise. The theoretical framework is made up of specific studies on the subject in a broad sense (Attali, 1995; Cussen, 2009; Hendy, 2013; Murray Shafer, 2013; Russolo, 2021). Methodologically, I refer mainly to the critical works of Ana Porrúa (2001, 2011), Gerardo Jorge (2015), Nancy Fernández (2020) and Martín Prieto (2006).
Keywords: noise, recent Argentine poetry, listening, politics.
En su silencio se siente errar el alma del ruido.
Sully Prudhomme
Preludio: un himno al ruido
El Himno Nacional Argentino empieza con un imperativo de escucha: “Oíd, mortales”. Dos son los objetos comprendidos en el verbo: “el grito sagrado” y “el ruido de rotas cadenas”. Sonidos fuertes, estruendosos, sinónimos del estallido de la libertad; ruidos metálicos que nacen del acero o del hierro tirante de eslabones que ceden en su sólida materialidad hasta quebrarse. Un año antes de la dictadura cívico-militar argentina, Leónidas Lamborghini reescribe el texto del himno en un conocido poema incluido en El riseñor (1975), de nombre “Oíd lo que se oye”. Empieza así:
lo mortal
lo que se
oye.
—oíd: el
ruido de lo roto en el trono de la identidad
en
lo
dignísimo.
—oímos
respondemos:
el ruido de lo sagrado de lo unido en
lo dignísimo
de
la identidad
que se rompe.
oímos lo
abierto a lo mortal, la salud rota en
lo mortal:
el grito.
—oíd lo
roto. lo mortal en libertad. la libertad de lo mortal.
oíd: la
libertad de lo roto. el grito.
el trono. el
ruido de lo mortal en el trono de lo sagrado
del trono de
la identidad.
el ruido de
lo roto: la identidad. el trono.
—respondemos:
oímos en el ruido el ruido. oímos en el ruido el
ruido.
(2012, p.
35)
Ana Porrúa observa que Lamborghini escribe desde el ruido, como contracara de una ideología poética que se construye a partir de otros imaginarios modernos cimentados en el silencio, como la soledad o la audición del misterio (2001, p. 26). Gerardo Jorge describe los procedimientos de las reescrituras lamborghinianas como una intrusión que “fragmenta el modelo en frases y palabras, selecciona algunas, las reordena, las recombina deformando la sintaxis, y opera mutaciones como tornar verbo lo que era sustantivo en el texto reescrito o viceversa” (2015, p. 195). Y agrega:
El himno es reescrito poniendo foco (…) en el carácter roto de todo: se habla de “la salud rota”, de “la identidad que se rompe”, y en ese marco, se mantiene y repite la constante exhortación a escuchar el ruido, es decir, el ruido de esa rotura o ruptura. La respuesta de esa suerte de segunda voz es elocuente: “oímos en el ruido el ruido”; es decir, no hay ningún sentido otro que se pueda leer, de momento, en la realidad, más que el trauma. (2015, p. 196)
Por su parte, Nancy Fernández sostiene que Lamborghini desarticula las funciones del discurso del original “desautorizando la potestad única sobre los discursos, lo que abre, en cierto modo, a una propiedad común sobre los textos instituidos como emblemas” (2020, p. 25). Tanto Gerardo Jorge como Nancy Fernández acuerdan en que lo que se oye, en el poema, es el ruido de una nacional identidad rota.
Si tomo como punto de partida este poema de Lamborghini es porque, a partir de acá, puede pensarse una noción de ruido más allá del género denominado “poesía sonora”, cuyos orígenes se encuentran en el dadaísmo y en el futurismo italiano.1 James Murray Shafer (2013) detalla que la palabra inglesa para “ruido” (noise) se remonta, etimológicamente, a la palabra noyse del francés antiguo y a las palabras provenzales del siglo XI noysa, nosa o nausa, que significan “estruendo”, “alboroto” o “pelea”. La idea de que pudieran haber derivado de las palabras latinas nausea o noxia se ha rechazado. En castellano, la palabra “ruido” deriva del latín rugitus, que significa “rugido”. A su vez, Murray Schafer distingue cuatro sentidos posibles para ruido: un sonido no deseado; cualquier sonido no musical (es decir, de vibraciones no periódicas, en oposición a las vibraciones periódicas de la música, como el crujir de las hojas secas); un sonido fuerte; o una distorsión en cualquier sistema de señalización (2013, p. 252). Aunque Murray Schafer señala la eficacia de la primera acepción, por la dimensión subjetiva que implica, la última también es interesante: la irrupción de distorsión en un sistema dado. Esta definición coincide parcialmente con la noción de “interferencia” de Michel Serres, que se pregunta: “¿Qué es la escucha? La detección de una señal entre el ruido de fondo” (2000, p. 188).
Desde este punto de vista, “oíd lo que se oye” adquiere un nuevo sentido, porque en el poema de Lamborghini el ruido funciona de dos maneras: como dislocación y como audífono. El ruido trastoca y pone a resonar el himno de otra manera. “¿Es posible hacer escuchar una escucha?” se pregunta Peter Szendy en su libro Escucha. Una historia del oído melómano (2003, p. 22); “No escuchamos como un solo cuerpo: somos dos y (en consecuencia) siempre uno más” (p. 172). Esto permitiría pensar que, en el poema de Lamborghini, ese “oíd” está clonado, duplicado: hay, ahí, dos escuchas solapadas. La dimensión que se abre en ese verso –en su aparente redundancia– es, precisamente, la de escuchar una escucha: “oíd lo que se oye”. Habría que recordar el sentido musical de la palabra “parodia”, que proviene de ôda, “canto”, y para, “a lo largo de” o “al lado”. Se entiende así “el hecho de cantar de lado, cantar en falsete, o con otra voz, en contra-canto –en contra punto–, o incluso cantar en otro tono: deformar, pues, o transportar una melodía” (Genette, 1989, p. 20). El “oíd” original del Himno Nacional aparece en clave de expropiación paródica –transportado a otra tonalidad– y transformado en “lo que se oye”. De ese verbo, solo parece haber quedado su simulacro. Lo demuestra el hecho de que sus objetos directos son otros: “lo mortal”, “lo roto”, “lo dignísimo de la identidad que se rompe”, etcétera. El ruido, entonces, como una forma de redistribución de los sentidos sonoros, donde el tempo, las velocidades, las intensidades, la métrica, los cortes y los acentos se ven alterados, modificados o, como diría Ana Porrúa, trabajados desde la variación.
Así, el ruido deviene metodología: como escritura de la escucha, puede replicarse. Si tomamos este poema como modelo auditivo, podemos imaginar otros textos escuchados así. En este sentido, el ruido no implicaría tanto someter a un “desorden” el texto original como establecer un orden, una técnica, para su relectura. Algo parecido piensa Jacques Attali en Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música:
Por una parte, el ruido es violencia: trastorna. Hacer ruido es romper una transmisión, desgajar, matar. Es simulacro de muerte. (…) Un ruido es una sonoridad que estorba la audición de un mensaje en curso de emisión. Se define una sonoridad como un conjunto de sonidos puros simultáneos, de frecuencias determinadas y de intensidades diferentes. Así pues, el ruido no existe en sí mismo, sino en relación con el sistema en el que se inscribe: emisor, transmisor, receptor. Más generalmente, la teoría de la información ha retomado este concepto de ruido (o más bien la metonimia): para un receptor ruido es una señal que estorba la recepción de un mensaje, aunque el ruido mismo pueda tener un sentido para ese receptor. Mucho antes de esta teorización, el ruido ha sido siempre resentido como destrucción, desorden, suciedad, contaminación, agresión contra el código que estructura los mensajes. Remite por lo tanto, en todas las culturas, a la idea de arma, de blasfemia, de calamidad (…). Una red puede ser destruida por ruidos que la agreden y la transforman, si los códigos en vigor no pueden normalizar y reprimir esos ruidos. El nuevo orden, no contenido en la estructura del antiguo, no ha surgido, sin embargo, por azar. Ha sido creado, mediante la sustitución de unas diferencias antiguas por otras diferencias nuevas. El ruido está en el origen de estas mutaciones de códigos estructurantes. Pues es, en efecto, en sí mismo, a pesar de la muerte que contiene, portador de un orden, de una información nueva. Esto puede parecer extraño. De hecho, el ruido crea un sentido: por una parte, porque la interrupción de un mensaje significa la prohibición del sentido difundido, la censura y la rareza. Por otra parte, porque la misma ausencia de sentido, en el ruido puro o en la repetición sin sentido de un mensaje, al descanalizar las sensaciones auditivas, libera la imaginación del oyente. La falta de sentido es entonces presencia de todos los sentidos, ambigüedad absoluta, construcción fuera del sentido. La presencia del ruido hace sentido. Hace posible la creación de un orden nuevo, en otro nivel de organización, de un código nuevo en otra red diferente. (1995, p. 54-55)
Si pensamos las reescrituras de Lamborghini como audífonos, se abre una forma de escucha más amplia que aquella que circunscribe el método a cada uno de los textos concretos procesados por el ruido. Luigi Russolo ya hablaba de “ruido musical” (2021, p. 25) en el contexto del futurismo italiano. Bajo esta premisa, el ruido no es distorsión ni produce ilegibilidad. Todo lo contrario: se trata de la instalación de un nuevo inteligible, de un nuevo audible que se descarga, como un sistema operativo o programa sonoro, para escuchar un viejo legible de un modo distinto.
Por esta razón, el ruido convoca, de inmediato, una política, tal y como la define Mladen Dolar, en el sentido de que “la institución misma de lo político depende de una cierta división, una división en el interior de la voz, su partición. Porque para entender lo político tenemos que discernir entre la mera voz por un lado y el habla, la voz inteligible por el otro” (2007, p. 129-130). Tanto Dolar como Jacques Rancière (2011) y Giorgio Agamben (2017) concuerdan en este punto: que la condición de la política depende de una distinción primera entre la palabra y el ruido, la voz confusa del zoon y la voz gramaticalizada, articulada, del bios. Como señalé más arriba, en la etimología misma de la palabra “ruido” está contemplada esta cuestión: ruido es el “rugido” de las bestias.
¿Cómo pensar, entonces, el ruido en la poesía actual? Lamborghini apunta una primera pista: ruido será una operatoria de escucha a través de la cual se vuelve audible un sentido encriptado en una legibilidad hegemónica y, por lo tanto, inaudible. Ruido será la emergencia disruptiva del sonido ahí donde el sentido enarboló sus trazas dominantes.
Interludio I: el ruido de la política
En 2019, Gabriel Reches publica dos libros en cuya portada no se anuncia como autor de los poemas sino como “médium poético”: Sequía, de Mauricio Macri, y Una bomba nos está matando a todos, de María Eugenia Vidal. Las dos ediciones se encuentran antecedidas por el mismo prólogo de Reches:
Hace unos meses, sin proponérmelo, detecté que el presidente Mauricio Macri y la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal utilizan sus discursos públicos para elevar nuestra experiencia perceptiva a través del tráfico encriptado de poemas. Sus medidas políticas y económicas, sus dislates y declaraciones, no persiguen otra misión que la de conectarnos con lo inconcebible.
Como lxs viejos cabalistxs, desde entonces, a espaldas de mi familia, dedico parte de mi tiempo a descifrar la verdad poética que late bajo el aparente vacío conceptual de sus discursos. Entrecierro los ojos frente a la prosa retórica que obtengo de las páginas oficiales y encuentro aquello que parecía oculto pero, a la vista de todxs, esperaba ser recuperado. La poesía.
Por respeto a las escrituras de Macri y Vidal, el procedimiento utilizado para la captura de sentido, es únicamente de extracción. El texto poético aparece por mera supresión de palabras, sin que agregue una sola letra ni altere el orden de lo escrito en sus discursos originales.
Hoy estoy en condiciones de presentar los poemarios Sequía, de Mauricio Macri; y Una Bomba Nos Está Matando a Todos, de María Eugenia Vidal. Habrá quienes interpreten la publicación como un intento de legitimar a aquellos gobernantes que, con sus medidas, empujan a la industria editorial hacia la quiebra.
Con prístina humildad les digo: no soy quien para ocultar, aquello que el azar me reveló.
Lamborghini utilizaba el ruido para reorganizar la letra del Himno Nacional, imprimirle otra dirección a sus sentidos, otra velocidad, otra intensidad, otro tempo… En una palabra: otra partitura. Parte de cierta “armonía” para introducir en ella repeticiones, contrapuntos, cortes abruptos y una irregularidad métrica en la cual hasta la palabra “en” constituye un verso. Lamborghini emplea un método ruidoso –podríamos decir– para hacernos escuchar el ruido original detrás de una melodía aparente: “oímos en el ruido el ruido”. El poema es una máquina cacofónica: todo su procesamiento consiste en alborotar un canto. Reches, en cambio, no parte de un objeto musical, sino de un discurso político público designado como “vacío”, es decir, de por sí ruidoso, puro palabrerío que solo dice “dislates”. Encontrar el poema será despejar esos ruidos. Y en esta revelación, algo se desenmascara: porque detrás del ruido de la política, aparece la verdad poética, que es también una verdad acerca del ruido político.
Si, como explicaba Gerardo Jorge, en Lamborghini funciona la figura del intruso, en Reches aparece, entonces, el personaje del “médium poético”. En su libro Médiums y fantasmas, Robert Tocquet define al médium de la siguiente manera: “En la doctrina y en el lenguaje de los espiritistas, el médium es una persona dotada de poderes paranormales que le permiten comunicarse con el más allá, o sea, recibir los mensajes de los espíritus” (1974, p. 261). El objetivo de un “médium” es escuchar a los muertos. Su sola presencia implica la suposición de que el discurso político no solo está vacío: es un fantasma que el médium aloja en el cuerpo del poema para transmitir un mensaje. Ahora bien, ¿cuál sería la diferencia entre el intruso y el médium? Según el diccionario, intruso es aquel que ingresa a un lugar “sin derecho”. Por definición, el intruso trasgrede una ley. En el caso de Lamborghini, es la ley del texto original la que ha sido quebrantada.2 El médium invertiría jerárquicamente la relación de intrusión: es un espíritu foráneo –la política del fantasma también lo es– quien ingresa en el propio cuerpo. El fantasma habla a través del médium. Bajo esta dinámica, es él quien dicta el mensaje, quien tiene el poder sobre su significado. Pero ¿cuál es el lenguaje de los fantasmas? Tocquet explica que:
cuando se experimenta con un médium extraordinario (…) se produce con gran frecuencia ruidos insólitos, que han recibido el nombre de raps. Rap es una palabra inglesa que significa ‘golpe’ o ‘choque’. Presentan una gran variedad y van desde el más ligero crujido, hasta el ruido que produce un yunque al ser golpeado por un martillo. Sin embargo, el tipo ordinario de rap es un golpe seco, que recuerda el sonido que da la producción de una chispa eléctrica. (p. 47)
No podría ser más explícito. El lenguaje de los fantasmas es el ruido, los muertos se comunican con el médium a través de golpes, estruendos, crujidos, chirridos, en una palabra: raps. El médium es, en la definición de Tocquet, un traductor de ruidos: vuelve inteligible esos golpes que, a priori, no parecen tener sentido.
Reches regresa sobre los discursos políticos del macrismo como quien abre camino en medio de la selva, a machetazos. Para llevar a cabo esto deberá, fundamentalmente, suprimir, borrar, tachar, cortar. El método remite a géneros asociados con lo que Kenneth Goldsmith (2015) llama “escritura no-creativa”: el “blackout poem”, la “erasure poetry” y la “found poetry”, todas formas de trabajo con la edición por extracción o tachadura de textos previos.3 “Blackout”, por ejemplo, significa suspensión pero también apagón, oscurecimiento, desmayo, bloqueo informativo. Y algo de eso sucede en los poemas: como si en medio de un discurso político de Macri o Vidal, el “médium poético” dormitara y despertara solo en las palabras o frases pescadas al vuelo, cada tanto.
¿No decía Zelarayán que no existen los poetas sino “los hablados por la poesía” (2009, p. 71)? Por eso, en el diagrama que presenta Reches, Macri o Vidal son, justamente, poetas: ellos son los hablados por la poesía. Veamos cómo se extraen algunos versos concretos del primer poema de Sequía:
I
Un sueño de
inútiles es excitante
pero no
alegra.
Un techo con
agua.
Que se
multipliquen las fuentes
(2019a, p.
7)
Este es el contexto de partida:4
(...) queridos argentinos: hoy se está cumpliendo un sueño. Todo esto reconozco que puede sonar increíble después de tantos años de enfrentamientos inútiles, pero es un desafío excitante, es lo que pidieron millones de argentinos que estaban cansados de la prepotencia y del enfrentamiento inútil. (…) El país tiene sectores que piensan de diferentes maneras, pero no está dividido, los ciudadanos votaron como quisieron: unos apoyaron nuestra visión y otros respaldaron a otros candidatos. Eso nos alegra porque pudieron elegir en libertad, pero ya pasaron las elecciones, llegó el momento en el que todos debemos unirnos para crecer y mejorar para que nuestro país avance. (…) Vamos a trabajar para que todos puedan tener un techo con agua corriente y cloacas. (…) Vamos a cuidar los trabajos que hoy existen, pero sobre todo a producir una transformación para que se multipliquen las fuentes de trabajo. (…) Iba a hacer especial énfasis en otra intención básica del periodo que hoy empieza: este gobierno va combatir la corrupción. (Macri, 2015, párr. 1-16)5
¿Cómo opera, entonces, el “médium poético”? Un techo con agua corriente y cloacas son tres cosas distintas, podríamos decir, que en el poema se transforman en una sola: “Un techo con agua”. El “médium poético” condensa, comprime la imagen. Pero para hacer emerger la precariedad: un techo con agua es un techo roto. Lo que el discurso de Macri introduce como activo, como promesa de abundancia, el “médium poético” lo convierte en carencia. En el primer verso sucedía algo parecido. “Un sueño de inútiles es excitante” aparece al tachar la parte “cumplida” de ese sueño, su activo. Al tachar “enfrentamientos inútiles”, sucede lo mismo: lo que es inútil para el discurso de Macri es útil para el poema y viceversa. Por eso, todo lo que aparece inscripto como activo es sustraído: el “trabajo” es borrado de la frase “que se multipliquen las fuentes [de trabajo]”. La alegría afirmada en el discurso es negada en el poema. En un contexto de techos con agua, las fuentes parecen casi una amenaza o una frivolidad. Lo más importante, creo, es el detalle final: los dos puntos que dan al blanco de la página, como suspendidos al borde de un precipicio vacío. Dos puntos que no exponen nada, que se diluyen en el final del poema.
Las frases que rearman los poemas del “médium poético” parecen responder a esa perplejidad con la que Alberto Girri escribe: “Sospechoso. También desconfiaríamos de nuestros argumentos si llegáramos a oírlos en boca de adversarios” (1972, p. 75). El “médium poético” vuelve el discurso macrista contra sí mismo. En este punto, más que un “médium”, la escena parecería ser la de una posesión diabólica discursiva. Leamos, por ejemplo, estos versos: “Todo lo que alguna vez nos haya confundido/ está en nuestras manos” (2019a, p. 10). Están tomados de acá: “Desafiemos todo lo que alguna vez nos haya confundido, está en nuestras manosy en la de todos nosotros superar las situaciones que nos hayan separado” (Macri, 2015, párr. 27). El “médium poético” parece él mismo un fantasma travieso. Por supresión de una sola palabra, la frase tropieza con su sentido opuesto: en lugar de desafiar la confusión, la confusión pasa a estar en manos de quien pronuncia esas palabras. Veamos otro poema de Macri:
V.
Porque les
recuerdo que nunca
entendimos
esta mochila
estamos
cansados de vivir.
Es por eso
que fuimos elegidos
(2019a, p.
17)
Este es el contexto en el cual opera el médium:
En lo que respecta al presupuesto estamos avanzando muy bien con dirigentes de la oposición, porque les recuerdo que nunca tuvimos mayoría en el Congreso: nunca. Es histórico que un gobierno trabaje con la oposición en el presupuesto antes de ser enviado al Congreso, y tener un presupuesto acordado por una parte importante de la dirigencia política es demostrar que entendimos que tenemos que sacarle a la gente esta mochilacargada de un Estado que gasta mucho más de lo que tiene. (…) Conocemos cuáles son las dificultades y tenemos claro qué es lo que debemos hacer; sabemos cómo vamos a crecer. Estamos cansados de vivir con miedo. (…) Vinimos para hacer un cambio verdadero, es por eso que fuimos elegidos por los argentinos, porque saben que somos distintos de un pasado que rechazan. (Macri, 2018, párr. 17-18)
Reches frena la frase antes del verbo en primera persona del plural (“tuvimos”) y avanza, de manera lineal, hasta el siguiente verbo en primera plural que aparece en la cadena: “entendimos”. El resto se resuelve solo, porque el objeto directo de ese segundo verbo es “esta mochila” que es el Estado. El siguiente verso es ejemplar: si el macrismo se autopercibió como la “revolución de la alegría”, acá, al quitar “con miedo” de la frase “estamos cansados de vivir con miedo”, el efecto es el de una política cansina, depresiva, melancolizada, de ánimos suicidas. El golpe de comedia viene con el verso final: “es por eso que fuimos elegidos” en el poema tiene como referencia el cansancio de vivir. La operatoria vuelve ostensible el trabajo con el conector causal: lo que hace el “médium poético” es trastocar las causas, los motivos, en una palabra, la racionalidad que esgrime el discurso político. El médium poético quebranta las razones, redirecciona las causas a través de un método de selección y descarte, en el que se ponderan tramos mínimos del discurso y se elimina la mayor parte como un ruido inútil, una interferencia que no permite escuchar la verdad. En ese movimiento de edición, a su vez ocurre que, desde un punto de vista poético, el discurso de Macri es puro sobrante. Al sobreimprimir los ajustes económicos de la poesía sobre la palabra política, emerge el exceso de ruido que constituye ese discurso vacío.
Por su parte, el libro de poemas de Vidal remite, de entrada, a un ruido estruendoso: Una bomba nos está matando a todos. El poema que contiene ese verso dice así:
III
No estoy
hablando de accidentes
está
empezando a quedar arroz.
Soldaditos
no sabe qué hacer.
Una bomba
nos está matando a todos
pero sabemos
que con esto tampoco alcanza.
(2019b, p.
11)
Veamos el contexto:
No estoy hablando solo de asfalto. Con el Presidente vimos en persona a los autoconvocados de la Ruta 7 y de la 8. Cada una de estas obras es una manera de darle respuesta a los familiares de víctimas de accidentes de tránsito y a todos aquellos que desde hace años piden mejoras en las rutas para ir a su trabajo, visitar a sus familias o sacar su producción. (…) El Estado era algo lejano, inaccesible y ausente. Esto también está empezando a quedar en el pasado. Donde no se daban altas en programas alimentarios desde 2011, triplicamos el monto de los programas sociales y aumentamos un 40% los beneficiarios. Donde los chicos en los comedores escolares almorzaban por $6,30, aumentamos un 160% los recursos y sumamos 80 mil alumnos nuevos. Ahora no solo comen arroz y fideos, también reciben carne, lácteos, frutas y verduras. (…) Hace falta seguridad, protección a los chicos que las bandas convierten en soldaditos en esos barrios, acompañamiento a las madres que ya no saben qué hacer. Como me dijo un chico ex adicto de una villa del Conurbano con quien estuve hace poco: “un día vinieron los narcos y pusieron una bomba química en el barrio. El paco es una bomba química que nos está matando a todos”. En estos dos años le dimos pelea. Hicimos 48 mil operativos y decomisamos cifras históricas de dosis de droga. También derribamos 48 bunkers narcos. Pero sabemos que con esto tampoco alcanza. No alcanza con oficinas, ni con operativos, ni detenciones. (Vidal, 2018, párr. 54-77)
En este caso, el médium cambia el tema de la conversación: si Vidal habla de “accidentes de tránsito”, el médium le hace negar en el poema lo que aparece afirmado en el discurso. Lo que en el discurso se enarbola como referencia temporal –algo que “está empezando a quedar en el pasado”– el “médium poético” lo transforma en carencia material: “está empezando a quedar arroz”. El “médium” es aquel que puede escuchar la pobreza en la abundancia, porque la abundancia es ruido, parafernalia, pura espuma discursiva ante la realidad material. En definitiva, lo que adviene como verdad poética es la perversión: ahí donde el discurso se erige como una batalla contra el narcotráfico, por ejemplo, el “médium”, casi como un psicoanalista, escucha la pulsión de muerte del inconsciente político. Hay que destacar que el “médium” no solo aparta el ruido por interdicto de la tachadura, tampoco es exactamente la extracción lo que define su operatoria. Diría, más bien, que el “médium” trabaja por saltos e ilaciones, rescata y borra, sí, pero a la vez enhebra un sentido cuyo criterio es, en cada caso, hacer que el discurso político se desdiga, como sucede acá:
VI
Empezamos a
pelear
por primera
vez con nadie
con un punto
muy duro.
Pusimos
candados donde no había nada.
(2019b, p.
14)
Este es el contexto:
(...) empezamos a pelear contra la corrupción y la violencia institucional dentro de la fuerza (…) Iniciamos la Reforma del Sistema Penitenciario por primera vez en democracia. Un tema con el que nadie se había animado con un punto de partida muy duro. (Vidal, 2018, párr. 135-137)
Y los versos finales, de acá:
Saneamos la Cúpula Penitenciaria, pusimos cámaras y candados donde no había nada. (Vidal, 2018, párr. 138)
El “médium poético” cambia directamente lo que el discurso identifica como enemigo: en lugar de la corrupción aparece “nadie”. Los “candados donde había nada” adquieren un halo casi espectral en el poema: la imagen queda reducida al absurdo. Lo interesante de la operatoria de Reches es que, a pesar de que el sentido de cada poema se encuentra milimétricamente teledirigido contra los discursos políticos del macrismo, el saldo final es poético. Quiero decir: Reches no busca simplemente trocar la palabra política contra sí misma, sino contraponerle la palabra poética, su lógica, su economía, su melodía, su imaginería y su ingeniería. De hecho, es la palabra poética lo que hace emerger el “dislate”. Pero ¿qué sería “lo poético” para estos poemas? En definitiva, la poesía es el audífono que permite escuchar, en medio del ruido de la política, los “dislates” –es la palabra que usa Reches en el prólogo– de un discurso. Tanto “dislate” como “disparate”, acusan una etimología ruidosa: la del estruendo que produce el disparo de un arma (Corominas y Pascual, 1984). El discurso político, entonces, como puro estallido de pólvora, puro desperdicio sobrante que será aprovechado por la poesía en su contacto sonoro con el más allá del sentido.
Interludio II: el ruido de los objetos
Así empieza el libro Las piedras, de Diego Vdovichenko:
estoy
pensando
en
atribuirle sonidos a las cosas;
eso es,
ruidos a los objetos.
bueno, y si
es posible, chin chin.
(2015b, p.
9)
A partir de acá, pienso en cómo sería una versión sonora, ruidosa, del objetivismo argentino. Pero antes de avanzar sobre el análisis de los libros de Vdovichenko, habría que preguntarse: ¿no hay una determinada política del ruido en la impronta visual del objetivismo? Quizás uno de los poemas más icónicos que funciona como base de lo que Ana Porrúa (2011) llamó el “dispositivo objetivista”6 sea la “Poética” de Joaquín Giannuzzi:
La poesía no
nace.
Está allí,
al alcance
de toda boca
para ser
doblada, repetida, citada
total y
textualmente.
Usted, al
despertar esta mañana,
vio cosas,
aquí y allá,
objetos, por
ejemplo.
Sobre su
mesa de luz
digamos que
vio una lámpara,
una radio
portátil, una taza azul.
Vio cada
cosa solitaria
y vio su conjunto.
Todo eso ya
tenía nombre.
Lo hubiera
escrito así.
¿Necesitaba
otro lenguaje,
otra mano,
otro par de ojos, otra flauta?
No agregue.
No distorsione.
No cambie
la música de
lugar.
Poesía es lo
que se está viendo.
(2000, p.
72)
En principio, el órgano ponderado no es la vista sino, curiosamente, la boca. Y digo curiosamente por el contundente viraje visual del último verso. Si tomamos este primer conjunto, el poema parecería perfilarse en su apertura, como proyección en un campo vocal, sonoro, auditivo, antes que óptico. Solo después aparece tardíamente la vista: “Usted, al despertar esta mañana,/ vio cosas”. Sin embargo, sobre el final, el poema vuelve a retomar la clave sonora del comienzo: “No agregue. No distorsione. No cambie/ la música de lugar”. En este contexto, entonces, se deduce que “poesía es lo que se está viendo” no puede funcionar de manera autónoma, independiente de los versos anteriores. Quiero decir: esa dimensión visible tiene su correspondiente audible.
No habría, al menos acá, una política de lo visible separada de una política de lo audible. Ambas parecen comprendidas bajo un mismo principio compositivo: “No agregue. No distorsione”. A su vez, en el apartado sobre “Un criterio de objetividad en la nueva poesía argentina”, incluido en Breve historia de la literaria argentina, Martín Prieto encuentra una caracterización de la vertiente nacional del objetivismo en “la entonación coloquialista, el léxico llano, cierta tendencia descriptiva y un criterio de objetividad en la representación tanto del mundo físico como del imaginario” (2006, p. 204). Notemos que el criterio de objetividad es otra vez, y primero que nada, tonal, y solo luego incluye un principio visual. Incluso podríamos decir: el principio de objetividad está subordinado al de tonalidad. Y el tono –la entonación– buscará la llanura, es decir, la legibilidad, el aplanamiento de la estridencia antes que el ruido, la distorsión. Porque el ruido se traduce, de inmediato, como ruido en la imagen.7
Vuelvo al poema de Vdovichenko y otra vez a la pregunta que suscitó: ¿cómo pensar una versión ruidosa del objetivismo? Las piedras abre y cierra con una escena de brindis: “sigo pensando/ en escuchar los sonidos;/ eso es, los ruiditos ante todas las/ cosas./ bueno, y si es posible, chin, chin” (2015, p. 84). Entre el primer poema y el último, se conserva el mismo espíritu: son esos “ruiditos” los que la poesía de Vdovichenko celebra. El libro empieza y termina, pero su proyecto sigue abierto –“sigo pensando”–. El gesto poético parece ser el de un suave y rítmico golpecito de puño sobre la materia para constatar la pulsación directa a través de la cual el mundo pronuncia sus compases sincopados, como sucede en el poema “Un sonido armónico como toc toc toc toc”:
Sobre la
mesa hay una botella con un poco de agua que baila
con solo
apoyarme.
Hasta acá
todo claro: Un fluido dentro de un cuerpo que está
sobre otro
se mueve producto del contacto de la superficie con
otro cuerpo
generando un sonido, bah,
ruido.
La forma y
las cosas tienen un modo directo de decir.
Lo caótico
se encuentra
en el sonido
que la botella genera al golpear rítmicamente
la mesa
junto al eco suave del insistente goteo de la canilla
del baño de
la pieza de arriba que jamás podré reproducir
mediante la
escritura.
Al parecer,
aún,
se esconde
el poema.
(2015b, p.
26)
Este poema podría leerse casi como el grado cero de un “objetivismo ruidoso”. La onomatopeya es insuficiente. Como sostiene Felipe Cussen, la poesía onomatopéyica persigue “fines miméticos (…) en los que el énfasis por el ruido, si bien puede guiar la escritura o incluso reemplazar palabras, no ofrece ninguna dificultad a la hora de su audición, pues se comprende rápidamente que esos sonidos, imitados ahora vocalmente, corresponden de modo unívoco a referencias precisas” (2009, p. 17). El objetivismo ruidoso encontrará el límite de la escritura –que parece coincidir con el límite del poema– en el universo sonoro de las cosas contorneadas por los “ruiditos” que producen, sus interferencias en el plano visual. En este sentido, la búsqueda con la que abre y cierra Las piedras habla de una imposibilidad sostenida y continua: el ruido de los objetos es como el noúmeno inasible de la escritura y, a la vez, lo que mantiene el poema en una especie de estado incompleto, de inconclusión pensativa, en posición de búsqueda. El poema se esconde –si sabemos que se esconde es porque algo también asoma– en tanto y en cuanto esa reminiscencia acústica que reverbera como tintineo perceptivo se vuelve intraducible.
En Creo en la poesía aparece otra suerte de poética del objetivismo sonoro, un poema titulado “Un sonido que valga mil imágenes”:
Los elefantes son capaces de sentir
la caída de un rayo
a treinta kilómetros de distancia.
es que
poseen en el centro de sus patas
unos
censores que les permiten interpretar
las
vibraciones de la tierra.
Saben que
cuando se acerca la tormenta
deben
agruparse. Una hembra orienta a la manada
dando golpes
secos en el suelo.
No hablan
porque no tienen nada que escuchar
recurren a
sus patas para prevenir las amenazas.
Todos juntos
caminan buscando un lugar
lejos de los
rayos eléctricos que el cielo preparó
para
acompañarlos en su viaje
en las
huellas del camino queda
agua
acumulada
que
ablandará las raíces bajo tierra
asegurando
el alimento de mañana.
(2015a, p.
25)
Según el proverbio popular, “una imagen vale más que mil palabras”. Entonces, un sonido que vale por mil imágenes vale también –haciendo la cuenta– por un millón de palabras. El elefante parecería ser un modelo perceptivo: el que ejerce una escucha táctil, corporal, de las cosas; el que no solo escucha con los oídos, sino que compromete el cuerpo entero en la escucha. El poeta deviene sonda, como sucede en el poema “Amanece y en casa tomo mate”:
Sobre mi
ventana un gesto azul resplandece en la medianera
que divide
mi patio con el del vecino.
Territorio
de guerra para los gatos.
El tren de
carga anuncia su temprana llegada,
los loros se
mueven entre los pinos del barrio
y el parque
de Independencia.
Disputan su
lenguaje.
Mientras se
libra una batalla en el techo de mi pieza me cebo un mate.
Caen las
pelotitas del pino arrojadas por los loros
desde los
flancos.
Con cada
estallido deviene una corrida de los combatientes.
Alguien que
se
atrinchera.
La primavera
en el barrio ingresa a modo de amnistía
junto a un
sobreviviente que demanda a gritos
su taza de
leche matinal
Las páginas
pasan y queda el olor junto al polvillo
en esta
vieja cocina.
Afuera
hay
albañiles
que aún
conservan su técnica
tranquilos
colocan
golpeando
con el mango de la palita
un ladrillo
por vez
acomodándolos
en la
superficie del cemento.
En el
silencio
una risa y
un estornudo
se acercan
por la ventana
entre las
hojas.
(2015b, p.
14-15)
En estos poemas, el centro perceptivo es la audición y la escritura implica una determinada administración de los ruidos, del territorio que esos ruidos construyen al punto tal de que aparecen personificados: “una risa y un estornudo/ se acercan por la ventana”. Los ruidos de las cosas marcan una verdadera presencia en los libros de Vdovichenko. Deleuze y Guattari tienen un nombre para esto: haecceidad, usualmente traducido como “estidad” –de haec, “esto”–, concepto que reformulan a partir del filósofo de la baja Edad Media Juan Duns Escoto.8 Para Deleuze y Guattari, una haecceidad es
un modo de individuación muy diferente del de una persona, un sujeto, una cosa o una sustancia. (…) Una estación, un invierno, un verano, una hora, una fecha, tienen una individualidad perfecta y que no carece de nada, aunque no se confunda con la de una cosa o de un sujeto. Son haecceidades, en el sentido de que en ellas todo es relación de movimiento y de reposo entre moléculas o partículas, poder de afectar y de ser afectado. (2002, p. 258)
Los ruidos tienen estatuto de haecceidades, en el sentido en que atraviesan como afecciones el poema: “escuchar la radio del vecino que está sentado en la vereda/acostarse pensando en eso” (Vdovichenko, 2015b, p. 10); “en el recuerdo se instala el sonido del primer tren de la/ mañana” (p. 11). Los ruidos tienen, en pocas palabras, la solidez misma de las piedras, su contundencia: condición táctil del sonido, que tiene su propia materialidad, distinta a la de las cosas. Los ruidos se mueven, viajan, tocan el oído y se desvanecen, emergen de acá y de allá, rodean de manera invisible, aunque con una preponderancia que compite con la vista. En la poesía de Vdovichenko, las palabras son, en definitiva, el parche tenso de un redoblante hipersensible: ante el mínimo roce –por más suave y delicado que sea–, repicarán como un estruendo tembloroso en un paisaje muteado.
Interludio III: los ruidos del lenguaje
Recuerdo una escena que aparece en Arturo y yo (1983) de Arturo Carrera, en la que alguien escucha la narración en voz alta de un cuento de Pushkin leído en ruso y dice que ha presenciado una “estupenda ‘lección’ de poesía” (2006, p. 161). La condición de acceso a esa experiencia está marcada por el desconocimiento de la lengua original, lo que permite recibir todos esos sonidos desprovistos de significado en términos lingüísticos, pero aun así con sentido. Esa “lección de poesía” es posible, entonces, ante una lengua extranjera, aunque también señala un más allá, en la posibilidad de oír plenamente la lengua propia como una serie de sonidos puros, entrar en contacto con un “ruido musical”, como dirá Russolo en El arte del ruido: “La influencia que ejerce el ruido sobre la voz y, por lo tanto, sobre el lenguaje es inconmensurable” (2021, p. 72). Según explica Russolo, si las vocales son los sonidos del lenguaje, las consonantes operan como ruidos. Observa, de hecho, un fenómeno curioso: que las consonantes son pronunciadas y no llamadas por su nombre, como las vocales. Desde esta perspectiva, el ruido es consustancial al lenguaje. La propia lengua tiene un resto irreductible de extranjería y puede ser escuchada, también, como un ruido de fondo que se resiste a ser traducido por completo. Jacques Derrida, en El monolingüismo del otro, afirma que algo impropio habita, por definición, en la lengua. Se trata del “destino universal que nos asigna a una sola lengua pero nos prohíbe su apropiación” (1997, p. 42).
Algo de esto ocurre en Edición bilingüe (2006) de Silvana Franzetti. Se trata de un libro con una doble disposición: las páginas pares albergan poemas en bastardilla y las impares en itálicas. Y acá hay algo interesante: tanto de un lado como del otro, los poemas están en castellano. Esas dos lenguas anunciadas en el título son, en verdad, una sola, desdoblada. Resuenan las afirmaciones de Derrida acerca de la imposibilidad de un metalenguaje absoluto, dado que al hablar de una lengua, aparece “en ella la traducción (…) el espejismo de otra lengua” (1997, p. 37). ¿Cómo leer, entonces, el libro de Franzetti? ¿La página impar, con la tipografía en bastardilla, representa el poema “original” y la otra, la página par, a su lado en itálica, su “traducción”? ¿O es exactamente al revés? ¿Se pueden leer los poemas por separado? ¿Es lícito establecer relaciones entre un poema en bastardilla posicionado en un par de páginas sucesivas, con un poema en itálicas perteneciente a otro par? ¿Cómo definir las relaciones entre sentido y sonido que se dan en el libro, la idea de “traducción” que aparece en el abordaje bilingüe de la propia lengua?
Franzetti trabaja con la escucha del lenguaje extranjero. Al comienzo, abajo del título, el libro aparece situado entre paréntesis: “(Berlín, 2000/ Buenos Aires, 2001)” (2006, p. 5). En suma, hay por lo menos tres lenguas: dos habitan en el castellano rioplatense de Franzetti y otra, el alemán, en el oído. Claro que si una lengua es ya, en sí misma, bilingüe, entonces la suma daría cuatro. De todos modos, cualquier ecuación termina siendo absurda: porque lo que está impugnado, desde el comienzo, es la unidad misma de la lengua. Si en una hay dos, en cada una de esas dos también habrá otras dos, y así la lengua quedará infinitamente subdividida, disgregada en su propia alteridad. La lengua será, en cualquier caso, un bloque sonoro de ruidos: un resto que se resiste a ser traducido, aquello que altera la simetría de los sentidos en el desplazamiento entre un lenguaje y otro –el mismo–, lo que en el sonido socava el sentido, escamoteando de manera constante su estabilidad, su fijeza. Leemos:
Como si pudiera enumerar secretos:
Hay un
barullo encorsetado
entre los
paréntesis
–antes se
ajustaba, ahora no cede–,
Hay un ritmo
que
trasvasa el
silencio, está por terminarse.
El tono
extranjero se impregna a través de capas foliadas,
la memoria
de una voz prepara el lapsus.
Hay sonidos
sin comas
y demasiadas
películas dobladas.
(2006, p. 9)
Edición bilingüe empieza en una estación de tren, en el medio de ese “barullo” que “trasvasa el silencio”: se anuncia, ahí mismo, un sonido líquido, fluido, sin cortes. El silencio es el recipiente donde se vierte el bochinche del “tono extranjero” que parece desbordarlo todo. Extrañamiento: voz y territorio, sonido y fuente, no se corresponden, están desfasados como en una película doblada en la que el sonido de las voces y los movimientos de fonación nunca coinciden. Por otra parte, esa locación en la estación de tren donde empieza el libro es una concepción de la lengua en sí misma: su escenario es, literalmente, el movimiento, el desplazamiento entre lenguas. En una palabra: la metáfora, el traslado. “En treinta y nueve años habrá más estudiosos de metáforas/que habitantes” (p. 31). El libro de Franzetti comienza en el punto donde presenciamos el devenir literal de la metáfora: ese espacio de la ciudad atravesado por cuerpos en tránsito, pasajeros, llegadas y partidas, líneas de fuga. Una lengua que en su centro aloja otra, que a su vez contiene otra que alberga otra, y otra… Como ese verso del poema “Sacred Emily”, de Gertrude Stein, en el que “Rose is a rose is a rose is a rose” (2017, p. 671), en la poesía de Franzetti, el bilingüismo de la lengua horada la escucha con la literalidad de los sonidos y su incompatibilidad con las cosas:
Las campanas repican, los pájaros graznan.
Tener el tupé de ser indiferente al paisaje
volverse uno mismo oblicuo.
Los chicos
me recuerdan que no soy de acá
aunque por un rato habían acortado la distancia
que le otorgan sus aires diplomáticos.
O los cuervos, todavía me olvido que existen
fuera de la literatura. No podría
hacer corresponder este cuervo con ese.
(p. 10)
Las palabras son cosas ruidosas. Hacer sentido es siempre un acto de traducción. Y un libro de poesía que piensa el lenguaje de este modo no podría ser sino una “edición bilingüe” de sí mismo. La lengua escuchada por Franzetti –aunque el singular sea solo una forma diplomática de decirlo– parece tener el mismo estatuto de los sonidos que aparecen en el primer verso del poema, campanazos y graznidos. Pero esto no habla de una condición de extranjería con respecto al idioma escuchado sino de una experiencia poética más amplia: los cuervos tampoco coinciden entre sí. ¿Qué designan “este” y “ese”? ¿Dos cuervos de la “realidad”? ¿O un cuervo literario y otro real? La misma impropiedad de la lengua –sus límites difusos– hacen que la traducción –la traslación, el movimiento de signos de un lado al otro– se vuelva una práctica insoslayable y necesaria, porque las correspondencias están rotas.
El lema que
va
desde el
helicóptero de ocasión
hasta la
iglesia sin cúpula rebota
contra las
ventanas de los edificios.
La nieve
dobla la esquina y acumula
la voz del
que vende
sistemas de
salvataje en una plaza.
(p. 11)
Los sonidos rebotan, se acumulan como en un efecto de bola de nieve: “el lema” no parece decir nada en concreto –salvo su género, su tonalidad, su nota– porque lo importante parece ser registrar esas torsiones, los ruidos de un idioma transformados, por medio de la experiencia de escucha a través del audífono del poema, en una cartografía sonora, un sistema de intensidades y velocidades, dinámicas acústicas y aceleraciones de frecuencia.
Tiendo a volverme en contra de los tiempos
si pudiera hablar en presente nomás,
dejaría el teclado.
Me equivoco en el modo de sentarme
está muy lejos de me siento mal.
(…)
Qué hay debajo de las notas discordantes.
Es mi tímpano esta vez el que percibe
los grados bajo cero del idioma.
(p. 12)
El sentido no es algo distinto del sonido. Hay notas, hay hasta temperaturas del lenguaje. El tímpano deviene, así, termómetro. Es el órgano privilegiado para captar todo lo que no es funcional al significado, aquella parte del significado que ya está –no cesa de estar– en posición de significante, lo “discordante”, es decir, lo inarmónico, lo ruidoso:
El asunto no
es el lápiz negro que chirría sobre el papel
y tampoco
las teclas de la computadora
decididas a
llevarse el resto
de ruidos
del lugar, sino callar como el extranjero
con un
silencio reversible: del anverso
(para el
natural) se trata de algo inalterable;
para el
extranjero (del reverso)
su propio
silencio sobrevive,
acepta la
palabra en sentido hiperreal
porque sabe
qué es la nada,
ya no
digamos el nadie.
(p. 13)
Dice Derrida: “Nunca se habla más que una lengua, y esta, al volver siempre al otro, es, disimétricamente, del otro. Venida del otro, permanece en el otro, el otro la guarda” (1997, p. 59). Ese hiperrealismo de la palabra es el de una literalidad extrema: no es posible, ni siquiera, un mismo silencio, dado que el silencio también forma parte del ruido –en el silencio resuena, como en el epígrafe del artículo, el alma del ruido–. ¿Cómo callarse, entonces, en otro idioma? ¿Es posible el silencio en la lengua del otro, en esa condición bilingüe de la propia, incesantemente subdividida? Esa lengua que nos deja “a la intemperie del sonido”:
Quince extranjeros a la intemperie del sonido
asistimos al temple de la o
con diéresis. Las escuelas siempre hacen zancadillas;
caí junto al polaco, no quise que una vocal fuera
algo así como un átomo separado por nada.
No me pregunto por el tiempo, voy al ritmo
en que se deshilvana el propio idioma,
me dejo llevar por lo que oigo: trozos
de una vocal en otra o, al menos,
pensar en una e y abrir la boca en o.
(p. 16)
El lugar de la boca en el cuerpo adquiere una nueva relevancia: porque si esta lengua “deshilvanada”, destejida, deshilachada por la impropiedad que la habita no puede evitar requerir, con cada paso mínimo que efectúa el hablante, un acto de traducción, entonces demanda, en simultáneo, una sensibilidad especial en el manejo del ruido como escultura sonora de las mínimas partículas del lenguaje: “Uno de ellos decía algo al pasar/ por no perderse en esa otra conversación, de todas formas/ cortada por las ráfagas de viento” (p. 19). No podemos dejar de señalar esto, importantísimo: el ruido nos arroja como saldo una versión del lenguaje en donde no solo intervienen las palabras, sino cualquier sonido. Acá, por ejemplo, el ruido es pura huella mnémica que se reimprime: “Aquellos golpes contra la puerta/ son el recuerdo de un ruido/ que se escucha ahora” (p. 35). El ruido nos pone ante el plano de lo sonoro absoluto: no se trata de lo sonoro en la lengua, sino también de lo que se filtra en ella, el silbido del viento que ocasionalmente escande una frase, por ejemplo, o “una serie discontinua de ruidos binarios que interrumpen/ el intercambio de las cartas” (p. 27); la milimétrica posición de los músculos de la boca en coordinación con el pensamiento. Edición bilingüe lleva el poema hasta una experiencia de la fonética, de su reaprendizaje en clave musical:
No es el vagón el que
rebasa mis pensamientos, entre dos ciudades
la ingravidez me impide cerrar los ojos.
Leo partituras, guardo las medias frases,
recorro de un lado al otro
el pentagrama, apago
mi voz calada de desarreglos, amplifico la distancia.
(p. 22)
Es una corchea definitiva,
instantánea, casi sin eco.
No una blanca que por costumbre
hubiera repetido una negra
y durante unos segundos más
seguiría retumbando en el espejo.
Si alcanzaras algo distinto al remake,
no sabrías de antemano lo que se va a repetir
perderías la música lisa.
(p. 24)
Una “voz desarreglada” que aun así estudia la partitura del idioma extranjero desde el suyo, no menos extranjero. De ahí el lenguaje musical, las notas que hablan de duraciones: corcheas, negras, blancas. Hablar –y no me refiero a hablar otras lenguas– demanda, bajo la experiencia recortada por estos poemas, un devenir músico del hablante, una atención puesta en las materias y en los instrumentos, en las pausas, las velocidades, las intensidades, la percusión rítmica, los golpes, los tempos y duraciones. Muchas veces hemos oído decir que la música es el lenguaje universal. Si toda lengua está habitada por una alteridad que impide o sabotea cualquier acto de apropiación, entonces, en el fondo, subyace un mismo punto de partida para todas: el ruido.
Coda
Comencé este artículo por la reinterpretación escrita que Leónidas Lamborghini hace del Himno Nacional Argentino: ahí el ruido operaba como directriz de la nueva versión, cuyo propósito parece ser hacernos escuchar el ruido ya presente en el original y, para eso, remezcla y distorsiona. Con Lamborghini se abre, podríamos decir, un pensamiento de lo ruidoso en la poesía argentina, ya no como tema, sino como operatoria de escritura, como metodología del poema. David Hendy se refiere a “la ‘máquina de ruido’ de la retórica política” (2013, p. 319) y, en este sentido, después de Lamborghini, hice un salto a la poesía contemporánea: porque ahí se puede ver cómo continúa el trazo de una línea que tendría al ruido como uno de sus problemas principales. En los libros de Reches sobre los discursos de Macri y Vidal, el poema trabaja contra esa máquina cacofónica del discurso político, para despejar con el poema el palabrerío discordante y revelar lo que hay detrás: una serie de imágenes inconexas, unas frases sin sentido, que solo la poesía puede instituir como posibles y pensables.
A la vez, también se abría ahí la pregunta por las políticas del ruido en la poesía: qué poéticas lo convocan y cuáles lo impugnan. Veíamos que, en principio, el objetivismo argentino parecía refractario al ruido. En la “Poética” de Giannuzzi, si bien todo terminaba decantando hacia el aspecto visual del poema, encontrábamos zonas asociadas con la voz y lo sonoro: la poesía es una música que no hay que cambiar de lugar. “No distorsione” era la prohibición en la que se fundaba la posibilidad de un objetivismo como política del lenguaje. Prieto mencionaba cierto “léxico llano”, que aquí podríamos reformular como un planchado tonal, cuyo fin parecería ser el de evitar todo ruido visual.
Pero aparecía, a contrapelo, la posibilidad de un objetivismo ruidoso –decía, en una nota breve, que los libros de Gambarotta ya habían sido pensados así, por Ceresa y por Porrúa–. Pasé entonces a analizar algunos libros de Diego Vdovichenko, que explicitaban como proyecto compositivo atribuirle “ruidos a los objetos”. Lo que aparecía acá me resultó interesante porque alcanzaba un estatuto ontológico, se transformaba en una verdadera haecceidad, en tanto tenía su propia capacidad de proyección afectiva. El ruido funcionaba, en los poemas de Vdovichenko, como tope de la escritura, a la vez que como meta: el ruido de los objetos constituye una zona inaprensible, escurridiza, en la que el poema le hace perder pie a la imagen objetiva, porque le impone otras artistas sensibles más allá de la mirada.
Por último, en Edición Bilingüe, de Silvana Franzetti, veíamos cómo el problema del ruido era nada más y nada menos el problema de la lengua: lo ruidoso habita en el corazón del idioma como una alteridad que produce un carácter impropio, imposible de reducir en términos de significado. De ahí que, ante el trabajo con el sustrato ruidoso de la lengua, el gesto sea el de una traducción constante, una necesidad de traslación, una serie de movimientos sin los cuales sería imposible producir sentido. En el libro de Franzetti, los ruidos reaparecen en múltiples planos: las palabras, el viento, una puerta, una campana, un graznido, todo se intersecta, se cruza en un ir y venir, entre encuentros y desencuentros en esa estación de trenes que es todo lenguaje.
Lo que quise pensar, en este breve recorrido, es el atisbo de una posibilidad: la de analizar, en la poesía actual, no solo el sonido, lo musical, lo armónico o lo concordante, sino un remanente que parece escabullirse para producir su propio bullicio, aquello del sonido que desarregla, desestabiliza el significado, la irregularidad que, en el acto de escuchar el poema, nos pone a la intemperie del sentido, que es también –y valga el eco de la repetición– la intemperie del sonido.
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Notas
Notas de autor