Artículos de Investigación
Recepción: 01 Febrero 2023
Aprobación: 16 Junio 2023
Resumen: El objetivo del presente artículo es aportar elementos de análisis para comprender que la violencia en la sierra Tarahumara está fundada en estructuras sociales de carácter histórico y que estas, a su vez, son generadas por prácticas sociales construidas a partir de diferentes sistemas de esquemas de comportamiento que crean distintas estrategias de acción en los diferentes agentes sociales (Bourdieu, 1987). Esto se observa, en primer lugar, a partir del presente etnográfico que muestra cómo las prácticas y las estructuras sociales se retroalimentan mutuamente. Esta observación se completa, en segundo lugar, a través de un breve recorrido histórico que da cuenta de cómo esa retroalimentación entre prácticas y estructuras sociales es añeja y explica en parte la actual naturalización de la violencia en la región.
Palabras clave: estructuras, indígenas, mestizos, prácticas sociales, sierra Tarahumara.
Abstract: The purpose of this work is to provide elements of analysis to understand that violence in the sierra Tarahumara is founded on social structures of a historical nature and these structures, in turn, are generated by social practices built from different systems of schemes of behavior that creates different action strategies in different social agents (Bourdieu, 1987). This is observed, first of all, from the ethnographic present that shows how practices and social structures feed each other. This observation is completed, secondly, through a brief historical overview that shows how this feedback between practices and social structures is old and partly explains the current naturalization of violence in this region.
Keywords: indigenous, mestizos, sierra Tarahumara, social practices, structures.
Introducción
En el presente texto se proponen elementos etnográficos e históricos para comprender el contexto de violencia permanente que existe en la sierra Tarahumara y cómo esta puede ser entendida como un problema estructural más allá de que realmente exista una violencia simbólica persistente mediante, por ejemplo, la discriminación entre indígenas y no indígenas (mestizos). Aquí se afirma que la violencia vivida en la sierra Tarahumara es también una violencia material explícita y, a veces, muy cruda. Se trata de una cuestión compleja que no puede abordarse solamente observando hechos aislados del presente, sino haciendo, además, un ejercicio de ir a la historia volviendo al presente, para valorar, incluso, algunas perspectivas del futuro (Wachtel, 2001). Por tanto, nuestro objetivo es comprender que la violencia en la sierra Tarahumara está fundada en prácticas sociales que, a su vez, están influidas por estructuras también sociales, pero de carácter histórico. En medio de estas prácticas y estructuras está el habitus: aquellos principios mentales que generan el comportamiento que los distintos agentes sociales ponen en práctica frente a las estructuras (Bourdieu, 1987). Es decir, no se trata de un determinismo social sino de una mutua influencia entre las estructuras y las prácticas sociales en medio de las cuales están los agentes, quienes son capaces de “inventar sus contextos” (Wagner, 2019) y, en medio de estos, estrategias que generan acciones que, aun entre límites, son guiadas por comportamientos y discursos que demuestran una mayor o menor agencia social.
A modo de hipótesis, consideramos aquí que las estructuras sociales que históricamente han generado —y generan— diversas formas de violencia en la sierra Tarahumara son tres: 1) la imposición ideológica, 2) el despojo —en diversas formas— y 3) la impunidad. Entendemos aquí que “las estructuras son aquellas condiciones objetivas, externas a la conciencia, que determinan y guían hacia rumbos específicos las prácticas sociales” (Bourdieu, 1987, p. 134). Estas estructuras crean, de una u otra forma, la práctica social y el discurso de los agentes, indígenas y no indígenas de la región, y a su vez prácticas y discursos son el producto de la interiorización de las estructuras del mundo social.
Aclaro aquí que no partiré de una definición de la categoría de violencia por dos razones. La primera es porque considero que la violencia no es un problema de investigación, sino un gran tema en el que se pueden ubicar diversos problemas a investigar. Así lo sugiere Wieviorka (2001) cuando afirma que la violencia podría definirse como una “relación inversa con el conflicto social”, “la negación de la subjetividad”, “la falta de sentido”, o bien, una dimensión “constituyente del sujeto” (pp. 337-347). En segundo lugar, porque los principales autores que han tratado problemas relacionados con el tema de la violencia no definen esta categoría, sino que, al hablar del fenómeno, se refieren a la guerra (Clastres, 2004), al genocidio (Frigolé, 2003), al crimen y la muerte (Amara, 1998), a la agresividad (Storr, 2004), al resultado de los complejos incubados en la psique (Freud, 1913), a la destructividad humana (Fromm, 1974), etcétera, y en este sentido hablamos de un concepto polisémico. Pero, sea cual sea la categoría empleada, al hablar de violencia no se puede evadir la referencia “a relaciones de poder y relaciones políticas” (Ferrándiz y Feixa, 2004, p. 159).
La sierra Tarahumara
Se ubica al suroeste del estado mexicano de Chihuahua. Con una extensión territorial aproximada de sesenta mil kilómetros cuadrados (Sariego, 2002, p. 11) esta accidentada macrorregión alberga una región menor, en su parte nororiental, conocida como la Alta Tarahumara, y una más, hacia el occidente de la sierra, llamada Baja Tarahumara. En este territorio, conformado por veintisiete municipios, habitan tanto pueblos mestizos, blancos y menonitas como pueblos indígenas (tepehuanes, tarahumaras, warijíos y pimas). En este territorio se han desarrollado procesos sociales enmarcados en la violencia; en el pasado, conquista, resistencia y rebeliones, y en el presente sobresaliendo la violencia generada por el narcotráfico (Reyes, 2019).
1. Violencia, prácticas y estructuras del presente
En 2011 asistí a una festividad en una comunidad rarámuri, cuyo nombre se traduce en castellano como “lugar donde las aguas se mueven”. Al final de la ceremonia presencié también el rito bautismal de una docena de infancias rarámuri. Y, en el momento en el que el cura preguntaba los nombres, que en adelante llevarían las infancias, este se exasperó al escuchar el nombre de “Batita”, que el padrino de uno de los bautizados externó que su ahijado llevaría en adelante. Visiblemente molesto, el cura increpó al adulto y, con cierto sarcasmo, le dijo: “pues si quieres que se llame pantera”. Luego de esta reprimenda, que ocasionó un diáfano buen humor, y el cambio de nombre a Pedro para el infante, el rito continuó en un ambiente en el que el cura se veía crecido como autoridad y el resto de los presentes, como recipientes de verdades absolutas.
En otro momento, en junio de 2002, llegó a Tewerichi, donde yo vivía entonces, un aviso de la presidencia municipal de Carichí. En adelante, por cada vaca que los rarámuri mataran, ellos debían pagar una especie de permiso, en aquel entonces, de ciento cincuenta pesos mexicanos. Al terminar de leer el documento oficial, el gobernador indígena bajó la mano con la que sostenía el papel, mientras que con su cabeza negaba la situación, y sonreía levemente como quien no podía creer lo que acababa de leer en voz alta para los ahí reunidos. Nunca supe si alguna vez algún rarámuri haya cumplido con este requerimiento. En ese tiempo, no todas las familias de ese ejido tenían vacas, pues quienes tenían poseían muy pocas, y, al menos en Tewerichi, aun hoy se sigue la tradición de matar vacas muy eventualmente; en especial para dos ceremonias: la del yúmari —ceremonia petitoria—, cuando se hace en grande, y la del jíkuri —ceremonia curativa muy relevante pero poco común, y realizada especialmente durante el invierno—.
En otro caso, también entre los meses de febrero y junio de 2002, acompañé en tres ocasiones a los rarámuri de Tewerichi a los límites de su ejido con el ejido de Panalachi, este último perteneciente al municipio de Bocoyna. Ahí, indígenas, mestizos serranos y dos ingenieros representantes de la autoridad estatal de la Reforma Agraria discutían sobre una posible mudanza de la mojonera que favorecía el crecimiento del área del ejido de Panalachi, predominantemente mestizo. Recientemente, en mi última visita a Tewerichi, en abril de 2022, supe que el problema aún sigue abierto y no resuelto en términos legales. Dos de los adultos a quienes pregunté sobre el estatus de este asunto, con tranquilidad y hasta con buen humor, me aseguraron que la madera de pino que existe en esa sección, y que correspondería a Tewerichi, la han aprovechado muy bien sus vecinos, especialmente mestizos. Estos últimos, también para mis interlocutores rarámuri, merecerían una sanción que quizá nunca tendrán. Es decir, aquí hablamos de impunidad.
Los tres hechos etnográficos descritos arriba, que no son extraños a la observación más actualizada, y que se repiten con distinta intensidad en las diferentes áreas de la sierra Tarahumara (indígenas o mestizas), son una muestra representativa de cómo se observan las estructuras sociales del presente. Asimismo, cómo el comportamiento de los agentes sociales se ve determinado por esquemas sociales que reproducen las estructuras religiosas, política-jurídica y económica, y cuya manifestación, podemos ver, son la imposición ideológica, el despojo y la impunidad. Dichas estructuras, a su vez, acicatean estrategias sociales que van desde la obediencia y la naturalización del orden social establecido hasta la posible transgresión y omisión de los dictados procedentes de tales estructuras. La pregunta que surge aquí es: ¿hacia qué rumbos específicos estas estructuras guían las conductas sociales?, ¿hacia más violencia en la sierra Tarahumara o hacia la paz? Esta compleja red de relaciones, construida cada vez más en un marco de violencia, quizá pueda entenderse mejor si la observamos como un proceso social de larga duración (Braudel, 1979); es decir, si analizamos algunos de los elementos componentes de su desarrollo a través de la historia.
2. Violencia, prácticas y estructuras del pasado
2.1 Época prehispánica
Para la época prehispánica, las fuentes coloniales sugieren que las guerras interétnicas eran una forma de violencia integrada al paisaje que encontraron los misioneros al arribar al noroeste mexicano. Algunos de ellos afirman haber participado en la acción de calmar los ánimos de guerra entre grupos antagónicos que se disputaban probablemente el territorio. Es el caso de Joan Font, quien, en 1607, señaló haber intervenido en la guerra de “tepehuanes y taraumaros” contra otros “también de nación taraumaros” (citado por González, 1987, pp. 178-179). Sin embargo, en la época prehispánica la violencia parece haber sido, en la sierra Tarahumara, un proceso social que iba de la mano de la cultura. Es decir, se trataba de un proceso que se acompañaba de acciones, actitudes, normas y necesidades creadas en un determinado contexto geográfico y social, e incluso de creencias, como lo demuestra un mito de origen entre los rarámuri (Rodríguez, 2013, p. 94), en el cual el hermano mayor y el hermano menor pelearon después de que el primero sintió envidia por el buen trabajo realizado por el segundo.
Siglos XVII y XVIII
Entre 1607 y 1767 los misioneros jesuitas se convirtieron en la punta de lanza de la conquista del septentrión de la Nueva España y, junto con los militares y mineros, invadieron los espacios físicos y simbólicos de los diferentes pueblos que habitaban estas tierras, entre ellos, los tarahumaras, tepehuanes y otros. A decir del historiador chihuahuense Almada (1986 [1947]), a la llegada de los conquistadores, en el actual estado de Chihuahua habría unos noventa y cinco grupos diferentes (p. 7), y distintas manifestaciones de la violencia se hacían evidentes, se objetivaban o se exageraban por parte de los advenedizos, buscando, quizá, una justificación a su presencia.
La historia muestra que, desde los inicios del contacto entre europeos e indígenas, se llevó a cabo la imposición de un sistema de pautas culturales de los primeros sobre los segundos, tanto en materia civil como religiosa, política y económica. Una síntesis de lo que fueron estos contactos, entre los siglos XVII y XVIII nos la proporciona Neumann (1991 [1724]), quien vivió cincuenta y dos años en la región serrana, hasta su muerte. Este misionero afirmó que hubo tres grandes sediciones o rebeliones, en las cuales se derramó sangre por parte de indios y europeos, entre los que se contaban algunos misioneros. De acuerdo con Neumann, las principales causas de estas rebeliones fueron: A) “que los indios estaban muy inconformes de que los españoles ocuparan sus tierras y las cultivaran, alimentando en el fondo, el propósito de exterminarlos” (Neumman, 1991 [1724], p. 20); y B) “los indios eran obligados a vivir en pueblos” (p. 32), lo que iba en contra de su acostumbrada dispersión. Esto limitaba, además, la libertad del desplazamiento seminómada con el que habían vivido todos los habitantes del septentrión hasta entonces. Y, en momentos distintos, Neumann dice cómo, por ejemplo, hacia 1684, cuando se descubrieron las minas de Cóyachi, “empezaron los españoles a llamar y forzar a los naturales para que realizaran los trabajos de construcción de viviendas y la extracción del metal” (p. 45); y en 1678, cuando las minas de Cusihuiríachi fueron descubiertas, “estos naturales apenas evangelizados y reducidos a pueblos, son llamados por los españoles para trabajar en las minas” (p. 170).
Observamos aquí, con cierta claridad, que tanto el despojo como la imposición ideológica y la impunidad son prácticas institucionalizadas, de fuera hacia dentro, donde apenas el sistema colonizador —político, religioso y económico— implementa relaciones con la alteridad indígena. La historia nos muestra cómo en tiempos coloniales los colonizadores ocuparon las mejores tierras de los rarámuri, despojándolos de la mejor parte de su territorio: los valles. En segundo lugar, los rarámuri fueron obligados a vivir en pueblos, en donde, al ser bautizados, además de convertirse en cristianos, pasaban a ser automáticamente vasallos del rey y tenían la obligación de obedecer una serie de leyes extrañas, como la prohibición de vivir dispersos como era su costumbre. En tercer lugar, al verse obligados a trabajar en las minas y en la construcción de las viviendas y ranchos, los rarámuri vieron disminuida aún más su libertad. La desobediencia de los indígenas se castigaba, pero las prácticas del despojo y la imposición por parte de los europeos permanecían impunes, aun cuando estas se habían cuestionado desde hacía tiempo con, por ejemplo, las “Leyes Nuevas” impulsadas en 1534 por Bartolomé de las Casas (Zavala, 1935), quien intentó abolir la Encomienda, pero no únicamente, sino también todo viso de despojo que ocurría en todas las “indias occidentales”.
Estas estructuras sociales creadas históricamente, a su vez, por prácticas sociales, dieron pie al mismo tiempo a estrategias a través de las cuales los habitantes originarios intentaron deshacerse de estas. En su informe de 1683, sobre las misiones de la antigua Tarahumara, Tardá y Guadalaxara (citado por González, 1982) decían:
Cuando salen entre españoles o ya los ven en sus tierras, ven tanto ruido de trabajo para minas, para haciendas…casas…recuas, ven casas grandes…Ven también a muchos con cargas pesadas, unos que van y otros que vienen, y últimamente el ruido y tráfago de un real de minas…Ven también que los indios son los que llevan el trabajo más pesado, y así, viendo estas cosas y sabiéndolas de otros, pensando…que todo el trabajo dicho es ley de Dios…Y así nos ha sucedido con algunos que diciéndoles si quieren ser cristianos, han respondido que ya son viejos y no tienen fuerzas, dando a entender que ya no pueden ser cristianos, porque no pueden trabajar. (p. 172)
La violencia se justificaba, pues los advenedizos (misioneros, mineros, rancheros) tenían una “verdad”. Para el caso de la religión, y aun para el de las prácticas políticas y económicas, se consideraba que los indígenas vivían en la mentira y había que enseñarles la “verdadera religión”, la “verdadera vida política”. Dos esquemas de pensamiento con principios de acción social distintos. De este modo, podemos ubicar los inicios de la violencia en la sierra Tarahumara, a como la conocemos hoy, en estas estructuras sociales que proyectan las fuentes históricas. Estructuras como la imposición religiosa y política iniciada con los trabajos de conquista material y espiritual implementadas mediante la expansión hispana, así como el despojo de las mejores tierras para el cultivo, la ganadería y la extracción de la riqueza (minería, sobre todo) de la región habitada primeramente por un amplio número de grupos étnicos, así como la impunidad en que quedaba todo aquello —incluido el genocidio—, no dejan de ser parte de los cimientos de una violencia, intermitente en el pasado y el presente de la región.
2.2 Un caso típico de la implementación de la imposición ideológica, despojo e impunidad en el siglo XVIII
Un ejemplo de la puesta en acción de las estructuras sociales históricas constituidas en el siglo XVIII en la sierra Tarahumara, que afectaron y modificaron las formas de la organización social indígena, nos lo proporciona Oseguera (2012) en el siguiente apartado sobre la sublevación de D. Thomas, General de la Nación Pima.
En 1723 se registró el juicio en contra de don Thomas, por incitar a los pimas a la sublevación, por no respetar las normas instauradas bajo la obediencia de los sacramentos, como el matrimonio, y fomentar el consumo de bebidas alcohólicas. Se trata de un juicio que se llevó a cabo en Yécora, nombrado en el documento como la “frontera de la sierra”, en el actual estado de Sonora, y ante el Alcalde Mayor Joseph de Ulloa (procedente de la provincia de Ostimuri), donde hace comparecer a nueve testigos. Todos estos testigos son indígenas pimas que en ese momento ocupaban, la mayoría de ellos, un cargo importante en el escalafón del sistema político de las misiones pimas, como el de Gobernador de Misión, o el de Capitán de Milicia de Moris. Solo antes de terminar el juicio hacen comparecer a la supuesta amante del General. La mayoría de ellos necesitaba un intérprete, que era un español llamado Pedro que sabía la lengua. Finalmente, don Thomas declara que previamente había sido encarcelado en el Real de Río Chico y niega todos los cargos. Todo indica que el motivo principal por el cual se entabló el juicio tenía que ver con las costumbres que el General “fomentaba” entre los indígenas; en concreto, se resistía al sacramento del matrimonio e incitaba a todos los pimas a practicar la poliginia. Don Thomas pedía a los pimas que “vivieran como los antiguos”.
El caso nos lleva a observar nuevamente las estructuras sociales históricas generadoras de la violencia en la sierra Tarahumara. Los jesuitas, que administraban los pueblos conquistados en este momento en la sierra Tarahumara, establecieron una organización social inexistente antes de su llegada e introdujeron jerarquías extrañas a la ideología del poder entre los pimas. El hecho de que la mayoría de los testigos contra don Thomas ocuparan un cargo importante en el escalafón del sistema político de las misiones, como el de Gobernador de Misión, o el de Capitán de Milicia de Moris, habla de esta imposición que, sin duda, siempre quedó impune, castigando además a aquellos que estaban en contra. Las costumbres que fomentaba el general pima, en el contexto de conquista, pueden entenderse como resistencia al control, una metáfora del llamado a la libertad indígena contra el yugo político y la religión de los advenedizos europeos. Seguramente detrás de esta defensa, empleando como estrategia un discurso que remitía al mundo indígena antiguo, existía el interés de escapar al duro trabajo en las minas y en la construcción de pueblos y misiones.
2.3 Siglo XIX
2.3.1 Imposiciones ideológico-religiosas
Luego de la salida de los jesuitas de la sierra Tarahumara, en 1767, sería el turno de los misioneros franciscanos (Merrill, 1992). Los hijos de Francisco de Asís trabajaron en territorio serrano hasta 1859, año en el que Benito Juárez legisló en contra de la existencia de las órdenes religiosas y los frailes debieron dejar las misiones, pero continuaba la misma ley política desde la Corona española. Sheridan y Naylor (1979) afirman que, con la llegada de los nuevos misioneros, “el trabajo de evangelización parece haber sido más una continuación que una destrucción de las políticas seguidas por los jesuitas” (p. 103).
Sobre la concepción de los frailes acerca de la perspectiva religiosa indígena nada cambiaría y las actitudes violentas en contra de lo que ellos llamaron “cosas del demonio” —toda creencia y acción ritual indígenas— continuarían más o menos igual. Un ejemplo claro es la afirmación que hace un documento resguardado en el Archivo Histórico de Zapopan, que sintetiza el trabajo en las dieciséis misiones franciscanas, en la sierra Tarahumara, poco tiempo después del arribo de los hijos de san Francisco a la sierra.[1] En 1778 se afirmaba de los rarámuri que era “también muy común la embriaguez, y [las] supersticiones” (foja 2v). Otro ejemplo de esta forma de enjuiciar la visión religiosa de los rarámuri son las páginas del compendio gramatical para el aprendizaje del idioma tarahumar, publicado en la Ciudad de México y hecho por el presidente de las misiones Miguel Tellechea. En 1826 el fraile pensaba que su trabajo serviría
a fin de que sus párrocos, o ministros instruidos ya por medio de esta obra en el idioma de ellos [de los tarahumaras], les hagan entender en él, sus más estrechas y recíprocas obligaciones [...] que es lo único que los hará verdaderos adoradores del Dios verdadero [...]. (Tellechea, 1826, p. 3)
Y más adelante agrega que: “Una cosa nomas Dios quiere que le deis, vuestro corazón que no penseis que el Sol, la Luna, el Tecolote, Dios son” (p. 83).
De este modo, desde el sistema religioso colonial y poscolonial se pensaba que los indígenas de la sierra Tarahumara no contaban sino con elementos religiosos que mostraban solo idolatrías y hechicerías; continuaba así la imposición ideológico-religiosa. Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo XIX, no ya la religión sino la estructura política y jurídica recrudecerá la violencia en la serranía, sobre todo en contra de los indígenas.
2.3.2. Imposiciones políticas
Al parecer, durante el siglo XIX, el más fuerte retiro y “aislamiento” de los rarámuri se vio motivado, entre otras cosas, por la violenta aplicación de algunas leyes en el México independiente. Ejemplo de ello fue la “Ley de Colonización” promulgada por el gobierno del estado de Chihuahua en 1825. A decir de Spicer (1992 [1962]) esta ley tenía dos propósitos: primero: “Estimular el desarrollo económico del estado y, segundo, como ley estatal, llevar la instrucción y civilización a los indios” (p. 39). Sin embargo, nada de esto ocurrió, y más bien los rarámuri se vieron más que afectados. El primer Congreso Constituyente de Chihuahua expidió, el 6 de mayo de 1825, la “ley de colonización”, que atrajo emigrantes con la intención de determinar los límites del estado y para señalar de una manera aparentemente firme y leal los terrenos pertenecientes a comunidades y ejidos de los pueblos. "Se trataba de uno de los primeros intentos del poder público chihuahuense para resolver el problema agrario" (Ponce de León, 1922, p. 15). En la sierra Tarahumara esto se tradujo en despojo de territorio indígena por parte de algunos rancheros serranos descendientes de españoles. De este modo, muchos de los espacios ocupados con anterioridad por los rarámuri para la pesca, la caza y la recolección, se vieron considerablemente reducidos en algunas regiones. Con esta ley la propiedad comunal indígena pasó a ser privada, pues establecía que todos los terrenos no pertenecientes a la federación o a los particulares, se remataran en subasta pública, incorporando sus productos a las rentas del Estado (Sen Venero, 2003, p. 177). Esta situación provocó, en parte, una mayor contracción del territorio de los rarámuri, quienes se vieron obligados a huir a zonas aún más apartadas. Lo que contribuyó, aún más, al poblamiento de las regiones llamadas por Aguirre Beltrán (1953) “áreas de refugio”.
Según la CNDH (2023), hacia 1856, otra ley expedida por el gobierno mexicano, la ley de “bienes de manos muertas”, permitía, en resumen, que los particulares se apropiaran de “territorio sin trabajar”. Decretada el 25 de junio de aquel año, esta ley se implementó en la sierra Tarahumara, según Almada (1986 [1947]), con solo vejaciones para los rarámuri. La introducción a los treinta y cinco artículos decretados por el presidente Lerdo de Tejada consideraba que “uno de los mayores obstáculos para la prosperidad y engrandecimiento de la nación” [era] “la falta de movimiento o libre circulación de una gran parte de la propiedad raíz, base fundamental de la riqueza pública” (“Ley Lerdo”, citado por Matute, 1981, p. 151). Probablemente uno de los artículos mejor aprovechados por los invasores de tierras de indígenas, quizá en muchas partes del país, y en concreto en la sierra Tarahumara, fue el Artículo 5.º, que señalaba que “tanto las [fincas] urbanas, como las rústicas que no estén arrendadas a la fecha de la publicación de esta ley, se adjudicarán al mejor postor, en almoneda que se celebrará ante la primera autoridad política del partido”. El cumplimiento de esta ley propició el despojo de tierras que después eran convertidas en potreros para la ganadería o siembra. Por otra parte, los artículos 9.º y 10.º son simbólicos de este despojo. El primero de ellos señalaba que: “Las adjudicaciones y remates deberán hacerse dentro del término de tres meses contados desde la publicación de esta ley en cada cabecera de partido”; el segundo señalaba que, si al término de esos tres meses, el inquilino no había formalizado su adjudicación, perdería el derecho sobre la propiedad. El artículo 10.º también favorecía a un “subarrendatario, o cualquiera otra persona” que, en su defecto, presentara la denuncia ante la primera autoridad política del partido, con tal de que formalizara “a su favor la adjudicación, dentro de los quince días siguientes a la fecha de la denuncia. En caso contrario, o faltando ésta, la expresada autoridad” haría que se adjudicara la finca “en almoneda al mejor postor”. Con esta ley, los indígenas en general se veían una vez más despojados del territorio que habitaban y veían disminuidas sus posibilidades de subsistir con mayor independencia precisamente por esta reducción territorial. Aun cuando los indígenas hubieran podido realizar los trámites correspondientes, según los artículos 1.º y 7.º de esta ley, debían pagar un impuesto del 6 % anual sobre el costo de la propiedad. ¿Cuántos tarahumaras, pimas o tepehuanes —en la sierra Tarahumara— habrían podido tener acceso al conocimiento y la comprensión de las leyes mexicanas de mitad del siglo XIX?, ¿cuántos a comprender el modo de proceder capitalista ante la compra o venta de tierra de los mexicanos?, ¿cuántos de ellos podrían pagar anualmente el 6 % del costo de sus terrenos? Un explorador que antecedió a Lumholtz (1981 [1902]) en la sierra Tarahumara, Schwatka (1977 [1893]), afirmaba, para esa época, que: “la mayoría de los tarahumaras no reconocen las leyes mexicanas, esto se debe principalmente a las barreras del idioma y al choque de concepciones” (p. 182). Evidentemente, visiones muy distintas entre sí sobre la propiedad de la tierra.
Posteriormente, el 22 de julio de 1863 una ley federal erogaba parte del territorio nacional mediante la “ley de ocupación y enajenación de terrenos baldíos”. “Terrenos baldíos” se constituían, según el primer artículo de esta ley juarista sobre la materia, todos los terrenos de la república que no hubieran sido “destinados a un uso público por la autoridad facultada para ello por la ley, ni cedidos por la misma a título oneroso o lucrativo, a individuo o corporación autorizada para adquirirlos” (González y León, 2000, p. 82). Es posible que las oportunidades que los mexicanos —rancheros, mineros, madereros y hasta comerciantes— tuvieron para hacerse de terrenos en la sierra Tarahumara las hayan favorecido estas leyes, seguramente incomprensibles para los indígenas. Pero faltaba más. Según Almada (1988; 1986 [1947], pp. 302, 334-336), el 31 de mayo de 1875, el Congreso de la Unión expidió una nueva ley que, sin duda, afectaría de modo directo a mestizos e indígenas cohabitantes en la sierra Tarahumara. Esta ley autorizaba al Ejecutivo federal a deslindar los terrenos nacionales en toda la república. Esta autorización trajo como consecuencia la organización de las compañías deslindadoras que, a la postre, serían un grave problema para los habitantes del campo en toda la república. Estas compañías reconocían, deslindaban, medían y fraccionaban los terrenos baldíos y nacionales, recibiendo como pago, según postulaba al artículo 21 de la misma ley, la tercera parte de los terrenos que deslindaran (Matute, 1981, p. 173). Al parecer, todas las compañías contratadas en Chihuahua procedieron con demasiada exigencia hacia los pequeños propietarios cometiendo verdaderos despojos y esto fue el origen del acaparamiento de la propiedad en unas cuantas manos (Almada, 1986 [1947], p. 335; Almada, 1988, pp. 293-298). Un ejemplo de magno latifundista, nacido como tal en este momento, fue el general Luis Terrazas, quien también luchó de modo vehemente contra las invasiones de apaches, y quien llegó a poseer 2 659 954 hectáreas de terreno (Almada, 1986 [1947]), el más grande latifundio que haya quizá existido en la historia del México independiente. Terrazas y otros 16 latifundistas eran dueños de más de las dos quintas partes del actual estado de Chihuahua; por supuesto, de las mejores tierras para labores agrícolas y ganaderas que, a la postre, serían objetivos principales de los ataques apaches. Para entonces, “miles de hombres del campo no eran dueños ni del solar en que tenían construida su vivienda, ni tenían derecho a criar una cabra sin el permiso del latifundista” (Almada, 1986 [1947], p. 336). ¿Sería distinto el panorama en la sierra Tarahumara? Sería ingenuo pensar que sí. Sabemos que, por ejemplo, no pocos indígenas serranos debían pagar a los dueños de los predios por el permiso de cazar el venado o pescar en los lugares donde llevaban a cabo estas actividades de subsistencia (González y León, 2000, p. 78). Un anónimo, tal vez de comienzos del siglo XIX, al parecer carta de un fraile que defiende la causa tarahumara, por desgracia un documento incompleto para asegurarnos acerca de quién pudo haberlo escrito, acusa a algunos blancos de querer hacerse de un estanque de agua usando el pretexto de que “el agua no la aprovechan ni han aprovechado jamás los indios”.[2] No hay duda de que las leyes emitidas por los gobiernos del México independiente, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, violentamente implementadas en regiones como la sierra Tarahumara, influyeron para que los indígenas vivieran nuevamente el despojo territorial que quedaría en la impunidad, debido quizá al ímpetu organizacional del naciente Estado mexicano. Como hemos visto, los pueblos indígenas de la sierra Tarahumara experimentaron una mayor imposición político-jurídica, debiendo obedecer una serie de leyes indudablemente incomprensibles, al menos para la gran mayoría de ellos.
2.3.3 Los mineros, madereros, rancheros
La extracción de la riqueza en la región ha sido otra forma como la violencia se ha generado, a partir de estructuras económicas en la sierra Tarahumara. La minería, y más en concreto los mineros junto con los madereros, consciente o inconscientemente, dieron pie a nuevas formas de violencia, contribuyendo en parte al despojo como mecanismo generador de este fenómeno estructural. Asimismo, la ocupación de los terrenos para la agricultura de gran escala y la ganadería sería un factor importante que favorecería la afluencia de la población advenediza a la sierra y daría origen también a otras formas de violencia.
Un nuevo auge de la minería y el inicio de la extracción maderera comenzaron casi al mismo tiempo que la pacificación o término de la “guerra” contra los apaches (Terrazas, 1977). Recordemos que el final de esta acaeció alrededor de 1880. No es casual, pues, que desde 1882 se haya establecido en Batopilas la Compañía Minera de Batopilas (González y León, 2000, p. 117); que Minas Lluvia de Oro se estableciera en Urique en el año de 1899 (p. 117). En 1894, en Ocampo, fue el turno de Minas La República, y ese mismo año la Compañía del Ferrocarril del Noroeste de México comenzó a instalar vías sierra adentro (p. 117). Si bien Cusihuiríachi se había fundado como mina en 1687 (Flores, 1992, p. 73), hacia 1876 la norteamericana Cusi Silver Mining Company compró todas sus propiedades a la minera mexicana Herrera, González, Salazar y Compañía, renovando los esfuerzos por extraer el metal de buena ley que allí se encontraba. En 1886 se instaló, en el mismo lugar, la inglesa The North Mexican Silver Mining Company Ltd., explotando cuarenta y nueve hectáreas mineras (pp. 75-76). Entre 1890 y 1900 The Exploration Company of London desarrolló directamente trabajos de exploración en el mismo Cusihuiríachi, pero antes, en 1888, la Buenos Aires Mining Company se había instalado en la parte oriental del municipio en la serranía denominada Buenos Aires. Un año después, a escasos kilómetros de este sitio, se instalaría la mexicana Compañía Minera la Reina, S. A. (p. 78). No obstante, el crecimiento de la minería cercana a la sierra y al interior de esta, la minería a gran escala se llevó a cabo en los contornos de la sierra Tarahumara formando poblaciones que requerirían de mano de obra para la construcción de la infraestructura de los poblados a donde muchos indígenas llegarían eventualmente a trabajar.
Según González y León (2000, p. 119), el proceso de contracción de las fronteras étnicas, en la sierra Tarahumara, se reinició y aceleró debido al establecimiento de las actividades económicas modernas en la región entre 1880 y 1910. Esto propició, como hemos visto, el incremento de la propiedad privada en manos de los mexicanos y que la Reforma Agraria precipitara la formación de ejidos, donde se reconocieron derechos agrarios a un sinnúmero de blancos y mestizos que no los tenían.
Por otro lado, el territorio rarámuri se vio afectado en la segunda mitad del siglo XIX mediante la tala inmoderada de los bosques, ya que esta práctica paulatinamente destruyó el equilibrio ecológico y las posibilidades del aprovechamiento del medio arbolado (p. 119). Además, la ganadería extensiva (los ranchos de William R. Hearst, por ejemplo) propició la invasión del territorio, en el que los tarahumaras llevaban a cabo tareas de recolección y caza; la minería de tecnología moderna había ya iniciado la contaminación de los ríos serranos (como en el caso de la Batopilas Mining Co.) y, por supuesto, no hubo leyes por medio de las cuales resarcir los daños, y esto daba continuidad a la impunidad. La tala total de bosques de pino y encino creó enormes llanuras deforestadas (p. 119) que, al poco tiempo de aprovecharse en actividades agropecuarias, se convirtieron en yermos. González y León (2000) afirman que "el cambio en las relaciones con el medio llevó a los mismos tarahumaras a participar en su destrucción como la única forma de sobrevivencia (p.121)".
Si bien es cierto que algunos indígenas de la sierra Tarahumara son partícipes de la destrucción de su hábitat, no debemos olvidar que por los años de inicio del auge de explotación de los recursos naturales en la sierra Tarahumara, en 1876, en Minnesota —Estados Unidos de América—, se formó la primera asociación para la defensa del bosque. El Departamento de Agricultura se inquietó por la magnitud de las talas y decidió controlarlas (Devez, 1965, p. 120; citado por Lartigue, 1983, p. 13), pero no renunció a buscar y devastar bosques más allá de las fronteras estadounidenses. Durante las siguientes décadas, el bosque de la sierra chihuahuense se constituyó en zona de extracción forestal para el mercado de los Estados Unidos (Lartigue, 1983, p. 13). Más aún, por esos años, en 1885, entró a la sierra Tarahumara la Compañía de Tierras y Madera de Chihuahua, que “inició una gran deforestación sin interesarse en la reforestación” (González y León, 2000, p. 117). Esta forma de violencia trajo como consecuencia una nueva disminución de las áreas de caza, recolección y pesca para los indígenas que habitaban la sierra. Despojo e impunidad sobresalen aquí como estructuras en sí mismas por la complejidad de relaciones en su interior, pero también por su interrelación como parte de estructuras sociales históricas que generaban prácticas que no eran sino distintas formas de expresión de la violencia en la región.
2.3.4 Abigeos y ladrones
Luego de concluida la guerra contra los apaches, en 1880, el abigeato se convirtió en la infracción más perseguida y juzgada en el estado de Chihuahua. Tan es así que en el mismo año de 1880, se dictó una ley para “clasificar, juzgar y sentenciar el delito de abigeato” (Lopes, 2000, p. 514). Un tipo de violencia que hacía emerger otros modos de esta, como el robo y la destrucción de propiedades (pp. 527, 532, 542, 548). Hacia el final del siglo XIX, Lumholtz sugiere que la violencia en la sierra Tarahumara era un asunto común, afectando para entonces no solo a los indígenas, sino ahora también a los pobladores mexicanos. El abigeato se convirtió en una nueva forma de violencia e, incluso, el explorador noruego la vivió en carne propia. El naturalista comenta que
puede suceder, a pesar de la vigilancia […] que los ladrones se roben algunos animales cuando hallan oportunidad favorable […] Una vez que dimos a nuestras bestias todo un día de descanso, que mucho necesitaban, en un buen pasturaje, nos encontramos al amanecer con que habían desaparecido cinco de ellas. (Lumholtz, 1981 [1902], p. 132)
Parece también que generalmente la impunidad, ante esta forma de despojo, era común. Lumholtz no menciona si acaso dieron con los cuatreros y menos que haya recuperado sus animales.
Para entonces la violencia en la sierra Tarahumara tomaba otra forma, como en muchas otras partes del país: fue el caso de ladrones famosos. En México, antes y después de la Revolución fueron también comunes, y la sierra Tarahumara parece haber sido un lugar propicio para el escondite de algunos de ellos. Es el caso que comenta el mismo Lumholtz sobre Pedro Chaparro, “muy conocido en aquellos sitios” (p. 132). Capitán de una banda de siete ladrones, este personaje y sus acciones son un botón de muestra de otros casos locales bien conocidos por algunos habitantes de la región serrana. Al respecto, Lumholtz dice que:
No sabía yo aún acerca de dicho individuo, pero mucho me han contado después. Pertenecía a una calaña de hombres que van rápidamente desapareciendo en México, y no limitaba sus fechorías a los mexicanos, sino que las practicaba con los indios mismos siempre que había oportunidad para hacerlo.
Se contaban del bandolero muchas anécdotas. Una vez se había disfrazado de sacerdote, poniéndose una capa negra, y así vestido fue entre los sencillos tarahumares de los valles más remotos, e hízoles enviar mensajeros para avisar al pueblo que había ido con el fin de bautizarlos, y que se reunieran en determinado lugar para darles su bendición. Por cada bautizo les pedía una cabra, cuando juzgó prudente retirarse, tenía ya un respetable rebaño. No bien comprendieron los indios el engaño, se apoderaron de él, y lo pusieron en la cárcel con la intención de matarlo; pero desgraciadamente, sabida su aprehensión por algunos de sus compañeros, acudieron a salvarlo. Con todo, las autoridades lograron capturar años después al famoso bandido, que tenía varios asesinatos que compurgar, y lo fusilaron. (Lumholtz, 1981 [1902], pp. 132-133)
Esta forma de violencia no solo afectaba a los indígenas, sino también, dice Lumholtz, “a los mexicanos”, es decir, a los no indígenas o mestizos. Por otro lado, el hecho de que los mismos tarahumaras quisieran dar muerte al ladrón sugiere de entrada el cansancio que experimentarían debido a la impunidad y el despojo que esta acarreaba.
2.4 Siglos XX y XXI
En el siglo XX, la violencia en la sierra Tarahumara seguirá derroteros similares a los de siglos atrás y mediante una clara violencia simbólica, las principales instituciones protagonistas, Iglesia y Estado, intentarán la formación de colonias indígenas-mestizas (Ocampo, 1966), para lo que se dio en llamar “el mejoramiento de la raza tarahumara”, mientras que la población mexicana aumentaba (Montanaro, 2006). Como consecuencia de este proceso, por los años treinta del siglo XX, Bennett y Zingg comentaban cómo “en algunas partes de la sierra la activa intrusión de los blancos era una verdadera causa de aflicción para los tarahumaras. A menudo los intrusos cometen abusos respecto de los derechos de los indios” (1978 [1935], p. 298). No obstante, hacia la segunda mitad del siglo XX la violencia tomará formas distintas, tanto más desde las estructuras políticas y económicas, que incluso fueron estímulo del peritaje antropológico como instrumento para la defensa de la diferencia cultural (Urteaga, 2021a; 2021b) y como herramienta de la antropología jurídica (Urteaga, 2021c) desarrollada necesariamente en la sierra Tarahumara hoy en día. A pesar del avance de los derechos humanos, en la segunda década del siglo XXI, la violencia estructural en la región ha afectado ya a todos los pobladores (indígenas, mestizos y blancos) de la sierra casi por igual. Una de sus formas es el narcotráfico, y todas sus implicaciones, anclado ahora también, de una u otra manera, en las estructuras sociales e históricas, aquí destacadas, con funestas consecuencias.
A modo de conclusión
Al parecer, el mundo se vuelve evidente para los agentes sociales en la medida en que hay una legitimación del orden social, y este puede ser o no ser producto de acciones deliberadamente orientadas. De acuerdo con Bourdieu (1987), el hecho es que “los agentes aplican a las estructuras objetivas del mundo social estructuras de percepción o de apreciación que salen de esas estructuras objetivas” (p. 138). En este juego social es donde, precisamente, se observa la reproducción de las estructuras y las prácticas sociales en constante retroalimentación de unas a otras.
Las estructuras sociales aquí consideradas —imposición ideológica, despojo e impunidad—, estructuras que históricamente han generado, y generan, violencia en la sierra Tarahumara, son tales, porque, como lo muestra el presente etnográfico, se trata de condiciones objetivas que determinan las prácticas sociales, incluidos los discursos, y no es extraño que la naturalización del statu quo pueda resultar de estas. Se trata de estructuras, también, porque hacia dentro de sí mismas su complejidad está compuesta por relaciones que, a su vez, les permiten relacionarse entre sí. De modo que no se puede comprender la imposición ideológica sin el despojo y este sin la impunidad, y esta última sin la primera. La una implica a las otras.
La historia demuestra que la violencia en la sierra Tarahumara siempre ha estado presente, quizá como una dimensión constituyente de todo sujeto (Wieviorka, 2001). Desde las luchas interétnicas, durante la época prehispánica, pasando por imposiciones religiosas y políticas, durante la época colonial, e imposiciones jurídicas y legislativas en tanto la propiedad privada rompió con el esquema de la propiedad comunal de la tenencia de la tierra, sobre todo durante el siglo XIX. En este acontecer histórico, las estructuras mencionadas, y las prácticas sociales a las que dan origen dichas estructuras, se han venido actualizando de formas distintas, mutando así las manifestaciones de la violencia que estas generan hasta llegar al momento actual en el que los procesos desatados por la cadena del narcotráfico, y las luchas entre cárteles y el Poder Judicial y militar, generadora a su vez de violencia, quedan impunes en muchos casos.
Proyectadas estas estructuras sociales hacia un futuro esperable en la sierra Tarahumara, la imposición ideológica, el despojo y la impunidad parece que continuarán en este espacio en tanto que son estructuras sociales que ya no únicamente responden a intereses locales, sino también globales, y revelan, además, relaciones de poder que rebasan la acción social y limitan la invención de estrategias de los agentes locales. Ejemplo de ello son los asesinatos de los dos jesuitas de Cerocahui (Vatican News, 2022), que siguen impunes. Si esto le ocurre a una institución transnacional, como la Compañía de Jesús, cuyas estrategias de acción pueden tener un alcance global, entonces surge la pregunta: ¿a partir de qué estrategias pueden las familias indígenas o mestizas de la sierra Tarahumara controlar la violencia imperante en este espacio, si no es a través de su naturalización y el buen humor? Por desgracia, parece que el rumbo específico al cual se encaminan las conductas sociales, a partir de ser reproducidas como reflejo de las estructuras sociales aquí consideradas, no es otro que a mayor violencia.
Para finalizar, quisiera decir que a la antropología sobre la sierra Tarahumara le quedan tres tareas importantes: 1) estudiar a fondo y comprender el fenómeno de la violencia y las estructuras sociales históricas que la generan; 2) visibilizar el fenómeno en todas las formas en que se presenta y 3) aportar elementos para la aplicación de políticas públicas en tanto sea posible el control de la violencia. Esta tarea ha de llevarse a cabo desde una mirada antropológica (a través de los peritajes, por ejemplo), pero también interdisciplinar, que probablemente hará posible una comprensión más amplia y profunda de tan complejo fenómeno.
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Notas
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