SECCIÓN MONOGRÁFICA
Recepción: 21 Febrero 2023
Aprobación: 02 Junio 2023
Resumen: El artículo pretende ofrecer una nueva lectura sobre lo que significan Kant y el kantismo en el pensamiento del filósofo español José Luis López Aranguren (1909-96). La investigación se apoya en las referencias más destacadas de sus Obras completas y de otras publicaciones menores sobre todo de la última etapa de su vida. Aunque no escribió ninguna monografía específica ni fue especialista en la filosofía clásica alemana, Aranguren dialoga con Kant, principalmente sobre ética, a lo largo de su larga trayectoria intelectual y de ello se siguen obteniendo claves conceptuales y existenciales para el tiempo presente.
Palabras clave: José Luis L, Aranguren, Kant, ética, giro kantiano, filosofía de la vida.
Keywords: José Luis L, Aranguren, Kant, ethics, Kantian turn, philosophy of life
Introducción
El título del artículo resulta en apariencia contradictorio, además de un tanto provocador, con el lema de estas Jornadas y se diría propuesto in partibus infidelium por tratarse de un autor no reconocidamente kantiano. Ello demanda unas palabras previas en parte justificadoras, pero antes que nada quiero agradecer la aceptación y publicación del trabajo y felicitar a quienes han hecho posible este evento internacional, en merecido homenaje al recordado profesor Jacinto Rivera de Rosales, docente de la UNED donde fue también decano. En esta gran universidad pública, que acaba de cumplir su medio siglo de vida, hice precisamente mi posgrado filosófico con un trabajo final sobre el autor presentado en el artículo y que se ha publicado como libro monográfico (Aramburu, 2017).
En efecto, el pensador, mitad castellano viejo y mitad vasco por parte materna, José Luis López Aranguren (1909-96), es una figura intelectual destacada, entre otras, dentro de la historia de la filosofía y la cultura españolas en la segunda mitad del siglo XX, especialmente del último cuarto, quien tal vez se halla hoy demasiado olvidado. Es preciso recordar primeramente que no escribió ninguna monografía sobre Kant o el idealismo alemán ni fue muy kantiano ni “especialmente estudioso” de la obra del gran filósofo alemán (Aranguren, 1988, p. 23), pero siendo como fue la filosofía práctica su principal dedicación intelectual, y en particular la ética, “no hay filósofo moral que se precie que no haya tenido que habérselas con Kant” (Cerezo, 1997, p. 127). Por eso, ejerciendo de catedrático en Madrid desde 1955, sabemos impartió al menos un curso universitario sobre la ética de Kant, lo mismo que hizo con la ética nicomaquea, los moralistas franceses, los españoles del siglo XVII o la ética de Hegel (Aranguren, 1997, p. 208; Memorias y esperanzas españolas, 1969).[2] Aranguren mostró siempre, además del suficiente conocimiento especializado, un respeto y consideración, también distancias y matices críticos, al gran filósofo de Königsberg durante su larga trayectoria profesional como vamos a ver. A lo largo del artículo trataré de explicar esa particular relación entre dos autores “tan poco cercanos entre sí”, como ha escrito Adela Cortina (2013, p. 113), discípula de Aranguren, pero que, en mi opinión, se pueden complementar en algunas cuestiones fundamentales y todavía con mucho que aportar a nuestro desorientado mundo actual.
El trabajo lo he dividido en tres apartados y una conclusión: en el primero ofrezco una selección y síntesis de las principales referencias a Kant en las Obras completas de Aranguren (1994-97), agrupadas según las etapas en que sus mayores especialistas suelen establecer la evolución del pensamiento arangureniano.[3] En un segundo epígrafe abordo el contenido de otra bibliografía diríamos menor pero representativa como botón de muestra y que pertenece a la última etapa de su trayectoria (décadas de 1980-90), en concreto varias colaboraciones breves, en forma de prólogo, conferencia o artículo, en los que Aranguren trata expresamente de Kant o de la filosofía kantiana, en particular de la ética. Y en un tercer apartado comento específicamente una aportación académica de Pedro Cerezo (1997) —que igualmente se considera discípulo de Aranguren—, en que plantea, a mi modesto entender, aunque sea bien fundamentado, un discutible o matizable ‘giro’ kantiano en la ética del Aranguren maduro. Por último, en la parte conclusiva trato de ofrecer, forzosamente con brevedad, mi personal reflexión sobre este diálogo en torno a la razón práctica que sin duda se dio entre Kant y Aranguren y lo que puede significar, fiel al título del artículo, de cara a poder contribuir hoy en día a la (re)configuración y el fortalecimiento de renovadas propuestas ético-políticas, y por ende antropológicas, particularmente para la sociedad occidental.
1. Kant en la obra principal de Aranguren
1.1. Etapa literario-religiosa o de “acción católica”
En este inicial período del pensamiento de Aranguren, la bibliografía se refiere a una temática más bien religiosa y centrada en el cristianismo, tanto católico como protestante. El primer título publicado, si bien antes había escrito algo dedicado a San Juan de la Cruz, fue un estudio de la filosofía del ‘novecentista’ catalán Eugenio d’Ors, una de las influencias recibidas por Aranguren en aquel tiempo. Más adelante confesará que no había sido nunca orsiano, aunque debía a d’Ors algunas cosas como el uso de la lengua. Sobre el libro, que juzga de unilateral racionalismo, añade que “no es crítico ni tenía por qué serlo; entendamos a Kant y, más modestamente, a d’Ors, antes de refutarlos” (1997, p. 192; Memorias y esperanzas españolas, 1969). Por eso, de ambos filósofos empieza diciendo:
d’Ors es tan dualista como Manuel Kant [en nota alude al “irreconciliable dualismo kantiano”], siquiera la oposición Natura-Ratio no la conciba él, como el filósofo de Königsberg, en el sentido de ʻlo que esʼ frente a ʻlo que debe serʼ, sino en el de lo original, lo que se produce por sí mismo, lo inconsciente, espontáneo y natural, frente a lo tradicional, lo hecho, consciente, reflexivo y artístico (1994a, pp. 55-56; La filosofía de Eugenio d’Ors, 1945).
Y apostilla que, “por paradójico que parezca, d’Ors es el último discípulo de Kant, y mantiene, como él, la supremacía del ʻdeberʼ sobre el ser” (Aranguren, 1994a, p. 72). Este primer libro es el único en que hay alguna referencia, a diferencia del resto de su bibliografía principal, a la teoría del conocimiento kantiana, a la Crítica de la razón pura. En efecto, con d’Ors y, según Aranguren, gracias al denominado Seny catalán, se resolvería una supuesta oposición entre “razón pura” y “razón práctica” (aunque ésta también pueda ser ʻpuraʼ), pues “el espíritu no puede escindirse en facultades que, acaso —así en Kant—, hasta se contradicen; ni tampoco ha de ser desvinculado de la vida”. Y es que para d’Ors no hay más saber que el filosófico, la filosofía es el único saber posible y de ahí su utilidad para la vida (Aranguren, 1994a, pp. 118, 128).
Otro gran libro de esta etapa —en mi opinión lo mejor que, en su género, nos ha dejado el maestro abulense—, se enmarcaría dentro de la filosofía de la religión y cuando aparece resulta en muchos aspectos pionero por la temática y novedoso por sus ideas y sugerentes planteamientos. Nos referimos a Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, del que en 2022 se cumplieron los setenta años de su primera edición. Respecto al protestantismo hay que recordar que Aranguren había hecho su tesis doctoral en filosofía, defendida en 1951, sobre la relación del mismo con la moral. El libro que recoge dicha tesis, menos extenso pero igualmente profundo, se publica tres años después y también trata de varias cuestiones respecto a Kant, algunas ya presentadas en el libro anterior de 1952. Por facilitar la exposición me voy a referir a ambos por ser complementarios en el tema que nos ocupa.
Para empezar, Aranguren defiende que filosóficamente el luteranismo genuino no dispone hasta Kant de otra fundamentación que la bien menguada doctrina de la doble verdad (1994a, p. 240; Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1952). Este luteranismo ortodoxo llega a la fórmula del credere como sinónimo del non repugnare pero sin resolver la dificultad. Y, en opinión de Aranguren, es lo mismo que le ocurre a Kant cuando quiere formular una ética del deber puro en la que no intervengan afectos ni inclinaciones. Se ve forzado a recurrir al “puro respeto a la ley”, que también es un sentimiento pero por pertenecer a la gama fría casi no lo parece y pasa inadvertido. Igual sucede con la fe reducida a la menor ‘obra’ posible, a un “asentimiento” o “no resistencia”, pero que al final no deja de ser obra. Lutero se niega a filosofar, ni siquiera para destruir la metafísica al modo como, según cree Aranguren, hará Kant. Con éste se verá que se puede ser a la vez buen luterano y filósofo, pero “por separado”, y remplazar la escolástica por una nueva filosofía. Entretanto, de Lutero a Kant transcurren dos siglos y medio y los pocos filósofos alemanes intermedios, como Leibniz o Wolff, son ya muy poco luteranos para Aranguren (1994b, pp. 78, 97; El protestantismo y la moral, 1954). Por eso concluye que
Kant fue acaso, pese a su lastre racionalista, el primer protestante genuino desde Lutero; el pensador cuyo designio central era, según su confesión, limitar el saber para dar lugar a la fe. Con razón es considerado como el filósofo protestante por antonomasia. Su ʻdestrucción de la metafísicaʼ aportó, ¡por fin!, un serio fundamento a la irracionalista concepción luterana, como la filosofía de la existencia será una secularización de la teología de Kierkegaard.
En efecto, a la negación luterana de la ‘teología natural’ corresponde la supuesta negación kantiana de la metafísica. Dicho de otro modo, y siguiendo el razonamiento y las expresiones arangurenianas, a la paradoja de ʻlos mandamientos imposibles de guardarʼ corresponde la de un ‘imperativo moral’ que exige al ser humano lo que no puede cumplir, sometido como está a la férrea ley de la causalidad natural, aunque en realidad para Kant sí que se puede, pues “si debes, puedes”. En opinión de Aranguren, mientras Lutero afirma a la vez el servo arbitrio y la ʻlibertad del cristianoʼ, Kant alude a la causalidad natural y a la libertad. El pensador de Ávila sugiere que existe una contradicción entre las dos Críticas kantianas que refleja la racionalización de la antítesis luterana entre la Kreuztheologie [teología de la cruz] y la Trosttheologie [teología del consuelo]. Por eso, a la repulsa de Lutero de la caridad (ʻbuenas obrasʼ) correspondería la lucha de Kant, en nombre del ʻdeberʼ, contra el valor de lo hecho ʻpor inclinaciónʼ, ʻpor amorʼ. Y de ahí que Aranguren se pregunte al fin: ¿cómo no relacionar la doctrina luterana de la pecaminosidad radical con la kantiana del ʻmal radicalʼ que éste aborda en la primera parte de su libro La religión dentro de los límites de la mera razón?
Por consiguiente, la salvación religiosa por ‘la sola fe’ de Lutero equivaldría a la salvación moral por la ‘buena voluntad’ sola de Kant. La angustia debida a aquella pecaminosidad es en sí genuinamente religiosa, pero puede ser con facilidad degradada a la esfera ética como ocurre desde Melanchton o con el mismo Lutero al final de su vida, y es aún más visible desde Kant. Esto no va a impedir que el sistema kantiano en cuanto ʻteología secularizadaʼ, racionalizada, sea condenado por los neoluteranos contemporáneos. Así, según el teólogo calvinista Emil Brunner, desde un punto de vista teológico, la obra de Kant no representa más que el paso de la teoría metafísica de la razón (Aristóteles, Tomas de Aquino, Wolff) a la teoría ética de la razón. El ʻdebes, luego puedesʼ y la doctrina de la ʻautonomíaʼ kantianas entrarían en contradicción con el auténtico luteranismo, aunque se deriven de él (Aranguren, 1994a, p. 261; Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1952).
Aranguren expresa en otro momento que no sabe si los filósofos suelen reparar que esta tensión y contradicción de la Ley imposible de cumplir en Lutero —de ahí el ʻsaltoʼ a la justificación por la fe sola—, es el precedente inexcusable de otras tensiones y contradicciones desde Kant hasta Jaspers. Aquel “debes, luego puedes” kantiano resulta un poder inexplicable sujeto a la causalidad natural y por eso pone el acento, sin superar ni suprimir la contradicción, en la posibilidad (ideal) de obrar éticamente. Se concluye así que esta tensión kantiana no es sino la secularización y moralización de una vivencia originariamente religiosa de Lutero, a saber, la ʻdistancia infinitaʼ o maxima separatio entre Dios y el ser humano, sin analogía posible, en radical aequivocatio.
Aunque resulta, en consecuencia, un grave error ver en Kant un luterano de cuerpo entero dado el primado que otorga a la razón práctica (eticismo), algo opuesto al auténtico luteranismo, es asimismo el primero que declara la incompetencia de la filosofía en materia religiosa y muestra así su espíritu verdaderamente luterano. En la Crítica de la razón pura la prueba de la existencia de Dios que llama físico-teleológica se basa en una injustificada analogía, en un ʻsaltoʼ. La conocida como analogia entis es católica, un presupuesto de las tradicionales pruebas tomistas como la cosmológica y la citada físico-teleológica, pero con ellas se trasciende ilegítimamente de un ente intra a otro supramundano, quedando Dios asimilado a las cosas de este mundo. Kant se escandaliza ante semejante “analogación” de conceptos finitos, tales como “muy grande”, “asombroso” o “inmenso”, que se quieren hacer pasar como equivalentes a la realidad inconcebible de la infinitud divina.
Como escribe Aranguren, Kant representa el clímax del eticismo al poner la razón práctica por encima de la razón pura, la buena voluntad por encima del entendimiento y el deber ser por encima del ser. Si Aranguren distingue dos tipos de personas, las religiosas, para quienes lo primero es la gracia de Dios, y las morales, para quienes lo es la justicia del hombre, Kant pertenecería sin duda a estos últimos. El mismo Kant lo expresa en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: nada es bueno sin limitación más que una buena voluntad y el amor, en tanto que inclinación, no puede ser prescrito ni ordenado, pero en cuanto el deber de hacer el bien al prójimo “es amor práctico y no ʻpatológicoʼ (sensual)”, se ha de reducir a ʻbuena voluntadʼ. Al ser humano autónomo y responsable no se le puede exigir fe o caridad como un deber. Estamos delante del primado de la justicia sobre la gracia, de una concepción moralista de la existencia, del culto al deber, del conocido como eticismo kantiano o del páthos del deber. Si la Ilustración, según Aranguren, no llega a la destrucción de la religión y se queda con la “natural”, tampoco lo hace Kant, quien la reduce a los límites de la razón práctica como una “religión moral” o fundada en la moral. Somete de este modo la fe a la crítica de la conciencia y rechaza el culto externo como supersticioso, pues la única adoración ha de ser el cumplimiento del deber. Con todo, su eticismo va más lejos que el ilustrado no admitiendo la existencia de Dios ‘para’ la moralidad sino ‘por ellaʼ (Aranguren, 1994b, pp. 90, 100-102, 105, 107, 148-149; El protestantismo y la moral, 1954).
Y en cuanto a Calvino solo haremos un comentario a su doctrina: en opinión de Aranguren, ésta evoluciona hasta secularizarse, traspuesta en ética y ausente o muy alejada de lo religioso como en Kant, lo que supone la destrucción ética de la religión, a veces hasta el ateísmo. La ‘contradicción’ luterana del que quiere y debe, pero no puede, se sustituye en Calvino por una ‘tensión’ permanente. El perfeccionamiento moral, la acción ética, el progreso en la virtud constituyen una ʻtarea infinitaʼ, según la ajustada expresión de Kant. Aunque la ‘autonomía’ kantiana y poskantiana se oponen a la ‘teonomía’ calvinista, a la vez derivan de ella. Un puritano de primera hora es ya, al menos implícitamente, tan eticista autónomo como Kant que, en realidad, radicaliza, con palabras de Aranguren, el self-control del puritanismo (Aranguren, 1994b, pp. 121-122, 129; El protestantismo y la moral, 1954).
Finalmente, Aranguren también aborda en el libro el lado católico y se refiere en primer lugar a un pensador muy caro para él a lo largo de su vida, el francés del siglo XVII Blaise Pascal. Éste, apostando a favor del lado antifilosófico en su desdén por la via metafísica para encaminarse a Dios, en un fragmento de sus famosos Pensées va a anticipar las conocidas aporías de Kant: “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. El filósofo neokantiano judeofrancés Léon Brunschvicg piensa que Pascal ha visto netamente lo que Kant reconoce igualmente: si la razón pone por sí misma la tesis y la antítesis, se impide elevarse por sí sola a la síntesis. La antinomia producida por la razón especulativa no la puede resolver la misma razón. Siendo una contradicción de orden natural o filosófico, la solución debe ser sobrenatural o teológica. Pero tal dialéctica pascaliana lleva a una conclusión negativa y al pesimismo como última palabra de la filosofía (Aranguren, 1994a, p. 356; Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1952).[4]
1.2. Etapa ético-filosófica o de “acción intelectual”
Inaugura este período el libro fundamental de la Ética, de 1958, quizá el más importante de Aranguren (1994b, pp. 159-502), que le consagra como introductor, maestro indiscutible y padre de los estudios éticos en España. Es también de lo más sistemático que escribe (fue en origen su memoria para la cátedra universitaria de Ética y Sociología), todo un tratado y un texto de referencia o manual durante muchos años. En cierto modo es lógico que en él se halle el mayor número de referencias directas a Kant (37) y, tal vez, las más teóricas o académicas y conocidas por los especialistas o estudiosos, de toda su bibliografía.
Sin embargo, ya en el mismo prólogo Aranguren confiesa que el libro es deudor sobre todo de Aristóteles, Tomás de Aquino, Zubiri y Heidegger, y solo después de Kant, en quien reconoce la primera fundamentación verdaderamente moderna de la ética, pero su punto de vista pretende ser más antropológico y tiene poco que ver con el formalismo kantiano del deber. Él persigue, según escribe en otro prólogo de la edición de 1988, formular una “ética bio-gráfica”, una “moral como ʻautonarraciónʼ e ʻinterpretaciónʼ del ‘texto vivo’ en que consistimos” (1994b, pp. 161-162). He aquí una temática constante, muy querida y propia de su pensar, que aparece en la Ética y desarrollará en distintos escritos posteriores. Se trata de un contenido clave alineado con la tesis principal de este artículo de “que el concepto se haga vida”.
A continuación, el abulense trata de elaborar una definición que acote lo ético. Para ello parte, según el ejemplo de Aristóteles y de Kant, de los fenómenos, del conocimiento común, y establece en primer lugar un “principio genético-histórico”, en este caso para la filosofía moral, que explica las contraposiciones dadas a lo largo de la historia: si Sócrates tiene una comprensión más individualista de la moral, en Platón y Aristóteles la ética es concebida como una parte de la política. Después ocurre algo similar entre Kant y Hegel, o más recientemente entre los personalistas y los doctrinarios del bien común. En concreto, sobre la tensión Kant-Hegel, aun considerado el primero un pensador de la Ilustración, en realidad acaba con ella debido al tono individualista radical de su ética. Según interpreta Aranguren, el imperativo categórico kantiano impone ʻmiʼ deber mientras la metafísica de las costumbres se ocupa del deber de la ʻpropiaʼ perfección, pero cuidar de la perfección de los otros nunca puede ser un deber para mí. Esto no obsta, prosigue Aranguren, a que se puedan rastrear principios de una ética social que, en cierto modo, anticipan ideas de Hegel. Su principio unitario no sería la ley sino la virtud libre de toda coacción y su realización plena la fundación de un “reino de Dios sobre la tierra”. Hegel quiere representar la reacción a la represiva escisión kantiana y la vuelta a la realidad concreta, ya antes iniciada con Fichte y Schelling. Para Hegel el ʻdeberʼ no puede estar en lucha permanente con el ʻserʼ y mediante la eticización del Estado empalmará con Platón frente a Kant (Aranguren, 1994b, pp. 191-193).
En torno a este problema que no es otro que el de la conciencia moral, también reaccionan contra Kant discípulos de Hegel, sobre todo Marx, y más tarde Durkheim, pero, en opinión de Aranguren, insatisfactoriamente, pues recaen en el error de hipostasiar la conciencia, en este caso la “conciencia colectiva”. Por otro lado, la reasunción ontológica por Heidegger del concepto de conciencia moral [Gewissen] dotará de profundidad cuasi-religiosa a su llamada llevándola al plano existencial de la autenticidad. Finalmente, Aranguren juzga que se ha atacado, con razón, esta moral de la conciencia y para ello son decisivas la doctrina marxista de las ideologías y la psicoanalista de las racionalizaciones. De este modo quiere resaltar el papel de quienes serán calificados por Ricoeur, en 1965, como los ʻmaestros de la sospechaʼ, aunque Aranguren se adelanta un par de años al escribir, incluyendo también a Maquiavelo:
las gentes no gustan de que se destruya el confortable idealismo que proporciona a cada cual una satisfactoria imagen de sí mismo y de la comunidad a que se pertenece. Y por eso Maquiavelo, Marx, Nietzsche, Freud, los grandes desenmascaradores [de la conciencia moral], son los más combatidos (1995, p. 51; Ética y política, 1963, y lo repite en 1995, p. 540; Ética de la felicidad y otros lenguajes, 1988).
En otro momento posterior, Aranguren ampliará la lista de estos “destructores” de la cultura incorporando a Einstein en la ciencia física, a Heidegger en la historia de la filosofía y a Lévi-Strauss en contra de la supuesta superioridad de la conciencia antropológico-cultural occidental (1995, p. 316; Moralidades de hoy y de mañana, 1973).
Una cuestión clave en la Ética de Aranguren, tomada de su maestro Xavier Zubiri, es la distinción entre ʻmoral como estructuraʼ y ʻmoral como contenidoʼ. Según la doctrina tradicional, incluida la de Kant, la ética es una ciencia “especulativamente práctica”, directiva del obrar humano en los principios generales y que no se propone decir a cada cual lo que ha de hacer u omitir. Así, la ética formal kantiana no enuncia ‘lo que’ se ha de hacer sino ‘cómo’ se ha de hacer, pero no deja de ser ciencia directiva de nuestra intención. Y lo de “especulativamente práctica” se puede entender desde esa distinción entre ʻmoral como estructuraʼ y ʻmoral como contenidoʼ. La concepción kantiana de una moral ‘autónoma’ reposa sobre el supuesto de que el contenido o “materia” moral es tan positivamente conocido como la ciencia newtoniana. En efecto, todo el mundo sabe lo que ha de hacer y Kant está aceptando como un “hecho” la moral cristiana. Sin embargo, en esos momentos Aranguren cree que tal formalismo, si es puro y hasta el final, lleva a la disolución de todo el contenido de la ética y al caos, pues considera que la ʻconciencia moralʼ no se puede dictar a sí misma las normas.
Posteriormente, a fines de los años 1980, el abulense recordará de nuevo la vigencia de esa doctrina zubiriana del Faktum moral con sus dos dimensiones ‘dadasʼ, y aludirá a una tercera, a modo de ʻpostuladoʼ, que es la ʻmoral como actitudʼ, de exigencia y autoexigencia, de “sed de justicia”, de búsqueda e inquietud, con sus dos momentos, el de “ruptura” con lo establecido y el de “invención” de lo que hay que establecer. Aquí tiene todo su sentido, alcance y valor la categoría generalizada de “heterodoxia”, otro concepto igualmente clave, muy estimado y reiterado dentro del pensamiento arangureniano, en cuanto apuesta por una moral prospectiva de “crítica del presente” y “creación del porvenir”. Un nuevo ámbito de saber se abre, el de la ʻsociología del conflicto y cambio socialʼ, desde una visión claramente ‘interdisciplinar’ de la ética —también elemento básico del pensar filosófico de Aranguren—, que incorpora la antropología sociocultural y la entonces novedosa antropología social y filosófico-crítica de Jürgen Habermas. En esta línea, opina Aranguren, ya Bergson había visto la correspondencia entre “sociedad cerrada” o “abierta” y “moral cerrada” o “abierta” (1995, pp. 455, 543; Ética de la felicidad y otros lenguajes, 1988).
De dichas dos dimensiones de la moral, ʻcomo estructuraʼ y ʻcomo contenidoʼ, Kant, de una manera confundente, y después Heidegger, Jaspers y Sartre, se mueven en la primera dimensión, pero Aranguren cree que todas ellas son teorías ‘insuficientes’ y en parte falsas. Una ética real y concreta necesita ser material sin que tenga que ser necesariamente de “valores”, según dirá Heidegger, cuya voluntad de formalismo ético, fiel al espíritu de Kant, se expresa claramente en un pasaje de Ser y tiempo. Esto lo confirma un discípulo suyo, el gran teólogo protestante alemán Rudolf K. Bultmann, para quien una ética filosófica no puede ser ʻmaterialʼ (el contenido correspondería a la ética teológica, en su caso cristiana), sino, con Kant, solo formal e interpretar la situación moral desde el punto de vista “existential .sic, existenzial]” (lo estructural ontológico), no “existenziell” (lo material óntico), según estos conceptos esenciales del pensamiento heideggeriano (Aranguren, 1994b, pp. 214, 225-233, 353, 366, 368-370).
Otro concepto esencial de la filosofía de Aranguren es el de “talante” (su aportación principal a la antropología filosófica), a partir de la diferencia entre páthos y êthos como polos de la vida ética. El talante o páthos es el polo premoral, la “naturaleza”, y el carácter o êthos el polo moral, la “segunda naturaleza”, racional y voluntariamente lograda, ambos correlativos e inseparables en la realidad. Es la distinción entre una reacción espontánea y otra encauzada, bien o mal, que también percibe Kant cuando en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica alude al Zustand [estado, situación, condición] y a la Beschaffenheit [complexión de la personalidad]. Aranguren asume que el ser humano es, como dirá Zubiri, ʻinteligencia sentienteʼ, unidad radical de inteligencia y naturaleza, moralidad, talante y carácter. Algunos moralistas predicaron una moral del carácter como los estoicos, Calvino, Kant, en parte Nietzsche, y otros una moral del talante como Platón en el Calicles, Lutero, Nietzsche en otra parte, pero resultan extremos absurdos de lucha sin fuerzas para lograr, bien un modo de ser inanimado, bien el regreso a la naturaleza animal. El talante es la materia prima, el thymós o fuerza que poseemos para la forja del carácter y todos los actos morales, muy variados, se dan desde él en cada ser humano y ‘en’ un estado de ánimo.
En cuanto a la virtud moral se puede dar con o sin pasión. Si Tomás de Aquino afirma que existe virtud ex y cum passione, Kant repite lo mismo distinguiendo entre aus Neigung [con pasión] y mit Neigung [sin pasión]. Por ejemplo, la justicia puede darse sin pasión, como todas las virtudes, pero no sin sentimiento, tendencia o impulso, si bien de la gama fría, como la Achtung kantiana [atención, estima, respeto], que pasan más fácilmente inadvertidos (Aranguren, 1994b, pp. 395-397). En otro momento, Aranguren se referirá a un emotivismo positivo, pues el sentimiento no deja de ser un ingrediente de toda moral e incluso en Kant es importante la función del citado sentimiento de Achtung como reverencia a la ley moral. En cualquier caso, concluye que la moral, incluido el marxismo, no debe basarse en el sentimiento para evitar todo fanatismo, violencia, laica religiosidad de cruzada o cualquier moralismo como el puritano (1995, p. 186; El marxismo como moral, 1968).
Aranguren postula que la realidad humana es estructural o constitutivamente moral, pero hace falta también un “contenido” material, el cual suele proceder de la “idea del hombre” vigente en cada época. Esa idea se nutre de elementos religiosos, “inclinaciones” naturales y de otros condicionamientos situacionales e históricos. Eso sí, la materia, para ser considerada por la ciencia ética, ha de ser justificada metafísicamente, de ahí que la Ética esté más bien subordinada a la Ontología y a la Teología natural. De este “principio metafísico” de la ética como punto de partida, la filosofía moral moderna, en general, prescinde y Kant lo sustituye por la conciencia.
También ha de esclarecerse la relación entre moral y religión que, en opinión de Aranguren, pasa necesariamente por la apertura de la primera a la segunda: “o bien dejamos que la moral descanse sobre sí misma —es lo que hizo, de una vez por todas, Kant— o bien reconocemos que la moral necesita abrirse a la religión. Pero en este segundo caso abandonamos ya el contexto filosófico”. En efecto, en las obras de Voltaire y de Kant aparece el carácter, también esencialmente moderno, de un homo moralis sin religión o de ésta como mero apéndice residual (Aranguren, 1994b, pp. 214, 221; Ética, 1958, p. 585; Propuestas morales, 1983).
En conclusión, según Aranguren, Kant, con su propuesta ética, hace platonismo inmanentista, es decir, transpone el “cielo estrellado” al interior del ser humano. Platón y Kant, cada uno a su modo, el primero poniendo el bien “más allá del ser” y el otro trayéndole “más acá”, se forjan de él un concepto unívoco. En Kant supone un vano intento por salvar la distancia entre el deber y el ser, pero queda enredado en el concepto platónico del bien. Si el vocablo latino bonum es equívoco (en alemán existen Gut y Wohl), el bien moral sería concepto unívoco. Sin embargo, el bien supremo se compone de dos elementos, moralidad (orden del Gut) y felicidad (orden del Wohl), pero ¿no se retorna a la analogía? Kant separaría así tajantemente lo bueno del ser como hace G. E. Moore con su célebre ʻfalacia naturalistaʼ (más bien un platonismo lógico) o como la filosofía de los valores (Aranguren, 1994b, pp. 226, 317-318, 355-356).
1.3. Etapa sociopolítica o de “acción moral”
Esta tercera y última etapa de carácter más social o sociológico-político que, como se ha dicho, podría subdividirse en una cuarta a partir de 1976, se abre con la edición de Ética y política en 1963, un punto de inflexión en el pensamiento de Aranguren (1995, pp. 25-165). Son las décadas de madurez, las de mayor producción intelectual y, como él rememora en un prólogo de los años 1980, sobre “cuestiones fronterizas y un interés preponderantemente interdisciplinar, aun cuando con el acento puesto siempre en la moral” (1994b, p. 563; Propuestas morales, 1983). Además, en este período despliega un firme compromiso y presencia públicas en calidad de intelectual o “moralista” hasta su muerte en 1996.
En dicho libro, Ética y política, que abre esta nueva época vital e intelectual, apuesta por incorporar en su planteamiento ético un concepto más bien funcional del derecho natural pues cree que “vivimos aún prisioneros en parte de una concepción, la propia del kantismo (no entro en el problema de hasta qué punto el usual kantismo retransmitido sea o no fiel a Kant), de separación del derecho (heterónomo y exterior) y la moral (autónoma e interior)”, y lo mismo ocurre con el positivismo y el formalismo jurídicos que aíslan el derecho de la realidad sociocultural. La realidad, sin embargo, se le muestra a Aranguren demasiado trabada para dejarse despiezar por el kantismo, el formalismo o el positivismo. Aborda después la época de la Ilustración, por las consecuencias políticas que se pueden sacar de ese período histórico, y diferencia dos momentos, el del despotismo ilustrado y el de Kant con su nueva pedagogía (Aranguren, 1995, pp. 45, 89). Para éste la Ilustración significa la promoción del pueblo a su mayoría de edad. Es una idea kantiana que Aranguren repite varias veces en distintos lugares de su obra (1995, p. 378; Sobre imagen, identidad y heterodoxia, 1982, 1997, pp. 403, 411; Estudios literarios, 1976).
Esa pedagogía postularía que “la educación para la democracia requiere el ejercicio de la democracia”, lo cual no supone solo tener derecho sino, lo que es más grave, estar obligado, tener el deber de la democracia fundada en la virtud. Aranguren lo denomina, con el término afrancesado de su época, el engagement total [total compromiso]. La distinción ilustrada entre autoridad y súbdito pasa a ser meramente formal, pues el súbdito lo es de la ley que él mismo se ha dado. El paralelismo entre orden ético-político y ético-personal es perfecto en Kant, puesto que el ser humano, como ser racional, se da a sí mismo su propia ley moral. Este intento deciochesco de moralizar plenamente el Estado desde la moral personal, reconoce Aranguren, nos puede parecer hoy unilateral e ingenuo, pero cree que sin un poco de ingenuidad no puede haber democracia. Quien se sienta de vuelta de todo solo es apto para ejercer la tiranía o tal vez para sufrirla (1995, p. 89). Aranguren concluye, con un fragmento memorable de su pensar político, que esa forma institucionalizada de moralización del Estado, nada fácil de hacer durar,
es, como decía Kant de la moral en general, una ‘tarea infinita’ en la que, si no se progresa, se retrocede; pues incluso lo ya ganado ha de re-conquistarse cada día […] La ʻdemocraciaʼ nunca puede dejar de ser ʻlucha por la democraciaʼ, se destruye a sí misma (1995, p. 111; Ética y política, 1963).
En una obra posterior, El buen talante, publicada en 1985 y con título tan expresivo de todo su pensamiento, Aranguren continúa ofreciendo hitos de la historia de la moral en la que ha acontecido, siempre dentro de la época moderna, una transformación capital con tres pasos decisivos: primero Montaigne, “patrón laico moral de los escritores”, el segundo Kant y el tercero, ya en nuestro tiempo, que ha consistido en corregir la generalidad, un tanto abstracta, de Kant, pero reteniendo su formalismo. La moral se hace radical e individualizadoramente formal y propone que el ‘comportamiento’ responda fielmente a la ‘actitud’ interior, cualquiera que sea, bajo el único criterio de la ʻautenticidadʼ aunque pueda resultar algo unilateral (Aranguren, 1994b, p. 636).
Para terminar este apartado, en el libro Ética de la felicidad y otros lenguajes, de 1988, Aranguren afronta el tema del “sentido sociológico-moral de las humanidades” y sigue haciendo un poco de historia de la ética. Defiende que “hasta Kant toda la filosofía moral, salvo la inglesa, se moverá en el ámbito definido por los Antiguos. Y las nuevas concepciones políticas se introducirán por humanistas como Maquiavelo, Bodino e incluso invocando el humanismo tacitista” (Aranguren, 1995, p. 496). Tras la etapa del esplendor renacentista y de la transición, ese humanismo clásico termina por refugiarse en neoclasicismos estéticos recurrentes y, como queda dicho, en el ámbito de la ética hasta Kant, que también lo expulsa de él. Pero ambas etapas son ya lejanas al tiempo en que las comenta Aranguren, que exclama cuán precario era tal refugio. En realidad, solo se reducía a una acogida académica “en los sistemas filosóficos neoplatónicos, neoescépticos, neoestoicos, neoepicúreos”. Al mismo tiempo estaba surgiendo una ‘moral’ vivida, y no solo pensada o repensada, la ʻdel trabajoʼ, progresista y no “pasadista”, activa y no contemplativa, nada ociosa (madre de todos los vicios) sino industriosa e ʻindustrialʼ y muy competitiva, que conservaba del viejo humanismo el ser una moral de ʽelegidosʼ (Aranguren, 1995, p. 506).
2. Otras referencias a Kant en escritos secundarios de la última etapa de Aranguren
Al margen de las Obras completas, hemos de referirnos también a algunas aportaciones y artículos de Aranguren que aluden más o menos directamente y siempre a la ética de Kant, pertenecientes a esa etapa final de su vida y producción intelectual. Empiezo por el prólogo que le escribe a Adela Cortina para su Ética mínima (Aranguren, 1986) en la que, por cierto, el autor más citado es precisamente Kant. A juicio de Aranguren, éste es la base del planteamiento de Cortina bajo un nuevo neokantismo dependiente de Habermas, a quien califica de “zapatero remendón”, y sobre todo de K. O. Apel, de cuyo pensamiento es bien conocedora la autora.
Después Aranguren subraya la propuesta de Cortina en torno a la relación de la ética con la religión, en diálogo con el jesuita José Gómez Caffarena (1984), otro gran especialista kantiano español, de partir de Kant para “ir más allá de Kant” y por eso distingue, sin separar, razón histórica y razón sistemática. Es en la primera donde se “revela” ese “nexo sintético” Dios-persona-moralidad, y apunta Aranguren: “el fin práctico kantiano, la persona, no es inteligible por sí, sino que la determinación de lo que sea exige la mediación de Dios” (1986, p. 15). No se trata de una “demostración” sino de un saber secularizado donde deviene esencial el momento de la opción de la voluntad y del acto de libertad. Y termina el prólogo con una propuesta dirigida a la autora del libro para que prolongue ʻhacia dentroʼ su ética dialógica y, repitiendo aquello de Hölderlin de que somos un diálogo, haga lugar a una ʻética intrasubjetivaʼ, junto a la ʻintersubjetivaʼ. Si en aquel momento parecía no haber más ética válida que la social y comunitaria, Aranguren se preguntaba si no era hora de volver a tal diálogo intrasubjetivo, a una ética narrativo-hermenéutica de la que él ya había tratado en otros escritos como su proposición más personal.
A continuación, a los dos años, en un libro sobre ética kantiana coordinado por Esperanza Guisán, Aranguren presenta una aportación filosófica (1988) que me parece de gran valor por sintética y completa, pues se trata en parte de “un repaso a mi vida filosófica e incluso a mi vida tout court”.Con todo, empieza confesando que “no querría escribir un artículo académicamente filosófico sobre Kant, de quien nunca he sido especialmente estudioso”, si bien añade que “por desgracia y deformación profesional temo que lo acabará siendo”. En él nos cuenta que de la lectura de Max Scheler, el “filósofo de la simpatía” —de quien sí tuvo en su momento un “enamoramiento intelectual”—, surgió una primera prevención o reserva con respecto a Kant que le suscitó “no diré la antipatía pero sí la falta de simpatía, la frialdad” para con él. Y es que Kant, según Aranguren, no deja trasparecer sino los ya citados sentimientos de la gama fría, lo cual no puede provocar calidez emocional, solo respeto, si bien considera que, en el ámbito de sus intereses intelectuales, ha procurado entenderle.
Pero la paradoja recurre y Aranguren se pregunta si con los postulados de la razón práctica no se está poniendo a Dios, en tanto que garantía del pleno cumplimiento de ʻsuʼ moral, al servicio del ser humano, como un ʻmedioʼ y no ʻfinʼ suyo. El ʻhumanismoʼ se sitúa así por encima del ʻteísmoʼ reduciendo a Dios, y la ʻreligiónʼ queda fundada en la ʻmoralʼ y exigida por ella como teología humanística. Esto no parece lejano de aquella teología como antropología de Feuerbach en el siglo XIX. Kant, a juicio de Aranguren, es un moralista estrecho y rigorista, deontológico, lo cual han heredado todos los neokantianos hasta el presente, y de ahí la primacía que ha adquirido la ʻfilosofía del derechoʼ y de lo ʻprocedimentalʼ. Pero igualmente afirma que la opuesta ʻmoral teleológicaʼ tampoco es satisfactoria, el bien no puede convertirse en ʻfinʼ o ʻmetaʼ, pues la auténtica bondad es espontánea, cálida, surge en situaciones concretas y, en definitiva, no deja de ser una ʻgraciaʼ.
Por último, asevera que racionalismo y voluntarismo, unidos, resumen el pensar ético kantiano. El primero consiste en que la única causalidad moral es la de la razón, pero el sentimiento, la inclinación, la pasión y también la actitud, la virtud, el “interés” a lo Habermas, constituyen la ʻfuerzaʼ moral. Kant es prisionero de una ʻpsicología de facultadesʼ separadas que hipostasía para bien la razón lo que confirma el carácter ʻabstractoʼ de su pensamiento. En cuanto al voluntarismo, en Kant significa que la voluntad es sede exclusiva y excluyente de la moralidad, de la bondad, pues lo único bueno sin limitación es la ʻbuena voluntadʼ, con una separación radical entre el orden del estar o ʻserʼ y del llegar a ser y el orden del ʻdeberʼ, o entre la causalidad natural, real, y la liberación ʻirrealʼ de ella. Esto se debe a la interpretación kantiana de la ciencia física coetánea y su causalidad determinista.
Para finalizar su artículo, Aranguren no quiere dejar de hacer una precisión: no está abogando por una filosofía emocional o ʻpatéticaʼ, porque dejaría pronto de ser filosofía al no tomar las cosas, la realidad, la vida, con filosofía. He aquí sus palabras: “entre la ratio o razón y el páthos hay un tertium quid, el nous. ʻFilosofía noéticaʼ es lo que echo relativamente de menos en el gran filósofo Manuel (como le llamaría Unamuno) Kant”. El concepto griego de nous [inteligencia] ya lo había introducido Aranguren en su primer libro sobre d’Ors (1994a, p. 118) y comprende un conocimiento integral donde se incluyen elementos racionales y otros empíricos, “de intuición, de sentimiento, de gusto, etc.”, y con ello cree que se resolvería la supuesta oposición kantiana entre ʻrazón puraʼ y ʻrazón prácticaʼ.
Y del mismo año 1988 data la conferencia de clausura que imparte Aranguren, “sobre la ética de Kant”, en un seminario que celebró el Instituto de Filosofía del CSIC con motivo del bicentenario de la publicación de la Crítica de la razón práctica y editado al año siguiente, dentro de un libro colectivo, por Javier Muguerza y Roberto Rodríguez Aramayo (Aranguren, 2010). Aranguren comienza su intervención, tras expresar una vez más su “respeto y admiración por Kant […] el filósofo por antonomasia de la Ilustración”, aclarando que hasta éste, entre los siglos XVII y XIX, no hay auténtica filosofía, sino la de los llamados ʻphilosophesʼ.Y subraya que su grandeza racional se puede tildar, sin sentido peyorativo, de racionalista y netamente discernible de los neokantianos de todo tiempo y lugar e “incluso yo diría que nuestra época es otra época de (cierto) neokantismo”, distinto del anterior, sin olvidar, advierte Aranguren, que “Kant no fue kantista o kantiano”, ni menos neokantiano, como Marx tampoco fue marxista. He aquí algo muy característico del ser y del pensar, del talante de Aranguren, el ir un poco contra corriente de lo dominante haciendo de “Pepito Grillo” o “cum grano salis”, en este caso planteando sus reservas y observaciones para quien se aventure “a navegar por el proceloso mar de la filosofía kantiana”.
Así, Aranguren opina que Kant no insiste lo suficiente en los distintos usos de la razón, además del público y privado, tales como el uso intuitivo, científico, hermenéutico, narrativo o histórico, lingüístico, predicativo y hasta utópico. Lo que lleva a cabo en la Crítica de la razón práctica es una reflexión racional pura, “una especie de moralismo a ultranza, una suerte de prescriptivismo, de eticismo normativista”, y en ruptura con la clásica analogía del concepto de bien (eudemonista y estético), según la citada escisión consagrada por la lengua alemana, y sobre la paradójica relación entre ética y derecho reduciendo la primera a justicia, a lo procedimental o procesal. Ciertamente la conducta es regulada pero no siempre conforme al deber, a juicio de Aranguren, sino también por lo que se conocen como ʻdeberes (o hábitos) del corazónʼ, alejados del concepto kantiano y más próximos al sentido etimológico grecolatino de virtud, es decir, a inclinaciones en el límite de las pasiones. Existe asimismo una analogía del concepto de ʻmoralʼ que más modernamente significa la fuerza de la inclinación o fuerza moral, tal como se usa en el terreno deportivo. Y todo ello es, para Aranguren, una de las insuficiencias del pensamiento ético kantiano, pues se trata de un factum considerar el obrar por inclinación algo superior, más plenamente ʻbuenoʼ, que el obrar por deber, más artificial, no verdadero o auténtico, pues no sale de lo profundo de sí. Sin duda es un mentís bastante rotundo a la posición de Kant y a todo neokantismo, por lo que propone volver a una verdadera razón práctica, no en el reductivo sentido kantiano sino como prudencia, una virtud clásica con un pie en el lado intelectual y otro en el moral. Habría pues que volver a girar los ojos hacia la vieja doctrina aristotélica de las virtudes dianoéticas.
Por otra parte, y siguiendo la exposición de Aranguren, una moral puramente formal en la praxis, como la kantiana, tiende a aceptar sin crítica alguna un contenido que suele ser el de la moral establecida que, en el caso de Kant, fue la moral de la Ilustración cuyos contenidos parece asumir sin grandes reparos. Y en ello aprecia el pensador abulense que, desde el punto de vista de un reformador moral, “Kant no reforma absolutamente nada” y casi no hace cuestión de los contenidos morales. Pero Aranguren reconoce que no ha profundizado para corroborarlo en los denominados escritos menores de Kant. En cualquier caso, la parte de la moral no subjetiva sino intersubjetiva, la moral social, es algo que se echa en falta en la ética kantiana, al parecer impermeable a todo lo que atañe a ese êthos social o histórico.
Acaba el artículo de la conferencia con otro par de observaciones controvertidas que, confiesa Aranguren, le parecen dos paradojas de Kant que le sorprenden y dejan insatisfecho. Una se refiere a si el gran filósofo alemán es sobre todo pesimista u optimista, dada la influencia que recibió de Rousseau. Así, Aranguren considera que no se puede obviar el influjo luterano en la idea del mal radical y por eso la cosmovisión kantiana oscila entre esos dos polos, la naturaleza caída y la bondad natural del ser humano. La segunda observación hace referencia precisamente al humanismo protestante de Kant y cómo toma éste a Dios: un mero medio del pleno cumplimiento del deber, de la propia “felicitación” (hacernos felices) y, al modo de Unamuno, un garantizador de nuestra inmortalidad. Tal vez mejor hubiera sido prescindir de Él y permanecer en el pleno humanismo como el de Feuerbach.
En conclusión, Kant sigue siendo para Aranguren el más grande filósofo puro, aunque tal pureza suponga un reduccionismo o un distanciamiento de la filosofía del resto de saberes, separada de la ciencia, el lenguaje, la antropología o el êthos sociohistórico, sobre todo en la Crítica de la razón práctica. Se trataría de una metafísica pura o un eticismo metafísico puro —uno de sus más graves defectos al modo de ver de Aranguren—, cuando lo que se tiende en la actualidad, insiste, es a la interdisciplinariedad de todos los saberes.
3. ¿Giro kantiano en la ética de Aranguren?
Pasamos así al artículo de Pedro Cerezo (1997), catedrático emérito de la Universidad de Granada, publicado al año de la muerte de Aranguren, que postula abiertamente un “giro kantiano” en la ética de éste a partir de la última etapa de su trayectoria. Sin embargo, tras lo ya expuesto y lo que resta, según mi parecer, queda claro que es cuestionable, al menos estricta o fuertemente, defender tal “giro” o “vuelta a Kant” o, dicho en otros términos algo grandilocuentes del mismo Cerezo, el “doble ciclo contrapuesto”, “un afelio y perihelio respecto al kantismo”, resultado de un camino de pensamiento “atravesado por una muy honda crisis” y que considera “clave decisiva para una hermenéutica integral de la obra de Aranguren”.
Me voy a centrar en los puntos más controvertidos y, en cualquier caso, lo someto todo también al juicio de la comunidad científica implicada y al de cualquier persona interesada. Cerezo se apoya sobre todo en un par de libros del filósofo abulense —Moralidades de hoy y de mañana de 1973 y Lo que sabemos de moral de 1967, reeditado como Propuestas morales en 1983—, de los que extrae algunos fragmentos o textos, aunque reconoce, en algún caso, solo tiene impresiones de algo que Aranguren no ha hecho constar expresamente. Lo que plantea éste, según Cerezo, es un grave equívoco que el propio Aranguren no aclara bien desde su Ética de 1958: se trata del tema de un tercer sentido de la moral, además de como estructura y como contenido, a saber, el de la ʻmoral como actitudʼ, actitud moral o ʻactitud éticaʼ (eticista). Este último paréntesis que añade Aranguren es el origen de tal equívoco, ya que supone que todo lo formal, perteneciente a la moral como estructura, implicaría una actitud ética (eticista) contrapuesta a la religiosa al modo de Kierkegaard. Y Cerezo se pregunta si no sería ética una actitud abierta a la religión, como propugna el propio Aranguren, y también por qué empeñarse en definir tal actitud como eticismo excluyente o incompatible con lo religioso, cuando no lo fue ni siquiera para el formalismo kantiano.
Respecto a que la década de los años 1960 causa en Aranguren una “profunda crisis” y, en opinión de Cerezo, hace que rectifique el rumbo de su pensamiento, creo que se trata más bien de una crisis cultural en todo Occidente, colectiva e histórica, o diríase con Heidegger ʻacontecimiento epocalʼ, y que el profesor de Granada, siguiendo lo que escribe el mismo Aranguren (1994b, p. 547; Implicaciones de la filosofía en la vida contemporánea, 1963), identifica con el nihilismo procedente de Nietzsche y su anuncio de la ʻmuerte de Diosʼ. Para Cerezo ello supone una especie de “segunda navegación” o “segunda época” en la evolución intelectual de Aranguren. Sinceramente me parece excesiva esta calificación para explicar el susodicho regreso o una reapropiación de Kant como “única dirección de marcha” en medio de tal crisis, que Aranguren bautiza como “desmoralización”.
Por el contrario, en mi opinión, lo extraído de los citados libros de Aranguren no lleva necesariamente a una vuelta a Kant, al menos tal como la propone Cerezo. Así, con el primer libro, ciertamente Aranguren se plantea, en torno a esos años 1970, la cuestión de si queda alguna posibilidad de encontrar una base de la moral. Y en efecto la halla en la noción de “conciencia moral” como algo justo, aunque precario: la moral como Faktum —en esto fiel a Kant—, analizando a continuación lo que quiere decir con ese término. Aranguren reitera lo que siempre defendió sobre las dos dimensiones de la moral: lo que hay de ʻdadoʼ o el ʽcontenidoʼ y lo que hay de ʻpostuladoʼ donde entra la ʽactitudʼ moral. El primero lo estudian las ciencias sociales, sobre todo la antropología cultural, que define ʻculturaʼ como horizonte colectivo de esa moral-contenido y donde cada grupo social no ve ni puede ver más allá de tal horizonte. Un hecho empírico es la pluralidad irreductible de códigos morales de los distintos grupos socioculturales y de la misma sociedad global actual. Tal pluralismo cultural, para Aranguren, parece conducir al ʻrelativismoʼ moral, un concepto con bastante carga emocional. En cuanto al ʻpostuladoʼ del Faktum,sitúa ahí la ʻactitudʼ moral como ʻcrítica del presenteʼ o búsqueda del cambio social y de ʻcreación del porvenirʼ desde la utopía. ¿Pero todo esto es lo que Kant postulaba?
Me inclino a pensar que lo que más bien Aranguren está desarrollando o matizando es la concepción antropológico-moral zubiriana. Precisamente, en un breve capítulo de libro publicado el mismo año de su muerte (Aranguren, 1996c), el abulense trata de nuevo de la distinción de Zubiri e insiste en que el plano en el que éste se mueve es el formal estructural (una forma dada por la realidad, no por la razón), el protomoral del ʻtener que serʼ previo al ʻdeberʼ, pues el ser humano por estar ʻligadoʼ a la felicidad está ʻob-ligadoʼ por el deber. Pero no deja de ser más bien un plano antropológico o de metafísica antropológica, de la realidad con sus trascendentales verum, bonum y pulchrum.Además, aborda la ʻmoral como actitudʼ en relación con la ʻmoral como contenidoʼ, ya que la primera es la que ʻpone en cuestiónʼ a la segunda en cuanto ʻvigenteʼ o ʽestablecidaʼ, para ʽromperʼ con ella, enfrentarse a la ʻinmoralidad como actitudʼ o a la ʽmalignidad / maldadʼ y tratar de proponer “una moral crítica, reforma moral, moralización o moral prospectiva”. Pero esto, según Aranguren, se suele dar más que en el plano ético filosófico, excepto con Nietzsche, en el de los reformadores religioso-morales como Buda o Jesús de Nazaret, mientras “Kant, por contraste […] no tocó ni intentó tocar la moral establecida, la moral como contenido” (1996c, pp. 22-23).
Por otro lado, Aranguren al aludir al vacío moral o a esa desmoralización como rasgo de aquella época de cambio, de ʻcontestaciónʼ, ʻcontraculturaʼ o ʻcontramoralʼ, ¿se está refiriendo al nihilismo o a qué tipo de nihilismo? Y añade que a Descartes pertenece lo de una moral provisoire [provisional] y a Kant su moral ʻformalʼ, pero somos nosotros, si estamos animados de una ʻactitud moralʼ, quienes tenemos que vivir tal actitud como formal y provisional, lo que, según Aranguren, no fue el caso de Kant ni el de Descartes en la realidad vivida (1995, pp. 305-308, 312; Moralidades de hoy y de mañana, 1973).
En cuanto al segundo libro, sí creo que muestra una mayor cercanía a Kant. Aranguren parte del reconocimiento de que la ética normativa se encuentra en un impasse, pero ¿cómo salir de él? Apuesta por conservar su carácter prescriptivo y puramente formal, donde el formalismo de Kant, “—causalidad psicológica y libertad moral— podría ser tenido en cuenta aquí”, siempre entre el determinismo como omnisciencia extrínseca e independiente a nuestra voluntad y la lucha, inútil, por hacer lo que nos dicta nuestra conciencia. Si bien el poder por el poder y la riqueza por la riqueza no son fines morales sino medios, pues como dice Kant no pertenecen a la ética sino a la pragmática, la tragedia del tiempo presente es que tienden a convertirse en fines y se han hecho convencionalmente intercambiables. Aranguren cree que el ser humano no es moral solo porque haga su vida con actos, decisiones, fines y medios, sino porque sigue un imperativo: que la vida sea “buena” en sentido ético. Esto, en efecto, resuena muy kantiano. Además, tal ʻmomento imperativoʼ pertenece a la estructura misma de la vida humana, pues tenemos un ʻlenguaje moralʼ irreductible a otros, aunque el ʻcontenidoʼ pueda ser variable (Aranguren, 1994b, pp. 570, 592-593; Propuestas morales, 1983).
En un anexo de este segundo libro, Aranguren considera que la reflexión humana en cuanto moral se reduce a la ʻnarraciónʼ o ʻautobiografíaʼ que nos hacemos, unida a su ʽinterpretaciónʼ (“hecha, deshecha, contrahecha y rehecha”), y de tal constructo surge ʻmiʼ moral, pero siempre ʽmoral socialʼ, objeto de estudio de la ética narrativo-hermenéutica, que sabemos es ya su propuesta personal de fondo en esos años. En cualquier caso, opina que la moral kantiana resultaba aún válida, al menos parcialmente, por su pura ʻformalidadʼ, a saber, por su sentido ʻcategóricoʼ y no interesado y por su ʽuniversalidadʼ, concreta, a modo de ʻRegla de Oroʼ en su doble versión, afirmativa (“un querer para”) y negativa (“un no querer para”), pero “solo formalmente”. Lanza después un interrogante: ¿existe una teoría ética o moral elaborada acorde al pluralismo de la época? El mismo Aranguren responde que no, aunque sí se habla de metaética o análisis del discurso moral, y añade:
ha perdido [la ética] identidad de reflexión cerrada sobre sí misma, al modo kantiano, y se ha tornado enteramente ʻinterdisciplinarʼ, marca o terreno fronterizo de sabidurías ‒metafísica, religiosa‒ cada vez más ʻindisciplinadasʼ y de ciencias que aspiran a su construcción puramente ʻdisciplinadaʼ o disciplinar.
En resumen, este estatuto de encrucijada, en una época de crisis cultural, impide decir lo que ha de ser la ética como disciplina, pero sí sentir su ʻcentralidadʼ, el imperativo de un (deber) hacer determinado y la ʻinterdisciplinariedadʼ o apertura a todo saber humano. Por último, en otro anexo del mismo libro, reflexiona de nuevo sobre la crisis epocal de la moral. Se ha producido un repliegue ético, cuyo iniciador fue precisamente Kant, desde el ʻcontenidoʼ a la ʻformaʼ, y aunque se distingan estructura moral y moralidad, lo único bueno sin limitaciones sigue siendo la ʻbuena voluntadʼ o la ʻmoral como actitudʼ bajo la guía autónoma de la ʻconciencia moralʼ, que también se halla en crisis. En todo esto existen claras resonancias kantianas, aunque, en mi opinión, adaptadas al pensar y decir propios de Aranguren (1994b, pp. 605-607, 613).
Cerezo sustenta con su argumentación que el radical viraje de Aranguren a Kant consiste en esa “reivindicación de la actitud moral” superpuesta a la conciencia moral, pero eliminando el eticismo. Juzga así que la formalidad no estaría reñida “formalísticamente” con el contenido y, aunque lo importante para Aranguren sigue siendo la vida moral, ésta se contemplaría entonces desde dicha actitud moral. Cerezo se pregunta, en fin, si no estamos ante un nuevo programa ético alejado de la Ética de 1958 y concluye este supuesto “escorzo kantiano de una biografía intelectual” con más preguntas sin respuesta. Insiste, en fin, que Aranguren real y verdaderamente solo quiso ser un “moralista en tiempos de crisis” (Cerezo, 1997, pp. 140-141, 143) o un “reformador moral en época de crisis”, tal como lo había escrito en otro artículo anterior y en el que ya apuntaba, de modo más atenuado, esa “mayor vecindad al planteamiento kantiano” (Cerezo, 1991). ¿Se le quiere así asemejar también a Aranguren con Kant en lo de reformador moral, cuando hemos visto que ni siquiera Aranguren lo consideraba como tal al alemán, y realmente lo fue él mismo o en el mismo sentido en tanto moralista o intelectual?
Sobre el tal acercamiento de Aranguren en su madurez hacia el kantismo también Gerard Vilar había hecho ya su valoración (1988) unos años antes que Cerezo. Sin entrar en el detalle del sugerente artículo, al que me remito, Vilar considera que, aun vislumbrándose cierto cambio o evolución —nunca una asunción filosófica ni personal de Kant—, que le lleva a Aranguren “a coquetear abiertamente”, en “encuentros más o menos fugaces y furtivos”, y a transitar del “tomozubirianismo” al kantismo —entendido éste como toda concepción ética anempírica y formal, trascendentalista y prescriptivista—, en realidad el tránsito resulta confuso, según Vilar, por el peso que tiene la visión teológica en las ideas de Aranguren. Sería a través de la filosofía analítica, una de las herederas de la filosofía crítica kantiana y de la que Aranguren fue pionero en darla a conocer dentro de la academia española, como podría explicarse ese acercamiento a Kant. En efecto, siguiendo el argumentario de Vilar, el pensador abulense, tras defender en su citado libro de 1967/1983 el ʻmomento imperativoʼ como algo estructural, en el otro libro de 1973 distinguirá en el Faktum moral dos dimensiones, lo ʻdadoʼ o el contenido y lo ʻpostuladoʼ o la actitud, que es más bien hipotética, cultural y temporalmente determinada, válida para luchar contra la mencionada ʻdesmoralizaciónʼ de la época. Dicha actitud moral de carácter imperativo remite de este modo a un compromiso existencial que, en opinión de Vilar, no tiene ya fundamentación última de tipo religioso o trascendental.
Por otro lado, existe una línea reciente de investigación —a la que por cierto Vilar alude, en su artículo de 1988, como “disciplina que apenas ha nacido”— con un enfoque más sociológico de la historia de la filosofía española del siglo XX, en particular la de después de la guerra civil, que se refiere asimismo a ese pretendido giro kantiano o al kantismo arangureniano. Ahí se sitúan José Luis Moreno Pestaña, Francisco Vázquez y, en parte, Manuel Artime, quienes sostienen el papel disidente de Aranguren, en forma de lo que llaman “nódulo” filosófico o red expansiva de influencia a través de sus seguidores encuadrados en tres polos o grupos distintos (religioso, científico y artístico). El tercero de dichos investigadores, Artime, va a afirmar claramente que el maestro de Ávila
buscará fundamentar su ética sobre bases antropológicas y sociológicas, contra el criterio de su predecesor [sic] Zubiri, valedor de una fundamentación metafísica. A este respecto […] encontrará en la filosofía kantiana los recursos conceptuales que necesita, un tipo de fundamentación formal para la ética, que no nos obliga a suscribir los compromisos ontológicos de las confesiones ético-religiosas (2017, p. 244).
Sin embargo, por lo que el autor añade a continuación, no resulta tan claro que sea el mismo Aranguren, sino más bien su “nódulo” de seguidores el que se apoya en ese cierto ʻkantismoʼ y el que habrá de imponer finalmente su hegemonía académica y cultural en los albores de la democracia posfranquista. Lo que Artime arguye es que el supuesto ʻformalismoʼ kantiano en Aranguren había contribuido a su ruptura con el fundamentalismo religioso del nacionalcatolicismo y a fomentar una cultura de tolerancia y libertades democráticas, aunque eso no haya impedido después las nuevas formas de pleitesía propias de las sociedades occidentales contemporáneas.
Asimismo, se debe hacer mención de un artículo muy reciente de José Manuel Panea (2022), que vuelve a postular, citando de nuevo a Cerezo, el giro kantiano de Aranguren a partir de los años 1980 que, según él, no tiene que ver con el formalismo sino con el redescubrimiento del pensamiento kantiano de la esperanza, sea inmanente / histórica o trascendente, en cuanto antídoto frente a toda crisis y que a Aranguren le sirve para combatir aquella desmoralización y el nihilismo de su época. Ese giro consiste, según Panea y con Cerezo, en el énfasis puesto por Aranguren en la actitud ética, con su doble dimensión crítica y utópica, para lograr desde un ʻbuen talanteʼ el rearme moral. Panea considera esto el motor e impulso vertebrador como subsuelo de toda la obra de Aranguren.
Sin embargo, la lectura atenta del artículo de Panea —que pienso peca de cierta ambigüedad en su carácter misceláneo y contemporizador— no creo que resuelva del todo la cuestión. Mientras aplaude el acierto del planteamiento general de Cerezo de que a Aranguren “en tiempos de crisis […] hay que leerlo en clave kantiana” (Panea, 2022, p. 654), no deja del todo de lado “otro Aranguren”, el ʻestructuristaʼ aristotélico-zubiriano, del que dice ha escrito excelentemente Adela Cortina (1997), dentro del mismo número de la revista en que Cerezo publica su artículo sobre el giro kantiano de Aranguren. La postura de Cortina se decanta por una moral material y sustancialista en su orientación, antropológica ʻestructuristaʼ (con Laín Entralgo), desde la unidad de la persona como ʻinteligencia sentienteʼ (con Zubiri), una moral del carácter, de las virtudes y de la felicidad entendida como estructura, necesariamente abierta a la religión y también orientadora de la acción política. Al final, Panea tampoco renuncia a incluir, además, dentro de la propuesta de Aranguren, el quijotismo unamuniano del intelectual y la tarea del héroe moral orteguiano.
Para acabar este apartado, otro discípulo del gran maestro abulense que no quiso crear escuela, Javier Muguerza —el cual nos ha dejado desgraciadamente también no hace mucho tiempo—, en el prólogo al libro de investigación pionero sobre Aranguren de Enrique Bonete (1989, pp. 11-19), nos ofrece también claves para entender al maestro, incluida su relación con Kant. Del libro de Bonete, Muguerza subraya como su mayor acierto el hincapié puesto en la profunda coherencia del pensamiento ético de Aranguren a lo largo del tiempo, incluso contra lo que el mismo Aranguren solía declarar sobre la infidelidad a sí mismo o sobre sus contradicciones. Es evidente —prosigue Muguerza— la centralidad de la Ética de 1958 en toda la obra arangureniana que, y nos lo vuelve a recordar, se halla más cerca de Aristóteles que de Kant, lo cual no obsta para que “quienes aprendimos a leer a Kant en Aranguren no podemos por menos de reconocer como kantiana en sus orígenes la ‘crisis de la metafísica’ que le lleva a desistir […] de todo intento de ‘subordinar’ la ética a la metafísica”. De todos modos, lo que comparten autor y prologuista es la continuidad fundamental entre el Aranguren del êthos personal, más existencialista, y el de la creación de otro êthos social, también sartreanamente, que el pensador abulense denomina ʻdemocracia como moralʼ.
Según Muguerza, y contra lo que da a entender Cerezo, Aranguren ya había desistido en los años 1980 a seguir su esbozo de “programa para una ética rigurosamente filosófica”. El propio Aranguren confiesa al respecto, en el prólogo a la edición de 1988 de la Ética, “que no seré yo quien lleve a cabo la tarea […] para ponerme a re-crear, anudando ilativamente y narrando, mi andadura ética” (1994b, p. 163). En todo caso, nos hallamos ante un mismo y único pensamiento, por encima o por debajo de cualquier parcelación interpretativa, que es el de la ʻmoral vividaʼ (ethica utens) y la ʻpensadaʼ (ethica docens) al fin indisociables, desde una trayectoria ʻcambianteʼ y orteguianamente circunstancial, un pensar basado en la razón histórica, no hegeliana, y fiel a la insoslayable dimensión utópica.
Conclusión
Finalmente, me gustaría cerrar el artículo con una breve reflexión personal sobre esta relación entre Kant y Aranguren y lo que hoy puede significar y aportar. Adela Cortina, en la introducción a su Ética mínima (2012, p. 33), retoma al maestro Aranguren y, confirmando algo tan sabido y tan nuevo como lo de los dos lados del fenómeno moral, a saber, las normas y la vida feliz, deja abierta su difícil conjugación y apuesta a futuro por una ʻantropología de lo felicitanteʼ que subsane la sequedad y aridez de la filosofía práctica de las normas en favor de un ser humano, sin carga de pesados deberes, y “derrochador de vida creadora desde la abundancia de su corazón”. Sin duda resuena aquí con fuerza la ʻética de la razón cordialʼ de la propia Cortina, fiel y digna continuadora de lo mejor del pensamiento de Aranguren. Éste, como ella también lo ha subrayado en sucesivos trabajos desde la muerte del maestro (1997) y, más recientemente (2015, p. 181), en sus últimas reflexiones sobre ética y a partir de finales de los años 1970, cuando acuña aquella expresión de los ʻtextos vivosʼ, parece decantarse definitivamente, como se ha ido repitiendo a lo largo del artículo, por una “ética narrativo-hermenéutica de la vida cotidiana”.
Para concluir, opino que ese es el perfil profundo de la ética de Aranguren, aquel “solitariamente solidario o solidariamente solitario” (Abellán, 1981, p. 29) que, en la última etapa de su trayectoria vital e intelectual, mantiene parte de las aportaciones fundamentales de su Ética primera y asume también una cierta formalidad y la superación metafísica kantianas, además de lo categórico, el universalismo y el acento en la libertad y la dignidad humanas. Pretende así una propuesta más personal, nunca un sistema, abierta y cambiante, in fieri, desde aquella “constante infidelidad a sí mismo”, pues “lo importante es ser fiel al tiempo y a la circunstancia que se vive” (Aranguren, 1976, p. 270), lo cual se podría encuadrar en cierto modo ʻcon Kant, pero más acá y más allá de Kantʼ. El diálogo con el gigante filosófico alemán, siempre reconocido como tal, no fue en vano a pesar de distancias o frialdades, pero, sin ser su interlocutor preferido, en algunos momentos parece que, como se ha visto, pudo estar más próximo asumiendo ciertos elementos.
En otras palabras, la ética de Aranguren y su pensamiento entero se fundamentan por encima de todo, a mi juicio, en “una filosofía de la vida”, tal como lo he reflexionado recientemente en otro trabajo (Aramburu, 2023), o se podría definir como “filosofía en la vida y vida en la filosofía”, título muy acertado de aquella exposición en Madrid de 2009 conmemorativa del primer centenario de su nacimiento. Lo mismo escribió hace un tiempo alguien que se considera también discípula de Aranguren, Victoria Camps (1988), con un título expresivo y en línea con este artículo: “Aranguren: el empeño por dar vida a la moral”.
En la actualidad, también tiempo de crisis moral o de ʻdesmoralizaciónʼ —¿y cuándo no lo ha sido al menos desde el comienzo de la modernidad?— juzgo apremiante retomar varias de las intuiciones y sugerencias a partir del talante arangureniano, incluido su diálogo con Kant, para impulsar un intercambio real y profundo entre las plurales corrientes de pensamiento existentes, ahora que en ciertos círculos académicos se habla incluso de un “nuevo realismo” filosófico y una “ética para tiempos oscuros” (Gabriel, 2021). Tal vez estamos asistiendo a la lenta salida de los elementos nihilistas negativos del posmodernismo —lo cual no significa, creo, que podamos dejar de “pensar después de Nietzsche y Heidegger”—, debido a una brusca vuelta a la realidad más material, casi corporal, física, a las ʻcosas del comerʼ, tras la inopinada pandemia de la COVID-19, con una guerra en Europa y la endémica crisis ecológica y climática además de la reciente energética.
Es hora también, ya que hablamos de filosofía española o mejor de la escrita en español, de apostar decididamente por esa comunidad filosófica iberoamericana siempre a construir, articular e impulsar para favorecer sin complejos y menos dependencias ese pensar en castellano que nos une a muchas personas en el mundo, siempre desde una grande, polifónica y rica pluralidad identitaria y cultural, más acá y más allá del océano. Y por eso se podría seguir actualizando, entre otros, al maestro de Aranguren el ʻvasco universalʼ Xavier Zubiri, pues, según su discípulo el médico Diego Gracia, “ni Ortega, ni Unamuno, han influido en la ética del último siglo tanto como Zubiri […] basta recordar los nombres de Aranguren e Ignacio Ellacuría”, así como en el campo de la bioética (Aranguren, 1996c, p. 15).[5]
Y para terminar, como escribiera Antonio García Santesmases (2004, p. 263), Aranguren, igual que Enrique Tierno Galván —con quien compartió, además de con Agustín García Calvo, el apartamiento de la cátedra en 1965 por el régimen franquista—, no fue un “maestro de barro” representante avant la lettre del pensamiento débil, fragmentario o posmoderno sino que más bien mantuvo una voluntad de resistencia, cercana a la modernidad reflexiva y a la totalización crítica, desde una perspectiva ético-utópica. Me parece su mejor legado y estoy seguro de que en esa línea continuaría dando luz sobre las angustias y retos del incierto presente, comprometido y aportando sus sabias reflexiones.
Referencias
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Notas