Investigación
Recepción: 18 Febrero 2021
Aprobación: 01 Julio 2021
Publicación: 09 Agosto 2021
Resumen: En este artículo de investigación se revisan las perspectivas teóricas, técnicas y filosóficas de la salud mental, considerando las semejanzas entre el escenario del conflicto armado en Colombia y el aislamiento social ocasionado por la pandemia de la covid-19. Metodológicamente, se aplica la referencia cruzada en un artículo de la profesora Hernández Holguín del cual se seleccionan 10 documentos; se agrega información de sitios web de instituciones gubernamentales encargadas de la salud mental y la covid-19 en Colombia. Prepondera el análisis temático para debatir y validar en plenaria las interpretaciones y los hallazgos, en los cuales se evidencia que los desarrollos conceptuales de la salud mental son complementarios, destacándose entre ellos el énfasis en las relaciones sociales como dimensión de la salud mental propuesto por Martín Baró. Se concluye que es necesario promover en los mensajes oficiales sobre el cuidado de la salud mental en tiempos de pandemia las comprensiones de la salud mental centradas en los vínculos sociales y su resignificación en la vida cotidiana.
Palabras clave: Colombia, pandemia, salud mental, tejido social.
Abstract: This research article reviews the theoretical, technical and philosophical perspectives of mental health, considering the similarities between the scene of the armed conflict in Colombia and the social isolation caused by the covid-19 pandemic. Methodologically, the cross-reference is applied in an article by Professor Hernández Holguín from which 10 documents are selected; information is added from websites of government institutions in charge of mental health and covid-19 in Colombia. The thematic analysis prevails to debate and validate the interpretations and findings in plenary, in which it is evidenced that the conceptual developments of mental health are complementary, highlighting among them the emphasis on social relations as a dimension of mental health proposed by Martín Baró. It is concluded that it is necessary to promote in the official messages on mental health care in times of pandemic understandings of mental health focused on social ties and their resignification in daily life.
Keywords: Colombia, Epidemic, Mental Health.
Introducción
Al ser la salud algo naturalmente inherente al hombre,
no se explica ni quiere ser explicada
Fuente: Stefan Zweig (2020, p. 6)
Desde su declaración como problema de salud pública por la Organización Mundial de la Salud (oms), la pandemia por la covid-19 ha generado amplios debates en diversas áreas del conocimiento (Uribe-Tirado et al., 2020). Han sido discutidas las consideraciones económicas, políticas, sociales, filosóficas, psicológicas y científicas asociadas a las medidas de aislamiento social con impacto en distintos sectores de la población. Respecto a la salud mental en este escenario, muchas han sido las comunicaciones, campañas y mensajes transmitidos en medios virtuales, sea por entes oficiales o asociaciones gremiales, que para el caso de Colombia están representadas en el Colegio Colombiano de Psicólogos, las asociaciones de médicos, el Instituto Nacional de Salud, el Ministerio de Salud y Protección Social, entre otros.
Ante esta coyuntura surgen dos preguntas principales: ¿cuáles son los conceptos que los saberes de la ciencia y la filosofía tienen de la salud mental y sus relaciones con las instancias decisorias en la implementación de políticas públicas? y ¿cuál es la pertinencia de dichos conceptos en relación con la realidad de los contextos sociales que, como el nuestro, han sido transversalizados por situaciones de conflicto armado permanente y que ahora se complejizan por lo provocado con la emergencia social de una pandemia? Este artículo de revisión tiene como objetivo describir las conceptualizaciones de salud mental situadas para Colombia teniendo en cuenta el contexto actual de la pandemia de la covid-19, pero sin perder de vista el trasfondo del conflicto armado colombiano que todavía no acaba. Por eso abordamos de forma específica lo que se comprende como salud mental de acuerdo con las particularidades y las relaciones que se dan entre ambos escenarios. Presentamos un primer apartado que sintetiza la historia del conflicto armado colombiano y su vínculo con el modelo económico neoliberal. Después, una descripción de las perspectivas de salud mental destacadas en las referencias consultadas; luego llevamos estas discusiones conceptuales al ámbito de la salud pública, señalando algunos ejemplos concretos de la realidad cotidiana en el marco de la violencia política en Colombia. Finalizamos con algunas ideas sobre la salud mental, sus discursos y prácticas actualizadas a la pandemia por la covid-19 en nuestro país.
Método
El método para la escritura de este texto consistió en una revisión de tema que integró únicamente la técnica de la referencia cruzada aplicada al artículo “Perspectivas conceptuales en salud mental y sus implicaciones en el contexto de construcción de paz en Colombia” de la profesora de la Universidad de Antioquia Dora María Hernández-Holguín (2020). Esta técnica, por ejemplo en Giraldo Osorio (2018), se usa para completar la lista de referencias con artículos adicionales a los obtenidos en un primer barrido. En nuestro caso, la referencia cruzada permitió directamente la obtención de bibliografía de un texto que cumplía con los siguientes criterios: abordaba la discusión sobre los conceptos de salud mental, se adscribía al contexto de Colombia, su autora es de nacionalidad colombiana y fue publicado en el año 2020. En su lista de referencias Hernández-Holguín (2020) tenía un total de 63 textos, a los cuales les aplicamos los mismos criterios de pertinencia, actualidad y contextualización, obteniendo un total de 10 documentos. Finalmente, añadimos tres textos que fueron citados frecuentemente en las referencias seleccionadas, constituyéndose así en una doble referencia cruzada.
Como complemento a la anterior selección de textos sobre el tema de la salud mental, y debido a nuestro interés en articularla con la reciente aparición de la covid-19 en Colombia, fue necesario acudir a fuentes documentales de dominio público (Spink et al., 2014); por eso se realizaron búsquedas intencionadas en los sitios web de las instituciones gubernamentales y gremiales que podían contribuir con el tema y en algunos medios de comunicación de carácter periodístico. También fueron reseñadas publicaciones extranjeras de 2020 que contribuían a la reflexión sobre la salud mental y la covid-19. Para el apartado sobre la violencia en Colombia se añadieron otras bibliografías que no fueron obtenidas del método de la referencia cruzada puesto que no eran relativas específicamente a la salud mental. El presente texto se soporta en la lectura y análisis temático de esta bibliografía (Vázquez Sixto, 1996), discutida colectivamente entre el equipo de autores en encuentros regulares durante 6 meses para la definición conjunta de las ideas aquí sistematizadas. Las reflexiones fueron socializadas y validadas al interior del Grupo de Investigación en Farmacodependencia y Otras Adicciones de la Universidad Católica Luis Amigó en una de sus reuniones académicas.
Resultados
Conflicto social en Colombia y neoliberalismo
Es necesario que entendamos la salud mental en Colombia en el marco de nuestro contexto histórico, social y económico. En este sentido, es perentorio aludir a la violencia de más de 50 años en el país, es decir, aquella por la que ya varias generaciones han pasado hasta hoy. Pero todo ello será vinculado también a los discursos económicos del neoliberalismo, reconociendo así la compleja red de relaciones entre los aspectos sociales, económicos, políticos y culturales y las comprensiones y prácticas en salud y salud mental. Desarrollamos en una primera parte este tema porque consideramos que, si bien la actual preocupación se concentra en la crisis social y sanitaria generada por la pandemia de la covid-19, no podemos omitir las marcas históricas que nos caracterizan como país con un conflicto armado sin resolver, y debemos actualizarlas constantemente a los hechos que nos aquejan en la sociedad colombiana. Esto tiene sentido en la delimitación que proponemos sobre la salud mental y las formas como la concebimos, siendo algunas de ellas las que orientan las decisiones políticas en materia de salud pública.
Se reconoce el 9 de abril de 1948, día del asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán, como una de las fechas históricas que marcaron el aumento de una violencia ya iniciada desde los años 30 a raíz de las transiciones entre los gobiernos representados por los partidos Liberal y Conservador (Cartagena, 2016; Obando Silva et al., 2016). Para afrontar la situación se da lugar a la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla en los años 50, que durará poco pues posteriormente la Alianza Nacional Popular (ANAPO) obligará a los partidos tradicionales a firmar un pacto para terminarla. De este modo, los dirigentes que lo habían subido al poder fueron los mismos que buscaron su caída, pretendiendo con ello que los intereses personales primaran por encima de los derechos del pueblo. Después de esto se aprueba en los años 60 el Frente Nacional, que consistió en el poder intercalado de cuatro años entre conservadores y liberales. Esta disputa de poderes es considerada una de las principales causas del conflicto armado en Colombia, puesto que fue en dicha época en la que surgieron las guerrillas y posteriormente los paramilitares para contrarrestarlas. Se suma a esto el negocio del tráfico de marihuana en los años 70 y de coca en los años 80 del siglo XX (Obando Silva et al., 2016).
Durante la década de 1980 se da el primer proceso de paz en el gobierno de Belisario Betancur, negociaciones culminadas con la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. De forma paralela a los intentos de negociación de paz, con Betancur en los 80 y con Pastrana en los 90, se consolidan los grupos paramilitares mediante algunas normativas que avalaban subrepticiamente la violación a los derechos humanos supuestamente para detener el conflicto armado. Entre ellas se destaca la Ley 48 de 1965 que protegía a los paramilitares, derogada en 1989 y retomada en los Decretos 2535 de 1993 y 356 de 1994 (Obando Silva et al., 2016).
Estos hechos políticos, y la estrecha relación con la violencia y sus consecuencias en la sociedad colombiana, se complejizan cuando a la crisis emergente de todo ello se la pretende amortiguar aplicando el modelo del capitalismo liberal o neoliberalismo por mandato del gobierno de César Gaviria (1990-1994) (Ahumada, 2002). El neoliberalismo proviene del liberalismo clásico que nace los siglos XVII y XVIII como una herramienta de los burgueses contra los señores feudales para reclamar los derechos naturales que durante mucho tiempo les fueron negados por la nobleza (Moreno Viafara, 2010). En el neoliberalismo se promueven las medidas para la privatización de las entidades públicas y el acceso al mercado globalizado para el consumo de bienes y servicios que incentiva la deuda individual (Guerra, 2006). Según Guerra (2006), los estados latinoamericanos aceptaron las condiciones impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para sortear el déficit fiscal y las demás deudas, impactando así las dinámicas políticas y sociales de los países que perdieron autonomía para manejar los recursos, propiciando rápidamente una mayor desigualdad social (Rico Velasco, 1997; Moreno Viafara, 2010).
Teniendo como base lo anteriormente expuesto, asumimos el reto de aproximarnos a las concepciones de salud mental identificadas en la bibliografía producida por autores colombianos, en quienes hay alusiones a discursos extranjeros leídos a la luz del contexto específico, diverso y complejo de Colombia.
Conceptualizacionesde la salud mental
La salud mental ha tenido distintas concepciones a través de los años, lo que ha implicado que sean varias las versiones, no necesariamente excluyentes entre ellas. Como fenómeno de interés científico, académico y social, la salud mental no requiere una definición exclusiva y única, ella ha sido reconocida como como concepto (Hernández-Holguín, 2020), campo (Mendoza Bermúdez, 2009), conjunto de discursos (Guinsberg, 2007), estado (Congreso de la República, Ley 1616, 2013; OMS, 1950), noción (Miranda Hiriart, 2018), entre otros. Por eso, dar cuenta de los desarrollos que sobre ella han existido en diversas áreas del conocimiento, facilitará su abordaje y actualización al contexto colombiano respecto a la covid-19.
Es difícil determinar una cronología para describir las perspectivas conceptuales de la salud mental, pues algunas se superponen entre sí, otras retoman elementos de épocas antiguas para basar sus nuevas nociones y, en general, se trata de una interminable red de autores que en diferentes temporalidades, contextos y lugares se han propuesto explicar este complejo fenómeno. Cabe aquí distinguir entre las contribuciones del autor y el uso que de ello hacen los sistemas políticos, sociales y disciplinares para constituirse en discurso, en su sentido de uso institucionalizado del lenguaje, es decir, gestado en estructuras de poder para regular las conductas y las prácticas sociales (Spink y Medrado, 2013). Con base en esto, advertimos que las perspectivas conceptuales de la salud mental presentadas a continuación son discursos situados histórica y culturalmente, de manera que ninguna de ellas se considera superior a las demás o una verdad absoluta. Nos ceñiremos al orden propuesto por Hernández-Holguín (2020) para presentarlas; ellas son las perspectivas biomédica, del bienestar y las potencialidades, cultural, psicosocial y de la determinación social.
La salud mental para el modelo biomédico está enfocada en el estudio de lo normal y lo patológico teniendo como criterio de normalidad la ausencia de enfermedad o desórdenes cerebrales; es decir, la funcionalidad o disfuncionalidad de un sujeto se determina por sus condiciones biológicas y orgánicas (Restrepo y Jaramillo, 2012; Hernández-Holguín, 2020). Interesados en construir una concepción de salud mental diferente a la propuesta por el modelo biomédico, surgen los modelos del bienestar y las potencialidades. Estos tienen sus inicios con el trabajo de Marie Jahoda y su modelo de Salud Mental Positiva (SMP) en 1958. Jahoda presenta un modelo compuesto por seis dominios: actitudes hacia ti mismo, integración, autonomía, percepción de la realidad, crecimiento-autoactualización y dominio del entorno, que, relacionados entre sí podrían brindar a cada sujeto mayores niveles de felicidad y bienestar, principales indicadores de salud mental, independientemente de la presencia o ausencia de un trastorno (Muñoz et al., 2016; Miranda Hiriart, 2018).
Así pues, la propuesta de Jahoda se complementa con el modelo de bienestar psicológico-eudaimónico propuesto por Caroll Ryff (1989), que a diferencia del bienestar subjetivo-hedónico (Diener, 1984) que supone un óptimo funcionamiento humano a partir de la producción de emociones de placer, enfatiza más en una búsqueda continua de la realización del potencial de la persona (Muñoz et al., 2016). Finalmente, se destaca el modelo de bienestar social propuesto por Corey Keyes (1998) que valora las circunstancias y el funcionamiento de la sociedad, teniendo en cuenta el tejido social, las relaciones interpersonales y aspiraciones colectivas; además, el grado en que el entorno social se percibe como un estímulo al desarrollo personal (Muñoz et al., 2016; Hernández-Holguín, 2020; Blanco y Díaz, 2005).
Si bien en ambos modelos al individuo se le reconoce como perteneciente a una sociedad, sus respuestas, comportamientos o la potencialización de sus capacidades depende solo de él, dejando de lado la posible influencia que tendrían algunas circunstancias, por ejemplo, la violencia, la vulneración de derechos, la falta de oportunidades económicas, laborales, educativas y sociales. En coherencia con estos intereses surge la perspectiva representada por la psiquiatría transcultural, que asume la relación salud-enfermedad en función de las creencias culturales, es decir, de sus sistemas de signos, significados y prácticas, los cuales están inmersos en un contexto socioeconómico, político e histórico (Hernández-Holguín, 2020).
En la misma línea del modelo cultural, el enfoque psicosocial, asociado por Hernández-Holguín (2020) a la obra de Martín-Baró (1984) y a los paradigmas crítico y dialéctico, se centra en una comprensión y abordaje de la salud mental sostenida en la continuidad dialéctica y relacional entre individuo y sociedad, esto es, que las personas y comunidades tengan capacidad de agencia, autonomía en las decisiones, sean satisfechas las necesidades básicas, los derechos vulnerados restablecidos y, en especial, que se reconozca la transversalidad de la desigualdad social, económica y política que se despliega en el ámbito comunitario. Se suma a esta tendencia social de la salud mental, la teoría de la determinación social que, unida a las corrientes de la medicina social y de la salud colectiva, surge como oposición a la salud pública tradicional con el objetivo de integrar los aspectos estructurales de la sociedad para entender la salud (Almeida-Filho y Paim-Silva, 1999, citados en Hernández-Holguín, 2020).
Si bien se ha tratado hasta ahora de la salud mental soportada en modelos teóricos diversos, también ha sido abordada como un concepto técnico, es decir, operacionalizado y divulgado por la OMS. Aunque Lopera Echavarría (2012) le adjudica a este tipo de definición una connotación política e ideológica, porque nació después de la Segunda Guerra Mundial con miras a evitar nuevas guerras y motivar la solidaridad entre los países, llama la atención que ella ha tenido su propio desarrollo y ha sido reinterpretada según las necesidades de los gobiernos para ajustarla a las políticas económicas.
Por ejemplo, en 1950 el recién creado Comité de Expertos en Higiene Mental de la OMS sostuvo en una de sus reuniones que la salud mental es la capacidad del individuo para establecer relaciones sociales armoniosas, modificar su entorno físico y obtener satisfacción integrada y equilibrada de los instintos; “implica además que un individuo ha desarrollado su personalidad de modo que le permita hallar para sus impulsos instintivos, susceptibles de hallarse en conflicto, expresión armoniosa en la plena realización de sus potencialidades” (OMS, 1950, p. 2). ¿Acaso esto no coincide con lo sugerido por los modelos del bienestar y las potencialidades que aparecerán a finales de los años 50 y que se aleja de la versión tradicional del modelo biomédico?
Es claro que para esa fecha los términos se fundamentan en las discusiones académicas propias de la época, y ello implicará posteriores reformulaciones. De allí que en 2001 la OMS cambie en la definición de salud mental el énfasis por las relaciones armoniosas y las potencialidades, para priorizarla como un estado de bienestar en el que el individuo es consciente de sus capacidades para el afrontamiento de situaciones cotidianas, sea productivo y contribuya a su comunidad, aspectos también destacados en la Ley colombiana de salud mental, 1616 de 2013. Desconocemos a qué se debe el cambio en el énfasis, pero nótese que en la definición de 1950 no hay alusión a la productividad; nos preguntamos si ello se relaciona con el imperativo de los discursos económicos del neoliberalismo que se consolidaron años después.
Añadimos a la discusión sobre los conceptos de salud mental las perspectivas filosóficas; entre ellas, la propuesta de Lopera Echavarría (2012) para entenderla como un saber práctico e intuitivo (doxa) al que aportaría más la filosofía que la ciencia. Sin embargo, las reflexiones filosóficas sobre la sabiduría práctica y el despliegue armónico del ser que fundamenta Lopera Echavarría en Platón, Aristóteles, Gadamer, Canguilhem y Foucault, coinciden con varios elementos expresados en la definición de la OMS de 1950: ser dueño de sí mismo y de los instintos, capacidad de modificar el entorno e instituir nuevas normas y expresión armónica de las potencialidades. ¿Podría pensarse que la concepción de salud mental del Comité de Expertos en 1950 está fundamentada en la filosofía y por tanto sería mucho más que una definición técnica con pretensiones políticas como señala la crítica de Lopera Echavarría? De ser así, esto implicaría que la salud mental definida por la OMS y la concepción filosófica de la sabiduría práctica podrían asemejarse, pues en ambas el eje central está en el reconocimiento de las capacidades para el despliegue armonioso del ser en su relación con los otros, sin ignorar la importancia de las condiciones sociales e históricas para dicho proceso. Con esto evidenciamos la yuxtaposición entre los saberes producidos por la ciencia y sus fundamentaciones filosóficas, que en este caso se reflejan en la articulación estrecha entre los modelos del bienestar representados inicialmente por Jahoda y las reflexiones de la filosofía que Lopera Echavarría rescata en Platón y Aristóteles para sostener su apuesta por la sabiduría práctica retomando a Foucault (Miranda Hiriart, 2018).
En la misma dirección de una fundamentación filosófica para entender la salud mental, introducimos el modelo de las capacidades planteado por Amartya Sen. Este enfoque alude a las posibilidades que tiene una persona para elegir el tipo de vida representada como valiosa, y para tomar, con base en la libertad, decisiones sobre sus metas, objetivos y, en general, sobre la vida misma (Restrepo-Ochoa, 2013). De él se desprenden asuntos relacionados con la vida buena y el pluralismo valorativo, la expansión de la libertad, la concepción de persona como agente y el reconocimiento de la visión de salud que cada individuo tiene según su objetividad posicional.
Con base en esto, la salud sería imposible de definir objetivamente, puesto que ella responde a las valoraciones diversas de cada humano, así sean divergentes al discurso dominante de la salud como ausencia de enfermedad promulgado por el modelo biomédico. Respecto a la libertad, cada persona tiene autonomía para comportarse de acuerdo con su valoración de la salud, pero al mismo tiempo el Estado debe otorgar las oportunidades materiales para que se haga posible, por ejemplo, querer hacer deporte en espacios dispuestos para ello; de esto se desprende la capacidad de acción y agencia que tiene el sujeto en su dimensión racional, social y política para su propio bien y el de los otros, exigiendo al gobierno la garantía de sus derechos.
Finalmente, Sen propone el término objetividad posicional, para aclarar que, si bien el concepto de salud es determinado por cada individuo, este debe considerar tanto las visiones externas del saber experto del médico o del epidemiólogo, como las percepciones que las personas tienen de la salud. Este razonamiento ético es una forma de mediar entre la imposición de un discurso hegemónico centralizado en la ciencia y la decisión arbitraria por parte del individuo para decidir qué es bueno y de valor para él; de allí que Sen no se interese por una definición predeterminada y única de la salud sino por el reconocimiento de la diversidad en las valoraciones individuales respecto a ella, además de la capacidad para procurar el bien de los otros (Restrepo-Ochoa, 2013). En este escenario, la salud sería un objeto de preocupación de la racionalidad pública, de modo que el Estado se responsabilice por brindar las condiciones para que los sujetos desarrollen sus capacidades y puedan tener participación política en las discusiones para determinar lo bueno o conveniente para la salud de las poblaciones.
Amartya Sen posibilita una idea de salud pública distinta a la oficial, la cual, unida a la salud positiva, estaría orientada hacia la calidad de vida de las personas, no desde el bienestar sino desde la posición subjetiva del buen vivir y de la construcción propia de hábitos, prácticas y comportamientos que integren ese significado, relacionado también con la creencia particular de salud. En este sentido, el compromiso ético de la salud pública no se limitaría a la asistencia sanitaria, ni a lo que Granda (2000) denuncia como enfermología pública, sino que debe ser consecuente con las capacidades de los sujetos para traducir el acceso a la salud en una oportunidad real, instalándose así en un terreno de justicia social, lo que implicaría el reconocimiento del entorno social, político, económico y cultural que los rodea.
Las ideas desarrolladas hasta aquí nos permiten proponer, para efectos pedagógicos, una clasificación de las visiones de la salud mental, diferenciadas según su sustento en: teorías de las ciencias sociales y de la salud, tales como la sociología funcionalista, la psicología crítica, la antropología cultural y la salud colectiva (Hernández-Holguín, 2020; Arias López y Hernández Holguín, 2020); planteamientos de la OMS (1950, 2001); y en conceptos de base filosófica (Lopera Echavarría, 2012; Restrepo-Ochoa, 2013). Reiteramos la validez de cada una de ellas y añadimos a este texto las reflexiones sobre el lugar de la salud mental en el escenario de la salud pública teniendo en cuenta las particularidades del contexto colombiano.
La salud mental en el escenario de la salud pública en Colombia
Según Restrepo-Espinosa (2012), cuando se da la relación entre salud mental y prácticas políticas, surge lo que se conoce como salud mental pública. Esto hace referencia al campo de la salud que trasciende las fronteras de la ciencia para orientar la toma de decisiones políticas con incidencia en las comunidades y los sujetos. Así, los discursos sobre la salud mental son usados para definir la forma de gastar los recursos públicos en poblaciones e individuos específicos predefinidos como vulnerables, frágiles o en riesgo, y sobre ellos recaerá el ejercicio de poder del Estado biopolítico, es decir, de aquel que gobierna sobre la vida y lo viviente. Desde este punto de vista, la salud pública es un campo epistemológico de frontera entre el saber, el Estado, la economía y el poder (Restrepo-Espinosa, 2012).
Soportada en lo anterior, Restrepo-Espinosa (2012) cuestiona la atención diferencial en salud mental, pues se reconocen vulnerabilidades según el tipo de personas. Por ejemplo, si son víctimas del desplazamiento forzado, van a requerir un trato especial distinto al de otros grupos poblacionales en riesgo psicosocial. Sin embargo, esta característica propia de la gubernamentalidad contemporánea se basa en que dicho discurso de atención diferencial normaliza un sufrimiento y naturaliza la relación entre víctima, pobre y excluido. Siendo así, las víctimas del conflicto se ven obligadas a cumplir con unos requisitos y gracias a estos acceder a sus derechos, los cuales, independiente de su condición de vulnerabilidad deberían ser una garantía para todos. En esta dirección, Arias López (2013) aclara que el sufrimiento no es una enfermedad y atender a quien sufre desde otras categorías y no solo desde el trauma, permite valorar sus recursos propios y redes de soporte, que constituirían también la salud mental.
Sin embargo, los poderes políticos ajustan a sus prácticas reguladoras la versión de la salud mental que más les conviene. Ejemplo de esto, será lo que el movimiento de higiene mental estadounidense incentivará a finales de la Primera Guerra Mundial por mandato del gobierno de turno, para proveer tratamiento psiquiátrico a los soldados que volvían de la guerra con síntomas de estrés postraumático y cuyas bajas representaban un alto costo para el país, además del interés en corregirlos en ciertas conductas para la adaptación al medio social (Lopera Echavarría, 2012). Para el caso de Colombia y el conflicto armado, esta lógica se despliega de la misma manera por medio de la ley de víctimas (Congreso de la República, Ley 1448, 2011), que exige a las personas su condición exclusiva de víctima, vulnerable y en riesgo, para que pueda ser beneficiada y atendida por el Sistema General de Salud y demás servicios del Estado.
En ambos escenarios la salud mental es para el Estado ausencia de enfermedad, y supedita a la aparición de esta el acceso a la atención. No obstante, las alteraciones de la salud mental no se deben solo al conflicto armado en sí mismo, sino a las circunstancias de inequidad y corrupción motivadas por los mismos gobernantes. Sucede que a las víctimas de estos hechos, casi por expiación, se les otorga en apariencia un trato especial, desconociéndose la complejidad y confluencia de diversos fenómenos. Comprender esto podría contribuir a la reflexión conceptual sobre la salud mental, toda vez que los discursos científicos o filosóficos requieren de una permanente discusión y actualización, pues el uso que de ellos se hace en las prácticas políticas, y en especial en la biopolítica, tiene efectos contraproducentes de exclusión y control social, más que de libertad para las comunidades.
Reconociendo la delicada línea que divide los discursos políticos y científicos sobre salud mental cuando se trata de su aplicabilidad en las vidas reales de los individuos, nos preguntamos cómo sus conceptualizaciones podrían relacionarse con fenómenos cotidianos de la vida característicos del contexto colombiano, por ejemplo, la violencia política y el conflicto armado. En el marco de estas situaciones, Arias López (2013) sostiene que la hegemonía del discurso biomédico para referirse al trauma y al síndrome de estrés postraumático como la única explicación etiológica válida ha obturado la posibilidad de los Estados para incluir en sus enfoques de atención la naturaleza colectiva que tiene la guerra, sea entre naciones o producto de enfrentamientos internos de los países, como es el caso de Colombia. De ahí que nociones como trauma psicosocial, sugerido por Martín-Baró, y sufrimiento social basado en la antropología permiten una ampliación a la mirada biomédica del trauma. La primera encuentra en el socavamiento de las relaciones sociales el principal efecto de la guerra en la salud mental, entendiéndose así que esta es una dimensión de las interacciones sociales desplegada en la capacidad colectiva de amar y trabajar (Martín-Baró, 1984). Desde la perspectiva antropológica, el sufrimiento, similar a lo descrito por el modelo cultural, tiene en cuenta las influencias de los poderes macrosociales —economía, política— en los niveles microsociales de las relaciones interpersonales —familia, pareja, comunidad— (Arias López, 2013).
Lo anterior, nos lleva de nuevo a las aproximaciones basadas en las teorías individualistas y sociales, y aunque se evidencian como dos polos opuestos, destacamos las posibilidades de complementariedad entre los diversos énfasis. Siendo esto último importante, es más relevante el compromiso ético y político de los investigadores en la permanente autocrítica de sus propias prácticas científicas y marcos comprensivos y explicativos, puesto que ya fue notorio el uso que del conocimiento científico se hace en las instancias decisorias de la política pública. Desafío que comienza a vislumbrarse en los argumentos de las autoras aquí revisadas (Restrepo-Espinosa, 2012; Hernández-Holguín, 2020; Arias López, 2013), quienes ven en el enfoque psicosocial de la salud mental inspirado en las reflexiones de Martín Baró (1984) el más pertinente para Colombia, así todavía no aparezca en los discursos de la política pública en el país.
Y si bien este detalle no aparece en la Ley 1616 (Congreso de la República, 2013), en la Encuesta Nacional de Salud Mental-ENSM (Ministerio de Salud y Protección Social, 2015) realizada en población colombiana se introduce el modelo de espectro-continuum que diferencia varios términos: la salud mental como asunto de relaciones, los problemas en salud mental referidos a dificultades de la vida cotidiana y el trastorno mental según los criterios clínicos del Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM). De estas tres denominaciones subrayamos la salud mental soportada en las categorías subjetiva-relacional y social colectiva. Lamentablemente no se encuentra en este documento un referente teórico que las explique, pero vemos necesaria su articulación con lo ya puntualizado por la OMS (1950) y Martín-Baró, pues lo que se deduce de los resultados de este estudio es el interés por las relaciones sociales en los ámbitos interpersonal e intrapersonal.
Ahora bien, ¿cómo ese énfasis en las relaciones sociales puede materializarse en la realidad de las comunidades en Colombia? Para responder a esto, retomamos dos investigaciones de Beatriz Elena Arias López con poblaciones campesinas del oriente antioqueño, en Colombia (2014, 2016). En su estudio de 2014, ella identificó los actos de resistencia de estos grupos sociales ante los escenarios del conflicto armado prolongado, destacando que han sido respuestas creativas que potenciaron sus capacidades transformadoras. Algunas de las prácticas de resistencia consistían en reunirse y hablar con los jóvenes para que se negaran a ingresar a los grupos ilegales, no usar el color negro o verde en la ropa, llegaban a acuerdos tácitos para responder a lo que la guerrilla esperaba escuchar, se autoimpusieron colectivamente el toque de queda voluntario, y ante situaciones más amenazadoras, recurrieran al silenciamiento y a las prácticas religiosas en familia o pequeños grupos.
Otro modo de entender la abstracción propia a las concepciones sociales de la salud mental se cimenta en elementos concretos tales como la riqueza cultural, las redes de apoyo social, las condiciones de vivienda y alimentación de las personas y sus sistemas simbólicos para entender y afrontar los conflictos sociales del país (Arias, 2016). En este estudio, Arias denuncia que la deuda histórica de una reforma agraria en Colombia ha obligado a los campesinos a construir de manera colectiva nuevos sentidos alrededor de la producción de alimentos, surgiendo así la soberanía campesina alimentaria para generar alternativas económicas que tengan como base los saberes comunitarios sobre las semillas, el uso de la tierra, la distribución, venta y preparación de alimentos. Las capacidades y el rol activo de este grupo social le han posibilitado mantenerse autónomo respecto a los poderes políticos y económicos para tener una vida digna, develando procesos específicos de salud mental en el contexto de las relaciones.
Lo que llama la atención de estos ejemplos es que la salud mental no la tiene un individuo o grupo en el sentido de posesión o de condición interna o externa que la determina; para estos casos, la salud mental aparece como un efecto del cuidado que los campesinos se proponen hacer de manera individual o conjunta por medio de prácticas concretas para minimizar la angustia ante situaciones de violencia social. Cabe añadir que ese efecto permite a la persona o grupo una modificación del entorno para adaptarse y continuar con su cotidianidad sin que precise del calificativo normal, pues ¿qué puede serlo cuando la vida está en permanente riesgo durante un conflicto armado inacabado?
Salud mental y covid-19
En Colombia, desde que en la primera semana de marzo de 2020 se detectara el primer caso de covid-19, se abrió, como en todos los demás países, un debate sobre las decisiones que debían tomarse (Rodríguez Pinzón, 2020). Dichas medidas propiciaron cambios y alteraciones en las dinámicas sociales, políticas y económicas que influyeron en las personas y sus territorios. Por ende, contribuirá a la reflexión conceptual realizar una lectura de lo expuesto hasta aquí en materia de salud mental a la luz de lo que sucede con ocasión de la pandemia. Es importante considerar que los discursos en los que se posicione el cuidado de la salud física y mental cobran especial relevancia para comprender cómo se direccionan las medidas de atención establecidas por el Gobierno en la problemática sanitaria por la covid-19 (Gómez, 2020).
En primer lugar, se esperaría que este tipo de emergencias fueran afrontadas desde aquello que la Declaración de Alma Ata (Conferencia internacional sobre atención primaria en salud, 1978) definió como atención primaria en salud, la cual consiste en una asistencia sanitaria esencial basada en métodos y tecnologías puestas al alcance de toda la comunidad, con costos accesibles para la misma que formen parte tanto de los sistemas nacionales de salud como del desarrollo socioeconómico de la sociedad en general. Sin embargo, Villarroel (2020) señala que el hospitalo-centrismo y el paternalismo biomédico, ambos términos centrados en la patología y la normalidad o anormalidad orgánica, están arraigados en las organizaciones que velan por la salud de los ciudadanos, en las cuales “la atractiva muerte contable siempre está más cerca de los hospitales que de la atención primaria” (p. 32).
En este sentido, se observa que en Colombia la atención primaria en salud no cumple con la cobertura que debería tener, demostrando que es la prevención terciaria, centrada en el tratamiento y la rehabilitación, la que ha primado (Montenegro Grisales, 2015; Franco, 2012). Esto evidencia una predominancia de la salud mental en su acepción biomédica, a lo que se suman las falencias de un sistema de salud que para el caso de la prevención del contagio por la covid-19 ha incentivado el autocuidado, sin reconocer la corrupción y desigualdad social que ha caracterizado a los mandatos locales, regionales y nacionales.
Respecto al autocuidado de la salud mental, los documentos publicados en la web por el Ministerio de Salud y Protección Social (2020) y otros autores (Castro Camacho, 2020; Ramírez-Ortiz et al., 2020) promueven acciones principalmente individuales para evitar la ansiedad, el estrés o la depresión, suscitadas o incrementadas a causa de la pandemia: higiene del sueño, autorregulación de emociones, práctica del mindfulness, alimentación saludable, ejercicio físico, entre otros. Pero no se encuentran alusiones a la construcción de tejido social o la reconstrucción de redes de apoyo que ayuden a afrontar la situación actual, supuestamente por una primacía del aislamiento y la evitación del contacto físico en las que no tendrían cabida las causas sociales y colectivas basadas en la solidaridad. Se observa entonces un interés político en los discursos biomédicos que priorizan un conjunto de intervenciones individuales centradas en la prevención del contagio por medio de cambios en las rutinas, descuidando las bondades de un énfasis en las relaciones sociales y la ayuda mutua focalizadas en la promoción de capacidades y recursos individuales y colectivos.
Frente a esto nos preguntamos: ¿las sugerencias útiles para practicar hábitos saludables y tener pensamientos positivos son suficientes? y ¿a eso se limita el cuidado de la salud mental? En este sentido, lo que se pone en cuestión no es la promoción de dichas acciones, sino la restricción del cuidado de la salud mental solamente a ellas, omitiendo la desigualdad social, la corrupción, el asesinato de líderes sociales y, en general, el socavamiento de las relaciones sociales, colectivas y comunitarias que también integran la salud mental, según la perspectiva psicosocial propuesta por Martin Baró, el modelo cultural y el de la determinación social.
Esto deja en evidencia que la mayoría de las decisiones políticas, económicas y psicosociales para atender a la población en estos tiempos de pandemia se siguen soportando en modelos tradicionales centrados en el individuo, en la enfermedad o en los cambios de comportamiento, elementos que han sido criticados por su poca relación con los contextos de países latinoamericanos como el nuestro; además de la paradoja de un sistema de salud colombiano sostenido en un enfoque de derechos y al mismo tiempo en una preocupación por la rentabilidad financiera (Hernández Holguín y Sanmartín Rueda, 2018). Ante este panorama, cabe preguntarnos: ¿qué consecuencias trae para las relaciones o tejidos sociales el aislamiento y el distanciamiento social?
Las relaciones sociales involucran, además de un contacto físico, una conexión simbólica y de permanente construcción de significados individuales y colectivos con los espacios que habitamos y con quienes convivimos. Por lo tanto, la coyuntura actual trasciende la pérdida del contacto físico, pues se trata, además de este, de los sentidos que tienen los lazos amorosos, sociales, familiares, filiares y de amistad a los que culturalmente hemos estado acostumbrados y las formas como los establecemos. Sin embargo, el silencio institucional ante las manifestaciones colectivas en tiempos de pandemia ha tenido efectos de discriminación, control social y rechazo a quien no lleva el tapabocas, se haya infectado o haga parte del personal de salud.
Hasta ahora no se ha indagado por los efectos que tendrán en las personas el cierre de múltiples lugares públicos y privados, la regulación de los horarios en los cuales se puede salir para las diligencias y la determinación de las actividades que pueden o no realizarse. Además, poco se ha reflexionado acerca de las razones por las que las personas no acatan las medidas decretadas en las normas, pese a la cantidad de excepciones (Decreto 593, Ministerio del Interior, 2020). Esta transformación de la cotidianidad, de difícil asimilación en tan corto tiempo, se ha pretendido facilitar por medio de las recomendaciones ya descritas y centradas en prácticas individuales, pero esto no siempre es posible, debido a que muchas de las personas y familias ni siquiera tienen una vivienda en la cual llevarlas a cabo, no tienen ingresos económicos suficientes, no cuentan con los elementos necesarios (computador, energía, internet, agua potable, etc.), la casa que habitan es pequeña, el barrio es peligroso o demasiado ruidoso, son familias numerosas o hay personas alejadas de sus seres queridos y territorio de origen. Descuidar lo mencionado anteriormente incrementa la inequidad social, económica y política que atenta contra la salud mental en sus diferentes matices: el despliegue armónico del ser (Lopera Echavarría, 2012; OMS, 1950), la expansión de la libertad (Sen, citado en Restrepo-Ochoa, 2013), y la autonomía en las decisiones y la capacidad de agencia de las comunidades (Martin-Baró, 1984).
Por su parte, autores como Agamben (2020) y ŽiŽek (2020) manifiestan en el texto La Sopa de Wuhan que la pandemia ha dado lugar a una privatización y restricción de la libertad en nombre de la salud y seguridad pública, por las que los gobiernos se valen del miedo y el pánico colectivo para ejercer un control sobre los ciudadanos y sus relaciones, afectando las interacciones más elementales con otras personas y los objetos que nos rodean, incluidos nuestros propios cuerpos. Estos autores proponen que dichas disposiciones traen consigo un deterioro en las relaciones sociales, convirtiéndose todo en un círculo vicioso donde la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad ante una amenaza inducida por estos mismos, los cuales ahora intervienen para contrarrestarla. Esto es notorio, específicamente, en las decisiones de ayuda económica o activación de servicios públicos a las comunidades que tenían el derecho a ello mucho antes de la pandemia, y a otra clase de medidas arbitrarias que dependen del grupo social al que se quiera beneficiar.
Ejemplo de ello fue el día sin IVA (Impuesto al Valor Agregado), autorizado por el gobierno local y nacional para que el pasado 3 de julio de 2020 los ciudadanos salieran sin ninguna restricción a comprar productos sin IVA. Desde esta fecha ha incrementado el número de casos positivos por coronavirus y, con ello, el miedo y el pánico colectivo, la desconfianza en el encuentro con otros, lo que trajo además, nuevamente, mayores niveles de coerción social, restricción de la libertad, cierre de espacios y lugares, medidas de aislamiento, multas y comparendos; todo en nombre de la seguridad y protección de la ciudadanía. Sin embargo, con esto se deja entrever un conjunto de propuestas ambiguas que ponen en duda el verdadero interés por cuidar a las personas.
Otras muestras de lo expuesto anteriormente pueden ser los recientes casos de corrupción dentro del sistema de salud conocidos como “El cartel de las UCI” (El Tiempo, 2020) en los que varias entidades recibían retribuciones económicas según la cantidad de pacientes internados por covid-19. Además, las irregularidades en la distribución de ayudas y subsidios solidarios que evidenciaron desfalcos en el gasto de los recursos públicos denunciadas por Sáenz (2020) en el periódico El Espectador. Estas y otras situaciones dan cuenta de una necesidad por afianzar, desde la academia y otros sectores sociales, las luchas colectivas en contra del actual Gobierno y sus políticas tributarias, en materia de seguridad, empleo, educación y salud, que por ocasión de la pandemia y la bioseguridad se vieron diezmadas y que habían tenido gran impacto a finales del 2019.
Para finalizar, se considera importante destacar que, a pesar del panorama anterior, durante la emergencia también ha sido posible encontrar prácticas que dan cuenta de una apuesta por la salud mental, similares a las que implementaron los campesinos del oriente antioqueño. Por ejemplo, en la ciudad de Medellín, debido a la poca presencia del Estado en algunas comunidades, varios colectivos y corporaciones barriales tales como Unión Latina, Elemento Ilegal, Casa la Loma, Sueños de Papel, entre otros, de forma autónoma o apoyados por organizaciones no gubernamentales y entidades de mayor nivel, gestionaron ayudas alimentarias, económicas, académicas y psicosociales a personas que lo necesitaban. También algunos barrios se manifestaron por medio de un trapo rojo en las ventanas de las casas, noticia destacada por Ramírez Gil (2020) en el sitio web de la FM, en la que informó que con dichos actos simbolizaban para los hogares más afectados por la pandemia un pedido urgente de ayuda. Esto evidencia cómo las personas adquieren códigos y significados de manera espontánea para promover el tejido social y demuestra la importancia de la dimensión colectiva en la salud mental.
Conclusiones
Tal como lo afirma Zweig (2020) en la cita con la que iniciamos este texto, la salud es un fenómeno naturalmente inherente a lo humano, y de lo humano distintos saberes y conocimientos han ofrecido sus explicaciones, reconociéndose así la diversidad de perspectivas que, identificadas y diferenciadas, facilitan el análisis, la crítica y la reflexión. Presentamos en este artículo una variedad de conceptos teóricos, técnicos y filosóficos sobre la salud mental y unas reflexiones contextualizadas a la salud pública, al contexto de conflicto armado en Colombia y a la pandemia por la covid-19. Identificamos cinco perspectivas sobre la salud mental, sea para definirla en función de lo que una persona tiene (enfermedad o bienestar) o para dar cuenta de lo que la determina (condiciones sociales, políticas, económicas, culturales y relacionales). Luego reseñamos algunos elementos históricos asociados con la definición técnica propuesta por la OMS después de la Segunda Guerra Mundial, que exigió relaciones complejas entre la academia, la política, la economía y la ideología, siendo relevante que ella en su versión original de 1950, y no la modificada en 2001 y actualmente vigente, tenga una estrecha cercanía con las definiciones que priorizan las relaciones sociales de fuerte connotación filosófica, las cuales además no se alejan de lo promovido por la perspectiva psicosocial, cuyo principal representante, citado en la mayoría de las fuentes, es Martín-Baró.
Si bien hemos enfatizado en que dichos abordajes conceptuales de la salud mental se constituyen en discursos situados histórica y contextualmente, también fue evidente que de estos las personas, las organizaciones o los gobiernos hacen un uso ajustado a sus propios intereses e intencionalidades. Los ejemplos reales de los campesinos que han afrontado por mucho tiempo el conflicto armado y las acciones colectivas de entidades sociales y grupos organizados en los barrios de Medellín ante la emergencia de la covid-19 nos enseñan que la construcción de tejido social potencia la salud mental. La creación de redes de apoyo, sumada a la difusión de mensajes estatales que enfaticen en lo valioso de las relaciones colectivas, propiciarían el entendimiento de la salud mental a partir de diversas perspectivas sociales y complementarían los modelos biomédico-comportamental y del bienestar y las potencialidades; todo esto con impacto en las políticas públicas que la pandemia por la covid-19 ha denunciado como urgentes y necesarias para la reparación del tejido social históricamente fracturado en nuestro país.
Finalmente, será importante analizar en posteriores investigaciones de qué forma puede transformarse el concepto de salud mental y cómo este se vivencia en Colombia, debido al inevitable cambio en las formas de relacionarse con el otro y con el entorno, lo cual se espera que se dé con el trascurso del tiempo. Así mismo, se plantea la cuestión acerca de cómo puede recuperarse el tejido social teniendo en cuenta el impacto aún vigente de la covid-19. En este sentido, también es relevante comprender el conflicto social del país para pensar de forma más profunda las nuevas desigualdades que ha aumentado la pandemia, lo cual sin dudas tiene y tendrá repercusiones en la concepción de la salud mental y en la salud mental misma de los ciudadanos.
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