Artículo científico

DEMOCRACIA Y VIOLENCIADE GÉNERO EN CHIHUAHUA

Democracy and gender-based violence inChihuahua

Jesús Antonio Camarillo Hinojosa
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México
Ilian Yasel Iradiel Villanueva Pérez
Tribunal Superior de Justicia del Estado de Chihuahua, México

Chihuahua Hoy

Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México

ISSN: 2448-8259

ISSN-e: 2448-7759

Periodicidad: Anual

vol. 20, núm. 20, 2022

chihuahua.hoy@uacj.mx

Recepción: 25 Marzo 2022

Aprobación: 31 Mayo 2022



DOI: https://doi.org/10.20983/chihuahuahoy.2022.20.6

UACJ

Resumen: En el artículo se explora la idea de que las demandas y la garantía de las libertades son incompatibles con un concepto restringido de la democracia. Su lucha controvierte, entre otras muchas cuestiones, una concepción estrictamente formal de la democracia que la identifica con una simple regla de la mayoría. Esa comprensión reduccionista sofoca los derechos de determinados grupos vulnerables. En ese contexto, las condiciones de desigualdad y violencia extrema en perjuicio de las mujeres no han encontrado la atención suficiente en las instituciones del estado de Chihuahua, aunadas a las grandes falencias del Estado mexicano en la materia. Bajo ese panorama, el texto también aborda la manera en que la irrupción del Tribunal Especializado en Violencia de Género pudiera responder a la necesidad de un tratamiento, en sede adjudicativa, aunque sea solo parcialmente, para estas legítimas exigencias.

Palabras clave: Chihuahua, democracia, derechos humanos, discriminación, Tribunal Especializado, violencia de género.

Abstract: The article explores the idea that the demands and the guarantee of freedoms are incompatible with a restricted concept of democracy. Their struggle controverts, among many other things, a strictly formal conception of democracy that identifies it with a simple majority rule. That reductionist understanding stifles the rights of certain vulnerable groups. In this context, the conditions of inequality and extreme violence against women have not received sufficient attention in the institutions of the state of Chihuahua, coupled with the great shortcomings of the Mexican State in this matter. Under this scenario, the text also addresses how the emergence of the Tribunal Especializado en Violencia de Género could respond to the need for a treatment, in adjudicative jurisdiction, even if only partially, for these legitimate demands.

Keywords: Chihuahua, democracy, discrimination, gender-based violence, human rights, Specialized Court.

INTRODUCCIÓN

Las demandas y las exigencias de las mujeres para el acceso a los derechos y la garantía de las libertades cuestionaron una concepción de la democracia y del ejercicio del poder, y, con ello, la organización social que legitima la discriminación. Lo anterior, a través de una de las principales críticas a la estructura: la esfera pública y de toma de decisiones está dominada por una tipología de lo masculino.

Pese a la existencia de una organización democrática, los derechos y las libertades se condicionaron a las diferencias entre grupos sociales y entre las personas, no para su respeto sino para su exclusión. En el primer caso, determinados atributos fueron más apreciados: lo blanco sobre lo negro, lo blanco sobre lo mestizo, lo mestizo sobre lo originario, el capital sobre el trabajo, etcétera. En el segundo, los atributos personales fueron los parámetros para determinar la experiencia de miles de seres humanos a categorías fijas de interacción en lo público o en lo privado.

La exigencia a los poderes públicos para garantizar experiencias desde la igualdad y la no-discriminación recorre un sinuoso camino. Visibilizar que no todas las experiencias humanas encuentran en este sistema democrático un correlato estructural de protección y, aún más, evidenciar que algunas poseen su correlato de justificación o tolerancia no ha significado una tarea sencilla. En ese sentido, el discurso de las teorías jurídicas feministas ha consistido, en buena parte, en el análisis del grado en el cual el sistema jurídico refleja y refuerza una perspectiva masculina, y ha consistido, en parte, en el análisis en relación con cómo las diferencias entre las mujeres y los hombres deberían o no ser reflejadas en las reglas jurídicas, las instituciones jurídicas y la educación jurídica (Bix, 2010, p. 283).

El acceso a la justicia no escapó a las dinámicas de privilegios. El estimar qué hechos son o no un delito, quién es o no víctima y de qué manera se repara el daño causado también cuenta con una importante dosis de visibilización, o falta de ella, sobre asimetrías de poder.

El esfuerzo de las mujeres para que los poderes públicos reconozcan la violencia de género permite un debate sobre políticas públicas encaminadas a la atención, la sanción y la erradicación de esa violencia. El acceso a la justicia se ubica en la agenda política de las mujeres.

Un Tribunal Especializado en Violencia de Género en el estado de Chihuahua, que posee una deuda histórica con el respeto a los derechos de las mujeres, se asume como una de las variadas acciones necesarias ante la declaratoria de la alerta de género de finales de 2021. El aumento en la incidencia en la violación a las libertades de las mujeres condujo a declarar la alerta de género en cinco municipios del estado: Cuauhtémoc, Chihuahua, Juárez, Parral y Guadalupe y Calvo.

Los trabajos del Tribunal responden a la necesidad de un juzgamiento especializado sobre esa violencia y sus efectos, que fue tenazmente negada e invisibilizada. La debida comprensión de las asimetrías de poder en las relaciones dinámicas, sean en la esfera pública o en la privada, constituye el punto de partida de quien juzgue para valorar la prueba y obtener de ello, mediante una decisión judicial, un fuerte llamado a la igualdad y el equilibrio en las relaciones de desventaja provocadas por las tolerancias sociales y políticas a la violencia de género.

La creación del Tribunal Especializado responde a demandas de acceso a la justicia con perspectiva de género en un Estado en el que la muerte de mujeres y niñas provocó un reproche internacional.

I. EL REDUCCIONISMO DE LA DEMOCRACIA COMO REGLA MAYORITARIA

Identificar y reducir la democracia con una regla mayoritaria es un juego peligroso que puede conducir a la tiranía de las mayorías. La agenda democrática contemporánea es sofisticada y ya no constituye una regla simple que hace del pulso mayoritario un cuestionable sustrato ético. Sin embargo, todavía existen posturas que siguen adoptando tal reduccionismo. Quienes así lo hacen suelen afirmar que la democracia como regla mayoritaria corresponde a un supuesto sentido originario, vinculando tal significado a las etapas clásicas de las teorías que dan cuenta del comportamiento político. No obstante, tal aserto puede ser susceptible de discusión, ya que si bien es cierto que la regla mayoritaria se evidencia, con frecuencia, a través de las prácticas y los procedimientos mayoritarios, lo que llevó a Atenas a elaborar uno de los sistemas más depurados de decisión mayoritaria en la institución de la Ecclesía y en las asambleas ciudadanas, sede de elecciones y deliberaciones en las que la aclamación era una de las claves, no menos cierto es, como afirma Giovanni Sartori (2003), que el procedimiento mayoritario constituía un mecanismo práctico, instrumental, ajeno a una doctrina que lo soportara o lo vinculara con la noción de la democracia. No era, pues, la regla de la mayoría un concepto estructurado teóricamente, sino solo una vía o un instrumento para tomar decisiones (Sartori, 2003).

También podemos apreciar que, en sentido estricto, en la concepción aristotélica la cuestión mayoritaria no define un tipo de régimen, ya que constituye un simple instrumento, un procedimiento, que es compatible con cualquier forma pura de gobierno; una prueba de ello es que en las oligarquías es principio fundamental que la decisión de la autoridad sea de la mayoría de los gobernantes. Para Aristóteles es un accidente que pocos o muchos tengan el poder: unos en las oligarquías y otros en las democracias. Los asuntos de orden numérico, bajo la teoría aristotélica, no pueden constituir una diferencia medular, pues en lo que verdaderamente difieren entre sí la democracia y la oligarquía es en la pobreza y en la riqueza. En tal vertiente, Aristóteles sostuvo que lo que distingue a una forma de gobierno de otra no es el número, sino la condición social de quienes gobiernan: no un elemento cuantitativo sino cualitativo (Aristóteles, 1976, p. 205).

Tampoco en Roma aparece con claridad una posición que defienda una cualidad sustancial de la mayoría, puesto que, en el derecho romano, mayoría y minoría no funcionan como dos partes enfrentadas en la defensa de unos derechos contrapuestos dentro del todo que es la corporación. En el derecho romano, la regla de la mayoría fue concebida como el procedimiento necesario —o el más idóneo— para la formulación de una decisión colectiva en las universitates, esto es, asociaciones de personas en las que la unión de los individuos produce un sujeto colectivo diferente de sus partes y superior a ellas (Bobbio, 2002, p. 464).

Es posible, entonces, que la construcción teórica que vincula de manera sustantiva la regla de la mayoría con un sistema de ejercicio del poder sea tardía. Esto se aprecia, por ejemplo, en la obra de John Locke (1996), cuando describe la forma en que surge la sociedad política o civil, es decir, el momento en que cada uno de los miembros abandona su poder natural, abdicando de él, para ponerlo en manos de la comunidad. Así, si para constituir la sociedad política o civil era necesario contar con el consentimiento de cada uno de los integrantes de la comunidad, ya que solamente a través de este se podía renunciar a la libertad que implica para el individuo el estado de naturaleza, una vez que se ha configurado esa sociedad política adquiere el carácter de cuerpo único que, para actuar en calidad de tal, ha de ser por voluntad y determinación de la mayoría.

Pues cuando un número cualquiera de hombres, con el consentimiento de cada individuo, ha formado una comunidad, ha hecho de esa comunidad un cuerpo con poder de actuar corporativamente; lo cual sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la mayoría. Porque como lo que hace actuar a una comunidad es únicamente el consentimiento de los individuos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir el consenso de la mayoría. (Locke, 1996, p. 112)

Esa dimensión sustancial con la que Locke (1996) concibe al principio mayoritario no se observa en anteriores enfoques filosóficos, en los que, teniendo presente la regla de la mayoría, esta solo representa un aspecto instrumental. Por el contrario, para Locke (1996), su importancia es tal que irrumpe como elemento de legitimación del ejercicio del poder. Refiriéndose a la regla de la mayoría, afirma:

[…] Así, lo que origina y de hecho constituye una sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad. Eso es, y solamente eso, lo que pudo dar origen a los gobiernos legales del mundo. (Locke, 1996, p. 114)

Esto constituye un punto de inflexión, puesto que, a partir de aquí, la idea de democracia se vincula a la regla de la mayoría y la democracia irrumpe como un mandato. En esa misma línea, se entiende que en la democracia se someten las decisiones a la regla mayoritaria; sin embargo, reducir la idea de la democracia a un procedimiento en el que se privilegia la regla mayoritaria encuentra severas objeciones.

Una de esas críticas radica en que quienes reducen la democracia a una mera regla mayoritaria parecen derivar una legitimidad axiológica del mero recuento de votos. Existe, pues, un tipo de sobreevaluación de la dimensión axiológica del voto. El argumento se reduce a un aspecto cuantitativo. Es una suma de cosas iguales, igual voto, iguales derechos y esto se convierte en una situación que genera la percepción de “mayor derecho”. Pero los números pueden generar fuerza y no siempre legitimidad. Sartori (2003) ha señalado: “Una mayoría es siempre y únicamente una cantidad, y una cantidad no legitima nada” (p. 141).

Sobre la imposibilidad de justificar el principio de mayoría atendiendo solo al aspecto cuantitativo también se pronunció Hans Kelsen (2002):

Sería imposible justificar el principio de la mayoría diciendo que más votos tienen mayor peso que menor cantidad de ellos. De la presunción puramente negativa de que uno no vale más que otro, no puede deducirse positivamente que deba prevalecer la opinión de la mayoría. Si se tratase de inferir el principio de la mayoría de la sola idea de la igualdad, se le daría el carácter mecánico y ausente de espiritualidad que le reprochan los partidarios de la autocracia. Sólo sería la expresión pobremente formulada de la realidad de ser superiores los muchos a los pocos, y la afirmación de ser la fuerza antes que el derecho, sólo quedaría superada por convertirla en principio jurídico. (p. 23)

Así, pues, esta noción de democracia reducida a la regla de la mayoría debe ceder para dar pie a una democracia de carácter sustantivo, no entendida esta en un sentido esencialista sino en lo que podríamos denominar como democracia constitucional caracterizada por contar, como algunos de sus ejes vertebrales, con una Constitución, derechos fundamentales y un órgano encargado de ejercer el control de regularidad constitucional.

Frente a dicho panorama, una noción de democracia formal, concebida como un método para tomar decisiones públicas mediante el principio de las mayorías y que solo es referida al quién y al cómo de las decisiones, deja de ser prioritaria o, si se quiere, de ser el sustrato medular de la democracia, para dar paso a una concepción de índole sustancial en la que irrumpen los derechos fundamentales como vínculos, tanto negativos como positivos, impuestos a la democracia constitucional. Los primeros, concebidos como vínculos generados por los derechos de libertad que ningún tipo de mayoría puede restringir o eliminar; y los segundos, entendidos como vínculos relativos a lo que la misma Constitución, en el ámbito de sus prescripciones fundamentales, considera como tareas que el legislador debe cumplir, sobre todo, en el ámbito de los derechos sociales.

En ese orden, una sociedad democrática se caracteriza no solo por la participación política de la ciudadanía mediante un sufragio secreto, libre y periódico o por el debate o la negociación de políticas públicas y la solución de los conflictos, la libertad de expresión o el desarrollo humano, la autonomía de los poderes públicos y sus límites confiados en un marco normativo general y la rendición de cuentas, sino cuando existen las condiciones, para que, en la esfera individual, se ejerza la autodeterminación y la garantía de que todos los proyectos de vida tengan posibilidad para su desarrollo. Proyectos de vida enmarcados en esas reglas del juego que pactamos para generar espacios de igualdad, progreso e inclusión, que da sentido y dota de facultades a las instituciones.

Muchos pueden ser los obstáculos a la democracia en la esfera pública, laboral, educativa, doméstica, etcétera. Uno de los grandes desafíos de las democracias contemporáneas es la violencia de género.

Su reconocimiento internacional como consecuencia de las relaciones históricamente desiguales entre mujeres y hombres, a través de mecanismos que desvaloran lo femenino frente a lo masculino, que perpetúan y normalizan el ejercicio del dominio de los hombres sobre las mujeres identificado en la estructura social a causa de factores culturales (Soleto, 2015, p. 38) favoreció el reclamo de la sociedad organizada, para que las instituciones respondan a ejes de prevención, sanción y erradicación.

Como lo ha sostenido Catharine MacKinnon (1995), el legalismo liberal ha fungido como un medio para hacer que el dominio masculino sea invisible y legítimo, adoptando el punto de vista masculino en el derecho e imponiendo, al mismo tiempo, esa visión en la sociedad. Así, a través de la mediación legal, dicho dominio se presenta como característica de la vida y no como interpretación unilateral impuesta por la fuerza en beneficio de un grupo dominante (p. 211).

Así, por mucho tiempo, la vida institucional en Chihuahua no tuvo conexión con el reconocimiento internacional sobre la violencia de género. En el ámbito universal de protección a los derechos humanos, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer hacía eco desde 1979 como el primer tratado que reconoció las condiciones estructurales de desventaja entre mujeres y hombres, fuente principal de discriminación en perjuicio de estas. Mientras que, en el regional, desde 1995, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer elevó por primera vez el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia.

La Plataforma de Acción de Beijing, en ese mismo año, formuló importantes compromisos en doce esferas de especial preocupación: la mujer y medio ambiente; la mujer en el ejercicio del poder y la adopción de decisiones; la niña; la mujer y la economía; la mujer y la pobreza; la violencia contra la mujer; los derechos humanos de la mujer; educación y capacitación de la mujer; mecanismos institucionales para el adelanto de la mujer; la mujer y la salud; la mujer y los medios de difusión; y la mujer y los conflictos armados (onu, s. f.) Misma década que pasó a la ignominia, al igual que las siguientes, por la desaparición y muerte de mujeres en Ciudad Juárez.

Hechos que no fueron atendidos con debida diligencia y que marcaron el inicio de movimientos estatales en defensa de los derechos humanos de las mujeres,[3] con el fin de visibilizar la violencia que ahora se identifica como feminicida y que comenzó a informarse a la opinión pública en breves y escuetas notas periodísticas que recopiló con interés la activista Esther Chávez Cano desde 1993 (Castorena, 2021, p. 48).

Pasaría una década para que la inactividad estatal en la desaparición y muerte de mujeres en Ciudad Juárez fuera motivo de responsabilidad en el ámbito regional de protección de los derechos humanos. El camino hacia la Corte Interamericana fue precedido por diversas acciones de las víctimas indirectas, organizaciones y colectivos.

En 1998 la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió la Recomendación 44/98 dirigida al gobernador del estado y al Ayuntamiento de Ciudad Juárez, relativa a la muerte violenta de treinta y seis mujeres entre 1996 y 1997. Se reconoció que diversos servidores públicos de Gobierno del Estado y municipal de Ciudad Juárez dejaron de cumplir con las obligaciones legales que el encargo público impone y recomendó iniciar una investigación en contra de quienes omitieron cumplir con su deber (cndh, s. f.).

Recomendación que tuvo por objeto identificar no solo las omisiones en la atención temprana o la falta de ella, las deficiencias en las investigaciones o su ausencia y, por tanto, la violación a los derechos de las víctimas y sus familiares, sino una serie de acciones a cargo de las instituciones del Estado y del municipio tendientes a erradicar el fenómeno delictivo en el municipio de Juárez (cndh, s. f., p. 62), al que hoy es posible llamar violencia feminicida. Recomendaciones que a la fecha no logran su cometido.

Un año después, las víctimas indirectas y organizaciones civiles se presentaron ante la relatora Especial sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias, quien en el Informe calificó la muerte de mujeres en Ciudad Juárez como delitos de carácter sexista y denunció el desinterés de las autoridades para investigarlos. Además, enfatizó que los sucesos en Ciudad Juárez son el típico ejemplo del delito sexista favorecido por la impunidad (onu/cndh, 1999, p. 28).

Luego, en 2001, el relator Especial sobre la Independencia de Magistrados y Abogados concluyó la ineficacia e ineptitud de las investigaciones sobre los más de 189 asesinatos de mujeres cometidos desde 1994 en Ciudad Juárez, Chihuahua, y las desigualdades de género (onu/cndh, 2001, p. 5).

La visibilización de un contexto que favorece la discriminación y la violencia en contra de las mujeres en el estado de Chihuahua y en todo el país fue un paso esencial para que los poderes públicos diseñaran políticas encaminadas a la atención de esta violencia, a través de la creación de instituciones o de su fortalecimiento.

Así, pasaría una década de denuncias, marchas, foros, llamados para acciones públicas de víctimas indirectas, organizaciones, frentes y colectivos durante las administraciones estatales de Francisco Barrio Terrazas, Patricio Martínez García, José Reyes Baeza, César Duarte Jáquez y bajo los desatinos de quienes llevaron la rienda del Ejecutivo federal, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa, en paralelo y a gran distancia de las Declaraciones, Convenciones, Recomendaciones y los Informes en sede internacional sobre derechos humanos de las mujeres frente a la sinrazón doméstica, en donde el dolor social punzante por la muerte y desaparición de mujeres, se enfrentó con la falta de atención; fue manifiesta la responsabilidad del Estado en 2009 cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió la sentencia “González y otras”, conocida como “Campo Algodonero”, referida a la muerte de Laura Berenice Ramos Monárrez, Claudia Ivette González y Esmeralda Herrera Monreal, quienes fueron encontradas en un campo algodonero en Ciudad Juárez con los cuerpos de otras cinco mujeres con rastros visibles de tortura y violencia sexual.

La sentencia ocupa los anales de la historia como una resolución pionera. Por primera vez, se sancionó a un Estado por violaciones a la Convención de Belém do Pará y, hasta entonces, fue de las pocas sentencias que destacó el incumplimiento del Estado en su deber de prevenir con la debida diligencia hechos causados por personas no-identificadas como funcionarios. Además, la Corte nunca había construido un grueso camino argumentativo con perspectiva de género, que le permitió reconocer la existencia de grupos históricamente discriminados y, lo más relevante, un contexto general de violencia en contra de las mujeres y la incapacidad del Estado para atender esa violencia.

El escenario del que habló la Corte, se evidenció, entre otros, por el informe de la relatora sobre la Violencia contra la Mujer de la Organización de las Naciones Unidas de 2006, que visibilizó la desigualdad de género en la sociedad mexicana y recalcó la influencia de ciertas fuerzas de cambio, dentro de las cuales se contempló la incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo, que pusieron en entredicho las bases del “machismo” y generaron una mayor situación de violencia contra ellas. Destacó que la indiferencia, negligencia o, incluso, la obstrucción deliberada en que incurrían inicialmente las autoridades estatales en las actuaciones referidas al asesinato de cientos de mujeres en Ciudad Juárez constituían una denegación de protección y justicia (onu, 2006, p. 23).

En 2007 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio a conocer el Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Víctimas de Violencia en las Américas, en el que se evidenció un patrón de impunidad sistemática en el procesamiento judicial y en las actuaciones en torno a los casos de violencia contra las mujeres, debido a que la mayoría de los casos carecen de investigación, sanción y reparación efectiva. Igualmente dio cuenta de que la discriminación y la violencia contra las mujeres todavía son hechos aceptados en las sociedades americanas, lo que se refleja en la respuesta de funcionarios de la administración de justicia hacia las mujeres víctimas de violencia y en el tratamiento de los casos (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2007, párrs. 124-125).

Como si tal inercia social no bastara, Ciudad Juárez, el estado de Chihuahua y todo el país sufrían los embates de la violencia producida por el crimen organizado, que se recrudeció por la deplorable estrategia —o falta de ella— en el supuesto combate al narcotráfico del entonces presidente de la república, Felipe Calderón.

La muerte inundó las calles de las ciudades, rancherías y comunidades. El actual Paso del Norte figuró, de nuevo, en las notas nacionales e internacionales en el nada honroso sitio de la ciudad más peligrosa del mundo (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, A. C., 2010). Con ejecuciones por doquier, secuestros, desapariciones forzadas y extorsiones, la atención de la violencia y la discriminación en contra de la mujer no parecía prioritaria.

Las familias de las víctimas y las organizaciones no cejaron en su denuncia pública sobre la abrumadora discriminación, violencia y la desigualdad en el ejercicio de los derechos en perjuicio de las mujeres, que se demostró a nivel internacional en un proceso por el que se declaró la responsabilidad del Estado. La obligación de prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género de la que hacen resonancia los tratados y las convenciones en derechos humanos de las mujeres está lejos de hacerse realidad.

II. LA IRRUPCIÓN DEL MODELO ACUSATORIO Y ADVERSARIAL

En 2008 la Reforma Constitucional sobre el sistema procesal penal, se justificó por la desconfianza en el sistema de justicia y la percepción de impunidad (Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, A. C., 2010, p. 21). En el estado de Chihuahua, el sistema penal acusatorio y adversarial empezó en su capital en 2007. En 2008, en Ciudad Juárez; y para el segundo semestre, en el resto del estado.

La apuesta fue alta: el tránsito del sistema inquisitivo al penal acusatorio implicó retos importantes no solo a nivel operativo; los principales consistieron en fincar en la mente de las personas profesionales del derecho un modelo diferente de juzgamiento, en el que el acto probatorio debe ser en presencia de quien juzgue. La audiencia pública y oral, la contradicción, la presunción de inocencia, la posibilidad de enfrentar el cargo en libertad y los medios alternos a la sentencia para la solución de los conflictos, a través de importantes cuotas de reinserción, permitieron al sistema acusatorio agilizar los procesos penales. Sin embargo, la desazón de impunidad no mermó.

La creciente e incontenible ola de violencia generada por el crimen organizado en el estado y en Ciudad Juárez, particularmente, fue la justificación perfecta para que el Ejército ocupara la frontera. Con las Fuerzas Armadas en las calles y la violencia en aumento, las personas y sus derechos no gozaron de la mejor época.

El endurecimiento de las penas en el marco punitivo estatal, que dio vida a la prisión vitalicia para los delitos de extorsión, homicidio bajo determinados supuestos y secuestro (hasta que dejó de ser competencia de las entidades federativas) tampoco contribuyó a una cultura de respeto a la dignidad.

El sistema penal acusatorio se puso a prueba, pues no solo debía fungir como la herramienta primordial para garantizar el acceso a la justicia de las personas imputadas, sino de las olvidadas del proceso penal: las víctimas. Y, dentro de aquellas, a las invisibilizadas permanentes: las mujeres víctimas de violencia de género.

Muy pronto se vio que un cambio de sistema penal, pese a sus bondades, no garantizó el abandono de los estereotipos de género causantes de los sesgos cognitivos a la hora de observar y valorar la prueba en una sede judicial, cuyo resultado no es más que la discriminación y la imposibilidad de acceder a la justicia. Tópicos reiterados en los diferentes informes y las relatorías internacionales.

En 2009, año de la sentencia del “Campo Algodonero”, las instituciones intentaron con pasos trémulos e incipientes responder a las exigencias para la prevención, sanción y erradicación de la violencia de género. Surgía la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim) en ejecución de una política pública que se acuñó en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (Castorena, 2021, p. 110). En el escenario estatal, desde 2006, la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia reconocía las diversas modalidades y los tipos de violencia que transgreden a las mujeres.

No obstante, en el estado, mujeres, niñas y adolescentes desaparecían o continuaban con ese estatus o sufrían la violencia más extrema: la feminicida. Cientos de familias unidas por el dolor, la incertidumbre o la muerte.

En 2002 otra joven fue víctima de la violencia feminicida. El hecho, llevado por la firme voluntad de su madre hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, generó un acuerdo amistoso en el caso 12.551 Paloma Angélica Escobar Ledezma y otros vs. México. En el informe, la Comisión Interamericana determinó violación del Estado mexicano a los artículos 1.1, 2, 4, 5, 5.1, 8, 17 y 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos[4] y del artículo 7 de la Convención de Belém do Pará,[5] que se destaca por el reconocimiento de la violencia contra la mujer y la obligación de los Estados parte para prevenir, sancionar y erradicar dicha violencia. Como parte del acuerdo, Gobierno del Estado se comprometió a la creación de una Fiscalía Especializada y a la propuesta del reglamento que regiría el funcionamiento de la Fiscalía en un plazo no mayor de tres meses contados a partir de la entrada en vigor del Decreto de su creación (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, s. f., p. 57).

Así, el 4 de febrero de 2012 se publicó en el Periódico Oficial del Estado de Chihuahua el Decreto No. 733/12 del Poder Ejecutivo, por el que se creó la Fiscalía Especializada en Atención a Mujeres Víctimas del Delito por Razones de Género y a la Familia (Periódico Oficial del Estado, 4 de febrero de 2012, p. 499).

Meses antes, el 8 de marzo de 2011, se inauguró el Centro de Justicia para las Mujeres (Cejum) en la ciudad de Chihuahua, que lleva por nombre Paloma Angélica Escobar Ledezma. En Ciudad Juárez, el Cejum fue nombrado en honor a otra mujer víctima de violencia feminicida: Marisela Escobedo.

A pesar de la creación de instituciones o el fortalecimiento de otras y la exigencia de una investigación especializada en violencia de género, el espacio de juzgamiento continuó con el conocimiento de los casos solo bajo las pautas procesales de un sistema nuevo en materia penal, en el que la persistencia de estereotipos y prejuicios en quienes operan el sistema dificultó la identificación y la sanción de la violencia de género, y, por tanto, la protección judicial de las víctimas.

III. EL TRIBUNAL ESPECIALIZADO EN VIOLENCIA DE GÉNERO EN CHIHUAHUA: UNA DEUDA HISTÓRICA

La necesidad de un Tribunal Especializado surge como una alternativa a las preocupaciones que apuntan a que el sistema de justicia criminal no aborda adecuadamente las necesidades de la víctima, del imputado o del sistema de justicia en los casos de violencia de género (Morales, s. f., p. 40).

Las Naciones Unidas, a través de la División para el Adelanto de la Mujer del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales, recomendó la creación de Tribunales Especializados o procedimientos judiciales especiales que garanticen la tramitación oportuna y eficiente de asuntos de violencia contra la mujer, así como velar por que el personal asignado al Tribunal Especializado reciba capacitación especializada (onu, 2010, p. 20).

Bajo tales recomendaciones, en Ciudad Juárez, durante 2015, se creó un programa piloto relativo al Tribunal Especializado en Violencia Familiar. En 2016 el proyecto culminó, debido al marcado desinterés por corregir las deficiencias constantes en la atención a la violencia de género, que consisten principalmente en: a) insuficiencia general de las medidas de protección en orden de prevenir más abusos; b) incapacidad del Sistema de identificar qué agresores son “letales” y cuáles no; y c) tratamiento con frecuencia superficial de los casos de violencia familiar en los tribunales (Morales, s. f., p. 40).

El acceso a la justicia es un derecho humano ampliamente reconocido a nivel convencional y un derecho fundamental que se advierte en tres grandes líneas: 1) la posibilidad de acudir a la jurisdicción a través de herramientas efectivas; 2) un proceso debido, en el que se garantice el derecho a audiencia, el derecho al acto probatorio, el derecho a confrontar o refutar, y la obligación judicial de explicar la razón de sus decisiones; y 3) la posibilidad de ejecutar la sentencia. Ese camino discurre en forma necesaria a partir del derecho a la igualdad, el que contiene una cláusula de no-discriminación por razón de sexo, género, origen étnico, nacionalidad, edad, preferencias sexuales, opiniones, etcétera, y que posee un papel trascendente en la forma en la que se imparte justicia día con día en los tribunales estatales.

Con la experiencia del pasado, durante la contingencia sanitaria por la propagación del coronavirus (sars-cov-2) y la enfermedad covid-19, calificada como “pandemia” por la Organización Mundial de la Salud el once de marzo de dos mil veinte, surgió en septiembre de ese año el Tribunal Especializado en Violencia de Género en Ciudad Juárez. Su actividad jurisdiccional se encamina hacia un objetivo claro: el ejercicio de la tutela judicial efectiva que, bajo los cánones del artículo 17 de la Constitución mexicana, se materializa a través de una justicia pronta, completa, imparcial y gratuita, que obliga a una visión crítica sobre los procesos judiciales en los que se involucran sectores de la población históricamente excluidos del ejercicio y de la defensa de sus derechos.

En ese sentido, es pertinente recordar que la discriminación como antítesis del derecho a la igualdad se ubica como uno de los principales obstáculos para acceder a la justicia. Y uno de los vehículos por el que la discriminación transita es, sin duda, la violencia. La necesidad de comprender las complejidades de la violencia y su tratamiento en la administración de la justicia conforma la tarea del Tribunal Especializado, dirigido a observar la tipología y las modalidades de la violencia que, en la mayoría de los casos, bajo una visión tradicional, no era identificada ni atendida en forma integral.

Las resoluciones del Tribunal Especializado no solo cumplen con la función de dirimir la controversia entre las partes, sino que cuentan con una misión dentro de la estructura: disminuir las brechas de desigualdad entre mujeres y hombres mediante la garantía del acceso a la justicia y atajar los altos niveles de impunidad.

No obstante, una pregunta ronda de forma incisiva: ¿por qué el Estado no había reconocido la violencia de género? Quizá tiene que ver, por un lado, con el interés por la defensa del innegable producto de la desigualdad: los privilegios. Y, por otro, con la incomodidad que generan sus límites: los derechos.

Los poderes públicos se organizan sobre bases teóricas determinadas provenientes de un momento histórico concreto. En Chihuahua, la vida institucional se caracterizó por la negación de la violencia en contra de la mujer. El porqué de esa ceguera puede responderse a partir de la construcción misma del poder y del contenido ideológico que hay detrás.

La forma en que el poder se ejerce, se controla o se limita posee una fuerte carga ideológica. La institucionalización de ese poder no escapa a esos contenidos. En el marco nacional, el poder constituyente evocó parámetros de una Teoría clásica del Estado: derechos sociales —como conquista de la revolución— e individuales —herencia del Estado moderno—, organización, competencias y facultades, pero dejó fuera una parte importante y significativa de la sociedad.

La inercia de ese olvido se filtró en la institucionalización y en su proyección pública. Fue necesario que un movimiento social y político, el feminismo, criticara la exclusión sistémica de las mujeres en la toma de decisiones en el orden público y denunciara la construcción cultural de sus cuerpos sobre bases de explotación y sometimiento. Construcción en la que el Estado, la religión y la cultura tuvieron mucho que decir.

El silencio institucionalizado bajo la fachada de la neutralidad y la generalidad, el primero como eje de la aplicación normativa y el segundo como su objeto de protección, negó toda experiencia de desigualdad y de discriminación basada en el género.

Las instituciones respondieron a un ejercicio de poder en el que los derechos fueron pensados en función de una mitad de la población, mientras que la otra se entendió incluida. El esquema ideológico sobre la posición relegada de las mujeres en los asuntos públicos de hondas raíces en la organización social tuvo efecto en las instituciones públicas. El espacio doméstico tampoco significó fomento para el libre desarrollo de la personalidad ni garantía para una vida libre de violencia.

El pacto político que se dijo suficiente para la creación del Estado y el reconocimiento de los derechos y de las libertades de las personas no alcanzó para que las mujeres tuvieran acceso a la esfera pública y a los espacios de toma de decisiones, y tampoco garantizó los derechos básicos a la integridad personal, a la salud, a la libertad y a la seguridad sexual, al trabajo, y a ser apreciadas y valoradas al interior de las familias.

La herencia de desigualdad puede ilustrarse sin mucho esfuerzo con la reforma tardía al artículo 34 de la Constitución General, del 17 de octubre de 1953, relativa a la ciudadanía de las mujeres y el derecho al voto. ¿Sobre qué base se construyeron las instituciones públicas de una sociedad en donde las mujeres no eran ciudadanas sino solo habitantes de este país? ¿Qué sentido discriminatorio podría existir en la creación de políticas públicas?

Baste ello, entre muchos ejemplos, para apuntalar que nuestra democracia se construyó desde el sexismo y la legitimación de la desigualdad. De ahí, la necesidad de la tutela reforzada de los derechos de las mujeres que se produjo con una serie de normas convencionales cuyos contenidos no impregnaron el marco institucional de Chihuahua, sino después de una sentencia en el ámbito regional de protección de derechos humanos por la responsabilidad internacional de México en la muerte de Laura Berenice Ramos Monárrez, Claudia Ivette González y Esmeralda Herrera Monreal.

El acceso a la justicia, limitado por las dinámicas de una estructura que favorece determinados atributos e ignora las demandas de las mujeres, exige su puntual garantía a favor de los sectores sociales históricamente excluidos, debido a que encuentra en la desigualdad un obstáculo sorteable, únicamente, a través de una fórmula de Estado democrático cuya base axiológica y normativa garantice a todas las personas el acceso a la igualdad de oportunidades y de recursos para el desarrollo de su personalidad (Galván, 2018, p. 197).

La notoriedad jurídica de la violencia de género comenzó su camino con determinadas figuras delictivas que sancionan conductas productoras de violencia en espacios que estuvieron exentos de protección: desde la familia, el espacio público, hasta el acceso a los puestos de elección popular.

En las unidades familiares, tradicionalmente entendidas como zonas privadas y exentas de todo tipo de intromisión, el desmontaje de la significación de los atributos condujo a la revelación de verdaderas relaciones asimétricas, de abuso de poder, y a la desmitificación del disciplinamiento. El sometimiento a la voluntad ajena, la banalización del cuerpo de las mujeres y la negación del espacio público para ellas condujo a la identificación de la violencia feminicida. En tanto que la violencia política de género también expuso los obstáculos estructurales para que las mujeres accedan a posiciones en los ejercicios democráticos.

Los poderes públicos fueron forzados a reconocer la violencia de género y a generar políticas públicas de atención. Las acciones encaminadas a prevenir, sancionar y erradicar ese tipo de violencia, se deben a una lógica de igualdad, de inclusión, de garantía en el acceso a la toma de decisiones y en el ejercicio de los derechos y de las libertades.

Con el fin de revertir los nocivos efectos de la discriminación y la desigualdad que negaron o toleraron las instituciones del Estado, se debe, desde el ámbito de su competencia y de sus facultades, trabajar en una serie de claras obligaciones: 1) una educación no machista, 2) promover la formación especializada de quienes trabajen con víctimas de violencia de género, 3) sensibilizar a la sociedad para que condene y no tolere la violencia de género, 4) garantizar una red de servicios y de centros de ayuda a las víctimas de violencia de género, 5) dotar de medios económicos a los programas de asistencia en favor de las víctimas, 6) fomentar un trato igualitario, inclusivo y de desarrollo humano, 7) generar políticas transversales de atención a la violencia de género, y 8) garantizar la coordinación entre las instituciones (Gómez, 2017).

De frente a esa realidad, el Tribunal Especializado debe cumplir con una función visibilizadora de las conductas que produce un orden social, en donde las asimetrías de poder se toleran o se justifican y se ignoran los efectos en la vigencia de los derechos y de las libertades de quienes, según sus atributos, encuadran en una categoría o en una concepción sociocultural de ellos.

Urge que los procesos judiciales en los que se ventilen los efectos de la violencia de género adopten mecanismos que permitan comprender el papel que juegan, en el caso concreto, los roles y estereotipos acuñados y auspiciados por una democracia que legitimó la selectividad en el ejercicio de los derechos.

Uno de los principales senderos para esa comprensión, sin duda, se constituye por la ponderación de la persona que juzga el hecho debatido. La prueba en el proceso no se limita a dirimir la cuestión a favor de quien la aduce, sino que posee un alcance superior cuando se valora mediante un conocimiento especializado que permita el equilibrio entre las partes al identificar posiciones de desventaja en el ejercicio de los derechos. Así, la visión especializada conlleva un análisis de las relaciones interpersonales con el fin de conocer la posición material, no formal, en el ejercicio de las libertades de quienes se involucran en el hecho y los factores que concurren en ese ejercicio.

El entendimiento especializado sobre la violencia de género condujo a que los poderes públicos ajustaran su ejercicio, en los diferentes ámbitos de actuación, a esquemas que respondan al fin último: erradicar la violencia de género.

El Tribunal Especializado en Violencia de Género debe su origen en la deuda histórica al acceso a la justicia de quienes padecen una violencia no fácilmente detectable por su alto nivel de tolerancia y justificación. El tratamiento especializado implica una conjunción de disciplinas y áreas de saber que expliquen las causas y los efectos de la violencia.

La complejidad de esta violencia obliga a que profesionales de diferentes áreas del saber coadyuven en su tratamiento judicial. La interdisciplinariedad produce un diálogo entre las diversas ciencias que concurren a su estudio pericial, pues integran los elementos o fundamentos teóricos de cada aporte científico para la gestión del riesgo en quien sufre la violencia de género.

El Tribunal Especializado se apoya de la Comisión Interdisciplinaria que se conforma de profesionales en psicología, trabajo social y criminología. Esta última, un paso adelante, debido a que se carecía de esa disciplina en el ejercicio jurisdiccional.

La función interdisciplinaria consiste en la identificación, el análisis y la valoración pericial del riesgo, de las modalidades y de los tipos de violencia, y, sobre todo, en la posibilidad de detectar la violencia feminicida, cuestión en la que fracasa el modelo tradicional de juzgamiento. El propósito consiste en que el Tribunal cuente con opiniones expertas desde los fundamentos de diversas ciencias, para que las resoluciones judiciales cumplan con esa medida de satisfacción que se reconoce en la Ley General de Víctimas.

Las garantías para el acceso a la justicia y la no-discriminación enarbolada por discursos conmemorativos desde las sedes de los poderes públicos, se enfrentan con un contexto de violencia que originó la alerta de género en cinco municipios del estado.

Este mecanismo, con asilo en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, tiene como objeto establecer a partir de política pública medidas inmediatas y urgentes para la atención de la violencia en contra de mujeres y niñas que, como mecanismo preventivo, busca garantizar las condiciones ambientales necesarias para que las mujeres puedan desarrollar su personalidad con libertad (Santa Rita, 2019, p. 105).

Los objetivos de la alerta de género no solo se refieren a una acción a corto plazo, sino que también persiguen una meta técnico-jurídica: eliminar las desigualdades legales (Santa Rita, 2019, p. 106). Es por ello que su declaratoria, es decir, el mensaje dirigido a la población y a las autoridades, contribuye al fortalecimiento del derecho de las víctimas de violencia de género para acceder a la justicia, pues constituye un excelente foro de análisis para eliminar cualquier clase de norma que cause perjuicio en términos de inobservancia de los derechos humanos (Santa Rita, 2019, p. 106). Y, sin duda, el escenario pertinente para el fortalecimiento de aquellos espacios de atención especializada para el tratamiento de esa violencia.

El Tribunal Especializado de Violencia de Género responde a la implementación de la alerta y a la necesidad de identificar este tipo de violencia, debido a que se inscribe como una acción específica de atención, pues no solo se ubica como el ente público encargado desde la norma fundamental para la sanción, sino que coadyuva en la prevención y erradicación de la violencia al eliminar cuotas de impunidad.

Desde su creación, en septiembre de dos mil veinte, el Tribunal Especializado se ha hecho cargo de asuntos de índole penal, en los que se ventilan asimetrías de poder al interior de las relaciones familiares. Esa zona doméstica, tradicionalmente negada como espacio de dominación, representa un reto para el análisis judicial, debido a la histórica naturalización de los poderes hegemónicos constituidos desde las diferencias biológicas. Es por ello que la labor judicial se enfrenta —y sin la especialización puede sucumbir— ante la serie de estereotipos que se refuerzan por un contexto sociocultural de discriminación.

En esta realidad en la que la subjetividad de la mujer en las relaciones domésticas estuvo silenciada y solo en data reciente, se politizó gracias a los estudios feministas, la labor de las personas expertas de la Comisión Interdisciplinaria se eleva necesaria e importantemente, pues constituye un discurso probatorio con pertinencia en el caso concreto sobre los factores que inciden en la negación, o no, de una subjetividad a la que se le impide el ejercicio de los derechos bajo la rúbrica de otra que se erige como superior.

El aporte del Tribunal Especializado en un contexto marcado por la violencia de género y la discriminación de las mujeres constituye una verdadera acción afirmativa que contribuye a compensar las condiciones de histórica desventaja en la que se ubican algunos sectores de la población.

Con el fin de ilustrar el impacto del Tribunal en la administración de justicia en Ciudad Juárez, se acompaña el siguiente cruce de información de enero a octubre de dos mil veintiuno, en el que se iniciaron 1190 causas penales, en las que estuvieron imputadas 1213 personas, de las cuales 1134 fueron hombres y 79 mujeres. Se vinculó a proceso penal en 1056 casos: 977 hombres y 79 mujeres. Cabe destacar que ese universo representó a 1229 víctimas, de las que 1094 fueron mujeres, 38 hombres y 97 pertenecientes a la niñez y a la adolescencia.[6] La Comisión Interdisciplinaria actuó en 193 asuntos con ejercicio de violencia grave y de mayor complejidad.

Las referencias precedentes permiten visibilizar al sector de la población, cuyos derechos y libertades tropiezan con la construcción jerárquica entre los significantes mujer-hombre.

Víctimas de violencia familiar (2021)
Gráfica 1.
Víctimas de violencia familiar (2021)
Fuente: Unidad de Gestión del Tribunal de Control del Distrito Judicial Bravos.

Personas imputadas por violencia familiar (2021)
Gráfica 2.
Personas imputadas por violencia familiar (2021)
Fuente: Unidad de Gestión del Tribunal de Control del Distrito Judicial Bravos.

Vinculación a proceso por violencia familiar (2021)
Gráfica 3.
Vinculación a proceso por violencia familiar (2021)
Fuente: Unidad de Gestión del Tribunal de Control del Distrito Judicial Bravos.

El acceso a la justicia de las mujeres víctimas de violencia de género no solo implica el espacio punitivo —como primer paso de instauración del Tribunal Especializado—, sino que debe abarcar todo aquel en el que se ventilen relaciones enmarcadas en una construcción social que adjudica simbólicamente las expectativas y los valores que la cultura atribuye a las mujeres y a los hombres (Hurtado, 2017, p. 144).

Con ese fin, el avance del Tribunal Especializado hacia una jurisdicción mixta que conozca de asuntos de interés penal y aquellos del ámbito de la jurisdicción familiar, se justifica en la medida en que la violencia de género subyacente en las relaciones significantes de poder atenta contra un nuevo modelo de sociedad y su correlativo diseño de democracia sustantiva.

El derecho no puede ser más el discurso por el que se legitima un orden social que produce hondas desigualdades y discriminación, puesto que si ha de servir como herramienta de legitimación entonces debe ser el camino para la construcción de una igualdad material en la que el menoscabo histórico de los derechos en perjuicio de las mujeres, adolescentes y niñas encuentre su reconocimiento y sirva para un esquema de atención integral y coordinación institucional.

Los retos y los desafíos en materia de acceso a la justicia de las víctimas de violencia de género son mayúsculos. Los poderes públicos fueron obligados por los esfuerzos incesantes de víctimas, víctimas indirectas, organizaciones, colectivos, frentes, centros de defensa de los derechos humanos de las mujeres para generar mecanismos institucionales o normativos y de diseño de política pública con el propósito de prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género. Las acciones públicas no fueron graciosas concesiones, sino el resultado de un hondo dolor social por el que al Estado aún le resta una deuda importante.

El destino de un Tribunal Especializado en Violencia de Género, en el que también sea posible el debate sobre controversias del orden familiar en las que subyacen causas o efectos de este tipo de violencia, depende de los ejercicios que una democracia permite, coordinados por las instituciones de Estado, a partir no de la regla mayoritaria, sino de aquella que, como se dijo, posea índole sustancial en la que irrumpen los derechos fundamentales.

Es ahora cuando la perspectiva de una democracia sustantiva entra en juego, pues quedan pendientes muchas asignaturas en el acceso a la justicia de las personas históricamente excluidas por una mayoría que legitimó el ejercicio de un poder público que, por largo tiempo, negó la violencia y la discriminación en perjuicio de sectores de la sociedad. La democracia sustantiva o constitucional adquiere una relevancia necesaria, pues garantiza los derechos de libertad que, se insiste, ninguna mayoría puede negar.

IV. A MANERA DE CONCLUSIÓN

La idea de “democracia” no constituye un concepto acabado. Su sustrato básico va nutriéndose al tenor del paso y evolución de los derechos. Ya no es posible reducirla a una simple regla mayoritaria que agote sus alcances en una partida electoral. Convergiendo en la agenda democrática contemporánea una serie de directrices, derechos y principios, un elemento toral de la misma lo constituye la lucha por revertir las condiciones de desigualdad y de violencia extrema en perjuicio de las mujeres. En ese sentido, la generación de instituciones, protocolos, procesos, mecanismos, esquemas, diseños, instrumentos y normas constituye una obligación del Estado mexicano orientada a confrontar una deuda histórica.

El interés del poder público organizado por facultades, obligaciones y competencias debe orientarse en prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género, con el fin de generar espacios de acceso a los derechos y el ejercicio de las libertades democráticamente construidas.

El Principio de Igualdad irradia un amplio espectro hacia otros derechos. El acceso a la justicia desde la prohibición de todo tratamiento discriminatorio orienta un quehacer judicial, en el que las asimetrías de poder y las vulnerabilidades estructuralmente construidas en perjuicio de determinadas personas encuentren un reconocimiento y, en consecuencia, un debido proceso por el que se asegure y se afirme la efectiva igualdad sustantiva.

Bajo ese panorama, la irrupción de un Tribunal Especializado en Violencia de Género en el estado de Chihuahua no es una gratuita ni amable concesión del aparato público, sino, como muchas otras instituciones, el producto de una lucha histórica en la que la perspectiva de una democracia sustantiva entra en juego con uno de sus elementos torales: los derechos de los grupos vulnerables. En ellos se ventilan y adjudican procesos derivados de profundas asimetrías de poder, provenientes muchos de ellos de espacios domésticos en los que el Estado tradicionalmente ha jugado un peculiar rol de supuesta imparcialidad, por lo que cada caso judicializado representa un auténtico desafío para el Tribunal Especializado, puesto que la actividad jurisdiccional se enfrenta a una decimonónica naturalización de los poderes hegemónicos constituidos.

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Notas

[3] Por mencionar solo algunos de los que se crearon después de 1993: Casa Amiga Esther Chávez Cano, Red Mesa de Mujeres de Ciudad Juárez, Nuestras Hijas de Vuelta a Casa, Contigo, Hijas de su Maquilera Madre, Eduvida, Sinviac, Centro de Atención a la Mujer Trabajadora, Fátima ibp, Mujeres por México en Chihuahua, Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, Justicia para Nuestra Hijas (Castorena, 2021, p. 48).
[4] Relativos a la obligación de los Estados parte a respetar los derechos y las libertades que se reconocen en la Convención; el deber de adoptar disposiciones de derecho interno; el respeto a la vida; la proscripción de la pena de muerte; el respeto a la integridad física, psíquica y moral; el respeto a las garantías judiciales; el derecho a la familia y al recurso efectivo.
[5] Los Estados parte condenan todas las formas de violencia contra la mujer y convienen en adoptar, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, políticas orientadas a prevenir, sancionar y erradicar dicha violencia y en llevar a cabo lo siguiente: a. abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar por que las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones se comporten de conformidad con esta obligación; b. actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar la violencia contra la mujer; c. incluir en su legislación interna normas penales, civiles y administrativas, así como las de otra naturaleza que sean necesarias para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, y adoptar las medidas administrativas apropiadas que sean del caso. d. adoptar medidas jurídicas para conminar al agresor a abstenerse de hostigar, intimidar, amenazar, dañar o poner en peligro la vida de la mujer de cualquier forma que atente contra su integridad o perjudique su propiedad; e. tomar todas las medidas apropiadas, incluyendo medidas de tipo legislativo, para modificar o abolir leyes y reglamentos vigentes, o para modificar prácticas jurídicas o consuetudinarias que respalden la persistencia o la tolerancia de la violencia contra la mujer; f. establecer procedimientos legales justos y eficaces para la mujer que haya sido sometida a violencia, que incluyan, entre otros, medidas de protección, un juicio oportuno y el acceso efectivo a tales procedimientos; g. establecer los mecanismos judiciales y administrativos necesarios para asegurar que la mujer objeto de violencia tenga acceso efectivo a resarcimiento, reparación del daño u otros medios de compensación justos y eficaces; y h. adoptar las disposiciones legislativas o de otra índole que sean necesarias para hacer efectiva esta Convención.
[6] La estadística proviene de la Unidad de Gestión del Tribunal de Control del Distrito Judicial Bravos.
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