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Apuntes sobre los orígenes de la política en Hannah Arendt
Theoría. Revista del Colegio de Filosofía, núm. 44, pp. 28-49, 2023
Universidad Nacional Autónoma de México

Artículos

Theoría. Revista del Colegio de Filosofía
Universidad Nacional Autónoma de México, México
ISSN-e: 2954-4270
Periodicidad: Semestral
núm. 44, 2023

Recepción: 22 Mayo 2022

Aprobación: 18 Noviembre 2022

Resumen: El interés de Hannah Arendt en el fenómeno de la política recorre de manera transversal tanto su pensamiento como su obra. En una entrada de su Diario filosófico 1950-1973 (2018), Arendt reflexiona sobre el hecho de que la filosofía política tiene su origen, para la tradición filosófica occidental, entre el ocaso de la pólis y la respuesta que Platón ofreció ante la corrupción de la política. En cambio, si queremos hablar del origen de la política misma debemos retroceder, conforme a la genealogía arendtiana, a un tiempo más ligado a la narración mitológica que a la narración histórica: la guerra de Troya. La relación que Arendt guarda con el pensamiento helénico es esencial para comprender el núcleo programático de su pensamiento y su obra, sobre todo en la manera en que combina esas ideas con otras tradiciones como el aristotelismo, el republicanismo y con sus herencias germana y hebrea. Por esa razón, presentamos, de la mano de Roberto Esposito, un recorrido por las ideas que conforman el origen de la política para la fenomenología arendtiana, conformando un triángulo entre Troya, Atenas y Roma. Además, mostraremos los límites que presenta esta interpretación al entrar en diálogo con otra autora fundamental para entender la filosofía política en el siglo xx, Simone Weil. Sin conocerse, ambas autoras parecen complementarse mutuamente. El objetivo es visibilizar la importancia que tiene el mundo romano en el pensamiento arendtiano.

Palabras clave: Hannah Arendt, Filosofía política, Pensamiento helénico, Aristotelismo, Republicanismo, Homero, Platonismo, Filosofía helénica.

Abstract: Hannah Arendt’s interest in the phenomenon of politics runs transversally through both her thought and her work. In an entry in her Denktagebuch 19501973 (2018), Arendt reflects on the fact that political philosophy has its origin, for the Western philosophical tradition, between the decline of the polis and Plato’s response to the corruption of politics. On the contrary, if we want to talk about the origin of politics itself, we must go back, according to Arendt’s genealogy, to a time more closely linked to mythological narrative than to historical narrative: the Trojan War. Arendt’s relationship to Hellenic thought is essential to understanding the programmatic core of her thought and work, mainly in the way in which she combines these ideas with other traditions, such as Aristotelianism, republicanism, and her Germanic and Hebrew heritage. For this reason, we present, together with Roberto Esposito, a journey through the ideas that make up the origin of politics for Arendt’s phenomenology, forming a triangle between Troy, Athens, and Rome. Furthermore, we will show the limits of this interpretation when seen in dialogue with another fundamental author for understanding political philosophy in the 20th century, Simone Weil. Without knowing one another, both authors seem to complement each other. The aim of all this is to make visible the importance of the Roman world in Arendt’s thought.

Keywords: Hannah Arendt, Political philosophy, Hellenistic thought, Aristotelianismo, Republicanism, Homer, Platonism, Hellenistic philosophy.

Todo comienza con Homero

Es de sobra conocida la fascinación que Arendt sintió por la cultura griega y cómo ésta permeó en diversas posturas y nociones manejadas por la autora. No obstante, la fenomenología política arendtiana no se reduce ni se agota en su admiración por la concepción que rescató de los griegos. Es necesario, como sostiene Jacques Taminiaux (2008), resituar el valor que otorga al pensamiento griego sin hacer una interpretación nostálgica y excesivamente helenofílica, o grecomaníaca en términos de Taminiaux, de su propio pensamiento.

La idea de remontarse hasta los tiempos de Homero y la Guerra de Troya para hablar del origen de la política tiene una intención muy concreta: mostrar el surgimiento embrionario de los elementos que le dan su especificidad a la política. Este rastreo arendtiano, que realizaremos tomando como base el trabajo del filósofo italiano Roberto Esposito en su obra El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil? (1999), no está exento de cierta polémica. Como el propio Esposito destaca, existe una innegable y problemática relación entre la fundación de la política y la existencia de la violencia, más concretamente con la guerra (pólemos). En este sentido, la violencia se encontraría en el origen genealógico de la política.

La referencia homérica no es una cuestión accidental. Arendt resalta una cualidad que rara vez es vista, a saber: la imparcialidad y la equidad con que Homero relata las historias de la Guerra de Troya, unificando en la “misma dignidad a vencedores y vencidos” (Esposito, 1999: 21). Logra discernir entre victoria y justicia, y entre derrota y culpa sin decantarse por un bando y sin entrelazar ambos conceptos, como una suerte de juez imparcial cuya función es la de relatar las gestas. Esta equidad homérica es esencial, a juicio de Arendt, para comprender la verdad en la política, pues requiere de la visibilización de las diversas perspectivas en juego, por mucho que éstas se muestren enfrentadas. Todos los actores y todas las acciones se muestran en el tablero político con igual dignidad.

La política nace sobre la antinomia constitutiva relatada por Homero en la Ilíada. Este momento inaugural del tiempo de la política es visto por Arendt como el origen mismo de nuestra historia y, simultáneamente, como su inevitable predeterminación, pues la condena a un estado de perpetua contradicción. Esto se debe a que el hecho inaugural de la política no es un episodio fortuito de comunión o creación, sino una guerra. Se establece un vínculo, una conexión y, a la vez, una oposición entre destrucción y fundación que fungirá como una constante, como un verso que rima a lo largo del tiempo.

Este rastreo bélico que se registra en el origen de la política mantiene en Arendt, al igual que en el pensamiento griego, una tensión. El ágora se concibe como un espacio de combate, pero en este caso en su modalidad dialéctica, donde los sujetos considerados ciudadanos son igualmente libres en acción y palabra ante la ley. Como sostiene, “esta competencia todavía tenía su modelo en la lucha, completamente independiente de la victoria o la derrota, que dio a Héctor y Aquiles la oportunidad de mostrarse tal como eran, de manifestarse realmente, o sea, de ser plenamente reales” (Arendt, 1997: 110).

Sin embargo, aun cuando la guerra, el enfrentamiento y la competencia están en el origen genealógico del espacio destinado a la política, las relaciones propiamente políticas siguen una lógica completamente opuesta y antagónica, puesto que se producen entre adversarios que, a pesar de las diferencias, se muestran en escena como iguales. El conflicto, intrínseco al fenómeno de la política, se supera por medio del diálogo común, no apelando a la violencia. Arendt (1997) continúa esta reflexión afirmando que el espacio político es un lugar “donde toda victoria es ambigua como la victoria de Aquiles y una derrota puede ser tan célebre como la de Héctor” (110). En el origen de la política es innegable que existe una relación genealógica entre poder y violencia, entre pólis y pólemos, pero el espacio político se funda, precisamente, para aislar la violencia más allá de las fronteras de lo propiamente político.

La violencia no era un elemento ajeno a la vida griega. No obstante, en lo que respecta al ámbito político, la violencia era concebida como un elemento marginal y, por tanto, quedaba fuera de las murallas de la pólis. A este respecto, la posición de Arendt en relación con la violencia como contraposición al fenómeno de la política se torna algo más compleja. Como recoge Dermot Moran (2011), la pensadora “no era una pacifista y apoyaba el uso de la violencia en ciertas circunstancias. Pero siempre enfatizó que, como forma de acción, la violencia es impredecible e incontrolable” (288). Por ende, como elemento fundacional central de la política, la violencia está claramente descartada tanto para Arendt como para el pensamiento griego.

Ahora bien, el empleo de la violencia, a pesar de su marginalidad con respecto al ágora, sí tenía un propósito que lo vinculaba a la actividad política, pero de cara al exterior de las murallas de la pólis. Los elementos violentos, como afirma Arendt (1997), “eran ciertamente medios para proteger o fundar o ampliar el espacio político pero como tales no eran precisamente políticos ellos mismos” (80). Este uso de la violencia, y concretamente de la guerra, tenía un carácter estratégico y de preservación del espacio telúrico de la pólis. Esta idea se mantiene hasta nuestros días y llega a solaparse y confundirse con el ámbito de la política.

En la Ilíada, y específicamente lo que Homero refleja al relatar sus gestas, se encuentra para Arendt el inicio del tiempo de la política. La referencia homérica tiene sentido en su fenomenología por cuanto habla desde un estado de imparcialidad o equidad y refleja, precisamente, el origen antinómico de la política por su relación con la violencia. Este momento inaugural es desde donde Arendt piensa la política, sin olvidar su tensión constitutiva.

El triángulo homérico: Troya, Atenas y Roma

La lectura arendtiana del pensamiento político griego tiene como primer origen Troya, donde se establece la tensión primigenia entre política y violencia. Si bien el paso del pólemos a la pólis allana y civiliza este conflicto originario, como en el caso de Atenas, no termina por tomar una distancia suficiente. Para resolverlo, Arendt ve en Roma un tercer inicio, una estabilidad que libera el residuo de la violencia, atenuándolo, pero sin extinguirlo, debido a su carácter de artificialidad, de tal modo que el papel de Roma es “‘realizar’ históricamente la imparcialidad poética de Homero reunificando los dos rostros antagónicos, los dos corazones discordantes del primer origen” (Esposito, 1999: 56-57). En Arendt, el círculo de la política se cierra en este punto por medio del triángulo formado entre Troya, Atenas y Roma.

Homero y la guerra de Troya

La primera arista de este triángulo, la arista homérica, comienza en el Canto I de la Ilíada cuando Homero declama: “Nueve días sobrevolaron el ejército los venablos del dios, y al décimo Aquiles convocó a la hueste a una asamblea” (Homero, 2006: i, vv. 53-54). Cuando Aquiles, imbuido por Hera, realiza este llamamiento a los aqueos, Homero emplea el término griego ἀγορήδε, que es traducido como ‘asamblea’, y del que derivará posteriormente el espacio del ágora. Con este término se hace referencia, como tal, a un tipo primigenio de ágora que, en esencia, es un espacio asambleario de carácter militar donde se ponen en común, al margen del rango, los asuntos estrictamente bélicos para dilucidar y elaborar estrategias. Este modelo de asamblea, cuya característica principal es que se trata de un círculo invisible que une y vincula entre sí a los héroes homéricos, quienes luchando conjuntamente buscan una estrategia común (Esposito, 1999: 84), es un espacio intersticial o un Entre arendtiano primigenio que fue exportado a las diferentes pólis helenas tras la guerra.

Con el paso del tiempo, la asamblea militar, invocada en momentos puntuales, dio lugar al ágora, en cuanto que espacio permanente y bien delimitado en su sentido estrictamente político. El vector constitutivo que aportó continuidad y consistencia entre ambos espacios, el militar y el político, fue la traslación de este carácter asambleario del campo de batalla a las pólis por parte de los héroes y guerreros homéricos. “El espacio público de la aventura y la gran empresa desaparece tan pronto todo ha acabado, el campamento se levanta y los ‘héroes’ —que en Homero no son otros que los hombres libres— regresan a casa” (Arendt, 1997: 74), llevándose consigo, gracias a los relatos del poeta, dicho círculo invisible a sus respectivas ciudades para establecer una deliberación.

El nuevo asentamiento del espacio asambleario en el ágora trajo consigo una modificación en la idea de combate propia del pólemos. Las acciones propias de los héroes homéricos —que entrelazaban la esfera del actuar y del hablar por medio de grandes palabras (megáloi lógoi) (Arendt, 2016: 39)— desplazan su foco de atención hacia el valor del discurso (lexis) y la acción en concierto (praxis). Como resultado, el enemigo bélico se convierte en un adversario dialéctico.

La acción heroica “pasó a ser el prototipo de la acción en la antigüedad griega e influyó, bajo la forma del espíritu agonal, en el apasionado impulso de mostrar el propio yo midiéndolo en pugna con otro” (Arendt, 2016: 217). De este modo, la continuidad entre pólemos y pólis confluye en la transformación del héroe homérico en el ciudadano ateniense, como el arquetipo y la pasión máxima a la que aspiraba un hombre libre. Para ello, el vínculo entre los sujetos que conforman el espacio asambleario pasa de ser antagónico a agonal, pero igualmente buscando la inmortalidad que se otorga a quienes compiten y aspiran a ser distinguidos como los mejores.

En el capítulo que dedica justamente al especial vínculo entre pólemos y pólis, Esposito nos sirve de hilo conductor para vislumbrar cómo esta necesidad por ser distinguido, que viaja del campo de batalla al ágora de la pólis, hace de este nuevo espacio un ámbito de pura presentación (parusía). El ciudadano hereda de los héroes griegos la pasión por hacerse ver, pues “los ‘héroes’, seres actuantes por antonomasia, recibían el nombre de ándresepiphaneîs, los especialmente visibles” (Arendt, 2014: 94). Sólo que, en lugar de escucharse el estruendo de las armas, resuenan las voces del diálogo político. En este sentido, Arendt recupera de la política griega una idea clave para su pensamiento: “El espacio de la política es el lugar en que la acción de los hombres aparece literalmente al mundo” (Esposito, 1999: 49). Por esa razón, la fenomenología de Arendt resulta ser una fenomenología de lo público (die Öffentlichkeit).

En su obra póstuma Vida del espíritu (1977), llega a exclamar que en el mundo ser y apariencia, coinciden, y lo dice en el mismo sentido que lo entendían los griegos. La esfera pública funge como el lugar donde los sujetos son simultáneamente sujetos y objetos de apariencia y, por tanto, sus acciones revelan su existencia en el mundo. Ser capaz de aparecer en la esfera pública tiene un alcance no sólo fenomenológico, sino ontológico en la política griega. Un sujeto es, en su sentido apofántico, en cuanto es capaz de venir a la presencia, es decir, de presentarse.

La vida política en los griegos tiene esta dimensión escénica donde los sujetos se visibilizan y aparecen literalmente en el mundo. De ahí que esta pasión por presentarse y distinguirse de los demás revele, a su vez, un individualismo extremo. Los ciudadanos de la pólis entran en una vorágine de acentuación y exaltación de esta actitud teatral, en cuanto que la existencia adquiere valor, porque hace su aparición, en la medida en que se da bajo la mirada de otros. Es por eso por lo que Arendt (2016: 211) habla del teatro como el arte político por excelencia.

La Ilíada sirve a la política como reflector original de su dimensión escénica y Homero muestra la naturaleza poliédrica de los actores y sus gestas sin decantarse ni mostrar favoritismo por ninguna actuación en concreto. Por medio de este primer origen bélico del espacio asambleario homérico, los elementos constitutivos que acompañaran a la política ab origene se trasladan al ágora en pro de un segundo origen donde se incorpora su potencial positivo, pero sin trasladar al interior de la pólis su vínculo directo con el pólemos. Como lo expresa Esposito (1999), la pólis establece “el ‘agonismo’ sin el antagonismo, la competición sin la violencia y la inmortalidad sin la muerte” (52).

Grecia y la democracia ateniense

La segunda arista de este triángulo, la arista ateniense,1 tiene como epicentro la noción de ley, entendida por los griegos como nómos. La ley en el mundo griego constituía una frontera incluyente, delimitada por las murallas de la pólis, por medio de la cual se fundaba una forma de vida que era propiamente política y “que no puede abolirse sin renunciar a la propia identidad; infringirla es como sobrepasar una frontera impuesta a la existencia, es decir, hybris” (Arendt, 1997: 122). El nómos representa, por tanto, el lecho de roca sobre el que asienta la construcción tanto física como institucional del ágora o espacio intersticial de la pólis.

Ahora bien, la existencia del nómos no dejaba de tener algo de paradójico. La ley únicamente tiene validez dentro de la pólis debido a que representa el elemento fundacional de la política y de la vida pública, y, por ende, tiene algo de violencia generadora al producir una nueva forma de vida que antes no existía. La fundación del cuerpo político, del conjunto de leyes principales, solía ser establecido por un legislador ajeno a dicho cuerpo (Arendt, 1997: 120). Por ejemplo, en Atenas encontramos a Solón y en Esparta, a Licurgo. Por tanto, no se deshacía del todo de ese elemento prepolítico o extrapolítico que encontrábamos en la asamblea homérica.

La fundación de la pólis, en cuanto que expresión suprema de la condición de sociabilidad humana, posee un estatuto de artificialidad del que se hizo eco Aristóteles. Asimismo, aclara que la tendencia humana al gregarismo y a vivir en comunidad no implica por sí misma la existencia de un sensus communis de carácter político. Por esa razón, cuando el filósofo dice, “En todos existe por naturaleza la tendencia hacia tal comunidad, pero el primero que la estableció fue causante de los mayores beneficios” (Aristóteles, 2008: 1253a, 15), hace alusión al elemento mítico o extrapolítico que subyace en las historias sobre los fundadores del cuerpo político de ciudades o de estados.

Lo que destacamos de la formulación aristotélica es que no piensa la política como un derivado automático de la naturaleza humana, sino que refiere algo más. La fundación de la política requiere un esfuerzo suplementario y artificial a la mera reunión gregaria de sujetos y, como tal, va más allá de la conservación de lo dado (Farrés Juste, 2015). Es precisamente ese esfuerzo extra lo que aporta el nómos. Por eso en la nomenclatura del pensamiento arendtiano la política “sólo empieza donde acaba el reino de las necesidades materiales y la violencia física” (Arendt, 1997: 71). La intención subyacente es la de establecer una corrección desde el marco de la política de las desigualdades naturales propias de la physis, de tal modo que el fenómeno de la política tiene, ab origine, un elemento férreo de demarcación espacial, de delimitación entre un afuera y un adentro, que está más relacionado con la violencia que con un componente propiamente político.

En el sentido en que venimos expresándolo, la vida pública de la pólis se fundamentaba en un nómos que establecía “unas normas [válidas dentro de las murallas] desde las cuales conseguir impedir o hacer frente a la tiranía, pero que también tenían como meta no hacer caer a la ciudadanía en la barbarie” (Straehle Porras, 2016: 190). En el interior de las murallas de la pólis se establecía una ciudadanía entre iguales (isotes). En cambio, fuera de las mismas existía una convivencia humana sin mundo, un desierto (Arendt, 1997: 129).

Sin embargo, el componente violento que Arendt destaca del nómos, equiparándolo con el esquema antipolítico de la actividad de la fabricación, es esa demarcación espacial, que también afectaba a los miembros de la propia pólis. La inclusión en la vida pública solamente era reconocida a los hombres libres, pues entraban en la categoría de politai. Esta categoría, establecida por el cuerpo legislativo, excluía tácitamente a un volumen considerable de la población intramuros, pues eran considerados como la materia prima y el precio necesario para el funcionamiento y la organización prepolítica de la pólis (Straehle Porras, 2016: 190; Straehle, 2018: 87). Esta violencia excluyente y demarcadora desplegaba unos efectos políticos que permitían la constitución del ágora como espacio para la deliberación y la participación de los ciudadanos, pues permitía su sustento.

Con la institucionalización y la adquisición del carácter permanente de la asamblea homérica al asentarse en la pólis, se remarca ostensiblemente el carácter agonal del ágora y su vínculo con la acción y el bios politikós. Es en este espacio donde se despliega el poder en un sentido arendtiano, “como una acción en concierto con otras personas, y a nivel ideal desprovisto de dominación y violencia” (Straehle, 2018: 85). Para hacer esto posible, para establecer un vínculo entre pares, el discurso (lexis) y la persuasión (peithein) alcanzan un estatus de centralidad en la vida política.

Participar en los asuntos de la pólis implicaba entablar diálogo con diversas facciones, convencer al adversario por medio de palabras y encontrar aspectos en común a través de la argumentación de las posiciones en conflicto. En esta forma de la actividad y la acción política subyace una comprensión de la verdad que dista considerablemente de la planteada por Platón, por ejemplo. La verdad que pretende alcanzar el ámbito político es aquélla que se elabora desde la acción conjunta y desde la complementariedad de opiniones diversas. En la conformación de ágora ateniense, la política se presenta como un ámbito contingente que se nutre de los argumentos en un diálogo que, en esencia, está en contante construcción.

No obstante, el diálogo político no se desentiende de cualquier tipo de verdad y las opiniones vertidas en el ágora no están desprovistas de conocimiento; sólo rechaza aquellas opiniones y verdades que tratan de imponerse o presentarse de manera absoluta e invariable. Las opiniones que en la vida pública presentan los ciudadanos atenienses son opiniones autorizadas en el espacio político, precisamente porque se entiende que para acceder al gobierno de la pólis habían adquirido previamente lo que consideraban que era el autogobierno de sí mismos.

El ágora garantizaba que, en el encuentro entre sus homólogos o pares, los ciudadanos pudieran expresar sus opiniones libremente y en un espacio de igualdad. Por un lado, el vínculo entre la pólis y la libertad (eleuthería) es meridianamente claro en la política griega, puesto que, como recoge Arendt (1997), “ser libre y vivir en una polis eran en cierto sentido uno y lo mismo” (69). La participación en los asuntos comunes se daba entre una pluralidad de hombres libres, y la libertad era una categoría esencialmente política e intrapolis por definición. Decirse libre fuera de las murallas de la pólis carecía de sentido para la política griega.

Por otro lado, la configuración del ágora como un espacio de igualdad no era entendido por los griegos de la misma forma que lo hacemos nosotros, especialmente desde la modernidad. La igualdad en el ágora ateniense implicaba dos elementos: el primero es que aquéllos que participaban de los asuntos comunes lo hacían bajo el mismo estatuto ontológico, político y jurídico; y el segundo es que, debido a esta igual visibilidad, se establece un juego entre no ser dominado y no dominar que impide, idealmente, que ningún ciudadano obtuviera más poder soberano que otro, puesto que “toda apropiación del espacio conduciría así a la consiguiente disolución de su carácter político” (Straehle, 2018: 88).

La igualdad para los griegos no era natural, sino una manera artificial de balancear las diferencias naturales y socioeconómicas existentes. Para garantizar este espacio igualitario, el ágora ateniense se sustentaba en la isegoría, o el derecho de palabra en el espacio institucional de la asamblea (ekklesía), y la isonomía, la igualdad en el tratamiento de los derechos políticos, lo que en el mundo latino republicano se conoció como aequa libertas. Sin embargo, resulta extraño que Arendt no hiciera nunca alusión a la tercera institución, la parresía,2pues era el mandato al que debían circunscribirse los discursos y las opiniones vertidas en el ágora (Straehle Porras, 2016: 189; Straehle, 2018: 87).

Atenas representa para la política el epítome de la sociabilidad humana bajo una concepción del poder como no-dominación. La centralidad del ágora en la vida de la pólis queda reflejada por su apelativo de hestía koiné, el hogar común. En este espacio de carácter agonal, el combate violento, propio de la asamblea homérica, es sustituido por el combate dialéctico, a través de la persuasión y el diálogo. Esta sustitución abriría a la política a una dimensión de espontaneidad en la acción conjunta. La praxis política, presente en la participación y los procesos de toma de decisiones, sobresaldría “por su capacidad de transformación y de traer al mundo lo nuevo e inesperado” (Straehle, 2018: 89). La espontaneidad de la acción reflejaba la pluralidad de perspectivas que mostraban los ciudadanos y su dimensión relacional para conformar una comunidad con vistas a resolver los conflictos y afrontar los asuntos comunes.

No obstante, la política ateniense se encontraba autolimitada por su propio origen paradójico. Si bien el elemento esencial de la pólis no se circunscribía a un lugar telúrico y cartografiable en concreto, el carácter agonal e intersticial de este espacio lo dejaba fácilmente expuesto a actitudes aislacionistas y autárquicas. Como Arendt (2016) explica en La condición humana, “la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar” (221). A pesar de esto, y de la pluralidad de perspectivas manifestada en la vida pública, el ágora ateniense sucumbió ante la endogamia de sus postulados fundacionales. No podemos olvidar que, ante todo, el ciudadano ateniense era un hoplita cuyo deber era defender la pólis de amenazas externas.3 Esto genera un clima de animadversión hacia el extranjero, lo que dificulta la ampliación del nómos fuera de las murallas, porque esta ley no sirve para “tender un puente de un pueblo a otro o, dentro de un mismo pueblo, de una comunidad política a otra” (Arendt, 1997: 123). Arendt (2010) expresa de la siguiente manera los límites presentes en el ágora ateniense en su ensayo, publicado póstumamente, Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental: “Los elementos aristocráticos, la pasión por la distinción y el individualismo extremo que la acompaña, llevaron finalmente a las póleis a la ruina, porque hicieron casi imposible sus alianzas” (55).

Roma y el período republicano

La tercera arista de este triángulo, la arista romana, se articula en torno a la idea latina de ley, en cuanto que lex. Para los romanos la ley significaba el establecimiento de un vínculo duradero tras las guerras (generalmente tras su victoria) y marcaba la posibilidad ilimitada de establecer un sistema de alianzas y confederaciones entre los pueblos. En otras palabras, la lex romana “se caracteriza por ser inherentemente relacional y política” (Straehle, 2018: 92). A diferencia del nómos griegos, la lex romana tenía una proyección extramuros, por medio de la alianza y el tratado (Vertrag).

Esta discrepancia fue abordada ya en su momento por autores como Cornelio Tácito,4 en su obra Annales, y Plinio,5 en su Historia natural, al señalar cómo Roma era capaz de congregar en torno a sí e incorporar como ciudadanos de la urbs a los pueblos derrotados, convirtiendo a sus enemigos en aliados. Esta idea es también expresada por Arendt (1997) en un fragmento de ¿Qué es la política?, escrito originalmente en esa misma época: “Estamos tan habituados a entender la ley y el derecho en el sentido de los diez mandamientos y prohibiciones, cuyo único sentido consiste en exigir obediencia, que fácilmente dejamos caer en el olvido el originario carácter espacial de la ley” (129).

La comprensión que Arendt tiene de la ley se articula precisamente desde la lex romana “como un factor estabilizador insuperable […] [capaz de] suministrar un referente sólido, que al mismo tiempo posee un alcance territorial limitado” (Sánchez Madrid, 2021: 129). Este carácter de estabilidad y durabilidad que subyace en la ley para los romanos, y que sirve de base para la llamada pax romana, los liberaba del residuo de la violencia que arrastraba, por el contrario, la democracia ática. Si bien Roma tuvo el mismo origen artificial que Atenas, esta artificialidad es interpretada por Arendt en Roma como un dique de contención de la violencia proporcionado por la noción de auctoritas6 que brinda la construcción simbólica del cuerpo político (Esposito, 1999: 55). Esto no supone el fin de la violencia, sino, más bien, su atenuación por medio de un principio de equilibrio entre las partes implicadas, realizando históricamente la imparcialidad poética cantada por Homero en el nuevo comienzo que simbolizaba Roma.

Esta atenuación de la violencia en el marco de la política parte de la comprensión de la política romana como política exterior o extramuros, porque "el ámbito político sólo podía surgir y mantenerse dentro de lo legal, pero este ámbito nacía y crecía solamente allí donde distintos pueblos coincidían” (Arendt, 1997: 124). El espacio de encuentro para los romanos era la guerra, puesto que en ella conocían a otro pueblo como adversario, “precisamente porque se ha manifestado como tal en la guerra” (Arendt, 1997: 125), reconociendo, a pesar de sus diferencias, su igual existencia. Sin embargo, este espacio no se entendía como el fin de la política, sino como el comienzo de un nuevo espacio político, de un lugar en común, conformado por medio de la alianza y los tratados. De ahí que, como señala Arendt, el término latino populus significara originalmente ‘llamamiento a filas’. Por tanto, la violencia originaria que encontrábamos en Troya, las llamas homéricas, tienen un nuevo desenlace en tierras itálicas.

El corpus político romano se funda con el nacimiento del populus Romanus a través de la Lex doudecim tabularum, o las leyes de las XII Tablas, en el año 450 a.C. Por medio de estas tablas, expuestas a la vista de todos en el foro, se establecía un tratado entre dos facciones enfrentadas, plebeyos y patricios, representando un consensus omnium que eludió su enemistad, pero sin suprimir sus diferencias. En definitiva, “la res publica, la cosa pública que surgió de este tratado y se convirtió en la república romana se localizaba en el espacio intermedio entre los rivales de antaño” (Arendt, 1997: 121). Esta comprensión de la ley como tratado marca el tono de la experiencia política romana, entendiéndola como espacio intersticial que no depende ni del derecho natural, ni de mandamientos, sino del acuerdo entre los contrayentes y la confianza mutua en lo contraído.

Por medio de esta incansable capacidad de confederación, este proceso continuo de augmentum, es como Roma logró organizar las comarcas y pueblos de la península apenina para, posteriormente, aplicar este sistema de las alianzas extensivas en los territorios extraitálicos conquistados. De esta forma es como se gestó la Societas Romana, el vínculo eterno entre los pueblos contrayentes que remarcaba su asociación e interrelación y componía una suerte de mundo entre .Zwischenwelt) en términos arendtianos. Resulta fascinante ver cómo, a tenor de lo dicho, a los conspiradores de la república romana (como fue el caso de Lucio Sergio Catilina, Tito Annio Milón o Gayo Julio César) se les acusaba de detrimentum, es decir, de realizar un empequeñecimiento de la república, de este espacio intersticial que ofrecía la lex romana (Straehle Porras, 2016: 215; Straehle, 2018: 94).

Una mención especial merece el caso de Cartago, con quien Roma se enfrentó por la superioridad del Mediterráneo occidental en las guerras púnicas entre los siglos iii y ii a.C. La política de tratados que esgrimió Roma siempre les tenía en el centro de dicho sistema de alianzas, pues representaba un trato clemente hacia los vencidos y “la ocurrencia de que pudiera haber algún otro que igualara a Roma en grandeza […] es ajena a los romanos” (Arendt, 1997: 128). Por eso el caso cartaginés es tan interesante, pues era descrito como el principio político antirromano, tildándolos como “un gobierno que nunca cumplía su palabra y nunca perdonaba” (Arendt, 1997: 124). La intención de Roma fue tratar de subsistir y encontrar un mundo común con Cartago, viéndola como contrincante, pero ambas potencias poseían un estatuto político, económico y militar similar. En este sentido, la expresión virgiliana “parcere subiectis et debellare superbos”7 que aparece en la Eneida cobra un nuevo significado como “negación de todo derecho al enemigo vencido que no se haya humillado” (Esposito, 1999: 89). De ahí que el orgullo cartaginés como potencia de facto en el Mediterráneo occidental hiciera hartamente complicado el establecimiento de un tratado de paz o alianza duradera conforme a los estándares romanos. Irónicamente, la destrucción de Cartago puede interpretarse como el inicio del declive de su experiencia política, que se vería acelerada por el nacimiento del Imperium Romanum.

La lección que Arendt obtiene de esta tercera arista es precisamente su comprensión del funcionamiento de las leyes y de cómo éstas generan un espacio intersticial que no sólo permite la acción y el discurso, sino que aportan una estabilidad duradera a la experiencia política. Como nos recuerda en su Diario filosófico, “las leyes regulan el ámbito ‘político’, es decir, el ámbito del entre del mundo humano” (Arendt, 2018: 144). Esta visión de la política romana cierra el triángulo que Arendt ve en el origen del fenómeno de la política, ya que en Roma converge una tradición política que se vive como nueva, porque el hecho de ser romano “significa experimentar lo antiguo como nuevo y como lo que se renueva a través del trasplante a un nuevo suelo, trasplante que convierte lo antiguo en el principio de nuevos desarrollos. Romana es la experiencia del comienzo como (re)comienzo” (Brague, 1995: 29). Esta importante lección le permite cerrar el círculo hermenéutico en torno al origen del fenómeno de la política.

No obstante, el problema que Arendt destaca en Roma fue su incapacidad para trascender como legado su experiencia política distintiva. La vida romana estuvo marcada por su excesiva fijación con la cultura y el pensamiento griego. Esto supuso “la victoria indisputada de la filosofía griega y la pérdida de la experiencia romana para el pensamiento político occidental” (Arendt, 2010: 65). Roma se autopercibió como la heredera de Grecia con tanta literalidad que terminó por pensarse a sí misma conforme a las categorías griegas, lo que llevó a su colapso por la baja autoestima que tenían de su forma “impura” de entender el ámbito político.

Límites en la lectura grecolatina de Arendt. Una perspectiva en el envés de la otra: Hannah Arendt y Simone Weil

La genealogía presentada por Arendt del origen de la política posee una intención muy concreta para su fenomenología: abrir nuevas sendas para guiar o inspirar el presente de la acción política, pues a su juicio ésta se encontraba anquilosada. La lectura arendtiana no es, por tanto, una lectura nostálgica del pasado grecolatino ni posee una carga o prejuicio helenocéntrico. La visión que presenta de Grecia y Roma no alcanza en su pensamiento el estatus de paradigma. Por el contrario, su ejercicio interpretativo es similar al realizado por la helenista y antropóloga Nicole Loraux (2008) en su defensa al “acercarse al pasado con preguntas del presente, para volver hacia un presente enriquecido con lo que ha enriquecido el pasado” (207).

En este sentido, no vemos indicios claros de la supuesta grecomanía ni del modelo pasadista que se le atribuyen a Arendt,8 si no es desde una lectura incompleta de su pensamiento, una desorbitada fijación en las afirmaciones de corte histórico presentes en La condición humana (1958), o atribuyéndole un rigorismo histórico no pretendido por la autora. No obstante, que el pensamiento arendtiano no deba ser comprendido desde una óptica helenofílica no quiere decir que dicha lectura no tenga ciertos límites o se muestre incompleta en la comprensión del fenómeno de la política. Para exponer las cuestiones que en Arendt no están completamente desarrolladas, bien por falta de tiempo o bien por falta de interés en este ejercicio explicativo, recurriremos al pensamiento de una autora cuyas tesis representan un enfoque opuesto, pero simultáneamente complementario. Nos referimos a Simone Weil (1909-1943). Debemos recordar que el acercamiento de Arendt a la filosofía política se basa en el planteamiento profundo de ciertas cuestiones e ideas que a ella vitalmente le preocupan y que una vez que sacia su interés, cambia a un nuevo interrogante.

La elección de Weil no es aleatoria, ni baladí, ni responde a un fetiche personal. Se trata de una autora que nos sirve como primer punto de apoyo para pensar los límites del pensamiento arendtiano, precisamente porque “medita lo que el pensamiento de la otra excluye no como lo que le es ajeno, sino, más bien, como lo que se manifiesta impensable y, por eso mismo, queda por pensar” (Esposito, 1999: 12). Además, en ciertos aspectos de su obra —como la crítica del fenómeno totalitario y la noción de necesidad derivada del trabajo—, las categorías que ambas autoras emplean terminan por superponerse. Sin embargo, a tenor de los hechos ninguna de ellas conocía a la otra personalmente y la única relación de la que tenemos constancia son algunas citas que Arendt dedica a Weil en La condición humana, al considerar que abordaba la cuestión laboral sin prejuicio ni sentimentalismo.

Nuestro interés concreto por el pensamiento político de Weil, como complemento y anverso del pensamiento arendtiano, es que ambas toman el mismo punto de origen para la política: la Ilíada de Homero. Weil habla en términos similares a como ya mostramos en Arendt: “La extraordinaria equidad que inspira la Ilíada quizá tiene ejemplos desconocidos en nosotros, pero no tuvo imitadores. Apenas si se advierte que el poeta es griego y no troyano” (Weil, 1961: 40). Ambas resaltan la equidad y la imparcialidad del poeta como juez y narrador de la guerra de Troya. A pesar de este punto cardinal común, la lectura weiliana toma otro camino.

Como nos recuerda Esposito (1999), para Weil “la guerra no es la herida destinada a cicatrizarse en la ‘regularidad’ de la política, sino su fondo ineliminable” (72-73). La interpretación weiliana de la guerra está íntimamente ligada a la visión de la guerra como herramienta de poder, haciendo que el resto de dimensiones de la vida (política, economía y sociedad) se guíen por el lenguaje y los intereses bélicos. Weil se muestra crítica ante esta visión tan marcada en su presente, haciendo que extrapole su lectura al pasado. Desde esta perspectiva, la política en Weil está teñida de hierro y fuego, lo que le confiere a la política una luminosidad siniestra que llega hasta nuestros días.

La relación entre violencia y política nunca dejó de tener un extraño y, en ciertos puntos, contradictorio aparataje teórico por medio del cual Arendt trató siempre de establecer una suerte de cordón sanitario en torno a la violencia para desligar su lógica y sus mecanismos del ámbito estrictamente político. Sin embargo, Weil entiende que este cordón no es más que un hilo poético que nada tiene que ver con la realidad política. No quiere decir que Arendt no entendiera que la violencia está estrechamente ligada a la política y que ambas representan los brazos (armado y diplomático) del poder desde la modernidad, sino que la visión weiliana habla de que este vínculo es indisociable precisamente desde el origen mismo de la política.

Es precisamente esta relación sin resolver o, más bien, silenciada por una cortina de humo la que cosifica y deshumaniza a los seres humanos. En este sentido, Weil continúa la tesis de su maestro Alain9 sobre la cosificación forzada en su lectura de la Ilíada como la mayor epopeya donde los efectos vívidos de la guerra acaban por permear en los seres humanos hasta convertirlo en el más temible de los elementos. De este modo, Weil termina por realizar toda una fenomenología de la fuerza.

La perspectiva weiliana nos sirve, a modo de duda razonable, para repensar el alcance y los límites de la antinómica relación que Arendt contrapone a la violencia y la política. Si bien Arendt establece una marcada diferencia en cuanto a lógica y funcionamiento interno entre la política y la violencia, llegando a decir que donde existe una, desaparece la otra, esta diferencia conceptual no invalida ciertos aspectos complejos en esta relación. La recuperación arendtiana de la política apela a la capacidad humana para, en ciertos ámbitos, trascender la violencia. No obstante, como ya se señaló, debemos tener en cuenta que la posición de Arendt con respecto a la violencia era más compleja. En el pensamiento de Arendt es inviable asumir la violencia como elemento fundacional de la actividad política, pero sí puede tener cierto valor estratégico para enfrentar una situación histórica de dominación. Es este uso estratégico donde el vínculo con la política, y más concretamente con el poder político, se vuelve difuso y hasta se ve entremezclado.

Por la forma en que interpreta el poder, parece plenamente consciente de la falta de correlación histórica de su visión de la política con respecto a la realidad político-histórica. En Arendt la distinción es meridiana: de la violencia no surge la política, sino más violencia. Se trata de dos acciones bien diferenciadas, con intenciones y objetivos contrapuestos, pese a la falsa percepción de causalidad debido a su posible continuum cronológico. Esta concatenación histórica no es y no debe ser considerada en el pensamiento arendtiano como políticamente vinculante.

Ahora bien, el aporte que realiza Arendt al percatarse, en su abordaje del fenómeno de la política en Crisis de la República (1972), de que existe un problema de terminología en el pensamiento político es sustancial y debe tenerse en cuenta para comprender el vínculo entre violencia y política. El vector clave en la lectura arendtiana es que este problema terminológico impide en el pensamiento político moderno, incluso antes de empezar a reflexionar sobre cuestiones políticas, realizar un diagnóstico preciso de la compleja realidad política. La diferencia entre estos conceptos, por lo menos en el ámbito teórico, es clara para Arendt. Cuando habla de poder .Macht), se refiere a la capacidad humana para actuar coordinadamente y existe mientras el colectivo que actúa permanece unido. Por el contrario, la violencia .Gewalt) es un instrumento para aumentar la potencia natural e individual de los seres humanos.

Como vemos, el ámbito de la política y la violencia se representan en la fenomenología arendtiana como dos espacios bien diferenciados que obedecen a lógicas contrarias. No obstante, como nos recuerda Weil, no podemos pensarlas fuera de un mismo continuum donde la violencia forma parte nuclear de la actividad política, a pesar de las distinciones terminológicas. Retomando un ejemplo anterior, es como si la romanidad de Publio Cornelio Escipión, quien tras derrotar al general Aníbal Barca “ofreció unas condiciones tan incomparablemente favorables tras la victoria romana que el historiador moderno10 se pregunta si actuó más en su interés que en el de Roma” (Arendt, 1997: 124), fuera diferente a la romanidad de Escipión Emiliano quien ordenó arrasar la ciudad de Cartago. O si, siguiendo un ejemplo más contemporáneo, los firmantes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 fueran diferentes a quienes firmaron la Constitución once años más tarde en 1787, como si su intención no fuera desde el inicio política. En este sentido, Arendt establece una diferencia tan marcada en el ámbito teórico que pareciera no corresponder con la realidad política e histórica, sino más bien con su visión, hasta cierto punto idealista, de dicho fenómeno.

En la misma órbita se encontraría, por otro lado, el problema de las condiciones materiales que Arendt no explora ni en el presente ni en su lectura grecolatina de Atenas y Roma, aunque sí realiza algunos apuntes sobre la equivalencia entre el esquema de la fabricación y la lógica tiránica que se repite para aquéllos que quedan varados en el imperio de la necesidad sin poder acceder al espacio propio de la política. Las condiciones deshumanizadoras presentes en la modernidad, de manera análoga a las condiciones grecolatinas de esclavitud, están regidas por esta lógica tiránica y se encuentran abiertas al uso de la violencia y, por ende, al margen de la actividad política.

No obstante, desentenderse de las condiciones materiales, que subyacen a la composición del espacio político y afectan la capacidad de participar en la deliberación y la toma de decisiones sobre los asuntos comunes, no es la solución. Dichas condiciones resultan, a la vista de los sucesos históricos más recientes de reaparición del fenómeno totalitario, de normalización de la violencia en la vida pública y de fragmentación del espacio político, esenciales para repensar la condición de pertenencia a la política. Darlas por sentado o no reflexionar sobre su papel, como sí hacen tradiciones como la feminista y la marxista, resulta perjudicial para el común de la pluralidad, reduciendo esta diversidad a la utilidad productiva del homo faber o la animalidad del animal laborans. En este sentido, la pluralidad se convierte en una comunidad hostil de consumidores: “esto surge cuando consciente o inconscientemente el moderno proceso de trabajo se toma como un modelo que organiza a los productores por la división del trabajo en un sujeto de masas” (Arendt, 2018: 80).

Por el contrario, el pensamiento libertario de Weil, criticando de igual forma las condiciones deshumanizadoras de la vida moderna, insiste en la necesidad de que el trabajo posea un componente pedagógico, puesto que tiene que realizar al ser humano y, de lo contrario, se vuelve destructivo y esclavizante. La noción cuasi poética y romántica de la grandeza (moral) del trabajo productivo en general que propone Weil no termina por ajustarse a la lectura crítica que venimos haciendo de Arendt. Sin embargo, el hecho de que por medio de este concepto el análisis weiliano de las condiciones laborales haga hincapié en el compromiso y los problemas de convivencia y de desigualdad fácticos que subyacen en la cotidianidad de los seres humanos nos abre una forma paralela de hacer política. Esta forma paralela iría de la mano con la colaboración y el activismo en movimientos sociales y políticos, incluso de resistencia y desobediencia civil. Además, no es algo que le sea ajeno a Arendt, como demuestra su período de exilio en París (1933-1939), donde colaboró activamente con la asociación sionista Aliya de la Juventud.

Conclusiones

Comenzamos nuestra argumentación remontándonos al atractivo que el mundo heleno tuvo en Hannah Arendt. Sin embargo, si bien en el pensamiento arendtiano la herencia griega se manifiesta en varios de sus textos —en especial textos de juventud y, sobre todo, en La condición humana (1958)—, ésta se va difuminando al entrar en contacto con otras tradiciones como la cultura política de la antigua Roma y la visión revolucionaria de Estados Unidos. Esto se aprecia en obras como Sobre la revolución (1963) y La vida del espíritu (1977). También podemos señalar la herencia germana que existe en su pensamiento, como Max Weber y Karl Jaspers; si bien ellos tuvieron una poderosa influencia en ella, dicha influencia sirvió para motivar a su pensamiento a dirigirse en otra dirección. Tampoco podemos pasar por alto la influencia que su oriunda cultura hebrea ejerció en ella, en especial en sus constantes discusiones con colegas e intelectuales acerca de la cuestión judía. Esta tensión se recogió de manera paradigmática tras la publicación de Eichmann en Jerusalén (1963), traduciéndose en la amarga ruptura de la amistad con Gershom Scholem y Hans Jonas.

Esta polifonía de tradiciones nos sirve para comprender el punto multifocal del origen desde el cual Arendt, sin caer en pretensiones helenofílicas, piensa el fenómeno de la política. Es gracias al diálogo que establece al centrar su atención en la lectura combinada de Homero y el mundo griego con la tradición romana que podemos ubicar el núcleo desde el que nace su posición sui generis como pensadora republicana. La importancia de la tradición política de Roma no es una cuestión menor en Arendt, como atestigua el recorrido que nos propone Roberto Esposito. Incluso la posición arendtiana se ve fortalecida, como este mismo autor señala, con el diálogo inacabado que se establece con el pensamiento de Simone Weil, pues fungen como perspectivas que se retroalimenta mutuamente, una en el envés de la otra.

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Notas

1 Para desarrollar tanto la arista ateniense como la arista romana, se tomará como hilo conductor los trabajos de Edgar Straehle Hannah Arendt: una lectura desde la autoridad (2016) y “Hannah Arendt y los griegos: apuntes acerca de un malentendido” (2018).
2 El concepto parresía es analizado detalladamente por Michel Foucault a través de varias obras y lecciones en sus cursos del Collège de France. Para una mayor comprensión, véase Foucault (2004), (2011) y (2019).
3 Ésta es la razón por la cual la valentía (andreia) era considerada para los griegos como la más importante de las virtudes políticas que debía tener un ciudadano.
4 Tácito (1980) habla de la diferencia entre Roma y Grecia con las siguientes palabras: “¿Cuál otra fue la causa de la perdición de lacedemonios y atenienses, a pesar de que estaban en la plenitud de su poder guerrero, si no el que a los vencidos los apartaban como a extranjeros? En cambio, nuestro fundador Rómulo fue tan sabio que a muchos pueblos en un mismo día los tuvo como enemigos y luego como conciudadano” (xi, 24, 4).
5 Por su parte, Plinio lo expresa diciendo que Roma fue “elegida por la voluntad de los dioses […] para reunir los estados dispersos, amansar las costumbres, reunir las diferentes y salvajes lenguas de muchos pueblos y hacer nacer el diálogo mediante la práctica de una lengua común y dar la mayor civilización a la humanidad, convirtiéndose en el hogar de todos los pueblos del mundo entero” (en Alföldy, 2012: 228).
6 Arendt (1996) plantea que en la política griega “no había conciencia de una autoridad basada en la experiencia política inmediata” (130). No obstante, esto contrasta con el concepto weberiano de autoridad carismática con la que se distinguía Pericles. Asimismo, autores como Tucídides y Plutarco hablan de Pericles como alguien que se distinguía por su autoridad (dunatós) y su crédito (axiomati). El punto en este asunto es que la idea de autoridad, según la lectura arendtiana, estuvo empañada por los planteamientos políticos de Platón y Aristóteles, quienes distorsionaron su significado vinculándolo al marco doméstico y a la figura del despotes griego.
7 Esta expresión latina se traduce como “Perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios” (Virgilio, 2005: vi, 853).
8 Entre los autores que afirman, como sostiene Antonio Campillo (2002), que “la teoría política de Arendt es poco sistemática, que consiste en un retorno a Aristóteles, que idealiza la antigua polis griega, que no asume el proceso histórico de la modernización y que, por tanto, no ofrece propuestas políticas viables para la sociedad actual” (8), se encontrarían Jürgen Habermas, Dolf Sternberger, Margaret Canovan, Noel O’Sullivan y Pier Paolo Portinaro.
9 Alain fue el pseudónimo utilizado por Émile-Auguste Chartier (1868-1951), filósofo y periodista francés, quien fuera profesor de Weil entre 1925 y 1928 en el Liceo Henri IV.
10 En este punto Arendt se refiere al historiador alemán Theodor Mommsen y su obra Römische Geschichte (1854).


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