Artículos de Investigación
Recepción: 17 Enero 2023
Aprobación: 06 Junio 2023
Resumen: La expresión de sentimientos, emociones y sensaciones mediante el cuerpo es un recurso recurrente cuando las palabras no alcanzan a materializar la significatividad del momento. Por tanto, la danza se considera como una forma de comunicación cuya alta potencialidad expresiva permite que se lleve a cabo el proceso de semiosis ilimitada del que hablan Peirce y Eco, en el que el signo danza es entendido como un instante, que “no se puede interpretar […] sin traducirlo a otros signos —sean o no del mismo sistema semiótico—” (Zeccheto et al., 2005, p. 205). Por ende, la danza ofrece una amplia gama de respuestas interpretativas, tanto para quien la ejecuta como para quien la observa. Por tanto, la conexión entre la religiosidad y la danza no es arbitraria, pues ambas son el medio que permite la enunciación de creencias e ideologías que van más allá de la comprensión habitual de los individuos.
Palabras clave: acontecimiento, cuerpo, danza, religiosidad popular, semiosis.
Abstract: When words are not enough to express the significance of one moment, then the body becomes the recurrent source for expressing emotions and feelings. That is why dance is considered as a media with such high expressive potential that enables the process of unlimited semiosis, mentioned by Peirce and Eco in which the sign —dance— is understood as an instant that “cannot be interpreted [...] without translating into other signs —wheter or not they belong to the same semiotic system—” (Zeccheto et al., 2005, p. 205). In other words, dance offers a wide range of interpretative responses to both, the performer and the viewer. Therefore, is not surprising the connection between religion and dance, since both are the medium of manifestation that support the enunciative necessity of beliefs and ideologies that, most of the time, go beyond the habitual understanding of the individuals.
Keywords: body, dance, happening, popular religiosity, semiosis.
Introducción
En el estado de Chihuahua existen dos tipos distintos de matachines: los rarámuris y los mestizos; ambos pertenecen al proceso de evangelización norteño señalado por Warman (1972) y, por ende, se derivan de las danzas de conquista y las danzas de moros y cristianos, las cuales en su viaje hacia el norte se fueron degradando, adoptando y adaptando a las características de la región en la que se asentaron, sin dejar su sentido religioso, por lo que ambos son considerados como danzas plegaria.
Los danzantes que inspiran estas líneas, se autodenominan Danzantes de Dios[1] y suelen verse tanto en los atrios e inmediaciones de los templos como en las calles de la ciudad, puesto que, dentro de sus creencias, no es necesario el templo para venerar a Dios o a la Virgen, pues basta con la devoción y una figura de bulto, estampa divina o crucifijo ante el cual llevar a cabo su oración materializada con el cuerpo. Es por esto que también son señalados como matachines mestizos, dada su caracterización híbrida,[2] pues, además de contener la unión de los sentidos aportados por la cultura conquistadora y la conquistada, hoy en día son poseedores y receptores de los diversos usos y costumbres derivados del fenómeno migratorio[3] que, históricamente, se ha generado en Ciudad Juárez.
Estos grupos cuentan con un registro presencial y devocional dentro de la comunidad juarense de más de cien años, siendo la Danza Guadalupana de la familia Cerda, fundada en 1917, y la Danza Real Apache de san Juan Bautista, de la familia Villalobos, fundada en 1932, las que cuentan con mayor antigüedad; de ellas se han derivado otras muchas agrupaciones que mantienen su práctica devocional activa todo el año y no solo en las fiestas patronales grandes. Por tanto, es importante ahondar en la relación entre la religiosidad y la danza, ya que en la gran mayoría de los casos la motivación de crear un grupo de danzantes proviene de la fe, de una tradición devocional que se inculca de generación en generación, pues es probable que con los abuelos solo se transmitiera el culto a alguna imagen, pero que ya con hijos y nietos el mero fervor de la oración ya no se considera un acto lo suficientemente expresivo para demostrar la devoción.
Para comenzar a explicar el proceso de la unión entre la religiosidad con la expresión corporal, es necesario entender las dos como culturas, que, al momento de interactuar, crean su propio sistema de códigos y significantes. Para establecer el sentido de dicha relación es necesario retomar a Umberto Eco, quien considera que
…toda cultura se considera como un sistema de sistemas de signos, en el que el significado de un significante a su vez se convierte en significante de otro significado o incluso en significante del propio significado —independientemente del hecho de que sean palabras, objetos, cosas, ideas, valores, sentimientos, gestos o comportamientos—. (1994; citado en: Zecchetto, 2005, p. 205)
Por su parte, la religiosidad, que en este caso se trata de la relacionada con la religión católica, cuenta con un sinnúmero de connotaciones y denotaciones que deambulan entre lo establecido por los jerarcas de la iglesia (las minorías o élites) y lo que los fieles (las mayorías o el pueblo) en la realidad del día a día llevan a cabo para manifestar su fe. Al tomar en cuenta a Eco, se tiene que la danza es contenedora de múltiples definiciones y clasificaciones, pero sobre todo que puede funcionar como un medio de comunicación; por tanto, este texto se profundiza en la idea de la danza, en su corporalidad, en su carácter acontecimental y performativo, utilizada como el medio al que recurren las mayorías, en este caso, representadas por la comunidad de matachines,[4] para exteriorizar su fe. También, se habla acerca de cómo este tipo de expresión se torna de mayor relevancia en los festejos dedicados a las divinidades, incluso llegando a opacar los actos litúrgicos que los motivan, dada su vistosidad, pero, sobre todo, porque son actos que muestran de una forma más tangible el sentir del pueblo, y que se traslada a aquellos que solo observan.
Definiendo la danza
La definición de la danza suele hacerse considerando diversos enfoques, pues, para los estudiosos del tema, esta es un tópico cargado de subjetividades. Como muestra está Alberto Dallal (2012), quien ha dedicado una gran cantidad de líneas a la conceptualización de la danza, considerando en cada una de sus definiciones varios de los aspectos que la conforman. Para él, la acción de definirla, como lo marca la propia palabra, se traduce en el establecimiento de límites que, en su interior, contengan el mayor número de aplicaciones posibles y que, a su vez, sean funcionales para los diferentes casos en los que el término es utilizado.
Este autor comenta que todo comenzó con el sexo, pues este implicaba dos cuerpos realizando movimientos acompasados; después, estos individuos se dieron cuenta de que, a través del cuerpo, eran capaces de manifestar sentimientos y sensaciones en los que el lenguaje no alcanzaba a ser del todo explícito (Dallal, p. 1979); por consiguiente determina que: “la danza es un lenguaje (el lenguaje más alto y desarrollado del cuerpo) por lo tanto, es en sí misma un conjunto de signos: un código” (1979, p. 27). En otro texto, Dallal afirma que la “Danza es el movimiento de un ser humano en el espacio; este movimiento se halla cargado de significación” (1989, p. 28); y en fechas más recientes, el autor propone definir a la danza por su relación causa-efecto, estableciendo entonces que: “el arte de la danza consiste en mover el cuerpo dominando y guardando una relación consciente con el espacio e impregnando de significación el acto o la acción que los movimientos desatan” (Dallal, 2012, p. 20).
Desde otra perspectiva Margarita Baz menciona que:
Lo que llamamos danza comprende un amplio rango de manifestaciones y fenómenos que el ser humano produce y ha producido, bajo distintas modalidades y expresiones, en prácticamente todas las épocas y culturas. Su esencia es el movimiento: un movimiento que crea una plástica bajo el sustento del ritmo y la armonía, y cuyo instrumento es el cuerpo. Con ese instrumento, su ser mismo, el hombre realiza con la danza una expresión de vitalidad afín al Universo en el que está inmerso. (2000, 113)
Por su parte, Sevilla, Rodríguez y Cámara caracterizan a la danza como un producto social que cumple una función específica dentro de la sociedad, que comparte particularidades con todas las artes y que, al mismo tiempo, es “un lenguaje que se manifiesta a través de un instrumento —el cuerpo humano—” (1983, p. 8). Es difícil no notar que, del conjunto de definiciones antes mencionadas, se destacan términos clave como movimiento y significación, los cuales derivan en la apreciación de la danza como forma de expresión y lenguaje para una determinada cultura y sociedad. Al respecto, Kristeva dice que “el lenguaje gestual es el verdadero medio de expresión auténtica y original, dentro del cual el lenguaje es una manifestación tardía y limitada…” (1988, pp. 276-277); también que el gesto, comparado con el lenguaje verbal, traduce tan bien como este, las modalidades del discurso (orden, duda, rezo)… (Kristeva, 1988, p. 276). A lo anterior, es necesario añadir los movimientos corporales, que ya como conjunto se convierten en un medio de comunicación inherente a los individuos, por lo que, en suma, “la danza se convierte en lenguaje en el momento en el que la forma o diseño corporal se impregna del tono de una emoción, de un pensamiento, de un deseo” (Cardona Lang, 1991).
Entonces, al recapitular, se entiende a la danza como un acto transgresor del espacio, del tiempo y de las personas, que irrumpe en su cotidianidad y que posee una gran posibilidad de instalarse como un mensaje social, cultural e individual. En este sentido surge la analogía entre la danza como acto y aquello que Zizek (2014) nombra un acontecimiento. El autor define dicho término como “algo perturbador, que parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente de la nada, sin causas discernibles, una apariencia que no tiene como base nada sólido” (Zizek, 2014, p. 16); sin embargo, la danza —aunque espontánea—, como ya se ha discutido, no es algo carente de fundamento, pues, como el mismo Zizek menciona —y yo misma al equiparar los términos—, el acontecimiento “es un cambio de planteamiento a través del cual percibimos el mundo y nos relacionamos con él” (2014, p. 23), es decir, la danza es algo que sucede, es un punto de inflexión. Por lo tanto, mi propuesta estriba en que la observación de la danza debe hacerse tanto panóptica como perspectivamente, esto es, como estructura y como bloque, como lo menciona Dallal (1989, p. 19), implicando en ella un todo, un objeto único, viéndola como una experiencia, pues en ella están involucradas tanto la subjetividad como la objetividad de quien crea, de quien interpreta y de aquel que se vuelve espectador. Por consiguiente, me aventuro a definir a la danza como un medio para exteriorizar, en el que los individuos hacen uso de sus cuerpos y que, a través del movimiento, otorgan significados a aquellas sensaciones, emociones, momentos y épocas que, en algún momento, se vuelven difíciles de enunciar, por lo que, al mismo tiempo, la danza adquiere las características del lenguaje y la comunicación, y que por su misma abstracción y subjetividad también se le considera arte y, como consecuencia, un acontecimiento (Córdova, 2018, p. 140). Es precisamente ese carácter acontecimiento que permite la unión entre la danza como actividad performativa y como expresión de la religiosidad popular.
La religiosidad popular y la fiesta como contexto
En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim presenta el hecho de que la religiosidad gira en torno a la dicotomía sagrado-profano, en donde lo sagrado es todo aquello que se eleva a un nivel espiritual y simbólico en los seres, mientras que lo profano es lo que se desarrolla en la cotidianidad de la vida diaria; sin embargo, ambas son necesarias, pues cumplen con la función social de “mantener unidas a las multitudes” (Sutton, 2010). En el caso mexicano, Gilberto Giménez ubica a la religiosidad popular como resultado histórico y social “del cruce de las grandes religiones indígenas precolombinas (sobre todo del mundo incaico y azteca-maya) con el catolicismo español de la Contrarreforma” (2013, p. 27); por tanto, es posible entenderla como “la religión de las mayorías” (Marzal, 1973, p. 20; citado por: Giménez 2013, p. 25), en donde las expresiones de fe más simples, como el encendido de una vela en un altar u oratorio, el depósito de una ofrenda floral, franquear el camino del atrio al altar de rodillas y los constantes rezos, se convierten en los actos de mayor relevancia al momento de honrar y conmemorar a Dios, la Virgen o cualquier otra imagen sagrada. Por tanto, el contexto para manifestar la religiosidad popular es el festejo.
En su caracterización de México, Octavio Paz señala que:
Somos un pueblo ritual […] el arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados. Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor a la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza. (1978, p. 42)
Con lo anterior es difícil ignorar la importancia de las fiestas de tipo religioso, que hoy en día son producto del sincretismo de la religiosidad prehispánica y la religiosidad cristiana. En ambas tipologías, el cuerpo siempre ha sido un mediador para lograr la conexión devocional con la deidad, ya sea a través del dolor, del gozo o de ambas, pues los individuos usan su cuerpo para exteriorizar lo que las palabras no pueden.
Aunque suele señalarse una diferencia entre el tiempo que se considera sagrado y aquel que se considera profano[5] dentro de la religiosidad, ambas temporalidades se conjugan para conformar la fiesta tradicional mexicana que, como señala Carrillo, no es otra cosa que una fiesta religiosa (1998, p. 106). Por tanto, las celebraciones patronales son el escenario en donde se concatenan la danza y la religiosidad popular. En la ciudad existen tres fiestas patronales consideradas como grandes, ya que se caracterizan por ser masivas con un ambiente de feria, a las que acude una vasta cantidad de fieles, tanto danzantes como no danzantes, incluso motivando peregrinaciones, tanto del interior del estado como de las entidades colindantes; esos festejos son a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre, a San Lorenzo el 10 de agosto y a San Judas Tadeo el 28 de octubre. Además de estos festejos, para la comunidad de danzantes existe otro tipo de fiesta patronal, de carácter hasta cierto punto privado, pues es motivada por la imagen que da nombre a cada grupo de matachines y se conforma principalmente por la dinámica de las visitas o danzadas.[6] Las particularidades de este otro tipo de fiesta patronal no son muy distintas a las que se realizan en los templos de manera institucional, pues también existe un tiempo de preparación, un tiempo de víspera, una velación y una fiesta. En los dos festejos se pueden observar diferentes tipos de manifestaciones devocionales que, como ya se mencionó, involucran la corporalidad; sin embargo, en las fiesta patronal privada resulta más fácil observar la hibridación y el sincretismo de las prácticas y rituales en la comunidad de matachines, pues no se realizan misas, pero sí se cantan alabanzas, se hacen ofrendas y se comparten alimentos, se ora y, por supuesto, se danza, y es por esto que la esencia devocional toma un sentido más personal y menos canónico.
Corporalidad
Nishida Kitarô nos dice que “nuestro cuerpo es una huella en el mundo material [en el que] va fluyendo la totalidad de la vida” (Jacinto Zavala, 1994, p. 247); por lo tanto, este se convierte en el lienzo en donde se despliegan las experiencias que, con el devenir de los años, se van acumulando en los seres. Para la danza, el cuerpo es su totalidad, ya que, sin este, la danza no sería posible.
Existen dos maneras de distinguir al cuerpo como agente de expresividad: el cuerpo fenoménico y el cuerpo semiótico. El primero, según Erika Fischer-Lichte (2011), es el cuerpo con el que el actor/danzante[7] nace —“cuerpo orgánico” lo llama la autora— y que no ha sufrido alteraciones drásticas para encarnar[8] al personaje que se le ha dado. El segundo es el cuerpo sometido a transformaciones, tanto sutiles como radicales, ambas generadas con el objetivo de transmitir de la mejor manera al personaje. Los dos tipos de cuerpo son indisociables, ya que el cuerpo semiótico se vale del fenoménico para poder cargar de significado el mensaje que desea transmitir.
La significatividad en la danza es el resultado de experienciar,[9] puesto que el cuerpo es el sujeto, la danza es el objeto, ambos son sensación y pensamiento, y a través de la conjunción de ambos es que se puede dar cuenta de la realidad. Nishida Kitarô señala que la realidad no solo está construida por “el objeto de nuestro conocimiento, por su mera existencia”, sino también por “las imágenes de su expresión” (Jacinto Zavala, 1994, p. 239), es decir, por la conjunción del objeto tal cual y su experienciación:[10] “conocer es sentir y el sentir es conocer y actuar” (Jacinto Zavala, 1994, p. 247).
A esta acción de experienciación le corresponde lo que Patricia Cardona denomina dramaturgia del bailarín. Para la autora, la dramaturgia consiste en una operación mental que se traslada al cuerpo impregnada de significados, permitiendo que el bailarín inicie un proceso propio de investigación “para construir el sentido de esos códigos que se van a constituir en vehículos de comunicación con el espectador” (Cardona Lang, 1991). La propuesta de Cardona para que un bailarín haga dramaturgia apunta a que es necesario que este se convierta en actor y, por lo tanto, se introduzca en la ficción, trascendiendo el conteo de pasos, construyendo así una metáfora del cuerpo, de la cual resulta el orden dentro del caos, la estructuración de la realidad y, precisamente, la construcción de significados.
Esto es justamente lo que sucede en las danzas que se congregan en los atrios e inmediaciones de los templos, en donde la experienciación del danzante está estrechamente ligada a su pensamiento, en donde se refleja tanto su devoción como el conocimiento de la tradición y, por lo tanto, se autoidentifican como danzantes de manera individual, pero a su vez se sumergen en lo que Jean Le Bouch identifica como el “efecto socializante” (citado en: Medrano, 2001, p. 123) de la danza. Medrano menciona que, para todas las sociedades, “la danza es un medio esencial para participar de las manifestaciones emocionales del grupo y la expresión del cuerpo es utilizada como modo típico de manifestación de los afectos vividos en común” (2001, p. 24). Esa expresión del cuerpo, que cita el autor, es lo que Alberto Dallal identifica como la cultura del cuerpo, pues en esta se incluyen “tanto los aspectos físicos como aquellos ingredientes subjetivos, inmateriales, que tienen influencia en los conceptos y el manejo del cuerpo humano” (2012, p. 24).
Al considerar a los grupos de danzantes como una comunidad, se observa que la cultura del cuerpo que elaboran está directamente relacionada con el sacrificio. Al igual que en la época prehispánica, la finalidad del uso del cuerpo es la de invocar a alguna deidad. En la antigüedad, el sacrificio consistía en ofrecer la vida a través de la muerte; hoy en día, se ofrece la vida, pero en el sentido en que esta es dedicada a vivirse para la devoción a través de la danza. Anteriormente se ofrecían los corazones recién extraídos del pecho, pero para la actualidad se ofrendan el cansancio, el sudor, la lesiones en los pies y el soportar las inclemencias del tiempo, con el fin de agradar y demostrar la devoción. En términos de Fischer-Lichte (2011), podríamos determinar que el resultado de llevar a cabo una danza de tipo ritual o religiosa es la obtención de un cuerpo semiótico.
Más que una preparación técnica del cuerpo, para los Danzantes de Dios,[11] el cultivar su cuerpo para la danza, se traduce en realizar sus ensayos en las horas en las que el sol suele estar en su punto más alto, o el frío congela hasta el aliento, es decir, llevan a cabo las actividades de la danza en las condiciones climáticas más extremas, todo con la finalidad de la ofrenda devocional.
En general, la finalidad del uso del cuerpo en la danza es el de la expresión de los sentimientos, a través del movimiento; el Danzante de Dios no se descorporiza, pues no se convierte en un personaje en sentido literario, sino que más bien corporiza y encarna la significatividad de la devoción.
Por lo tanto, nos queda afirmar que las danzas de tipo religioso son una actividad expresiva constituida por los tres elementos que Nishida Kitarô propone como esenciales para ello: a) un contenido que es expresado: la devoción; b) la actividad de expresar o actividad expresiva: la danza como ejecución; y c) la expresión misma: la danza como práctica ritual.
Ya que se ha mencionado el movimiento, este es definido como “los conjuntos codificados de ejercicios y rutinas que capacitan a los cuerpos humanos para hacer danza” (Dallal, 2012, p. 30). Esto, para las danzas de concierto, se traduce en aquellas series de movimientos y técnicas creados por grandes coreógrafos y bailarines, que se utilizan tanto para enseñar la danza como disciplina artística como para realizar montajes escénicos, ya sea basados en grandes obras de la literatura o completamente inéditos. Incluso, las danzas clasificadas como regionales o folclóricas, que se derivan de aquellas que se ejecutan de manera festiva en las comunidades, para su enseñanza, utilizan técnicas de zapateado basadas en el flamenco.
Sin embargo, para las danzas de tipo religioso, este tipo de códigos técnicos no existe. La transmisión del conocimiento, en lo que a la práctica de la danza se refiere, se lleva a cabo a través de la acción sincrónica de observar y hacer los pasos y movimientos. Para muchas de estas agrupaciones de danzantes, la realidad es que, a pesar de que se programan días específicos para practicar, estas suelen estar llenas de compromisos, por lo que enseñar a los nuevos integrantes se vuelve un tanto difícil; por lo tanto, en la mayoría de las veces sus miembros aprenden a danzar al mismo tiempo que son partícipes de algún festejo a una imagen sagrada. Es por esto que se apuesta a afirmar que este tipo de expresión dancística está conformada por impulsos del movimiento.
Se entiende como impulso del movimiento a ese empuje que motiva a los seres a expresarse a través del cuerpo, que es equiparable al impulso que sienten los niños cuando están en el proceso de controlar su capacidad motriz y se valen de movimientos accidentados para expresar su júbilo o su enojo, o al impulso de los seres para expresar la euforia y los arrebatos. Dallal comenta que “el ser humano danza gracias a un ritmo interior implícito o explícito, voluntario o involuntario que se relaciona con las marcas del tiempo biológico en el cual se halla inmerso, sumergido y supeditado” (2012, p. 34). Entonces, los Danzantes de Dios, más que responder a una marcación técnica dancística, motivan ese impulso del movimiento, por un lado, gracias a los ritmos de las tamboras y violines,[12] y por el otro, debido a la significación que ellos mismos le otorgan al hecho de danzar. Al respecto, Fischer-Lichte comenta que en el momento en el que un danzante corporiza el impulso, este genera la posibilidad de que el cuerpo sea entendido “como objeto, como tema y fuente de constitución de símbolos, como material para la constitución de signos y como producto para inscripciones culturales” (2011, pp. 183-184). Es en esa posibilidad de constituir un significado, que el movimiento también se expresa a través de la forma, que precisamente dentro del arte de la danza se define como “el resultado externo de la significación: la manera en la cual se manifiesta está en las formas sucesivas o en la combinación de ellas. La forma constituye la apariencia de una danza” (Dallal, 2012, p. 38).
Existen dos maneras para desglosar la forma: una, se relaciona con los aditamentos que se usan al momento de ejecutar los movimientos, pues estos serán percibidos en conjunto con el cuerpo, volviendo todavía más visual a la danza. La otra, está conformada precisamente por el tipo de transiciones que se realizan con el cuerpo y en el espacio.
En las danzas de matachines su primera forma está conformada por su indumentaria, que se caracteriza por los grandes flecos que cuelgan del pecho, brazos, piernas y espalda, los cuales, al momento de danzar, conjugan su movimiento con el del cuerpo; también por las faldillas adornadas con carrizos, lentejuelas y cuentas de colores, así como los tocados o penachos colocados en sus cabezas. A esto se le añade maquillaje facial y la parafernalia compuesta por los arcos, sonajas y banderas para cerrar la forma visual de las danzas. Además de pertenecer al conjunto visual de la representación dancística tanto la indumentaria como la parafernalia constituyen el único vestigio tangible del acontecimiento, ya que, aun y cuando se vuelvan a utilizar en una nueva ejecución, su participación como parte de la forma visual será completamente otra, pues el acto de danzar, visto como un acontecimiento, es único e irrepetible.
La otra manera en la que se materializa la forma en las danzas de tipo religioso, es a través de la conjunción de dos de los siguientes tres elementos: las pisadas, los sones y las mudanzas. Las pisadas son los pasos que los danzantes realizan mientras ejecutan un movimiento, ya sea de cuadrilla (son) o de mudanza,[13] que de manera técnica nosotros denominaríamos a estos movimientos como coreografías.
La danza es una práctica relacionada con la percepción visual y, para que esto suceda, existe una relación con las luces y sombras que se producen de manera espontánea o premeditada al momento de danzar, pues “no hay danza si no existe el ámbito luminoso adecuado para que el espacio contenga a la pieza, al fenómeno, para que los espectadores sepan que el momento dancístico se ha iniciado, que prosigue, que termina” (Dallal, 2012, p. 36). Dallal (2012) denomina a esto como la relación luz-oscuridad, y aunque su origen como elemento de la danza surge de las artes escénicas, para el caso de las danzas de tipo religioso, se adecua la analogía que hace el autor al equiparar el hecho de que las representaciones corporales de tipo autóctono, en su mayoría, ejecuten sus actividades performativas bajo los rayos del sol como en las épocas primitivas, en las que los brujos o sacerdotes realizaban sus danzas alrededor de la hoguera, para así crear el efecto visual de agigantar su figura con las sombras producidas por la luz, con la finalidad de establecer una jerarquía que les permitía establecerse como autoridades con el poder de contactar a las deidades.
Al desglosar la danza como práctica, definiéndola y clasificándola se puede aseverar que es una manifestación de los seres humanos que está estrechamente ligada con los sentimientos, pensamientos y emociones, y con la necesidad de expresarlos cuando estos se vuelven difíciles de articular en palabras u oraciones. En las danzas de matachines, la religiosidad y la devoción son consideradas como estados de ánimo, sentimientos e, incluso, formas de vida, y quienes llevan a la práctica estos preceptos de fe terminan usando la danza como medio de expresión para poder comunicarse con su imagen alabada, puesto que las oraciones y la asistencia a los templos les terminan siendo insuficientes.
Conclusiones
Si bien, los factores que intervienen en los orígenes de una danza matachín de tipo urbano son varios, en el caso de las danzas que se observan en Ciudad Juárez, el motivo principal es la devoción; ya sea por una petición, una manda, un favor recibido o simplemente por la transmisión de una tradición familiar, no cabe duda de que la danza se vuelve un medio de expresión. Como se menciona antes, el expresarse a través del cuerpo ha sido un recurso intrínseco de la humanidad; por tanto, es aquí en donde se hace pertinente el reproche de Thomas Csordás hacia los estudios culturales respecto a las diversas definiciones que se han gestado acerca de la cultura, puesto que ninguna “ha tomado en serio la idea de que la cultura tiene su fundamento en el cuerpo humano” (citado a pie de página en: Fischer-Lichte, 2011, p. 184), es decir, se le debe de conceder al cuerpo su lugar como generador de texto, pues a través de él es que se conciben cuantiosas posibilidades de crear cualquier producción cultural. Por lo tanto, al equiparar la actividad performativa de los danzantes con una plegaria que involucra una serie de procesos rituales y festivos, entonces, se puede definir a este tipo de danza como un acontecimiento cultural.
Tal acontecimiento, aunque efímero, al momento de hacerse presente, se impregna tanto en quien lo observa como en quien lo efectúa. Al catalogar a la danza como efímera, no se hace en el sentido de Dallal (1983), en el que tal cualidad se debe a la falta de un código o un plan, que la convierte en espontánea, sino más bien es efímera porque es actual, se lleva a cabo en el tiempo presente y, a pesar de que posee códigos inscritos dentro de una tradición que la configuran para que se pueda reproducir posteriormente, esta nunca se repetirá de manera exacta. Es, entonces, que el cuerpo (tanto del espectador como del danzante) se transforma en lo que Nishida Kitarô denomina como órgano del contenido espiritual (Jacinto Zavala, 1994).
El entender al cuerpo como un productor de texto nos conduce a entender a la danza como un metalenguaje que es “eminentemente rítmico-cinético, con patrones estéticos culturalmente concebidos por su contraste con los movimientos no-dancísticos” (Bonfiglioli, 1995, p. 38). En las danzas de tipo religioso esto se vuelve tangible, pues, además de que se realizan los movimientos corporales que denotan fácilmente el hecho de que se está danzando, también existen procesos rituales coreográficos en los que no se deja de manifestar corporalmente la fe, sino que todavía se hace más evidente.
Según Bonfiglioli (1995), los hechos dancísticos se pueden distinguir en tres niveles. El primero, se conforma por elementos y normas que se ponen en práctica al momento de danzar, por lo que se consideran inconscientes; en el caso de las danzas religiosas, tales elementos serían los pasos o pisadas, que no siguen un orden preestablecido y que, incluso, se pueden ir redoblando o complicando el libre albedrío de quien dirige la danza. El segundo, ya es consciente y se conforma por reglas que se vuelven operativas y visibles: es “el habla coreográfica” (Bonfiglioli, 1995, p. 39) o lo que ya se mencionó que se conoce como las mudanzas y los sones. Por último, el tercero, que en este tipo de danzas funciona como el conjunto de los dos niveles anteriores, pues, al ser del conocimiento de la gran mayoría de las agrupaciones de danzantes, son considerados como “idiolectos coreográficos” (Bonfiglioli, 1995, p. 39). Estos ideolectos han vencido la fugacidad del acontecimiento dancístico y logrado permanecer dentro de la comunidad de Danzantes de Dios gracias a la tradición.
El cuerpo, en su acción de danzar, es la manifestación corporal de la tradición prehispánica de venerar a una divinidad y de la tradición evangelizadora de venerar a una imagen, que en el caso mexicano ha sido jerarquizado por la Virgen de Guadalupe. Por tanto, se coincide con Nájera cuando señala que “la expresión corporal de la danza es una manera de comunicación con la divinidad, es una forma de pasar de una realidad a otra, o quizá es expresar la realidad de un modo más intenso” (2003, p. 110). Las danzas de matachines han logrado pervivir, ya que se han estado ajustando de manera constante a la dinámica cambiante de la sociedad; sin embargo, cuando la adaptación ya no es factible, estas se reinventan. Es aquí en donde el danzante se convierte en un mediador que, a través de su actividad expresiva, torna su cuerpo en histórico, “no por su temporalidad sino por llevar a cuestas la responsabilidad por la tarea del mundo histórico” (Jacinto Zavala, 1994, p. 254), que, en el caso de las danzas religiosas, el cuerpo funcionaría como mediador para inculcar las reglas y valores que ya se han ido ejerciendo desde su concepción.
Dicha mediación, además, está sustentada por la significatividad surgida de los sentidos generados por la propia actividad expresiva. Aquí es en donde se retoma a Eco y a Peirce; al considerar a las danzas de tipo religioso como un signo, se puede encontrar que este se encuentra motivado por la devoción, la cual se materializa en el acto performativo del cual surgen diversos elementos simbólicos para su interpretación.
Los elementos simbólicos que surgen del acontecimiento de la danza, se ordenan siguiendo la mirada, tanto de quien ejecuta los movimientos como de quien los observa, es decir, desde el punto de vista del danzante y del espectador. Para el danzante, la configuración de su oración consta tanto de los movimientos del cuerpo y de este en el espacio como de la indumentaria y la parafernalia que la acompaña; por eso el calzado que utilizan consta de tres puntos para sostenerse, los cuales significan la Santísima Trinidad, que, al llevarla en los pies, eleva el poder de la pisada al danzar. De manera individual, y en conjunto, se realizan movimientos señalando los cuatro puntos cardinales, los cuales se relacionan tanto con el crucifijo como con los cuatro elementos y las cuatro estaciones.[14] Y, por último, están los círculos y los giros que simbolizan la unión, primero con Dios, y después como grupo de danzantes.
La danza, aunque no sencilla, es también uno de los actos de mayor preponderancia en las festividades religiosas, al grado tal de que se convierte en el punto focal de las mismas. Para Reneé de la Torre (2005) danzar es una manera de practicar la religión, sobre todo para aquellas danzas cuyo origen es indígena y su sentido es el de establecer contacto con lo divino; incluso, la devoción llega a ser tal que, para los que bailan, el danzar es como asistir a misa. Desde esta perspectiva, el cuerpo es el medio de expresión del hombre: es “el único centro de emociones en medio del universo, el cuerpo percibe, reacciona, teme desea, comunica, ama, acumula experiencias, es fuerte o es débil, el cuerpo expresa la cultura de origen de múltiples maneras” (Nájera, 2003, p. 107). Mediante la danza el cuerpo se torna expresivo y, por lo tanto, “podemos tornar expresiva la realidad entera” (Jacinto Zavala, 1994, p. 254). Es evidente que la religiosidad y la mediación expresiva del cuerpo, se concatenan con las creencias y los mitos, convirtiéndose en prácticas que pasan de ser actos normativos (si se habla de una formación religiosa) a ser eventos performativos, en donde se vuelcan las tradiciones, las costumbres y los simbolismos que caracterizan a una cultura.
Desde la perspectiva de los espectadores, la significatividad no se desglosa tan puntualmente, pues ellos reciben la danza como un acontecimiento, ellos observan los significados en conjunto, compartiendo con los danzantes el sentido de la fe, la oración y la devoción, pero, sobre todo, el sentido del sacrificio, que se hace evidente precisamente en el cuerpo que se empapa del sudor y del agua de lluvia, que cede y se ampolla, manchando calzado y aditamentos con sangre, pero sobre todo en los rostros de los danzantes que, a pesar del dolor, son capaces de manifestar gozo, de expresar su devoción y agradecimiento.
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Notas
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Publicación anticipada: e5619